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Conferencia Ilmo. Sr. D. Eugenio Nasarre Goicoechea ExSecretario General de Educación y Diputado
LA DECLARACION UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS: UN NUEVO PARADIGMA PARA LA EDUCACION El 10 de diciembre de 1948, en el Palacio Chaillot de París, tal día como hoy hace sesenta años, la Asamblea General de las Naciones Unidas, entonces integrada por cincuenta y ocho Estados, adoptaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos sin ningún voto en con‐ tra, aunque con ocho significativas abstenciones: seis procedentes de la Unión Soviética y el resto de los Estados que formaban el entonces bloque soviético (Bielorusia, Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia y Ucrania) más la Arabia Saudita y la Unión Sudafricana. Fue un día al que con rigor podemos calificar como histórico, porque –como ha señalado el ilustre jurista Thomas Buergenthal‐ la Declaración constituye “un hito en la lucha de la humanidad por la libertad y la dignidad humana”. Es una fecha que no debe ser borrada de nuestros corazones. Por ello, felicito al Consejo Escolar de la Comunidad de Madrid y a la Consejería de Edu‐ cación por haber querido celebrar este acto no sólo para conmemorar el sesenta aniversario de aquel día histórico sino para continuar la permanente reflexión, que debemos seguir haciendo en todas las naciones civilizadas, sobre el alcance, el sentido y las consecuencias del texto que fue adoptado con los rescoldos todavía no del todo apagados de la más terrible y cruel de las guerras que padeció la humanidad y en el umbral de una nueva etapa centrada en la tarea de la reconstrucción de todos los daños y males que en todo el mundo había provo‐ cado. Agradezco al Consejo Escolar de la Comunidad de Madrid y a su Presidente, mi buen amigo Francisco López Rupérez, su invitación a participar en este acto y su amable presenta‐ ción, que ustedes sólo deben interpretar en clave de amistad.
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Únicamente aclararé –sólo porque tiene algo que ver con lo que más tarde diré‐ que mi modesta presencia en el mundo educativo en este período democrático se produjo, como tantas veces ocurre en la vida, per accidens. Cuando concluí mis estudios de Filosofía me plan‐ teé hacer las oposiciones para ingresar en el entonces prestigioso cuerpo de catedráticos de bachillerato, pero el veneno de la política ya me había entrado en el cuerpo y, motivado por ello, había iniciado los estudios de Derecho y Ciencias Políticas. Así que mi posible vocación docente se me frustró y me encaminé por otros derroteros. Pero, tras las elecciones inaugurales de nuestra democracia en 1977, mi buen amigo Iñi‐ go Cavero, que ya no está entre nosotros, nombrado a la sazón Ministro de Educación por Adolfo Suárez, me propuso ser su jefe de gabinete y yo acepté. Fue el cargo en el que más trabajé y con mayor ilusión. (Los gabinetes de los ministros, por cierto, no tenían nada que ver con los de ahora. Éramos literalmente cuatro gatos, incluida la secretaría). Y en aquel momen‐ to crucial, en el que nos disponíamos a abrir un proceso constituyente (cuyo treinta aniversario acabamos de celebrar) en unas circunstancias económicas dramáticas (que también nos acer‐ can a nuestro presente), se suscribieron los Pactos de la Moncloa el 25 de octubre de 1977, que fue la tarea más importante, después de la elaboración de la Constitución, que llevó a cabo aquel primer Gobierno de nuestra democracia. Los Pactos de la Moncloa incluían medidas de gran calado que imponían fuertes sacrifi‐ cios a la sociedad española para detener la galopante inflación y corregir los enormes desequi‐ librios de la economía española. Pues bien –si se me permite decirlo así‐ de aquella austeridad y aquella contención del gasto público se salvó la educación. Porque los Pactos de la Moncloa acordaron un Plan Extraordinario de Escolarización, que suponía la creación de 800.000 nuevas plazas escolares en un año, con un presupuesto de 40.000 millones de pesetas (que ahora supondrían más de 4.000 millones de euros. Los Pactos incluían, también, en materia educati‐ va otros aspectos modernizadores relativos al profesorado, centros docentes, etc. El sentido político de aquella decisión era inequívoco: a pesar de las grandes dificultades económicas del momento, la democracia española colocaba a la educación en el lugar central para promo‐ ver el proceso modernizador de la sociedad española. Aquella experiencia fue para mí inolvi‐ dable. Cuando se me pregunta por las dificultades de alcanzar pactos en materia educativa, siempre evoco aquel primer programa suscrito por todas las fuerzas políticas, a pesar de las divergencias evidentes que en algunos aspectos nos distanciaban. Pero volvamos treinta años atrás. El valor de la Declaración Universal de 1948 no puede cabalmente ser comprendido sin asomarse a las circunstancias históricas en las que se gestó. ‐2‐
