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Caleidoscopio
UNAMUNO Y EL NACIONALISMO VASCO José Landa
La España que hoy conocemos tiene una espina clavada en el corazón: la aguda y dolorosa púa de las nacionalidades; entre las que destaca Euskadi, por la fuerza y virulencia con que expresa su sostenido rechazo a los afanes de erigir y consolidar un Estado-nación, como resultado de un proceso sustentado en el más acendrado centralismo y en una evidente proclividad a reducir la variedad cultural a un paradigma nacional único. Como quiera que el rompecabezas vasco adquiere visos de problema insoluble, cuando menos desde el último cuarto del siglo XIX (esto es, a raíz de la última Guerra Carlista), no debe causar maravillamiento alguno el que Miguel de Unamuno dedicara no pocas de sus energías intelectuales y de sus desvelos al asunto del nacionalismo vasco, como testigo que fue de su surgimiento y cristalización, y como oponente activo de tal fenómeno político social, que igualmente hubo de serlo. El hecho de que el 31 de diciembre de 1986 se haya conmemorado el cincuentenario de la muerte del ilustre bilbaíno, especialmente cuando su patria natal vive un momento histórico tan problemático como el presente, constituye un buen motivo para considerar esa faceta tan poco valorada y tratada por los exégetas de Unamuno (quien para muchos se limitó a filosofar sobre “el sentimiento trágico de la vida”), la del pensador que se ocupó en abordar seriamente el problema nacional vasco; independientemente de la pertinencia que puedan tener hoy día —desde la perspectiva teórica y práctica— sus disquisiciones concretas al respecto. Lo primero que conviene destacar en la actitud unamuniana hacia el problema vasco es su ambivalencia. Unamuno vivió hasta sus extremos más desgarradores la agonía de sentirse vasco y español a la vez, en un tiempo en que se exigían definiciones y posturas completamente apodícticas. El marchamo de tal conflicto —paralelo a la angustiosa antinomia europeo-español que también le carcomía las entrañas a Don Miguel— marca toda su zizagueante trayectoria vital e
intelectual, haciéndole ir constantemente de un cabo al otro. Así, de la misma forma en que se propuso y logró, en un principio, convertirse en un euskaldun-berri (nuevo vascohablante, literalmente), esforzándose para ello en aprender el vascuence; del mismo modo en que dispuso recibirse de doctor en Filosofía y Letras con una tesis sobre El elemento alienígena en el idioma vasco (20-6-1884) y participó infructuosamente en un concurso de oposiciones para una cátedra de lengua vasca en Bilbao (1888); de la misma manera en que, luego de asumir permanentemente su condición de vasco, llega prácticamente a morir por proclamarla frente al fascista Millán Astray, en el archiconocido y malhadado episodio salmantino de 1936... Unamuno se hizo merecedor de la más feroz animadversión de sus coterráneos nacionalistas, a consecuencia de sus posiciones acerca del euskera (lengua vasca) y de su toma de partido en cuanto al problema del proyecto nacional de la España decadente de fin de siglo y del lugar de las nacionalidades ibéricas en dicho proyecto. En lo que hace al asunto de euskera, la postura de Unamuno no pudo ser más dura y chocante, no sólo para los nacionalistas, sino para todos aquellos que sintieran un mínimo de amor hacia el factor más decisivamente definidor de la personalidad cultural de un pueblo: su lengua. Resumiendo en lo hacedero su posición sobre el particular, tenemos que Unamuno propugna la tesis de que el euskera es una lengua irremisiblemente condenada a muerte, debido a razones inmanentes a su particular constitución y desenvolvimiento lingüístico; que a dicha lengua le está vedada su participación en el movimiento cultural moderno, occidental, a la par de que constituye un obstáculo para la modernización, dado que se trata de un idioma “inferior”; y que, en consecuencia, no tiene sentido alguno pugnar por una revitalización del vascuence, siendo más adecuado dejar que fenezca de pura inanición.1 No le bastó a Unamuno haber concebido y formulado las ideas precedentes, sino que hubo de hacerlo reiteradamente, oralmente o por escrito, desde el momento en que tuvo la desfachatez de darlas a conocer en los Primeros Juegos Florales celebrados en 1901, en Bilbao, justamente en un acto auspiciado por las todavía incipientes fuerzas nacionalistas vascas. De modo, pues, que Unamuno hizo todos los méritos a su alcance para ganarse el más furibundo odio de sus compatriotas nacionalistas, con sólo asumir el papel de tremendista “profeta del desastre” de cara a la suerte de la lengua milenaria de los
