LA FAMIGLIA NEL MISTERIO DELLA CHIESA. LA FECONDITÀ DI FAMILIARIS CONSORTIO, 30 ANNI DOPO

Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia Secretaría de Madrid Lección Inaugural del curso 2010-2011, del P.I

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Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia Secretaría de Madrid

Lección Inaugural del curso 2010-2011, del P.I. Juan Pablo II Roma, 11 de noviembre de 2010

“LA FAMIGLIA NEL MISTERIO DELLA CHIESA. LA FECONDITÀ DI FAMILIARIS CONSORTIO, 30 ANNI DOPO” + DIONIGI CARD. TETTAMANZI Arzobispo de Milán “Cuando Dios pregunta al primer hombre: «¿Dónde estás?», Adán responde: «Me escondí de ti» (cfr. Gen 3,9-10), tratando de no estar delante de Dios. ¡No puedes esconderte, Adán! No puedes no estar delante de quien te ha creado, de quien ha hecho que «tú seas», delante de quien «escruta los corazones y conoce» (cfr. Rom 8,27).”1 Es cierto que el hombre no se puede esconder ante Dios, porque no tiene sentido ocultarse ante el que todo lo ve y todo lo llena, pero también es verdad que sí puede esconderse de sí mismo. Es decir, puede perder las referencias vitales que necesita para ser sí mismo. La caída en esa profunda soledad en la que queda sumido Adán nos revela la verdad de la carencia radical que ahora debe sobrellevar. Ha perdido sobre todo el lugar de encuentro con Dios, el paraíso en que todo le hablaba de un don de Dios y una educación divina que le permitía una comunión real con su compañera, “su ayuda adecuada” (Gen 2,18). En cambio cuando se resiste al intentar evitar su mirada en nombre de una malentendida autonomía, se ve desterrado a un mundo hostil, en donde ha de caminar errante y envuelto en la dificultad de una relación atenazada por el deseo y el dominio. Pues se dice a la mujer “buscarás con ansia a tu marido que te dominará” (Gen 3,16). Así lo expresa poéticamente Juan Pablo II en Tríptico Romano expresaba de modo eficaz esta condición de precariedad y de búsqueda que caracteriza al hombre al Mostar la profunda correlación existente entre el deseo del hombre y el plan divino sobre él2. Esta visión de un hombre envuelto en la ambigüedad y sin un lugar donde reposar es posiblemente la imagen más cercana a la situación de la familia en la actualidad. Una familia escondida ante un mundo extraño cuya hostilidad dificulta que se reconozca a sí misma. Una familia que le cuesta reconocer el plan de Dios sobre ella y que se vuelca entonces en la resolución de problemas inmediatos que la ahogan impidiéndole abrirse a un horizonte mayor, nutrirse de una esperanza en la que verdaderamente se puede confiar.

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JUAN PABLO II, Vigilia de la VI Jornada Mundial de la Juventud, (14-VIII-1991), n. 3. JUAN PABLO II, “Imagen y semejanza”, en Tríptico Romano, Universidad Católica San Antonio, Murcia 2003, 33. 34.