El profesor Juan Antonio Carrillo Salcedo recordaba el caso sucedido en 1933, cuando el Consejo de la Sociedad de Naciones Unidas se ocupaba de la queja de un judío. Goebbels, en defensa de la Alemania nazi, declaró: “Somos un Estado soberano y lo que ha dicho este indi‐ viduo no nos concierne (a la Sociedad de Naciones, se entiende). Hacemos lo que queremos de nuestros socialistas, de nuestros pacifistas, de nuestros judíos, y no tenemos que someternos a control alguno ni de la Humanidad ni de la Sociedad de Naciones”. La guerra mundial, que se desató seis años más tarde, fue la mayor prueba para la humanidad de hasta a qué impensable grado de barbarie se podía llegar cuando el modelo de Estado totalitario desplegaba toda su potencialidad hasta sus últimas consecuencias. El formidable progreso científico y técnico al‐ canzado en la primera mitad del siglo XX no constituía ningún antídoto contra nada. La inge‐ nuidad de pensar que progreso científico‐técnico y progreso moral caminaban paralelamente quedaba cruelmente desmentida por los horrores del régimen nazi y de los demás regímenes totalitarios. La conciencia de que no había sólo que vencer a la agresora Alemania nazi y sus potencias aliadas sino edificar la paz desde nuevos supuestos fue tomando cuerpo con crecien‐ te fuerza. Unos meses antes de la entrada de Estados Unidos en la guerra, el presidente Roosevelt, cuando estaba preparando a la opinión pública a tal fin, ante las acuciantes llamadas de soco‐ rro de Churchill, pronunció en enero de 1941 su famoso discurso sobre el estado de la Unión, en que proclamó lo que llamó las cuatro libertades fundamentales, que es preciso garantizar a todo ser humano por encima de los Estados soberanos, de las realidades nacionales o de cual‐ quier otra circunstancia. Estas cuatro libertades, tal como las formuló Roosevelt son: la liber‐ tad de palabra y de pensamiento; la libertad de religión; la libertad ante la necesidad (need) o la miseria; y la libertad frente al miedo. De la misma manera que Lincoln quiso dar un fundamento moral, de carácter universal, a la causa que defendía en la guerra contra los sudistas para preservar la unidad de la Unión: la abolición de la esclavitud (por ello pudo decir: en esta guerra no está en juego el futuro de los Estados Unidos sino el futuro de la humanidad), Roosevelt también planteó al pueblo america‐ no una causa moral contra las fuerzas del totalitarismo, encarnadas de manera extrema en el expansionismo agresivo de Hitler. Las “cuatro libertades fundamentales” de Roosevelt fueron una de las fuentes inspirado‐ ras de la Declaración Universal de 1948 y quedaron recogidas casi en su literalidad en el se‐ gundo párrafo del su Preámbulo: “Considerando…que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”.
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Confieso que “las cuatro libertades” de Roosevelt me han parecido siempre una bella y acertada síntesis de un catálogo de los derechos humanos. Manzoni las habría llamado “el jugo” de los derechos humanos. Roosevelt las llamó libertades, poniendo, por lo tanto, el énfasis, el acento en la libertad, el más esencial y específico atributo del ser humano en la filosofía kantiana. Kant define a la persona como libertad frente a mecanicismo. Es el ejercicio de la libertad lo que hace verdade‐ ramente a un ser humano persona. También en el cristianismo la libertad es la última explica‐ ción de la existencia del bien y del mal en el mundo y, por lo tanto, la fuente de las responsabi‐ lidades de cada cual. Estas “cuatro libertades” abarcan las distintas dimensiones de la persona ( tanto la di‐ mensión espiritual como la material; tanto la que corresponde a la esfera más individual como a la más social e interrelacional del hombre) y exigen para su despliegue la existencia del Esta‐ do, como institución que posee el monopolio del uso de la fuerza, pero no de cualquier tipo de Estado. Esto se ve muy claramente en relación con la última de las cuatro libertades: la libertad frente al miedo (“liberados del temor” en la formulación del Preámbulo). Me importa dete‐ nerme un momento en ella porque precisamente la educación desempeña una tarea de suma importancia para que pueda existir y consolidarse realmente. El temor es una atadura que asfixia nuestra libertad y que, si logra imperar en una socie‐ dad, la envilece y degrada. El arma fundamental de cualquier régimen totalitario para someter a la población es imponer un estado de miedo generalizado. Por ello, desterrar el miedo de la vida social exige, en efecto, un tipo de Estado: el Esta‐ do limitado que se contrapone al modelo de Estado totalitario. Ese Estado asume como una de sus misiones, acaso la fundamental, establecer aquellas condiciones necesarias para que el aire de la libertad ventile todo el espacio público. Y, para ello, resulta indispensable que se dote de todos los mecanismos e instrumentos que sirvan para el cumplimiento de tan esencial misión. Tres son los principales rasgos que han de caracterizar a este Estado al servicio de las li‐ bertades. El primero es el sometimiento al Derecho, a unas reglas previamente establecidas y de carácter abstracto que provoquen certeza y seguridad jurídica. El segundo, la separación de poderes, con suficientes contrapesos que impidan que el tiranía de la mayoría. El tercero, que el Estado tenga la suficiente fuerza, siempre sometida al Derecho, para ejercer una protección efectiva de toda la población y en todo su territorio frente a cualquiera que pretenda imponer el terror. Un Estado limitado no es sinónimo de Estado débil. Precisamente el drama de cual‐ quier sociedad y el fracaso de cualquier democracia es que el Estado no logre desterrar un clima de miedo generalizado que, como ya hemos señalado, envilece y degrada allí donde está instalado. Desgraciadamente lo sabemos bien con asomarnos a lo que está pasando en el País ‐4‐