vascongados. No obstante, casi está de más apuntar que, como ha sucedido en buena medida con todos los ferinos atentados de que ha sido víctima la cultura vasca (tal como quedó demostrado ampliamente con la política etnocida de Franco), los ataques y vaticinios de Don Miguel con respecto al euskera nunca condujeron a un apocamiento en el ímpetu nativista de los nacionalistas vascos, sino a todo lo contrario: a multiplicar los esfuerzos por salvaguardar dicha lengua. De esa forma, el Unamuno que para 1901 ya era rector de la Universidad de Salamanca y gozaba de una considerable reputación en el mundo intelectual español, actuó como un factor catalítico negativo en pro de la reactivación del vascuence, al enfatizar sobre su infortunado sino. El derrotismo unamuniano, a tal respecto, sólo sirvió para dar más pábulo a los sectores más decididamente vasquistas. La postura unamunesca en relación al porvenir del Estado-nación español y la situación de las diversas nacionalidades ibéricas no resulta más aceptable para los patriotas vascos, con Sabino Arana —a la sazón el fundador del Partido Nacionalista Vasco— a la cabeza. Mientras éstos, como sus homólogos catalanes, se afanaban en reivindicar una reformulación de las relaciones entre el País Vasco y el centro castellano, llegando a plantearse una fragmentación del Estado español erigido sobre los cimientos de la empresa unificadora de los Reyes Católicos, Unamuno apostaba por la consolidación del mundo hispánico todo; tomando en consideración la desventura histórica que le venía corroyendo mortalmente su constitución, desde 1898, así como la necesidad de hacer frente con fortuna a la pujante modernidad europea. En suma, tal como los abertzales (nacionalistas, patriotas) vascos se esfuerzan por la ruptura definitiva de lo que tienen por artificial unidad de España, Unamuno —exactamente en el polo opuesto— hace coro con quienes claman por insuflarle más vigor a dicha unidad conflictiva, dejando que las diferencias nacionales y culturales se vayan desliendo paulatinamente y arremetiendo contra lo que despectivamente tipificó como “pasiones regionalistas” y contra quienes las encarnan. Es a todas luces difícil —por no decir imposible— explicar a ciencia cierta las razones por las cuales Unamuno asumió las posturas indicadas, en punto a los aspectos fundamentales del problema vasco. A propósito, se han aventurado las más variadas tesis e hipótesis. Entre éstas destacan las que responden a un determinismo psicológico, pretendiendo reducir la actitud
unamuniana respecto de los problemas vascos a su espíritu de contradicción, a su propensión a la diatriba, a su soberbia, a su presunto complejo de superioridad, e incluso a cierta tendencia al resabio y al rencor por algún que otro lance desventurado en su ciudad de origen. En esta dirección se encaminan las imputaciones de, entre otros, Bernardo G. de Gandamo, Lino de Aquesolo y el mismo Sabino Arana, quien adujo sendos fracasos de Unamuno cuando concursó en las oposiciones para optar, por separado, a las cátedras de Euskera y de Filosofía en Bilbao, como hechos que influyeron decisivamente en sus posiciones en torno al asunto en referencia.2 Sin que sea posible menoscabar la importancia que ha tenido este reduccionismo psicologista, tan caro a los nacionalistas de toda laya, a la hora de interpretar las posturas unamunianas que aquí se vienen tratando, no se me oculta el hecho de que soslaya precisamente aquello sobre lo que deseo hacer hincapié el discurso filosófico que Unamuno hilvana, no sólo en aras de la busca de la verdad en sí misma, sino en virtud del acceso a una sabiduría vital, en cuyo contexto se sitúan sus iniciativas dirigidas a comprender su época y a fundar sus inclinaciones mesiánicas para con la hispanidad y la humanidad misma. Substraer al Unamuno que teoriza y polemiza sobre las diversas dimensiones del problema vasco del Unamuno “total”, del que ha sido capaz de estructurar a su manera un peculiar pensamiento global, me parece completamente impropio, por mucho que tal operación hermenéutica pueda asirse de diversas explicaciones de consistencia variable, incluyendo las de cariz psicologista. A despecho de que considere perfectamente factible que las opiniones y teorizaciones unamunianas sobre el tema vasco sean “racionalizaciones” de su accidentado psiquismo y de reacciones viscerales, en lo que quiero ocuparme es en tratar de establecer los vínculos de aquéllas con su quehacer filosófico e intelectual en general. En tal sentido se impone examinar, en primer término, el problema de la universalidad y el lugar que ocupa en la praxis intelectual de Unamuno. Este punto requiere de mayor atención de la que le ha merecido habitualmente de parte de la crítica anti-unamuniana de corte vasquista. No es preciso esforzarse en demasía para percibir que el multidimensional programa creativo de Unamuno obedeció, desde un principio, a un anhelo de universalidad, que nunca pudo hallar correspondencia con el ambiente cultural vasco de su tiempo. Un País Vasco carente de universidades (por razones históricas imposibles de considerar
