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SERMÓN DE LA DOLOROSA (1967) Magna est velut mare contritio tua (Jer. 2, 13.4) Videte si est dolor sicut dolor meus (Lam 1, 12) Hace más de 1900 años, un día de primavera, en una ciudad de Oriente, un pueblo, una nación entera, congregada en la capital de la patria para celebrar la fiesta nacional -la Pascua-, asistía al espectáculo más triste, más doloroso que vieron los siglos. Vieron a un pobre reo ensangrentado, lívido, tembloroso de frío y de vergüenza. Lo vieron subir vacilante, doblándosele las rodillas, las escaleras de mármol del Pretorio; lo vieron llagado, tan llagado, que era de los pies a la cabecera una sola herida roja; lo vieron coronado de espinas, cada una un agujero, un manadero de sangre; lo vieron mirarlos con una mirada triste y mansa de cordero, sin exhalar una queja. -Nada más digno de lástima y compasión. Cuando el gobernador se lo mostró desde el balcón, ellos rompieron a reír y gritaron pidiendo más sangre, toda la sangre del pobre condenado a muerte… Y, sin embargo, aquel pueblo no tuvo lástima ni compasión del pobre reo. Lo vieron pasar por la calle de la amargura, lo vieron pasar encorvado bajo el peso de la cruz, aguijado como una bestia de carga, lo vieron pasar cayendo y levantándose, respirando afanosamente.- Nada más digno de lástima y compasión.- Y, sin embargo, aquel pueblo no tuvo lástima ni compasión. Fue un día de gran espectáculo y de gran risa. Y entonces se cumplió a la letra el anuncio del profeta: “De las tabernas salían los borrachos con los vasos en las manos para reír a carcajadas viéndole pasar”. -Lo vieron agonizar en una larga agonía de tres horas; y aunque los cielos lloraron aquella agonía con luto de soles y a la tierra se le rompieron de compasión las entrañas de roca y hasta los sepulcros dejaron escapar a sus muertos, aquel pueblo no supo sino reírse del pobre ajusticiado. Después de 1900 años, en esta noche de primavera de 1967, en estas horas, bajo las estrellas atónitas y la alta luna llena, por las calles de los pueblos cristianos están otra vez desfilando reproducidos por el arte de los siglos todas las escenas de aquella tragedia de aquella ciudad de oriente. Bajo las estrellas atónitas de la noche, bajo la alta y fría luna de marzo-abril, entre hileras de encapuchados y nazarenos, entre el golpear monótono de las lanzas de los legionarios romanos y el son lúgubre de los tambores roncos, y las llamas vacilantes de los cirios-blandones, van pasando el Cristo ensangrentado y derribado de Getsemaní, el Cristo besado con beso asqueroso por Judas, el Cristo amarrado a la columna, el Cristo coronado de espinas, el Cristo mirando desde el balcón del Pretorio con su triste mirada de “ecce homo”, el Cristo encorvado bajo la Cruz hacia el Calvario. Van pasando los cristos crucificados: el Cristo del Perdón, el Cristo del Desamparo, el Cristo de la Buena Muerte. Va pasando el Santo Entierro, y a través de los vidrios del Santo Sepulcro, pueden los ojos piadosos mirarlo blanco y frío, como un lirio tronchado sobre los mármoles blancos y entre los pliegues de la Sábana Santa, el Cristo de la Agonía. Es una invitación a la meditación y al llanto; nada más digno de lástima y de compasión. Pero, por si hay todavía corazones que no se conmueven, ojos que no se nublan de piedad, detrás de Él sale ella, desfila también ella, la Dolorosa, la Piedad, la Soledad, la Reina del manto oscuro, la Virgen de los siete cuchillos. Sale como en otras fiestas suyas, pero… ¡qué diferente!... En la frente se le han apagado las doce estrellas, y se ha eclipsado a sus pies el creciente de luna de Inmaculada; se le han oscurecido los 1
