La devoción religiosa y el toreo siempre han ido de la mano

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Pepe  Herrera/El  Correo  de  Andalucía  

PREGÓN TAURINO DE LA TERTULIA ‘LOS 13’

“La devoción religiosa y el toreo siempre han ido de la mano” Por Álvaro Rodríguez del Moral “La religión y el toreo siempre han ido de la mano en este arte que tanto sabe de miedos, soledades y esperanzas”. Y más adelante añadió: “Las calles, los templos y los rincones de Sevilla son un circuito secreto de esas devociones toreras”. Son frases tomadas del Pregón sobre la feria de abril pronunciado por Álvaro Rodríguez del Moral, cronista taurino de “El Correo de Andalucía”, en un acto celebrado en el Ateneo sevillano y organizado por la Tertulia Taurina “Los 13”. Se trata de un texto bellísimo y sentido, en el que el pregonero va enlazando, dato a dato, anécdota a anécdota, todas las muchas relaciones que se dan entre la religión y el toreo.

Gracias

Miguel[1], caballero del hinojo y el romero. Sé que tu vista arañada no te impide rememorar nítidamente las tardes de ese tal López –léase Curro Romero- que te alegraba las pajarillas en tu trono de patricio marismeño del tendido 3. Allí me pusieron –dentro del cambalache de entradas que entonces llegaban al periódico- cuando empecé a dar mis primeras cornadas como colaborador del Correo. Allí, en aquel senado del 3, recibí esos caramelos de café con leche que tú llamabas cafelitos que endulzaban las tardes que se espesaban más de la cuenta. Sabes que te aprecio sinceramente y ha sido una ilusión enorme que tú me presentaras empleando la voz y la vista de nuestro común amigo Carlos Trejo; hay retazos de tu familia en este texto que me resisto a llamar pregón. Ya lo verás. También sé que Martina Blatiere[2], que tan amablemente me ha invitado a hacer algo que no sé si sabré hacer, es más de Calvino o Lutero que del Papa de Roma. Pero también sé muy bien que debe guardar con moderado cariño la estampa que le di un Sábado Santo en la esquina de Entrecárceles. Yo iba vestido de nazareno, formado en mi tramo con un cirio apoyado en el cuadril. Martina –a la que conozco desde aquellos tiempos juveniles y jubilosos del hotel Gran Capitán de Córdoba- tampoco podía saber quién era aquel galante y chaparro penitente de túnica blanca y escapulario negro. La estampa en cuestión era de la Soledad de San Lorenzo, la última y más hermosa dolorosa –dentro de su angustia arcaizante- de toda la Semana Santa de Sevilla. Y mi Virgen de la Soledad –nunca pude imaginar todo lo que significaría en mi vida la primera vez que rezé a sus plantas de la mano de mi amigo Enrique Castellanos- me toma de la mano para iniciar este viaje entre la devoción y la afición poniendo la vista en una vieja fotografía que cuelga en las paredes de mi despacho de trabajo. La imagen nos hace viajar a otro tiempo: es Antonio Ordóñez, juvenil, en gastado blanco y negro, y ofrendando uno de sus primeros vestidos al pie de la Virgen que había vestido Paco Ponce. Después llegaría el traje heliotropo o, ya figura, el antifaz de terciopelo negro de maniguetero echado sobre el hombro en una jura de hermanos, con la cofradía a punto de salir en la tarde del Viernes Santo, que ya es memoria sepia. La fama y la vida le llevarían a empuñar otra vara dorada al otro lado del río pero la cofradía y la devoción más antigua de Antonio Ordóñez siempre fue la Virgen de la Soledad, en cuyas listas figuraron los cinco hermanos toreros –y aquí está Alfonso, tan mío y de los míostan vinculados a los Petit, a Joaquín Romero Murube y a tantos sevillanos inolvidables... La Soledad estrenará el verano con una de las sayas confeccionadas con bordados del genial rondeño. El nombre del maestro también figura en uno de los primeros tramos de esa lista iluminada de    

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la cofradía que cuelga de las paredes de la cercana bodeguita de San Lorenzo. Vayan a verla… Querida Martina, señor presidente de esta Docta Casa, amigos y socios de la Tertulia Los 13, aficionados, Rosa, querido Alfonso –tan de los míos- maestro José Enrique, amigos soleanos, gracias por estar aquí. Sólo pido un poquito de paciencia y buenas dosis de indulgencia…

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machos que rematan los respiraderos de la Virgen del Refugio. La montera que se cala el angelito que llama en el palio de la Caridad. Los rosarios de plata que regaló Carlos Arruza para los varales de Nuestra Señora del Rosario. El puñal de oro que ofrendó el mismo Ordóñez para la Virgen de la Soledad de sus amores, para la hermandad de su vida. La saya de bordados toreros de Curro Romero con la que se viste a Nuestra Señora de las Angustias… Tantos y tantos cordoncillos y canutillos de oro apagado y lentejuelas viejas que supieron de miedo y gloria y ahora engalanan a las imágenes en sus camarines. Los azulejos de la Macarena y el Gran Poder en la capilla de la plaza de toros. El palio de Guadalupe – siempre niña, siempre nueva- que permanecía montado en las tardes de toros del Arenal sevillano. El San José roldanesco que Pepe Hillo regaló a la vieja hermandad del Baratillo. Las estampas fijadas en las monteras; los altares iluminados por mariposas de aceite en las impersonales habitaciones de los hoteles… Es la Pasión de Sevilla, es la devoción de los hombres del toro. Precisamente, el pasado Domingo de Resurrección se repitió una imagen que estuvo a punto de convertirse en costumbre. Antes del festejo, las puertas de la capilla del Baratillo aguardaban abiertas a los aficionados, curiosos y despistados. Los pasos esperaban montados y las insignias aún permanecían expuestas en los altares del pequeño templo del Arenal. No llegó a convertirse en verdadera tradición la truncada idea de aguardar a la conclusión de la Feria para devolver las imágenes a sus respectivos camarines. En las posteriores tardes de toros, tras el palio alegre de la Caridad, se echa tanto de menos ese reencuentro con el dolor dulce y juvenil de la Virgen más guapa de Sevilla, la Virgen de la Piedad. Fuera, está el asfalto caliente, las copas y cafés del hotel cercano, el hormigueo nervioso de los previos del festejo. Dentro, el frescor y la calma conventual, la paz entornada, el mar ancho de aguas mansas en la mirada más hermosa y delicada de la obra cumbre de Fernández Andés. Sin salir de la capilla del Baratillo, en el muro de la izquierda y en una hornacina practicada en la pared recibe culto un San José de aires roldanescos que regaló a la primitiva corporación el mítico Pepe Hillo, ese diestro dieciochesco, rival de Pedro Romero, que murió entre los pitones de un toro castellano en el ruedo de la corte. La    

