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LA CULTURA ¿POR QUÉ Y DESDE CUÁNDO NOS PREOCUPA LA CULTURA? LOS OTROS Y LA HISTORIA DE LA CULTURA
Antes de adentrarnos en el complicado mundo de las definiciones de la cultura, deberemos distinguir entre su existencia y la aparición de un interés por ellas. Hay quien piensa que éstas no nos separan, que todos somos iguales y que tenemos los mismos derechos o que no se debe discriminar por razones de cultura; y hay quien, al contrario, piensa que determinan el tipo de ser humano, sus valores o que hay grupos culturalmente menos desarrollados y por tanto moralmente inferiores. En lugar de tomar postura de antemano sobre esto, creo que es preferible comprender por qué consideramos que la cultura marca una diferencia fundamental y qué es lo que esto dice de nosotros. ¿Cuándo hemos empezado a hablar de este concepto y a preocuparnos la existencia de culturas diferentes? ¿Para qué se ha usado este término a lo largo de los tiempos? Estas preguntas nos sitúan directamente en el terreno de la Historia. No pretendo dar cuenta exhaustiva del proceso que ha desembocado en el uso del vocablo cultura, pero es obligado hacer referencia a algunos de los contextos históricos en torno a los cuales se ha ido gestando. Tomar perspectiva nos ayuda a relativizar el concepto, a entender la cultura a la vez como una construcción social y colectiva e individual de la otra persona diferente. Es curioso observar que algunas sociedades no tienen una palabra concreta que exprese el concepto de cultura; son sociedades de las que se estudia con interés algo que para ellos ni siquiera existe. LA CULTURA EN OCCIDENTE
Etimológicamente, el término latino tenía un significado relacionado con el cultivo de los campos, pero el concepto, tal y como lo entendemos hoy, se remonta al siglo XVIII y muy en conexión con el siglo XVI, cuando se produce la expansión de Europa allende los mares. Esta expansión colonizadora, en parte debida al desarrollo tecnológico, se basa también en los conceptos y figuras jurídicas tomadas de la Antigüedad, que propician el diseño de nuevas y más sofisticadas instituciones de dominación y explotación. Políticamente es éste un periodo en el que se está gestando el desarrollo de Estados centralizados que coordinan sus políticas sobre el territorio (Anderson, 1979). El término cultura se define a medida que el proceso de colonización va enfrentándose con otros grupos humanos. Según nos recuerda Luis Villoro, “la necesidad de comprender la cultura ajena nace de una voluntad de dominio” (1998: 156). La conquista implicará al principio sólo violencia física pero enseguida se abrirá paso el intento de comprender al otro; el problema viene de la pretensión de hacer esto “mediante las categorías en que se expresa la propia interpretación del mundo” de los conquistadores, estableciendo “analogías entre rasgos de la cultura ajena y otros semejantes de la nuestra, eliminando así la diferencia” (Villoro, 1998). Los europeos tratarán de adecuar lo que ven a sus propios parámetros culturales; y el fracaso de esta opción desencadenará una compleja reflexión sobre la cultura ajena. Al llegar a la meseta del Anáhuac, los europeos se encuentran, por primera vez en su historia, con una compleja civilización que les es del todo ajena. De las otras culturas paganas [...] habían acumulado en el curso de los siglos
noticias que les permitían situarlas [...]. Ahora en cambio, le sale al encuentro una realidad humana distinta. Primero son los indios desnudos, que parecen salidos del paraíso [...]. Luego, es el choque más fuerte: una civilización extraña, que conjuga el refinamiento más sutil con la crueldad más sangrienta [...]