LA HISTORIA NATURAL TRAS LAS VITRINAS

LA HISTORIA NATURAL TRAS LAS VITRINAS Luisa Fernanda Rico Mansard Los museos, los archivos y las bibliotecas siguieron caminos paralelos. Considerados

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LA HISTORIA NATURAL TRAS LAS VITRINAS Luisa Fernanda Rico Mansard Los museos, los archivos y las bibliotecas siguieron caminos paralelos. Considerados templos del saber, promovieron sus acervos en un doble sentido: como fuente de conocimiento y como objeto-testimonio. La trascendencia académica y económica de las colecciones naturales dio lugar a que desde fines del siglo XVIII y a lo largo del XIX se estableciera la estrecha relación museo-biblioteca para que el público interesado pudiera ver el objeto real y profundizar en la información. El presente trabajo analiza este proceso en México, destacando tres momentos del coleccionismo: las experiencias coleccionistas del mundo prehispánico, las correspondientes a la Ilustración, en los últimos años de la Colonia, y el asentamiento de los museos naturales durante el Porfiriato. En virtud de los objetos de estudio compartidos, se puede ubicar este análisis dentro del campo de las prácticas museológicas, así como en el de la Historia de la Ciencia. Primeras prácticas coleccionistas y museológicas: La idea de museo que llegó a la Nueva España del siglo XVIII representa la conjunción de la visión del coleccionista del Renacimiento y la del hombre ilustrado, idea que osciló entre la curiosidad y la erudición, entre el atesorar y mostrar, entre la exhibición del objeto por su valor inherente y el ordenamiento de piezas para la transmisión de información, entre un lugar de deleite y uno de estudio, entre la construcción de un microcosmos dentro de cuatro muros y las intenciones por sacar los acervos a espacios abiertos... en fin, un espacio armado expresamente para exponer piezas seleccionadas por unas cuantas personas, para ser miradas por muchas más. A este lugar se acudía libremente a ver, observar o admirar los objetos por mero placer, o bien para consultar en documentos y libros la información complementaria a lo exhibido. Según las características de las colecciones albergadas, en aquella época se denominó genéricamente a estos lugares como gabinetes de maravillas, de curiosidades o de arte, mismos que se convirtieron en las antesalas de los museos modernos.

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Los gabinetes-museo de los siglos XVI a XVIII guardaban cuanta rareza y curiosidad llegaba a las manos de los coleccionistas, quienes se dedicaban a estudiarlas y clasificarlas según sus características físicas, su lugar de origen, su utilidad práctica o significado. En un afán por comprender mejor al ser humano, su entorno y al mundo entero, estas colecciones fueron separadas en dos grandes grupos: naturalia (lo producido por la naturaleza) y artificialia (lo producido con la intervención del hombre), iniciándose así las primeras interpretaciones del devenir de la humanidad, interpretaciones innovadoras y de gran trascendencia social por estar fundamentadas en objetos, en pruebas tangibles y no en ejercicios especulativos o explicaciones filosóficas. aquellos gabinetes entraron en calidad de rarezas o curiosidades los primeros objetos enviados a los reyes de España por Hernán Cortés. Objetos que para el viejo mundo representaron los referentes iniciales sobre las tierras recién descubiertas y a partir de los cuales se echó a andar la imaginación para explicar la historia del hombre en el nuevo mundo. Para saber cómo organizar la gran variedad de piezas y colecciones reunidas, así como la mejor manera de exhibirlas, varios coleccionistas idearon técnicas y métodos de clasificación y preservación que plasmaron en importantes escritos. Entre los más sobresalientes, abre la lista en Theatrum Sapientaie (1565) de Samuel Quicheberg, el método más antiguo para arreglar museos, seguido por el Museo de Ferrante Imperato (1599), el Museo Calceolarianum (1622), el Museum Wormianum (1653), el Tradescantianum (1656), el Septalianum (1664), el Cospiano (1677) y el famoso Kircherianum (1678), catálogo armado por el jesuita alemán P. Athanasius Kircher, como lo más representativo del siglo XVII. Al iniciar el siglo de las luces apareció el codiciado Museaeuum Musaerorum (1714) o Muestrario completo de todos los materiales y especias..., conteniendo además un estudio sobre cámaras artísticas y de ciencias naturales, y una lista de los museos públicos y privados conocidos en su tiempo, de Valentin, así como uno de los más famosos, el denominado Museographie (1726) de Neickelius, aconsejando, con lujo de detalles, la distribución de los naturabilis y la curiosa artificialia, toda una imaginaria concepción del 2

coleccionismo dieciochesco que traspasaba los rígidos parámetros de ordenamiento científico tras las vitrinas, para ocupar con mayor libertad los muros y techos de las salas. La colección de piezas neickeliana se complementaba con una colección de libros, a fin de que se pudiera profundizar en los conocimientos. De esta manera, en el museo: ...podría colocarse una mesa alargada y estrecha donde se expusieran y examinaran los objetos raros apartados para la investigación donde también pudieran hojearse y leerse por encima libros que hubieran sido solicitados, por poner un ejemplo... (Von Schlosser :224) En una época en que el desarrollo industrial comenzaba a despuntar, las piezas reunidas ya no sólo servirían para ostentar riqueza, dominio sobre los demás o para descubrir algunos secretos mágicos, sino que se empezaron a mirar en un sentido más práctico, extrayendo los secretos de la naturaleza a fin de explotarlos en beneficio del progreso económico y el bienestar de las sociedades. Para el visitante, estos museos significaban una lección visual a partir de las piezas, por lo que éstos debían procurar tener colecciones de todo tipo. En consecuencia, se intensificaron la búsqueda de objetos, el armado de colecciones específicas y el intercambio de objetos entre las instituciones. El movimiento coleccionista se vio reforzado con el desarrollo de diferentes técnicas de reproducción de objetos y la elaboración de dibujos y grabados que suplieran a los originales. Práctica, esta última, que tomó mayores vuelos a partir de la aparición de la imprenta gutembergiana. La trilogía museo-archivo-biblioteca revolucionó la forma de acercarse al conocimiento. Desde entonces, leer textos, observar y, sobre todo, manipular las piezas tendrían gran aceptación en los círculos académicos, restando influencia a la especulación filosófica en las formas de enseñanza. Estos guardianes del conocimiento no estaban abiertos al público en general, sino que nacieron con la impronta de la aristocracia y la alta burguesía que les habían dado vida. Sólo eran visitados por los amigos más allegados de los dueños de las piezas, por personas preparadas, cultas e instruidas que podían apreciar lo que se exhibía. En este sentido, dichos 3