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Detalle de la imagen de San José, donada por Pepe Hillo

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misma plaza guarda un pequeño tesoro, único vestigio del desaparecido convento de Regina Angelorum –próximo a la plaza de la Encarnaciónen el que la Real Maestranza tenía su primitiva sede. La reja de aquella capilla de Nuestra Señora del Rosario, obra de Pedro Roldán, es la que hoy separa el túnel de la Puerta del Príncipe del acceso al ruedo. Es la Sevilla de los detalles y merece la pena disfrutarlos. Y estamos en tarde de toros. El aire se espesa en la impersonalidad de los modernos hoteles. Junto a los muebles de diseño y la decoración estandarizada sorprende encontrar ese abigarrado retablo de mil y una estampas, fotografías de seres queridos y un millón de medallas que pretenden espantar miedos e invocar confianzas. La Macarena, el Gran Poder, la Esperanza de Triana, patronas de mil pueblos, santos abogados de tantos trances difíciles velan la tensa espera del matador de toros. Cerca de allí, un capote de seda bordado con un Nazareno orlado de potencias descansa sobre una silla. Por supuesto, nada sobre la cama y mucho menos, la montera o un sombrero. No, no es momento de jugar con la suerte. Un hombre enfundado en seda y oro confía sus inquietudes, sus dudas, el miedo físico y el recurrente temor al fracaso a esa colección de devociones construida a base de pequeños regalos, golpecitos de cariño y el ánimo recibido en los momentos duros. El torero ya está prácticamente vestido. A falta de la chaquetilla bordada, de los últimos toques en su ropa de luces, el rostro se tensa y se concentra en el millar de imágenes extendidas sobre una mesa. Algunos prenderán lamparillas que arderán hasta su vuelta; muchos, dejarán alguna luz encendida que vele a las devociones protectoras. Hay que tomar la montera y el capote de paseo. Los hombres de la cuadrilla ya esperan abajo con gesto taciturno; es la hora de marchar a la plaza de toros. ¿A quién rezan los toreros? ¿A qué devociones se encomiendan antes de pisar un ruedo? Más allá de la filiación geográfica de cada matador, las advocaciones sevillanas se han propagado a bordo de los coches de cuadrillas por todos los rincones del planeta de los toros hasta convertirse en presencias habituales en las capillas de las plazas: son estampas viajeras que han propagado devociones. La capillita de toreros de la plaza de la Maestranza esconde algunas de las claves de ese fervor. A ambos lados del retablo dieciochesco que acoge la imagen de Nuestra Señora de la Caridad -que fue adquirida en 1947 por la corporación nobiliaria en el mercadillo del Jueves- figuran los azulejos de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y María Santísima de la Esperanza Macarena. Con la Virgen del Rocío, forman una particular trinidad taurina que no falta en ninguno de los altares de los toreros, en los que como en botica hay de todo. Precisamente, durante los años ochenta se puso de moda entre los coletudos sujetar el corbatín con un broche troquelado con la inconfundible silueta de la Blanca Paloma,    

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protectora inseparable de ese antiquísimo vivero torero que forman las tierras de la Marisma, el Aljarafe y el condado de Huelva. Esas devociones han viajado con los lidiadores de la Baja Andalucía por toda la geografía taurina española, francesa y americana hasta arraigar con fuerza en la mayoría de las cuadrillas de hombres de luces, sea cual haya sido su lugar de nacimiento. La mejor prueba la encontramos en la capilla de la plaza de toros de Las Ventas. Presidida por una reproducción de la Virgen de la Paloma, no falta sobre el altar una fotografía de la Esperanza Macarena y, lo que es mucho más llamativo, una imagen de bulto de Jesús del Gran Poder que según la versión más extendida fue regalada por el matador de toros Antonio Bienvenida, que pese a su nacimiento en Caracas y su larga vinculación con Madrid siempre hizo gala de sevillanía, ya que fue bautizado en la parroquia de Omnium Sanctorum, en la misma pila en la que ya había sido cristianado algunos lustros antes Juan Belmonte, que se despidió de este mundo -fue el único dueño de su destino- amortajado con la túnica del Cachorro. Pero, ¿cómo pasan esos tensos minutos previos a salir a la plaza los toreros? Cada torero es un mundo y la colección más o menos amplia de estampas -las del gran maestro valenciano Enrique Ponce ocupan una inmensa maleta- varían mucho de matador a matador. El diestro de Chiva, que cada Jueves Santo marcha como penitente de paisano tras la imagen cordobesa de Jesús Caído, ha ido ampliando su particular altar de devociones, que necesita de una mesa especialmente dispuesta por el servicio del hotel de turno para que quepan todas las estampas. Pero, ¿tienen supersticiones los toreros? ¿Dónde termina la religión y comienza el fetichismo? Que a nadie se le ocurra entrar vestido de amarillo en esos momentos críticos en la habitación de un torero. Que ningún despistado tenga la ocurrencia de dejar nada encima de la cama. Son manías que se han ido transmitiendo de toreros a toreros, que se enhebran con esas devociones retratadas en las estampas, el habitual mazo de medallas de oro y, en algunos casos, en una curiosa colección de amuletos en los que caben hasta ídolos precolombinos. Luego, en la boca de la puerta de cuadrillas, una cruz trazada sobre el albero con la punta del pie derecho alejará los últimos fantasmas. Después, sólo estará el toro. Hay que volver a las devociones sevillanas. La Esperanza Macarena -que tiene sitio fijo en los altares de la mayoría de los coletudos- siempre ha contado con el diestro retirado Eduardo Dávila Miura como embajador de excepción: Pero las devociones de Dávila Miura –que reaparece este año para festejar las Bodas de Platino de la ganadería familiar en la Feria de Abril- también pasan por las imágenes de la cofradía del Amor y la hermandad de San Bernardo, que cuenta con una ofrenda torera muy especial: los machos que cuelgan del paso de palio de Nuestra Señora    