en un ensayo como el presente); un euskera estancado en su evolución, por mor de una situación diglósica secular y que, para colmo, se había convertido en el estandarte de los conservadurismos más execrables;* y una tradición cultural vasca paupérrima, completamente ajena a los avances de la modernidad europea, conforman un hábitat poco propicio para el desenvolvimiento de un talento como el de Unamuno. No es difícil imaginarse que, con el vascuence que hereda, por ejemplo, Unamuno no hubiera podido concebir y componer obras como Del sentimiento trágico de la vida o La agonía del cristianismo. Es obvio que desde la óptica de un intelectual comprometido con las aspiraciones mis palmarias de su pueblo, Unamuno debió decidirse por desempeñar el papel del héroe, sacrificando su sed de universalidad (colateral a su característica “hambre de inmortalidad”) a un proyecto regeneracionista excluyentemente vasquista. Pero si Unamuno se encamina en la dirección contraria es porque, en perfecta congruencia con su cosmopolitismo cristiano (aunque anticatólico) y con su liberalismo (bien se sabe que a ratos sustituido por el socialismo de orientación marxista y ensombrecido por veleidades conservatistas), cree encontrar el verdadero derrotero de la redención de los vascos en el marco de la hispanidad; y no a la inversa, como pretendían antes y lo siguen haciendo ahora -con sobradas razones, sin duda- los diversos nacionalismos vascos. En el fondo, de lo que se trata es de una confrontación de dos proyectos soteriológicos antitéticos, aunque igual de legítimos: el de orientación centrípeta (el que expresan todos los nacionalismos, desde Sabino Arana hasta las ETA habidas y por haber) y el de Unamuno, de evidente sentido centrífugo. A esto responde la exigencia unamuniana de sustituir “la voz inhumana e impía de `¡sálvese quien pueda!´” por la de “`¡salvémonos todos!´”.3 Y así es como se entienden, por otra parte, no sólo los nefastos augurios que sobre el porvenir del euskera hace Unamuno, su estigmatización como lengua “inferior” y su desdén definitivo por dicho idioma, sino su ferviente compromiso con el castellano y su reivindicación de la castellanización de todo el mundo ibérico; pues que ello constituiría (así lo declara Unamuno, aunque resulte prácticamente incomprensible tal formulación) la mejor vía para el desarrollo de las peculiaridades culturales de cada nacionalidad de las que configuran esa ficción llamada España, en los tiempos modernos.4
* Aquí viene a cuento la siguiente referencia anecdótica, hecha por el propio Unamuno: “`No enseñéis a vuestros hijos castellano -decía un cura de mi país-, porque el castellano es el vehículo del liberalismo´.”; a lo que agrega el siguiente comentario: “Y por razón análoga he oído condenar los ferrocarriles y entonar himnos a la santa ignorancia y a la primitiva sencillez paradisíaca”. La crisis actual del patriotismo español. En Antología. FCE. 2a. edic. México. 1971, p. 366.
Por otro lado, no se puede desconocer el importante esfuerzo que protagonizó Unamuno, en pro de una compresión del problema vasco y de la búsqueda de salidas válidas al respecto, en el contexto de la situación española que le fue dado vivir. En tal sentido, conviene precisar lo que sigue: 1. Unamuno reconoce, para empezar, la existencia de una “honda disparidad” entre lo que designa como “espíritu del pueblo vasco” y el “espíritu castellano”. Además, Unamuno mismo confiesa haber pensado, en un principio, que tal disparidad era “inconciliable e irreductible”, aun cuando tal idea inicial devenga a la postre en la conclusión contraria, es decir, la de una posible conjunción de “espíritus”. La constatación del referido antagonismo cultural entre lo vasco y lo castellano es lo que motiva, por lo demás, las reflexiones contenidas en sus textos titulados En torno al casticismo y La crisis del patriotismo (además de otros), tal como lo confiesa el propio Unamuno; con lo que se revela de bulto la importancia del problema vasco o, más exactamente, la mencionada contraposición entre la personalidad cultural vasca y la española, en el conjunto de la producción intelectual de dicho autor, por mucho que haya pasado desapercibida entre los más de quienes han historiado su pensamiento.
