L i B R O S. ensayo Relectura de un clásico

◆ El libro, tras la duna,de Andrés Sánchez Robayna ◆ La vida sexual de Catherine M., de Catherine Millet ◆ El viaje, de Sergio Pitol ◆ Las cuatro fu

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El libro, tras la duna,de Andrés Sánchez Robayna ◆ La vida sexual de Catherine M., de Catherine Millet ◆ El viaje,

de Sergio Pitol ◆ Las cuatro fugas de Manuel, de Jesús Díaz ◆ Terraza en Roma, de Pascal Quignard ◆ La ética del hacker, de Pekka Himanen ◆ Del ojo al hueso, de Olvido García Valdés ◆ La geometría del amor, de John Cheever

LiBROS e n s ay o

Relectura de un clásico

Emilio Alarcos, Notas a La Regenta y otros textos clarinianos, edición de José Luis García Martín, Ediciones Nobel, Oviedo, 2001, 232 pp. Antonio Vilanova, Nueva lectura de La Regenta de Clarín, Anagrama, Barcelona, 2001, 350 pp. Clarín: 100 años después. Un clásico contemporáneo, Instituto Cervantes, Madrid, 2001, 258 pp.

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l centenario de la muerte de Clarín, que se celebró en 2001, propició toda una serie de congresos, simposios, conferencias y exposiciones. Así tenía que ser. Porque Clarín fue, junto a Galdós, el novelista más significativo de nuestro siglo XIX. A su condición de novelista hay que añadir que fue posiblemente el autor de cuentos más descollante de la España y de la Europa decimonónica. Y a todo ello hay que sumar su extensa y extraordinaria labor de crítico literario. A menudo me pregunto si no ha-

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bría que considerarle sobre todo un intelectual comprometido con su tiempo. Un intelectual de ideología progresista que se sirvió de la novela, de las narraciones cortas, de la crítica y esporádicamente del teatro para llevar a cabo el empeño, compartido con otros pocos intelectuales de la época, de sacar a España de su atolladero político-social y literario. La Revolución de 1868 abrió el horizonte político-social hacia la revolución burguesa. Pero la débil burguesía española, el ejército y la Iglesia cerraron ese horizonte restaurando en 1875 la monarquía. Es decir, desacelerando la desde un principio timorata y alicorta revolución burguesa española. La Restauración, un pegote para desnaturalizar la necesidad de transformar en profundidad las estructuras del país, detuvo el proceso entonces en ciernes de modernizar el país.

La literatura no podía seguir siendo un discurso para y al servicio de las clases hegemónicas, para y al servicio de los intereses de los poderes que reinstauraron la monarquía. Ni tampoco podía seguir siendo una mera categoría estética fabricadora de enigmas o folletines enajenadores. La literatura –la novela, en particular– era considerada una rama más de la ciencia. Escribir era estudiar, analizar, experimentar. El escritor tenía un compromiso con la sociedad, un cuerpo enfermo cuyos males debía contribuir a diagnosticar. En torno a estas premisas se fue atisbando la génesis de una compleja red de cambios que iban a afectar a la manera de producir y consumir productos literarios, maneras que representaban la nueva función, con una clara intención ideológica, de crear conciencia de sujetos en los sectores mayoritarios de la sociedad española y así ampliar las bases de la parti-

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cipación en la cosa pública. O lo que es lo mismo, la literatura era el resultado de un nuevo proceso democratizador y era también –y sobre todo– un factor que debía desempeñar un protagonismo esencial en ese proceso. Clarín decía en “El libre examen y nuestra literatura presente”: “Es la novela el vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para llevar al pensamiento general, a la cultura común el germen fecundo de la vida contemporánea, y fue lógicamente este género el que más y mejor prosperó después que respiramos el aire de la libertad de pensamiento.” España se está mostrando tan bien dispuesta a la conmemoración interesada como al olvido interesado. Hay numerosos indicios de que desde 1977 domina la tendencia oficial –gobierne quien gobierne– a servirse de la conmemoración para dejar bien sentado que el país tiene un legado cultural que recordar. Pero los contenidos de ese legado son siempre lo de menos. No interesa escarbar demasiado en ellos porque nadie quiere remover demasiado el pasado. Resulta a todas luces obligado denunciar esa política cultural que no dudo en calificar de nefasta. Puestos a ello, creo oportuno señalar que va ya siendo hora también de que los contribuyentes exijamos que los responsables culturales nos pasen las cuentas del dinero gastado en celebraciones y fastos culturales. Hay una grave desproporción entre esos gastos y el que, por citar el caso de Clarín, no dispongamos todavía, un siglo después de su muerte, de una edición de sus obras completas, ni de nuevas aproximaciones críticas a su obra. Esta última labor la hacen en España unos pocos francotiradores y con resultados no demasiado alentadores. Están fuera de los circuitos que dominan el cotarro editorial y/o universitario. El libro de Emilio Alarcos, Notas a La Regenta y otros textos clarinianos, es, sobre todo, un resto arqueológico de la conocida imposibilidad de hacer crítica sobre autores considerados malditos por la dictadura franquista y sus corifeos. La inclusión de la reproducción facsimilar del número que la revista Archivum de Ovie-

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do dedicó en 1952 a Clarín poco aporta al conocimiento de la obra clariniana. Ese número, como los artículos de Alarcos, muestra de manera lacerante las limitaciones y deformaciones que imponía el franquismo. Y, a la vez, ilustra la poquedad del mundo universitario español de entonces. La apología que se hace del autor y del libro en la nota preliminar de José Luis García Martín y en la contraportada es un indicador de la pervivencia de una retórica residual que debería desecharse de una vez por todas. Como muestra estas palabras de la contraportada: “Sólo un lingüista que fuera también poeta, sólo un especialista que no desdeña sus intuiciones de lector privilegiado, puede analizar con tanta lucidez y tanta claridad el entramado de sonido y sentido, de ideas y sintagmas, de técnica y sangre, que constituye el milagro de la obra literaria.” Antonio Vilanova, que ha sido catedrático, como Alarcos, de la universidad española, titula su libro Nueva lectura de La Regenta de Clarín. Muchos lectores se preguntarán, como hago yo aquí y ahora, ¿qué “nueva lectura” ofrece esa Nueva lectura de La Regenta de Clarín? El emperador anda desnudo y todos proclaman la magnificencia de sus vestiduras. El libro de Vilanova, una colección de viejos ensayos publicados en los años ochenta y comienzos de los noventa, que reúne bajo el título de la conferencia “Nueva lectura de La Regenta de Clarín”, con la que clausura el Simposio Internacional Leopoldo Alas, “Clarín” celebrado en el Aula Magna de la Universidad de Barcelona –la Universidad de Vilanova– del 23 al 26 de abril de 2001, hace caso omiso –en 2001– de las corrientes críticas que, sobre todo fuera de España, han ido cristalizando en torno a la obra de Clarín y acerca de la escritura naturalista. Esa “Nueva lectura…” no es nueva porque, de un lado, repite lo dicho por Vilanova en los años ochenta y, de otro, porque no contrasta sus viejas disquisiciones –más bien opiniones– críticas con la crítica más actual. Vilanova no se cansa de repetir que Ana Ozores “cae irremisiblemente en el pecado de adulterio”, ni de enredarse en obsolescencias como éstas, que recuerdan las sen-

