LA GRAN HISTORIA DEL PADRE PÍO

Gran Hª P. Pio (16X24) 11,5-15:Maquetación 1 11/07/12 12:18 Página 5 Sandro Mayer y Osvaldo Orlandini LA GRAN HISTORIA DEL PADRE PÍO Traducción Ale
Author:  Jaime Silva Rubio

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Sandro Mayer y Osvaldo Orlandini

LA GRAN HISTORIA DEL PADRE PÍO

Traducción Alejandro Pradera

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Primera edición: octubre de 2012

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Título original: La grande storia di padre Pio © Cairo Publishing S.r.l., 2008 © De la traducción: Alejandro Pradera, 2012 © La Esfera de los Libros, S. L., 2012 Avenida de Alfonso XIII, 1, bajos 28002 Madrid Tel.: 91 296 02 00 • Fax: 91 296 02 06 www.esferalibros.com ISBN: 978-84-9970-323-7 Depósito legal: M. 25.197-2012 Fotocomposición: Versal CD, S. L. Fotomecánica: Unidad Editorial Imposición y filmación: Preimpresión 2000 Impresión: Huertas Encuadernación: Huertas Impreso en España-Printed in Spain

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abía una vez, en la región de Campania, un pueblo pequeñito: PieH trelcina. Pero has de saber que mucho tiempo atrás su nombre era Pretapucina, y que mucha gente sigue llamándolo así. Era un pueblo pequeño pero agradable. Y también has de saber que, el día en que comienza la historia que vas a leer, el pueblo tenía 3.600 habitantes, en su mayoría, campesinos, jornaleros y pastores. No había fábricas, ni tampoco había carreteras asfaltadas. La luz eléctrica no había llegado todavía, estaban probándola únicamente en las grandes ciudades, aunque, en Milán, el teatro La Scala ya había sido iluminado con bombillas, por primera vez, hacía cuatro años. Pero como te he dicho, aquí, en Pietrelcina, por la noche, la gente se alumbraba únicamente con la llama de los faroles de petróleo. De día hacía mucho sol, pero aquel día llovía. El agua se sacaba de los pozos y se llevaba a casa en cubos, a costa de sufrir dolores de espalda. El médico acudía desde la ciudad más cercana, Benevento, que estaba a 13 kilómetros. Pero venía de vez en cuando, a lomos de mula. Sin embargo, había un párroco que era la única autoridad reconocida por todos, porque, aunque tenían al rey, Humberto I de Saboya, en Pietrelcina la gente obedecía sobre todo a las reglas y las órdenes del antiguo Estado Pontificio, con León XIII a la cabeza. Todas las casas estaban encaramadas en una colina, y no tenían color porque las construían con cal de mala calidad y con piedra oscura, basta. Estaban apoyadas en la roca, que en cambio era de color oscuro, unas adosadas a otras, formando estrechas callejuelas y callejones, y sus puertas estaban cocidas por el sol y descarnadas por la lluvia. Las escarpadas pendientes se ensancha7

