LA LIMOSNA DEL DESTINO

LA LIMOSNA DEL DESTINO El viejo café olía a madera y al humo de puros y cigarrillos que los parroquianos no fumaban sino que degustaban con placer, l

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ORIGEN Y DESTINO DEL HOMBRE
VOLUMEN # 11 LA RESTAURACION PROMETIDA ================================= CHRISTIAN MISSIONARY WORK ************************************ Por: Jorge A

ORIGEN Y DESTINO DEL HOMBRE
Origen y destino del hombre ORIGEN Y DESTINO DEL HOMBRE Respecto a conciencia y salud de comprensión Respecto a conciencia y salud de comprensión

DESTINO ABRUZO ABRUZO ITALIA. Destino Abruzo
CopDA-SPA:Layout 1 22/04/09 10:14 Pagina 1 C o r s o w w w . A A b r u z z o P r o V i t t o r i o E m a n u e l e I I , 3 0 1 6 5 1 t e l . +

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LA LIMOSNA DEL DESTINO

El viejo café olía a madera y al humo de puros y cigarrillos que los parroquianos no fumaban sino que degustaban con placer, lentamente, cerrando los ojos con cada calada. Pero, sobre todo olía a café, el mismo café que durante ciento veinte años habían compartido generaciones de jóvenes, profesores y jubilados. En torno a sus mesas o apoyados en su rancia barra se habían celebrado un sinfín de tertulias, discusiones y juergas de estudiantes que festejaban un aprobado o trataban de olvidar un suspenso. Cuando cerraba sus puertas el viejo café mostraba síntomas de cansancio, ajado por el tiempo y no tardaba en dormirse arrullado con el murmullo de las conversaciones que sus paredes habían guardado. Sin embargo, cuando amanecía, sus puertas se abrían con el mismo esplendor de mil ochocientos setenta, año en el que nació. Aquella mañana en que la lluvia arreciaba, Quino estaba sentado como de costumbre, bajo los soportales de la plaza del Corrillo, esperando pacientemente a que llegara Matías, el encargado del local y levantara la persiana, abriera la puerta, encendiera las luces y pusiera en marcha la vieja cafetera para tomarse juntos el primer café del día antes de que aquello se llenara de profesores madrugadores. Quino no era un mendigo al uso, en su porte se adivinaba algo especial. Era alto, enjuto, su cara estaba surcada por las arrugas que los sufrimientos y el tiempo se habían encargado de labrar, sus ojos grises tenían una mirada permanentemente triste, acentuada por unos lagrimales que ya no le funcionaban bien y provocaban que con frecuencia estuviesen

mojados. Aún viviendo en la calle, trataba de mantener en pie la elegancia de antaño o quizás, simplemente, su maltrecho orgullo, eso cuando estaba sereno. Matías llegó puntual, a las siete y media de la mañana, como siempre, para abrir. -Buenos días, Quino, ¿qué tal has pasado la noche? Está apretando el frío. -Bah, he dormido en el Banco del pasaje y no ha estado mal, mientras no arreglen la puerta para entrar en el cajero, vamos bien. A ver si por lo menos esperan a la primavera. -Hay que fastidiarse con los mendigos de ahora –bromeó Matías-, han pasado de dormir en el banco del parque al Banco de la plaza. Y soltó una pequeña carcajada, satisfecho por lo que se le acababa de ocurrir. Quino esbozó una leve sonrisa y no contestó. No le gustaba que bromearan con la gente de su condición pero Matías lo hacía sin mala intención y además le invitaba a café todos los días, así que supuso que podría perdonarle la tontería. Entretanto, en pocos minutos, llegaron Sergio y su hija Auxi, los dos camareros que acompañaban al rechoncho de Matías en el turno de los desayunos. A media mañana, Auxi se iba, volvía después de comer para seguir poniendo cafés. Auxi era una joven rubia y sonrosada, bajita, de oscuros ojos vivarachos, algo tímida pero hacía el café mejor que nadie en el mundo. Su padre la había recomendado cuando se jubiló su antiguo compañero y el Café no se había resentido en absoluto por su llegada sino todo lo contrario. Cuando Auxi estaba de vacaciones -porque enferma no se había puesto nunca-, los clientes con más confianza le recriminaban socarronamente a Matías que el café estaba demasiado aguado o que se le había ido la mano al cargarlo. Una vez que llegaba el repartidor con la bollería recién hecha, los olores del café de Auxi junto a los suizos, tostadas, croissants y pepitos de crema, invadían el “Corrillo” y su plaza, de tal manera que era imposible pasar por su puerta y no sentir la tentación de entrar.

