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LA BURLA DEL DESTINO Marzo de 1963. Don
Alfonso
de
Artois
Rivelles,
marqués
de
Terrasol,
procedía de una estirpe de nobles de rancio abolengo cuyo origen se remontaba a los tiempos de la Guerra de Sucesión española.
Frisaba
los
cuarenta,
pero
no
los
aparentaba
porque solía hacer ejercicio para mantenerse en forma. El caso es que aquel día salió del palacete que poseía cerca de la costa para dar un paseo a caballo junto al mar. Esa mañana lo necesitaba más que nunca porque sospechaba que su joven esposa tenía un amante. Los celos le devoraban las entrañas y lo estaba volviendo loco. No sabía si matarla, asesinarlos a ambos o suicidarse. Melissa Montenegro, era hija de un rico indiano y de una guapa mulata cubana. Tenía solo
dieciocho
años
cuando
la
conoció
en
un
salón
de
Barcelona, donde amenizaba las veladas cantando habaneras, dulces baladas propias del folklore catalán que hablaban del hogar, de amores perdidos y de unos sueños incumplidos que
llegaban
al
alma
de
los
parroquianos.
Melodías
cadenciosas que acallaban las tertulias y mantenían a los hombres atrapados en el embrujo de la nostalgia. De hecho, cabe reconocer que levantaba pasiones por la calidez de su voz, por su franca inocencia o quizá por la sensualidad que confería
a
sus
interpretaciones.
Lo
cierto
es
que
don
Alfonso se encaprichó de ella y, pese a la diferencia de edad, tras un breve galanteo y el correspondiente noviazgo, acabaron por casarse. Y aunque no habían tenido hijos en sus cinco años de matrimonio, la amaba con todo su corazón. Cuando regresó de su cabalgata, estaba sudando a mares igual que su montura. Melissa había salido a recibirlo con los brazos abiertos y una radiante sonrisa. Al estrecharla entre sus brazos, el marqués se arrepintió en el acto de
sus
injustificados
celos.
Pero
es
sabido
que
las
suspicacias nunca desaparecen del todo, tan solo menguan un poco para acabar regresando al cabo de cierto tiempo. Una semana después mientras desayunaban en la terraza del palacete, don Alfonso miraba de reojo a su esposa, porque estaba seguro de que le era infiel nada más ni nada menos que con Tomás, su palafrenero. ¿Podía existir mayor vergüenza
que
semejante
ignominia
con
un
plebeyo?
De
confirmarse sus sospechas acerca de tal infidelidad, estaba convencido que le asistía el derecho moral a matarlos y no habría tribunal en el mundo que no le diera la razón. Los celos se incrementaron cuando desde la ventana de su alcoba vio llegar a Melissa en su yegua en la que acostumbraba a dar un paseo por la playa de Solderiu hasta la desembocadura del río Cenia. No lo hacía como él a primera
hora
de
la
mañana
puesto
que
no
le
gustaba
madrugar. Tomás salió a su encuentro y ambos se dirigieron al establo demasiado acaramelados para su gusto. Acicateado por los celos, bajó en un santiamén y se acercó a las caballerizas sin hacer ruido. Hablaban en voz queda, pero como no oía los pormenores de la conversación, se presentó de improviso. La cháchara se interrumpió en el acto, pero Melissa alegó: -Le estaba diciendo a Tomás que Mermelada cojea un poco y quería que le echase un vistazo a ver si tiene alguna herida en la pata. El
marqués
no
respondió,
pero
aquellas
palabras
suponían la evidencia de que le traicionaba. La había visto llegar al trote y la yegua zaína andaba perfectamente. Las dudas afloraron en su alma. En las zonas rurales se hace difícil contener la lujuria y a menudo se da rienda suelta a las pasiones, aunque esos amoríos sean prohibidos. Es la única diversión al alcance de sus humildes gentes, aparte de las comilonas. Una vez que el frenesí ha entrado en el
cuerpo
de
alguien,
como
una
diabólica
fascinación,
es
imposible arrancarlo de su nido. La pasión que bulle en el corazón
de
tales
infelices
es
harto
malsana,
pues
los
atormenta con recuerdos de una felicidad perdida y de un goce carnal tan sublime como peligroso. En otra ocasión entró de sopetón en la cocina y ahí estaban los dos cuchicheando como un par de tortolitos. Cierto
era
que
estaba
también
Flora,
la
cocinera.