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ban formando una plazuela donde estaba la pequeña iglesia de Santa Ana. La única escuela era de primaria. Las personas hablaban tratándose de «vos», salvo si eran familiares o muy buenos amigos: una herencia del Renacimiento, cuando el «tú» no se empleaba ni siquiera entre los cónyuges o los amantes. El «usted» estaba reservado únicamente para los altos cargos políticos o eclesiásticos. En Pietrelcina, igual que en otras zonas de Italia, incluso los hijos se dirigían a sus padres utilizando el «vos». Has de saber, lector, que estás a punto de entrar en una historia que se parece a los cuentos: en ella encontrarás buenos y malos; descubrirás las tramas y las conspiraciones de los poderosos que quieren aniquilar el bien; te emocionarás cuando los malvados pidan perdón y cuando la luz, que nos ilumina a todos desde lo alto, permanece encendida cada vez con mayor resplandor. No obstante, esto no es un cuento, lector, sino vida verdadera: una historia que vivieron tus bisabuelos, tus abuelos, tus padres, y que ahora vives tú. Vida verdadera que se parece a una novela, pero que nosotros te ofrecemos con escrupuloso respeto a la verdad; aunque también te contamos las sensaciones, los movimientos, las miradas, los diálogos de los hombres que vivieron esta historia, como si estuviéramos allí, porque tras consultar los documentos que dejaron los cronistas y los escritores, y tras recoger los testimonios de quienes lo vieron en persona, nos hemos sumergido completamente en la historia, hasta que hemos sido capaces de ver ante nuestros ojos aquellas sensaciones, aquellos movimientos, aquellas miradas, y de oír aquellos diálogos. Te hablaba, pues, lector, de ese pueblo que se llama Pietrelcina, y que todavía sigue ahí, igual que hace más de cien años, cuando comenzó la gran historia que vas a leer. En ese pueblo, bañado por los ríos Tammaro y Pantanielli, un día tranquilo, al oscurecer, un grito penetró en todas las casas a través de las ventanas abiertas. —Es Peppa, la mujer de Grazio, que está de parto —comentó la gente. Era exactamente así. En una casa encaramada en lo más alto de la colina, en el barrio de Castello, en el número 32 de la calle Vico Storto di Valle, una mujer estaba dando a luz a un niño. 8

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—¡Vamos, dale, Peppa! ¡Vamos, Peppa!... Ya casi está. Está a punto de nacer. Empuja, empuja. Sigue, sigue. ¡Peppa, ha nacido! —dijo por fin la comadrona, con alivio. Mamá Peppa entrecerró los ojos, el sudor le chorreaba por el rostro. El aire era caliente y húmedo, como su respiración, que ella sentía jadeante. El último dolor llegó como una repentina crecida del Pantaniello, y mamá Peppa dejó de oír la lluvia sobre el tejado y sobre el empedrado. Ya no oía nada. —¡Ay, Virgencita! ¡Qué guapo es! —dijo la comadrona, Grazia Formichelli, levantando bien alto al niño. Para Peppa era su cuarta criatura, y ya sabía cómo iban las cosas de la vida, aunque solo tuviera veintiocho años. La comadre Grazia, la partera, se agitaba contenta porque había terminado su trabajo, y no paraba de hablar: «¡Qué guapo es, qué guapo es!». Pero Peppa solo oía el llanto del niño, porque sí había entendido bien una cosa: era un niño. Peppa no tenía fuerzas para moverse. Incluso aquel día se había levantado al amanecer, había ido a trabajar al campo de Piana Romana: 3 kilómetros a pie. Había limpiado la granja, había atendido a los animales, había controlado el grano. Había regresado: otros 3 kilómetros. Y a las cinco de la tarde había parido. Podía descansar un rato. —¿Está Grazio? —le preguntó con un hilo de voz a la comadrona. —A tu marido han ido a llamarle, ahora viene, Peppa —le respondió. Cuando llegó Grazio ya eran más de las seis, y la habitación estaba llena de comadres y de paisanos que se habían apelotonado en el umbral, en medio de la calle, sobre el empedrado. A Grazio le costó tirar de la mula y meterla al establo, porque el callejón ya era estrecho incluso sin aquellos vecinos curiosos. Después entró, molesto por el bullicio. La comadrona había lavado al niño y lo había fajado ajustadamente. Él se limpió las manos frotándoselas en los pantalones sucios y agarró al bebé. Lo contempló en silencio. —El niño ha nacido limpio, parecía que estaba envuelto en un velo blanco, es una buena señal, será grande y afortunado —dijo la comadre Grazia Formichelli. Grazio no respondió, parecía un tanto preocupado. Pobrecillo, ya había experimentado esa alegría, pero por dos veces se transformó en do9

