Juan Ramón Jiménez, pionero en el tratamiento social de la Discapacidad. Plasencia.- viernes 30 de enero 2015

Juan Ramón Jiménez, pionero en el tratamiento social de la Discapacidad . Plasencia.viernes 30 de enero 2015 José Julián Barriga Bravo Trataré de ex
Author:  Irene Paz Hidalgo

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Juan Ramón Jiménez, pionero en el tratamiento social de la Discapacidad . Plasencia.viernes 30 de enero 2015

José Julián Barriga Bravo

Trataré de explicar esta noche aquí, en la ciudad en la que descubrí a JRJ, y muy particularmente a Platero y yo, hace aproximadamente 60 años, por qué me he atrevido a señalar a Juan Ramón Jiménez como un pionero en el tratamiento social de la discapacidad en un tiempo, primer cuarto del siglo pasado XX, en el que el reconocimiento y el valor social de la discapacidad no era moneda frecuente. Al contrario, en aquel tiempo, las personas con discapacidad continuaban engrosando la muchedumbre de los discriminados. A lo más, los discapacitados, con toda la larga secuela de denominaciones peyorativas – subnormales, locos, sordomudos, tontosprovocaban conmiseración, sujetos a la caridad pública, gentes, al fin y a la postre, condenadas a vivir desasistidas del cariño y del reconocimiento ciudadano. Antes, he de justificar mi intervención porque en materia literaria no paso de ser un aficionado, tal vez un lector atento de muy variados registros, coleccionista de ediciones de Platero y yo, y por esta razón, al cumplirse el centenario de su primera edición, hace exactamente un siglo y 16 días, salió también a la luz mi secreta pasión por una obra que descubrí, mejor dicho, me ayudaron a descubrir en un aula de un viejo caserón muy próximo a donde nos encontramos, y, como lo he referido en multitud de ocasiones, me abstengo de contarlo de nuevo, pero sepan que un clérigo placentino en 1956, el año en que concedieron a JRJ el Premio Nobel, nos inoculó a cientos de niños y adolescentes el gusto por la poesía, y, a quien les habla, la afición a Platero yo. Ha llovido mucho desde aquella fecha, pero no lo suficiente para borrar la huella de don Demetrio García, el cura que me enseñó mis primeros versos. Decía que soy coleccionista de la obra de JRJ y aficionado a todo lo que se ha publicado y se está publicando sobre el autor de Platero y yo. Y así he ido descubriendo a lo largo de los años las frecuentes referencias del poeta a las personas con discapacidad y, en todos los casos, lo hace con reconocimiento y compromiso personal. El caso es que JRJ recibió el Premio Nobel de Literatura gracias a la discapacidad, o al menos la discapacidad sirvió como razón instrumental. Lo explicaré. Es una