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Quino se tomó el café cortado muy despacito, casi suspirando, aquella bebida caliente le daba la vida, no había nada tan reconfortante. Luego engulló la tostada con mantequilla y mermelada que le había puesto Matías y se marchó. Se tiraría toda la mañana en aquel sitio, pero entendía que su presencia podía incomodar a más de un cliente estirado. Cuando abrió la puerta para irse, se cruzó con un hombre moreno de mediana edad, alto y fuerte, de penetrantes ojos claros. Quino agachó la mirada y salió rumbo a la iglesia de San Esteban. El hombre entró y se sentó en el interior; había mesas junto a la ventana pero a Fernando le gustaba acomodarse en la mesita del rincón, detrás de la columna y hojear “El Adelanto” mientras se tomaba el

café con leche que Sergio le había servido. Algunas

mañanas, una chica joven llegaba más tarde y se sentaba junto a él. A Fernando, la presencia de Quino le inquietaba, no tenía nada en contra de los mendigos. Él se consideraba una persona comprensiva, generosa y de buen corazón, pero cada vez que se cruzaba con aquel viejo un ligero escalofrío le recorría el cuerpo. ¿Por qué le sucedía aquello? Estaba enfrascado en estos pensamientos, sin pasar la hoja del periódico, cuando apareció Silvia. -Buenos días, Fernandito-susurró en voz baja. -Hola, Silvia. -¿Algo interesante hoy? -Nada, en esta ciudad nunca pasa nada. Bueno, lo de siempre, un nuevo accidente en la carretera de Ávila. Debes tener cuidado cuando sales por ahí con el coche. -Ja, ja, ja, sí, papá.

Fernando había conocido a Silvia en la Facultad donde daba clases de Derecho Penal. Al final del segundo curso de la carrera, cuando ella tenía veinte años, un suspenso la llevó al

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Departamento a reclamar lo que ella creía que era una injusticia. Fernando le atendió correctamente pero no le aprobó en aquella ocasión aunque sí lo hizo poco después, en septiembre. A Fernando, a pesar de estar casado, le perdían las faldas. Era de los que pensaba que aquello de la caballerosidad estaba bien pagado con las miradas que disimuladamente podía dirigir al culo de las mujeres a las que cedía el paso en una puerta o un ascensor, sin que ellas lo notasen Silvia era una chica exuberante, morena, delgada, de pelo rizado y ojos verdes. Su presencia provocaba admiración entre el género masculino y ella lo sabía. Tenía un montón de amigos pero ningún novio serio, era muy joven aún para comprometerse –pensaba-. Además, de vez en cuando se entretenía con Fernando, su apuesto profesor, aunque ya no le diera clases, al menos de Penal. Fernando difícilmente pudo escapar de los encantos de Silvia; después de su primer encuentro en los despachos de la Facultad, habían coincidido en el bar tres o cuatro veces. Las charlas cada vez iban siendo más personales y las miradas más directas. Ambos iban percibiendo su mutua atracción. Una noche de la primavera siguiente, sobre la una de la madrugada, en que ambos estaban de celebración, se encontraron en el “Corrillo”. Entre copa y copa, fueron intimando y terminaron en una habitación del Gran Hotel. Desde entonces, tomaban juntos algún café por la mañana o alguna copa por la noche. Incluso ella le había acompañado a los tres Congresos a los que había acudido fuera de Salamanca en aquel año y medio.

Silvia se tomó su té con leche y se levantó. -Hasta luego, guapo. Te llamo al Departamento o nos vemos en el bar. -Adiós, bonita. Estoy deseando estar contigo a solas.

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Ella sonrió y se marchó sin besarle. Nunca lo hacía en público. Al fin y al cabo, las formas había que guardarlas, aunque su relación era un secreto a voces entre la comunidad universitaria. Fernando se quedó meditando, intentando entender cómo había llegado a esta situación. Pensaba que aquella chica era demasiado preciosa para dejarla escapar, además justo se la había encontrado en un momento en que la comunicación con su esposa era un desastre. Estaba claro que eran cosas del destino. “Pero, hombre, Fernando, ¿no es demasiado joven?” se preguntaba. “Si sólo tiene cuatro años más que tu hijo”. Él mismo se daba la respuesta, buscando una justificación: “Indudablemente, es una chica muy madura para su edad”. Además, le había dado una estabilidad emocional que no había conocido en toda su vida. Su padre les había abandonado cuando él tenía cuatro años y su madre había muerto poco después en un accidente de tráfico. Él y su hermana habían crecido en la casa de unos tíos maternos que no les dieron todo el cariño que unos niños pequeños requieren, máxime en las circunstancias en las que se encontraban. Estudió Derecho en Granada, ciudad en la que había vivido su familia desde siempre y se casó enseguida con una compañera, en cuanto cobró su primer sueldo como adjunto. David, su único hijo, llegó enseguida. Luego vendrían los traslados a Santa Cruz de Tenerife, Sevilla y Salamanca en la que llevaba cuatro años y donde aspiraba a la cátedra que don Eugenio Núñez, su titular, estaba a punto de dejar por jubilación.