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lor, porque ya había perdido a dos hijos: a Francesco, con diecinueve días, y a Amalia, con menos de dos años. Quedaba Michele, el mayor, que ya había cumplido cinco años, y aquel niño recién llegado le parecía un poco flacucho. Se lo dio a la comadrona. Miró a su esposa tumbada, se acercó a ella, esbozó una caricia sobre su pelo negro, húmedo y pegajoso, se sacó de un bolsillo del pantalón una flor arrugada, se la ofreció y salió a la calle. El empedrado estaba resbaladizo por la lluvia, y el olor a tierra húmeda se mezclaba con el olor a humo de leña. Pasó por delante de la casa del compadre Tore y olió el perfume de los nabos que estaban cociendo para cenar. Bajó por la pendiente que conducía a Porta Madonnella, donde estaba la hornacina en obra de la Virgen de la Libera, la patrona del pueblo. Se detuvo. Miró a la imagen, apretó los labios. «Otro hijo más. Otra boca que alimentar. Esperemos que crezca deprisa. Virgen mía, encárgate tú», dijo mientras se le humedecían los ojos. Aquel día era el 25 de mayo de 1887. Grazio Maria Forgione tenía veintiséis años, pero aparentaba muchos más, con su rostro marcado por el sol y el esfuerzo. Su esposa, a la que todo el pueblo conocía por el nombre de Peppa, figuraba en el registro civil como María Giuseppa di Nunzio: tenía dos años más que Grazio, porque había nacido en 1859. Benevento, como te he dicho, lector, solo estaba a 13 kilómetros, pero a la gente de Pietrelcina le parecía otro planeta. Por lo demás, a ellos les llegaba muy poco de lo que se había sabido en aquellos días en la ciudad. Esto es, que en el reino se discutía sobre la aventura colonial italiana en África, sobre la caída del gobierno de Agostino Depretis, sobre el rey Humberto I y sobre el papa León XIII. Por lo menos a Benevento llegaba desde Milán algún ejemplar del diario Corriere della Sera, que se publicaba desde hacía once años. En cambio, a Pietrelcina no llegaban los periódicos. Y aunque hubieran llegado, no habría servido de nada: aparte del párroco y de algunas personas acomodadas, ningún adulto sabía leer. También Grazio Maria Forgione y María Giuseppa de Nunzio eran analfabetos, y además, cuando ellos eran niños, en Pietrelcina todavía no había colegio. A Grazio Forgione poco le importaba no saber ni leer ni escribir, porque eso no le hacía falta para su trabajo. Por la mañana se levantaba al amanecer, ensillaba la mula, envolvía un mendrugo de pan en su pañue10

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lo, lo metía en la alforja, junto a un trozo de queso y un poco de vino, y se ponía en marcha. Bajaba desde el barrio Castello y embocaba el camino de Piana Romana, el arrabal donde los Forgione eran dueños de una granja, de un viñedo, de un trozo de tierra, menos de una hectárea, que tan solo daba para cosechar alguna mazorca de maíz, un poco de trigo y unos cuantos nabos. Grazio también poseía unos pequeños olivares en Valluni, en Monte y en Santa Bárbara, y se partía la espalda para sacarles cuatro aceitunas que vendía después. No era, afortunadamente para él, un jornalero, porque esos sí que pasaban hambre. Era un campesino que, al ser dueño de un palmo de tierra y algo de ganado lechero, podía ir tirando. Y, por consiguiente, no se quejaba, también debido a que, al no conocer otra forma de vivir, aceptaba la vida dura y la miseria. Sin embargo, había sido un muchacho alegre y jovial. De baja estatura, y con unos ojos risueños, tenía unas cejas pobladas y oscuras. Los años de esfuerzo le habían vuelto rudo y expeditivo, pero seguía siendo una buena persona. Iba a misa todos los domingos, se confesaba y comulgaba. Pero de soltero se lo había pasado en grande, porque le gustaban las chicas. El sábado por la tarde, en el patio de su granja de Piana Romana siempre había fiesta. Se cantaba y se bailaba, se bebía y se comía. —Nos vamos a bailar a casa de Grazio —decían las señoritas vestidas de punta en blanco a sus padres, que las veían salir contentas. A menudo también los padres y las madres se pasaban por la granja, ya fuera porque no se fiaban o porque así también ellos podían divertirse. Grazio tocaba el calascione, que era una especie de mandolina, y cantaba con una bonita voz. Cuando se enamoraba tocaba serenatas. Un día sus ojos se posaron en una tal María. —Me gustáis, señorita —le dijo—. Si queréis, nos casaremos. María era de una familia acomodada, pero su padre, que era el dueño del horno del pueblo, cuando se enteró por los cotillas del pueblo que Grazio había puesto sus ojos en María, montó en cólera. —¡Nunca, nunca con ese gañán! ¡Mi hija se merece otra cosa! —le gritó a María, de forma que le oyeran todo el mundo en la calle. La frase la oyó también Grazio, que, escondido detrás de un árbol, esperaba la respuesta. 11