museos eran muy solicitados por quienes iban a estudiar e investigar. De allí que los museos de entonces se concibieran más como lugares de estudio, que de exhibición por el solo hecho de disfrutar de las piezas expuestas. Aunque el mundo europeo había visto surgir de tiempo atrás colecciones vivientes de flora y fauna, éstas no lograron arraigar con fuerza, sino hasta el siglo XVIII,1 cuando los conocimientos botánicos, mineralógicos y zoológicos alcanzaron el reconocimiento de piezas clave para el progreso social. El coleccionismo europeo –extraído del entorno original, distribuido entre cuatros paredes bajo rígidos ordenamientos preconcebidos-, distaba mucho de lo que en estas tierras se acostumbraba reunir. A partir del denominado Encuentro de los dos Mundos, en 1492, salieron a flote diferencias considerables. Los grandes tlatoanis también poseyeron importantes tesoros personales resguardados celosamente en cámaras especiales, tesoros preciosos que fueron motivo de despiadados ataques por partes de los conquistadores. Como señores en el poder y con los recursos necesarios en sus manos, fomentaron acervos de gran valía, especialmente de origen natural, de la flora y la fauna que se daba en sus reinos. Según noticias que han llegado hasta nuestros días, los grupos originarios de estas tierras confirieron otro valor social a este tipo de colecciones, ya que la naturaleza se concebía estrechamente ligada a la vida cotidiana y a la religión, además de su reconocida utilidad que día con día se llevaba a la práctica. Siguiendo a los primeros cronistas y misioneros, estas colecciones se formaban y cuidaban en grandes jardines mandados hacer por los monarcas mexicas, no sólo con fines hedonistas, sino también para el estudio, la preservación y reproducción de ejemplares. Las

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Desde el siglo XIX se ha discutido entre europeos y mexicanos la primicia de los jardines botánicos con un sentido científico. Sin embargo, hay que recordar que griegos y romanos de la época clásica, y posteriormente los árabes, también fueron muy afectos a ellos. Parece ser que durante varios siglos no se registró una importante labor en este sentido, sino hasta el siglo XVIII, en que adquirieron gran auge.

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muestras de flora y fauna no se circunscribían a la localidad, sino que se traían de comarcas lejanas. Hay que resaltar que parte de la tradición curativa que ha llegado a nuestros días tuvo su cuna en estos jardines reales. Moctezuma: Mandaba sus médicos hiciesen experiencias de aquellas yervas y curasen a los caballeros de su corte, con las que más tuviesen conocidas y experimentadas (Motolinia, Heyden ,2002:21) Los primeros conquistadores quedaron maravillados por la riqueza y variedad de los ejemplares reunidos, así como por la extensión, la belleza y el orden imperante en los jardines y estanques mexicanos. Xochimilco, Chapultepec, Coyoacán, Texcoco, Tenochtitlan y, sobre todo, el jardín de Iztapalapa –el más célebre por sus contenidos y dimensiones-, dieron cuenta de esta grandeza en el perímetro de la ciudad de México. Los jardines de Atlixco y Oaxtepec hicieron lo propio en los alrededores. Aunque para algunos, la vida de estos jardines puede considerarse como “sublimación del mundo natural, un universo no silvestre, domesticado, refinado y planeado” (Velasco Lozano, 2002:32), lo más representativo de las colecciones de flora y fauna es que estaban contextualizadas al entorno e integradas a la cultura que les había dado forma, y que respondían a su visión cosmogónica del mundo reflejando la comunión del ser humano con la naturaleza, y no, como sucedía allende el mar, que se buscaba la recuperación de lo muerto para preservarlo y mostrarlo con la intención de que la gente apreciara cómo debió haberse visto y utilizado cuando estaba vivo, o como afirma Wackwitz: gabinetes europeos que “presentan todo lo vivo excepto la propia vida”. (en Hernández, 1998:98) Por desgracia, tras la caída de Tenochtitlan estos lugares comenzaron a desaparecer, y con ellos la visión cosmogónica de la naturaleza y la comunión del hombre con su entorno. La fama de los jardines mexicas y la diversidad natural de esta parte del reino pronto llegaron a los oídos de Felipe II, quien, en un intento por recuperar lo que todavía quedaba de aquel mundo, envió a su protomédico, Francisco Hernández2, para que recogiese lo más 2

Puebla de Montealbán, España, 1517 – Madrid, España, 1587. Médico y botánico, nombrado por el rey Protomédico General de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, recibió la encomienda de realizar un informe pormenorizado de la medicina y los elementos curativos en América, labor iniciada en la Nueva España.

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posible de la flora y fauna mexicanas. No obstante el minucioso trabajo del científico –la expedición se llevó a cabo entre 1571 y 1577-, de recoger, registrar, preparar y remitir ejemplares y materiales a España, fue poco lo que se pudo avanzar porque sus escritos permanecieron extraviados en los archivos de palacio alrededor de doscientos años.3 De aquel periodo, sólo lo plasmado en el Códice Florentino (1577), el Códice Badiano (1552), la historia del propio Francisco Hernández, el Jardín Americano de Fray Juan Navarro (1801), y la Historia Antigua de México y de su Conquista, de Clavijero (1780), han llegado a nuestros días como testimonio del coleccionismo natural de la época prehispánica.

Otras búsquedas, nuevas interpretaciones: En sí, fue hasta el siglo XVIII, con la estancia del viajero Lorenzo Boturini4 en la Nueva España (1736-1744), que en México se marca el arranque de un coleccionismo en sentido moderno y con un carácter internacional, o sea, un coleccionismo con una mirada europea, pero con objetos mexicanos. Este despegue fue en principio muy lento y poco exitoso – como lo demuestra el destino final de lo entonces reunido-; sin embargo, dio lugar a que posteriormente se generalizara un interés por coleccionar y preservar los objetos anteriores a la Conquista. El caballero Boturini había venido en busca de testimonios que explicaran el mundo prehispánico, logrando la concentración de importantes códices, selección que él mismo bautizó como Museo Histórico Indiano. A la vuelta del siglo, la colección original estaba ya muy mermada y lo poco que se pudo salvar se utilizó para sentar las bases del Archivo y el Museo de México.

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Se recomienda la lectura de la Introducción que Ascensión Hernández de León Portilla hace a las Antigüedades de la Nueva España de Francisco Hernández, Madrid, 2003. 4 Como, Italia 1702 - Madrid, España, h. 1755. Caballero del Sacro Romano Imperio. Durante su estancia en México, Boturini se interesó en las apariciones de la Virgen de Guadalupe y quiso mandar a hacerle una corona, lo que sembró desconfianza en las autoridades virreinales, ordenando su encarcelamiento y la confiscación de sus bienes.