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del Refugio pertenecen a los vestidos de Eduardo en los que siempre prevaleció ese inconfundible tono verde, “muy del manto de la Macarena”, que ahora figura en la colección museística de la hermandad. Morante de la Puebla es otro torero profundamente identificado con las devociones sevillanas. Un Domingo de Resurrección –aún no había llegado la noche triste del G-5- hizo el paseíllo liado con un precioso capote de paseo de terciopelo burdeos que llevaba cosido un pequeño lienzo con la imagen de Jesús del Gran Poder. Morante es un ferviente devoto del Señor de Sevilla, al que ha acompañado algunas veces como nazareno en la Madrugada además de sacar como costalero a la Virgen de la Granada de la Puebla del Río. Cuando se hizo ese capote, nada nuevo bajo el Sol, tampoco corrían buenos tiempos en su relación con la empresa de la plaza de toros de Sevilla y su inclusión en el cartel del Domingo de Resurrección se hizo esperar. Morante retrasó el estreno de ese capote hasta que resueltos sus problemas con la empresa –ahora hemos visto que efímeramente- pudo hacer el paseíllo en la tarde mágica del domingo de Pascua. Su interés por todas las facetas del arte y el mundo de las cofradías sevillanas también le hicieron entrar en contacto con el polifacético artista e imaginero Fernando Aguado, que le diseñó el bordado del vestido con el que triunfó en Madrid antes de uno de sus eclipses. Aguado se inspiró en bordados de la cofradía del Silencio para diseñarle otro traje que vio la luz algún tiempo después. Aunque no tiene costumbre de montar capilla en la habitación de su hotel, Morante no deja de visitarla cuando llega a las plazas de toros. Pero la de la plaza de la Maestranza, visto lo visto, tendrá que esperar sus rezos. No sabemos hasta cuando… La Esperanza de Triana es la brújula devocional de Francisco Rivera Ordóñez. Ya hemos dicho que su abuelo, el gran maestro de Ronda, llegó a ser hermano mayor de la cofradía de la Madrugada y supo inspirar ese fervor en su yerno Paquirri, que figuraba cada año con túnica y antifaz morado en la presidencia del Señor de las Tres Caídas hasta que las secuelas circulatorias de aquellas tremendas cornadas del toro de Osborne le aconsejaron no pasar tantas horas seguidas de pie. La devoción por las imágenes de la calle Pureza acabaría injertando con fuerza en los hijos del recordado figurón de Zahara de los Atunes, que desde muy pequeños vistieron el hábito nazareno en la madrugada del Viernes Santo. Aquellos niños, convertidos en matadores, siguieron llevando la Esperanza por todos los ruedos. Así lo hizo Cayetano, que anuncia su reaparición en la Feria del Caballo de Jerez, y se ha liado en tantas tardes con un lujoso capotillo de seda verde bordado con una imagen de la Dolorosa de Triana. Su hermano Francisco, que ha presentado su candidatura a Hermano Mayor de la cofradía de la calle Pureza, ha hecho de la Esperanza -y de una manera especial de su Señor de las Tres Caídas- eje y norte de su vida. Un precioso capote que emula los bordados del manto de salida de    