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—¡Está bien! —gritó él también—. Está bien. Encontraré a otra. Tengo veinte años y quiero casarme. A decir verdad, Grazio ya se había fijado también en otra señorita más guapa, fina y delgada, de carácter reservado. Se llamaba María Giuseppa, y todos la llamaban Peppa. —Ya sé que pertenecéis a una familia más rica que la mía —le dijo enseguida Grazio cuando se la encontró junto a la fuente con un cubo en la mano para llevar agua a su casa—. Sin embargo, mis intenciones son serias y, si vuestros padres quieren, yo me caso con vos. No hubo obstáculos. Peppa tenía casi veintidós años, y estaba madura para el matrimonio. —Mejor dicho, es tarde —dijo su madre hablando con su marido, que titubeaba un poco—. En el pueblo ya dicen que es una solterona —prosiguió, venciendo las últimas resistencias—. Tiene que tener hijos enseguida. Quiero ser abuela. —Está bien —asintió su marido. También Peppa era de Pietrelcina, hija de Fortunato di Nunzio y de María Giovanna Gagliardi. Tenía, como ya sabes, lector, dos años más que Grazio. Era delgada, mona, y sobre todo era una muchacha muy buena. En el pueblo nunca hubo cotilleos sobre ella. Peppa había crecido sólida, y siempre con el rosario en la mano. Además, llevó una buena dote. Se casaron el 8 de junio de 1881 con la bendición de sus familias, de sus compadres y, naturalmente, del respetadísimo párroco. Y se casaron observando todas las costumbres y tradiciones profundamente arraigadas en la superstición popular. Peppa entró en la iglesia con el vestido tradicional de Pietrelcina: en el cuello, debajo del vestido, una bolsita de tela que contenía las estampas de trece santos, todos varones, y en el bolsillo llevaba un par de tijeras, que simbolizaban la fuerza necesaria para cortar las malas lenguas. Pidió que se cubriera con una toalla la pila de agua bendita, de forma que nadie pudiera mojarse los dedos antes que ella, porque eso le habría traído infortunios. Durante la ceremonia siempre tuvo un borde del vestido debajo de la rodilla del novio para alejar todas las desventuras. Después de la boda, Grazio y Peppa se fueron a vivir a casa de los padres de ella. Después se mudaron a la casa, un poco más grande, del padre de él, en Vico Storto. 12