ojos, como dos luceros tristes; se le ha marchitado la rosa de su boca; lleva sobre su pecho las dos manos cruzadas como una cruz de azucenas... No sale, como otras veces, para decirnos ¡Mirad qué hermosa soy! Sale para decirnos como la madre de Ruth a las mujeres de Belén: “Ya no me llaméis Noemí -la hermosa-; llamadme Mara -la amarga-”, porque grande como el mar es mi amargura; sale para repetirnos las palabras que Jeremías puso en los labios de la desolada Hija de Sión: “Atténdite et videte si est dolor sicut dolor meus” -mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, pena comparable a mi pena-. Yo tenía arrendada una viña -dice el Señor- y en los días de la cosecha mandé a mis criados a cobrar la renta, y los renteros los apedrearon, los hirieron y los mataron. Y entonces mandé a mi Hijo diciendo: “A este me lo respetarán”. Pero también a mi Hijo lo echaron de la viña y lo crucificaron sobre un monte.- Aquí termina la parábola del Evangelio. Pero el Señor ha hecho más: No han tenido piedad de mis criados, han matado a mi Hijo. Ahora, ¿qué voy a hacer? ¿Vengarme? No. Todavía voy a hacer otra cosa. Les voy a mandar a mi madre, a mi madre dolorida. Si de ella no tienen piedad, sí que habrán probado que no tienen corazón.- Eso es María, eso es la Virgen de los Dolores: el último recurso desesperado del amor de Dios. Miradla, hermanos míos, esta noche y cuando veáis que no hay pena como su pena, ni angustia como su angustia, ni soledad como su soledad, nolite obdurare corda vestra, que se ablanden vuestros corazones, que se nublen vuestro ojos de compasión y de arrepentimiento. Fue en una calle empinada de Jerusalén que desde aquella tarde se llama la calle de la Amargura. Entre una muchedumbre espesa y maloliente a estiércol de establos, a sudor de ropa usada, a vino de tabernas, avanzaba Él pesadamente, fatigosamente, doblado por los dos maderos cruzados. Llevaba la cabeza herida y chorreante, los cabellos le caían lacios y pegajosos, sanguinolentos, goteantes, como la melena de un ahogado; las mejillas flácidas y hundidas; los ojos casi ciegos de sangre, de polvo, de sudor y de saliva; los labios como una ancha raya costrosa y blanquecina; los vestidos pegados a la llaga inmensa que es su cuerpo.- No se sabe si un empujón, si tropezó en un guijarro, si se pisó el borde de su túnica. Pero allí está, derribado en tierra, como una masa inerte, bajo los maderos. Su cara estaba pálida como la cara de un difunto y sus ojos tenían la fijeza tremenda de los ojos de un muerto. A empujones, ya a patadas, ya a latigazos le obligan a levantarse. Él apoya la mano en el suelo y se va incorporando, vacilante, tambaleándose hasta ponerse de nuevo en pie para reemprender la marcha. Levantó la cabeza para coger una bocanada de oxígeno, abrió la boca... Y fue entonces. Los ojos que parecían no ver nada le vieron a ella; también los ojos de ella, ciegos de lágrimas, le vieron a Él. Se vieron hasta el fondo del alma y midió cada uno todo lo hondo, todo lo ancho del dolor del otro, todo lo profundo del dolor del otro, y el dolor del alma de ella pasó al alma de Él y el dolor de Él pasó al alma de ella, como dos océanos que comunicaran sus aguas amargas, el estrecho de su mutua comprensión, de su mutua compasión y amor. Después lo va siguiendo, no tras el olor de sus perfumes, como la esposa del Cantar de los Cantares, sino tras el rastro de sangre. Ya no lo ve; no ve sino el madero de la cruz que sobresale, bamboleante, sobre un mar de cabezas, y cuando lo ve desaparecer, porque Él ha caído en tierra, a ella también se le derrumba el alma como bajo el peso insoportable de una cruz invisible. Y ya están los dos sobre la cima trágica. Y hubo un silencio pavoroso en el Calvario. Un sonido vibró en el silencio; el golpear del hierro contra el hierro, del martillo sobre el clavo.- Todos contuvieron el aliento. Luego aumentó el sonido lacerante del hierro 2