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1. La oscuridad del actual contexto cultural Los obstáculos que se levantan en la actualidad contra la vida familiar son tan formidables que parece lógico este replegamiento sobre sí misma. En primer lugar, se extiende un lenguaje ambiguo que confunde la familia con cualquier otro tipo de relación afectiva. Detrás de esta confusión se da una reducción encubierta de la identidad familiar a sus funciones, por lo que se presenta como plausible su sustitución por otras formas. Se trata de los denominados “modelos de familia” que han marginado su definición a su significado esencialmente sociológico o político3. En realidad, la oscuridad que se envuelve a la familia y la empuja a encerrarse en sí misma es una falta de reconocimiento de los bienes fundamentales que la definen. No es extraño este hecho en una sociedad que ignora el papel del bien común4 y que no sabe por tanto agradecer el bien inmenso que recibe de la familia y que consiste fundamentalmente en el cuidado del hombre en cuanto tal5. Se trata de un hecho antiguo dentro de un proceso prolongado que por la separación de racionalidades entre el ámbito público y el ámbito privado se ha querido definir el primero a base de acuerdos y se ha relegado a la familia a un intimismo afectivo, que se comprenden como sin relevancia en el ámbito público. Por el contrario, el papel de la familia es máximamente social, porque consiste en formar el “lugar privilegiado” en el cual se recibe al hombre como un don6 y donde se hace posible la educación y el crecimiento. Ya en su misma existencia la familia aporta valores insustituibles tanto para la vida como para el desarrollo personal y social. Es un elemento muy fuerte de unión, no de distancia, entre lo público y lo privado. Esto se puede verificar en todas las ocasiones en las que la familia se entrelaza con la sociedad: desde la comunidad cristiana, a la escuela, al trabajo al voluntariado o al asociacionismo social, hasta su desarrollo en la vida pública. Este cuidado del hombre, como la tradición cristiana ha sabido evidenciar, consiste sobre todo en acoger un amor incondicional necesario para que el hombre pueda reconocerse a sí mismo. En esta correlación entre persona y amor que es una de las grandes aportaciones cristianas a la humanidad se descubre que la familia no se puede definir simplemente por la realización de unas funciones, sino que es necesario referirse a la configuración de la identidad humana que, en primer lugar es una identidad filial., esto es, recibida de Otro. Era precisamente tal filialidad la que le era difícil de reconocer a Adán, falto según el relato del Génesis de una referencia paternal. 2. El ocultamiento de la fecundidad Según el relato genesiaco, a la dramática soledad en la que queda el hombre, la providencia divina responde ofreciéndole nuevas razones de esperanza. Dios reserva a la humanidad tentada de dudar de sus beneficios un don magnífico: la fecundidad. El Señor anuncia así que será el linaje de la mujer el que venza a la serpiente (cfr. Gen 3,15). Se trata de una de las experiencias humanas más intensas, que permite ver, dentro del valor inestimable de a vida que da el gozo y el futuro de la humanidad, la referencia al amor de Dios que la dona, suscitando gratitud y estupor. Es Dios que responde a las dudas e inquietudes del hombre al renovar su amor incondicionado hacia él, descubriéndole nuevos caminos, y volviéndole a dar su confianza. Y la respuesta de la humanidad resuena en el caso de alabanza de Eva, la madre de los vivientes, cuando al recibir a su hijo en sus brazos exclama asombrada: “He adquirido una varón con el favor de Yahvéh” (Gen 4,1). Podemos ahora comprender la enorme fractura que ha ocasionado la actual dificultad de percibir la procreación como un don. Un hijo, es verdad, constituye al mismo tiempo un don y una tarea. Acoger la vida significa no solo consentir en su nacimiento, sino hacerla crecer, educarla paso a paso, para que no le falte lo que su humanidad, 3

Cfr. J. HAGAN , “Nuovi modelli di famiglia”, en PONTIFICIO CONSIGLIO PER LA FAMIGLIA, Lexicon. Termini ambigui e discusi su famiglia, vita e questioni etiche, EDB, Bologna 2003, 635-639. 4 Cfr. BENEDICTO XVI, C.Enc. Caritas in veritate, n. 7. 5 Cfr. C. CAFFARRA, Familia e bene comune, Prolusione per l’Inaugurazione dell’Anno Académico 2006-2007 del P.I. Giovanni Paolo II, Città del Vaticano 2006. 6 Cfr. JUAN PABLO II, Ex.Ap. Familiaris consortio, n. 28.