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Con la boda, la vida se le hizo más dura también a la comadre Peppa: ah, sí, tengo que recordarte, lector, que en Pietrelcina todos se llaman compadre y comadre porque se sentían como una única y gran familia. De modo que la comadre Peppa se despertaba al amanecer: había que ir a sacar agua del pozo, dos o tres viajes, porque nunca había suficiente; debía preparar las hogazas y llevarlas a cocer al horno del barrio; después había que hacer la colada en el lavadero público; y luego, hala, 3 kilómetros a pie hasta la finca de Piana Romana para ayudar a su marido. Por la tarde ella volvía antes que él para improvisar la cena: un poco de polenta con nabos o alubias o, si no era viernes, con un trozo de salchicha; si no, una empanada de requesón, una manzana, o un racimo de uvas si era la temporada. Se iba a dormir con las gallinas, se despertaba con las gallinas. Cuando llegó Michele, el primogénito, la vida de Peppa no cambió: siguió trabajando igual que antes, y dejaba al niño con alguna comadre; después tuvo otros dos hijos, Francesco y Amalia, que fallecieron entre sus brazos, y ella encontró consuelo rezándole a la Virgen de la Libera. Pero ahora, lector, te llevo de vuelta a aquel miércoles 25 de mayo de 1887. —Grazio —le dijo Peppa a su marido—, a este niño hay que bautizarlo enseguida. Es delicado. Tengo miedo de que se vaya como los otros dos. —Está bien —respondió su marido—. Voy enseguida a ver a don Nicola. Le doy la noticia y le digo que mañana lo bautizamos y que vamos a llamarle Francesco, como nuestro primer hijo, que se nos murió. A la mañana siguiente, Peppa y Grazio, con el pequeño Francesco entre sus brazos, acudieron a la pequeña iglesia de Santa Ana. Eran las seis de la mañana, todo el pueblo estaba despierto desde hacía más de una hora, y la vieja iglesia se había llenado. —¿Estáis listos? —dijo el parco sacerdote, don Nicolantonio Orlando. Mamá Peppa, que tenía al niño en brazos, junto a la pila bautismal, hizo un gesto con la cabeza y empezó la ceremonia. La madrina fue Grazia Formichelli, la comadrona. A su regreso, mamá Peppa, para celebrarlo, invitó a todo el mundo a su casa: 13

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—Venid, venid, he preparado algunas pastitas de almendras y licor. Venid a brindar. Así pues, Francesco Forgione era delicado y lloraba más de lo que lloran habitualmente los niños. Berreaba noche y día, y como dormía en la alcoba con sus padres, Grazio perdió la paciencia además del sueño. Una mañana estalló: lo estrechó entre sus manos encallecidas y lo sacudió con fuerza. —¿No será que me ha nacido un demonio en vez de un cristiano, eh? —refunfuñó. Mamá Peppa levantó la voz por primera vez. —Déjale en paz, ¿pero qué quieres, matarme a la criatura? —protestó, tomando al niño en brazos en un arrebato de protección incondicional. Francesco iba creciendo de forma incierta, siempre en vilo en la inestable frontera entre salud y enfermedad, entre vida y muerte; pero, a pesar de todo, sus ojos oscuros se iban volviendo cada vez más vivos e intensos. Mamá Peppa se lo llevó enseguida a ver al adivino del pueblo para aplacar una ansiedad que no podía permitirse exteriorizar. Giuseppe Fajella, el Mago de Porta Madonnella, le daba a los paisanos esa seguridad que ni el párroco ni el médico sabían darles. Tras consultar un par de libros polvorientos y malolientes, que a Peppa le parecieron que estaban llenos de dibujos espantosos, sentenció solemnemente: —Este niño será honrado en todo el mundo. Por sus manos pasará dinero y más dinero, pero él nada poseerá. Vivirá mucho tiempo y vivirá un gran acontecimiento. Pero sufrirá mucho, y un día todo el mundo querrá tocarle sin poder hacerlo. A la comadre Peppa no le sentó bien lo que oyó. Para ella, aquellas palabras no tenían mucho sentido, y se imaginó que algún día su hijo se marcharía a América, y tal vez el adivino quería decir que iba a volver a casa sin haber conseguido hacerse rico. Los miedos no se apaciguaban, y dado que una madre necesita tener algún tipo de certeza sobre la vida de sus hijos, el día que su pequeñín tuvo el enésimo cólico abdominal, se lo llevó a una comadre que era capaz de quitarle el mal de ojo. La mujer agarró al niño por los pies, lo levantó dejándolo cabeza abajo, como se hace con los cochinillos, y masculló entre dientes arcanas fórmulas mezcladas con invocaciones a la Virgen, con 14