Vasco. Estos tres elementos configuran lo que llamamos “Estado social y democrático de Dere‐ cho”, cuya realización histórica, que yo conozca, únicamente se ha asentado en los regímenes demoliberales. La tercera de las “cuatro libertades” de Roosevelt marcará también una orientación fun‐ damental para la elaboración de la Declaración Universal de 1948. Es la libertad ante la necesi‐ dad o necesidades, que algunos han traducido “ante la miseria o la pobreza”. Las condiciones de vida miserables, las carencias fundamentales en lo que al bienestar se refiere hacen impo‐ sible el ejercicio de la libertad, el desarrollo de la personalidad de cada individuo. Pues bien, la inclusión de esta tarea como uno de los pilares de la nueva sociedad que hay que edificar so‐ bre las ruinas de la humanidad destrozada implica que el Estado limitado ya no deberá ser el Estado abstencionista que se consideraba ajeno a lo que tuviera que ver con las condiciones materiales en las que pudieran vivir los ciudadanos. El Estado superador del Estado abstencio‐ nista asume así una nueva misión, que va a permitir la proclamación de los derechos económi‐ cos y sociales, siempre al servicio de la libertad. La Carta del Atlántico de 1941, documento programático de lo que se llamarán las Po‐ tencias Aliadas, propugnaba ya “una paz que garantice que todos los seres humanos puedan vivir libres de temor y de necesidades”. De esta Declaración me interesa subrayar las palabras “todos los seres humanos”. Es la mejor prueba de que se estaba abriendo paso una nueva visión del mundo en el que el disfrute de los derechos humanos básicos debe alcanzar a todos y, en consecuencia, su protección ya no debería pertenecer a la esfera doméstica de los Estados. Habría que construir un mundo en el que aquella alegación de Goebbels de 1933 ante la Sociedad de Naciones ya no pudiera te‐ ner cabida. Se va imponiendo, en definitiva, la conciencia de que la protección de los derechos humanos resultará insuficiente si no se establecen, al menos, garantías en el ámbito interna‐ cional. El dogma de que la soberanía de los Estados incluye la absoluta autosuficiencia en la creación y aplicación de cada Estado de su propio Derecho se pone seriamente en cuestión. Estamos ya en pleno camino de la internacionalización de los derechos humanos. Y, así, ‐ no puedo entrar en los pormenores del vasto y muy activo movimiento formado por juristas, filósofos, líderes religiosos, intelectuales, a favor de la idea de que la proclamación de los dere‐ chos humanos y su protección con mecanismos eficaces debía ser el pilar de la paz futura‐ ya la Conferencia de San Francisco (abril a junio de 1945), en la que los 50 Estados participantes aprueban el documento fundacional de las Naciones Unidas (la Carta de San Francisco) da el paso definitivo, al proclamar en el artículo 55 de la Carta que la Organización promoverá: “el respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y la efectividad de tales derechos y li‐ bertades”. ‐5‐
El artículo 56 establecerá obligaciones a los Estados Miembros en este sentido, al señalar que “todos los Miembros se comprometen a tomar medidas conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización, para la realización de los propósitos consignados en el artícu‐ lo 55”. Ahora bien, sin perjuicio de reconocer que –como ha señalado Felipe Gómez Isa‐ a partir de los avances enunciados “la Carta de las Naciones se convirtió en el fundamento legal y con‐ ceptual del proceso de internacionalización de los derechos humanos”, hay que reconocer también que nos encontramos en la Carta lagunas y deficiencias de no escasa entidad. Tres son las principales respecto de las cuales querría hacer unas breves reflexiones: a) el problema de lo que deben entenderse como derechos humanos y su fundamentación; b) el problema de cuáles son los derechos humanos; c) el problema de cómo han de ser garantizados y qué res‐ ponsabilidades puede asumir la comunidad internacional organizada en lo que a su protección se refiere. El mero enunciado de las cuestiones mencionadas les habrá hecho adivinar que se trata de cuestiones ninguna de las cuales podemos considerar definitivamente resueltas sesenta años después de la Declaración de 1948. Este hecho constituye una prueba evidente de su dificultad, tanto en el plano teórico como en el práctico. Por ello, atreverme hoy a hacer unas consideraciones sobre ellas ante ustedes, además necesariamente breves, no lo tomen como osadía, sino como una invitación a no eludir la reflexión sobre tales graves cuestiones, pues de ellas depende, en definitiva, la vigencia misma de los derechos humanos en nuestras socieda‐ des, ahora en un mundo cada vez más interdependiente y globalizado. Las carencias y problemas apuntados se pusieron de manifiesto en el momento mismo de la aprobación de la Carta en 1945. Y, por ello, se consideraron como una cuestión pendien‐ te en la que era necesario trabajar. Y ello motivó la creación de la Comisión de Derechos Humanos, en 1946, a la que se encomendó la tarea de elaborar lo que dos años más tarde se convirtió en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Me parece que en aquellos momentos de reconstrucción de la comunidad internacional a nadie se le escapó la importancia de la tarea encomendada a aquella Comisión. No es posible aquí recordar todas las vicisitudes de su trabajo en unas circunstancias ciertamente adversas, pues ya había estallado la Guerra Fría y se había abatido sobre Europa el “telón de acero”. Esas circunstancias hicieron rebajar las primeras ambiciosas pretensiones de los miembros de la Comisión quienes con el impulso del gran jurista francés, judío de filiación y estrecho colabo‐ rador de De Gaulle durante la resistencia, plantearon la elaboración de una Carta que estable‐ cería auténticas obligaciones jurídicas a los Estados y mecanismos jurídicos de protección de los derechos humanos supranacionales, es decir, con la tutela de órganos jurisdiccionales resi‐ denciados en la comunidad internacional. (Lo que en el ámbito europeo se logró en 1950 con ‐6‐
el Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades, en el que se creó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos). Aquellos primeros ambiciosos propósitos tuvieron que limitarse básicamente a resolver el segundo de los problemas que antes he enunciado, esto es, a elaborar un catálogo de los derechos y libertades que deberían ser proclamados como tales, dejando para momentos pos‐ teriores las otras dos cuestiones. En relación con la tercera de ellas, la relativa a establecer auténticas obligaciones jurídi‐ cas y mecanismos eficaces de protección, es cierto que los dos Pactos Internacionales (los de Derechos civiles y políticos y los de Derechos económicos, sociales y culturales) suscritos en 1966 dan un ulterior avance hacia el objetivo que René Cassin y los otros impulsores de la De‐ claración se plantearon. Suponen lo que podríamos llamar una “interpretación auténtica” de la Declaración, al precisar y matizar e incluso ampliar en algunos casos el contenido de los de‐ rechos enunciados en la Declaración, como veremos en seguida, cuando analicemos más por‐ menorizadamente el contenido del derecho relativo a la educación. Pero, como ha señalado Antonio Truyol, los mecanismos de garantía “no rebasan el plano estrictamente internacional en el sentido clásico, siendo mínimo el papel de los particulares (el realmente decisivo en tal materia) en el sistema de control”. En otros términos, no ha sido posible hasta ahora el esta‐ blecimiento de instancias jurisdiccionales de garantía de los derechos humanos a nivel mun‐ dial. Únicamente se ha dado en los últimos años un importante paso en esa dirección con la creación de la Corte Penal Internacional en 1998 (este año hemos celebrado su décimo ani‐ versario) para el enjuiciamiento de los crímenes más graves de trascendencia internacional, tales como los de genocidio, lesa humanidad, los de guerra etc. Sin embargo, a pesar de los avances reseñados, no es posible en el terreno de la praxis no experimentar una sensación amarga, si hacemos una reseña de las terribles violaciones de los derechos humanos que cotidianamente se están perpetrando en diferentes regiones del globo, incluso después de la caída del muro de Berlín y la superación del conflicto ideológico bipolar,( hoy en Botsuana, Congo, Nigeria o en países islámicos que no es necesario citar), sin que la comunidad internacional haya encontrado mecanismos, vías y voluntad para hacer fren‐ te a tales gravísimas vulneraciones de los derechos humanos más elementales. ¿Qué decir de las “cuatro libertades” que propugnó Roosevelt? La libertad frente al temor es un escarnio en las amplias zonas del planeta en las que reina la arbitrariedad de los tiranos. La libertad ante la necesidad queda desmentida donde impera la miseria, la insalubridad, el analfabetismo. Las libertades de palabra, de pensamiento y de religión son desconocidas en decenas de Estados, cuyos representantes ocupan sus lugares reservados en el palacio de las Naciones Unidas.
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Pero no quiero cerrar esta parte de mis reflexiones sin abordar la primera de las tres cuestiones que les planteé, a saber, el problema de qué entendemos por derechos humanos y su fundamentación. Es ésta una cuestión, de hondo calado teórico, que no pasó desapercibida a quienes acometieron la tarea de elaborar la Declaración de 1948. Y dio lugar a intensos debates que todavía no se han apagado. En realidad el problema de la identidad y de la fundamentación de los derechos huma‐ nos emergió con fuerza ante la corrupción del Derecho que se había producido en el régimen nazi, que había abrazado el positivismo jurídico a unos extremos impensables para quienes lo habían propugnado en contraposición a las corrientes iusnaturalistas. El positivismo jurídico, que había impregnado con fuerza la cultura jurídica de Europa a partir de la segunda mitad del siglo XIX (por la confluencia de las corrientes filosóficas del posi‐ tivismo, el historicismo y el formalismo), defendía que sólo podía ser considerado Derecho la ley positiva emanada del Estado. El positivismo jurídico no es una doctrina unívoca sino, como puso de relieve el profesor González Vicén, “la manifestación en el campo del Derecho de aquella identificación de lo real con lo concreto‐histórico, que va a penetrar y a fecundar de modo incalculable todas las ciencias del espíritu”. El jurista alemán Kierulff lo expresaría de manera lapidaria: “El único Derecho real es el Derecho positivo, es decir, el Derecho de un Estado determinado e históricamente real, y fuera de este Derecho positivo no hay ningún otro”. Pero la terrible experiencia del nazismo haría decir un siglo después a otro gran jurista alemán, el neokantiano Radbruch, “Esta concepción de la ley y de su fuerza vinculante (noso‐ tros la llamamos la doctrina positivista) ha dejado a los juristas y al pueblo impotente frente a leyes tan arbitrarias, tan crueles, tan criminales. Esa concepción ha equiparado en último término al derecho con el poder; solamente donde está el poder, está el derecho”. Con filiaciones doctrinales diversas los elaboradores de la Declaración de Derechos Humanos quieren romper con esta identificación entre Estado y Derecho. Y la respuesta es un cierto retorno al ius gentium que fuera más allá de su interpretación como ius inter gentes. Pero, como es sabido, la querella entre positivistas y iusnaturalistas no se resolvió con un claro vencedor. El filósofo católico Jacques Maritain, que participó en los trabajos preparatorios de la Declaración, no sin cierta ironía, describió aquel clima diciendo: “Estábamos de acuerdo en la formulación de los derechos, pero con la condición de que no se nos preguntara porqué”. Es lo que el mismo Maritain llamó “acuerdo pragmático”, que excluía converger en la cuestión del fundamento de los derechos humanos.