tencias de algunos jueces y moralistas para los que no pasan los años: “la caída de una mujer genuinamente honesta y virtuosa como Anita Ozores en el pecado del adulterio, sin duda hay que buscarlo en la irresistible atracción física que ejerce sobre ella la apostura y gallardía de don Álvaro Mesía, apuesto galán de quien está perdidamente enamorada a pesar suyo [sic], y hacia el cual la arrastra un ansia irreprimible de placer sensual, que ella confunde con una gran pasión, pero que no es más que una sublimación sentimental de sus instintos eróticos frustrados.” La Regenta no aspira a adentrarse en esas abstracciones. La Regenta se ocupa de realidades concretas que el texto no cesa de plantear y verificar. Como de la realidad concreta de si Ana podía saltar “la muralla de la China”, ese obstáculo que para “sus ensueños” eran tanto su marido como el Magistral, don Álvaro, los Vegallana y el resto de la Vetusta bienpensante. La lectura de Vilanova debería, en todo caso, contrastarse con materialidades personales y ambientales. Porque entre espíritu y materia hay en La Regenta y también en Su único hijo, y en la casi totalidad de la producción literaria de Clarín, una relación dialéctica. Ese otro Hegel está ausente en el libro de Vilanova. El experimento que se lleva a cabo en La Regenta es de signo positivista. Un experimento que Galdós, en su prólogo de 1901 a la novela, donde la califica de “muestra feliz del naturalismo restaurado”, describía con estas palabras: “Doña Ana de Ozores tiene horror al vacío, cosa muy lógica, pues en cada ser se cumplen las eternas leyes de Naturaleza y este vacío que siente crecer en su alma la lleva a un estado espiritual de inmenso peligro, manifestándose en ella una lucha tenebrosa con los obstáculos que le ofrecen los hechos sociales, consumados ya, abrumadores como una ley fatal.” Galdós aludía en 1901, pues, a unos “hechos sociales” –el “medio” y el “momento histórico” de la novela experimental– y a unas eternas leyes de Naturaleza, que provocan “un estado espiritual” en pugna con esos “hechos” y “leyes”. Galdós reconoce la existencia de “un estado

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Li B ROS espiritual”, que no abstrae –como hace Vilanova cien años después– de la materialidad de los hechos sociales y de una ley fatal. Al contrario, relaciona dialécticamente uno y otros. Existe, por tanto, una divergencia notable entre lo que señalaba Galdós en ese prólogo y lo que había dicho Clarín en el prólogo a Cuentos morales, que luego ha sido retomado por algunos críticos como Vilanova o Sobejano, acerca de sus escasas preferencias por “el mundo exterior, las vicisitudes históricas y sociales”; de otro, ponía Galdós de manifiesto que en la novela decimonónica el hombre interior nunca se podía abstraer del mundo exterior. Unos seis años después de La Regenta, Bonis acaricia, en Su único hijo, la quimera del hijo, que habrá de darle a Bonis –padre natural o putativo que también, como Ana Ozores, tiene “horror al vacío”–, trascendencia, razón de ser. Y debía hacerlo, en Su único hijo, a contrapelo del “mundo exterior” y de “las vicisitudes históricas y sociales”. Pero a ese deseo de Bonis se contraponen las materialidades que aparecen –como se verá más adelante– en numerosos pasajes de Su único hijo y de su continuación inconclusa, Una medianía. La realidad, las cosas de la vida, las materialidades del mundo, siempre acaban imponiéndose o simplemente son, de uno u otro modo, una mediación. Clarín era materialista hasta cuando decía no querer serlo. O simplemente daba a entender que no quería serlo. En La Regenta el narrador crea una ciudad, Vetusta, cuyo nombre está cargado de simbolismo. Vetusta sugiere ciudad vieja, ciudad que reúne todos los vicios del Antiguo Régimen y, por extensión, la incapacidad de la España decimonónica para adentrarse decididamente por los senderos de la modernización y lo que ello comporta, la superación de las estructuras feudales y religiosas que estaban sirviendo de apoyatura a la Restauración de 1875… La ciudad de Vetusta –una metáfora, en suma– está estrechamente ligada a Ana Ozores, a la Regenta. Sin Vetusta ella no puede existir. Comprendemos, pues, por qué empieza la novela hablando de esa “heroica ciudad”. En Su único hijo el énfa-

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sis lo pone el narrador, al menos en un principio, en Emma Valcárcel, sin la cual no puede nacer el hijo que da título a la novela. O lo que viene a ser lo mismo, sin Vetusta no se hubiera podido escribir La Regenta y sin Emma no se hubiera podido escribir Su único hijo. Esas primeras frases, que remiten a una materialidad espacial –el espacio de Vetusta– y a una materialidad corporal –el cuerpo de Emma Valcárcel– inauguran unas acciones, un entrecruzamiento de tramas y subtramas, que conducen a un final desde el que todo lo narrado ha de tener cohesión y sentido. La Regenta, en sintonía con la estética de la novela experimental, sitúa la acción en un medio provinciano, a cuyos referentes sociohistóricos y económicos presta el narrador una atención muy cuidadosa. Por contra, en Su único hijo el espacio y el tiempo narrativos son progresivamente desatendidos por el narrador, quien tiene –como veremos en el transcurso de la lectura– otras prioridades. Son tantas las lagunas del libro de Vilanova que no veo lo que hay de nuevo en él. Un libro que considero anclado en el pasado, en un pasado que, como en el caso del libro de Alarcos, no daba –ni da– mucho de sí. El libro del Instituto Cervantes es, de los tres, el más útil. No tiene pretensiones científicas. Su meta es, sobre todo, divulgar, con la ayuda de numerosas ilustraciones, la figura y la obra de Clarín. ~ – Francisco Caudet

POESÍA

UNA FÉRTIL ANDADURA ESPIRITUAL Andrés Sánchez Robayna, El libro, tras la duna, Pre-Textos, Valencia, 2002, 116 pp.

l libro, tras la duna abre un camino nuevo dentro del trabajo poético de Andrés Sánchez Robayna. Decir esto de un poeta cuya obra se ha caracterizado por una profunda coherencia interna puede traer equívocos. Maticemos: El libro, tras la duna abre un camino nuevo, pero en él

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también convergen y se expanden las preocupaciones y búsquedas que el poeta nos ha ofrecido en libros anteriores. Aun más: El libro, tras la duna es, por su esfuerzo evocativo y su intento totalizador, una propuesta espiritual de gran ambición, pero también de alto riesgo. Sánchez Robayna ha dicho que su poesía ha evolucionado de un estar a un ser. Y podríamos agregar: de un paisaje a un sujeto. Sus primeros libros (Clima, Tinta, La roca) sientan las bases de un territorio, de una geografía íntima. A través de una extremada economía discursiva el poeta conforma no sólo la mitología de un espacio insular, sino el lugar fundador de su canto. Por lo tanto este paisaje es una topografía pero sobre todo una mirada, la ventana desde la cual el poeta observa y es observado: el lugar donde nace su palabra. Sus tres libros siguientes (Palmas sobre la losa fría, Fuego blanco y Sobre una piedra extrema) están marcados por la reflexión del ser y del tiempo dentro del marco de un paisaje totalmente consustanciado al poeta. Siempre atados a esta topografía insular y espiritual, estos tres libros van desgranando poco a poco un ser. Un ser atravesado por el paisaje y continuamente interrogado por los enigmas de la composición poética. Con El libro, tras la duna Sánchez Robayna quiere ir más allá. Aquí la empresa poética tiene como objeto el sujeto, el sujeto histórico. Esfuerzos, esperanzas y deseos se enlazan a las exploraciones anteriores. Poema extenso y único, o conjunto de fragmentos interdependientes, El libro, tras la duna intenta la reconstrucción del sujeto y su esfuerzo se centra en una invención autobiográfica. De ahí que la memoria sea el verdadero protagonista de este libro. La memoria como invención, claro, pero también como fuerza dadora de sentido. Es como si, llegado a este punto, el poeta necesitara ordenar lo que en otros libros existe de manera rica y constelada. Como si extrajera de la plenitud de la contemplación estelar una cosmogonía propia. Para ello el poeta se sumerge en la noche de los tiempos, en la luz de la infancia, y ve allí el génesis de una vida espiritual y una experiencia estética:

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Y grabé en una piedra bajo los cielos cómplices la inicial de mi nombre para dejar señal de mi nombre y su secreto Esta acción genésica de la infancia, suerte de impronta cósmica o feliz signo del destino, abre la puerta a una especie de bildungsroman donde el poeta inicia su atenta vigilia y su andariego aprendizaje. Así asistimos, en primer lugar, al asombro ante la ascética naturaleza insular, “El rumor de los árboles/ y su texto infinito”, y el universo visto como un alfabeto generoso y emocionado. El poeta en ciernes intenta leer como un alumno de Pitágoras el “silabario del cielo”, intenta conocer, aprender, pero rápidamente advierte que a la luz del saber la acompaña una sombra. Esta sombra se identifica con una nube que señala continuamente las trampas del conocimiento. La “nube del no saber” sobrevolará los pasos del poeta y lo devolverá cada tanto al lugar ignoto de los comienzos, donde todo es asombro. Así, el poeta crece, conoce el deseo. Y el deseo se manifiesta como una “obstinación solar” y proyecta la imagen de la mujer deseada frente al volcán de la isla. La naturaleza, espejo deseoso, se erotiza y dialoga desde su materialidad sensual. Los cuerpos, desde su rotunda desnudez, intercambian sabidurías. El deseo como aprendizaje y trascendencia, comunión tan vital como metafísica: “El deseo del ser en la unidad/ Y la unidad de Dios resuelta en fuego”. La andadura continúa y el mundo de la experiencia trae noticias de viajes, de encuentros, la estancia del poeta en Barcelona, sus años de formación, lecturas y autores se entrelazan a los poemas de este libro dejando huellas significativas: Stevens, Paz, Wordsworth, San Juan de la Cruz y otros colaboran en la escritura de algunos versos a través de un diálogo textual recíproco. De igual forma sucede con la pintura, donde algunos poemas parecen dedicados a Goya o a Tápies. Este vínculo entre pintura y escritura lo lleva Sánchez Robayna a límites extraordinarios donde la escritura de ciertos poe-

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mas parece obedecer a las palabras de Severo Sarduy: “escribir es pintar con las vocales”. La historia y el horror de la historia, y de manera inevitable la reflexión sobre el mal y su reincidente banalidad, y por si esto fuera poco la problemática del otro y la reflexión acerca del ejercicio poético, son asuntos que también atiende El libro, tras la duna en un intento casi titánico de autobiografiar el complejo y vasto proceso de formación de un poeta, a través de un programa poético que quiere otorgar orden y estructura a experiencias tan significativas y enriquecedoras como disímiles. En El libro, tras la duna asistimos al trabajo de un poeta que nos tiene acostumbrados al buen gusto, pero también echamos en falta la claridad solar, la economía obsesiva y la materialidad exacta que asumía la palabra poética en libros anteriores. Celebremos el alto riesgo que ha corrido Sánchez Robayna al sumergirse en su propia historia e ir tras sus propias huellas, y esperemos nuevos ordenamientos y profundizaciones, quizás menos ambiciosos y totalizadores de su fértil andadura espiritual. ~

OTROS LIBROS DEL MES Adam Hochschild, El fantasma del rey Leopoldo. Codicia, terror y heroísmo en el África colonial, traducción de José Luis Gil Aristu, Península, Barcelona, 2002, 528 pp.

S E XUA L I DA D

El rey Leopoldo de Bélgica tuvo entre sus muy dudosos méritos el de apropiarse de una extensión territorial de proporciones continentales que conservaría hasta 1906: el Congo, fuente de su riqueza, de dimensiones inverosímiles aun en comparación con los estándares actuales, y conseguida mediante el aniquilamiento de diez millones de indígenas africanos, lo cual lo hace digno de figurar entre los carniceros de élite –Stalin, Hitler–, como señala Mario Vargas Llosa en su espléndido prólogo. Hochschild hace un retrato crudo y lleno de matices de este genocida, pero también de los hombres –europeos y africanos– que tuvieron el valor de hacerle frente y, sobre todo, del más talentoso testigo de esta pesadilla: Joseph Conrad, que se basaría en sus días en aquellas tierras para escribir El corazón de las tinieblas. ~

LA LISTA DE CATHERINE

Jeremy Naydler (ed.), Goethe y la ciencia, traducción de Carlos Fortea y Esther de Arpe, Siruela, Madrid, 2002, 244 pp.

– Gustavo Valle

Catherine Millet, La vida sexual de Catherine M., traducción de Jaime Zulaika, Anagrama, Barcelona, 2001, 256 pp.

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ientras escribo estas líneas sobre Catherine Millet, ella estará entregando su cuerpo a alguien, ya lo habrá

Entre los científicos suele verse a Goethe como un genio literario que tuvo la osadía de pisar terrenos que no eran de su incumbencia: la teoría del color o la meteorología, por ejemplo, campos en los que, según esta perspectiva ciertamente anclada en el prejuicio, tuvo, como mucho, intuiciones propias de un amateur talentoso. Nada como esta antología de piezas científicas goethianas, comentadas por Henri Bortoft, para reparar esa injusticia. ~

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Li B ROS hecho o lo irá a hacer. Su entrega no ha de ser necesariamente a una sola persona. Hasta treinta hombres la han poseído en una hora. El escenario puede ser cualquier lugar: parque, club, cuarto de las escobas, museo, cabina de camión, la revista donde trabaja... Cualquier lugar, excepto su lecho matrimonial. A no ser que, en ese momento, esté precisamente con su marido. Cuando haya terminado, Millet sumará el acto a una larga lista con celo profesional. No es una estrella porno ni aspira a figurar en el Libro Guinness de los Récords. Pero quizá dentro de un tiempo su detallada contabilidad sea materia de la segunda parte de La vida sexual de Catherine M., la autobiografía que la ha catapultado a la fama. El libro ha suscitado encendidos elogios de la crítica francesa: “precisión clínica”, “osadía”... La propia autora ha defendido su carácter vanguardista: ninguna mujer antes había escrito de su sexualidad con esa crudeza. La expectación generada es tanta que se han vendido más de trescientos mil ejemplares y el libro ha sido traducido a más de veinte lenguas. Francia, en cuestiones de amor y sexo, inventa la rueda cada día. ¿Cómo es la vida sexual de Catherine Millet? Una proeza. Desde los 18 años practica el sexo en grupo sin importarle ni el número de sus compañeros, ni el sexo (aunque la mayoría son varones), ni sus cualidades físicas y morales. Pero no se trata sólo de una proeza física; es también una hazaña vital. No es fácil ser, al mismo tiempo, una libertina concienzuda y una respetada intelectual: Millet, de 53 años, dirige una de las revistas de arte más prestigiosas de Francia y ha sido comisaria de la sección francesa de la Bienal de Sao Paulo y de la de Venecia. Su faceta pública es parte fundamental del éxito de su autobiografía. Su profesión ha determinado además su ensalzado estilo narrativo. Millet se propuso relatar su vida sexual con la frialdad y objetividad con que escribe sus ensayos sobre arte contemporáneo. “Mi referencia es el formalismo: analizar el objeto al margen de lo que le rodea”. Eso, cuando el objeto es el sexo, significa separar el cuer-

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po y la mente, una dualidad que Descartes ya patentó en el siglo XVII. La vanguardia siempre tiene viejos padrinos. La cartesiana Millet recoge su sexualidad en cuatro capítulos: “El número”, “El espacio”, “El espacio replegado” y “Detalles”. Es decir, cuánto, dónde y algunas reflexiones. La dualidad cuerpomente establece una dualidad paralela: lo público-lo privado. La vida sexual de Catherine M. pertenece a la primera esfera: el libro podrá ser crudo, pero nunca íntimo. El ámbito de lo privado –sensaciones, sentimientos, deseos...– no tiene aquí cabida. La autora está desnuda, pero oculta. Esa extraña sensación de asimetría la refuerza el lenguaje, un híbrido donde conviven lo aséptico, lo pedante, lo almibarado y lo vulgar. El gusto, el tacto, el olfato y el oído están supeditados en el relato a la vista, el sentido objetivador por antonomasia. Es importante también el punto de vista: la mirada de Millet es la de un realizador de películas pornográficas. El foco ilumina su cuerpo y confunde en una gigantesca hidra anónima de múltiples vergas a los hombres que lo rodean. Sus palabras tienen un referente concreto: es posible visualizar el sexo, las nalgas, las tetas o la boca de la autora gracias al libro de fotografías, realizadas por su marido, que salió a la venta en Francia al mismo tiempo que La vida sexual de Catherine M. Sólo en el último capítulo, “Detalles”, Millet entreabre tímidamente el espacio privado. ¡Ah, por fin! ¡Hechas las cuentas, hablemos de placer y de dolor! ¡Del abismo de la carne! ¡Del cuerpo habitado! Empiezan las confesiones de la mujer que nunca dice no. Acérquense y escuchen: “Tener relaciones sexuales y experimentar deseo eran casi dos actividades separadas”. “No me preocupaba tampoco la calidad de las relaciones sexuales. Aunque no me procurasen mucho placer, o incluso si me desagradaban, o cuando el hombre me arrastraba a prácticas que no casaban demasiado con mis gustos, no por eso las cuestionaba [...] Que en la relación hallase o no la satisfacción inmediata de los sentidos era se-

