LA CASA EN MANGO STREET (DE SANDRA CISNEROS), A TRAVÉS DE SUS PUERTAS Y VENTANAS

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LA CASA EN MANGO STREET (DE SANDRA CISNEROS), A TRAVÉS DE SUS PUERTAS Y VENTANAS

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LETICIA ROMERO CHUMACERO UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO

n 2009 se cumplió un cuarto de siglo desde la aparición de The House on Mango Street, de Sandra Cisneros (Chicago, 1954), acaso el trabajo de narrativa chicana de mayor divulgación en México. Se trata de una novela editada originalmente en 1984 por Arte Público Press, de Houston, y traducida al español por Elena Poniatowska y Juan Antonio Ascencio en 1995 para la

casa Alfaguara, donde tuvo un inusual tiraje de cinco mil ejemplares; inusual, sí, pues el grueso de los trabajos firmados por chicanos suele tener en México una distribución limitada y circunscrita a editoriales menudas. Según el doctor Axel Ramírez, del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la Universidad Nacional Autónoma de México, el impacto inicial causado por la obra en el país se sustentó en “un gran aparato publicitario” y en la presencia de Poniatowska, escritora respaldada por el canon, en calidad de traductora (Ramírez 33). Seguramente el prestigio de la casa editorial también influyó, igual que los reconocimientos otorgados previamente a la novela en Norteamérica; en 1985, por ejemplo, la obra recibió el American Book Award, de la Before Columbus Foundation. Durante las décadas siguientes el éxito continuó: los derechos de publicación fueron adquiridos por Random House, en cuyo catálogo apareció después el libro para niños Hairs/Pelitos, el tomo de relatos Woman Hollering Creek (y su traducción, El arroyo de la Llorona), la novela The House on Mango Street (en su traducción castellana, en el audiolibro leído en inglés por la autora y en español por Liliana Valenzuela, su traductora actual; en la edición conmemorativa de los veinte años de su publicación inicial y en la versión e-book para descargar), el poemario Loose Woman (impreso y en audio-libro, acompañado por Woman Hollering

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Creek), la antología Vintage Cisneros, el poemario My Wicked Wicked Ways y la novela Caramelo (bajo el sello Seix Barral). No sobra observar que hacia el otoño de 2006, The House… era hasta tal punto popular que fue hábilmente usada para promocionar Caramelo. A pesar de los tradicionales problemas de recepción de la literatura chicana en el país, como la sui generis mezcla de inglés, castellano y mexicanismos, o los no pocos prejuicios culturales contra quienes “ya no son de acá”, el trabajo de comercialización propició que la primera novela de Cisneros entrara con buen pie en las librerías nacionales. Hoy, la edición castellana continúa vigente no sólo como una muestra de que la literatura chicana ha transitado con fortuna “de lo interesante sociológicamente a lo valioso literariamente” (Monsiváis, 2000: 15), sino de los fuertes lazos que la hermanan con las letras mexicanas. Ciertamente, no siempre fue así. Cuando se lanzó la edición en español de La casa en Mango Street los publicistas enfatizaron, por sobre la calidad de la obra y la identidad sociocultural de la autora, el nombre de la famosa traductora. No es casual que a momentos se llegara a afirmar, a manera de encomio, que en la versión de 1995 “se impone la fuerza de la traducción de Poniatowska sobre la obra de Cisneros” (Ramírez 33). Es importante notar que los encargados del aparato publicitario fueron conscientes de que la bandera racial influyó antes en la promoción de otras obras, ya para bien (comercializándolas como creaciones de vindicación cultural), ya para mal (estigmatizándolas como una suerte de moda folklórica). La novela de Cisneros, pues, fue presentada en términos que en su momento la apartaron, y quizá la salvaron, del encasillamiento conferido en ciertos contextos a las creaciones chicanas; aunque el costo de tal maniobra fue la divulgación de la novela como parte del repertorio de traducciones de otra escritora. Quién adivinaría que el aparentemente modesto trabajo narrativo merecería varios premios y la traducción a once idiomas.

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Pero La casa en Mango Street puede ser apreciada no sólo a partir de su éxito comercial sino examinando la manera en que Cisneros comunicó dos experiencias femeninas: la de una escritora en ciernes situada en un contexto adverso y la de una adulta que evoca y resignifica su pasado con una mezcla de dolor y dicha. Es decir, desde la peculiaridad de que la protagonista de la novela es una mujer que escribe y recuerda (rescribiendo así su pasado): una mujer que reflexiona sobre su quehacer, identificándolo como una forma de liberación. Un acercamiento de esa índole es el que desarrollo a continuación; uso para ello la traducción castellana que ha estado al alcance de las y los lectores en México. Los cimientos de la casa: mutaciones y palabras El período donde se sitúa la historia narrada corresponde aproximadamente a la sexta década del siglo