golpeando sobre el hierro, golpeando, vibrando la tierra y el aire y los cielos, como si sobre ellos golpeara el martillo, y no queda en la tierra, en el aire, en el cielo otro sonido que el golpear del hierro sobre el hierro, del martillo sobre el clavo. Y a Ella aquel golpear del hierro sobre el hierro se le entraba por los oídos del cuerpo, y le golpeaba en el alma y los tres clavos se le fueron hundiendo a martillazos, y ya no oía otra cosa que el golpear del hierro sobre el hierro, el golpear del hierro... Después, contra el cielo cárdeno de aquella tarde, porque el sol se eclipsó para no contemplar tales horrores, vio cómo levantaban el cuerpo santo, como un guiñapo chorreando sangre, bamboleándose, descoyuntándose todas las articulaciones, también a ella se le desarticulaba el alma, y todas las contracciones y todos los gestos dolorosos del Crucificado eran contracciones de su alma de Dolorosa. Y cuando Él gritó que tenía sed, ella sintió la lengua seca como un ladrillo en el horno del alfarero, según la tremenda expresión del profeta; y cuando Él gritó su desolación y su desamparo, ella sintió su alma como una caverna de soledad, la tierra y el monte, la ciudad y los valles, el cielo y el sol, a ella se le iban entrando apretadas y negras hasta el fondo de su corazón desolado. Agonía del crucificado, agonía de todas las agonías... Agonía del pobre cuerpo que se retuerce en el madero como un gusano, agonía del alma del ajusticiado, agonía consciente y lúcida que Cicerón describió con un adverbio tremendo -maximum supremumque suplicium-. Los condenados a muerte en la cruz pierden la vida guttatim -gota a gota-. Agonía del crucificado, el “maximum supremumque supplitium”, el más tremendo de todos los suplicios, como lo llamó Cicerón. Agonía lúcida y consciente porque el ajusticiado asiste con una conciencia clara a su propia muerte y ve cómo la vida se le va escapando así: gota a gota, y siente cómo se le van vaciando las venas y las arterias y el corazón, y la vida se la va escapando gota a gota, una partícula de su vida en cada gota de sangre. Después aquel estertor terrible de los pulmones sin oxígeno, después un gemido apenas perceptible, como el gemido de un niño enfermo, después el silencio total, el cuello tronchado, los ojos fuera de las órbitas, la lengua seca colgando fuera de los labios cárdenos y la cabeza caída hacia la tierra, ojos tremendamente abiertos, y todo el cuerpo como una masa inerte gravitando sobre los clavos. Agonía de Jesús, agonía de María. La más tremenda de todas las agonías, pues cuando se le separó el alma del cuerpo, ella sentía también el frío acero de la espada que le anunció el anciano Simeón hundiéndosele en el alma hasta la línea de separación entre el alma y el espíritu, agonizando con aquella agonía. Y el agonizante dio una gran voz. Inclinó su cabeza y expiró. Para Él todo estaba terminado. Su cuerpo quedó en la inmovilidad total, y su espíritu estaba en las manos del Padre, en la quietud del reposo total y definitivo. Para María, no, no ha terminado. Ella no podrá olvidar. Pero la pasión de Cristo tuvo una prolongación, una resonancia, un eco en el alma de María. Para Él todo había terminado. Para ella no. Como los hachazos del leñador de nuestros montes resuenan y se repiten mil veces en los valles y en las laderas, en las rocas y en las cumbres, toda la pasión de Jesús seguía repercutiendo, repitiéndose en el alma de la Dolorosa. Él ya no hablaba, no se quejaba, pero todas sus palabras, todos sus quejidos, todos sus gritos seguían sonando en el alma de ella; ya no se oía el golpear del hierro sobre el hierro, pero el sonido vibrante, dilacerante seguía martilleándole sobre el corazón; a Él ya no le punzaban las espinas, pero a ella le parecía llevar sobre su cabeza una corona invisible. Y cuando aquel soldado empuñó la lanza, midió la distancia, distancia infinita entre Dios y la criatura, 3