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El segundo gran ejemplo está representado por el religioso jesuita Francisco Javier Clavijero5, durante la segunda mitad del siglo XVIII, quien hizo un serio llamado a las autoridades cultas de la ciudad de México para la concentración, el estudio y la preservación de los objetos heredados del mundo precolombino. Poco después, en 1790, con motivo de los trabajos de empedrado que se realizaran en la Plaza Mayor de la ciudad de México, se descubrieron los primeros grandes monolitos, la Piedra del Sol o Calendario Azteca y la Coatlicue, conocida también como “la de la falda de serpientes”, piezas que no sólo atrajeron la curiosidad de los paseantes capitalinos, sino que también sirvieron como eslabón para fomentar un sentimiento nacionalista que de años atrás se venía gestando en algunos grupos de la sociedad novohispana.6 A diferencia de lo sucedido con la colección Boturini,7 en esta ocasión las autoridades virreinales mandaron proteger lo descubierto a pesar del desconocimiento total sobre las piezas. Este respeto al pasado, a “lo otro”, marcó el sentido patrimonial respecto de los bienes históricos de México. No obstante la trascendencia de las acciones, éstas sólo se dieron en forma aislada y esporádica, por lo que no podemos ubicarlas dentro de un movimiento coleccionista generalizado. Al conjunto de ejemplares históricos se, por esos mismos años, coleccionesdestinadas a la enseñanza y la investigación. Mientras que la Real Academia de San Carlos iniciaba sus cursos de arte con modelos traídos de Europa, aquí se reunían especimenes naturales para la docencia, la investigación y su exportación a Europa, con objeto de integrarlos a los jardines y herbarios españoles. El carácter universal del conocimiento científico y su reconocida utilidad práctica determinaron su impulso. Varios elementos convergieron en ello:

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Veracruz, México, 1731 – Bolonia, Italia, 1787. Eminente políglota y humanista jesuita. Tras la orden de expulsión de los jesuitas en 1767, se lo remitió a Italia, donde escribió su célebre Historia Antigua de México y la Historia Antigua de la California. 6 Al respecto pueden consultarse las obras de David Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano y Memoria Mexicana de Enrique Florescano. 7 Sugerimos consultar el trabajo de José Luis Martínez Hernández, “Lorenzo Boturini y su Museo Histórico Indiano”, en Arqueología Mexicana, Vol. III, Núm. 15, sep.-oct. 1995, pp. 64-70.

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Ø La intención de los monarcas por establecer en España un jardín botánico y gabinetes de historia natural conteniendo ejemplares de lo más representativo de su reino, incluídas las colonias, para lo cual financiaron las célebres expediciones científicas en ultramar. Ø El afán de los naturalistas por fomentar y difundir los conocimientos botánicos, mineralógicos y zoológicos tanto en la Metrópoli, como fuera de ella. Ø La Real Expedición Botánica de la Nueva España (1787-1804) que fue una de las principales, tanto por su duración, como por los frutos que de ella se esperaban. Ø El establecimiento en la Nueva España de las cátedras de botánica y minería. Ø El interés de mineros, ingenieros y estudiosos novohispanos por reunir las muestras más significativas relacionadas con sus actividades. Ø Finalmente, lo que determinó el impulso dado al coleccionismo natural de la Nueva España fue el accidental hallazgo (1785), en los archivos reales, de parte de los materiales que reuniera el protomédico de Felipe II, Francisco Hernández, durante su estancia en estas tierras, dos siglos atrás. El entusiasmo también fue tras el establecimiento del jardín botánico, como extensión de la cátedra respectiva, lo que volvía a retomar de manera oficial el cuidado de ejemplares vivientes, como tres siglos atrás.8 En México, algunos personajes de la administración pública novohispana y mineros también reunieron colecciones naturales. La integración formal de acervos mineralógicos surgió del propio Colegio Seminario de Minas, que en su Reglamento del 30 de abril de 1789, conminaba a los dueños de minas a: Entregar en el mismo Colegio Metálico unas muestras de sus minerales en la porción que baste para que allí se examine su calidad y circunstancias, y el beneficio que puedan recibir para su mayor rendimiento (Becerra López, 1963:336) Don Fausto Elhúyar9 tuvo esas muestras bajo su cargo, ordenándolas y colocándolas tras las vitrinas de la Escuela, ubicada entonces en la actual calle de Guatemala, número 90.

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Se realizaron varios intentos para consolidar ambos establecimientos. La cátedra continuó con muchos altibajos; el jardín tuvo que esperar más de un siglo para hacerse realidad.

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Parece ser que los demás acervos respondieron más a intereses de atesoramiento y satisfacción personal, que a su uso didáctico y apertura para la visita pública. (Gazeta, IV, 16, 24 ag,1790) 1790, año del descubrimiento de los monolitos, también fue decisivo para el coleccionismo natural de nuestro país. Además de las colecciones reunidas para su remisión a España, y las que aquí se preparaban para las clases de botánica, José Longinos Martínez10, miembro de la Real Expedición Botánica, decidió abrir por su cuenta y con dineros propios un museo con muestras naturales. Así se creó en México el primer museo, el Museo de Historia Natural, con colecciones abiertas a todo el público y armadas expresamente con una intencionalidad museal. Dado que este establecimiento fue el resultado de una iniciativa personal, y con el fin de evitar conflictos con los demás compañeros de la Expedición Botánica, el propio Longinos Martínez buscó cubrir los aspectos políticos que garantizaran la vida del museo, asegurándose que las autoridades virreinales reconocieran su existencia y prestaran su apoyo, para lo cual las invitó a encabezar la inauguración oficial del mismo. El acontecimiento tuvo gran importancia, según datos con que se reseñó la inauguración y el contenido del nuevo recinto en la Gazeta de México(IV, 8 y 16, 1790), portavoz de la vida novohispana. Aunque la inauguración estaba prevista para abril, no fue sino hasta el 25 de agosto de 1790 (fecha conmemorativa de la proclamación de Carlos IV al trono de España), que se pudo llevar a cabo. La sede del Museo de Historia Natural, fue ‘una de las casa del Estado’ en el centro de la ciudad, ubicada en el número 89 de la calle de Plateros, hoy Francisco I. Madero.

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Logroño, España, 1755; catedrático de mineralogía y metalurgia. Director general de Minería en México, crea el Colegio de Minería en 1792. Muere en 1833. 10 Logroño, España ? – Campeche, México, 1803. Recorrió desde las Californias hasta Guatemala para registrar y recolectar ejemplares naturales. Se dedicó intensamente a las clases de botánica. Falleció en Campeche a su regreso hacia España.