-La cuenta, Matías, que me voy. -Son doscientas por el café y el té, don Fernando.

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-Matías, te he dicho cien veces que no me trates de usted. La próxima vez, me vuelvo a hacer cliente del Novelty. -No se ponga usted así, don Fer..., Fernando. Es que no estoy acostumbrado. Ya sabe...sabes....deformación profesional. Fernando sonrió, dejó doscientas veinte pesetas en la mesa, salió del Café, abrió su paraguas y se fue por la Rúa hacia la Facultad. Mientras tanto, Quino había llegado caminando muy despacio al final de la calle San Pablo. Llevaba una gorra y una gabardina que le protegían a medias del agua. Noviembre había conseguido que los árboles de la plaza de Colón se hubieran quedado sin una sola hoja y los días de lluvia impregnaban de tristeza el lugar. Quino se detuvo un momento, pensó: “¡Qué día más triste! Pero para mí, no más que cualquier otro del año” y prosiguió hasta la tienda de la esquina donde compró un tetra brik de vino, su mejor remedio para combatir el frío. Luego giró a la izquierda y llegó a la iglesia de San Esteban. La iglesia de San Esteban había sido erigida, junto al convento de los Dominicos, en 1524 y desde entonces había ocupado un importante lugar en los acontecimientos religiosos de la ciudad. En su interior estaban enterrados los más afamados teólogos de la Universidad; la estatua de uno de ellos, Francisco de Vitoria, presidía la explanada. Este templo, un prodigio del arte del hombre, sin embargo no era de los más visitados por los turistas que tenían en sus preferencias la Universidad, la Plaza Mayor y las dos catedrales. Quino había hecho suya la iglesia, no en vano era su “pobre oficial” desde hacía veinte años. Su amigo Gregorio, colega en estas lides de la mendicidad, le había nombrado sucesor de manera casi formal, poco antes de morir, víctima de una neumonía. Desde entonces, desempeñaba sus funciones con corrección y discreción, tal y como el cargo lo exigía. Se consideraba un privilegiado dentro de los de su clase por poder sentarse a diario a la puerta de la iglesia,

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parapetado por su gorra -colocada boca arriba sobre un periódico para que no se manchara más de la cuenta-, en la que los fieles que asistían a los oficios dejaban sus monedas y, de vez en cuando, algún billete. Entre “cliente y cliente” miraba la vida pasar, esperando a que llegara su hora. Aquella maldita tos le iba a mandar al otro barrio cualquier día. Tampoco es que le preocupara en exceso. Ya le habían llevado al Hospital Clínico unas cuantas veces a enchufarle oxígeno pero aún así no perdía la ocasión de llevarse un pitillo a la boca cuando tenía la oportunidad. Lo único que le pedía a Dios, ya que le tenía tan cerca –“somos vecinos”, pensaba-, es que la parca no le pillara tirado en cualquier lado.

Después de misa de once, a la que había acudido poca gente, dejó de llover. Quino recogió ciento ochenta pesetas de la gorra y se la puso, se colgó al hombro la vieja bolsa de deporte que le acompañaba siempre y se marchó camino otra vez de la plaza de Colón. Necesitaba echarle un trago al cartón de vino que había comprado a primera hora. Se sentó en uno de los bancos mojados, sacó el vino de la bolsa y se bebió medio litro en pequeños sorbos, casi a escondidas. No le gustaba que le vieran beber, de hecho nunca lo hacía junto a la iglesia cuando se sentaba a pedir. A Quino le había perdido la bebida. En su juventud, era una persona normal, trabajó de pintor en una buena empresa pero las juergas continuas le habían llevado a engancharse al vicio del alcohol. Los retrasos, las ausencias y la pérdida de eficacia en el trabajo provocaron que su jefe se percatara y no tuviera otra opción que la de echarle. Su mujer también se cansó. Después de siete años de matrimonio y otros tantos de noviazgo, de noches enteras en vela, preocupada por él y harta de sus gritos y sus olores a ginebra y perfume barato, un día le plantó cara: “O te vas tú o me voy yo con los niños”. Quino no contestó, se fue a dormir y al

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día siguiente metió algo de ropa en un macuto, dio un beso en la frente de sus dos hijos que seguían dormidos y se marchó.