circunstancia casi desconocida en la biografía de uno de los autores más biografiados y escudriñados de la historia literaria. Todo lo ocurrido a Juan Ramon, sus manías y hasta sus miserias, está escrito y publicado. Y sin embargo apenas es conocido un hecho relevante en la biografía literaria de JRJ. De no haber sido por una edición de Platero y yo grabada para los ciegos norteamericanos y financiada por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, muy probablemente JRJ no hubiera alcanzado el Nobel. Las normas que regían la presentación de candidaturas exigían que los aspirantes hubieran publicado en el año previo a la solicitud una nueva obra o haber hecho una nueva edición de alguna anterior. JRJ atravesaba por entonces una de sus peores etapas de salud y, para colmo, su esposa Zenobia, -la gran Zenobia, a la que todos los juanramonianos respetamos y honramos- estaba en su trance final. Aquejada de un cáncer dedicó sus últimos esfuerzos a apoyar documentalmente la candidatura de su marido al Nobel, muy particularmente a través de la profesora de la Universidad de Maryland, Graciela Palau de Nemes, aunque la candidatura de Juan Ramón contaba ya con apoyos intelectuales e institucionales muy poderosos. Es una materia todavía debatida, pero de lo que no hay duda es que la edición oral de Platero allanó las últimas dificultades formales que se interponían para que el Nobel consagrara la importancia literaria del poeta moguereño. Antes de continuar, voy a tratar de decir algunas cosas sobre la excepcionalidad del libro al que me refiero, aunque la mayoría de ustedes lo conozcan. Lo primero, es reiterar que Platero y yo, salido de imprenta hace ahora cien años, ha entrado ya en la consideración de obra maestra de la literatura universal. Junto al Quijote, es la obra escrita en castellano más traducida a lenguas extranjeras, vertida a no menos de 70 idiomas, desde los más difundidos a algunos otros minoritarios, incluyendo repetidas ediciones en sistema Braille para ciegos, en lengua de signos o en ediciones accesibles para personas con discapacidad intelectual, como es la editada el pasado año por la Fundación ONCE. En muchos países Platero y yo es un clásico de la literatura juvenil, aunque fue ésta una consideración nunca asumida por su autor. Y sin embargo, ha sido la obra que le ha dado más proyección universal y la que, de paso, le sirvió para sobrevivir con dignidad, pero con una terrible escasez de medios, en los tiempos en los que Zenobia y Juan Ramón se negaron a convivir bajo la Dictadura de Franco. En los diarios de Zenobia se registran situaciones de verdadero agobio económico, sin dinero para comprarse unas medias, una corbata, o para reponer el radio transistor desde el que escuchaban los conciertos de música clásica que tanto placer causaban a ambos. Generaciones de escolares de Estados Unidos, Argentina, Méjico, Puerto Rico, Francia, por supuesto de España, han accedido al mundo de los libros través de las páginas de uno de los poetas más sobresalientes del siglo XX. Y sin embargo, transcurrido un siglo de la aparición de Platero y yo, continuamos preguntándonos por las razones de su éxito, por los motivos por los que, cien años más tarde de aquella primera edición, el libro de Moguer crece y crece en la estima de

los lectores; por qué un libro que nació para entrenamiento escolar se ha convertido en una obra maestra, en un libro nutritivo en el sentido de que es un texto caudal que acompaña y puede acompañar al río de la vida. En Platero hay algo más que un retrato, un friso, del mundo social en el que se desarrollan las peripecias de un poeta y un borriquillo. Tampoco es argumento suficiente para explicar su éxito la emotividad y el lirismo de la convivencia con niños, animales y la comunión con la naturaleza. Ni siquiera la excelencia literaria del texto es razón suficiente de su éxito. Coetáneos de Platero y yo son otros libros de parecida o superior calidad, escritos en lenguas de mayor difusión internacional, que no han alcanzado ni la notoriedad ni el prestigio de la creación moguereña. Incluso en la obra en prosa de JRJ existen otros relatos de mayor importancia literaria. Hay, pues, algo más determinante, como si se tratara de un hilo conductor que ha sido el que finalmente nos ha seducido para que su lectura nos haya acompañado a lo largo de nuestras vidas, y en todas las circunstancias. En mi opinión, esa razón “oculta” o complementaria, ese núcleo de seducción, es la actitud de permanente “compasión” con la que el autor describe, vive, y convive con sus semejantes, sean o no seres racionales. Durante mucho tiempo, la compasión ha estado viciada por adherencias religiosas y confesionales que la han apartado de los movimientos intelectuales de la modernidad. Con frecuencia ha sido considerada como un sentimiento retrógrado, reaccionario o paternalista, enfrentada al mundo actual, regido por otros códigos, entre ellos el de los derechos humanos, sujetos al concepto de justicia, y no al plano moral de la caridad y, menos aún, de la conmiseración. Y sin embargo, el sentimiento de la compasión tiene un largo recorrido como valor cívico y social en la filosofía y en el teatro clásico, desde Grecia al Renacimiento. La religión cristiana terminó por apropiarse de este sentimiento bajo el concepto de caridad y de misericordia, y en los tiempos más recientes la sociedad secularizada lo sustituyó por la idea de la solidaridad. No obstante, la noción de la compasión tiene elementos claramente diferenciados de la caridad, de la solidaridad y de otros sentimientos conexos como son la virtud y la justicia. Si entendemos la compasión como el sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias, es fácil llegar a la conclusión de que la compasión es un sentimiento primario y espontaneo, y, en consecuencia, razón y origen de las conductas solidarias, sean religiosas o cívicas. Reitero, pues, mi opinión de que, junto a los innegables valores literarios del libro centenario, el “elemento compasivo”, omnipresente en el relato, es el fundamento más importante del aprecio que muchos sentimos por la obra. Y me parece afortunada la opinión de José Antonio Marina en el sentido de que la “educación afectiva debe convertir la compasión en un hábito operativo”. Probablemente Marina recoja en parte la tradición pedagógica de la compasión desarrollada por Rousseau en El Emilio. La razón hace al hombre, pero al hombre lo dirigen los sentimientos y no hay mejor