cundario. También eso lo apuntaba en el libro de ganancias y pérdidas. No exagero si digo que hasta alrededor de los 35 años no consideré que mi propio placer pudiera ser la finalidad de una relación sexual”. Tras ese paréntesis desconcertante de “pérdidas”, Millet vuelve a las “ganancias”. Su libro finaliza describiendo un vídeo sexual del que ella es protagonista. Desprovisto de afecciones, el cuerpo que ve puede ser el cuerpo de cualquiera. El cuerpo de nadie. Parece una de esas performances en las que el artista se encierra en un habitáculo de cristal, situado en un espacio público, y durante un tiempo come, defeca, se lava los dientes... ante los demás. La mediación del cristal o de la página transforma lo obsceno en mera rutina. Lo malo de los records es que, tan pronto pasa el asombro, aburren. ~ – Nuria Barrios

NA R R AT I VA

LECCIÓN VITAL

Sergio Pitol, El viaje, Anagrama, Barcelona, 2001, 168 pp.

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esde hace unos años Sergio Pitol (México, 1933) ha venido renovando, en cada nuevo volumen con más intensidad, el problema de la verosimilitud en literatura. No hay una respuesta –o no una sólida, nítida y universal– a la pregunta de por qué terminamos de leer una novela. El arrebato con que seguimos una y otra vez los destinos ficticios y escasamente ejemplares de Julien Sorel o Pedro Páramo es un misterio que acaso tenga el

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tamaño de la bioquímica: al cerebro humano le urge la gasolina de las buenas historias. No hay otro modo de explicar que produzcan igual desazón los poemas exactamente autobiográficos que Miguel Hernández escribió moribundo y en la cárcel para su hijo, que la mentida muerte apresurada del Quijote. Coleridge resolvió el asunto quién sabe si con hondura pero con tranquilizadora exactitud al acuñar la idea de la suspensión voluntaria de la incredulidad: leer es “ponerse blandito”. Hace uno o dos veranos se estrenó calladamente The Blair Witch Project en una sala cinematográfica de Bethesda, Maryland, que suele exhibir solamente documentales y cine de autor. La película es el montaje de una serie de vídeos caseros que van mostrando de manera fraccionada el cerco que un loco le pone a un grupo de estudiantes perdidos en el bosque de Maryland mientras filman un documental. No volví a ver la obra cuando a los pocos meses fue reestrenada de manera comercial y ampliamente comentada por los periódicos, de modo que no sé qué se sienta presenciarla a sabiendas de que es una pura ficción. Haberla sufrido en calidad de producto local y dentro de una sala que puede exhibir cine de intenciones periodísticas fue una experiencia sobrecogedora aun cuando de vuelta a la luz era fácil discernir que lo visto no había sido verdadero. Algo similar le sucede al lector de El viaje, un diario que persiste en la indagación sobre el desasosiego en que Pitol dejó hundidos a sus lectores con el capítulo extraordinario de El arte de la fuga(Era, 1996) en el que revelaba el recuerdo oculto de la muerte de su madre durante una sesión de hipnosis. El viaje cuenta en primera persona –con fechas y nombres– la historia de un periplo por la Unión Soviética en deshielo. El libro comienza –como Domar a la divina garza– con un arranque en falso: en una introducción que es un ensayo sobre Praga, Pitol lamenta nunca haber ensayado sobre Praga. Después anuncia con toda naturalidad que ese libro que parece que va a relatar las memorias de su es-

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tancia en la capital checa, en realidad son las notas de un viaje a Rusia y Georgia. La majestad de la prosa es tan arrasadora desde el primer párrafo, la diafanidad del recorrido por toda clase de paisajes literarios, históricos y geográficos tan placentera, que el lector no se deja confundir, todavía, por el latido de la farsa en el volumen. Después siguen dos semanas de entradas fechadas entre Moscú y Tbilisi –cada una más delirante que la anterior– interrumpidas de tanto en tanto por notas testimoniales sobre Rusia como un país onírico y pesadillesco –una de Vladimir Nabokov, otra del director teatral Vsiévolod Méyerhold y la tercera del propio Pitol– y un ensayo formal en dos partes sobre la vida y obra de Marina Tsvetáieva. El epílogo: “Iván, niño ruso”, es al mismo tiempo una hermosa estampa de la infancia del autor en Potrero, Veracruz, y una confesión que termina por confirmar el sentimiento, cada vez más inquietante mientras se devora el libro, de que quién sabe a qué hora lo contado dejó de ser cierto. El viaje es un diario, un elogio de la Rusia descomunal y un largo ensayo sobre su literatura; también es una obra de ficción. Desde la década pasada Sergio Pitol ha estado practicando el extraño ejercicio de publicar –corregidos y reformulados; primero en revistas y periódicos y luego en libros– los diarios y notas que iba escribiendo mientras edificaba sus novelas. Lo que al principio parecía un hábil adelantarse al eventual destripadero de los chacales de la academia, ahora se va descubriendo como un proyecto literario excéntrico y de largo aliento. En lo hondo, El viaje es el anverso de la fabulosa Domar a la divina garza: la invención de una irrealidad que sostiene a otra, una mitología fundadora de otra igualmente inverosímil. Quien haya leído la más grotesca de las novelas de carnaval de Pitol identificará inmediatamente en El viaje a los personajes y situaciones que dieron origen al primer libro: hay un tramo que aparece casi igual en ambos volúmenes. Lo curioso es que en el último se pretende que, además, la historia sea verdad. No tiene impor-

tancia si realmente existió una señora que había sido esposa del antropólogo descubridor del ritual del Santo Niño Cagón en un pueblo olvidado de México, o si los georgianos celebran o no sus bacanales defecando. Lo interesante es que Pitol ha recompuesto exactamente la misma historia con los mismos elementos, pero en el contexto de un género diferente sólo por su prestigiosa verosimilitud. La obra funciona en todos los niveles –como ficción, como ensayo, como diario– debido a un entramado virtuoso y sutil en el que todo se acopla perfectamente, demasiado perfectamente para ser verdad. El libro comienza con una declaración de ambigüedad: “A veces es divertido provocarse. Claro, sin abusar; jamás me encarnizo en los reproches; alterno con cuidado la severidad con el ditirambo. En vez de ensañarme contra mis limitaciones he aprendido a contemplarlas con condescendencia y aun con cierta complicidad. De ese juego nace mi escritura”. Y termina en una admisión de embustería conmovedora: “Era yo un niño bastante loco, muy solitario, muy caprichoso, me parece. Los problemas de mitomanía me duraron unos cuantos años, como defensa ante el mundo. A veces, más tarde, con unas copas, volvían a surgir, lo que me encolerizaba y deprimía a un grado desproporcionado. La única excepción fue la de mi identificación con Iván, niño ruso, que aún a veces me parece ser auténtica verdad”. En medio, delicada, lenta, agudamente, Pitol ha hilado otra vez un relato magistral sobre la caca, y en torno suyo ha puesto un ensayo que se lee como novela y una crónica que celebra el arribo de los aires de la novedad para una nación detenida. Quién sabe si, entre tantos espejos y artificios, de lo que el novelista haya escrito realmente sea de lo mucho que hubo de grotesco en el paquidérmico tránsito mexicano a la democracia, tan pobre de salero. Casi en el medio exacto del volumen, Pitol describe sus libros de los últimos años, como siempre en clave, a mitad de un párrafo consagrado a los de Marina