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presente y futura, necesita. Esto exige mucho. Pero, antes de ser una tarea un hijo es ante todo un don inconmensurable. Por ello, la oscuridad ha llegado a lo que era la fuente real de la esperanza. Por eso cerrarse al don de la vida muchas veces sin condiciones y a priori, es una de las más graves dificultades que amenazan a la familia actual. El amor por su naturaleza misma es fecundo: genera vida y la regenera en quien la acoge. Una vez rota la relación básica entre amor y procreación, queda la fragilidad de un amor sometido al simple arbitrio humano. Se hace ahora necesaria una vigilancia extrema acerca de la “cultura de muerte” que no sabe reconocer adecuadamente la vida humana en sus momentos más débiles como es la naciente o la enferma7. Y como he podido afirmar tantas veces, ¡los derechos de los débiles no son derechos débiles! ¡Todo lo contrario! 3. La realidad de un lugar para la vida No podemos quedarnos en la simple visión de una familia tentada a abandonarse al encerramiento y el desaliento. La Iglesia, desde los primeros síntomas de tal dificultad ha buscado anunciar a la familia un mensaje de esperanza. Así tras la declaración del sínodo de Lambeth que aceptaba la licitud de la anticoncepción, Pío XI con su clarividente encíclica Casti connubii propuso un camino de salida al ofrecer a la familia un “lugar” donde puede recobrar su identidad cada vez más amenazada a partir de la mirada amorosa de Dios. Este lugar es la Iglesia, en la que la comunidad doméstica, llamada a llegar a ser cada vez más iglesia, se encuentra con la Iglesia universal. La familia cristiana que tiene un papel específico en educar en la fe y dar testimonio de ella, y la Iglesia entera debe estar cerca de ella y ayudarla a descubrirse a sí misma para que no pierda su identidad sino que la recobre siempre con gozo y responsabilidad. Este empeño de la Iglesia alcanzó una cumbre en el Concilio Vaticano II que es el que por vez primera pone el matrimonio y la familia dentro de una visión global del plan de Dios8. En el mismo momento en el que, con la revolución sexual que estalló en los años sesenta, la fractura de la imagen de Dios contenida en el matrimonio y la familia se hizo máxima, la Iglesia desarrollaba una amplia reflexión en relación a su maternidad sobre la familia. Se introducía así una novedad muy relevante desde un punto de vista exquisitamente doctrinal antes que pastoral: la de la existencia de una relación de circularidad entre la familia y la Iglesia, en cuanto la familia se comprende como Iglesia doméstica9 y la Iglesia entera se entiende a sí misma como una “gran familia”, la “familia de los hijos de Dios”. No fue otra la comprensión que de este acontecimiento eclesial tuvo el venerable Juan Pablo II que, primero como obispo auxiliar, y luego, como arzobispo de Cracovia, comprendió el Concilio como un momento de gracia en la profunda relación que establecía entre la Iglesia y la familia. En esta perspectiva el papa Wojtyla se expresó durante la Vigilia del Primer Encuentro Internacional de las Familias en Octubre de 1994 dentro del Año Internacional de la Familia10. A la pregunta clave del Concilio: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?” con la respuesta: “¡Tú eres, Lumen gentium!, Tú eres, ¡luz de las gentes!”; unió en esa noche la pregunta dirigida a todas las familias: “Familia, ¿qué dices de ti misma?” y que respondió con su profetismo típico haciéndose portavoz de todas las familias: “Familia, ¡tú eres gaudium et spes! Tú eres, ¡el gozo y la esperanza!” El paralelismo que Juan Pablo II reconocía entre la Iglesia y la familia –tras haber pasado la primera parte de su pontificado mostrando a la Iglesia y al mundo “el Evangelio del matrimonio y la familia”- nos ofrece la clave de comprensión del significado profético de la exhortación apostólica de la que ahora hacemos recuerdo, escrita con la clara conciencia de los tormentosos debates de los años posconciliares que tuvieron como epicentro la cuestión del matrimonio y la familia: se debe pensar en el debate que siguió a la publicación de la Humanae vitae de Pablo VI11. Juan Pablo II supo así reconducir a una profunda unidad las realidades de la Iglesia y de la familia, dentro de su distinción, mostrando el pleno valor de ambas y su aportación insustituible en vista de Nueva Evangelización.

