LA IMPORTANCIA DEL DESCENSO Por James T. Thorny

LA IMPORTANCIA DEL DESCENSO Por James T. Thorny Tomaba café de a minúsculos sorbos confiando en que así mis chances de quemarme la lengua serían casi
Author:  Jaime Cano Ruiz

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LA IMPORTANCIA DEL DESCENSO Por James T. Thorny Tomaba café de a minúsculos sorbos confiando en que así mis chances de quemarme la lengua serían casi nulas. Esa imagen pretérita, que más que imagen era un sentimiento ominoso, rondaba entre las esquinas de mi boca distrayéndome, alejándome de los pensamientos meditabundos que tanto deambulaban entre los azucareros, los platos, el humo del café y uno que otro cigarrillo. No alcanzaba a ponderar la gravedad de todo este asunto, del hecho de estar ahí y no en donde se supone debía estar. Sin embargo, poco me importaba en realidad; la libertad que me disponía aquel lugar era incomparable a cosa alguna creada por el hombre. La muchacha en el mostrador me observaba lejana, distante, ajena, con una naturalidad emocionante que me tenía maravillado. Se tocaba el cabello castaño que caía como cascada, lo sostenía entre sus dedos larguiruchos y le daba vueltas, a veces dos, a veces tres; finalmente, lo soltaba para comenzar de nuevo. Reventó la bomba de chicle que llevaba buen tiempo inflando, tomó la cafetera con su mano derecha y se acercó a mí con paso firme. Me miró con esos ojos seguros e impávidos, y sin enunciar palabra alguna prosiguió a servirme más café. Yo me limité a observarla extasiado, absorto en su belleza. Los segundos pasaron y nuestros cuerpos inmutables. Estaba tan desprevenido que el quemón en mi pierna me tomó por sorpresa. Cuando decidí bajar la mirada me encontré con que el café que caía directamente de la cafetera a mi taza, había encontrado su camino fuera de ella, atravesado la barra y aterrizado en mis pantalones. Me coloqué de pie inmediatamente y di unos cuantos pasos hacia atrás. Dos segundo más tarde, una alarma ensordecedora inundó mis oídos. Traté de taparlos, pero un instante antes de lograrlo desperté. Estaba sobre mi cama, sudado de pies a cabeza, y más cansado que antes de irme a dormir. Aquel sueño verista me atormentaba cada noche desde aquel maldito día. Retiré las sábanas de un golpe y coloqué los pies sobre la madera fría, observé el reloj titilante en mi mesa de noche y me decepcioné; todavía faltaban tres horas para que sonara la alarma. Caminé al baño entre la oscuridad tratando de no tropezar con la ropa que había dejado caer despreocupadamente horas antes. Encendí la luz y me observé en el espejo solo para confirmar aquella verdad que me

entristecía sobremanera; cada día lucía peor que el anterior. Abrí la llave del agua y sumergí mis manos en un movimiento desesperado, sostuve el agua por un segundo y luego la lancé a mi rostro. Repetí aquel proceso varias veces hasta que empapé mi cabello, mi camiseta y el suelo. De repente, la puerta del baño se abrió. Dejé caer el agua que reposaba en el hueco de mis manos y observé el espejo; Joaquín entró. Nuestras miradas se cruzaron en el reflejo, y el silencio se apoderó del espacio, una leve brisa nocturna se filtró haciendo temblar mi cuerpo. —¿Qué haces en mi baño? —peguntó Joaquín. Me quedé en silencio mientras observaba cada rincón del baño, estaba seguro que acababa de salir de mi cama, de recorrer el piso de mi cuarto, de cruzar la puerta de mi baño. Todo estaba en orden, todo en aquel espacio era familiar y me pertenecía. —¿Qué haces tú en el mío? —pregunté. Joaquín se había largado, lo recuerdo, ya había pasado más de cinco horas desde que había atravesado la puerta de mi casa. Lo había visto partir, tomar su carro e irse. Ambos nos quedamos en silencio, aproveché ese incomodo momento para volver a observar cada rincón del baño; cada vez estaba más seguro de que aquel lugar era mío. —No entiendo… —dijo Joaquín mientras tomaba de nuevo el pomo de la puerta y la abría para dar un vistazo hacia afuera, hacia el cuarto. Justo cuando asomó la cabeza, una figura oscura apareció; se estaba rascando la cabeza y bostezando con convicción. Se detuvo en seco cuando advirtió nuestra presencia dentro del baño, nos observó inquisitivo y levantó un dedo mientras abría la boca. —¿Qué hacen en mi baño? —preguntó Jacobo. Los tres nos miramos con desconcierto, algo extraño estaba sucediendo. Y a pesar de que el caos fuera cosa rutinaria, casi diaria —o más bien nocturna—, la máxima expresión de confusión se apoderaba de mí, era una barahúnda silenciosa y peligrosa. Caminé hacia ellos y atravesé la puerta ignorando completamente su presencia. Los sentía como fantasmas, como figuras inconcretas, extensiones de mis pesadillas. Pero no lo eran. Jacobo intentó moverse antes de que pasara la puerta dándome espacio para salir, pero alcanzamos a chocar hombros. El dolor y desconcierto eran tan reales que no hubo duda alguna que él estaba ahí. En realidad estaban ahí. Di dos pasos fuera del baño y observé mi habitación, estaba exactamente cómo la había dejado. —¿Cómo hicieron para entrar en mi casa? —pregunté. —¿Tú casa? ¿De qué estás hablando, Juan? Ustedes están en mi casa —respondió Joaquín.