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Li B ROS Tsvetáieva: “En su escritura [...], siempre autobiográfica, todo se transforma en todo: lo minúsculo, lo jocoso, la digresión sobre el oficio, sobre lo visto, vivido y soñado, y lo cuenta con un ritmo inesperado no exento de delirio, de galope, que permite a la misma escritura convertirse en su [...] razón de ser”. Lo que gobierna a El viaje es la voluntad de estilo: a Pitol no le interesa precisamente contar un paseo o reflexionar sobre unas lecturas o narrar algunas historias extravagantes, sino ensayar una prosa que le permita hacerlo todo al mismo tiempo. Lo que queda es una escritura larga y destilada, de respiración generosa, que recuerda a las páginas memorables del “Nocturno de Bujara” (Vals de Mefisto, Anagrama, 1984), uno de los mejores cuentos escritos por un mexicano durante el siglo pasado. Sergio Pitol no sólo es nuestro mejor narrador activo, también es el renovador más esforzado de nuestras letras. Toda una lección vital: el autor más joven y valiente de una literatura tiene casi setenta años. ~ – Álvaro Enrigue

N OV E L A

RETRATO DEL CIENTÍFICO ADOLESCENTE

Jesús Díaz, Las cuatro fugas de Manuel, Espasa Narrativa, Madrid, 2002, 248 pp.

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l protagonista de esta novela es un aventajado estudiante de física en el Instituto de Bajas Temperaturas de Járkov, Ucrania, uno de los cuatro lugares

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del mundo donde existen cámaras de congelación que permiten alcanzar registros impensables para el común de los mortales. Manuel Desdín, que así se llama nuestro joven científico, ama la física, ama a Cuba y, como todo adolescente presumido, se quiere también a sí mismo. Su maestro, el gran Derkáchev, se lo ha dicho: Manuel es un atlichnik, el más brillante y talentoso de los estudiantes del Instituto. Desde esa altura, puede mirar con desdén, con indiferencia e incluso con cierta piedad a los demás becarios cubanos, y puede también hacer caso omiso de las “orientaciones” del comisario político del grupo, Lucas Barthelemy. Su altiva conducta le gana la reputación de autosuficiente, individualista y extranjerizante, y le atrae, por supuesto, las iras de Barthelemy. Manuel sabe ciertamente mucho de algoritmos, pero muy poco de los abismos del alma humana y los horrores de la historia. Piensa ingenuamente que su superioridad intelectual le ha de proteger de los unos y los otros, e ignora, para su desgracia, que, en las justas entre la inteligencia y el poder, éste lleva, por lo general, todas las de ganar y aquélla, casi siempre, todas las de perder. Su verdadero aprendizaje –la historia que nos cuenta esta novela– empieza una tarde del verano de 1991, cuando Barthelemy le anuncia que debe olvidarse de la ciencia y prepararse para regresar de inmediato a la isla, ya que, por culpa del revisionismo de Gorbachov, las cosas se han puesto difíciles para los cubanos en la Unión Soviética. Manuel trata de argumentar y de defender su posición, pero dos frases del comisario bastan para echar por tierra sus ilusiones: “¿quién le había metido en la cabeza el disparate de que él era importante para Cuba? ¿Qué más daba que fuera atlichnik si no era revolucionario?” En cuatro capítulos y unas doscientas páginas, Jesús Díaz nos cuenta, con brillo y con brío, la desesperada huida de Manuel y sus aventuras y desventuras en distintos países europeos a todo lo largo de uno de los periodos más confusos y apasionantes de nuestra historia recien-

te: los doce meses en que se suceden, a un ritmo vertiginoso, el golpe de Estado contra Gorbachov, la prohibición del partido comunista y la implosión final de la Unión Soviética. Nuestro joven científico trata de escapar a su destino en ese álgido momento en el que se derrumba finalmente la certidumbre de que las contradicciones de la realidad traerían aparejadas sus propias soluciones y nos llevarían necesariamente a un estado superior de progreso: el ideal encarnado por la patria marxista. Sin lugar a dudas, uno de los mayores logros de la novela está en el sutil juego de espejos entre la odisea del protagonista y la imagen de un mundo a la deriva. Alcanzado por la tormenta de la historia, Manuel se fuga de Ucrania y su fuga representa una ruptura con el pasado, la única salida a una situación intolerable y también una romántica búsqueda de la libertad; pero, al mismo tiempo, es un oscuro recorrido por un paisaje en ruinas desde el cual se eleva un caótico coro de voces llenas de esperanza y miedo. “¡La historia es un error!”, le grita Ayinray, la comunista chilena que lo acoge en su casa de Moscú. “Váyase a Occidente”, le aconseja Derkáchev, pero enseguida le advierte: “no veo nada bueno en el futuro, Manuel, nada. Los comunistas perderemos y a cambio no ganará nadie. A veces me pregunto si la historia de la humanidad tiene algún sentido”. Una de las respuestas posibles es que, en el fondo, no tiene ni más ni menos sentido que la vida de un hombre. Manuel ha de descubrir por sí solo esta verdad, pero, para llegar a ella, debe pasar antes por una crisis de crecimiento que, como en todo Bildungsroman, supone un descenso al infierno y una muerte simbólica. Uno tras otro irán cayendo los principios en los que reposaba su límpido universo de fórmulas y ecuaciones, su íntimo orgullo y hasta sus creencias más arraigadas. No, por muy atlichnik que sea, nadie le espera en Occidente con los brazos abiertos para que pueda seguir investigando y realizando sus experimentos: los suizos lo meten en un avión y lo mandan de vuelta a una Unión So-

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viética en plena efervescencia; los suecos rechazan su solicitud y lo envían a Polonia humillado, después de tratarlo de “gusano” y de “rata que salta del barco y traiciona a su país”; en fin, el consulado norteamericano de Varsovia le niega la visa por su escasa voluntad para transmitirles las informaciones que le exigen sobre los trabajos de Derkáchev. No, nadie ha de ofrecerle un lugar en el mundo al joven científico cubano y Cuba menos que nadie: capturado por los guardias soviéticos cuando intenta pasar la frontera finlandesa, Manuel logra escapar del consulado cubano de la antigua Leningrado, donde le esperan para devolverlo a la isla y fusilarlo por alta traición. No, nadie negocia su libertad con el régimen de Castro. El destacado estudiante de Járkov muere una y otra vez con cada fuga, hasta que llega el momento de su muerte definitiva: la durísima escena en la que hace pedazos su pasaporte cubano y lo echa al inodoro en un baño público de la Berliner Hauptbahnhof. Como una sombra más entre los miles de inmigrantes que llenan los centros de acogida alemanes, Manuel toca fondo: es un hombre sin atributos. Sólo el empecinamiento de una asistente social que lleva un apellido parecido al suyo le permite salir de ese limbo identitario. Geneviève Dessín descubre los orígenes germánicos de su protegido y le incita a pedir la nacionalidad alemana por ley de oriundos. En otra vuelta de la historia, se cierra un círculo: si los abuelos de Manuel habían dejado Alemania en los años treinta, huyendo de la barbarie nazi, Manuel regresa, sesenta años después, huyendo de la barbarie castrista. Mucho es, evidentemente, lo que pierde en su azaroso periplo, pero esas perdiciones, como dice el poema de Borges, son ahora lo realmente suyo: la conciencia de que nuestros más caros sueños, en tanto proyecciones de nuestro deseo, suelen ser frágiles, pasajeros e ilusorios porque la impermanencia es la ley del tiempo humano, un tiempo que Manuel aprende a compartir con los otros para bien y para mal, y que le brinda, entre otros