instrumento de perfeccionamiento social que la compasión. En El Emilio de Rousseau se hace pedagogía a través de la compasión. Platero podría ser un buen ejemplo de formación ética y medioambiental a través de la belleza y del amor a la naturaleza, una especie de tratado complementario de educación para la ciudadanía. Miren ustedes: de los 138 capítulos que integran la edición completa de Platero y yo, más de un tercio, responden directamente al modelo intelectual del que les vengo hablando. Son breves apuntes de solidaridad con los seres más necesitados. Lo veremos más adelante con algún detalle. Tres capítulos tienen como protagonistas principales a niños pobres: los niños pobres que juegan a asustarse fingiéndose mendigos (capitulo 3), los niños pobres que no tienen ni una perra chica para mirar las vistas del buhonero (capitulo 49), y el recuento de las tumbas de los niños pobres en el cementerio de Moguer (capitulo 97). Pero no son los niños pobres el argumento principal para justificar el elemento compasivo y solidario del libro, sino los seres desvalidos sobre los que Juan Ramón esparce ternura y misericordia: el niño tonto de la calle San José, sentado en su sillita a la puerta de su casa; Anilla la Manteca, la prostituta que se murió una noche de tormenta; el perro sarnoso que huía de los halagos, acostumbrado a las pedradas; la chiquilla del carbonero, sucia cual una moneda, que se adormila al compás de una copla de la madre; la niña tísica, cual un nardo ajado, con su hábito cándido de la virgen de Montemayor; el niño enano, que cantaba coplas vendiendo albérchigos por las calles que olían a pan calentito y a pino quemado; el pobre cazador furtivo al que se le reventó la escopeta una tarde en la marisma que olía a brea y a pescado; ese otro capítulo dedicado a la muerte de la niña chica; la candidez de la niña Antoñita que no podía cruzar el arroyo sin mojar su falda de día de fiesta; el amor por la gente sencilla, la del barrio de los marineros; de Granadilla, la hija del sacristán de San Francisco, las criadas, bulliciosas que cuentan historias de majos y de contrabando; Pinito, uno de los tontos oficiales del pueblo, andrajoso y cuasi en cueros, apedreado por los niños y que el poeta lamenta no haber hablado con él porque murió cuando Juan Ramón era todavía niño; Aguedilla, la pobre loca de la calle de Sol, que le mandaba granadas y a la que el poeta le dedicó uno de los libros más universales; el patio de los niños pobres en el Cementerio viejo, en el que el poeta introduce a Platero camuflado entre los burros de los ladrilleros; compasión por los niños braceros condenados de por vida a la sumisión que venden frutos silvestres o se afanan en completar el jornal miserable de la familia; el ciego vendedor de leche de burra, que la apaleaba en el naranjal; León, el mozo de cuerda que tararea pasodobles en la plaza de las Monjas en las tardes primerizas de la primavera; la presencia de un mendigo nuevo en Moguer: un portugués que va camino de las rozas… Y tantos y tantos seres desvalidos o desafortunados que pueblan las páginas de Platero, como si Juan Ramón hubiera querido componer un gigantesco friso de la grandeza de un alma compasiva.