XX,

en un barrio hispano de

Estados Unidos de Norteamérica. Estructuralmente el relato consta de cuarenta y cuatro pequeños episodios cuya coherencia narrativa funciona de manera individual (como narraciones breves) y colectiva (como capítulos de una novela), relacionados en forma tal que se han interpretado como la representación de una casa y sus habitaciones (cfr. Martín-Rodríguez 250). En primera instancia los une la voz de la adolescente protagonista Esperanza Cordero, quien comenta con un interlocutor implícito anécdotas concernientes al barrio donde vive. Sin embargo el discurso incorpora también glosas debidas a la Esperanza adulta, cuyas intervenciones en el marco de la narración funcionan a guisa de conciencia reflexiva. Hay que señalar una característica relacionada con esto último: el tema de la identidad es un contenido latente a lo largo de la novela, la Esperanzaadolescente-escritora-en-ciernes es, y no, la Esperanza-adulta-escritoraprofesional. Entre una y otra (la que vivió aquellas aventuras en el pasado y la que las narra en el presente) ha transcurrido el tiempo. El pensador griego Heráclito consideró que una persona no puede ser bañada dos veces por las mismas aguas de un río —entendido como metáfora del tiempo—; 39

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la frase podría reelaborarse: las aguas no pueden bañar dos veces a la misma persona, porque ésta ha cambiado. Así Esperanza. El lenguaje es aparentemente sencillo, ingenuo a momentos, y propio de la Esperanza adolescente. Con todo, como se anotó antes, la voz de la adulta también asoma, por lo que el discurso suele interpolar con efectividad los diálogos en estilo directo e indirecto dentro de las mismas frases, así como una narradora protagonista en primera persona gramatical y otra omnisciente desde la tercera persona: “Fíjate en mis comadres. Se refiere a Izaura, cuyo marido se largó, y a Yolanda, cuyo marido está muerto. Tienes que cuidarte solita, dice moviendo la cabeza” (97). A lo largo de la narración, predomina un tono descriptivo salpicado de detalles lúdicos e irónicos, donde los matices humorísticos refuerzan la condición casi infantil de la narradora. Ello ocurre cuando comenta con espontaneidad pueril el infortunado desenlace de las travesuras de dos niños: Éste es el árbol que escogimos para el Primer Concurso Anual de Saltos de Tarzán. Meme ganó. Y se rompió los dos brazos (27). Nadie levantó la vista hacia el cielo el día que Ángel Vargas aprendió a volar y cayó del cielo como dona de azúcar, igualito que estrella fugaz, y explotó en el suelo sin ni siquiera un «Ay» (35). Esa narradora es análoga a la de Cartucho (1931) y Las manos de mamá (1937), de la mexicana Nellie Campobello (1900-1986). En lo tocante a su estructura esos dos libros comparten con La casa en Mango Street la peculiaridad de ser textos fragmentarios en torno a los cuales la crítica se ha afanado en la búsqueda de una definición: ¿son capítulos, cuadros, cuentos, poemas prosificados? Al igual que en la novela de Cisneros, las secciones en las obras de Campobello funcionan a manera de unidades con un fin en sí mismas y como parte de una unidad mayor dosificada. Se

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trata de narraciones hilvanadas como al garete, en un aluvión de la memoria que hace de las protagonistas seres complejos, llenos de historias y dueños de un punto de vista propio, soberano. Además, las narradoras elegidas por ambas autoras son niñas (la de Cisneros inicia su adolescencia) y desde esa perspectiva dan cuenta del espinoso entorno: el de la Revolución Mexicana y el de un barrio hispano en Norteamérica, respectivamente. Y así como Esperanza habla del niño descalabrado con sobrada naturalidad, Nellie, protagonista de Cartucho, se topa con un par de soldados que portan un recipiente con las entrañas de cierto general y comenta animada: “¡Tripitas, qué bonitas!” (Campobello 59). Se trata de dos niñas expuestas a situaciones extremas, acerca de la cuales proporcionan interpretaciones agridulces y alejadas de los modelos infantiles edulcorados y angelicales. Pero, ¿qué podría decir un par de niñas sobre las grandezas y bajezas de un movimiento social mexicano o sobre la estructura patriarcal en un barrio pobre en Estados Unidos? En apariencia, nada importante. Sólo estarían en posición de referir sucesos tan menudos como el aspecto de una calle diariamente repleta de cadáveres, expuestos ante los ojos de mujeres que vivieron la Revolución, aunque no eran soldaderas —porque no todas lo fueron—, o de las estrategias de reclusión vigentes aún durante la década en que cuajaron las revoluciones sexual y feminista en Estados Unidos —y que no beneficiaron a todas por igual. Las de esas pequeñas narradoras son historias particulares que no suscriben la Historia oficial; acaso sea preferible considerar que más bien la impugnan, matizándola; de ahí su atractivo. De vuelta a La casa... notemos la candidez de Esperanza, quien no comprende que la supuesta y cambiante esposa de un vecino es en realidad un rosario de prostitutas: “Nunca nos ponemos de acuerdo sobre su apariencia, pero sí sabemos esto: cuando ella viene, él la lleva bien apretada del codo, se meten rápidamente en el departamento, cierran la puerta con llave y nunca se quedan mucho tiempo” (78). Esta candidez se 41