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Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Evangelium vitae, n. 12. CONCILIO VATICANO II, Const.Pas. Gaudium et spes, n. 47. 9 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const.Dog. Lumen gentium, n. 11; ID., Dec. Apostolicam actuositatem, n. 11. 10 Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a las familias (8-X-1994). 11 Cfr. D. TETTAMANZI, Un’enciclica profetica. La Humanae vitae, Ancora, Milano 1988. 8

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4. La Nueva Evangelización: la unidad entre la fe y la vida Con esta perspectiva, nos insertamos más profundamente en la realidad vivida de la Iglesia en la cual resuena con fuerza la vitalidad de tantas familias cristianas que viven su vocación con una fuerte determinación en el signo de una gran esperanza su específica vocación a la santidad. Esta aproximación a la relación Iglesia-familia nos destaca entonces el gran problema que latía detrás de las diferentes disputas posconciliares y nos remite a la afirmación de la Constitución pastoral Gaudium et spes según la cual: “la ruptura entre la fe que profesan y la vida ordinaria de muchos debe ser contada como uno de los más graves errores de nuestro tiempo”12. Es la misma objeción que ha sabido traducir con gran acierto la encíclica Veritatis splendor al insistir: “La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra más grave y nociva dicotomía: la que se produce entre fe y moral.”13 En otros términos, el vínculo recíproco Iglesia-familia que se subraya de un modo concreto y específico en la exhortación Familiaris consortio, es en primer lugar la constatación de que la Nueva Evangelización debe tener como objetivo primero la superación de dicha dicotomía que tiene como referente privilegiado la vocación cristiana al matrimonio y la familia. 4.1. Una Iglesia puesta en cuestión

A partir de esta intuición es, es más fácil individuar y determinar los puntos esneciales en los que la imagen de Iglesia quedó ensombrecida en los años inmediatamente posteriores al Concilio. En primer lugar, se hizo notar una dificultad en la comprensión de la relación Iglesia-mundo y que se enturbió por una recepción simplemente sociológica de la idea de Pueblo de Dios que había proclamado el Concilio14. En segundo lugar, el concepto de autonomía que el Concilio había proclamado respecto de las realidades humanas como un modo específico de reconocer los “signos de los tiempos” en la actualidad histórica15, fue reinterpretado en la forma secularizada, olvidando que los signos de los tiempos representan ocasiones favorables para que la Iglesia – y la familia, a partir de lo que se ha dicho antes- respondan prontamente a la llamada que la gracia divina inspira en la historia. En consecuencia, la visión cristiana sobre la vida corría el riesgo de reducirse a una inspiración de fondo, incapaz de dirigir los actos particulares y concretos de los hombres. Pero más relevante que los debates intraeclesiales, fue la rápida y drástica secularización de la sociedad característica de nuestra época actual que ha causado los cambios de la moral practicada correctamente. Fundamentos éticos transmitidos casi sin cambios por generaciones –piénsese en la ética matrimonial y familia- se pusieron en discusión en el arco de pocos decenios; costumbres que parecían radicados sólidamente en los países caracterizados por una intensa tradición cristiana, mostraron rápidamente que se apoyaban en fundamentos más frágiles de lo que se presuponía pacíficamente poco tiempo antes. A la Iglesia se le pedía siempre más ser realmente el “lugar” luminoso, capaz de una fidelidad serena y fuerte al Evangelio, como referencia y sostén para las elecciones, familiares y sociales, que en tiempo muy rápido pasaban de ser comúnmente compartidas a ser individuales y heroicas. Piénsese en las familias numerosas en un tiempo normales y que en el paso de pocos años pasaron a ser excepciones. En verdad, un tiempo de prueba, en el que el Señor nunca deja de ayudar con su gracia: y incluso en las pruebas más dramáticas para la Iglesia, llegan a ser por el don de Dios ocasión de purificación y de profundizar en su vínculo con su Fundamento irrenunciable: Jesús, su Señor. 4.2. La familia, un camino para la Iglesia

En estos momentos tan inciertos irrumpió en toda su dimensión la figura de Juan Pablo II. El cual, a partir de su misma experiencia pastoral del matrimonio y familia que había marcado todo su camino sacerdotal y episcopal, supo dar a la Iglesia un camino de esperanza. De modo que si señaló desde el principio de su Pontificado que “el hombre 12

CONCILIO VATICANO II, Cons. Pas. Gaudium et spes, n. 43. JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 88. 14 Cfr. J. RATZINGER, Il nuovo popolo di Dio. Questioni ecclesiologiche, Queriniana, Brescia 41992. 15 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Cons.Pas. Gaudium et spes, n. 36. 13