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La distribución de piezas en exhibición seguía los lineamientos de los museos europeos. El museo contaba inicialmente con 24 estantes, que todos forman una bella perspectiva del orden de más gusto de la arquitectura, cada uno repartido entre cuerpos de gradería... Sobresalían ejemplares de historia natural: pescados y otras producciones de mar, insectos, los denominados herbario y jardín secos, minerales, maderas, sales, petrificaciones y osamentas; varias piezas de anatomía naturales y de cera, producciones de volcanes y tierras, y algunas antigüedades. Finalmente, contaba con varias máquinas de física y química, así como otros equipos útiles. El herbario se ordenó según el sistema de Tournefort y la clasificación de Linneo. Las muestras tenían sus rótulos generales y particulares indicando los aspectos más destacados de ellas. Siguiendo la impronta museística del Viejo Continente, el museo se complementaba con una pequeña biblioteca especializada para que los interesados pudieran consultar más datos y, así, ampliar sus conocimientos. Aunque pequeño en tamaño y carente de una formación más adecuada, con este museo se intentó establecer, por primera vez, la tríada colección-cátedra-jardín botánico, elementos básicos para el fomento y la transmisión de conocimientos especializados. Además de que se aplicaban técnicas de enseñanza novedosas, también se retomaba una práctica coleccionista y de investigación por largo tiempo olvidada. La trascendencia social y educativa del Museo de Historia Natural radicó en que México también tuviera acervos ordenados y catalogados tal y como había en Europa, además que, siguiendo las ideas ilustradas de igualdad y democracia sociales, este libro abierto a la naturaleza se concibiera bajo el principio de enseñar todo a todos, para que el público goce de este beneficio proporcionándole por este medio la más fácil instrucción en esta Ciencia,11 oportunidad a todas luces novedosa en el México de aquella época. Se ofrecían visitas explicativas al lugar. Aparte del horario de apertura oficial, el propio Longinos Martínez daba la oportunidad de visitarlo en otros días y horarios distintos a los 11

Por orden del virrey, el museo se abrió al público “a toda persona decente” (tal y como se hacía en los museos europeos), los lunes y jueves de diez a una por la mañana, y de dos a cinco de la tarde.

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estipulados, a las personas que por dedicarse con tesón a este estudio, así lo solicitasen. Un médico retirado, Mariano Aznaren, tenía a su cargo el funcionamiento del museo, así como el deber de suplir a Longinos cuando fuera necesario. El interés por las colecciones disecadas pronto se mezcló con el de las colecciones vivientes y el establecimiento del Jardín Botánico. Las primeras se explicaban a través de la tradicional visita guiada al museo, mientras que para las segundas se adoptaron los ejercicios públicos o el “Plan de ejercicios literarios” y las clases formales de botánica, zoología y mineralogía, programa educativo ampliamente extendido en España y las Colonias. El Plan consistía en una técnica de enseñanza dividida en varios pasos secuenciales para la buena comprensión de ejemplares de historia natural. Aunque el primer ejercicio se basa en la memorización, a partir de él se buscaba llevar al alumno del terreno especulativo a su aplicación práctica. …El desarrollo de la lección obedecía a sus partes: en la primera se hacía una repetición de la lección anterior por un alumno designado de antemano; en la segunda el catedrático daba la explicación de la lección siguiente “repartiendo anticipadamente a cada discípulo un pie, o un ramo de la planta que sucesivamente se explique”. En el último día de la semana se repasaba lo enseñado en ella y se respondía a las dudas de los alumnos. Los ejercicios eminentemente prácticos eran las demostraciones y herborizaciones. Las primeras tenían lugar en el Jardín y ordinariamente seguían a un día de explicación, para hacer inmediatamente la aplicación “por medio de los discípulos a manera de sabatinas”. Las segundas consistían en pasar por las inmediaciones de México, repartiéndose entre los alumnos el terreno señalado, para que de allí llevasen ejemplares que habían de explicar al volverse a reunir el grupo…” (Becerra, :324-325)

El engarce entre formación de colecciones y su uso didáctico tuvo buena aceptación en los sectores académicos novohispanos, por lo que la fama del Museo de Historia Natural pronto traspasó las fronteras e inspiró a las autoridades de la entonces Nueva Guatemala para que se creara otro en aquella ciudad. Para fortuna de los guatemaltecos e infortunio nuestro, el propio Longinos Martínez se trasladó a aquel lugar a establecer el nuevo museo. Lo organizó en cuatro meses, alcanzando mucho reconocimiento en la empresa. Durante la

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inauguración, Longinos, junto con el célebre científico José Mariano Mociño12, hizo gala de las bondades del coleccionismo aplicadas en la enseñanza, relacionándolo directamente con los ejercicios públicos a fin de analizar con los jóvenes cada planta con detalle. La ausencia de Longinos Martínez del museo de México hizo que decayera su vitalidad original y, al cabo de unos años, los ejemplares naturales pasaron al Real Colegio de San Ildefonso, donde quedaron colocados en una sala, para la visita del público. Años más tarde, ya muy menguado el acervo, se concentró en un salón de la universidad para formar parte, hacia 1822, del Conservatorio de Antigüedades, después del Gabinete de Historia Natural y, a partir de 1825, del Museo Nacional. El Museo Nacional: Al comenzar la vida de México como país independiente, en 1821, se echaron las simientes de las instituciones que nos regirían en esta nueva situación. La creación del Museo Nacional en uno de los salones de la Universidad, el 18 de marzo de 1825, fue sin lugar a dudas pieza clave de este proceso, pues significaba poseer de manera clara y tangible, testimonios naturales y culturales que iban más allá de los tiempos y espacios originales, ofreciéndolos a todo público interesado. Mucho se ha escrito sobre las tendencias políticas de los diferentes gobiernos a lo largo de los cincuenta años posteriores al movimiento emancipador, tendencias que no sólo ocasionaron múltiples reestructuraciones administrativas a nivel nacional, sino también constantes conflictos bélicos internos y varias invasiones extranjeras. Cabe resaltar que el Museo Nacional pudo sobrevivir a esta vorágine político-económico-militar, no porque no resintiera las convulsiones de la época, sino que, como contenedor y custodio oficial de ejemplares naturales e históricos, a pesar de su precaria existencia, tuvo un valor adicional a otros establecimientos educativos o culturales y siempre se lo valoró como una institución útil para la nación.