2. La intuición inmediata o la percepción bruta del antagonismo indicado conduce a una teorización importante: para Unamuno el patriotismo comporta la conjunción de dos sentimientos; a saber: el de una “patria sensitiva”, la cual “podemos abarcar con la mirada y que no se extiende en su origen más allá de nuestro horizonte sensible” y el de una “patria intelectiva o histórica, que se nos enseña a querer en la escuela, con relatos más o menos verdaderos”. Entre ambos términos constitutivos de la vivencia patriótica tiene lugar, para nuestro pensador, una compleja conexión dialéctica (vale decir, conflictiva, inarmónica), de forma tal que “a medida que se ensancha la gran Patria Humana, se reconcentra lo que aquí se flama patria chica o de campanario”.
3. A partir de la teorización antedicha, Unamuno resuelve su conflicto personal de identidad y se dispone a extrapolarla al conjunto de relaciones interculturales en que descansa la artificial unidad española. En otras palabras, su teoría del patriotismo le permite a Unamuno afirmar racionalmente su “sentimiento patriótico español, por haber casado mucho más mi intuición patriótica, mi sentimiento primitivo y sensible de patria… con el concepto patriótico deducido de mi consideración de la Historia de España”. Es menester subrayar que el referido “casamiento” entre lo intuitivo y lo racional, en punto al patriotismo, adquiere en Unamuno un signo marcadamente conflictivo, todo lo contrario a un “matrimonio sin problemas”, con lo que el razonamiento unamuniano puede acceder a postulados cada vez más problemáticos. 4. En efecto, habida cuenta de que “las únicas uniones fecundas son las que se hacen sobre un fondo, no ya de diferencia, sino de oposición”, Unamuno propone como única solución al problema de las nacionalidades el combate “de veras” entre si, de forma tal que se busque “sobre la lucha, y merced a ella, la solidaridad que a los combatientes une”. Si, de por si, el postulado unamuniano antecedente puede implicar problemas, especialmente de orden práctico (pues no se explicita qué tipo de combate se aviene con la búsqueda de un verdadero concierto cultural en el ámbito ibérico) y ético (por sus connotaciones conflictivistas o belicistas), la peculiar dialéctica agónica, que define a Unamuno en el plano ontológico y epistemológico y que tiende a descartar la síntesis al estilo hegeliano en la liza entre tesis y antítesis, conduce a un agravamiento de los problemas en referencia, toda vez que exige la imposición de una entidad cultural sobre las que se le oponen. De ese modo, Unamuno recomienda que los catalanes, castellanos, vascos, gallegos, etcétera muestren “su oposición a todo lo que les repugna en el modo de ser de los otros”, a la vez que procuren “cada una de estas castas imponer a las demás su concepción y su sentimiento de la vida”. Es en estos términos en los que debe entenderse la exigencia que Unamuno hace al catalanismo y al bizkaitarrismo* en el sentido de dejar de ser defensivos y hacerse ofensivos.
* Vocablo procedente del adjetivo biz kaitarra (vizcaíno), con el que se designaba al nacionalismo vasco en sus comienzos.