En este relato apresurado de escenas compasivas de Platero y yo habrán reparado en algunas escenas expresamente referidas a la discapacidad. Comenzando por la dedicatoria que dice así: “A la memoria de Aguedilla, la pobre loca de la calle de Sol, que me mandaba moras y claveles”. Probablemente ninguna otra obra maestra de la Literatura Universal esté dedicada a una persona con discapacidad. ¿Quién era Aguedilla? La volveremos a encontrar en el capítulo 96 de Platero. Se titula “La granada” y sirve para que Juan Ramón componga un retrato espléndido del fruto del granado que él, niño todavía, entreveía en los corralones de la bodegas. Caía el sol y los granados se incendiaban como ricos tesoros junto al pozo en sombra… ¡Granadas abiertas al sol grana del ocaso! ¡Granadas del huerto de las Monjas, de la cañada del Peral, de Sabariego, en los reposados valles hondos con arroyos donde se queda el cielo rosa, como en mi pensamiento, hasta bien entrada la noche! El niño tonto del capítulo 17, sentado en su sillita a la puerta de su casa, mirando el pasar de los otros. Y miren no sólo con cuánta ternura, sino con cuánta inteligencia lo describe: Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los demás Un día cuando pasó por la calle blanca aquel mal viento negro...Ahora que viene la primavera, pienso en el niño tonto, que desde la calle San José se fue al cielo. Estará sentado en su sillita, al lado de las rosas únicas, viendo con sus ojos, abiertos otra vez, el dorado pasar de los gloriosos”. La niña enferma, la niña tísica del capítulo 46: Cual un nardo ajado…;yo le ofrecí a Platero para que diera un paseíto…; se asomaban las mujeres a las puertas…; iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de cristal fino…; parecía un ángel que cruzaba el pueblo, camino del cielo del sur… El niño enano, que pregonaba albérchigos en el callejón de la Sal, y olía a pan calentito y a pino quemado y sonaba la campana gorda, y el poeta imagina que presta su platero al niño enano, para que Platero lo acompañe en el pregón de los albérchigos… El tonto Pinito del capítulo 94, despreciado por todos, apedreado por los niños despiadados, apenas recordado en una tarde de sol suave de otoño con una carga de sarmientos renegridos, y cuya memoria, muchos años después de muerto, sirve para componer a Juan Ramón una elegía de extraordinaria fuerza emotiva. Tantos y tantos personajes desvalidos, y no solo personas, porque Juan Ramón se compadece de todo lo que significa desprotección o desvalimiento. Compasión también por los animales y por las cosas: estupor ante la pelea de los gallos ingleses en