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es el camino de la Iglesia”16, es porque tenía en mente que “entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante”17. Esto es así, porque en la familia se pone en juego la vida de los hombres ya que es el modo como las personas normalmente se plantean la propia vida en la búsqueda de un cumplimiento, de una plenitud. Es aquí donde se inserta con un papel central la categoría tan novedosa de la “vocación al amor” que une de modo directo la encíclica Redemptor hominis (n. 10) con la exhortación Familiaris consortio (n. 11). En esta última es donde leemos: “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y semejanza y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano” (n. 11). Es la misma categoría que, con la fórmula “creer en el amor” como “elección fundamental de la vida”, llevará a Benedicto XVI a afirmar que: “así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”18 Esta radicación de la vocación en el ser mismo del hombre en el momento en que se hace consciente de sí mismo, tiene como camino natural y paradigmático la relación hombre y mujer. Es aquí donde hay que hablar de “antropología adecuada” que es la clave interpretativa fundamental de la propuesta interna de Familiaris consortio con toda la novedad que esto supone19. El punto central de esta revisión es desenmascarar un “concepto perverso de libertad”, cerrada a Dios y al hombre y dramáticamente individualista20, recurriendo para ello a otra concepción intrínsecamente finalizada en la comunión de personas21. De este modo vocación y libertad se unen de un modo ejemplar en la elección de la persona a la que entregar la vida que se realiza en un acto de amor esponsal. Lo cual necesita tener como una referencia la familia con el sentido profundo del acto de amor esponsal en el que se vive una especial plenitud humana. Es fácil ver la profunda coherencia de estas propuestas de una renovada visión de la vocación, una “antropología adecuada” de carácter esponsal y su relectura en torno a la verdadera libertad filial –como las respuestas que a Iglesia requería en la perspectiva de una Nueva Evangelización y así se evidencia la necesidad de que la familia sea el quicio de la misma. 5. La Iglesia y la familia como comuniones Es en este marco donde surge la idea de la “eclesiología de comunión” como la clave interpretativa de una renovada conciencia eclesial. El Sínodo extraordinario de 1986 afirmaba: “la Eclesiología de comunión es la idea central y fundamental en los documentos del Concilio.”22 Es preciso reconocer que la comunión, en cualquier nivel que se tome, se hace significativa a partir de esa “communio personarum” que es la familia (cfr. Familiaris consortio, nn. 18-21). La Iglesia así tiene conciencia de ser el ambiente vital en el que el cristiano es capaz de vivir una experiencia profunda de comunión que define al hombre en sus dimensiones más profundamente relacionales, y que puede descubrir mediante la experiencia de un amor recibido y donado. La revelación originaria del amor pasa a ser así el inicio de un camino que ha de llegar a trasfigurar la entera vida humana. Es así como se constituye un vínculo 16

Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Redemptor hominis, n. 14: “este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención.” 17 JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 2. Para su contenido: cfr. D. TETTAMANZI, La famiglia via della Chiesa, Ed. Massimo, Milano 1991. 18 BENEDICTO XVI, C.Enc. Deus caritas est, n. 1. 19 Que se apoya para ello en: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, XIV, 3; XXV, 2; XXVI, 2. 20 Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Evangelium vitae, n. 21. 21 Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 86: “la libertad, pues, tiene sus raíces en la verdad del hombre y tiende a la comunión”. 22 SÍNODO DE LOS OBISPOS, II Asamblea extraordinaria (1985), Relatio finalis, II, C, 1. Se desarrolla en: CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, C. Communionis notio (28-V-1992). www.jp2madrid.org