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regalos, la amistad de Natalia y Sacha, el amor de Ayinray, la solidaridad de sus compañeros de infortunio, como el ruso Viasheslav, el kurdo Atanas y el etíope Eri, o el rudo cariño de Ibrahím, el inmigrante iraní que lo acoge en su destartalada habitación del campo de refugiados. Manuel alcanza su estatura de hombre adulto cuando logra al fin reconciliarse con el absurdo de la existencia y el caos de la historia, y comprende que, puesto que ambos forman parte de nuestra condición moderna, necesitamos a diario de toda nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestra valentía para darle algún sentido a la vida que nos ha tocado vivir. Obviamente, Díaz no nos dice esto: su escritura, con gran arte, nos lo muestra –e incluso nos lo hace sentir– a través de una ficción que resulta, a la par, fascinante por las peripecias que narra y edificante por las conclusiones a las que nos lleva. Las cuatro fugas de Manuel es, a mi modo de ver, una de las mejores novelas del cubano, una obra comparable a Las iniciales de la tierra y a Las palabras perdidas por la manera en que trata el tema central del desencanto y el aguerrido combate contra la adversidad. Pero una sorpresa final espera al lector: es Pablo Díaz, el hijo del autor, quien va a sacar a Manuel del campo de refugiados y es el propio Jesús Díaz quien lo recibe en su apartamento de Berlín, en la primavera de 1992. La ficción es, en realidad, un testimonio novelado, y Manuel Desdín no un personaje de papel y pluma, sino de carne y hueso. Un breve epílogo nos revela estos hechos y nos cuenta cómo Jesús Díaz va descubriendo la conmovedora odisea de Manuel y siente la necesidad de escribirla. ¿Odisea, digo? Sí, pero, al cabo, también telemaquiada: búsqueda de la patria y, a la vez, del padre, que hace suyo el relato del hijo y, en esas páginas finales, lo incorpora a su propio destino de exilado como una promesa de futuro y una reafirmación de la esperanza mientras allá, en la distancia, Cuba, con su clavel rojo, pasa. ~ – Gustavo Guerrero

N OV E L A

AMOR A LA MANERA NEGRA

Pascal Quignard, Terraza en Roma, traducción de Encarna Castejón, Espasa Narrativa, Madrid, 2002, 140 pp.

a lección de música (Versal, 1988), un excelente libro de cuentos, fue el primer volumen que se tradujo al castellano de Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948), quien todavía trabajaba de editor en Gallimard. Otra novela relacionada con la música, Todas las mañanas del mundo (Debate), que contaba la singular historia entre Marin Marais (1656-1728), maestro de la viola da gamba y compositor de la corte francesa de Luis XIV, y su maestro, el Señor de Sainte-Colombe, un extraño personaje del que se conoce muy poco, referencias muy breves en documentos de la época, se convirtió en su mayor éxito, en el que tuvo mucho que ver la adaptación cinematográfica de Alain Corneau, protagonizada por Gérard Depardieu. Y es que la música ha sido una de las pasiones de Quignard (fundó el festival de Música Barroca de Versalles, y colaboró con Jordi Savall) y uno de los temas centrales de su literatura, al que parece haber puesto fin con El odio a la música. Diez pequeños tratados (Andrés Bello, 1999): “La expresión Odio a la música quiere expresar hasta qué punto la música puede volverse abominable para quien más la amó”. Pascal Quignard no se ha ocupado tanto del arte en su obra (resulta difícil delimitar dónde empieza el ensayo y dónde acaba la ficción, dónde es fiel a la cróni-

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Li B ROS ca histórica y dónde construye con su imaginación), aunque publicó un texto sobre Georges de la Tour y una de sus reflexiones, incluida en El odio a la música, ha suscitado muchas glosas posteriores: “¿Por qué el arte fue y es una aventura sombría? ¿Por qué el arte visual (al menos el arte visible en la oscuridad a la luz temblorosa de una antorcha de grasa) presenta un vínculo con los sueños, que también son visiones nocturnas?” Terraza en Roma, que fue galardonada en 2000 con el Premio de la Academia Francesa, relata la historia de un grabador, Geoffroy Meaume, que debió vivir en el siglo XVII. La aventura amorosa de Meaume, que le fuerza a vivir en una huida permanente, recuerda la de la costurera y el viajero Heildebic de Hel de El nombre en la punta de la lengua (Debate), y su peripecia como creador se asemeja a la del poeta Maurice Sceve, que relató en un libro inédito en castellano, La Parole de la Délie, y cuya obra se había encargado de editar previamente. El escenario, Roma, también le es muy querido a Quignard, quien ha explorado la ciudad en su época clásica en sus Petits Traités y en El sexo y el espanto (hay una edición en Argentina, en Cuadernos de Litoral). Tampoco resulta desconocida la estructura de la novela, pequeños capítulos, montados como si se tratara de una película de Sergei Eisenstein, aparentemente fría, pero cargada de sensualidad y de profundidad. Doble es la ficción que Quignard crea: la de la trama novelesca, los pequeños incidentes de la vida del grabador (que siempre giran sobre un impulso sexual, o su represión, cuyos matices se enriquecen conforme la narración avanza hacia delante o hacia detrás), y la de los grabados que va realizando, descritos con precisión. La sombra de los Emblemas de Alciato no desaparece durante la lectura –fue uno de los libros más influyentes de los siglos XVI y XVII, y un grabador de la época no podía ignorarlos–, pero Quignard le añade un elemento autobiográfico del que Meaume se sirve para contarse: comparable a la tarea de otro genial grabador, Rembrandt, contemporáneo real de Meaume y con el que comparte

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la necesidad de autorretratarse permanentemente. Aunque Rembrandt trabajaba con la luz y Meaume decidió trabajar con la oscuridad. Una oscuridad técnicamente compleja en la materialización de la obra, y cuya procedencia moral está en la deformidad física (una deformidad todavía no romántica, porque el grabador, convertido en un monstruo, no es un monstruo). Las estampas que dibuja Meaume surgen de la naturaleza o de la historia sagrada (mirada siempre de una forma heterodoxa, y a menudo irreverente) o de la mitología, y muchos de ellos son de tema sexual, porque el grabador vive del comercio. No creo que Quignard haya querido elaborar un enigma iconográfico, en el que es posible que algunas de sus referencias resultaran más que cuestionables, histórica y artísticamente, sino convertirse también en un fabricante de láminas: “En el centro del grabado, Marie Aidelle saca del pozo un cubo chorreante de agua. Un hombre sentado en el brocal, de espaldas, se saca una chinita del zapato (sin duda el propio Meaume, ya que se le ve de espaldas). Delante de él, con un remo en la mano y los pantalones bajados, Oesterer. Una mujer delgada (Esther) le seca el pene con un paño blanco. A la derecha, un asno”. Si Meaume no grabó esta pieza merecería haberlo hecho. El retrato que hace Quignard de Meaume toma tanto de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob como de las ficciones elípticas de Marguerite Duras (con la que comparte, además de un minimalismo agudo, su obsesión, y de alguna manera su culpa, por los campos de concentración). La Historia es para Quignard un punto de partida, no un puzzle para reconstruir; la novela histórica de precisión, falsa precisión, se encuentra a mil kilómetros de distancia de esta Terraza en Roma. Está más cerca de una mirada discontinua del tiempo, a la manera en que la entiende, por ejemplo, David Lynch en sus películas Carretera perdida o Mulholland Drive; con el imaginario de Lynch también se pueden relacionar en esta Terraza en Roma una extraña oreja separada

de su cuerpo y una sexualidad en buena medida de voyeur. Pascal Quignard ha escrito un libro de novelas eróticas, Albucio (Versal), y un pequeño texto, El sexo y el espanto, en el que reflexiona sobre la condición del que mira. Quizá toda la obra de Quignard es autobiográfica: la música que no podrá tocar ni componer, las estampas que no conseguirá grabar, el sexo que sólo pudo contemplar y las ciudades que nunca podrá visitar, y vive la vida en la literatura, en “un agua oscura”, como Meaume, su grabador. ~ – Félix Romeo

I N FO R M Á T I CA

EL REVOLUCIONARIO INCOMPRENDIDO Pekka Himanen, La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, traducción de Ferran Meler Ortí, Destino, Barcelona, 2002, 258 pp.