tomó impulso y hundió en el costado frío, entre las costillas del mártir el palmo de acero, su cuerpo ni siquiera se estremeció. Pero ella sintió que la punta acerada se le hundía hasta la división del alma y el espíritu, y comprendió lo que significaba aquella espada que ya le había dicho Simeón que le traspasaría el alma. Ella le fue arrancando una a una las espinas, pero a ella ya nadie podría arrancárselas, pues para siempre siempre sentiría en la cabeza las mil punzadas de una corona invisible. Y vedla por un momento sosteniendo entre sus brazos el cadáver yerto. Vedla seguir como una sonámbula la fúnebre procesión del santo entierro. Vedla pasar la losa fría que la separa de la presencia dolorosa y consoladora del Hijo muerto. Ved a la Reina de los Dolores volver a Jerusalén desolada y pálida, más pálida que la pálida reina de la noche, a la luz de la luna. Ved a la Soledad. Pero ¿es esto todo? Si esto fuera todo, podríamos decir que el dolor de la Dolorosa y el desamparo de la Soledad no son un dolor y un desamparo únicos; podríamos decir que también otras madres se han quedado sin sus hijos. Podríais decírmelo vosotras, madres que habéis visto a los vuestros agonizar en sus cunas o en sus lechos convertidos de repente en ataúdes; madres que los habéis visto entre cuatro cirios con las manos cruzadas sobre el pecho, con las caras amarillas más amarillas que la luz amarilla. Más: es que habéis escuchado el fúnebre martillear de los martillos como aquellos del Calvario que clavaban la tabla forrada de luto que os arrebataba también el triste consuelo de su presencia; madres que habéis besado aquella tabla porque ya no le podíais besar a él. Madres que lo habéis visto salir de casa mientras lloraban las campanas y sonaban los cantos fúnebres de la iglesia; madres que habéis visto vuestra casa, ayer nido de amor y alegría y hoy cueva triste y vacía de soledad y de recuerdos tristes, que ya no sabéis mirar sino la silla donde se sentaba o el lecho donde reposaba; madres que no os atrevéis a pasar cerca del camposanto, o si os acercáis allí es para mirar a través de la puerta el montón de tierra que os lo oculta para siempre; madres desdichadas que no habéis tenido ni estos dolorosos consuelos, que no habéis visto a vuestros hijos muertos, porque murieron lejos, al otro lado de los mares, en una trinchera o en un campo de batalla; madres más desgraciadas porque os mataron el hijo delante de vuestros ojos. Así le mataron el suyo a la Virgen de los Dolores. Vosotras tenéis el derecho de decirme que vuestro dolor es comparable al de la Virgen de los Dolores. Vosotras tendríais derecho a dirigiros a ella con la célebre estrofa de la Leona de Castilla: “Madre de Dios, Divina Nazarena; solo el agudo diente de esta pena faltaba entre la angustia de mis males y entre tantos dolores para llevar también, cual Tú, clavados sobre mi corazón siete puñales”… Claro que yo podía contestaros con san Bernardo que la medida del dolor es el amor y que ninguna madre amó a su hijo como amó al suyo María; que no ha habido corazón de madre semejante a su corazón; que no ha habido Hijo como Jesús ni madre como María. Diría una gran verdad. Pero no habría bajado con eso al abismo sin fondo del dolor y de la soledad de la Virgen. La soledad de María es un misterio. La soledad de María no fue simplemente quedarse sin Jesús. La soledad de María no puede iluminarse sino a la luz misteriosa de aquel grito, de aquella cuarta palabra que lanzó el Crucificado entre las tinieblas del Calvario, aquel grito que hizo estremecerse de sorpresa y de compasión a los cielos y tierra: Éli, Éli, lamma sabathtani -Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?