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transfigura a lo largo de la historia en correspondencia con los cambios experimentados por la adolescente. Es posible establecer una analogía con “Niñas de cuento” (1987), de la mexicana Ethel Krauze (nacida en 1954), donde la protagonista y su amiga de juegos aplican a una casa el epíteto mala porque la ambigua información obtenida de la nana, los padres, el hermano y la televisión, hacen imprecisa la clasificación del domicilio de las fastuosas y censuradas vecinas que mantienen tratos misteriosos con los hombres (Domecq 39-50). El dedo en la llaga de la educación sexual femenina, tan limitada y repleta de temores y silencios, está puesto. Hay otro elemento formal presente en la novela de Sandra Cisneros. Se trata de la estrategia de exposición a guisa de charla entre la narradora y otra persona. Ello ocurre, por ejemplo, cuando Esperanza afirma: “Pero yo y Nenny, somos más parecidas de lo que tú crees” (23). Ese tú cargado de oralidad, supone la conciencia de compartir una confidencia y aparece de nuevo, ahora tácitamente, cuando describe un aspecto de la calle Mango: “Lo que más recuerdas es el árbol...” (27). En el último cuadrocapítulo se revelará que el relato completo está siendo contado —como charla— y creado —también como texto— simultáneamente respecto del acto de lectura. La historia relatada con el aparente desorden de una plática trivial es, a un tiempo, aquello que cuenta la adolescente a alguien más y aquello que la adulta recuerda y escribe. La identidad hermana y a la vez separa a esa mujer en dos momentos de su vida. La exposición a manera de charla, por lo demás, es significativa. Es sabido que una parte fundamental de la labor creativa femenina se cifró durante siglos en el ámbito de la palabra hablada. Ello debido tanto a las escasas oportunidades para adquirir una formación académica suficiente, como a la falta de estímulos para la escritura profesional y, por qué no, al amor por la relación que caracteriza al universo simbólico femenino, según ha sostenido con lucidez la filósofa italiana Luisa Muraro. Baste recordar la brillante arenga de Virginia Woolf sobre la importancia de poseer una habitación propia para efectuar un trabajo literario, donde la habitación 42

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propia representa algo más que un espacio físico y alude a las condiciones de posibilidad de la escritura: autodeterminación, disciplina, economía propicia y un punto de vista particular; medios de los que pocas gozan incluso hoy. Por tanto, habiendo escaseado tal habitación, la forma de creación por excelencia fue la palabra hablada: la que fortalece la relación entre generaciones durante las charlas familiares, la misma que entretiene e instruye a los infantes, la que configura el universo cotidiano, la llamada, significativamente, lengua materna. Pues bien, La casa en Mango Street se nutre de esa tradición cuando la protagonista parece compartir con una confidente sus alegrías y pesares —por diversas razones ligadas con el tono íntimo de tal charla es difícil imaginarla con un confidente. El aspecto de plática acentúa a un tiempo la edad de la protagonista, el universo femenino del cual participa, el carácter aparentemente baladí de la historia, así como el ritmo discontinuo del discurso. Esa plática es, asimismo, una respuesta a la condena de silencio impuesta a muchas mujeres en las sociedades patriarcales, e impuesta a varios de los personajes femeninos que rodean a la protagonista de esa novela, según se mostrará más adelante. Se ha asentado ya que el discurso interpola diálogos en estilo directo e indirecto. Esto incide en el sentido de la narración porque combina las confidencias de la Esperanza adolescente con los comentarios de la Esperanza adulta que observa su imagen pretérita. La narración es circular; los cuadros-capítulos titulados “La casa en Mango Street” y “A veces Mango dice adiós”, primero y último del libro, mantienen entre sí una continuidad indicada mediante la reiteración de la siguiente frase enumerativa: “No siempre hemos vivido en Mango Street. Antes vivimos en el tercer piso de Loomis, y antes de allí vivimos en el Keeler. Antes de Keeler fue en Paulina...” (11, 117). Con ese registro de mudanzas, que subraya el carácter de bildungsroman (novela de aprendizaje), inicia y concluye el otro inventario, el que en primera instancia constituye la historia: el inventario de los cambios de Esperanza y el de quienes habitan en su barrio. La repetición algo hipnótica de los nombres de las calles donde vivió la familia subraya 43