una fiesta infame con olor a vino mal digesto, a chorizo en regüeldo, ante los ojos congestionados de hombres que trasladan a los pobres gallos el odio que derrama sus ojos avarientos; el perro sarnoso, macilento, huyendo siempre de los gritos y de las pedradas, y al que el guarda le descerrajó un tiro y murió bajo una acacia de Fuentepiña; la agonía del burro viejo, ajeno a la belleza prodigiosa de una mañana de invierno; la perra parida que busca quejumbrosa a sus cachorros, arrancados a la fuerza de sus tetillas rosadas y llenas para que hicieran el caldo de puchero para salvar de la muerte al niño de Salud, la lechera; otra vez, un perro, el perro atado que ladra al sol del ocaso, en el tibio sol del otoño, como una elegía de la estación, sintiendo tal vez morir la belleza. Y es compasión, descrita magistralmente, lo que el escritor siente ante la contemplación de esa flor del camino (capitulo 50), tan tierna tan débil, que se marchita sin que nadie repare en ella. La misma conmiseración por la muerte del perro sarnoso y de la yegua que por la muerte del mendigo o de la niña tísica, e idéntica emoción ante la muerte, del ocaso del día, que de la muerte de la carbonerilla en una especie de panteísmo, que es otra de las tentaciones o insinuaciones para el estudio profundo y exacto del inmortal texto de Juan Ramón. No crean que el poeta lírico que parece apiadarse del gorrión muerto o del niño tonto o de la flor que decae al borde del camino sea un personaje blando o afectado. No. Juan Ramón fue un hombre firme, de carácter, irreconciliable con la mentira y la injusticia. Valiente, fustigador de quienes promueven o consienten situaciones de abuso o de intolerancia. El poeta de Moguer fue un hombre bueno, compasivo, solidario con las desgracias ajenas. Es el hombre que, junto a Zenobia, pone en marcha en Madrid una iniciativa benemérita y arriesgada para dar cobijo y sustento a doce niños huérfanos y desamparados en los primeros meses de la Guerra Civil, arriesgando su vida y su magro patrimonio. Y es también, en aparente contradicción, el hombre elitista, el hombre enamorado de las minorías, el que dedicaba sus versos a “la minoría siempre”, “a la inmensa minoría”, sustentada en el pensamiento y en la inteligencia. También la persona altiva, intransigente, a veces colérica frente a quienes lo traicionaban o lo desestimaban. ¿Cómo conciliar, pues, el carácter amabilísimo del hombre compasivo con los brotes arrebatados de una persona intransigente?

Pero por encima de estas consideraciones, hay dos manifestaciones de la discapacidad de muy largo recorrido en la prosa y en los versos de JRJ. La primera es la locura, la enfermedad mental. Decía que la personalidad del poeta es una de las más estudiadas de la historia literaria. Lingüistas, historiadores, psicólogos y psiquiatras, han estudiado hasta los más íntimos recovecos la personalidad cambiante, enfermiza, de unos de los líricos más notables del siglo XX. Efectivamente JRJ arrastró a lo largo de su vida un componente neurótico que, independientemente de sus propias y sinceras confesiones, queda perfectamente retratado en los diarios íntimos de su esposa y

compañera, Zenobia Camprubí. A los 18 años necesitó ya un internamiento en el sanatorio psiquiátrico de Castel d´Andorte, en el sur de Francia, aunque alojado en la vivienda de su director, Dr. Lalanne, seguido de continuos ingresos en el sanatorio del Rosario de Madrid, y ya, en tiempos del exilio, en el Hospital Takoma de Maryland, en el Hospital Presbiteriano de San Juan, en el Municipal de Río Piedras y por ultimo en el Hospital Hato Tejas de Puerto Rico, en el que el poeta recibió la noticia del Premio Nobel en 1956. El anuncio de la concesión llega dos días antes de que falleciera Zenobia, ella internada en la clínica Mimiya, Juan Ramon el Hospital Federal de Veteranos. La Academia Sueca hizo una excepción absolutamente inédita: la de romper el secreto de las votaciones y filtrar el resultado favorable para que Zenobia, agónica y prácticamente inconsciente, conociera la noticia. El pasaje de cómo llega la noticia del Nobel a uno y otro, enfermos, desprotegidos, sería digna de una gran escena de teatro de una enorme fuerza emotiva. Zenobia entreabrió los ojos, sonrió y balbució una sola palabra. Entró en coma profundo y, dos días más tarde, falleció. Su cuerpo fue velado en una de las salas de la Universidad donde ella ordenaba y organizada los papeles inéditos de Juan Ramón. Mientras el velatorio, el poeta no permitió que nadie le separara del féretro. Después del enterramiento, Juan Ramón se encerró a oscuras en una habitación de su casa; se negó a alimentarse y asearse. Desnutrido y en un lamentable estado, le forzaron a un nuevo internamiento hospitalario. La huella de la enfermedad mental en Juan Ramón tiene presencia continuada en toda su obra, y a pesar de ello, o tal vez propiciada por la extrema sensibilidad de un carácter neurótico, alcanzó cotas geniales. En sus internamientos aprecia y se apiada de aquellos hombres segregados de la sociedad que “declaman furiosamente pleitos a la aurora”, pero no los describe con frialdad sino con fraternidad: Yo he podido mirar a los locos de cerca, entre ellos…¡Pobres o ricos locos! Los hemos arrojado a un rincón lejano de la vida para evitar el problema, para estar tranquilos de ellos y de nosotros. ¿Y qué es un loco más que un hombre corriente en sueños? Son, sin embargo, los ciegos, la ceguera, la discapacidad que tiene más presencia en la obra de JRJ. Juan Ramón, sólo en muy contadas ocasiones, se prestó a hacer lecturas en público de su obra. Fue un hombre curtido en la soledad, tejiendo permanentemente una obra poética que aun hoy, a casi 60 años de su muerte, continúa alumbrando nuevos textos y recreaciones. Pero el autor de Platero y yo estuvo siempre dispuesto a complacer las peticiones que le llegaron para leer capítulos del borriquillo a los niños ciegos. Sentía por ellos una especial predilección. He encontrado al menos en la obra en prosa de Juan Ramón hasta cinco momentos de aproximación a los niños ciegos. La primera de ellas data del año 1934. Su confidente, Juan Guerrero Ruiz, anota en su excepcional libro de memorias juanramonianas cómo el poeta hubo de suspender, a causa de uno de sus achaques de salud, su proyectada