Cuando terminó el vino, pasó otra vez por la tienda a comprar más, también se llevó un bocadillo de salchichón. Guardó todo en la mochila y se dirigió de nuevo a la iglesia. Cuando llegó, empezaba a clarear, las nubes estaban de buenas y concedían al sol que las traspasaran con alguno de sus rayos. Uno de ellos iluminaba directamente la fachada de San Esteban, dándole ese tono rojizo que sólo el deseado sol de otoño era capaz de conseguir. Se sentó junto a la puerta y se quedó dormido, rumiando sus pensamientos. Quino había dado con sus huesos en Salamanca, arrastrado por una prostituta del Barrio Chino que se aburrió de él enseguida, tan pronto como se gastaron sus escasos ahorros. Después, había trabajado de manera esporádica en lo que se terciaba pero los empleos no le duraban mucho, hasta que un día le echaron de la pensión, cansada la dueña de cobrar “tarde, mal y nunca”. Sin tener donde ir y sin amigos, se vio durmiendo en la calle. Así llevaba casi veinticinco años. Ahora cobraba una pequeña pensión que no le llegaba ni para tabaco. No había vuelto a saber nada de su familia hasta esa mañana del año pasado, cuando vio a aquel hombre.

Para entonces, eran las doce del mediodía y el Café Corrillo estaba más tranquilo. Auxi se acababa de ir y había llegado Matilde, su madre, para preparar las tapas del mediodía. Ya traía cocinada la tortilla de patatas con pimientos verdes y los rollitos de jamón y queso. Pero las especialidades de la casa eran el farinato, la chanfaina que Matilde guisaba con cariño, conocedora de que sus incondicionales se chuparían los dedos, y las “palomas” que

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era como se llamaba a la ensaladilla que sabía a mayonesa, a gambas y a gloria sobre una base de corteza de cerdo. Poco después, entraron cuatro jóvenes novatos universitarios y se sentaron en una de las mesas cuadradas del fondo. -Hola. Cuatro cañas y cuatro palomas-pidió uno de ellos. -Y una baraja, por favor. Con unos amarracos-dijo otro. Entre ellos, se encontraba David, el hijo de Fernando, un chaval de dieciocho años, rubio, alto, delgado y un poco fanfarrón. -Vamos a dar una lección a estos “pipiolos”-comentó con sorna. Al finalizar la clase de Derecho Romano, se habían ido rápidamente a coger mesa para jugar al mus. Acababan de empezar la carrera de Leyes y estaban dando sus primeros pasos en el difícil arte de la grande, la chica, los pares y el juego pero ellos se comportaban como veteranos; el lenguaje lo dominaban a la perfección, sin embargo los titubeos y las esperas delataban su bisoñez. Además los “órdagos” les venían a la boca con facilidad, por lo que los juegos no les duraban mucho. David sabía que no eran muy duchos pero por eso estaban allí, practicando como todos los días. Tenía claro que tan importante como ser licenciado, era aprender a jugar como un maestro. -¿Pedimos otra ronda? -No puedo gastarme más pasta-dijo David. -Ni yo -confirmó Carlos, el mejor amigo de David. Terminaron la partida, pagaron y se fueron. A esa hora, la barra estaba abarrotada y Sergio y Matías sudaban la gota gorda tratando de que los clientes esperaran lo menos posible. Desde luego, hacía falta un camarero para que les echara una mano, también al