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la condición de lo dicho, pues el mosaico entero es un procedimiento adoptado por la narradora adulta para exorcizar sus antiguos demonios: “Lo escribo en el papel y entonces el fantasma no duele tanto. Lo escribo y Mango me dice adiós algunas veces” (117). Quien lo escribe es la adulta, mirando a la adolescente que fue y dándole la palabra para dejarla hacer algo que en cierta forma le fue prohibido en su momento: hablar, decirse, ser. A todo esto, ¿por qué la narradora necesita decirle adiós a esa calle, a las vivencias, a las y los vecinos? Ventanas cerradas y no: el silencio, la mirada Un leit motiv de La casa... es la figura de la ventana, vinculada estrechamente con el espacio femenino. Cuando describe a la bisabuela, por ejemplo, Esperanza dice: “Toda su vida miró por la ventana hacia fuera, del mismo modo en que muchas mujeres apoyan su tristeza en su codo” (16). Y tal parece que esa misma posición se perpetúa en otros personajes del entorno. Es el caso de Rafaela “que todavía es joven pero está envejeciendo de tanto asomarse a la ventana”; egoísta, su marido la encierra bajo llave pues tiene miedo de que escape: “es demasiado bonita para que la vean” (87). O como Mamacita, quien se sienta todo el día “junto a la ventana y sintoniza el radio en un programa en español” (85). En todas ellas habita un sentimiento de reclusión más psicológico que físico, aunque aquél no excluye a éste. No sólo ellas desean huir de su encierro. Es conveniente citar la historia de Ruthie, abandonada por el esposo y refugiada en casa de la madre, jugando a ser niña en cuerpo de adulta: “Hay muchas cosas que Ruthie hubiera podido ser, de haberlo querido” (75), pero no quiso y eligió la evasión como estrategia de sobrevivencia. Otra es Minerva, una improvisada poetisa con quien Esperanza comparte sus textos: “es apenas un poco mayor que yo y ya tiene dos hijos y un marido que se fue” (92), un

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marido irresponsable que vuelve y se va sin que Minerva termine con esa situación dolorosa y en apariencia inexorable. Una más es Sally, chica golpeada por su padre, y luego casada “como sabíamos que lo haría, joven e impreparada (...) Dice que está enamorada, pero yo creo que lo hizo para escapar” (109). La misma Esperanza se siente presa de su circunstancia cuando reflexiona: “Miras a tus pies y caminas derechito a la casa de donde no puedes salir” (90). La situación parece del todo adversa, casi una cuestión de destino insalvable, pero Esperanza se mira en el espejo de la bisabuela negándose a recibir de ella algo más que el nombre: “no quiero heredar su lugar junto a la ventana” (17), concluye. Y rehusarse a ello significa, en parte, librarse de esa suerte de maldición de Penélope (o de Madame Butterfly, cuya historia canta alguna vez la madre de Esperanza), librarse de la maldición que orilla a otras a suscribir el mutismo y suspender su vida en espera del varón, como hacen Ruthie y Minerva. Pero no sólo eso, la chica rechaza todo aquello que le arrebataría la posibilidad de elección, esa posibilidad que Sally canjea por una salida falsa a la violencia que contra ella ejerció su padre. Esperanza hace honor a su nombre porque comprende que amén de las ventanas de la calle Mango, por las cuales hay quien ve pasar la vida, también existen puertas a través de las cuales es posible desplazarse transitando de la supuesta pasividad a la actividad ansiada. Ruthie pudo haber sido muchas cosas, “de haberlo querido” (75). “Yo pude haber sido alguien, ¿sabes? —confiesa la madre al conjeturar para sí otro presente— y suspira” (97). Sólo les faltó decidirse a romper el círculo vicioso, abrir la puerta. Aunque, claro, también cabe la posibilidad de que aun en medio de su enajenación, la infantilizada Ruthie haya logrado consumar el deseo de embellecer el mundo a través de las ocurrencias con que obsequiaba a las niñas del barrio. Eso o que los papelitos que escribe y guarda en su delantal Minerva, la poetisa, no hayan sido inútiles. De esa ligera aunque pertinaz sospecha surge la siguiente meditación referida, otra vez, a la bis-