. El europeo ya no sabe si está frente a la civilización o a la barbarie (Villoro, 1998: 155-156). En el intento de dar respuesta a este interrogante, se van construyendo los prejuicios que establecen lo que no es “lo propio” sobre el otro. Y es que, como señala Villoro, “hay rasgos profundos de la cultura ajena que se resisten a caer bajo las categorías usuales”, rasgos que quedan para el conquistador fuera de “los límites de lo comprensible” (1998: 157). El indio es, unas veces, visto como el ser natural, ingenuo, anterior a la civilización pero, en la mayoría de los casos, sobre todo ante el “descubrimiento” de civilizaciones más complejas, la cultura ajena ya no se considera anterior a la Historia, simplemente se niega su existencia: sus “rasgos no traducibles constituyen, entonces, lo negativo por excelencia”. “Lo otro es lo oscuro y oculto, lo demoníaco” (1998: 158). Con el concepto de cultura se vendrían a estigmatizar las civilizaciones ajenas a la occidental como lo demoníaco. El siglo XVIII abre paso a la Ilustración, un periodo que se caracteriza por el deseo de llegar a una comprensión del mundo a través de la razón separando lo teológico del mundo del conocimiento. Este deseo de conocimiento no producirá, sin embargo, una mayor conciencia intercultural a partir del contacto con el otro diferente sino todo lo contrario. Como explica Juan Antonio Estrada Díaz, a partir del Renacimiento y el surgimiento de la idea de un individuo racional que se mueve por interés: El hombre [occidental] se relaciona con la naturaleza desde un saber instrumental y dominador que reduce el mundo a materia prima y que revaloriza el saber como capacidad de dominio[...]. El mundo se convierte en objeto dominado por el hombre y la revolución científica pone las bases de la explotación técnica de la naturaleza [...] el otro queda reducido a súbdito, a objeto del saber manipulador del yo soberano. No hay un alter ego, cuya alteridad se preserva, ni se hace de la relación interpersonal la base de la identidad del sujeto. La conciencia es irreducible, ya que se duda de todo menos de la existencia del yo que piensa (1998: 10-11). La Ilustración desembocó en una afirmación sin precedentes de esa idea de individuo: se dejó de pensar que las personas dependían de los grupos para adquirir una personalidad en la sociedad: el individuo se convertiría en un producto casi de la naturaleza, iría antes que la sociedad, serían sus relaciones las que darían lugar a ésta. En estas condiciones, “en América, y luego en África y Asia, no hubo una inculturación que permitiera un mayor universalismo y cosmopolitismo del Estado”, de manera que se abortó la posibilidad de que el imperio colonial fuese haciéndose cada vez más “multicultural, plurirreligioso y supranacional” (1998: 35-36). Frente a la “civilización” occidental todo lo demás se definía como el reino de la “barbarie”. El paso de una explicación teológica a otra centrada en la idea de civilización, como explica Hirschmann, se debe a que el desarrollo del comercio trae consigo una comprensión del sujeto ya no tanto en términos morales vinculados a una religión, sino por sus motivaciones individuales (Hirschmann, 1999). Nacerá así la noción de “interés” como un principio
moral alternativo, basado en la razón individual, y que permite el desarrollo de otras formas de sociabilidad producidas por el refinamiento de las costumbres y el comercio. Dichas relaciones, mediadas ahora por el refinamiento y el comercio constituían, según se decía entonces, “civilidad”. Y su contrapunto era lógicamente entender que toda sociedad no basada en el “yo” racional y refinado, “culto” y “civilizado”, debía ser clasificada dentro de la “barbarie”, de la ausencia total o parcial de cultura. De esta manera la denigración de los mundos desconocidos por los occidentales sirvió para poner de largo el concepto de cultura como un atributo, si no exclusivo de lo occidental, sí desde luego distintivo del occidental, que lo sitúa en posición de superioridad. Pero la Ilustración trajo al mismo tiempo también una mayor conciencia intra-cultural. Los europeos desarrollaron una crítica sobre sus propias costumbres y poderes instituidos. En las revoluciones de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, se puso de manifiesto la capacidad de esas nuevas formas de pensar para transformar la realidad social. Se empezó a construir la sociedad sobre la base de la idea de unos derechos inalienables, de una representación en las instituciones, de unas garantías frente al poder, de nociones de igualdad... Sin embargo, las nuevas comunidades políticas surgidas de las revoluciones contra el Antiguo Régimen y también de las guerras de religión, fueron los Estados nacionales que tampoco van a poder admitir la pluralidad de culturas bajo una misma sociedad. Estrada Díaz sintetiza que: Los nuevos Estados-nación aspiran a la unificación [...]