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mediodía. Matías había trasladado su queja infinidad de veces a la familia propietaria del local, los Macías, dos hermanos de unos sesenta años que heredaron de su padre el Café y la tacañería. La respuesta era siempre la misma: “Hay muchos gastos...no nos lo podemos permitir...ya veremos un poco más adelante...”. Matías estaba resignado y ya no insistía, máxime últimamente en que los Macías habían frecuentado el Café más de la cuenta, acompañados de unos tipos que lo miraban todo de una manera que no le gustaba nada. “Cualquier día nos dan un disgusto”-pensaba preocupado. Cuando regresó Auxi para los cafés de la tarde, la barra y las mesas estaban limpias y la cocina recogida. A esa hora, Quino ya había dado cuenta, no sin esfuerzo, del bocadillo de salchichón. Lo comió, como de costumbre, en unos jardincillos próximos, al lado del convento de las Dueñas. Su dentadura no le daba para mucho y tenía que cortarlo a pedazos con las manos para poder digerirlo mejor. Cada trozo le duraba en su boca una eternidad. Nunca había sido de mucho comer y a estas alturas de la vida todavía menos. Las escasas muelas y los dos colmillos, únicas piezas que le quedaban, trabajaron con desgana hasta terminar su faena. Matías también le hacía malas bromas con el aspecto que le otorgaba tener solamente visibles los colmillos: “Oye, a lo mejor, ahora te podían dar trabajo los de Renfe... ¡picando billetes!, je, je, je”.

Ay, el dichoso Matías y su Café Corrillo. Allí es donde

encontró por primera vez a aquel hombre, hacía ahora unos once meses. Aquella mañana de diciembre del año pasado, Quino había terminado de tomar su café y cuando salía por la puerta, ese hombre le cedió el paso. Lo agradeció porque no estaba muy acostumbrado a esa clase de deferencias. Sus miradas se cruzaron durante un instante en el que el tiempo se congeló. Los rasgos de aquel hombre y sobre todo, la profundidad de sus ojos grises, le trajeron recuerdos del pasado.

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Quino se quedó sentado en las escaleras y esperó durante un cuarto de hora a que saliera. Cuando giró a la derecha, le siguió. A medida que avanzaban, el estómago de Quino le hormigueaba sin parar. “¿Y si fuera él?”. La mera posibilidad le puso más nervioso que nunca. Cuando llegaron a la calle Compañía, a Quino le temblaban tanto las piernas que no sintió la bofetada de aire frío en la cara. A duras penas, podía seguir aquella ágil zancada. Cuando el hombre entró en la Facultad de Derecho, dedujo que sería un profesor por lo que se dirigió a uno de los alumnos que estaba parado en la puerta con una carpeta bajo el brazo y que le había dado los buenos días al llegar. Cuando el joven vio que Quino se le acercaba, le dijo: -Lo siento. No tengo un duro. -No, no. No te quiero pedir nada –contestó Quino con voz temblorosa-. Bueno sí, una cosa...¿podrías decirme cómo se llama el señor que acaba de entrar y que te ha saludado? -¿El de la gabardina? -Sí. -¿Por qué quiere saberlo? -Por favor. -Bueno, no creo que pase nada. Aquí todo el mundo le conoce. Es Fernando Cuevas, profesor de Derecho Penal. En aquel momento, Quino sintió que cien alfileres se le clavaban en el corazón. -Gracias, hijo. Se dio la vuelta y se fue. A medida que se iba alejando, sus lágrimas fluían con mayor intensidad hasta que rompió a llorar amargamente. ¡Lo sabía! ¡Era su hijo! ¡Encontrado sin buscarle! ¡Fernando se había convertido en alguien importante y además había conservado su

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apellido!. Un estremecimiento de orgullo en estado puro le recorrió el cuerpo. En pocos minutos, experimentó sensaciones totalmente desconocidas para él. Desde aquel día hasta hoy, había hecho por ver a su hijo un sinfín de veces pero siempre a distancia. El punto de referencia era el “Corrillo” al que Fernando acudía con frecuencia a primera hora, justo cuando él salía. En algunas ocasiones, se hacía el remolón en la barra y le miraba de reojo. Había visto cómo de vez en cuando desayunaba con aquella chica. Un día se atrevió a preguntar a Matías. -Oye, ¿sabes quién es la chica que está sentada con ese hombre? -Te gusta, ¿eh? .La verdad es que está

como un bollo suizo –susurró Matías

sonriendo. -No digas bobadas. Podría ser mi nieta. Solo quiero saber qué relación tiene con él. No es la primera vez que les veo juntos. -Pues para mí, que se la está trajinando. -¿Está casado? –a Matías le pudieron las ganas de saber más. -Pues yo creo que sí. Alguna vez, le he visto paseando por la plaza del brazo de una mujer de su edad. Pero ¿por qué te interesa tanto? -No, por nada. Simple curiosidad.