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la Virgen Trianera ornamentando con un ancla en su centro ha acompañado a Rivera Ordóñez desde sus inicios como matador. Además, muchos de sus hombres de confianza, a un lado y otro de la barrera, forman parte de ese universo humano vertebrado por la hermandad de la capilla de los Marineros. Y de muestra un botón: el mozo de espadas de Francisco, Nacho Rodríguez, lleva en el interior de la caja de guarnicionería que sirve para llevar los trebejos de su oficio -hilo, tijeras, esparadrapos, imperdibles- tres estampas con las imágenes de la Esperanza, el Señor de las Tres Caídas y el Gran Poder que se pasean y velan por los toreros desde todos los callejones del planeta de los toros. Y es que la religión y el toreo siempre han ido de la mano en este arte que tanto sabe de miedos, soledades y esperanzas. Las calles, los templos y los rincones de Sevilla son un circuito secreto de esas devociones toreras que podrían comenzar con el nombrado San José que regaló el malogrado Pepe Hillo a la capilla del Baratillo a finales del siglo XVIII. Podríamos seguir por San Bernardo, visitando la tumba del gran diestro decimonónico Curro Cúchares, que falleció víctima del vómito negro en Cuba y quiso ser enterrado a los pies de su Cristo de la Salud. Precisamente, Diego Puerta o el maestro Pepe Luis fueron despedidos por los suyos, la gente del toro, a los pies del Cristo de la Salud y la Virgen del Refugio, la misma que adorna su palio con machos de luces y que estrenó manto celeste de Inmaculada para abrirnos la puerta del Adviento el día del entierro de Puerta. Aquella mañana tomó el Sol prestado de otra estación y el atrio del templo se asemejó a una plaza de toros a la hora del sorteo. Será difícil ver otra vez a tantos y tantos toreros juntos: dinastías de plata vieja y galones de figuras históricas. El menudo diestro del Cerro del Águila había sido bautizado en ésa misma parroquia hace algo más de 70 años, en la misma pila que vio cristianar a las ramas más anchas del árbol del toreo sevillano. No está de más recordar que el barrio de San Bernardo fue febril vivero de coletudos por su cercanía con el antiguo matadero de la Puerta de la Carne, esa primigenia fuente de un oficio que también dio hermanos mayores a la cofradía del Miércoles Santo. El ejemplo más cercano lo tenemos en Manolo Vázquez, que llevó la vara dorada delante de la Virgen del Refugio y fue devotísimo nazareno del Gran Poder, al que acompañaba cada Madrugada –así lo sigue haciendo su hijo Manuel- con la vararelicario del Beato Diego José de Cádiz. Hay que seguir paseando por la Sevilla de extramuros para entrar en la Basílica de la Macarena: posiblemente la Esperanza lleve prendidas en su pecho las mariquillas de esmeraldas que le regaló Joselito ‘El Gallo’, al que su muerte en Talavera impidió encargarle doce varales de oro aunque de eso, hablaremos largo y tendido. Y para remate, entre otras muestras de fervor torero, el martillo con más garbo: el angelito de montera calada que llama al palio de la Caridad del Baratillo en la tarde del Miércoles Santo que visto lo visto, es la más torera de la Semana Santa.    

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Hemos

mencionado a Gallito. Merece la pena poner un punto y aparte para contar una hermosa historia que Miguel Ruiz de Vargas conoce muy bien por haberla escuchado en casa. El Correo de Andalucía, en su edición del 23 de mayo de 1920, refería los detalles del fastuoso ceremonial celebrado el día antes en la catedral de Sevilla por el eterno descanso del diestro José Gómez Ortega, más conocido por Joselito El Gallo y rey absoluto de la torería de su tiempo. Joselito se adentraba en el Olimpo de los héroes después de caer muerto en las astas de Bailaor, un torete burriciego de la Viuda de Ortega que había segado su vida en el ruedo de Talavera de la Reina el fatídico 16 de mayo anterior. La llegada del féretro a la Estación de Plaza de Armas fue el comienzo de una impresionante manifestación de duelo que, como suele acontecer en esta bendita tierra de María Santísima, no fue del gusto de todos. El día 22, en su edición vespertina, el decano de la prensa sevillana incluía un artículo del imprescindible canónigo onubense Juan Francisco Muñoz y Pabón –tío de nuestro Las “mariquillas” de esmeraldas amigo Miguel- en el que defendía con que Joselito regaló a la Macarena y vehemencia los póstumos honores catedralicios la pluma de oro de Muñoz y Pabón para el coloso de Gelves. La nobleza y la alta burguesía agraria de la época se habían echado las manos a la cabeza: la Catedral de Sevilla no podía ser el escenario de los funerales de un simple torero que, para más inri, tenía un ramalazo gitano. Merece la pena desempolvar el artículo del impar canónigo en la valiosa hemeroteca de El Correo. Pabón pegó un severo repaso a las fuerzas vivas hispalenses señalando, entre otras perlas, que “si Joselito no ha sido tan funesto para la nación y para la Iglesia como lo son los políticos -aquí entran también los locales-, nadie tiene la culpa”. El canónigo tampoco se cortó al afirmar que “en las honras de Joselito ha estado toda Sevilla, empezando por vosotros, los títulos y los grandes, y acabando por los pobres y los humildes. ¿Es que os duele el contraste?... El remedio no está en Roma: mereced ser queridos en vida y llorados en muerte. El pueblo hará lo demás”, escribía Muñoz y Pabón en las páginas de mi periódico sin dejar de adornarse al lanzar un último dardo: “Por cierto que no han faltado títulos de Castilla asistentes al acto- que han sentido escándalo de que todo un Cabildo Catedral haga exequias por un torero... Pues, ¿qué? ¿No sois vosotros los que aplaudís a los toreros y los jaleáis; los que los aduláis, formándoles corte hasta las mismas gradas del Trono”. ¿Quién se atrevería hoy, casi un siglo después a realizar ese ejercicio de verdadera libertad de expresión que permanece cargado de rabiosa    