lectura de Platero en el Colegio de Ciegos de Chamartín, requerido por los alumnos que ya contaban con una edición de su obra en Braille. Y añade Guerrero Ruiz: “aunque el no va a ninguna parte, como esto era cosa simpática, ofreció ir, pero está tan fatigado que hoy ha telefoneado que le es imposible asistir”. No tengo la menor duda que JRJ, superado aquel trance, se encontraría con los niños ciegos madrileños. A poco de recalar en La Habana como exiliado, volvemos a hallar el rastro de su amor por los niños ciegos en octubre de 1936, concretamente en Río Piedras, y de aquel acontecimiento se conserva una de sus notas manuscritas titulada “Niños ciegos de Rio Piedras”, aunque más tarde le cambiara el título por este otro tan sugestivo como el “Tanta luz”. JRJ conservaba anotaciones de toda índole para más tarde llevarlas a sus versos. El caso es que los archivos de Zenobia y Juan Ramón han alumbrado este bellísimo texto: “Niños ciegos de Ríos Piedras, queridos amigos inolvidables de esta tarde lluviosa; os leí hace un momento, porque “queríais oír mi voz”, algunos poemas míos en verso y prosa; unos sencillos , de cuando yo era también niños como vosotros; otros más difíciles del poeta más viejo, tan lejano de vosotros en edad. Estoy seguro que vosotros (tú que me llamabas el “poetastro”; tu, delgada cantora celeste, y tú, que temblabas febril, vosotros todos), que tenéis tan hondo el sentido, que trabajáis tanta vida interior, que domináis en lo oscuro tanta luz, estaréis dándole vueltas esta noche a mi palabra revoladora entre vosotros, y la habréis entendido bien. Mejor, que con vuestros ojos opacos, “mirando” a la música, que tanto me miran a la boca con su vanos ojos pulidos, saltones, “hechos” Conocemos que los niños habaneros gustaron tanto de aquella experiencia que en señal de agradecimiento enviaron a JR cartas y poemas escritos en braille que se conservan en la Sala Zenobia/Juan Ramón Jimenez. Por lo demás su proximidad a los niños ciegos sirvió a JRJ para sostener una teoría que aún hoy entretiene a los lingüistas para debatir sobre el concepto de poesía en verso o en prosa, hasta el punto de que en un momento de su vida no se le ocurrió otra cosa que recomponer toda su obra poética, escrita en versos, y trasladarla a prosa. En 1948, Juan Ramon y Zenobia se trasladan a Buenos Aires en un viaje que supuso un gran acontecimiento cultural. Los alumnos de la Escuela general San Martín de la Plata prepararon para la ocasión una edición de Platero y yo en braille, en tres tomos. Con este motivo, los escolares obtuvieron de los organizadores la autorización para entrevistar a Juan Ramón y que el autor firmara cada uno de los volúmenes que integran la edición par ciegos. La celebridad y el prestigio de Juan Ramón era de tal naturaleza que una de sus conferencias en Buenos Aires, organizada por la Asociación Anales de Buenos Aires rebasó con mucho la capacidad del teatro en la que se iba a pronunciar, a pesar de que la asistencia era de pago, y que no tenía precio económico