- Palabras escandalosas que han hecho blasfemar a algunos herejes. Porque blasfemó Calvino, aquel hombre de hielo y de hierro, aquel frío reformador de Ginebra, cuando dijo que 4
Cristo en la Cruz sintió la pena de daño de los condenados, que aquel fue un grito de desesperación como los que suenan en los infiernos. Blasfemó Lutero cuando se atrevió a afirmar que por estar Cristo en la Cruz cubierto con los pecados del mundo fue odiado y maldecido por el Padre y que en Él se cumplió a la letra el anathema antiguo: “Maledictus qui pendet in ligno” -maldito el que cuelga en el madero-. Blasfeman, mejor dicho, no saben lo que se dicen esos que pintan al Crucificado como odiado por el Padre. No supo lo que se decía Bossuet al afirmar que Dios lanzaba miradas de cólera sobre su Hijo en la Cruz para poder mirarnos a nosotros con misericordia. No, no y no. Él Padre nunca dejó de amar a su Hijo con infinito amor. Y si pudiésemos hablar de oscilaciones o altibajos en ese amor, tendríamos que decir que nunca fue Cristo amado por el Padre como en esos momentos en que por cumplir su voluntad se hizo la víctima el Cordero de Dios que borra los pecados del mundo, que fue entonces cuando el Padre, como en el famoso cuadro de El Greco, tomó en sus brazos el cuerpo magullado y lo besó en la frente mientras el Espíritu Santo acariciaba con sus alas de paloma la cabeza ensangrentada. No. No es que el Padre haya dejado de amar a su Hijo, no es que Hijo haya dudado por un momento del amor del Padre. Y sin embargo grita como una pobre criatura desvalida: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Misterio tremendo. Él Hijo es amado; el Hijo se sabe objeto de ese amor; pero ese amor no iluminaba su pobre sensibilidad humana, como si una nube negra la eclipsara; arriba estaba el sol de aquella tarde, pero el Calvario era como una noche cerrada y negra, como esos días en que en las cimas de nuestras montañas luce esplendoroso el sol mientras el valle está sumergido en un mar denso de tinieblas. Jesús y María. Nunca amó Dios más a su Hijo que en las horas de la pasión, ni amó más a su Madre que en estas horas. Arriba la serenidad de la fe, la seguridad del amor; y abajo la sensibilidad humana zarandeada con una sensación misteriosa, pobre barquilla desmantelada y rota, encallada ente las rocas de ese monte de la Calavera. Arriba la fe inconmovible y la esperanza intacta y la seguridad de ese amor, pero abajo se diría que todas esas noches se han condensado en una sola noche, todas las amarguras en una sola amargura, todas las angustias en esa que llaman los andaluces la séptima angustia, todas las espadas en una sola espada, en esa espada solitaria que lleva clavada en su pecho la Macarena de Sevilla. Y ella lanza en su soledad el mismo grito penetrante de su Hijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Pero, ¿por qué?, ¿por qué ese abandono? ¿Por qué ella, la pura, la inmaculada sufre? Es la Dolorosa, porque la Inmaculada es la Soledad, porque la Bien Amada es la abandonada. Y, hermanos míos, no hay otra respuesta sino el misterio de nuestra fe. Los inocentes padecen para salvar a los culpables; no hay otra respuesta sino la que cantamos en el Credo de nuestra fe: Propter nos et propter nostram salutem. Por nosotros y por nuestra salvación fue ella la Dolorosa, la