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abuela: “Yo me pregunto si ella hizo lo mejor que pudo con lo que le tocó, o si estaba arrepentida porque no fue todas las cosas que quiso ser” (16-7). Una escritora ibérica indagó algo similar. Se trata de Carmen Martín Gaite, quien examinó alguna vez el uso de la palabra “ventanera” en la cultura española. En el ensayo “Mirando a través de la ventana” la autora explicó que aquél es un término despectivo destinado a calificar a las mujeres que no saben estar en su sitio. También indicó cómo el encierro podía trastocarse al considerar que la percepción de esas mujeres al observar a través de la ventana pudo tener ventajas. “Yo no estoy segura de que las estratagemas que ha tenido que inventar la mujer para acceder sinuosamente y sin renegar de su feminidad al terreno de las letras hayan anulado siempre su capacidad creadora, sino que pueden haberla enriquecido” (39). Así, el encierro físico y psicológico habría dado origen a una posición privilegiada, panorámica, para observar y explicar lo humano; una posición inalcanzable para quienes se hallan inmersos en la acción llevada a cabo al otro lado de la ventana. Todo es cuestión de observar desde ahí deliberadamente, como hace Esperanza o como hace Nellie, en Cartucho. La explicación de Martín Gaite es provocadora porque recupera un aspecto fértil en medio de una experiencia usualmente considerada castrante. También lo es porque muestra que el patriarcado jamás ha ocupado la realidad entera —lo cual es estimulante, sin duda— y porque se aleja del paradigma del memorial de agravios, develado por la sagaz filósofa española Celia Amorós, tan común en discusiones de esta índole, donde las mujeres son victimizadas en forma estéril. Tal conclusión, aplicada a la novela de Sandra Cisneros, ilumina la frase antes citada: “Yo me pregunto si ella —la bisabuela— hizo lo mejor que pudo con lo que le tocó, o si estaba arrepentida porque no fue todas las cosas que quiso ser”. Ambas posibilidades son viables y Esperanza puede sacar provecho de ellas para comprender las estrategias de resistencia y construcción cultural de sus congéneres, tanto como para profundizar en las maniobras 46

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que definieron su propio pasado adolescente y su presente como mujer de palabras. Puertas cerradas y no: la vergüenza y la infancia En el cuadro-capítulo “Bien águila”, la madre de la protagonista proporciona una primera clave para salir de la inercia en la cual caen otras mujeres: Ve a la escuela, Esperanza. Estudia macizo. Esa Madame Butterfly era una tonta. Menea la avena. Fíjate en mis comadres. Se refiere a Izaura, cuyo marido se largó, y a Yolanda, cuyo marido está muerto. Tienes que cuidarte solita, dice moviendo la cabeza. Y luego, nada más porque sí: La vergüenza es mala cosa, ¿sabes? No te deja levantarte. ¿Sabes por qué dejé la escuela? Porque no tenía ropa bonita. Ropa no, pero cerebro sí (97-8). La vergüenza, en efecto, es una traba emblemática dentro de la historia y estructuralmente aparece como retardante de las acciones. Retardante que expone el conflicto primordial del grueso de los personajes y de la protagonista en particular: la lucha de ellos consigo mismos. El entorno, en efecto, hiere a Esperanza. La autora de La casa en Mango Street destaca esa impresión mediante un sencillo procedimiento gráfico cuando una de las monjas del colegio pregunta a la chica: “¿Vives allí?” (13). La palabra allí, al aparecer en cursivas, tiene una connotación despectiva, humillante; la tiene porque allí es una casa estropeada, fea, precaria, del todo ajena al sueño de la familia. No es lo que la jovencita desea para sí y por eso ella rechaza seguir a la familia en el divertimento de fin de semana, consistente en visitar la zona residencial donde su padre es empleado: “Lo que no les digo es que me da vergüenza, todos nosotros mirando por la ventana como los hambrientos” (94).

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La misma sensación se traslada al colegio privado donde estudia. La chica pide permiso para quedarse y almorzar con las internas en el refectorio y una monja le recuerda que vive demasiado cerca como para no ir a su casa. Aunque en esas condiciones la referencia sólo forma parte de un argumento destinado a persuadir a la educanda sobre lo innecesario de su petición, Esperanza la relaciona con todo eso que no quiere ser: la casa donde debe almorzar, su lugar secundario en la sociedad, allí. Y si bien termina por ser aceptada esa mañana en el refectorio del colegio, traga su mortificación en una triste escena: “un montón de niños y niñas miraban mientras yo lloraba y comía un sándwich, el pan ya grasoso y el arroz frío” (49). La mirada de los otros, el escrutinio que la coloca en una incómoda, desprotegida, insostenible posición central, aflige también a la joven narradora durante su primera jornada de trabajo: “A la hora del lonche yo tenía miedo de comer sola en el comedor de la compañía con todos esos hombres y damas mirando” (59). La vergüenza, como dice su madre, es mala cosa. También en “Chanclas” aparecen los ojos censores que la narradora imagina pendientes de que su vestido nuevo no combina con los zapatos viejos; por eso no quiere bailar durante una fiesta. Su conciencia de sí es enorme y dolorosa, su sensibilidad de adolescente pero también de escritora, está a flor de piel. A que ello ocurra contribuye asimismo el saber popular. En “La familia de pies menuditos” Esperanza y sus amigas reciben tres pares de zapatillas que simbólica y momentáneamente las introducen en la experiencia de lo que el cuerpo femenino adulto representa: “la verdad es que da miedo mirar tu pie atado a una pierna larga, larga, tu pie que ya no es tuyo” (43). Comienzan a habitar la adolescencia, período durante el cual su estatus dentro del barrio cambiará. De la índole de esa extraña mudanza les proporciona vagas noticias una vecina: “Train peligros, dice. Son muy chiquitas para trair zapatos desos. Quítenselos antes que llame yo a la polecía” (44). Iniciar la adolescencia significa comenzar a ser observadas de otra forma; con preocupación por las ancianas, con deseo por los hombres. 48