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actualidad? La nobleza de la época, aglutinada en la Real Maestranza de Caballería tampoco podía perdonar a Joselito su impulso a la efímera plaza Monumental de San Bernardo que entendieron como un ataque a la exclusividad del viejo coso del Baratillo, que llegó a asistir a la celebración de ferias de abril paralelas en el inmenso recinto que se levantaba al comienzo de la actual avenida de Eduardo Dato, de la que aún se dibuja un exiguo testigo arquitectónico. Pero hay mareas que no entienden de diques y la trascendencia de Joselito, primerísima figura de la torería, sobrepasaba los límites del oficio de matador de toros. Aquel valiente artículo del canónigo -que también era de Hinojos y promovió la coronación canónica de la Virgen del Rocío en otro memorable trabajo publicado en El Correo- fue recompensado con una pluma de oro costeada por suscripción popular. Muñoz y Pabón quiso ofrendar aquel regalo a la Esperanza de la Macarena después de intentar trocarlo por una limosna de trigo para los pobres: “Sea el obsequio una pluma. Y de oro... pero pongásela un alfiler, que la convierta en imperdible o broche, para sujetar con ella el cíngulo de la Esperanza”. Desde entonces, esa pluma de oro forma parte del atavío y el aderezo más inconfundible de la Esperanza en sus cultos más solemnes junto a la corona de la joyería Reyes y las mariquillas de esmeraldas compradas en París por el grandioso torero sevillano. La vinculación de Joselito con la hermandad de la Macarena se remonta a los inicios de su breve vida. Su madre, la bailaora gaditana Gabriela Ortega había enviudado de Fernando Gómez, otro de los eslabones toreros de la dinastía de los Gallo, y se trasladó en 1898 con toda la prole desde la Huerta del Algarrobo que regentaban en Gelves por delegación del duque de Alba a sucesivos domicilios provisionales en la capital sevillana. Por fin recalaron en la calle Relator, primera casa estable de una familia que empezaba a respirar económicamente gracias a los primeros éxitos taurinos de Rafael, hermano de José. La vecindad con la feligresía de San Gil hizo el resto. La señora Gabriela se hizo ferviente devota de la Esperanza, a la que seguía descalza, como penitente de promesa, en su estación de la Madrugada. Aquella devoción pasó a su hijo que desde muy pequeño mostró una enorme identificación por la imagen que se convirtió en el Norte y guía de su vocación torera. De la casa de Relator, la familia Gómez Ortega pasaría sucesivamente a otro domicilio de la calle Santa Ana y a la definitiva mansión de la Alameda de Hércules, que se convierte en cuartel general del gallismo. La cercanía a la parroquia de San Lorenzo también sería fundamental para completar el altar de devociones de la madre de los Gallo. A sus visitas al Gran Poder se suma un creciente fervor por la imagen de la Soledad que logró desempolvar el incansable archivero de la corporación del Sábado Santo, Ramón Cañizares Japón. El propio Cañizares asocia el recorrido que realizaba la cofradía de la Soledad en la noche del Viernes    

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Santo a la devoción de doña Gabriela Ortega. Al efecto, en 1918 el entonces exiguo cortejo de nazarenos blanquinegros tomó la Alameda de Hércules y las calles Santa Ana, Santa Clara y Eslava en su vuelta a la parroquia de San Lorenzo “en medio del general entusiasmo de todo el barrio”, según recogen las actas de la hermandad que en aquellos años fundamentales se encuentra inmersa en la adopción de su definitiva identidad como cofradía de barrio. Esas mismas actas certifican la cualidad de gran benefactora de la hermandad de la madre de los Gallo, que recibió la visita de una diputación de la Junta de Gobierno en 1915 para cumplimentarla por “el interés que toma por esta hermandad”. Un año después, la veterana bailaora ingresa en la cofradía pero el agradecimiento de la corporación se completa en 1918 con el nombramiento de camarera de la Virgen de la Soledad. Aquella distinción se verificó sólo un año antes de su fallecimiento, que mereció un solemne funeral en la parroquia de San Lorenzo organizado por la propia hermandad. Los mejores testigos materiales de aquel amor por la Virgen de la Soledad son las dos enaguas que sigue vistiendo la imagen y que fueron expuestas en la parroquia de San Lorenzo con motivo del 450 aniversario de las primeras Reglas conocidas de la cofradía. Nuestro amigo Álvaro Pastor Torres, otro soleano de pro y autor del hermoso cartel que ha anunciado este acto, aporta otros datos que acercan a la Virgen de la Soledad a Joselito ‘El Gallo’. Mi tocayo rescata el testimonio de Gallito con su madre Antonio Parra ‘Parrita’, primer biógrafo del torero que adelanta a 1916 el comienzo de ese recorrido alargado por el domicilio de los Gómez Ortega. La señora Gabriela pidió a los oficiales soleanos “que al salir la cofradía pasaran por su casa de la Alameda de Hércules, como así lo hicieron en su obsequio, parando el paso en la puerta bastante tiempo, mientras Joselito, con gran devoción, asomado a su balcón, arrodillado, le pedía por su salud con gran fe, así como su madre y sus hermanas”. Joselito no había podido vestir ese año la túnica de la Macarena por unas fiebres que le tuvieron postrado en la cama. Aquel recorrido de la Soledad se mantuvo hasta 1920. En la Semana Santa siguiente, muertos Joselito y su madre “se volvió al recorrido antiguo”. El caso es que, hasta ahora, era poco conocida la vinculación de los Gallo con la hermandad de la Soledad. Fernando Gómez Ortega fue el segundo en ingresar en la corporación , el 3 de abril de 1917. De escasos bríos, no pasó de banderillero a las órdenes de su hermano José, al que acompañó en la aciaga tarde de Talavera. No le sobreviviría demasiado tiempo. Al año siguiente moría repentinamente en Sevilla. El    