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Sin embargo, creo que no es incorrecto afirmar que este “acuerdo pragmático” incluía no sólo la lista de los derechos proclamados sino también una visión de la naturaleza o carác‐ ter de los derechos humanos como previos al Derecho de cada Estado e incluso como previos a un acuerdo entre Estados (una suerte de positivismo jurídico internacional). Algunas afirmaciones de la Declaración nos dan pistas para apoyar lo que acabo de decir. Veámoslas, aunque sea velozmente. En primer lugar, René Cassin logró que la Declaración se llamara Universal y no “interna‐ cional”, como otros propugnaban. El sentido de adoptar el término universal era evidente: no se trataba de una tabla de derechos en el ámbito de las naciones miembros de la naciente Organización. La Declaración debería tener una pretensión mayor y más amplia al predicarse de ella su carácter universal, es decir, los sujetos de los derechos en ellas proclamados eran todos los seres humanos sin excepción. Esta concepción se refuerza en algunas de las expresiones que figuran en su Preámbulo. Me parece particularmente feliz, y siempre me ha suscitado una especial adhesión, la referen‐ cia a los “miembros de la familia humana” que figura en el pórtico mismo de la Declaración. ¿Qué realidad puede ser más inclusiva y denotar unos vínculos más estrechos y solidarios que la de la familia, constituida por personas unidas por las relaciones de parentesco? La sociedad mundial, formada por pueblos y naciones, es llamada en el texto “familia humana”, lo que ya, sin necesidad de ulteriores explicaciones, indica que los vínculos que conforman esa realidad familiar deben ser superiores e incluso anteriores a otros vínculos de naturaleza cultural o política (desde la etnia hasta la nación). El párrafo, en su totalidad, posee una fuerza relevante: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Aunque no se pueda afirmar que la Declaración responda cabalmente a una concepción iusnaturalista, que invoque la existencia de una ley natural previa y por encima de los ordena‐ mientos jurídicos particulares, el artículo primero de la Declaración, que posee una importan‐ cia capital, utiliza unos términos, a mi juicio inequívocos, que colocan a los derechos humanos como algo previo al Estado e inherentes a la naturaleza misma del hombre. Dice así: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. En este artículo la palabra clave es nacer. Si el texto proclama que los hombres nacen li‐ bres e iguales en dignidad y derechos, quiere decir que la libertad y su dignidad intrínseca ‐ como afirma el primer párrafo del Preámbulo‐ son innatas a cada hombre; existen en cada ‐9‐
hombre desde su nacimiento. Nadie, ni el Estado, ni la nación, ni la raza les otorga la libertad y la dignidad. Y, por lo tanto, el Estado, la institución que detenta el poder de una comunidad y establece el derecho positivo, no puede arrebatar a ningún ser humano la libertad y los dere‐ chos que son inherentes a su dignidad. Como ha sostenido Sonia Picado, “el texto de la Decla‐ ración revela un resurgir de que hay principios fundamentales, por encima de las discrepancias ideológicas, a los cuales deben orientarse los ordenamientos jurídicos positivos de cada Esta‐ do”. Es cierto que la Declaración no nos ofrece ninguna definición de lo que entienda por dig‐ nidad del ser humano. Pero, a mi juicio, ello no resultaría propio de un texto como el que es‐ tamos comentando. Los autores de la Declaración son deudores de los conceptos acuñados a lo largo de una larga tradición. Y para esa tradición, con aportaciones filosóficas de diversa filiación, la idea de dignidad expresa el valor excelso que posee cada persona que hace que sólo pueda ser fin y nunca medio, para expresarlo en los términos kantianos. Como señala Gregorio Robles, esta idea de dignidad posee dos aspectos que no son se‐ parables. “Ad intra, la persona desde sí misma como valor, que se traduce en el respeto hacia sí misma y en la indisponibilidad de la propia persona, que en ningún caso puede transformar‐ se en medio… Ad extra, que consiste en el reconocimiento por parte de los otros (y aquí ha de incluirse especialmente al Estado) de que todo ser humano… es un valor en sí mismo que, por tanto, no puede ser utilizado ni instrumentalizado transformándolo en objeto o en medio”. El concepto de dignidad planea por toda la Declaración. Como ha sido subrayado por Fe‐ lipe Gómez Isa, aparece de modo significativo en el art. 22, el primero de los que podemos denominar de carácter económico y social, entre los que se encuentra el relativo a la educa‐ ción. Y es que, como señala el citado autor, “nos encontramos ante una concepción clara y rotunda de la indivisibilidad e