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Temascaltepec, Estado de México, 1717 – Barcelona, España, 1820. Filósofo, médico y botánico, se incorporó a la Expedición Botánica de la Nueva España, llegando hacia el norte hasta Nutka, Canadá, y a Guatemala, por el sur; realizó una de las recopilaciones naturales más importantes del país.

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De 1815, año de su creación, a 1867, año en que la administración juarista ratificó su existencia en la sede que Maximiliano le otorgara un año atrás (la Excasa de Moneda), la vida de nuestro Museo Nacional se expresó oficialmente a través de dos Decretos, dos Reglamentos y una Ley. Tuvo ocho directores y se manejó con un personal escasísimo, que en más de una ocasión no recibió un salario básico. Albergaba algunas antigüedades y varios acervos naturales investigados y ordenados por el naturalista guanajuatense Miguel Bustamante13. Su interés por la conservación y preservación de muestras lo plasmó en una de las primeras obras sobre el tema, la Memoria instructiva para colectar y preparar para su transporte los objetos de historia natural. Otra acción sobresaliente relacionada con las colecciones del Museo Nacional se presentó después de la guerra de 1847 y la consecuente pérdida de más de la mitad de nuestro territorio. Tras el desastre y ante la necesidad de reconstruir un país derrotado y mutilado, la historia natural, especialmente el área de mineralogía, adquirió una función de orgullo y unión y nacional. Hay que recordar, por otra parte, que la “fiebre del oro” en la Alta California comenzaba a generar el impulso económico de aquella región, así como importantes asentamientos en las zonas mineras, por lo que también había que levantar el ánimo de los mexicanos y promover al país como lugar propicio para inversiones extranjeras. Con este fin, el gobierno solicitó al reconocido científico Antonio del Castillo14 un inventario y la ordenación de los ejemplares mineralógicos que existían en el museo, trabajo que vio la luz en 1852 mediante el Catálogo de la Colección Mineralógica de este Museo Nacional y que incluía las descripciones de nuestras riquezas mineras, quedando la historia natural estrechamente ligada a los intereses nacionalistas del país.

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1790-1844. Botánico alumno del célebre Vicente Cervantes, a quien sustituyó en la cátedra. Organizó las colecciones e impulsó la cátedra y el jardín botánicos. Autor, entre otros escritos, del Curso de Botánica elemental. 14 Huetamo, Michoacán, 1820 – Ciudad de México, 1895. Uno de los científicos más destacados que ha tenido el país, especializado en mineralogía. Promotor de la Escuela Práctica de Minas en Fresnillo, Director de la Escuela Nacional de Ingenieros y, posteriormente, del Instituto Geológico Nacional. Descubrió los minerales castillita, livingstonita y guadalcazarita.

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La década siguiente fue dramática para el Museo y sus colecciones. A partir de los años sesenta, y debido a los intereses coleccionistas y museográficos del Archiduque –tan exitosamente fomentados de años atrás entre la dinastía de los Habsburgo- y de algunos de sus colaboradores más cercanos, como el naturalista Domingo Billimeck, el Museo Nacional pudo finalmente echar raíces profundas. Se lo dotó de un edificio propio, inaugurándose formalmente el 6 de julio de 1866, día del cumpleaños de Maximiliano. De las tres secciones que debía tener el establecimiento, Historia Natural, Arqueología e Historia, la primera era la más organizada. La inalterabilidad de los ejemplares mineralógicos que había de mucho tiempo atrás, algunos ejemplares de la flora y fauna que no se habían echado a perder, más los objetos de los tres reinos naturales que Billimeck había reunido, bastaron para abrir esta sección. Había algunos mamíferos, buen número de pájaros, más de 2,000 coleópteros y lepidópteros, reptiles, moluscos, testáceos y crustáceos. El herbario tenía más de 10, 000 ejemplares, muchos de los cuales había traído el propio Billimeck de Europa. Estos acervos fueron tan importantes que, iniciado el siglo XX, varias colecciones preparadas por el científico europeo se utilizaban todavía para la exhibición y el estudio de la Historia Natural. (AGN, IPBA, C. 179, E. 7, 30 nov. 1906) Como buena parte de los museos decimonónicos, el de México también tuvo la principalísima función de albergar, estudiar y exhibir las piezas del pasado, a fin de rescatar su grandeza, difundirla y extenderla como elemento de unidad nacional, aunque esto tardaría todavía más tiempo. Primero, porque el proceso de descubrir, rescatar y trasladar las piezas prehispánicas de diferentes puntos de la República al Museo Nacional era para entonces muy complicado y costoso. Segundo, porque no había gente ni recursos pecuniarios destinados para este fin. Tercero, porque el desconocimiento de nuestro mundo antiguo era enorme y, en consecuencia, las investigaciones fueron apareciendo muy lentamente, y a cada paso que se avanzaba había que rectificar los datos e hipótesis obtenidos previamente, antes de apresurarse a nuevas interpretaciones. Estas carencias hicieron que las piezas prehispánicas

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se apreciaran más como antigüedad/curiosidad, resaltándose por sus características estéticas más que por su función histórica o social. Por otra parte, la preservación en el Museo de algunos acervos mineralógicos y botánicos armados de tiempo atrás, aunada a la utilidad práctica inmediata adjudicada a los estudios naturales y al carácter internacional del conocimiento científico, hicieron que las colecciones naturales mantuvieran sus papel protagónico hasta mediados de la década de los setenta. Uno de los objetivos fundamentales del gobierno juarista fue el de impulsar las instituciones educativas bajo una perspectiva acorde a las nuevas circunstancias del país. Se vio en el positivismo de Augusto Comte la filosofía más adecuada para ello, por lo que la organización de los estudios alcanzó un gran sentido práctico tomando a los estudios científicos como eje de este cambio. La nueva propuesta educativa se reflejó también en el Museo Nacional y “para no repetir esquemas anteriores, los hombres educados en profesiones basadas en las ciencias exactas y naturales fueron llamados por las circunstancias del momento”. Tocó nuevamente a Antonio del Castillo encargarse de las áreas de mineralogía, geología y paleontología; al farmacéutico Gumesindo Mendoza, de las colecciones de zoología y botánica, y al doctor Antonio Peñafiel, de las actividades de taxidermia y preparación de muestras naturales. El entonces joven naturalista Jesús Sánchez se integró al grupo para apoyar los trabajos. El gran acierto de este periodo fue el combinar la investigación científica con la práctica museológica, las conferencias con la divulgación impresa, el conocimiento científico con la expresión artística. Surgió así, en el seno del propio Museo Nacional, la Sociedad Mexicana de Historia Natural, el 29 de agosto de 1868, y pocos meses después la revista La Naturaleza, portavoz oficial de la nueva Sociedad. Sus diez miembros fundadores simpatizaban con las actividades del Museo, y seis de ellos, trabajaron intensamente en sus colecciones: Antonio del Castillo, Gumesindo Mendoza, Antonio Peñafiel, Jesús Sánchez, Manuel Urbina y Manuel Villada. Además de inyectar vida a la asociación y su