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esa típica mezcla de religiosidad y superstición que envolvía como un manto protector y tranquilizador la precaria vida de los campesinos. Dos años después, en 1889, Peppa volvió a parir: una niña. Y la felicidad debía de ser enorme, ya que la bautizaron Felicita. Además, en 1892 nació Pellegrina, en 1894 Grazia, y más tarde Mario, que por desgracia murió con tan solo once meses de edad. —Tenéis muchos hijos, pensad en ellos —le decían los paisanos para intentar animar a Peppa, que estaba destrozada. —Los hijos nunca son demasiados —respondía ella llorando—. Si Dios quiere, ellos son la única riqueza que podemos permitirnos los pobres. —Y Peppa temía perder también a Francesco, que iba creciendo delicado y vulnerable. Francesco padecía bronquitis crónica, y un sinfín de dolencias poco claras. En 1893 también sufrió una grave infección intestinal, y aquella vez Peppa mandó llamar al médico del distrito. Su señoría el doctor Andrea Cardone examinó a Francesco, sacudió la cabeza y, con el tono presuntuoso de los que tienen estudios, comentó que ya no había nada que hacer. El corazón de Peppa se paró durante unos segundos, pero a continuación siguió latiendo, como cualquier corazón adiestrado para la vida dura. —Mamá, estoy bien, no os preocupéis —dijo para tranquilizarla Francesco, que, al cabo de pocos días, se curó de repente. Pero Peppa seguía preocupada. —Este niño parece débil pero no lo es —intentó consolarla Grazio una noche, en el dormitorio, en uno de los pocos momentos en que conseguían hurtarle algo de tiempo al trabajo y al sueño para hablar de los problemas de casa—. Enferma pero después se cura. Ya verás que muy pronto vendrá conmigo al campo para echarme una mano. Pero aquella noche Peppa parecía más intranquila que de costumbre, y no quería ni podía dormir. Francesco era el centro de sus pensamientos. —Grazio, en cambio yo sí tengo miedo de perder a este hijo —se lamentó, acercándose y buscando la mano de su marido, acostado a su lado—. Está demasiado enfermo. Y además, no tengo más remedio que decírtelo, cuando está bien, Francesco no es como los demás niños. No 15

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sé. Es distinto. Un día está intranquilo, rebelde, desobediente. Al día siguiente está tranquilo y parece un ángel... —¿Pero qué dices? —preguntó su marido enfadado, incorporándose en la cama como queriendo rebelarse ante esos pensamientos que él también tenía pero que no quería escuchar—. Francesco está bien. Se pone malo, como todos los niños. Oye, Peppa, para mí lo único que pasa es que ese niño es un listo. Sabe hacerse el ángel y sabe hacerse el demonio según le convenga. Ese sabe cómo volverte loca. —Grazio, escúchame: Francesco es raro —prosiguió Peppa, en absoluto intimidada por el tono de enfado de su marido—. Un día estaba dormido y oí que gritaba, que se quejaba, que se agitaba y, cuando se despertó, estaba todo sudoroso. Me dijo: «Mamá, han venido a llevarme unos monstruos. He luchado con ellos: querían raptarme. Mamá, esos monstruos eran extraños. Eran especiales». Grazio, escúchame: lo que más me asustó fue que el niño tenía marcas por todo el cuerpo. Le salía sangre por la boca, estaba colorado como si le hubieran dado una paliza. En otra ocasión llegó a casa jadeando. «Mamá», me dijo, «un perro grande quería comerme. Por suerte me he salvado porque siempre está conmigo mi amigo». «¿Qué amigo?», le pregunté, y él me contestó: «El ángel de la guarda, mamá». Grazio enmudeció bruscamente, aunque se acordaba de que Francesco había hablado también con él de ese amigo invisible que estaba siempre a su lado. —Tonterías —estalló—. Basta, Peppa. No hables más. Vamos a dormir. Mañana le diré que tiene que llevar a pastar las ovejas con Baldino, ese chico solo tiene dos años más que Francesco pero ya hace tiempo que ayuda a su padre. Le diré que pastoree nuestras ovejas con él. Ya lo verás: con Baldino, a tu Francesco se le pasarán todas esas rarezas. A continuación se dio media vuelta, remetió las mantas por encima de su cabeza y cerró los ojos. Pero no se durmió. En su mente se agitaba una extraña pregunta: «¿Quién me ha nacido? ¿Un demonio o un ángel?». A la mañana siguiente, Grazio llamó a Baldino, que se apellidaba Vecchiarino. Después despertó a Francesco: —A partir de hoy, vosotros dos iréis juntos a pastorear las ovejas —dijo levantando la mano derecha con ademán amenazador. Y se marchó. Francesco miró fijamente a Baldino y preguntó atemorizado: 16