5. Si hasta ese punto nos ha causado admiración la solidez del razonamiento unamuniano que aquí nos concierne y su coherencia con su modo de filosofar, ahora será una evidente inconsistencia de nuestro pensador lo que ocasione nuestro asombro. Pues no alcanza el magín normal a inteligir cómo podría el pueblo vasco “imponerse” (suponiendo que hacerlo en sí fuese legítimo) a sus vecinos, o sea, disponer de su propio “imperialismo sin emperador, difusivo y pacífico”, si para ello se le exige como precio el abandono a su suerte y hasta el premeditado tiro de gracia a su maltrecha lengua vernácula; máxime cuando nadie como Unamuno ha proclamado tan machaconamente la idea de que la lengua es lo que verdaderamente define a un pueblo y a una cultura. Además, es difícil saber quién habrá de dominar a quién, en el caso de que se cumpliera el mandato: “Aprended... a encarnar vuestro pensamiento en una lengua de cultura ( ¡?), dejando la milenaria de vuestros padres; apeaos de la mula luego, y nuestro espíritu, el espíritu de nuestra casta, circundará en esa lengua, en la de Don Quijote, los mundos todos. . . “,5 hecho por Unamuno en su Vida de Don Quijote..., concretamente en su glosa al episodio en el que Cervantes relata la confrontación entre el Caballero de la Triste Figura y un vizcaíno. Frente a tal reivindicación unamuniana, el nacionalismo tradicional vasco -mal que nos pesen su sombra de racismo y conservadurismo, así como sus absurdos intrínsecos- luce más coherente y, sobre todo, éticamente más positivo (al menos en lo que compete a las relaciones del pueblo vasco con el ordenamiento cultural que le entorna); ya que se reduce a reclamar “lo suyo”, lo que define a su personalidad entitativa, y no su expansión a costa de la anulación de los vecinos con quienes colinda. Si bien resulta reprochable el “espíritu reaccionario”, el clericalismo, el ultramontanismo, que el propio Unamuno halla en el nacionalismo vasco, no lo es menos el tufo de panegírico al modelo castellano de conquista, con base en arcabuzazos, tizonazos e inficiones endémicas biológicas y culturales, que desprende la extraña alternativa que opone a aquél; más aun cuando es harto conocido el hecho de que Unamuno es el menos indicado para hacer a nadie imputaciones de conservadurismo.6
Ya se ha visto cómo las ideas unamunescas acerca del problema vasco calzan con su singular modo de filosofar, en el que la arbitrariedad y la pasión también ocupan un lugar. Voy a pasar ahora a hacer un repaso muy somero de los nexos que puede haber entre dichas ideas y algunos componentes de su sistema filosófico, de la forma siguiente:
a. No encuentro posibilidad alguna de correspondencia entre el fundamental concepto unamuniano de “intrahistoria” y las posturas defendidas por Unamuno en relación con el problema vasco. Si para garantizar la regeneración de un pueblo se requiere, a criterio de Unamuno, establecer los fundamentos de su “tradición eterna”, y esto último implica nada menos que “el fondo del ser del hombre mismo”,7 resulta completamente incomprensible que dicho autor exija a un pueblo la renuncia a su propia lengua, es decir, al principal soporte de la “intrahistoria” o secular sedimento histórico de dicho pueblo, como lo hace reiteradamente refiriéndose al destino de vascos, catalanes y gallegos. Es muy probable que los dislates lógicos que hemos señalado en el razonamiento unamuniano en torno al problema vasco, junto con la incompatibilidad que se acaba de indicar entre dicho raciocinio y la concepción unamunesca de la historia, haya dado pie a las interpretaciones psicologistas del Unamuno opuesto al nacionalismo vasco.
b. Sin embargo, la extraña tesis unamuniana del “derramamiento” y el imperialismo cultural de las minorías nacionales ibéricas, en aras de un proyecto estatal unificador, sí encuentra puntos de contacto positivo con otros elementos constitutivos del corpus teórico formulado por Unamuno. De una manera u otra, toda la producción teorética fraguada al calor de la dialéctica agónica de Unamuno concuerda, en su sentido esencial, con la concepción en referencia. De allí que las aseveraciones y postulados de cariz polemista (en el sentido etimológico del término) contenidos en La crisis actual del patriotismo español, ensayo compuesto en 1905, encuentren un claro paralelismo en la sentencia: “es lo que necesitamos: una guerra civil”, o en la terrible imprecación: “¡Raza de víboras la de esos que piden paz!”, que se leen en Vida de Don Quijote..., esto es, en una obra que data del
mismo año que la anterior.8 Igualmente se percibe una ostensible presencia de tal concepción agonista en un importante ensayo aparecido un año después de los textos que acabo de citar, Sobre la europeización, donde Unamuno asegura que “el único modo de relacionarse en vivo con otro es el modo agresivo”9 Empero, conviene dejar en claro que la anterior no es una posición situada en un momento excluyente del desarrollo de la obra unamuniana. Al contrario, también la hallamos en el compendio de obras postreras de Unamuno, que conforman el libro titulado La ciudad de Henoc, donde proclama con notable estilo heraclíteo-hegeliano la necesidad de desatar una catártica dialéctica espiritual, de alcance individual y social, que desemboque en situaciones de paz fundadas en constantes procesos de “guerra civil”.10
c. Por lo que se acaba de ver, no sería disparatado poner de relieve cierta familiaridad entre la concepción unamuniana de la comunicación humana y su peculiar propuesta de cara a los nacionalismos y regionalismos ibéricos. El mismo Unamuno que instiga a vascos y catalanes a que invadan a sus vecinos para imponerse, es el que en un texto como Soledad (que data de 1905, al igual que su escrito sobre el patriotismo español que he venido citando) aboga por lanzar a los hombres “los unos contra los otros, para ver si de tal modo se les rompen las costras” que impiden una mayor compenetración intersubjetiva.11 De nueva cuenta, no hay nada que impida considerar que lo que en Unamuno vale para las relaciones entre individuos, también conviene a los vínculos entre los pueblos; lo que permite reafirmar la imbricación de las tesis unamunianas sobre el problema vasco en el sistema de postulados que constituye su pensamiento, especialmente si se tiene presente que dichas tesis afloran, en lo fundamental, durante la década decisiva de la creación intelectual de Unamuno: la que va de 1895 a 1905.