la entrada. La organización de ciegos de la Plata gestionó ante los organizadores la posibilidad de reservar para sus asociados un número de butacas. Así se hizo y Juan Ramon impuso que la asistencia de sus amigos los ciegos fuera gratuita. Debo la anécdota a una de las profesoras expertas en Juan Ramon, la doctora Soledad Gonzalez Ródenas, que por cierto, tuvo infancia extremeña mientras su padre trabajaba en el embalse de Alcántara en los años 60. Y todavía existió al menos otra ocasión de lectura de Platero para niños ciegos en Puerto Rico. De todos modos la referencia documentada más importante de la afinidad afectiva de JRJ con los ciegos es el texto y la alocución que el poeta hizo en la Habana, en 1937, ante los micrófonos de la radio. Sus amigos y admiradores querían agasajarlo y organizarle sesiones públicas de homenaje. Juan Ramon les respondió que si continuaban en el empeño se vería obligado a huir de la Habana. Se ofreció a cambio a leer “en la sombra”, es decir sin público, es decir como si fuera ante ciegos, un ramillete de sus versos. Esa lectura, más el prólogo o introducción que hizo, es lo que se titula de “Ciego ante ciegos”, que es una especie de metáfora del poder evocador de la poesía. Comienza diciendo Juan Ramon que sólo recuerda tres veces la lectura en público de su poesía: una ante extranjeros (probablemente la que hizo a petición de Zenobia en una asociación de estudiantes americanas), otra ante niños y otra ante ciegos. “Esta cuarta vez –dice Juan Ramón- estamos todos ciegos…Me parece que estoy leyendo en el desierto o en el mar y de noche…Porque el poema no se prueba en los oídos sino en los ojos y sobre la letra o su visión interior. Es necesario ver el poema, no al poeta…” Con esta introducción tan introspectiva, con el título de “Ciego ante ciegos”, leyó una breve antología de sus poemas de mayor expresión lírica hasta el punto de que se considera esa selección de 9 poemas como una especie de pequeña antología mística, de la misma profundidad evocadora que los versos de dos de sus poetas más admirados, San Juan de la Cruz y fray Luis de León. Juan Ramón tuvo siempre en proyecto publicar un libro con el título “Verso para ciegos”, que no llegó nunca a editarse en el que volcaría en prosa sus libros en versos porque defendía que la única diferencia entre el verso y la prosa era la rima… Zenobia, poco antes de morir, anota en su diario la llamada que ese mismo día de julio hizo a Francisco Aguilera, director de la Sección Hispánica de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, para que eligiera la persona que debía hacer la grabación de Platero y yo para los ciegos americanos. Esta es la edición que serviría a Graciela Palau para documentar la solicitud de concesión del Premio Nobel a JRJ. A finales de ese mismo año aun se recoge en el diario de Zenobia otra referencia al libro para los ciegos, y es que ese día Zenobia fue incapaz de poner en marcha la grabadora que debería recoger la voz de Juan Ramón como prólogo para la edición de Platero y yo auspiciada por el Congreso de los Estados Unidos.