. El ideal de Estado nacional es el de la uniformidad política, legislativa, judicial y ejecutiva y el de la homogeneidad sociocultural. Ambas dimensiones son tanto o más necesarias en cuanto que los modernos Estados se convierten en entidades que compiten por la hegemonía europea... (1998: 35). No es de extrañar entonces que el surgimiento del Estado nacional acabase con buena parte de la diversidad cultural europea heredada. La revolución acabó por ejemplo en Francia no sólo con la autonomía de numerosas regiones, sino que impuso también el monolingüismo sobre el Estado nacional más grande de Europa occidental. El legado de las revoluciones tenía por consiguiente caras muy distintas. Los nuevos Estados nacionales se legitimaban a sí mismos apoyándose en una idea moral de la nación como organismo cultural vivo e indivisible: el “pueblo”. El nacionalismo estatal y social del sigloXIX edificó toda una mitología sobre los orígenes y rasgos distintivos de los pueblos para dar entidad a las naciones; por eso Benedict Anderson (1984) denomina con acierto a las naciones “comunidades imaginadas”. Para disfrutar de los derechos civiles y políticos había que estar previamente identificado con la nación, ser considerado miembro de ella. Desde los Estados se aspiraba a fijar dicha imagen mítica en las almas de todos los habitantes de los estados, de todos sin distinción de clase, estatus, etnia o género, a través, sobre todo, de la educación. En nombre de la igualdad se creaban sujetos a imagen y semejanza de una sola cultura instituida. Europa, que empleaba ya el lenguaje de los derechos y la representación política, no caminaba precisamente hacia una mayor sensibilidad hacia su complejidad cultural interna. Puede decirse que el precio pagado por la consecución de libertades civiles y políticas fue recomponer el mapa de la diversidad cultural del subcontinente, “racionalizándolo” hasta
reducirlo a la fórmula “un Estado, una nación, una cultura”. Con todo, todavía a la altura de la Primera Guerra Mundial, en los Estados nacionales europeos coexistían numerosas minorías étnicas, culturales y territoriales. Fue en realidad en el periodo de entreguerras cuando se aplicaron políticas de verdadera “limpieza étnica”; muchas de ellas corrieron, por paradójico que parezca, a cargo de estados con sistemas de gobierno representativo (Mann, 2000). El monoculturalismo no es en absoluto patrimonio de los regímenes dictatoriales y autoritarios, como tampoco de los países subdesarrollados y las culturas tradicionales. Aunque los europeos se dotaban a sí mismos de derechos basados en principios universales e imprescriptibles estaban lejos de promoverlos en sus nuevas y extensas colonias conquistadas y ocupadas a lo largo del siglo XIX. Es la época dorada del imperialismo. La imagen de ésta es la de una cultura monolítica: Una dinámica de la totalidad europea comenzó su carrera expansionista para imponer mundialmente un estilo de vida (el occidental), una cultura (de raíces griegas y judeocristianas), un sistema socioeconómico (basado en el capitalismo) y un marco político (el democrático parlamentario). Había que civilizar y democratizar, elevando la particularidad europea a universalidad y desarrollando una idea lineal de la historia mundial que se identificaba con la de Occidente (Estrada Díaz, 1998: 39). La superioridad técnica acompañaba a Occidente, sobre todo desde la Revolución Industrial. Pero el imperialismo fue posible también debido a esa capacidad de generar imágenes sobre los otros, una capacidad cada vez más sofisticada en manos de las poblaciones europeas. En el siglo XIX se fueron elaborando ideas y teorías, como el racismo, que permitían reproducir estereotipos basados en la idea de superioridad e inferioridad, y en definitiva situar sociedades enteras en una posición subalterna respecto de Europa. Occidente “inventó” a Oriente, su contrapunto pobre, irracional, atrasado... Surgió todo un conjunto de conocimientos sobre esos mundos exóticos que se iban conquistando: el denominado “orientalismo”. Edward Said demuestra que el orientalismo “es una disciplina [...] a través de la cual la cultura europea ha sido capaz de manipular e incluso dirigir Oriente desde un punto de vista político, sociológico, militar, ideológico, científico e imaginario a partir del periodo posterior a la Ilustración” (Said, 2003: 22). El imperialismo fomentó el