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de máxima intesidad entre la Iglesia como sacramento de salvación23, como el lugar donde se realiza la comunión entre Dios entre los hombres, y la familia, como primera experiencia real de comunión, en la que no solo el hombre nace, sino en la que es amado y aprende a amar. Volvamos a escuchar un texto de Familiaris consortio que invita a “examinar a fondo los múltiples y profundos vínculos que unen entre sí a la Iglesia y a la familia cristiana, y que hacen de esta última como una «Iglesia en miniatura» (ecclesia domestica), de modo que se, a su manera, una imagen viva y una representación histórica del misterio mismo de la Iglesia.” Así se explica: “Es ante todo la Iglesia Madre la que engendra, educa y edifica la familia cristiana, poniendo en práctica para con ella la misión de salvación que ha recibido de su Señor (…) Por su parte, la familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la Iglesia, que participa, a su manera, en la misión de salvación que es propia de la Iglesia. Los cónyuges y padres cristianos en virtud del sacramento, «poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida» (Lumen gentium, n. 11).” (n. 49). Una síntesis de la “eclesialidad” de la familia cristiana la encuentro en un sugestivo texto de A. Rosmini para el cual es: “el símbolo y el compendio de la Iglesia universal, fundad sobre la misma piedra. Y esta, como pequeña iglesia encerrada en las paredes domésticas se perpetúa junto con la gran Iglesia y se desarrolla y florece con Ella”24. Esta vínculo entre la comunión eclesial y la comunión familiar se da en el signo de la reciprocidad pero comporta también su diferencia. La primera nace de lo alto y remite al don de sí de Cristo: entrar en ella exige una conversión que tiene como signo primero el Bautismo y como realización específica la Eucaristía. La segunda, en cambio, se puede considerar como “presacramento”25 porque incluye el descubrimiento del “lenguaje del cuerpo” que toda persona humana percibe en su experiencia más íntima a modo de vocación a un amor pleno. Según Juan Pablo II la relación entre estas dos dimensiones corresponde a la que existe entre revelación y experiencia de comunión humana, de modo que dentro de cualquier experiencia de comunión, incluso las más elementales, el hombre puede descubrir el plan de Dios. La relación al Otro (con mayúscula) y al otro, siempre se entrelazan y se enriquecen mutuamente, como nos testimonia la palabra de Jesús sobre el único mandamiento del amor (cfr. Mc 12,28-34). Porque todos están llamados a amar, a relacionarse con la verdad hasta alcanzar la plena comunión. Es la familia la más inmediata encarnación histórica de este amor, porque permite que se realice en todas sus dimensiones el “don sincero de sí” (Gaudium et spes. 24, para Juan Pablo II a tener en cuenta en estrecha relación con Gaudium et spes 22), que es la base de la vocación de toda persona humana. La afirmación de que el hombre “no puede encontrarse a sí mismo sino en el sincero don de sí” (plene seipsum invenire non posse nisi per sincerum sui ipsius donum), aclara el nexo entre la vocación al amor y el misterio de la comunión entre personas. El “don de sí” es en verdad el elemento clave para definir tal comunión y, desde el momento que incluye el don de la intimidad con todas sus consecuencias, es el elemento que permite calificar un amor como “amor esponsal”. La correlación entre el Amor divino y el amor humano, entre el papel de la Iglesia y la familia, se ve ahora enmarcada en la revelación del fundamento del amor esponsal en el amor filial por el cual el hombre “es la única criatura que Dios ha querido por sí misma” (Gaudium et spes, n. 24). Si la Iglesia representa para la familia el lugar donde recibir el amor del Padre en una filialidad específica, la familia es para la Iglesia el lugar privilegiado de su fecundidad, de la maternidad que recibe de Cristo y es asegurada por el Espíritu Santo en cuanto alma de la Iglesia. En esta perspectiva escribe la Familiaris consortio: “Por eso (los cónyuges y padres cristianos) no solo «reciben» el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad «salvada», sino que están también llamados a «transmitir» a los hermanos el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad «salvadora». De esta manera, a la vez que es fruto y signo de la fecundidad sobrenatural de la Iglesia, la familia cristiana se hace símbolo, testimonio y participación de la maternidad de la Iglesia” (n. 49).