interdependencia” del conjunto de los derechos humanos. Y conviene ya que nos detengamos en el artículo 26, el relativo a la educación, que se encuentra situado en la parte correspondiente a los derechos de carácter económico, social y cultural (artículos 22 al 27) en la autorizada clasificación de René Cassin, el principal artífice de la Declaración. El artículo 26 contiene tres epígrafes, cuyo contenido debe ser interpretado armónica‐ mente. Y tal interpretación, a la que dedicaremos el resto de nuestras reflexiones, debe llevarse a cabo teniendo presente el contenido del artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 16 de diciembre de 1966, ratificado por España en abril de 1977, muy pocos meses antes de los Pactos de la Moncloa y de la iniciación de nuestro pro‐ ceso constituyente, e incorporado a nuestro Derecho interno, en virtud de lo dispuesto por la ‐10‐
Constitución misma. Como ya apuntamos anteriormente, los Pactos de 1966 constituyen una especie de interpretación auténtica de la Declaración de 1948 y regulan con mayor precisión y, en su caso, extensión los contenidos enunciados en la Declaración. ¿Por qué me he atrevido a calificar la Declaración como “un nuevo paradigma” para la educación? Por tres motivos: El primero, porque con absoluta nitidez y con mandatos inequívocos la educación se convierte en una tarea que el Estado, por la contundencia con la que se proclaman las obliga‐ ciones que asume, ha de considerar como prioritaria, acaso la más prioritaria en lo que se re‐ fiere a esfuerzo financiero, al menos en las circunstancias históricas en la que fue proclamada. El segundo, porque impone al conjunto de la comunidad internacional y a los Estados, como sujetos principales de la misma, unas orientaciones básicas prescriptivas sobre el modelo de formación que deberá extenderse en todo el planeta, para desterrar para siempre que la educación se ponga al servicio espurio de intereses nacionales o ideológicos y se convierta en un instrumento para fomentar el odio, la enemistad, la intolerancia a los niños y jóvenes. El tercero, porque reconoce a los padres derechos fundamentales en materia educativa, lo que supone apartarse de la concepción que atribuye al Estado la exclusividad de la tarea educadora. Veámoslos cada uno de ellos brevemente, para concluir con unas reflexiones finales. El primero. La Declaración proclama que “toda persona tiene derecho a la educación”. Pero lo importante no es sólo la proclamación universal de este derecho (que ha de extender‐ se, por tanto, a la mujer, cuando todavía en algunas culturas se negaba el acceso de la mujer a la instrucción), sino también que, para hacer real este objetivo, impone la obligación a los Es‐ tados de que la educación sea gratuita, es decir, que sus costes deben correr a cargo de los recursos públicos. El Estado abstencionista ya no es válido para poder hacer efectivo este de‐ recho proclamado. El “derecho a la educación” constituye uno de los más claros ejemplos de lo que Sartori ha llamado “derechos con costes”, que tienen un claro condicionamiento económi‐ co, pues su realización dependerá del nivel de recursos que pueda una sociedad destinar a tal fin. Y ello implica que los Estados han de dotarse de los recursos necesarios para acometer esa nueva misión que asume, es decir, ha de disponer de unas bases fiscales con las que los afron‐ tar los coses de la extensión generalizada de la educación básica. Sin un modelo de Estado de esta naturaleza sencillamente el derecho proclamado se convierte en papel mojado. Y ello es lo que, desgraciadamente, ha sucedido en buenas partes del mundo en las décadas que hemos vivido tras la Declaración del 48. Los últimos datos públicos de la UNESCO indican que todavía 75 millones de niños en el mundo no están escolarizados y de que, por lo tanto, nuestro mundo no ha sido capaz ni siquiera de ganar la batalla de la alfabetización. Se ‐11‐
trata de un monumental fracaso, que pone en solfa la hermosa proclamación de la comunidad internacional como “familia humana”. Las causas de este gran fracaso son múltiples. La realidad es particularmente sangrante porque sabemos que en este ya largo período el mundo ha generado recursos suficientes para poder haber logrado la escolarización universal en la etapa de la enseñanza primaria, al menos. Pero aquí quiero subrayar tan solo dos causas que me parecen esenciales para explicar este fracaso vergonzoso. La primera –que no afecta sólo a este punto‐ es que los Estados nacionales han sido y si‐ guen siendo especialmente celosos a considerar que la educación es un asunto exclusivamente interno de cada Estado. Ni siquiera en la Unión Europea –con el grado de intensos vínculos que ha creado y con las cesiones parciales de soberanía‐ ha sido posible