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parte de un arsenal de nuevas tecnologías, la era de la información trajo consigo su propia mitología, sus héroes y villanos, sus mitos y su lenguaje, sus amenazas y esperanzas. Entre la galería de nuevos personajes que llegaron con la cibercultura destaca el hacker, un ser tan glamourizado como satanizado y casi inevitablemente mal entendido (no olvidemos que fue clasificado como un terrorista en la legislación estadounidense esbozada a pocos días de los atentados del 11 de septiembre). Originalmente un hacker era aquel que hacía muebles con un hacha. Más tarde, el término fue usado para todo aquel que se entregaba apasionadamente a la programación, y eventualmente se extendió a cualquiera que realice su trabajo con entusiasmo y placer. Podemos pensar que la saga moderna del hacker informático comienza con el pirata cibernético Case, de la novela Neuromancer, de William Gibson, el padre del género cyberpunk. Case se dedica a robar información de bases de datos superseguras para revenderla, en una puesta al día de las leyendas de forajidos del viejo oeste.

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El hacker es también la versión cyber del patito feo: un personaje introvertido e ignorado, víctima del abuso de sus compañeros de escuela, pero que destaca por su talento y devoción al ordenador y súbitamente se convierte en icono cultural y figura subversiva del underground. No han sido pocos quienes han dedicado libros, filmes (Tron, Sneakers, Hackers) y sitios Web a cantar loas al hacker como revolucionario de la era de la información. En La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, Pekka Himanen va más allá de las clásicas anécdotas de aventuras cibernéticas, de la babeante perplejidad con que se cuentan las proezas de estos aventureros digitales y de la infaltable celebración de la “venganza de los nerds” (Douglas Rushkoff dixit), al tratar de señalar qué es lo que hace singulares a los hackers e intentar exorcizar la imagen frívola que de ellos pregonan los medios. La ética del hacker es el resultado de un trabajo conjunto del autor con dos personalidades del mundo de la red: Linus Torvalds, el creador del código Linux, que escribió un breve prólogo, y Manuel Castells, autor del voluminoso estudio La era de la información, quien contribuyó con un epílogo en el que describe la transición a la era del “informacionalismo” y a la “sociedad red”, un tema interesante pero que se siente metido con calzador en el libro. Himanen, una celebridad del mundo de Internet, propone que la ética del trabajo del hacker representa una ruptura con la ética protestante del trabajo que ha dominado la cultura, especialmente tras la revolución industrial. El auténtico hacker no cree que el trabajo es un fin en sí mismo. En su opinión, los beneficios de la computación y de Internet de-

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ben ser accesibles para todos y considera más valioso el reconocimiento de otros hackers que el dinero. Por lo tanto, para entender su lógica lo primero que debemos preguntarnos es si la máxima del ciberespacio: “information wants to be free”, se refiere a que la información quiere ser libre o bien a que quiere ser gratuita. El hacker está en guerra permanente contra los censores, contra la comercialización devastadora de la red y muy particularmente contra las corporaciones que venden software protegido y cerrado (el cual puede utilizarse, pero no es posible acceder a su código). Los hackers pugnan por que todos los sistemas sean abiertos y susceptibles de ser analizados, mejorados y modificados por los usuarios. Himanen ha hecho un libro ameno y accesible a cualquier lector, que resulta particularmente interesante por la relación que va tejiendo entre el hackerismo y diversas doctrinas de la antigüedad. La ética del hacker difiere esencialmente del capitalismo, pero también del comunismo, debido a su actitud antiautoritaria, su defensa a ultranza de la privacidad y su credo netamente individualista. El autor comenta que, lejos de existir en el caos, el hackerismo vive “en la misma anarquía en que puede vivir la ciencia”. Es decir, que cualquiera puede investigar cualquier asunto, aunque tan sólo algunas obras seleccionadas por comités estrictos y reconocidos son publicadas, citadas y tomadas en cuenta. Asimismo, al publicar su obra un científico expone su conocimiento y el proceso para llegar a él, sin secretos. Como muchos otros autores, Himanen diferencia entre hackers y crackers, siendo estos últimos quienes diseminan virus ci-

bernéticos, roban información y sabotean sitios de Internet o sistemas de cómputo. No obstante, también señala que en el fondo todos los hackers son crackers, “porque intentan romper el cerrojo de la jaula de acero”, es decir, tratan de destruir el orden del trabajo como una responsabilidad opresiva a la que debemos someternos virtuosa y humildemente. Pero más allá de eso Himanen no cuestiona en qué momento un hacker se convierte realmente en cracker, en particular porque considera crackers a los cibernautas que sabotean sitios gubernamentales para expresar su rechazo político, lo cual, en la lógica de su argumentación, debería tratarse de una labor subversiva en línea con el resto de sus actos. El autor retoma la “ley de Linus [Torvalds]”, que plantea que todas nuestras motivaciones se agrupan en tres categorías: supervivencia, vida social y entretenimiento. Con esto quiere decir que las actividades del hombre que inicialmente se debían a nuestra necesidad de sobrevivir se han vuelto cada vez más complejas, pasando a determinar la manera en que nos relacionamos con los demás, y eventualmente a ser el motivo de nuestra pasión. Lo que Himanen no señala es que si bien el trabajo del hacker es pragmático, en el sentido de que busca crear herramientas y sistemas para una infinidad de aplicaciones, su ética parece más cercana a la del artista que a la del trabajador o el artesano: es una especie de poeta del código que busca la perfección, la armonía y la pureza en sus construcciones. Por último, es importante señalar que la ética del hackerismo no quedó indemne después de la reciente efervescencia histérica, la implosión de la denomina-

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Li B ROS da “Nueva economía” y el furor de las empresas punto com, muchas de las cuales eran presididas por supuestos hackers que olvidaron su código ético debido a su ambición desmesurada. Con ello estigmatizaron al hacker, al añadir a su injustamente ganada mala reputación las etiquetas de estafador corporativo y esbirro de Wall Street. ~ – Naief Yehya

POESÍA

LA LÍNEA DE SOMBRA

Olvido García Valdés, Del ojo al hueso, Ave del Paraíso, Madrid, 2001, 116 pp.

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odos los libros que ha publicado Olvido García Valdés cruzan siempre una línea de sombra, son meridianos en un progreso de crecimiento existencial y poético. “Cada libro es un tramo de tu vida”, ha escrito la propia poeta. Los primeros tienen su centro en un lugar personal de la existencia; era un núcleo diseminado y muy activo en las metamorfosis, pero profundamente personal e íntimo: el nido, el ovillo. El nido corazón. Toda la diversidad del mundo (de las palabras en su poesía) era contemplada con la energía de lo que se llamó “la percepción escindida”, la extrañeza. Esa extrañeza se dirimía ya en el conflicto con el cuerpo, la subjetividad heredada y la vivida paso a paso (“ocultar los bordes de la herida”). Ha madurado esta poesía con un pensamiento que no separa razón y corazón, que persuade y emociona, gracias a una extraordinaria cualidad plástica y sensitiva, una afilada belleza. Lo uno con lo