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Cfr. CONCILIO VATICANO II, Cons.Dog. Lumen gentium, n. 1. A. ROSMINI, Del matrimonio, Città Nuova Editrice, Roma 1977, p. 329. 25 Cfr. JUAN PABLO II, Tríptico romano, II, 3. 24

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6. La acción de la Iglesia y la vida de las familias La perspectiva teológico-pastoral de la Familiaris consortio representa entonces una novedad radical para toda la Iglesia. No solo propone una acción pastoral centrada en el acompañamiento de la vocación al amor y no en una propuesta de carácter intelectualista, sino que se concentra en la formación de personas y no en actividades. Formar significa constituir un “sujeto cristiano”, primero como persona y luego como familia, que sea capaz de reconocer y traducir en la realidad la vocación al amor, descubierta y vivida en el encuentro con Cristo y su seguimiento. La perspectiva pastoral que emerge de Familiaris consortio es ante todo la de una Iglesia testimonial, capaz de decir al mundo la maravillosa novedad del amor de Dios. Es una comunidad cristiana que sabe guiar interiormente a la persona hasta la plenitud de un don de sí vivido, típico del amor esponsal. En esa perspectiva está presente una teología y una hermenéutica del don como nota característica de la entera vida personal, familiar y eclesial. El significado profundo de vivir es el amor y amar, esencialmente, significa donar. Del mismo modo que es importante reclamar que “no es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2,18) es esencial que tampoco “la familia esté sola”, que pueda apoyarse en la fuerza interna de la gracia que la Iglesia ofrece desde la entrega de Cristo como esposo y de su Espíritu. La Iglesia llega a ser así el “lugar” donde se saca a las personas de la soledad que conduce a la lejanía de Dios y, en consecuencia, de los significados profundos de la propia vida. 6.1. Los pasos de la vocación al amor

La vocación al amor, plenitud de la vida de la persona, nos permite ahora determinar los pasos del itinerario fundamental hacia la propia perfección. Ante todo la vocación no se puede reducir a una serie de funciones a realizar, porque afecta a la identidad misma del hombre. El hombre solo llega a ser sí mismo si toma conciencia de ser constituido por una libertad que tiene necesidad de ponerse en juego hasta el fondo, de encontrar la “buena causa” por la cual vale verdaderamente la pena vivir; gastándose, donándose. Esta buena causa es la propia vocación, la llamada que Dios desvela a cada uno como camino para crecer y permanecer en el amor. Toda la pastoral familiar se puede entonces resumir en educar a amar según la medida del amor de Cristo que constituye la identidad humana. De aquí emergen las formas fundamentales del amor: paterno-filial y esponsal. Todo comienza por “ser hijo” como la relación primordial en referencia al don de la vida en cuanto recibida y llega a plenitud en el donarse recíproco entre el esposo y la esposa que cumple el paso de la vida recibida como don a la transmitida gratuitamente. Solo así “se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse”26: en la definitividad y totalidad, como exige el amor esponsal. De aquí se origina ese nuevo modo de darse en el cual se experimenta una plenitud sin comparación: la fecundidad. La generación de la vida descubre una dimensión nueva del amor, que lo integra y conduce a plenitud. Ser hijos, para ser esposos y llegar a ser padres y madres. Es así como, partiendo de Familiaris consortio, se puede describir el itinerario de la vocación al amor que es el hilo conductor de toda la pastoral familiar. Un don recibido (la filiación), la llamada hacia un don de sí (esponsalidad) y la apertura hacia un don nuevo de Dios que exige del hombre que se done de nuevo (maternidad-paternidad): estos son los significados de cada una de estas relaciones humanas. Son las relaciones que están en la base tanto de la sociedad como de la Iglesia; qie a partir de la amistad de asociarse como en círculos concéntricos, edifican poco a poco los vínculos más importantes sobre los que construyen la sociedad, una civilización: del amor, antes que del odio y la exclusión. En este proceso es como la exhortación apostólica funda las notables y preciosas aportaciones que la familia puede y debe dar a la sociedad y la Iglesia. La transmisión de la fe junto con la educación27, el cuidado de los enfermos junto con la sensibilidad de ayuda a los más necesitados28. Por eso, generar es ya un edificar, junto con la familia, la sociedad: estas no caminan en direcciones opuestas, sino convergentes. Donde una es sólida, lo es también la otra. Generar es salir de sí mismo, llegando a ser desde entonces constructores de un futuro.