Soledad, la Abandonada. Nuestro abandono de Dios es el pecado, pagado por aquel tremendo abandono. Por eso nosotros, responsables de tanto dolor. Su hijo ha muerto, pero ha muerto asesinado por todos nosotros. Por más que hagamos, no podemos echarnos de encima ese muerto; no podemos echarlo de nuestra conciencia. Todos los protagonistas de la pasión quisieron quitárselo de encima. Pilatos, quizás el mayor responsable de aquel crimen, pidió una palangana, metió las manos en el agua, se las sacudió, se las enjugó con una toalla y dijo: “Yo soy inocente de la sangre de este hombre”. Y a otra cosa. ¡Qué fácil y qué sencillo! Pero a esa palangana quisieron arrimarse todos. Anás y Caifás: Yo no sé si es inocente o es culpable, pero en buena política conviene que uno muera en vez de todo el pueblo, porque si este vive habrá tumulto y vendrán los romanos y destruirán nuestra 5
nación. ¿Inocente?, ¿Culpable? Es mejor no entrar en el fondo de la cuestión. Pero la política... Judas: ¿y tú qué dices? “Yo, es verdad que lo traicioné, que lo entregué. Ya me habéis puesto para siempre ese mote: el Traidor. Pero yo me arrepentí, yo entregué aquellas treinta monedas que me quemaban las manos como treinta brasas. Yo nunca pensé que las cosas fueran tan adelante. Yo ya me ahorqué, ya me hice justicia. ¿Qué más queréis?”. Y tú, el centurión que lo crucificaste, ¿qué dices? “A mí me mandaron matarlo. Yo no era más que el brazo ejecutor. La justicia de la sentencia no era cosa mía. Pero si yo hubiera sabido que era Dios no lo habría matado. Si yo lo hubiera sabido, hubiera arengado a mis legionarios, hubiéramos formado en torno a Él un cerco de acero con las espadas desnudas y de otro modo habría terminado aquello. Cuando vi cómo moría, ya lo proclamé Hijo de Dios”. Pero nosotros sí lo sabemos. No tenemos la excusa de la ignorancia. Nosotros sabemos que aquel muerto, que aquel asesinado es Dios. Y nosotros sabemos que con nuestros pecados fuimos y somos soga de cordel de aquellas sogas con que fue amarrado, cuero de aquellos azotes con que fue azotado, espinas de aquella corona con que fue coronado, madera de aquella Cruz en que fue colgado, hiel y vinagre de aquella bebida con que fue abrevado, hierro y acero de aquella lanza con que fue traspasado. Nosotros sí sabemos que al pie de aquella sentencia estaba nuestra firma; nosotros sí sabemos que tenemos su sangre en nuestras manos y en nuestra conciencia; que no podemos acercarnos a la palangana de Pilatos porque no hay agua en todos los ríos ni en todos los mares capaz de borrar ni una gota de aquella sangre; nosotros tenemos que mirarnos las manos como la mujer de la tragedia inglesa y decirnos: "Cuánta sangre, Dios mío, cuánta sangre; parece mentira que un cadáver tan pequeño tuviera tanta sangre". Pero sí, hermanos míos. Hay un agua que puede borrar esa sangre. Y es el agua salobre de nuestras lágrimas y de nuestro arrepentimiento. Nosotros, los viñadores que matamos al Hijo, tengamos piedad siquiera de la pobre madre, de la Dolorosa, de la Soledad, de la Abandonada. Subamos esta noche al Calvario. Acerquémonos a Ella con su Hijo muerto en los brazos y digámosle con el alma de rodillas: "Virgen de los Dolores, Reina del manto negro, Madre de los Siete cuchillos, Tú, la abandonada por nuestro abandono, en esta noche de tu soledad pide por nosotros para que nunca te abandonemos ni a tu Hijo ni a ti. Y, si a pesar de todo, te volvemos a abandonar, Señora, tú no nos abandones nunca. Aunque mi amor te olvidare, tú no te olvides de mí. Virgen de los Dolores, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén." Serafín PRADO (1910-1987) agustino recoleto
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