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archiconocido Ignacio Sánchez Mejías, inmortalizado por la elegía de Lorca y cuñado de Joselito por su matrimonio con su hermana Lola, también ingresaría en la corporación en 1920 aunque es mucho más conocido su macarenismo y su condición de crucero de la cofradía. Los tres gallos soleanos -Gabriela, Fernando e Ignacio- están enterrados junto a José en el panteón del cementerio de San Fernando. Pero el fervor indisimulado de Joselito pasaba por San Gil. Gallito hizo entronizar una imagen de la Esperanza en la capilla de su casa de la Alameda. Desaparecido el matador, aquella imagen pasaría a la colección del académico José María de Cossío, íntimo suyo, que se la llevó a la casona que poseía en la localidad cántabra de Tudanca. La imagen volvió brevemente a Sevilla, hace ya casi diez años, con motivo de la exposición de los fondos del ilustre tratadista taurino en los salones del restaurante Río Grande. Uno de los primeros regalos entregado por el joven diestro a la Virgen de la Esperanza fue el conocido imperdible con una onza de oro que ofrendó cuando entró en la Junta de Gobierno en el oficio de fiscal. Pero la devoción de Joselito se materializaría en plenitud en las manos y la imaginación de Juan Manuel Rodríguez Ojeda. Si el genial bordador era el artífice y la mente que no paraba de idear enseres y proyectos, Joselito era la fuente de financiación para hacerlos posibles. Sin abandonar la simbiosis con su amigo Juan Manuel también sufragaría los candelabros de cola de Seco Imberg que desaparecieron en los sucesos del 36 para el palio rojo -piedra angular de la obra de Rodríguez Ojeda- que se había estrenado en 1908. Una de las señas de identidad más conocidas del paso de palio de la Esperanza es la imagen de plata de la Virgen del Pilar que figura en el entrecalle de su candelería. El origen de esta pieza también está ligado a las devociones de Joselito, que anualmente enviaba a través del hermano Jacinto Romero Herrera una Pilarica de su propiedad que le acompañaba en su nomadeo de por las plazas de toros para que fuera colocada en el paso durante la estación de penitencia. Andando el tiempo, bajo el mandato del hermano mayor Francisco Bohórquez, se recibió una carta remitida por un notario de Ubrique dentro de una enigmática caja con treinta y ocho monedas de plata de dos pesetas y manchadas de sangre. Se trataba de las últimas pertenencias recogidas a un soldado caído en el frente del Ebro, hijo del remitente. El notario suplicaba a la junta de gobierno que fueran fundidas para contribuir a la renovación del paso de palio. Aquellas trágicas y emocionantes circunstancias -el soldado caído en tierras aragonesas- inspiraron al hermano mayor para sustituir la sencilla imagen que había prestado Gallito en el pasado por una nueva Virgen del Pilar de plata realizada íntegramente con las monedas    

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ofrendadas. Ésa es la que desde entonces figura en la delantera del impresionante palio macareno en la Madrugada. Pero hay que retomar el hilo histórico. Siendo aún novillero, el 14 de agosto de 1912, Joselito actúa desinteresadamente en un festival celebrado en la plaza de la Maestranza para recabar fondos para financiar la fastuosa corona de oro que también había diseñado Juan Manuel y que se estaba labrando en la joyería Reyes, en la actual calle Álvarez Quintero. De las 12.500 pesetas que costó la joya, 3.000 salieron de aquel festejo toreado por Joselito, que tres años después también se rascaría el bolsillo para seguir atendiendo la desbordante imaginación de Juan Manuel. Para ello, no dudó en volver a torear a beneficio de la hermandad, ésta vez en la efímera plaza Monumental, en junio de 1916 y en octubre de 1919. Buceando en la historia de la hermandad encontramos otro dato que refuerza la operatividad de ese binomio. Cuando Rodríguez Ojeda cesa como consiliario deja ese puesto a su amigo Joselito. Tal y como precisa el profesor Andrés Luque Teruel, macareno de cuna e hijo de nuestro admirado Andrés Luque Gago, “Rodríguez Ojeda vio una mina en Joselito y cada vez que Juan Manuel le pedía algo pagaba religiosamente sin negarse a nada. Llegó un momento en que no necesitaba que se lo pidieran. Él mismo llevaba la iniciativa y se le ocurrían cosas y en una de esas, en una Madrugada y vestido de nazareno delante de la Virgen, preguntó a Rodríguez Ojeda cuanto valía un varal de oro. Muchísimo, José. Le respondió el genial diseñador. Pues si Dios quiere, el año que viene lo va a tener”. Pero Joselito tenía una cita ineludible en Talavera de la Reina... Joselito cayó en el ruedo toledano en la cumbre de su fama y su muerte hizo remover los cimientos de la Giralda. El 31 de mayo de 1920, Juan Manuel cubría de gasas negras a la Virgen de la Esperanza y levantó un fastuoso túmulo funerario en la parroquia de San Gil que evocaba las antiguas maquinarias fúnebres barrocas. Aquel túmulo estaba presidido por la vara de consiliario de Joselito. Muñoz y Pavón ya le había reivindicado en las páginas de El Correo y aunque la Junta de Gobierno de la época no recibió la oportuna autorización para enterrarlo a los pies de la Esperanza sí contribuyó a la cuestación de la pluma de oro que acabaría en el ajuar de la Virgen. La muerte de Joselito dio la puntilla a la Edad de Oro y abrió la puerta de otra época apasionante cercada entre la Guerra de Europa y la contienda civil española. Hablamos de la Edad de Plata, una época fecunda, creativa y luminosa a la que no es ajena el toreo: La estela de Gallito y Belmonte –eclipsado voluntariamente tras la muerte de José- nos alumbra otra baraja de toreros irrepetibles como Ignacio Sánchez Mejías, catalizador de la generación del 27, o Antonio Márquez, Chicuelo, Gitanillo de Triana, Cagancho, Pascual Márquez o el Niño de la Palma,    

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que fue íntimo de mi bisabuelo y padre de los cinco hermanos toreros que se apuntaron a la Soledad.