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publicación, también utilizaron los acervos del museo como las pruebas tangibles de sus estudios. La Naturaleza supo aprovechar también la paleta y el pincel del célebre pintor José María Velasco, lo que volvió más codiciada la publicación. Gracias a las actividades de la Sociedad Mexicana de Historia Natural, la fama de las colecciones y del propio Museo Nacional traspasaron las fronteras, convirtiéndose durante casi una década en una eficiente, y a veces única, divulgadora de las actividades museales. Tan importantes fueron los acervos científicos del Museo, que cuando el 5 de febrero de 1871 vuelve a abrir sus puertas, lo hace a través de la sección de Historia Natural. En distintos apartados se exhibían aves, conchas y zoófitos, reptiles y pescados; ejemplares de mineralogía y paleontología, insectos y mamíferos. Para que las piezas se comprendieran mejor “...como es costumbre, se les pondrán las noticias concernientes a su interés científico. Para ello, se mandaron fabricar más de 10.000 zócalos y atriles, cerca de quinientos frascos para conservar ejemplares en alcohol, doscientos setenta botes pequeños en sus zócalos, destinados a una colección de semillas nacionales y extranjeras, y se construyeron estantes especiales para albergar las colecciones en un total de siete salones” (Memoria…, 1870). El presidente Juárez recibió con beneplácito la noticia de la inauguración pues, finalmente, se lograba consolidar un proyecto que de años atrás sólo había dado traspiés. El trabajo de los naturalistas fue tan intenso que en los años siguientes se incrementaron las colecciones notablemente, a tal grado, que utilizaban las muestras duplicadas para canjearlas por otros ejemplares o para donarlas a otras instituciones de enseñanza superior; incluso para crear museos escolares. Por aquellos años: La familia científica del Museo estaba toda unida, ligada por franca amistad y por los vínculos del compañerismo. Afluían ahí los naturalistas, los arqueólogos [...], solicitando el concurso de sus amigos especialistas. (Memorias SCAA, 40,67) Cabe resaltar que ésta es todavía una época en que el conocimiento no estaba tan fragmentado en especialidades, sino que predominaba una postura enciclopédica del saber, 16

así como un compromiso por preservar y divulgar los conocimientos generados en el Museo, de tal suerte que al aprobarse la publicación de los célebres Anales del Museo Nacional (1877) bajo el gobierno de Porfirio Díaz, se previó la inclusión de temas naturales en ellos: …Las plantas, los minerales, los animales y los fósiles están allí [el Museo Nacional] también como cosas de mera curiosidad; es necesario, pues, ir publicando los usos de esas plantas, las costumbres de esos animales y las ventajas de las aplicaciones, tanto de Geología como de la Paleontología. (Anales, 4 julio 1877) Por otra parte, el trabajo en el museo y el contacto con los acervos despertaba su apreciación patrimonial. Esto, aunado a que el personal del museo asumía los compromisos laborales sin cortapisa alguna, tuvo como resultado que personas como los naturalistas Gumesindo Mendoza15 y Jesús Sánchez16 no se circunscribieran a su campo de acción, sino que, comprometidos con el estudio y la preservación de todo tipo de piezas que entraban al museo, también incursionaran en las áreas de la Historia y la Arqueología. A riesgo de ser criticados por otros estudiosos que se sentían con mayor mérito para hablar sobre el pasado prehispánico, Mendoza y Sánchez asumieron el compromiso de ordenar y describir las piezas arqueológicas, y armar el primer Catálogo respectivo: Seguros estamos de haber cometido grandes errores que las observaciones de los inteligentes vendrán a demostrarnos; más sírvanos de excusa para disimular la imperfección de nuestra labor lo difícil y poco conocido aún de nuestra Arqueología Nacional. (Catálogo, 1882) Lo cierto es que era la primera vez que se hacía un trabajo de estudio, ordenación y exhibición de las piezas prehispánicas, y que el compromiso asumido por los dos naturalistas resultó “el primer ensayo serio de la clasificación de un museo”, palabras a cuán más valiosas sobre todo por provenir de la pluma del eminente historiador Alfredo Chavero. (Catálogo, 1882:2)

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? Querétaro–1886, Ciudad de México. Profesor de zoología y botánica y catedrático en química. Director del Museo Nacional. Defensor del patrimonio arqueológico evitando su extracción ilícita. 16 1842-1911, Ciudad de México. Profesor de zoología. Cuidó de la formación del Museo de Historia Natural en el edificio del Chopo.

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El entusiasmo por ordenar y divulgar los acervos trajo muchos frutos para el Museo. A la vuelta de veinte años, en materia científica no sólo crecieron las colecciones de mineralogía, geología, paleontología, zoología y botánica, sino que en la búsqueda por transmitir conocimientos más prácticos, se abrieron también secciones especializadas en anatomía comparada, teratología, antropología, etnografía, y zoología, botánica, metalurgia y mineralogía aplicadas. Además de La Naturaleza y los Anales del Museo Nacional, los naturalistas divulgaban sus indagaciones y noticias sobre especimenes naturales en publicaciones como Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, El Minero Mexicano, Revista Científica Mexicana, Mundo Científico, La Farmacia, Memorias de la Sociedad Científica Antonio Alzate, entre otras. El coleccionismo científico se incrementó considerablemente en instituciones de enseñanza e investigación de reciente creación. Dado que los principios positivistas exigían que todo trabajo se sustentara con pruebas tangibles, se volvió necesario acondicionar salones y construir mobiliario ex profeso para el cuidado y la exhibición de muestras. Así, vieron la luz las primeras colecciones-museo de la Escuela Nacional Preparatoria que, junto con los laboratorios de física y química se convirtieron, además de centros de enseñanza objetiva, en los escaparates científicos predilectos para la visita pública. Por aquellos años, la Escuela Nacional de Ingenieros, sucesora de la Escuela de Minería, agregaba a sus colecciones mineralógicas, geológicas y paleontológicas diversas maquinarias y utensilios mandados traer de Europa, y la Escuela de Medicina impulsaba la creación del Museo de Anatomía Patológica en apoyo a estudios en química médica, bacteriología, medicina experimental y anatomía patológica. Además de las escuelas de estudios superiores –la mayoría de las cuales se integrarían más tarde a la UNAM- el gobierno porfirista también promovió el establecimiento de centros científicos que entre sus funciones básicas debían formar acervos objetuales especializados.