orientalismo y, al mismo tiempo, fueron los estereotipos orientalistas los que hicieron posible y duradero a éste. Oriente abarcaba entonces todo lo que no era Occidente, a saber, las nueve décimas partes del mundo. Y el concepto de cultura se relaciona entonces con ese cúmulo de costumbres propias de otras etnias y sociedades que las distinguían de las instituciones de los europeos, tomadas como norma. Edward Said estaba convencido de que es fácil “demostrar cómo la cultura europea adquirió fuerza e identidad al ensalzarse a sí misma en detrimento de Oriente, al que consideraba una forma inferior y rechazable de sí misma” (Said, 2003: 22). Ahora sucede algo parecido con la dicotomía Norte-Sur. Explica cómo el orientalismo “responde más a la cultura que lo produjo que a su supuesto objetivo”, de manera que se vuelve importante “comprender [...] la solidez del entramado del discurso orientalista, sus estrechos lazos con las instituciones socioeconómicas y políticas existentes y su extraordinaria durabilidad” (Said, 2003). Analizar fenómenos como el orientalismo sirve probablemente bastante poco para conocer a los habitantes de esos espacios colonizados por los europeos, pero en
cambio resulta muy útil para conocer la cultura que lo produjo, la occidental. Lo mismo puede decirse de la idea de desarrollo, según plantea Gilbert Rist (2002). La descolonización sacudió en parte este orden de cosas. Con la emancipación de los pueblos colonizados se produjo una revalorización de las culturas indígenas y aborígenes, y en los nuevos estados independientes se adoptaron formas políticas representativas y de reconocimiento de derechos individuales, al hilo de la creación de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1946. Pero, como sabemos, estos procesos no han significado el final de la historia. El orientalismo ha sido sustituido a finales del siglo XX por las divisiones Norte-Sur, que son otra nueva forma de clasificar a través de la discriminación: el ideal es ahora el desarrollo, que se encuentra sólo en el Norte, en Occidente. Desarrollo quiere decir, en principio, transformación de las estructuras productivas y mejora en el nivel de vida; pero en la práctica es un concepto que expresa toda una forma de ver el mundo, unos valores, unas prácticas sociales. Como nos recuerda Gilbert Rist: La fuerza del discurso del “desarrollo” procede de su capacidad de seducción [...] [de manera que] las representaciones que se asocian con él y las prácticas que implica varían radicalmente según se adopte el punto de vista del “desarrollador”, comprometido en hacer llegar la felicidad a los demás, o el del “desarrollado”, obligado a modificar sus relaciones, sociales y con la naturaleza, para entrar en el mundo nuevo que se le promete (2002: 13, 14). El desarrollo es un concepto culturalmente cargado; no es en absoluto neutral, lo cual explica entre otras cosas las resistencias que encuentra su aplicación en muchas partes del mundo. En definitiva, como afirma Adam Kuper, en nuestro mundo actual el cajón de sastre de la cultura sirve para referirse con cierto menosprecio a todo lo que se muestra como un obstáculo para la modernización y el desarrollo. En el mundo académico y en el de los tecnócratas, desde los años sesenta: Se invocaba la cultura cuando se hizo necesario explicar por qué la gente se aferraba a metas irracionales y a estrategias autodestructivas. La resistencia cultural derrotaba a los proyectos de desarrollo. Las teorías de la elección racional no podían dar cuenta de lo que los economistas llamaban desesperadamente stickness, “pegajosidad”, arraigados modos de pensar y de hacer que persistían incluso ante las argumentaciones más persuasivas. La cultura era el último recurso explicativo que daba cuenta de las conductas aparentemente irracionales (Adam Kuper, 1999: 28). LA ESTIGMATIZACIÓN DE LA CULTURA AJENA
Llamamos cultura, en suma, a todo lo que no entendemos, lo que no entra en las clasificaciones occidentales de acción racional individual con un propósito de mejor control de la naturaleza y de maximización económica. El problema es que ese universo de lo que resulta “pegajoso”, recalcitrante o correoso es ahora algo inherente a muchos países, incluso occidentales: son todas las actitudes que no pueden ser comprendidas desde un determinado patrón de racionalidad.