d. Por último, la exhortación de Unamuno a que los vascos y catalanes conquisten a sus vecinos ibéricos, para garantizar así su salvación como pueblos, se ajusta con gran fidelidad al programa que resume En torno al casticismo, la primera obra publicada por Don
Miguel (1895): desentrañar la verdadera personalidad del pueblo español, la que identifica a la “casta eterna”, esa que “vive en la eternidad”, y que protagoniza la “intrahistoria”, a objeto de insertar a España en el proyecto general de la modernidad europea, con el máximo provecho cultural. Once años más tarde (en 1906) Unamuno reafirmará esta idea con una claridad difícilmente parangonable: “...tengo la profunda convicción —declara— de que la verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte del espíritu que pueda hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que no tratemos de imponernos en el orden espiritual de Europa, de hacerles tragar lo nuestro...”12 Como podrá apreciarse, el proceso de fagocitosis cultural que Unamuno reclama en la relación entre la hispanidad y la Europa moderna es el que esencialmente propone para con los vínculos entre las diferentes nacionalidades ibéricas.
En resumidas cuentas, si alguna utilidad puede reconocérsele al periplo discursivo que me he visto obligado a transitar, asiendo los imprescindibles agarraderos que prodiga la propia obra de Unamuno, es el haber puesto en claro que sus reflexiones sobre el problema vasco tienen una cimentación que rebasa con creces todo lo que puedan admitir los reduccionismos de la más diversa estirpe. Asimismo, el breve conato interpretativo que condensan los párrafos precedentes ha servido para evidenciar, una vez más, la escasa valía positiva de las concepciones unamunianas sobre el nacionalismo vasco; dicho esto sin desmedro del alto valor critico, negativo, de la actitud de Don Miguel ante dicho asunto, en tanto que pensador irreductiblemente independiente, reacio a los cantos de sirena por los que se deja arrullar fatalmente la masa y dispuesto siempre a declarar y vivir su verdad, a riesgo de todo.
NOTAS 1
Sobre las ideas de Unamuno en relación con la lengua vasca, cfr. Martín de Ugalde. Unamuno y el vascuence. Ed. Ekin. Buenos Aires, 1966.
2
Cfr. Martín de Ugalde. Op. cit., pp. 132-152.
3
Ibid., p. 362.
4
Ibid., pp. 359 y ss.
5
Miguel de Unamuno. Vida de Don Quijote y Sancho. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1975, p. 48.
6
Todas las citas de Unamuno incorporadas en el texto, a partir de la correspondiente a la nota 4 y con excepción de la referente a la nota 5, han sido tomadas de La crisis actual del patriotismo español.
7
Miguel de Unamuno. En torno al casticismo. Ed. Espasa-Calpe. Madrid, 1966, p. 30.
8
Miguel de Unamuno. Vida de Don Quijote y Sancho, pp. 104 y 105.
9
Miguel de Unamuno. Sobre la Europeización. En Antología. FCE. 2a. edic. México, 1971, p. 280.
10
Miguel de Unamuno. La ciudad de Henoc. Ed. Séneca. México, 1941, pp. 75, 83, 85.
11
Miguel de Unamuno. Soledad. En Ensayos. T. 1. Ed. Aguilar. Madrid, 1945, p. 689.
12
Miguel de Unamuno. Sobre Ia europeización, p. 281.