—Es mi casa —dijo Jacobo—, y si esto es una broma, por favor paren, tuve una pesadilla terrible, y quiero volver a dormir. —No pudo ser peor que la mía —murmuró Joaquín, y se acercó a la cama. —¿Quieres apostar? —preguntó Jacobo. —¿Cuánto quieres perder? —Muchachos —dije, y ambos se voltearon a mirarme—, creo que nos estamos desviando de lo realmente importante. Díganme, ¿qué es lo último que recuerdan antes de entrar en el baño? Jacobo se adelantó: —La pesadilla: una mujer me regaba café hirviendo encima y me quemaba, después el sonido de una alarma y… ya. Desperté, me coloqué de pie y caminé al baño, adentro los encontré a ustedes. Joaquín lo observó perplejo, y por la tensión que sentía en mi propio rostro podía sentir que yo lo estaba mirando de la misma manera. —¿Qué? —preguntó Jacobo. —Es… es exactamente la misma pesadilla que yo tuve —dijo Joaquín. —Igual yo —agregué. —Ya no es gracioso, muchachos —murmuró Jacobo frustrado. —Nunca lo ha sido —dije—, esto no es una broma. Los tres nos quedamos en silencio, confundidos de nuevo. El desconcierto que nos atormentaba crecía y crecía, helando mis huesos y secando mi boca. Mi mente estaba en blanco, pero al mismo tiempo llena de estas sensaciones, de estas cosas inexplicables, símbolos que carecían de sentido. El alboroto mental y la angustia —que se convertía en física— me estaban oprimiendo. Sentí que el peso de mi cuerpo ganaba, que se me iban las luces por un segundo, y muy en el fondo esperé que así fuera, de pronto, esa sería la culminación de aquella extraña y verista pesadilla. Pero no lo era, esto era real, lo sentía real, no real como la pesadilla del café, sino real-real como la vida real. Jacobo y Joaquín se quedaron observándome inquietos como siempre lo hacían, a la expectativa de mi respuesta. Era yo quien ideaba los planes, era yo quien los sacaba de apuros. —Saldremos a la entrada y miraremos la dirección de la casa —dije, fue lo primero que se me ocurrió—, si todos estamos tan seguros que éste es el cuarto de cada uno, lo único que podemos hacer es confirmarlo con la dirección.