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Esta vivencia sin embargo y en principio, no se caracteriza del todo por un signo negativo, como se aprecia en los siguientes fragmentos: Lo que importa, dice Marín, es que los muchachos nos vean y nosotras los veamos (32). Toda la noche el muchacho que ya es un hombre me mira bailar. Él me miró bailar (52). Cuando alguien te mira así la sangre se te congela. Alguien me miró. Alguien miró. Y su tipo, su modo (79). Su relación con el mundo va cambiando. Es confusa: tan temible como estimulante. Así pues, pese al candor que se vislumbra en varios fragmen-tos de la novela, Esperanza ha comenzado a abandonar la infancia; su interés en la mirada de los jovencitos es confirmación de ello. También lo es la violencia que experimenta en sus primeros encuentros con varones adultos (violencia derivada de la convicción masculina de que ese cuerpo ya puede ser de ellos). Un compañero de trabajo aprovecha la ingenuidad de la jovencita convenciéndola de que, por ser ese el día de su cumpleaños, debe darle un beso: “y cuando iba a poner mis labios sobre su mejilla, él me agarra la cara con sus dos manos y me besa fuerte en la boca y no suelta” (60). Su educación sentimental es signada por la mentira y el abu-so que, por cierto, no aflora sólo en el territorio masculino. Una fallida cita con su amiga Sally contribuye a refutar la idealización de lo amoroso: “Todos mintieron. Todos los libros y las revistas, todos lo dijeron chueco. Sólo sus uñas sucias contra mi piel, sólo su olor agrio otra vez (...) No me dejaba ir. Dijo I love you, I love you, spanish girl” (108). La decepción experimentada por el personaje cuando compara la realidad sin maquillaje con las historias sentimentales que había leído o escuchado, coincide con la de protagonistas de otros relatos. En A través de los ojos de ella la escritora y periodista Brianda Domecq ha señalado, tras compilar una importante serie de cuentos de autoras mexicanas, que

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las protagonistas infantiles develan las fallas de los modelos de feminidad y masculinidad que les son ofrecidos. Un fragmento de “La tórtola”, cuento de Mercedes Manero (1908-1999), ilustra ese desengaño en una forma similar a la trabajada por Sandra Cisneros: “Los príncipes de las historias se esfumaban deslucidos; las hadas, los pajes, todo el histrionismo que nutrió su mente de criatura, al quedar desnudo de las galas de su fantasía, los juzgó como una farsa tonta” (Domecq 177). Otras adolescentes coinciden con Esperanza en algunos aspectos. En personajes creados por Elena Garro (1916-1998), Rosario Castellanos (1925-1974), Inés Arredondo (1928-1990) y otras autoras, hay un sentimiento de soledad y abandono, así como una sexualidad tan despierta como la de los varones, aunque más confusa y culpable (cfr. Escribir la infancia). Esto último es claro dentro de la novela comentada si se considera la estrategia mediante la cual la adolescente anhela variar el rumbo de su vida: “Quiero sentarme afuera en la noche, mala, con un muchacho alrededor de mi cuello y el viento bajo mi falda” (80, la cursiva es mía). Como se ve, la frase tiene un claro tono moral. A pesar de plantearla como un desafío, la sexualidad a la cual se refiere es pudorosa en el fondo, pues califica como “malas” a quienes se atreven a exhibir su vínculo amoroso con un varón; su ubicación en el territorio nocturno, oculto, casi secreto, no hace más que enfatizar ese juicio. Por otra parte, la conciencia del cambio y las obligaciones que éste supone, no son ajenas a la narradora: “Como soy la mayor, Papá me ha avisado primero —sobre la muerte de la abuela— y ahora me toca dar la noticia a los demás” (61). Con las imágenes de responsabilidad se combinan de nuevo las referencias infantiles: “Hay una buena caricatura de Bugs Bunny en la tele (...) me gustaría ir a sentarme con Ernie y el bebé en el sofá de plástico” (68). La percepción del trayecto hacia otra etapa se distingue cuando Esperanza y sus amigas indagan juguetonamente la razón de ser de las caderas femeninas, sin lograr que la hermana menor se involucre en el debate: “Nenny, digo yo, pero no me oye. Ella está lejos, a 50