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—No lo entiendo; ¿qué ha pasado? Baldino se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano para que Francesco le siguiera. Juntos pusieron en camino hacia una granja que estaba en Piana Romana. Llegaron al cabo de una hora sin pronunciar palabra. Baldino abrió el redil, sacó las ovejas, siempre en silencio le entregó un bastón a Francesco, y juntos se encaminaron por el empedrado. Caminaron largo lato. A media mañana se detuvieron. Se comieron el pan y el tomate que mamá Peppa había puesto en la bolsa, y mientras las ovejas pastaban en la hierba, se tumbaron a descansar. Una hora más tarde, cuando Baldino abrió los ojos, miró a su alrededor, porque Francesco no estaba. Le buscó, le vio detrás de una pequeña tapia y le llamó: —¡Francesco, Francesco...! ¡Pero Francesco! ¿Estás sordo? —Francesco no se volvió, y Baldino tuvo la sensación de que no le había oído. Se acercó y vio que tenía los ojos abiertos. Pero no logró comprender qué estaba contemplando Francesco—. Francesco —le llamó, primero en voz baja, aproximándose. Después gritó—: ¡Francesco! Pero Francesco seguía sin darse la vuelta, y entonces Baldino le dio un suave empujón en el hombro, y se dio cuenta de que Francesco estrechaba entre sus manos un rosario: estaba rezando. —Baldino, ¿qué hay? —preguntó Francesco a su amigo, que lo miraba fijamente, asombrado. —Francesco, cuando rezas me da la sensación de que te mueres, bueno, de que desapareces de esta tierra... —Francesco no respondió. Se encogió de hombros y llamó a las ovejas para volver a casa. Para Francesco, la infancia, igual que para todos los hijos de campesinos de Pietrelcina, se agotó deprisa: con seis años, a pesar de su salud vacilante, además de pastorear las ovejas con Baldino, ayudaba a sus padres en los campos. Su hermano Michele, que tenía once años, le enseño a manejar la podadera y el horcón. Mamá Peppa le explicó cómo había que limpiar los aperos y volver a colocarlos en la granja. De papá Grazio aprendió a obedecer sin rechistar. A medida que fue creciendo, Francesco siguió siendo amigo de Baldino, al que, a pesar de todo, seguía pareciéndole un tanto diferente, también por las confidencias que le hacía. 17

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—Cuando estoy en la iglesia —le reveló un día Francesco —y miro a la Virgen de los Dolores con el puñal en el costado, yo siento ese mismo dolor, como si esa hoja me hiriera también a mí. «Resulta verdaderamente extraño», pensó Baldino, que sin embargo seguía queriendo mucho a Francesco, aunque le preocupaba un poco, tanto es así que un día le comunicó a mamá Peppa y a papá Grazio las confidencias de Francesco. —Este muchacho —le dijo Grazio a su esposa con un tono airado— está creciendo mal. Y yo quisiera saber de quién es la culpa —concluyó mirando a Peppa con dureza. En realidad, tampoco mamá Peppa había dejado de preocuparse nunca. Como aquella vez que descubrió que Francesco prefería dormirse sobre la tierra batida, con la cabeza apoyada en una piedra. Y se quedó muda cuando le contaron que habían visto a Francesco flagelándose la espalda con una cadenita de hierro. —¿Por qué haces eso? —le preguntó, y la respuesta hizo empalidecer a Peppa: —Mamá, quiero hacer lo mismo que Jesús, al que azotaron sus enemigos. Mamá Peppa no lo comprendió, pero tampoco se atrevió a hablar de ello con Grazio. A los diez años de edad, Francesco volvió a enfermar gravemente. Tenía una fiebre altísima. Peppa llamó a sus otros hijos: —¡Corred, corred, ayudadme! ¡Francesco está enfermo! —Después, a Felicita—: ¡Rápido, vete a buscar a papá! Dile que llame al médico. Cuando llegó el médico, montado en su calesa, Francesco estaba delirando. El doctor Cardone le tomó la temperatura, y escuchó el latido de su pulso. Después, con un aire severo dijo: —Está gravísimo. Puede que no salga de esta. Mamá Peppa se dejó caer sobre el banco. Grazio, agitando sus manos una contra otra, suplicó con voz trémula: —Doctor, hagamos todo lo posible. —Vamos a probar con estas pastillas —dijo suspirando el médico, buscando una caja en su maletín—. Una pastilla al día. Solo una. Y confiemos en Dios. 18