Sin
embargo, ¿qué hacía un palafrenero en la cocina? ¿Su lugar no eran las cuadras? A pesar de todo él se consideraba más listo que la bruja de su mujer y que ese infame a quien había rescatado de la miseria siendo aún un chiquillo. ¡Era la
recompensa
que
recibía
por
su
generosidad
y
buen
corazón! Cuánta razón tenía el dicho popular: “Cría cuervos y te comerán los ojos”. A la mañana siguiente observó a su esposa durmiendo apaciblemente. Recorrió con la mirada el contorno de su esbelto cuerpo cubierto por la sábana de seda. Escuchaba su rítmica
respiración
debatía
en
mientras
sentimientos
cavilaba.
Su
contradictorios.
corazón Por
un
se lado
deseaba conservar a su lado a tan adorable y extraordinaria criatura. No obstante, por otro quería lavar la afrenta porque el marqués, además de estar podrido de dinero, era un tipo rencoroso que no perdonaba las humillaciones. Su conciencia hacía
lo
lo
absolvió
correcto.
Se
de
toda
odiaba
a
culpa,
asegurándole
sí
por
mismo
que
dejarse
arrebatar a aquella preciosa mujer. Sin embargo, necesitaba despejar las dudas que lo atormentaban. Urdió un plan para embaucar a su esposa, de modo que durante el almuerzo, le espetó: -Melissa, debo decirte que en cuanto termine de comer, salgo
de
problemas
viaje con
y
las
no
vendré
remesas
de
a
dormir
naranjas
esta en
noche.
Valencia.
Hay Me
reuniré
con
varios
intermediarios
y
el
encargado
del
almacén de exportación antes de decidir qué medidas tomar. -¿Quieres que te acompañe? Tanta deferencia y cordialidad le descolocó. La muy zorra
jugaba
al
despiste.
Fingía
no
tener
prisa
para
quedarse a solas con Tomás. -No hace falta, querida. El viaje es farragoso y te fatigarías en vano. Al marqués le pareció ver en ella una expresión de alivio. Luego
Melissa
le
preparó
una
bolsa
de
viaje
y
le
acompañó hasta las cocheras. Don Alfonso dudó entre el flamante 220s.
deportivo
Finalmente,
Chevrolet se
y
decantó
el por
robusto el
Mercedes-Benz
auto
alemán,
más
discreto y señorial. Ella le besó en la boca con ternura y agregó: -Vuelve pronto, amor mío. Ya te echo de menos. El cálido beso y la frase de despedida lo confundieron hasta el punto que pensó: “El teatro se ha perdido a la mejor actriz de todos los tiempos.” Pasó la tarde en un burdel de la carretera, con un par de chicas que se emplearon a fondo tratando de complacerle. Aunque
nada
parecido
al
deleite
que
Melissa
solía
prodigarle en el lecho conyugal. ¿Estaría en un error y ella le amaba de veras? El demonio que todo hombre lleva dentro acalló la respuesta no fuera que su enamoramiento venciese las reticencias. Volvió pasada la medianoche, casi de puntillas y con la escopeta de dos cañones en ristre. La llevaba cargada mientras ponía rumbo a la caseta del palafrenero, adyacente a la mansión, decidido a lavar su honor. Con sigilo, el aristócrata se aproximó a la morada en sombras, abrió la puerta de golpe y miró por todas partes: nadie.
“Lo hacen en mi propia cama”, se dijo entonces en un conato de rabia en tanto cruzaba el jardín, fastidiado por la presencia de unos perros que movían frenéticamente el rabo al hallarse junto a su amo, disputándose la cercanía de sus piernas. Bastó un ligero gesto del brazo para que se retiraran sin ladrar, en silencio. A la luz de una linterna y con cuidado de no hacer ruido, entró en el palacete. Las mullidas alfombras que tapizaban las escaleras que conducían a la planta superior absorbieron sus pasos presurosos. Sin embargo, también la alcoba matrimonial estaba desierta. Superó un momento de desconcierto y bajó a la cocina, donde había luz y se escuchaban voces. “Maldita sordera. Estarán fornicando como perros en celo detrás de esa puerta. Los sorprenderé y los mataré a ambos”, masculló en voz baja mientras quitaba el seguro del arma, presionaba ligeramente el gatillo, abría de golpe y disparaba a ciegas contra los allí presentes. Tomás, el palafrenero,
estaba
desplumando
faisanes.
La
cocinera,
junto a Melissa, adornaba una enorme torta con una frase ya casi terminada: “Feliz cumpleaños, amor mío. De tu amada espo…” El marqués de Terrasol fue acusado de la autoría de un triple crimen. ¿Fue una macabra broma del azar o una burla del destino?