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muchos años luz. Ella está en un mundo al que nosotras ya no pertenecemos” (57). Nenny y sus juegos se hallan inmersos aún en el territorio infantil. Sin duda la alegoría “El jardín del mono” es la más clara en lo concerniente al tema. Se trata de un cuadro-capítulo cuyo referente literario inmediato es el relato bíblico de la expulsión del Edén. De nuevo es Sally quien guía a Esperanza hacia el mundo de los escarceos amorosos. Cuando se introduce el contacto erótico entre Sally y sus amigos en un jardín donde los chiquillos solían jugar, ese territorio se transfigura y se vuelve ajeno. No es lo único que cambia en la percepción de Esperanza: “Miré mis pies dentro de sus calcetines blancos y sus feos zapatos boludos. Parecían estar muy lejos. Parecía que ya no eran mis pies. Y el jardín en el que había sido tan bueno jugar ya tampoco era mío” (106). La expulsión se consuma. Puertas y ventanas abiertas: la escritura Aparte de la reclusión, la vergüenza y el abandono de la infancia, en la novela sobresale otro campo semántico: la libertad. En La casa en Mango Street ese término designa la autodeterminación, la facultad de superar roles impuestos, “no ser mansita como las otras”; poseer una casa propia pero no “la casa de un hombre. Ni la de un papacito. Una casa que sea mía (...) un espacio al cual llegar, limpia como la hoja antes del poema” (116). O, como lo concibió Virginia Woolf décadas atrás: tener un cuarto, que es espacio pero también cuerpo, experiencias, educación, dinero propio. “Tienes que cuidarte solita” (97), aconseja la madre a Esperanza como advirtiéndole: debes partir de ti. Partir de sí respetando el deseo de ser ella quien elija el rumbo de su vida. Aunque, paradójicamente, ese respeto atraviese también el debido a la autoridad de otras personas. En efecto, las expresiones de apoyo y los ejemplos de vida proveídos por personajes femeninos tienden a resolver el

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conflicto dramático originado en las situaciones de reclusión, vergüenza y transición, ubicando a la protagonista en un terreno desde el cual puede recrear su entorno. Una tía moribunda orienta a la joven poetisa: “Debes continuar escribiendo. Te hará libre” (65). De eso da testimonio la excéntrica Ruthie: “Los libros son una maravilla, dice (...) y les pasa la mano por encima como si pudiera leerlos en braile” (75). La fuerza de la palabra es tal que a la protagonista se le antoja generadora de vida: “Me gustaría bautizarme yo misma con un nombre nuevo, un nombre más parecido a mí, a la de a de veras, a la que nadie ve” (17). La que ni siquiera las y los lectores podemos contemplar del todo porque la Esperanza del texto es otra de las presencias intransigentes que trata de superar la Esperanza escritora creada por Sandra Cisneros: “Lo escribo en el papel y entonces el fantasma no duele tanto (...) Me pone en libertad” (117). El acto de escribir concebido como un ejercicio de libertad no aspira a ser una simple fuga. Sí lo es, por ejemplo, la registrada en “Bella y cruel”, donde una referencia cinematográfica origina en la narradora la astucia de comportarse como un varón egoísta: “Soy la que se levanta de la mesa como los hombres, sin volver la silla a su lugar ni recoger el plato” (96). Error de estrategia comparable al de Sally, casada para huir de su padre; o al de Minerva, quien abre la puerta al marido cuando éste regresa de su personal e irresponsable evasión. En el último caso el parangón es más patente pues Minerva escribe poemas “en papelitos que dobla y dobla y retiene en sus manos un largo tiempo” (92). Esos papelitos retenidos constituyen una escapatoria inconclusa aunque, tal vez, inspirador en algún grado. La escritura de Esperanza, en cambio, no es una mera fuga, es uno de los actos más humanos: la resignificación y transformación del entorno a través de las palabras. Son palabras que trascienden, portando pensamientos y dando sentido al mundo. Mencionar en estas líneas el caso de Minerva invita a ponderar otra de las tácticas de supervivencia de la protagonista. Se trata de su capacidad para aprovechar la relación con otras mujeres, confiriendo autoridad a 52