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LA GRAN HISTORIA DEL PADRE PÍO

Mamá Peppa se levantó de repente y se dirigió a la estatuilla que había sobre la cómoda: «Virgen mía, te encomiendo a mi hijo. Solo tú puedes salvar a mi niño». Sin embargo, Francesco no se tomó ni una sola pastilla. Las rechazaba, y cuando se las metían en la garganta a la fuerza, volvía a expulsarlas. Permaneció cuarenta días entre la vida y la muerte. Pero una mañana, de forma repentina e inexplicable, para sorpresa de todo el mundo, se despertó de su apatía. —Mamá, ¿me dejas probar esos pimientos fritos que has puesto en el aparador? —preguntó sonriendo. Mamá Pepa le complació, mordisqueándose la mano, esta vez de alegría, y pensando que a lo mejor la Virgen había obrado un milagro curando a su hijo sin las pastillas del médico. Hubo más gente en el pueblo que habló de un milagro, también debido a que desde aquel día Francesco empezó a ser más abierto y más seguro de sí mismo, y porque se recogía en oración cada vez más a menudo. Una tarde estaba hablando con Baldino al lado de su casa, cuando llegó un frailecillo pidiendo limosna. Se llamaba fray Camillo, y se acercó a los dos muchachos: —Vengo del convento de Morcone. He recorrido 30 kilómetros a pie. ¿Podéis darme algo de comer para mí y mis hermanos del convento? Francesco entró en su casa y sacó del aparador un hermoso trozo de queso, un poco de pan que mamá Peppa había horneado justo aquella misma mañana, una botella de aceite y una de vino. —Tened, fray Camillo —dijo Francesco—, llevaos todo esto al convento y pasad por aquí más a menudo. Fray Camillo le dio las gracias, miró fijamente a Francesco a los ojos, extendió su brazo y, con suma dulzura, le hizo una caricia. Mientras se alejaba, le dijo: —Bendito seas. Cuando por la noche la familia Forgione se congregó alrededor de la mesa para cenar, Francesco estaba contento, y habló más de lo habitual. Contó la visita del frailecillo, y al final concluyó: —Papá, yo casi, casi me haría fraile, como él. Grazio miró largo rato a su hijo. Después, con decisión, dijo: —Francesco, pero si tú no sabes ni leer ni escribir. 19

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SANDRO MAYER Y OSVALDO ORLANDINI

—Entonces mandadme al colegio. Grazio no respondió, porque, para que el muchacho estudiara, hacía falta dinero, y él, como ya sabes, lector, tenía muy poco. Sin embargo, le gustaba la idea de tener un hijo que supiera leer y escribir. Igual que le gustaba la idea de tener un hijo fraile. Por la noche, en la cama, habló de ello con su esposa: —Si quiere meterse a monje y tiene ganas de estudiar, ¿por qué no lo intentamos? Haremos algún sacrificio más. Mamá Peppa se quedó contentísima y dio gracias a la Virgen.

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