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JUAN PABLO II, C.Enc. Evangelium vitae, n. 49. Cfr. JUAN PABLO II, Ex.Ap. Familiaris consortio, nn. 36-39. 28 Cfr. Ibidem, n. 44. 27

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6.2. La configuración de una nueva cultura

Como afirma de muchos modos la Familiaris consortio, el lenguaje del amor familiar, tantas veces marginada por las ciencias sociales, es en cambio esencial para comprender las relaciones existentes entre la familia y la sociedad humana. Por eso es bueno que las comunidades cristianas, y las autoridades públicas de todo nivel, den su propia contribución la familia y estimulando el asociacionismo familiar a fin de que las familias puedan “crecer en la conciencia de ser «protagonistas»29 de la llamada «política familiar» y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad”30. En Caritas in veritate de Benedicto XVI se señala entonces una fraternidad llamada a extenderse de modo universal a toda la familia humana, en vista de un auténtico desarrollo31. Una vez más el amor familiar constituye el modelo básico, insustituible, para todas las relaciones humanas, incluso las más extendidas y complejas. En síntesis, acerca de la dimensión social en cuanto profundamente humana del amor familiar se puede decir que la Familiaris consortio anticipa los puntos esenciales de la nueva Evangelización, finalizada precisamente en la conformación de una nueva cultura, la “cultura de la vida”32 que es la única que puede responder a la “cultura de la muerte” cuyos signos se hacen cada vez más pesados en nuestra sociedad. 6.3. La esperanza que nace de la misericordia

Por último, entre los puntos más originales de la propuesta contenida en Familiaris consortio está la llamada a la misericordia en cuanto dimensión específica de la maternidad eclesial de la cual la familia está especialmente necesitada. Muchas familias en verdad se encuentran como Adán solas y sin puntos de referencia, de modo semejante al hombre asaltado por los ladrones de la parábola evangélica, están necesitadas de la presencia del “buen samaritano” que las asista, sane sus heridas, las sostenga y las cuide. No podemos olvidar que, junto con las dificultades objetivas que pesan de muchos modos hoy sobre la familia, que está llamada a hacerse cargo muchas veces sola de un gran variedad de cuestiones, está también las posibles tensiones internas a la misma que generan desánimo, sentimiento de frustración y puede lacerar el ya amenazado equilibrio familiar. Solo una Iglesia que anima, acompaña, tanto con la acción pastoral como con la ayuda concreta que ofrece a manos llenas el perdón y la palabra refrescante de Jesús permite a la familia y a la humanidad custodiar y promover este extraordinario e insustituible recurso de amor. Es un modo profético de ser Iglesia que distinguió constantemente el pontificado de Juan Pablo II. Él a modo de un nuevo Moisés, ha guiado a la Iglesia en tiempos difíciles, caracterizados por grandes cambios e incluso graves contradicciones, bien consciente de la realidad de una tierra prometida, una tierra fecunda que necesita de la familia para ser sí misma. Es de aquí, de las huellas indelebles de su pontificado como puede comenzar una nueva misión para la Iglesia, como ha afirmado el Papa Benedicto XVI dirigiéndose al Pontificio Instituto Juan Pablo II: “Solo la roca del amor total e irrevocable entre un hombre y una mujer es capaz de fundar la construcción de una sociedad que llegue a ser una casa para todos los hombres.”33 Es verdad, hemos partido de un Adán escondido, pero la Sagrada Escritura termina con la visión de la Jerusalén celeste, una ciudad llena del amor y la plenitud de una luz que mana incesantemente del corazón de Dios y de la que participa la Iglesia. El calor de un amor y la claridad de una luz que hacen que el hombre deje de esconderse, porque se reconoce como hijo. Este es el camino que la Iglesia, ayer como hoy, quiere recorrer con ánimo: ser siempre más y mejor Lumen gentium, gaudium et spes; para todos, ¡cumpliendo el mandato de Jesús!

29

Es necesario referirse a: P. DONATI, Manuale di sociologia della Famiglia, Laterza, Bari 1998; ID., La famiglia come relazione sociale, Franco Angeli, Milano 1989. 30 JUAN PABLO II, Ex.Ap. Familiaris consortio, n. 44. 31 Por ello constituyen lo central de los cc. 3º y 5º de la encíclica Caritas in veritate. 32 Es una indicación precisa del apartado primero de la Carta a las familias, cfr. especialmente el n. 17. 33 BENEDICTO XVI, Discurso al P.I. Juan Pablo II (11-V-2006).

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