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sus palabras y prácticas. Sobresalen dos momentos donde ello tiene lugar: el consejo didáctico de la madre (“estudia macizo”) y el ejemplo de Alicia, esa suerte de alter ego y tenaz estudiante universitaria que “toma dos trenes y un autobús, porque no quiere pasar su vida en una fábrica o tras un rodillo de amasar” (36). Tanto el consejo como el ejemplo son difíciles de rechazar. Son jugosas e inspiradoras herencias. De hecho algunos personajes femeninos son como los árboles de la calle Mango, que forman parte de la alegoría desarrollada en otro episodio: son cuatro árboles “que crecieron a pesar del concreto. Cuatro que luchan y no se olvidan de luchar” (83). Esperanza se identifica con ellos —y ellas— debido a su fuerza secreta: “sigue, sigue, sigue dicen los árboles cuando duermo” (82). Ese seguir, ese hacer camino al andar, es también la escritura que se despliega para proveer otro rostro al barrio recordado —recreado— y a la Esperanza herida que, al mismo tiempo, habita en él y lo abandona dolorosa, felizmente mientras conocemos su historia. *** Según se ve, pese a la aparente simplicidad de las anécdotas que contiene, la novela es francamente compleja: a un tiempo cruda y poética, ofrece varios niveles de exégesis. Ante La casa en Mango Street se está frente a un doble relato de viaje; el trayecto se dirige rumbo al pasado, pero atraviesa también el barrio donde se configura la identidad de género de una adolescente y donde germina su vocación literaria. Es, por lo tanto, una novela de iniciación y no resulta casual que haya sido interpretada por más de un crítico como bildungsroman o novela de aprendizaje. En este sentido se trata de la edificación simbólica de una casa propia como la propuesta por Virginia Woolf. Es la casa donde se despliegan las estrategias de formación vocacional y donde se desarrolla la respuesta a un mundo abiertamente sexista, clasista y racista. Se trata, por otra parte, de un texto que guarda cierta relación con creaciones literarias mexicanas donde las protagonistas son jóvenes y se 53

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revelan ante los pobres modelos de feminidad que les son ofrecidos. Conviene insistir en que La casa en Mango Street puede leerse como una morada con puertas y ventanas a través de las cuales algunos personajes femeninos transitan, rompiendo círculos de violencia y sujeción. Un epílogo adecuado para novela tan habitada por lirismos melancólicos y radiantes a un tiempo, es la siguiente frase de otra escritora que practicó un ajuste de cuentas con el pasado, y que bien podría ser suscrita por la Esperanza que vivió en la calle Mango: “Y es apenas ahora, que el odio (o el miedo, o la vergüenza) de mí misma, el que pasé cultivando durante la mayor parte de mi adolescencia, se convierte en amor” (Anzaldúa 135). Notas Deseo expresar mi agradecimiento a la doctora Susana Cavallo, de Loyola University Chicago, por sus comentarios a este trabajo; el suyo fue un muy generoso estímulo intelectual. El presente artículo es una versión actualizada de “Puertas y ventanas de la casa en Mango Street: escritura y memoria en una novela de Sandra Cisneros”, publicado originalmente en Confluencia. Revista hispánica de cultura y literatura, de University of Northern Colorado. Bibliografía Anzaldúa, Gloria. 2001. “La prieta”. Traducción: Ana Castillo y Norma Alarcón. En Debate feminista 24 (año 12, octubre), México. Pp. 129-141. Campobello, Nellie. 1999. Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México. Prólogo: Fernando Tola de Habich. México: Factoría. (Ediciones La Serpiente Emplumada, 11) Cisneros, Sandra. 1995. La casa en Mango Street. Traducción: Elena Poniatowska y Juan Antonio Ascencio. México: Alfaguara. ----------. 2003. Caramelo. O Puro cuento. Traducción: Liliana Valenzuela. México: SeixBarral.

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Domecq, Brianda. 1999. A través de los ojos de ella. Tomo 1. Selección, estudio y notas: BD. Prólogo: Aralia López González. México: Ariadne. (Colección Estudios de la Mujer) Escribir la infancia. Narradoras mexicanas contemporáneas. 1996. Compiladoras: Nora Pasternac, Ana Rosa Domenella y Luzelena Gutiérrez de Velasco. México: Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer, El Colegio de México. Martín Gaite, Carmen. 1993. “Mirando a través de la ventana”. En Desde la ventana. Madrid: Espasa-Calpe. Martín-Rodríguez, Manuel M. 1994. “The book of «Mango Street»: escritura y liberación en la obra de Sandra Cisneros”. En Mujer y literatura mexicana y chicana. Culturas en contacto. Vol. 2. Coordinadoras: Aralia López, Amelia Malagamba y Elena Urrutia. México: El Colegio de México, El Colegio de la Frontera Norte. Pp. 249-254. Monsiváis, Carlos. 2000. “Aztlán, esquina Eje Central”. En Viceversa 80 (enero): pp. 1415. Ramírez, Axel. 2000. “Espejos y reflejos: los chicanos y su literatura en México”. En Tema y variaciones de literatura 14. Coordinadora: Alejandra Sánchez Valencia. México: Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco (semestre I): pp. 21-36.

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