La actualidad de la cultura tiene que ver, además, con que la descolonización ha difundido los Estados Nacionales por todo el globo. Existen hoy en el mundo alrededor de doscientos estados reconocidos. Y hemos visto ya cuál es la relación entre Estados nacionales y culturas. En las 190 naciones independientes, hay cerca de 5.000 grupos étnicos diferentes. Un curioso estudio del profesor G.P. Nielson identifica 1.500 etnias, agregadas en 575, intenta relacionar estas etnias con su organización política y, como cabría esperar, la correspondencia entre etnias y Estados dista mucho corresponderse biunívocamente (Lamo de Espinosa, 1995: 23). ¿Es el marco de los Estados nacionales el adecuado para el reconocimiento de la diversidad cultural? A la luz de la experiencia histórica, rotundamente no: El problema es cuando un grupo étnico controla el aparato estatal, definiendo las características de la nacionalidad. A pesar de que la mayoría de los Estados son étnicamente diversos, la identidad étnica de uno de ellos es impuesta como la definitoria de la nacionalidad. La mera existencia de otros grupos puede ser presentada como un obstáculo para la construcción de la nación (peligro de limpieza étnica) (Estrada, 1998: 54). En los últimos tiempos, sobre todo tras el 11-S, se ha producido un nuevo quiebro en esta tendencia histórica de larga duración a servirse del concepto de cultura para estigmatizar lo desconocido y diferente. Se habla de un choque de civilizaciones que básicamente enfrentaría a los países musulmanes en proceso de desarrollo con el avanzado y libre mundo occidental. En esta interpretación, divulgada por Samuel Huntington (1999), se dan cita por primera vez en la Historia todos los prejuicios acumulados por los occidentales sobre el otro desconocido: el estigma Oriente-Occidente del siglo XIX, la clasificación Norte-Sur del XX y la tradición de enfrentamiento desde el imaginario teológico del mundo de las primeras colonizaciones imperiales de la Edad Moderna. Desde esta perspectiva, la elección a la que nos enfrentamos hoy en día no es entre una cultura occidental “represora” y un paraíso multicultural, sino entre cultura y barbarie. Huntington sugiere que el choque de civilizaciones en el mundo surgido tras la guerra fría no es más que una etapa hacia el clímax de un combate por venir, “el mayor choque, el ‘choque real’ global, entre civilización y barbarie” (Kuper, 1999: 22). Para algunos, al parecer, no hemos salido nunca del siglo XVIII. Paradójicamente, esto se produce en un mundo en el que existen también tradiciones, ideas y valores que proponen y permiten la inclusión social y el reconocimiento de derechos, independientemente de las pertenencias culturales. En particular, la idea de ciudadanía representa una opción de convivencia capaz de trascender muchos de los límites que se observan entre culturas. Ahora bien, la ciudadanía que puede desactivar los conflictos denominados étnicos, religiosos, nacionales —es decir, culturales— es una en particular: no aquella que se equipara simplemente con la posesión de derechos respaldada por el Estado, sino la que se funda en una persona que participa activa y conscientemente como ciudadana, y que se compromete con la conservación de la comunidad política recibiendo a cambio un reconocimiento como miembro de pleno derecho de ella. En la última parte y en las conclusiones de este libro abordaré algo más sobre la relación entre ciudadanía, cultura e interculturalidad.