Ellos asintieron y bajamos las escaleras, la madera bajo nuestros pies rechinaba de una manera grotesca, no estaba seguro si era por la noche, por su oscuridad o por el simple hecho de estar extremadamente aturdido. Nos acercamos a la puerta con sigilo, no era necesario pero había algo tan misterioso en todo, en los espacios, en la certeza de estar en la casa de cada uno, en los colores bajo la oscuridad nocturna, la confusión y los respiros desesperados que emanaban de nuestros cuerpos. Tomé el pomo de la puerta y, ya que no soy de los que disfrutan el suspenso, la abrí de golpe. Estaba listo para encontrarme con una calle desierta, varios árboles, y algunas luces de carretera, en cambio, me encontré con una habitación vacía y una luz que se desprendía de un baño abierto. Mis compañeros se asomaron e hicieron exactamente el mismo gesto que yo hice. Si las cosas estaban extrañas, ahora conocíamos un nuevo nivel de rareza. Atravesé la puerta, esta vez con rabia más que con confusión. Observé la habitación, era mi habitación, sí, en la que habíamos estado segundos antes. Volví a salir de ella, bajé las escaleras corriendo y me lancé contra la puerta de la casa, al atravesarla volví al cuarto y choqué con Joaquín. Ambos me observaron, no estaba seguro si era angustia lo que sentían o si ya se había convertido en rabia y desesperación. Por mi parte, estaba a dos segundos de golpear cualquier cosa que se me cruzara. Observé cada rincón de la habitación. Saltar por una ventana era una opción viable, nada segura, pero viable al final de cuentas. Me asomé por la ventana, la vista era extraña, era una combinación entre la calle del frente y el reflejo de mi cuarto —más bien mi cuarto y el reflejo de la calle—, había algo que no me dejaba tranquilo. Entonces, pensé que, tal vez, una ventana del primer piso sería mejor idea. Bajamos al primer piso, corrí por la sala y abrí la ventana de par en par, me asomé impulsándome con los brazos, pero a medio camino decidí regresarme, al otro lado estaba de nuevo mi sala, me alcanzaba a ver a mí mismo asomándome por la ventana. Suspiré profundamente tratando de liberar mi rabia. El sabor agridulce de ella, y de las lágrimas al ser retenidas, se apoderó de mi boca. Tensé los puños, y los solté. —No hay salida —dije, y mi voz se quebró en cada palabra. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Jacobo. —No tengo idea —murmuré, y me volteé tratando de evadir sus miradas. Me incomodaba que me observaran, me incomodaba que esperaran que les resolviera los problemas, me enfadaba que no

pudieran valerse por ellos mismos, y me molestaba que no hubiera forma de salir de aquí. Nada tenía sentido. —Sigo sin entender por qué estamos acá —resopló Joaquín. —Nadie entiende —dije con frustración. Y pronto descubrí que aquellas palabras habían salido más como un grito que como otra cosa. Ambos me observaron asustados. Algo me decía que esperaban que yo fuera el último en perder la calma, pero como me incomodaba que lo hicieran, me di el lujo de perderla. —Todo es culpa de ese maldito dinero —dijo Jacobo tratando de romper el silencio y la tensión. —¿De qué hablas? —le pregunté. —¿No se han dado cuenta? —preguntó, y esperó por nuestra respuesta. Ambos negamos con la cabeza— Desde el día que robamos el dinero he tenido esa pesadilla, siempre es igual, siempre sucede lo mismo. ¿Cómo fue que llegamos aquí? Todos tuvimos la pesadilla y nos encontramos, ahora no podemos salir. Es el dinero, nunca debimos robarlo, el mundo nos está dando una lección, se está vengando de nosotros. Joaquín me observó, su rostro parecía inseguro, casi burlón, algo me decía que no le creía en lo más remoto a Jacobo. —¿Tiene sentido o no? —preguntó Jacobo. —La verdad no —respondió Joaquín—. Robamos ese dinero de gente que no lo va a extrañar, y lo robamos para una buena causa, no es que lo vayamos a gastar en cosas para nosotros, lo vamos a donar a una fundación, es caridad. ¿Cómo crees que el mundo va a estar vengándose de nosotros? —Ese fue el propósito inicial del robo —dijo Jacobo—, pero si sigue siendo así, ¿por qué han pasado más de dos semanas, y no lo hemos entregado a la fundación? No nos engañemos… por la cabeza de todos ha pasado quedarse con el dinero. —Yo digo que vayamos a dormir —dijo Joaquín—, de pronto estamos soñando, o de pronto estamos tan aturdidos por el poco descanso que hemos tenido que estamos alucinando. Tal vez, mañana cuando despertemos, mucho más tranquilos y descansados, logremos salir de aquí. —Entonces, ¿seguirás negando que te quieres quedar con el dinero e irás a dormir? Jacobo parecía realmente bravo y realmente preocupado. —En realidad —dijo Joaquín—, se me quitaron las ganas de dormir, prefiero quedarme despierto toda la noche, más bien, vayan ustedes a dormir, y yo hago guardia.