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La célebre Comisión Geográfico-Exploradora, formada en 1877 por el Ing. Agustín Díaz para estudiar el país y hacer la “Carta General de la República”, reunió y ordenó ejemplares naturales que se utilizaron en dos vías. Por un lado, para representar la riqueza natural del país en exposiciones internacionales, especialmente en la Feria Mundial de Nueva Orleáns de 1884 y la Exposición de 1889 en París (Herrera, 1998 :91 y Tenorio, 1998:197); por el otro, para establecer en la zona de Tacubaya un Museo de Historia Natural dependiente de la propia Comisión. La sede, el antiguo arzobispado de Tacubaya, donde se ubicara años después el Observatorio Astronómico. Las colecciones fueron ampliamente conocidas por especialistas y estudiantes que acudían frecuentemente a aquel lugar. Sin embargo, durante el movimiento revolucionario se optó por concentrar todos estos materiales en el Museo de Historia Natural, en el edificio de El Chopo. También, como resultado de varias comisiones científicas, se creó en 1888 el Instituto Médico Nacional para estudiar y combatir problemas de insalubridad y enfermedades. Los ejemplares de la flora mexicana culminaron en la formación de un herbario organizado bajo el sistema de T. A. Durand que llegó a acumular cerca de 17000 piezas. En materia de coleccionismo natural, la igualmente renombrada Comisión de Geología (1886) culminó con la creación del Instituto Geológico Nacional, dos años después. Aquí, el paso trascendental para la museología y la museografía mexicanas consistió en la construcción del flamante edificio del Museo de Geología, -terminado en 1904 e inaugurado en 1906-, primera obra arquitectónica concebida para museo. Además de vincular investigación científica con exhibición permanente, el edificio estableció una estrecha relación entre ciencia y arte, plasmada en sus muros, relieves y vitrales. La planta baja, de fácil acceso al público visitante, se destinó para museo, y la alta a las labores asociadas a la investigación geológica. La grata impresión que causó el edificio quedó registrada por observadores extranjeros: El edificio del Instituto Geológico Nacional de México, establecido en la 5ª calle de Ciprés, frente a la Alameda de Santa María, será, cuando se termine este año, uno de los mejores edificios del mundo destinados

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enteramente a objetos geológicos, pues otros países, por regla general, tienen edificios viejos construidos para diversos usos y ligeramente reformados… México irá a la vanguardia del mundo entero, en este particular…(Pérez 1997: 91-92, apud. Southworth, 1905:47)

Para fines del siglo XIX y principios del XX, el México porfiriano comenzó a dar un giro cultural y social. El positivismo científico tan arraigado en las décadas anteriores empezó a ceder espacios a interpretaciones humanistas. Esta forma novedosa de abordar los estudios sociales también se manifestó en la manera de reunir objetos y concebir exposiciones. En cuanto a los primeros, además de las secciones naturales, el Museo abrió sus departamentos de Antropología y Etnografía y preparaba la mesa para recibir a la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas. En cuanto a las exposiciones, la museografía del objeto -bajo el ideal pedagógico de sólo mostrar-, comenzó a evolucionar hacia la museografía del concepto, para demostrar y explicar el funcionamiento y los procesos de las cosas. Transformar la exhibición inmovilista de la naturalia bajo las ideas evolucionistas de Darwin y Spencer, se convirtió en el nuevo reto museal. El renombrado biólogo, activo darwinista y responsable de la sección de Antropología del Museo, Alfonso L. Herrera17, se convirtió en el portavoz de las nuevas ideas. Inspirado en revistas inglesas y francesas, propuso en su artículo Les Musées de l’avenir (Los museos del futuro) una reestructuración museográfica de la historia natural en el Museo, que quitara las clasificaciones rígidas de ejemplares y buscara su contextualización a su medio, incluso en un sentido universal. El visitante debía tener la facilidad de mirar, comparar y contrastar cada especie. Aunque no pedía la construcción de dioramas o ambientaciones especializadas -como comenzaba a hacerse en museos de Estados Unidos y Europa-, solicitaba la utilización de apoyos gráficos, principalmente diagramas que hicieran más clara y accesible la información. En palabras del propio Herrera, en un museo de Historia Natural era necesario: …instalar las salas, convenientemente dispuestas, para ser visitadas en un orden riguroso y que demostraran de manera objetiva las grandes 17

1868-1942. Hijo del naturalsita de igual nombre. Gran maestro y promotor de la botánica. Gracias a sus esfuerzos se establecieron en Chapultepec, los jardines botánico y zoológico. Entre varias obras, destacaron La Vie sur les hauts plateaux, Nociones de Biología y Nueva farmacopea mexicana.

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leyes biológicas de la unidad, la finalidad particular, las diferencias, la vida elemental, la adaptación, la variación, la lucha por la existencia, la selección, la evolución, la nutrición…(Memorias SCAA, XIV:378) Sólo así podría comprenderse la vida, no en forma aislada, sino una entre muchas, in multi una, a fin de entender a la naturaleza en su conjunto y propiciar el progreso del espíritu humano. La historia natural a fines del Porfiriato: Los cambios en los discursos museográficos no se dieron de manera inmediata. Para la primera década del siglo XX se había progresado mucho en cuanto a conocimientos científicos especializados, y el pasado de México también comenzaba a distinguirse espacial y temporalmente. Continuaba la efervescencia por los coleccionismos histórico, artístico, antropológico y natural, y de todas partes del país se remitían ejemplares. En consecuencia, las decisiones museográficas debían tener mayores alcances. Ya no se pensaba sólo en reubicar colecciones o remodelar una sala, sino que comenzó a hablarse de construir nuevos museos. Al iniciar el siglo, las colecciones científicas se encontraban en la Escuela Nacional Preparatoria y la Escuela Nacional de Ingenieros, el Museo de Tacubaya, la Escuela de Medicina, el Museo Nacional y el flamante y recién inaugurado Museo de Geología. Se propuso la creación de un Museo de Paleontología Nacional Mexicana, y la construcción del nuevo Museo de Historia Natural, pero ninguno de los dos proyectos cristalizó. Las expectativas de este último incluían dos jardines: uno botánico y de aclimatación, y otro zoológico. Las colecciones del pasado no sólo aumentaron en número, sino también en importancia desde el momento en que se decidió festejar el primer Centenario de la Independencia, y tomar al Museo Nacional como eje de las conmemoraciones y escaparate oficial de la historia del país desde los tiempos más remotos hasta el gobierno del general Díaz. A través de la Inspección General de Monumentos Arqueológicos se remitían piezas de todas partes de la República, que requerían de grandes espacios para su exhibición. Por otro lado, el