La Edad de Plata nos vuelve a poner a los pies de la Macarena a riesgo de perder el hilo taurino de este reportaje, pregón si lo prefieren. Los fastos del 50 aniversario de la coronación canónica de la Esperanza revelaron auténtico sentido estético del universo macareno. Sucedió al terminar la misa estacional de aquel último sábado de mayo en la plaza que había ideado Aníbal González para poner la guinda a la Sevilla de la Exposición del 29, mejor escenario posible para esa Edad de Plata que aún está por estudiar y escribir. El arquitecto sevillano firmó la materialización definitiva de aquella explosión regionalista que reinventó la ciudad mirándose en sus propios espejos. La crisis que sucede a la muestra iberoamericana y el estallido de la Guerra Civil se llevaron aquel empeño estético que podría haber alumbrado otra ciudad más allá de sus muros históricos, ajena a los horrores de la metástasis del desarrollismo que llegaría algunas décadas después. Pero esa es otra historia que ya será contada. Hay que volver a la plaza de España y retroceder a ese mediodía luminoso de mayo para comprender el milagro estético -y religioso, por qué no- que se alió a la devoción antigua de la Virgen de la Esperanza gracias a la clarividencia de varios autores fundamentales que revolucionaron la dimensión de la cofradía y de la propia Semana Santa de Sevilla. Pero hay que recuperar ese momento ¿irrepetible? para valorar el deleite sensorial que supuso. El mismo recinto arquitectónico, la gracia efímera del movimiento del paso de palio de Rodríguez Ojeda y el pasodoble ‘Suspiros de España’ del maestro Álvarez Alonso formaron un todo indivisible. Veíamos, tocábamos, oíamos y pisábamos exactamente lo mismo que estábamos sintiendo y seguramente, podíamos oler en la primavera florida y plena. La música, la arquitectura de Aníbal González y las trazas evocadoras del fundamental palio rojo de 1908 -piedra angular de la estética de la cofradía moderna- nacían del mismo sentimiento y la misma vocación artística para rodear el único centro posible de aquel momento: la imagen y la devoción por la Virgen de la Esperanza Macarena. ¿Y por qué cuento esto que –aparentemente- tiene tan poco que ver con el toreo? Para entender el universo creativo en el que se mueven aquellos toreros que pagaron muy cara la implantación de la revolución estética que habían legado José y Juan. Las circunstancias no son    

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casuales y nos llevan a un mismo arco temporal que sirve para que todas las piezas encajen sin fisuras: el pasodoble inmortal había sido compuesto en 1902 y la construcción de la Plaza de España había comenzado en 1914, sólo dos años después de la alternativa de Gallito; uno después del doctorado de Juan. Entre medias se había alumbrado aquel dosel iniciático y juanmanuelino que se convertiría -como veremos- en el canon inseparable de la presentación pública de la Virgen de la Esperanza. Así lo supieron ver los organizadores de una ceremonia que no se pudo celebrar en ese lugar hace medio siglo. Pero los responsables del culto fueron mucho más allá del lluvioso 31 de mayo de 1964 para evocar el halo del arte regionalista, el que más y mejor se adapta a la fuerza irrefrenable de la devoción macarena. En ese punto hay que retroceder en la historia para alabar la clarividencia de los creadores que supieron partir del barroco sensorial de una imagen inimitable para recrear un universo propio, entroncado con el alma cierta de una ciudad que también encontraba su auténtico molde en las trazas del regionalismo, un movimiento estético que no se puede entender sin el toreo. No acaban ahí las coincidencias. En 1907, sólo un año antes de la creación del fundamental palio calado habíamos visto asomarse al cartel de las Fiestas de la Primavera, obra de García Ramos, al nazareno inconfundible que había creado el propio Rodríguez Ojeda para terminar de forjar el concepto de cofradía popular que tenía en su cabeza. Junto al nazareno, un torero cargado de alamares con montera decimonónica que, de alguna manera, también está despidiendo una época. Ese mismo nazareno ya había sido escogido por el pintor costumbrista en el famoso cuadro de la colección Bellver -Nazareno, dame un carameloque retrata la sensualidad y hasta la picardía que siempre ha estado aparejada con la gran fiesta de Sevilla. El cuadro podría ser la más temprana representación gráfica del macareno de la vaporosa capa de merino, el antifaz de terciopelo y capirote recortado y los escudos profusamente bordados que se venía a unir a la creación del nuevo concepto de cofradía de barrio en una Sevilla efervescente que es capaz de empeñar el colchón para ver a Gallito y Belmonte al que algunos, dicen, quisieron subir en el paso del Cachorro a la vuelta en hombros de uno de sus primeros triunfos como novillero. El caso es que la Esperanza de la Macarena se ha convertido en un icono inconfundible de la ciudad en el primer cuarto del siglo XX. Los datos de suceden: Mariano Benlliure no es ajeno a esa corriente al retratar a la imagen -tocada con la valiosa corona de Reyes que recibió en la coronación popular de 1913- en el impresionante monumento funerario de Joselito El Gallo, una obra de 1925 que pone el impresionismo escultórico de su creador al servicio de un tipismo absolutamente regionalista, heredado del costumbrismo romántico. La propia Virgen de    

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la Esperanza estrena un fastuoso manto en coincidencia con la muestra iberoamericana. Se trata del recuperado manto de tisú, que bien podría haber pasado a la historia con el nombre de manto de la exposición. Fue la última obra de Juan Manuel Rodríguez Ojeda -fallecido en 1930- para la Virgen de sus amores. Aquel mismo año, Joaquín Turina pone la música de la famosa Saeta en forma de Salve con letra, nada más y nada menos, de los hermanos Álvarez Quintero, paradigmas de la escena costumbrista del momento. En ese mismo halo, aunque es posterior, hay que encuadrar el preciosista ‘Esperanza y Macarena’ de los maestros Quintero, León y Quiroga que bordó Estrella Morente en la misa estacional del aniversario de la coronación. Todavía estremece la letra, que también se unió al clima mágico que sólo culminó con ‘Suspiros de España’, el mismo pasodoble que despidió a Espartaco para el toreo el pasado Domingo de Resurrección. La letra de Quintero, León y Quiroga dice así: “Amapola en el trigo, azucena morena, el Señor es contigo, Esperanza y Macarena...” De estos botones musicales podemos viajar a la literatura sin movernos de la década prodigiosa de los años 20, escenario de la Edad de Plata. Federico García Lorca escribe en 1924 su Tardecilla del Jueves Santo sin dejar de mirar al toreo: “En mi vaso de luna redonda ¡diminuta!, se ríe y tiembla Pepín: ahora mismo en Sevilla visten a la Macarena Pepín, mi corazón tiene alamares de luna y de pena”. Manuel Machado también recurre a la devoción de la Señora de San Gil para describir la madrugada del Viernes Santo sevillano: “Ay! ¡De no amar, de no creer, no hay modo cuando tu imagen célica aparece mecida entre el incienso en lontananza!”. Rafael Alberti evoca la agonía de Joselito, muerto en Talavera en 1920, amparándose a la Virgen a la que dio tanto: “Virgen de la Macarena mírame tú, cómo vengo, tan sin sangre que ya tengo blanca mi color morena”. Algunos años más tarde, en 1934, Antonio Núñez de Herrera pone a la Esperanza como principio y fin de la fiesta en su imprescindible Teoría y realidad de la Semana Santa: “Entonces…todavía la gente se reconoce, con la ciudad, salvada del derrumbamiento. Y los últimos supervivientes irán a ver entrar la Macarena”.    