Fuera de Platero y yo existen en la inabarcable obra de JRJ otras referencias expresas a la discapacidad y especialmente a los ciegos. En sus primeros libros de prosa, una prosa todavía balbuciente, -estamos a comienzos del siglo XX- escritas por un jovencísimo poeta de provincias, aquejado de un romanticismo enfermizo, pero que presagia una madurez intelectual precoz, escribe dos viñetas, una especie de baladas, dedicadas a una niña ciega y a una niña tísica. Son prosas tristes, tristísimas, bellísimas, llenas de una sensibilidad exquisita. Tienen, aunque separadas por algunos años, un argumento similar, la contradicción y la contraposición entre la alegría en la que estalla un universo poblado de flores y de risas infantiles, y la opacidad de los ojos mustios o el presentimiento del final de la niña enferma; la niña ciega, de cabellos rubios, que arrastra por las calles de Madrid un organillo del que salen melodías como si fueran mariposas que acompasaran su triste deambular de mendiga, mientras el poeta pregunta a Dios, o lo recrimina diciendo: “Dios mío, por qué se le cayeron los ojos a la niña…¡Ay Dios de la luz, si la pobre vio alguna vez el cielo azul, si vio las nubes gloriosas…! Y ahora…ahora que el aire huele bien…, ahora que viene la primavera…¿Por qué se le cayeron los ojos a ella…” Con idéntica emoción el poeta se compadece en otra de sus primeras prosas de la niña tísica, probablemente la misma niña del capítulo 46 de Platero, a la que él montaba en el burro para aliviar su decaimiento. Reitero que es una narración tristísima, pero de una belleza excepcional. En este caso, el poeta ve en los ojos de la niña la proximidad de la muerte y sin embargo, alrededor de ella todo ríe y es complaciente: “…el jardín lleno de flores, hierve la vida; todo, el cielo azul, las abejas, las mariposas, la boca y los ojos de las niñas tienen esa plenitud ardiente de la primavera…” Pero el poeta ha visto el signo de la muerte en los ojos de la niña tísica.

Existe un cuadro narrativo, con el título de “Ciegos de Madrid” de su libro “Por el cristal amarillo”, que es un relato hiperrealista, áspero, que más parece sacado de una escena de las Luces de Bohemia de Valle Inclán o de una pintura de Solana. Es una prosa extraña en la producción de Juan Ramón. Pinta a un grupo de ciegos a la salida de un concierto de música clásica y deambulan con dificultad de orientación por la calle exaltando la música que acaban de escuchar, Mendelson, Schubert, y de repente se sienten perdidos porque ha desaparecido su guía o conductor: “Entonces, escribe el poeta, se agrupan todos melancólicamente, y se quedan parados, callados, cabizbajos, los ojos ciegos por el suelo, con miedo de perderse, como borregos, negros, negros, negros…”

Y podíamos continuar evocando otras escenas de personas con discapacidad en la obra de Juan Ramón, sin olvidarnos de su propia consideración personal de persona aquejada por una enfermedad mental. ¡El loco! El loco es el título del capítulo VII de Platero y yo. El argumento es de sobra conocido: era el apelativo con el que sus vecinos de Moguer tildaban a aquella persona “vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro”, aupado a la grupa de un borriquillo. El loco es también el titulo de una viñeta, excelente, de su libro Primeras Prosas, ambientado igualmente en Moguer, y que cuenta la percepción de belleza que el poeta tiene contemplando el paisaje de una tarde de primavera, aupado, en este caso no sobre un jumento, sino subido al tejado de su casa, probablemente la de la calle Nueva, convertida hoy en uno de los dos museos juanramonianos con los que cuenta su pueblo natal. Desde allí divisa los patios y los jardines, el horizonte y la marisma, le llegan la música del pueblo en fiesta, los gritos, los cantos de los niños, la tarde sobre el campo… Allí es descubierto por los vecinos, que gritan: -¡Eh, eh! ¡El loco! El loco en el tejado… Un loco genial, un hombre que hizo de la compasión y de la belleza una cumbre de la literatura universal, un pionero en el tratamiento social de la discapacidad. Gracias.

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