Después de comerse el bocadillo de salchichón, regresó a la iglesia de San Esteban. Hacía algún rato que las campanas repicaban quedas, muy lentamente, por lo que hoy era día de funeral. Poco a poco, empezó a acudir gente que se aglomeró en la entrada, algunas monedas fueron cayendo en la gorra de Quino. Al rato, llegó el coche fúnebre. Los asistentes al sepelio fueron entrando en el templo. Matías prefería los funerales a las bodas. Eran más tranquilos y más tranquilo estaba él; nadie se preocupaba por el mendigo salvo para darle

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alguna limosna. En cambio, los días de boda, molestaba. Normalmente había alguien cercano al novio que se le acercaba para ofrecerle quinientas o mil pesetas a cambio de que se diera un paseo durante una hora. Es verdad que sacaba unas “perrillas” pero su honra no se pagaba con dinero. ¿Qué se habían creído? ¡Aquella iglesia era suya!. No obstante, Quino siempre cogía el billete y se marchaba mascullando algo parecido a un agradecimiento. Cuando todo el mundo estaba dentro, una familia rezagada bajó de un taxi y atravesó la explanada a toda prisa. Al acercarse lo suficiente, Quino distinguió que el hombre era su hijo Fernando. Venía acompañado de una señora, muy guapa y elegante, y de un chico joven. Supuso que serían su mujer y su hijo. Sus dudas se disiparon en cuanto el chaval pasó junto a él. Era demasiado parecido a su padre como para pensar que no fuera su nieto. La verdad es que más de una vez se había planteado seguir a Fernando hasta su casa pero nunca se había atrevido. Le preocupaba que pudiera darse cuenta pero, sobre todo, le amedrentaba conocer más cosas de su familia. -Papá, mira que hacerme venir –reprochó David a su padre. -No te quejes tanto –respondió Fernando en voz baja. -Yo aquí no conozco a nadie y menos al muerto. -Pues por eso has venido y por acompañar a tus padres, que digo yo que tampoco es tan grave. Quiero que mis colegas te vean conmigo. No está de más, que sepan que tengo un hijo que acaba de empezar la carrera. -Está bien. Pero a cambio tienes que dejarme salir esta noche hasta un poco más tarde. Hoy es jueves y además es el cumpleaños de Carlos. Fernando suspiró y miró al frente, poniendo atención en las palabras del sacerdote que oficiaba el funeral por el padre de uno de los profesores de la Facultad.

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A la salida, después de dar el pésame a los familiares del difunto, se formaron pequeños grupos. Quino aprovechó para no quitar ojo a su hijo y a su nieto. Veía cómo charlaban animadamente, saludando a unos y a otros. Quino se entristeció, pensando en lo que había hecho con su vida, en las oportunidades perdidas... en la soledad, convertida en su peor enfermedad. Y ahora más. Sabía que tenía una familia muy cerca y no podía disfrutar de ella. Jamás tendría el valor suficiente para acercarse a su hijo y decirle: “Fernando, soy tu padre”. No podría afrontarlo, no sabría dar explicaciones, ni encontrar justificación alguna porque no la tenía. Y además, ¿cómo reaccionaría él? A estas alturas se iba a encontrar con que su padre era un indigente, un pobre viejo y enfermo. Decididamente, las cosas debían quedar como estaban. Así pasó la tarde, entre misas, limosnas y pensamientos. Su cabeza no dejaba de dar vueltas, le venían imágenes del pasado en pequeños destellos que terminaron por marearle y eso que no había bebido desde la hora de comer. La sonrisa de su esposa, las noches locas de Granada, las primeras palabras de sus hijos, las broncas permanentes en su casa, los primeros besos de su hija, los últimos que él les dio... se agolpaban en su mente una vez más, martirizándole. Con la mirada perdida en el horizonte, allá donde se unían las dos catedrales, comenzó a rezar; a su manera porque él nunca había creído ciegamente en Dios, pero se acercaba el final de su vida y no se sentía en paz: “Jefe, si estás ahí, quiero que me perdones. No te voy a contar ahora todo lo que he hecho mal porque tú lo tendrás que saber. No digo yo que tenga que ir al cielo del tirón pero lo del infierno... aunque se esté más calentito que aquí... no suena bien. ¡Hombre!.Quizás una temporada en el purgatorio... total, unos años más no lo voy a notar, ya llevo purgando más de media vida... Sólo te pido tu perdón y que mis hijos puedan perdonarme también si es que me guardan rencor”.