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fomento de un sentido nacionalista a través de la recuperación de la historia y sus bienes materiales, se convirtió en programa prioritario para el gobierno de Porfirio Díaz. Esto provocó la inminente salida de la Sección de Ciencias Naturales, del Museo Nacional. Dado que no se había construido un edificio para ello, los científicos se dieron a la tarea de buscar un espacio donde ubicar y exhibir los acervos. El Palacio de Cristal en la calle del Chopo núm. 10 fue el lugar que mejor satisfacía las necesidades de las colecciones. El edificio había sido construido poco antes con la finalidad de montar exposiciones industriales. La Compañía Mexicana de Exposición Permanente, S. A., encargada del proyecto, lo dotó de un diseño arquitectónico vanguardista, compuesto de estructuras metálicas y vidrio, rememorando las grandes construcciones europeas como el Crystal Palace de Londres, construido para la Exposición Universal de 1851, y la célebre Torre Eiffel, para la Exposición de 1889, en París. En virtud de que el nuevo edificio no cumplió con sus objetivos, el gobierno de Díaz decidió dar un giro a su uso y destinarlo a los acervos naturales. La orden del cambio de sede provocó resentimientos entre los naturalistas del Museo Nacional, que en un principio protestaron por tan drástica decisión. Después de todo las colecciones científicas habían sido durante muchos años las más importantes del museo, y los profesores que las tuvieron a su cargo, quienes en varias ocasiones levantaron y defendieron a la institución. Dentro de los argumentos más esgrimidos para buscar otro lugar destinado a las colecciones científicas, resaltó el de la gran distancia que en aquel entonces separaba al edificio de El Chopo del resto de la ciudad, lo que propiciaría una escasa afluencia de visitantes; por otra parte, los muros de vidrio no eran los más idóneos para la exhibición permanente de ejemplares naturales, pues afectarían su preservación y mantenimiento. No hubo marcha atrás. Mientras el Museo Nacional –junto con muchos otros edificios culturales que se construyeron en varios puntos de la República- se engalanaba para las fiestas, el nuevo Museo de Historia Natural no pudo formar parte de la conmemoración del

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Centenario. Por aquellos días, el edificio de El Chopo estaba ocupado con una exposición japonesa para tan importante evento, por lo que las colecciones científicas del Museo Nacional18 tuvieron que esperar almacenadas por algunos años más. Las colecciones naturales estuvieron presentes durante el Centenario a través del Museo de Geología, y los gabinetes-museo de la Escuela Nacional Preparatoria, y de las Escuelas de Ingenieros y Medicina, además de la importante Exposición de Higiene, exhibición temporal que daba cuenta de los avances en materia de salubridad pública. Fue hasta el 1º de diciembre de 1913, con otros actores y protagonistas, que se inauguró el flamante Museo Nacional de Historia Natural en El Chopo. Allí se concentraron las colecciones del Museo Nacional, el de Tacubaya, y las del Instituto Médico Nacional. Desde un principio tuvo gran aceptación. La originalidad y rareza de sus ejemplares despertaban día tras día la curiosidad de las personas, que al cabo de unos años alcanzaban la cifra de quinientos mil visitantes anuales. (Herrera, 1921:10) El caso de la historia natural mexicana pertenece a la historia social de la ciencia, pues los hombres que la practicaron, además de realizar estudios sobre la naturaleza de nuestro territorio, aplicaron sus conocimientos para poner en marcha las políticas del estado para acceder a la modernidad. (Guevara, 2002:23)

Durante el movimiento revolucionario se reorganizó y reubicó la mayoría de los acervos naturales, siendo el nuevo museo el que recibiera más. Calmadas las turbulencias militares, se reactivó el coleccionismo natural bajo nuevas perspectivas. Coadyuvó en esto la reapertura de la Universidad Nacional, que procuró la modernización de los estudios profesionales y el impulso a nuevas especialidades científicas. La historia natural tras las vitrinas tuvo su sede principal en el Museo Historia Natural19; las Escuelas de Medicina e Ingeniería conservaron sus colecciones didácticas, mientras que la Facultad de Ciencias Químicas abría, hacia 1921, un Museo Tecnológico con un sentido práctico, al incluir 18 19

En 1910 cambió su nombre por el de Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía. Originalmente también era Nacional.

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muestras “de todos los productos naturales susceptibles de ser industrializados por la química”. (Boletín SEP: I,2,1923:277) Las colecciones vivientes también fueron reactivadas en los jardines de escuelas según sus diferentes aplicaciones educativas (botánicas, zoológicas, medicinales, industriales), hasta que finalmente, bajo la dirección otra vez de Alfonso L. Herrera, se crearon los jardines botánico y zoológico con un sentido público, en el añoso bosque de Chapultepec. A pesar de que nuestro coleccionismo natural tuvo fuertes altibajos, cabe resaltar que a lo largo de este camino siempre se le reconoció su utilidad pública, y que en los hombres de ciencia, profesores, recolectores, taxidermistas y ayudantes encargados de su integración, predominaron los intereses científicos, didácticos y patrimoniales, desarrollando trabajos de gran valía, algunos de los cuales han llegado hasta nuestros días. Bibliografía Arqueología Mexicana, Vol. X, Núm. 57, México, Editorial Raíces, sep.-oct. 2002. Becerra López, José Luis, Organización de los estudios en la Nueva España, México, Talleres de Editorial Cultura, 1963. Bolaños, María, Historia de los Museos en España. Memoria, cultura, sociedad, España, Ediciones Trea, 1997 (Biblioteconomía y Administración Cultural, 10). Boletín de la Secretaría de Educación Pública, I, 2, marzo 1923, México [SEP]. Castro, Casimiro, et al., México y sus alrededores, Ed. Facs., México, Ed. del Valle de México, S. A., s/f. Mendoza, Gumesindo y Jesús Sánchez, Catálogo de las colecciones histórica y arqueológica del Museo Nacional de México, México, Imp. Ignacio Escalante, 1882. Gazeta de México, México, 1790. Guevara Fefer, Rafael, Los últimos años de la Historia Natural y los primeros días de la Biología en México. La práctica científica de Alfonso Herrera, Manuel Villada y Mariano Bárcena, México, IB-UNAM, 2002 (Cuadernos del Instituto de Biología, 35). Hernández Hernández, Francisca, Manual de Museología, España, Editorial Síntesis, 1988 (Biblioteconomía y Documentación).

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