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otro da lugar al pensamiento poético, sensible y material, imaginado. Expresión, conocimiento y emoción van unidos porque no se trata nunca de un saber previo al objeto, al poema: todo se dirime dentro del mismo ciclo. Se produce ahora en este libro un hecho de extrema y rara naturalidad: vida y muerte están en su médula entretejidas, convocadas con una energía productiva de sentido poético, desde el arranque mismo. Hay una dialéctica, pues ya no se oponen lo blanco y lo negro, conviven indisociables, por la fuerza de una escritura que, acrecentada libro a libro, teje, pelea y une. A diferencia de aquella proclama del joven Aragon: “No existimos más que en función de este conflicto, en la zona donde chocan lo blanco y lo negro. ¿Y qué me importa a mí lo blanco o lo negro? Ellos pertenecen al reino de la muerte”, ahora el conflicto se hace poético, no mediante la oposición, sino gracias a que es pura vida, escrita desde su misma raíz, en contradicción productiva de sentido. Recogen el ojo y la voz, con cuidados y atenciones, naturalezas, modos sociales y políticos, figuras, en una rara fenomenología, un herbario vivo en el que se muestra la diversidad del mundo. En una poesía que no convoca a las imágenes por asociación libre, es la propia lengua la que genera sus metamorfosis, cuerpo y música que procede, dentro del poema, mediante un montaje por grados y, de pronto, saltos absolutos, tal como pedía Kierkegaard para la razón. La sintaxis practica incisiones en el cuerpo del poema. Organicidad crecida sin la férula del yo, que sólo quiere ser pura atención y cuidado, pero emite sentencias de la razón poética: “El mundo es fantasmal y está vivo”. Vivos están los sentidos, al moverse en los diversos tiempos, incluido el mítico. O en espacios instantáneos, alumbrados por la extrañeza o por la vida bulliciosa. Y cada tanto, llega un poema que parece contener el libro entero, trenza, melodía metamorfoseada, no se interrumpe. La repetición genera una sintaxis móvil y fluyente, como quiso Lezama: “Toda simetría verdadera genera

una simetría traslaticia”. Pero se trata de un ciclo, un “aliento” que hace visible el retorno de todo lo nombrado, bajo diversas especies, desvelamiento de dones: “Como si un cuervo nos trajera pan y carne”, modos del pensar: “la corriente/ continua de la vida se derrama/ en la apariencia presente”. Al leer este libro a uno le parece estar tocando con la yema de los dedos un viento poderoso que sólo su autora es capaz de contener. Con el poder que da la oscuridad de la palabra doble: lo dicho y lo que nunca se dirá. Se agruma el sentido, se atrae, se convoca mediante una escritura que comunica pálpitos de una fuerza extrañadora. La voz queda afectada y el pensamiento se hace carnal y material, crítico, poético. Hay siempre un borde, un límite: la contención de un exterior ilimitado, un neutro, un agolpamiento. Esto se logra gracias al orden de un fraseo compositivo, que indaga, argumenta, volviendo sobre sí mismo. La distancia primera que toma la intimidad se ha vuelto identificación, raíz de la gran poesía. El último capítulo, trabajado en cercanía con el pintor Anselm Kiefer, abre el acceso a una ilimitada planicie del sentido: diversidad y retorno se hacen cuerpo, ritmo de lo atraído por el peso y la levedad. Porque peso y levedad, contención y tumulto son, de siempre, los modos musicales de Olvido García Valdés. ¿Cómo es posible que un libro con tal sobreabundancia deje en el lector un sentimiento de levedad? Pero así es toda poesía que añade un valor nuevo al mundo: nunca lo impone. Saber y no saber, ver y no ver, un tercer jardín, el ojo y el hueso enraizados. Un libro que le dice al lector, en cada lectura, lo mismo que oyó Teresa de Jesús para nuestro raro consuelo: “No tengas pena, que yo te daré libro vivo”. ~ – Ildefonso Rodríguez

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C U E N TO

RETRATO DEL CUENTISTA TRASCENDENTE

John Cheever, La geometría del amor, traducción de Aníbal Leal, Emecé, Barcelona, 2002, 390 pp.

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ermítanme que, por una vez, incurra en el indiscutible error de emplear la primera persona en el ámbito de la crítica literaria. Sigo en deuda con el que fue editor de Isabel Allende en Estados Unidos, el irrepetible Lee Goerner de Atheneum, quien me regaló, allá por 1989, un ejemplar de la edición de Knopf de The Stories of John Cheever, que me convirtió para siempre a la religión cheeveriana, cuyos creyentes de lengua española están hoy de enhorabuena por la aparición de esta magnífica antología, anotada y prologada con entusiasmo más que justificado por Rodrigo Fresán, uno de sus lectores más avezados. Fue en aquella edición de Knopf donde descubrí a John Cheever (1912), sacerdote del cuento del siglo XX tras los pasos y la mirada social de Francis Scott Fitzgerald, cuyo halo mítico se agazapa en muchas de las páginas del escritor de Massachussets, y tras los encendidos diálogos de Ernie Hemingway. Coetáneo de Saul Bellow o de Paul Bowles, de Mary McCarthy y Carson McCullers, construyó su mundo literario enfrentando la apariencia apacible de la clase media blanca con sus peores pesadillas, encarnadas en páginas enteras de debilidad psicológica y aguda observación, capaces de convertirse en parábolas de influencias bíblicas,

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en lóbregos paisajes de luces y de sombras morales en los que se mueven la ambigüedad, la ironía trágica y la ansiedad. Su terreno favorito es el de los suburbios, retratados sin necesidad de cosmética pero con un afilado sentido crítico que le lleva a transformar un hecho banal, como la lectura del periódico, en la punta de lanza de su enmienda a la totalidad: Nuestro país es el mejor país del mundo. Nadamos en prosperidad y nuestro presidente es el mejor presidente del mundo. [...] En el colegio, Estados Unidos es siempre hermoso y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree, porque se reproducen y votan y no saben nada. Porque el periódico está siempre de buen humor. Porque todo lo que ellos saben y conocen es lo que les dice el periódico siempre de buen humor (Expelled, 1930). Lo escribió adelantándose a casi todo en materia de americanismo crítico. Así, sus retratos de la clase media superan en acidez a los de Updike, y sus reproches al sueño americano se adelantan a los de Gore Vidal, pero la cuestión radica en ver que Cheever, como un día señaló Bellow, trató de “hallar evidencia de una vida moral en el caos de una sociedad” que tal vez no se merecía su fortuna, ofuscada como está siempre por su propia sombra gigantesca. La grandeza de Cheever se encuentra asimismo en su extraordinaria conciencia literaria, que eleva al escritor a la condición de creador, espoleado por la evidencia de que la escritura nos explica a la vez que nos salva, como quiso Steinbeck, de abismos emocionales. Meticuloso hasta el cansancio, no deja al azar ni un solo vocablo, deteniéndose como un orfebre en decidir el orden de la frase, la posición del adjetivo, el ritmo del diálogo y el milimetrado diseño del arranque del relato: “la ficción es experimentación. Uno nunca escribe una oración sin sentir que jamás ha sido escrita de esa manera. Cada línea es una innovación” que

persigue la transmisión veraz de las emociones, alejada, como el propio Cheever escribe en sus Diarios, de las tentaciones del artificio y de la falta de vitalidad. Desde que escribiera su novela Crónica de los Wapshot (1957), el narrador americano creyó en la literatura considerada como un instrumento de redención, y su compromiso con esta idea lo llevó a entender el oficio como catarsis personal y motivo de compromiso con su entorno. El volumen contiene cuentos canónicos, como “El ladrón de Shady Hill”, “La geometría del amor”, “Las joyas de los Cabot” o “La muerte de Justina”, en los que Cheever censura el consumismo, las hipocresías del american way of life y la ética empobrecida de las clases acomodadas, pero en los que asimismo, como señala Fresán con sobrada razón, el lector advierte hasta qué punto insólito las criaturas cheeverianas se mueven entre los dioses y los hombres, siempre epifánicos, reveladores de fuerzas ocultas y de complejas relaciones que adquieren una coloración espiritual, y que aprendemos a descubrir de su mano bajo la engañosa intrascendencia de la vida cotidiana de quienes sólo en apariencia habitan el paraíso. De la actitud crítica de Cheever, de su talento para crear atmósfera, de su ambigua intensidad emocional y su magistral dominio del silencio elocuente y de la elipsis aprendieron narradores como Capote, Nabokov, Carver o Ford. La geometría del amor reúne cuentos excepcionales por los que transitan las criaturas agridulces de un autor que supo reproducir en el papel los naufragios, a un tiempo sociales y emocionales, de la América de su tiempo. Sacerdote del cuento y legendario autor de los mejores años de The New Yorker, ningún lector sensible debiera eludir los relatos de Cheever. Quienes aún no se hayan rendido a su talento, lean la experimental “Miscelánea de personajes que no figurarán”, alcancen a leer a Homero a través de “El nadador”, sigan luego a su antojo y verán con excepcional nitidez el modo en que sus palabras iluminan y subliman un mundo en penumbra. ~ – Javier Aparicio Maydeu

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