el diseño de políticas co‐ munes en materia educativa. Los Estados prefieren renunciar a su soberanía en materia mone‐ taria que hacerlo en relación con la educación. Y esa visión ha afectado también a los Estados más pobres y, por lo tanto, incapaces para hacer efectivo el derecho a la educación de sus ciudadanos. La segunda es complementaria a la primera. La ayuda al desarrollo no ha tenido a la educación como objetivo prioritario. Los sucesivos programas acordados por los Estados des‐ arrollados se han incumplido sistemáticamente. E incluso mucho dinero se ha despilfarrado por los problemas existentes en los “Estados fallidos” bajo los cuales viven centenares de mi‐ llones de habitantes del planeta. En este punto no nos hemos comportado como “familia humana”. Veamos el segundo de los puntos. La Declaración , como he señalado, proclama el reconocimiento de los padres como titu‐ lares de unos derechos inalienables en relación con la educación de sus hijos. (“Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”, a lo que el Pacto de 1966 añade “y a que reciban la educación religiosa y moral que esté de acuer‐ do con sus propias convicciones”). Considero este reconocimiento de los derechos de los padres algo que revista especial importancia, también en conexión con las reflexiones que formulé al comienzo de mi interven‐ ción sobre el clima histórico que da aliento a la puesta en marcha de la Declaración. Y ello es así, porque partíamos de una situación en la que muy poderosas corrientes presentes en la historia europea de los dos últimos siglos no habían aceptado el reconocimiento de los padres como titulares de derechos en relación con la educación de sus hijos. ‐12‐
Probablemente sea Fichte, en sus Discursos a la nación alemana, el teorizador más po‐ tente e influyente del papel educador del nuevo Estado, al servicio de su misión nacionalizado‐ ta del pueblo alemán. Fichte creía que el Estado y sólo el Estado podía asumir la misión de formar a los ciudadanos de una nación moderna. La educación, a los ojos de Fichte, estaba al servicio de la construcción nacional. En aras a tal fin debía desembarazar a las nuevas genera‐ ciones de aquellos elementos (visiones del mundo, tradiciones) que pudieran obstaculizar la formación de un alma cívica alemana. Esta exclusividad del Estado en la tarea educadora está perfectamente expresada en el Discurso Undécimo: “Si el Estado acepta la tarea que se le pro‐ pone, generalizará esta educación en toda la superficie de su territorio para todos sus ciuda‐ danos futuros sin excepción; y es únicamente para esta implantación general para lo que nece‐ sitamos al Estado”. ¿Y las familias? Para Fichte no deben tener ninguna función. “Por lo que se refiere a nuestro concepto superior de educación nacional, estamos firmemente convencidos de que ésta, principalmente en las clases trabajadoras, no puede iniciarse ni completarse en la casa de los padres y, en general, sin que los hijos sean separados de éstos por completo”. Lo que im‐ porta de la doctrina del pensador alemán es que es al Estado a quien corresponde fijar los ob‐ jetivos, los programas, el diseño de un sistema de educación nacional que se extienda a toda la población, con un criterio nacionalizador. Libertad y derechos de los padres son, desde luego, principios ajenos e incompatibles con esta concepción. Los totalitarismos modernos no pueden entenderse sin el pensamiento de Fichte. En la Francia republicana de finales del siglo XIX se impone un concepto de “educación nacional” emparentado con el de Fichte. Ferry es su principal artífice, si bien es cierto que la tarea educadora que propone a la nación francesa no es la misma que la orientada a la “cons‐ trucción nacional” de Fichte, entre otras razones porque Francia era ya un modelo consolidado de nación‐Estado sino que tiene como finalidad la conformación de la sociedad francesa con arreglo a los “valores republicanos laicos”. Pero en el pensamiento de Ferry los derechos de los padres eran también nulos. A los senadores que le objetaban (en el tenso debate del 10 de junio de 1881) que la supresión de la enseñanza religiosa en la escuela –que el modelo laicista de Ferry exigía‐ heriría las conciencias de la mayoría de los padres de los alumnos, contestó que “respetaba el derecho de libertad de conciencia individual”, pero que había que distinguir entre libertad de conciencia y libertad de enseñanza. Si la primera es un derecho natural e imprescriptible del hombre, no existe, para Ferry un “derecho natural de enseñar”, ya que –afirma‐ se trata de un “poder público” que la ley otorga. El poder de enseñar, de decidir qué se enseña pertenece en exclusiva al Estado. Las familias no tienen nada que decir en este ámbito, no se les reconoce derechos.