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Podemos culminar esta evocación literaria con la aportación de Fernando Villalón, aquel caballista y ganadero que soñaba con criar toros de ojos verdes en sus tierras de Morón: ¡Madre mía de la Esperanza, Novia de los macarenos! ¡La de la noche en los ojos! ¡La de la gracia en el cuerpo, bordado de lentejuelas como el cuerpo de un torero! ¡La más bonita del barrio! Llévame contigo al cielo y enséñame aquellas cosas a mí, que soy macareno”. Al alcanzar este nuevo punto sólo podemos llegar a una certeza: La Macarena es un elemento más del pujante y desacomplejado panorama artístico de aquella Edad de Plata que se marchitó a la vez que el país se polarizaba en dos bandos irreconciliables: La Virgen de la Esperanza se convierte en inspiración de pintores, diseñadores, arquitectos, músicos, dramaturgos e incluso en musa de las vanguardias... Sólo hay que seguir el hilo cronológico. La Esperanza y su palio inconfundible protagonizan uno de los mejores carteles de la historia de la Semana Santa de Sevilla. Lo firma con acento impresionista el pintor Juan Miguel Sánchez en 1931, sabiendo estar a la altura de su tiempo. El autor -que también ideó el palio intrasferible de los Negritos- concibe una auténtica explosión de luz en el palio de la Macarena aprovechando magistralmente las tintas planas a las que obliga la tipografía de la época. Pero el aderezo de la Virgen no es ajeno a otras vanguardias y las artes decorativas del momento. Y de muestra otro botón irrenunciable al que no es ajena la simbiosis de Juan Manuel y Joselito, que adquirió en París las famosas mariquillas de cristal verde que forman parte de la imagen más difundida de la Macarena y cuya silueta ha servido como anagrama del año jubilar. La Esperanza había dejado de ser una dolorosa enlutada, ahora se convertía en una reina resplandeciente que se adornaba con preseas modernistas, como cualquier señora de la alta sociedad de la época. El propio Rodríguez Ojeda pondría la guinda al conjunto y a la iconografía de la Esperanza con el diseño de la inconfundible corona que materializaría Casa Reyes con técnicas de joyería, no de orfebrería. Sin movernos de un estrecho arco temporal se había creado el modelo definitivo. Pero hay que volver a la Plaza de España para cerrar este círculo: el palio de la Macarena era una prolongación de los paramentos de azulejos y la rejería. Se adaptaba como un guante a un escenario que parecía pensado sólo para acogerlo. La apoteosis de oficios artísticos -cerámica, albañilería, cerrajería- bebe de la misma fuente que el famoso palio estrenado en 1908. Se puede afirmar sin temor a equivocarnos que el    

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palio rojo es a las artes cofrades, lo que la plaza de España, la gran obra de Aníbal González, es a la arquitectura del regionalismo o la obra de José y Juan es al futuro del toreo. El palio rojo de Rodríguez Ojeda, la música del maestro Álvarez Alonso, la atmósfera de la Primavera, el sueño del arquitecto que reinventó los esplendores de Sevilla y la faz de la Esperanza obraron un milagro que quizá se repita dentro de medio siglo. Ojalá estemos para contarlo. Pero hay que volver a la figura de José. Su vinculación con la Macarena no concluiría con la muerte del torero. Ya en los años 30 se reciben varios vestidos de torear a través del hermano Alberto Pazos para componer varias sayas y un manto para la sagrada imagen. Incluso llegó a circular una leyenda urbana en torno al incendio de San Gil, en julio del 36, que situaba el escondite de la Virgen en el panteón de Joselito. Perdido su templo, la Esperanza anunció el final de la Guerra en la iglesia de la Anunciación -exilio forzado por el fuego del odio- vestida con una saya blanca confeccionada con un traje blanco de Gallito, que fue guiado al más allá siguiendo la imagen de la Esperanza que Mariano Benlliure levantó -toda una elegía en bronce- en el impresionante mausoleo del cementerio de San Fernando. Escribió Álvaro Pastor que la muchacha que lleva a la imagen de la Esperanza en el viaje al más allá de Joselito era la María, mujer del cantaor Curro el de la Jeroma. Allí le llevaría flores hasta el día de su muerte Guadalupe de Pablo Romero -que falleció en su casa de Los Remedios en 1983- el amor imposible de José, que no pudo saltar esas convenciones de la época que estuvieron a punto de impedir sus funerales en la catedral. La pluma de Pabón, aquellas mariquillas ArtDecó y la corona de oro siguen recordando su memoria. Y hasta aquí puedo leer. Ateneo de Sevilla, 9 de abril de 2015. © Álvaro Rodríguez del Moral

[1] Se refiere aquí que el pregonero a Miguel Ruíz de Vargas, que era quien inicialmente estaba previsto que le presentara en este acto. Una dolencia en la vista se lo impidió, por lo que ocupó su lugar Carlos Javier Trejo. [2] Martina Blatiere es la Presidenta de la Tertulia Taurina “Los 13”, organizadora del acto.

   

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