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Empezó a oscurecer y se fueron encendiendo las luces de la ciudad: edificios, calles y monumentos se iluminaron en pocos minutos. Cuando le tocó el turno de San Esteban, Quino se fue a buscar un sitio donde dormir. La niebla bajaba envolviendo a Salamanca en un halo misterioso y el frío se hacía más intenso, casi espeso como si se pudiera tocar. Subió la cuesta que conducía hasta la plaza de Anaya. “Cualquier día me encuentro con un tipo con capa y espada” -pensaba para sus adentros. Iría a ver si seguía estropeada la puerta de acceso al cajero de anoche y si no, dormiría en algunos de los pasajes de la plaza. En cualquier sitio menos en ese maldito albergue al que ya tendría tiempo de ir a mezclarse con gente rara cuando le fallaran más las fuerzas. Atravesó despacio la Rúa y se detuvo a dos metros del puesto de castañas que estaba junto a la iglesia de San Martín en la Plaza de su querido “Corrillo”. El humo de la vieja estufa se perdía entre la niebla pero el olor reconfortaba casi tanto como el calor que desprendía. -Acércate más si quieres –le invitó la afable castañera. Quino se acercó y puso las manos cerca de las brasas: -Gracias. -No hay por qué darlas. La calle es de todos ¿no? ¿Has cenado? -No, pero no tengo hambre. -Anda, toma, hay que alimentarse, abuelo –y le dio un paquete con media docena de castañas. Las cogió, dio las gracias, se metió una en la boca y se marchó hacia la Plaza Mayor. A esas horas la zona estaba bastante concurrida. Los estudiantes aún no tenían exámenes a la vista y, a pesar del frío, salían a vivir la noche. Dobló la esquina por la calle Prior, invadida por el olor a la panceta del “Bambú”. Después volvió a girar a la derecha y avanzó unos

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metros hasta el pasaje que conducía a la plaza. A esa altura de la calle, había un contenedor azul que era su suministrador de cartones. Hacia la mitad del Pasaje estaba la Caja de Ahorros con un Cajero Automático en un recinto interior, antes de la entrada a la oficina. Empujó la puerta y se felicitó porque seguía estropeada. Puso en el suelo los cartones que había cogido, se quitó las botas y se tumbó encima, luego sacó una manta del macuto y se cubrió. Cerró los ojos y dejó que sus deseos se confundieran con sus sueños. En la Gran Vía, los jóvenes llegaban por oleadas para ocupar los bares de copas. David y sus amigos no fueron la excepción y después de que Carlos invitara a la primera cerveza en el “Café Moderno”, cruzaron la calle para disfrutar de la música de “El Callejón”. Con tres cervezas más, un poco antes de las dos de la madrugada, la mayor parte de la pandilla se despidió ya que tenían hora de entrada en el Colegio Mayor. Carlos y David fueron los últimos. A la salida del bar, Carlos propuso: -Bueno, no es muy tarde, ¿no? -Yo tendría que irme también, mañana hay clase de Historia a las nueve y no me la puedo pirar. -Venga, que es mi cumpleaños. Te invito a la última en la plaza de Unamuno, en el “Camelot”, por ejemplo. -La última- respondió medio convencido David. -Vale pero vamos por la Plaza Mayor y así saco dinero del Cajero del Pasaje, que se me han acabado las “pelas”. Subieron por la calle San Justo y cruzaron la Plaza Mayor que a esas horas seguía animada. Lo estaba las veinticuatro horas del día, los trasnochadores eran sustituidos por los madrugadores y la plaza apenas tenía tiempo para dormir. Aún así, de día y de noche, presentaba un aspecto saludable, no en vano era una de las más bonitas del mundo.

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Cuando entraron en el cajero, vieron un mendigo tumbado de espaldas a la pared. -¿No nos robará? –preguntó Carlos preocupado. -¡Bah! Pero ¿no ves que es un pobre viejo? Tú teclea despacito para no despertarle, ja,ja,ja –respondió David divertido y animado por las cervezas. En ese momento, dos jóvenes, algo mayores que ellos entraron repentinamente en el recinto y les gritaron: -¡Venga, sacad todo lo que os dé ese trasto! David no se amilanó y les plantó cara: -¿De qué vais? ¡Largaros!. Si esto no funciona. Carlos se asustó y le dijo a David: -Anda, déjalo, les damos dos mil y que se vayan. El atracador más fuerte le respondió: -O me das diez mil o te rajo. -Pero si no las tengo –contestó Carlos acobardado. Mientras tanto, despertado por el alboroto, Quino había entre abierto un ojo y observaba la escena. Se sobresaltó cuando se percató de que el chico rubio, el más valiente, era su propio nieto. Se puso en pie y se les acercó. -Vosotros, gentuza, dejad a los chavales en paz. -¿Y a ti, quién te ha dado vela en este entierro, viejo? Anda vuélvete a dormirla –dijo uno de los macarras mientras le zarandeaba. Quino se tambaleó pero no llegó a caerse. David salió en su defensa: -Pero ¿no os da vergüenza? ¿Por qué no os largáis de una puñetera vez? Y les empujó hacia fuera. Entonces, uno de ellos sacó una navaja del bolsillo de la cazadora y les amenazó:

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-Pero tío ¿de qué vas? ¿Quieres probarla? David intentó arrebatársela pero el atracador echó el brazo hacia atrás con intención de atacarle. En ese momento, Quino, consciente de la gravedad de la situación y del peligro que corría su nieto, de un pequeño salto, se interpuso entre la navaja y David. La cuchilla le atravesó el corazón y cayó al suelo herido de muerte. -¡Joder, tío, te lo has “cargao”, vámonos! –le dijo el compinche. Y echaron a correr, huyendo a toda velocidad. Carlos permaneció impávido, sin poder moverse, mientras David se puso de rodillas para atender al anciano: -No se preocupe, se pondrá bien. Quino sonrió, aún le dio tiempo a pensar que la persona a la que había protegido era de su propia sangre. Paradojas del destino, el momento más feliz de su vida estaba siendo el de su muerte. Tomó con su mano la de David y murió con una leve sonrisa en la boca. Mientras Carlos salió a solicitar auxilio, David se quedó acompañando a aquel hombre que le había salvado. Luego se presentó la policía y una ambulancia que se llevó a Quino cuando lo autorizó la Autoridad Judicial. Los dos amigos fueron acompañados a la comisaría donde les tomaron declaración como testigos y reconocieron al homicida en uno de los libros de identificaciones que les enseñaron. Llegaron a sus casas, exhaustos física y psíquicamente, marcados para siempre por la noche más amarga de su corta existencia. La mañana del sábado, Fernando se levantó más temprano que otros fines de semana. Permanecía aturdido por los acontecimientos vividos por su hijo en las últimas horas. No quería ni pensar qué hubiera sucedido si aquella cuchillada la hubiera recibido David. El resto de la casa estaba dormida así que se abrigó y salió a la calle a desayunar.

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Las tiendas aún no habían abierto y el quiosquero de la calle Toro estaba colocando los periódicos. Fernando compró “El Adelanto” como siempre y cruzó la plaza, mirando de reojo hacia el Pasaje, hasta llegar al “Corrillo”. Se sorprendió al encontrárselo cerrado a cal y canto, así que volvió sobre sus pasos y entró en “Las Torres”, una de las cafeterías cercanas. Tenía pensado tomar un café pero le pudo el olor a chocolate caliente, pidió uno con churros y se sentó a leer el diario. En la portada venía una foto del Pasaje y en titulares:“Mendigo asesinado en Salamanca”. Pasó la página y leyó ávidamente la noticia: “En la madrugada del viernes, dos individuos asesinaron a un mendigo en el recinto del cajero que la Caja de Ahorros tiene en el Pasaje junto a la Plaza Mayor de Salamanca. Los hechos se produjeron cuando, al parecer, estos trataban de atracar a dos jóvenes a punta de navaja y el vagabundo, que pasaba la noche en el lugar, trató de defenderles. El mendigo, de unos ochenta años, al que todos llamaban Quino era una persona muy conocida en la ciudad ya que frecuentemente se le podía ver sentado en la iglesia de los Dominicos. Entre sus pertenencias, estaba un viejo carné de identidad por lo que ha podido ser identificado como Joaquín Cuevas Santaella, natural de Granada...”. El relato seguía pero Fernando no pudo leer más a pesar de no quitar la vista del periódico. En pocos segundos, las letras de la noticia quedaron emborronadas por las lágrimas que el profesor fue incapaz de contener. Tampoco leyó la página siguiente en la que otro titular rezaba: “El Café Corrillo, vendido a una multinacional de hamburguesas”. Aquel día, el sol no tuvo fuerzas para salir y el cielo que cubría Salamanca se vistió de color gris intenso, como de luto. El tañido de las campanas de los Dominicos rezumaba tristeza y los soportales de la plaza del Corrillo suspiraban de pena. El mismo destino que consintió a Quino morir en paz, había querido que él y su Café se fueran a la vez.

© Félix González Modroño

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