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Estos modos de “estatalismo educativo”, de impronta “nacionalista” o “laicista”, crearon un modelo de “Estado educador” que necesariamente queda en entredicho con la nueva pers‐ pectiva histórica que se plasma en la Declaración de 1948. Porque el nuevo paradigma exige una autolimitación del Estado en materia educativa, que, en todo caso, asume la obligación de respetar y atender las convicciones de las familias a la hora de decidir el tipo de educación que quieren para sus hijos y excluye el monopolio público de la educación (lo que queda más cla‐ ramente expresado en el epígrafe 4 del artículo 13 del Pacto de 1966. Los derechos de las familias, como primeros responsables de la educación de sus hijos, se convierten en un baluarte frente a las tentaciones de un poder que pretendiera detentar el monopolio de la acción educadora. Y este derecho aparece, también proclamado en la Carta de Derechos aneja al Tratado de Lisboa, que proclama “el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas”. Y vayamos al tercer y último punto del artículo 26, con el que quiero concluir estas re‐ flexiones. La redacción que le da el artículo 13 del Pacto de 1966 mejora, a mi juicio, la redacción original de la Declaración. Dice así el Pacto: “La educación debe orientarse hacia el pleno de‐ sarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y debe fortalecer el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales… Debe capacitar a todas las perso‐ nas para participar efectivamente en una sociedad libre, favorecer la comprensión, la toleran‐ cia y la amistad entre todas las naciones y entre todos los grupos raciales , étnicos o religiosos, y promover las actividades de las Naciones Unidas en pro del mantenimiento de la paz”. En realidad, este artículo lo que hace es proporcionar unas orientaciones generales que deben impregnar todo el quehacer educativo, entendido con un alcance superior a la mera instrucción, es decir como una formación integral, que comprenda todas las dimensiones de la personalidad, fundamentalmente para formar hombres libres, que aprendan el uso responsa‐ ble de la libertad, que entraña deberes con los demás, que, para utilizar términos kantianos, reconozcan en el yo propio la idea universal de humanidad. Y aquí aparece la idea de dignidad de la persona en relación con los otros, con la convivencia, con la vida social y política. Y, por ello, se incluirá la preparación a participar efectivamente en una sociedad libre. (Y hay que subrayar la expresión “sociedad libre”). Evidente ello no es óbice a que la adquisición de los conocimientos indispensables para formar hombres cultos, capaces de entender el mundo y de interpretar el legado recibido de las generaciones anteriores, con el mayor bagaje posible en los aspectos científico y humanístico, sea una tarea imprescindible para formar personas a la altura del tiempo en el que les ha tocado vivir. ‐14‐
Estas orientaciones, a mi juicio muy bien formuladas, tienen un doble efecto. Nos seña‐ lan, por un lado, por dónde debemos orientar la acción educativa. Pero nos señalan, también, por dónde no debemos orientarla, es decir, haciendo de la educación un instrumento al servi‐ cio de nacionalismos exacerbados o a concepciones ideológicas que exalten la raza, la etnia, la religión por encima de la dignidad de la persona y de su libertad, y que fomenten el odio y la intolerancia. También deberíamos examinarnos críticamente en este punto. Porque, ¿podemos afir‐ mar que en todas nuestras escuelas se aplican las orientaciones que con claridad nos indican los textos que estamos comentando? ¿Lo podemos afirmar en nuestra propia casa? ¿No lee‐ mos textos que se enseñan en las ikastolas que están en las antípodas del ideal educativo que nos impone, como obligación jurídica, el Pacto de 1966? ¿No estamos haciendo una grave dejación de nuestra responsabilidad? Porque, ¿no debería cada Estado vigilar y adoptar las medidas necesarias para impedir la vulneración de los principios educativos contenidos en la Declaración? Permítanme una apostilla final sobre el asunto que nos ocupa. Las indicaciones conteni‐ das en el artículo 26 de la Declaración y el artículo 13 del Pacto constituyen una excelente base para un programa de formación cívica, orientado a capacitar a las personas a participar activamente en una sociedad libre. Una formación cívica, sustentada en los principios enuncia‐ dos, forma parte indispensable de esa formación integral que debe facilitar el pleno desarrollo de la personalidad humana. Y, por lo tanto, un programa idóneo para llevar a cabo tal forma‐ ción debe circunscribirse a lo que es la dimensión de la polis, a la “alfabetización política” y a la transmisión de los valores superiores, principios y derechos y libertades fundamentales en que se asienta la convivencia en una sociedad democrática pluralista. Creo que un programa así delimitado y con claro soporte científico de naturaleza jurídico‐política no merecería el repro‐ che de nadie. El problema surge cuando se pretende invadir un terreno que compete a los padres por afectar a sus convicciones. El Estado no debe, no puede invadir ese espacio. Está sobrepasando los límites de la acción a la que está legitimado. Y sobrepasar tales límites encie‐ rra peligros graves, porque así es como se desnaturaliza ese “Estado limitado”, el único capaz de servir y garantizar el despliegue de los derechos y de las libertades. ¿Es posible elaborar un programa de formación cívica dentro de esos límites, respetando y salvaguardando los legítimos derechos de las familias? Yo estoy convencido de que sí lo es y que sólo basta voluntad para hacerlo. Y, además, creo que con esa voluntad hasta resulta fácil alcanzar el consenso. Creo, en definitiva, que sesenta años después, hay que tomarse en serio la Declaración. No creo que el mundo se la haya tomado suficientemente en serio en este período. Y de ahí que no podamos sentirnos satisfechos de su aplicación. Pero tomarse en serio la Declaración ‐15‐
nos obliga a hacer nosotros mismos y a transmitir quienes ejercen la docencia el esfuerzo de comprender el sentido histórico del texto, conocer las dramáticas circunstancias que lo impul‐ saron, entender qué modelo de Estado se requiere para que la dignidad del ser humano y sus libertades sea la base de nuestra convivencia, comprender que la libertad y la justicia nunca están definitivamente conquistadas, saber qué Derecho responde a las exigencias éticas de la convivencia humana. Les confieso que me siento muy identificado con los ideales que animaron la Declaración en aquel momento fundacional. Y, quizá por eso, contemplo con graves reservas a las corrien‐ tes que propugnan sucesivas ampliaciones de derechos, los llamados “derechos de nueva ge‐ neración”. Porque ese movimiento puede conducir a una “inflación de derechos”. Y todos sa‐ bemos que la inflación conduce a la devaluación. Eugenio Nasarre 10 de diciembre, 2008
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