—¿Guardia de qué? —dije— Estamos atrapados dentro de mi casa, no un bosque —hice una pausa, quería decir algo más pero no se me ocurría. Finalmente, solo dije lo que sentía—. Además, solo dices eso, porque sabes que el dinero está aquí, y temes que Jacobo decida llevárselo. Joaquín me observó sorprendido. —Ese dinero es de todos —dijo—, ninguno lo puede coger sin el consentimiento de los demás. —¿Eso aplica también para ti? —preguntó Jacobo. —Claro que si —respondió—, nadie, ninguno de los tres tiene derecho sobre los demás. Jacobo y yo nos miramos. —Además —agregó Joaquín—, considero que deberíamos revaluar los objetivos que queremos lograr con el dinero. —¿Te refieres a en qué se va a gastar? —pregunté. —Exactamente. —No —dijo Jacobo—, ya lo habíamos decidido, la totalidad del dinero va a la fundación. —Jacobo —dijo Joaquín—, tú puedes entregar tu parte del dinero a la fundación, ve, trata de salvar a tu sobrino de la muerte, pero entregar mi parte a esa institución no me beneficia en nada. Ni a ti, Juan. Me quedé en silencio. Si bien eso era cierto, no era del todo real, decidimos robar el dinero para hacer un acto social, no buscamos un beneficio propio. —Así que propongo que dividamos el dinero de una vez, y que cada uno se lleve su parte y haga lo que quiera con ella —dijo Joaquín. —No —dijo Jacobo—, robamos el dinero por una razón, y debemos ser fieles. La tensión aumentó. Joaquín parecía fastidiado, molesto, realmente enojado. Jacobo continuó hablando, dando aquel sermón sobre ser fieles a nuestros ideales y sobre cómo gastarse el dinero en otra cosa nos convertiría en malas personas. De repente, Joaquín salió a correr y subió las escaleras. Jacobo corrió detrás de él y yo los seguí guardando una distancia considerable. Joaquín entró a la habitación, atravesó la puerta del baño y sacó el maletín de la repisa de abajo. Cuando Jacobo se acercó, Joaquín lo golpeó con una esquina de la maleta y lo lanzó al suelo. Cuando se acercó a mí trató de hacer lo mismo pero lo esquivé. Entonces, corrió escaleras abajo y atravesó la puerta de la entrada, al segundo siguiente se encontraba dentro de la habitación de nuevo.

Esta vez, Jacobo aprovechó el desconcierto de Joaquín para lanzarle un puño y tomar la maleta de sus manos. Pasó por mi lado y bajó las escaleras corriendo mientras decía: —Debemos ser fieles, entregaré este dinero a la fundación. Atravesó la puerta con convicción. Entonces, pensé que si era cierto que todo este asunto era por el dinero, tal vez, salir con él dispuesto a entregarlo, dispuesto a darlo por una buena acción podría ser la única salida de este lugar. Y por un instante la ilusión se apoderó de mí. Un segundo más tarde, Jacobo estaba, de nuevo, en la habitación. Joaquín se lanzó sobre Jacobo y ambos cayeron al suelo, una lluvia de puños y golpes mixtos se desplegó en el piso de mi cuarto, acompañada de gemidos, gritos y empujones. Observé el maletín, estaba en el suelo, al lado del armario, solitario y abandonado. Me acerqué a él evadiendo a mis compañeros, lo tomé y caminé hacia afuera de la habitación. Antes de atravesar la puerta me detuve y dije: —Creo que nos equivocamos, muchachos. Sé que se suponía que el dinero era para una buena causa, sé que teníamos las mejores intenciones, pero finalmente fallamos. Ser servicial no busca beneficio propio, ser servicial tampoco significa que podemos hacer cosas malas solo porque con eso lograremos cosas buenas. Ser servicial se trata de dar sin esperar, y dar de lo que se puede dar. Hubo un silencio en el que mis compañeros me observaron inquisitivos. —¿Qué harás con el dinero entonces? —preguntó Jacobo. —Lo devolveré —dije. Volteé y me dirigí escaleras abajo, mi corazón latía con tanta fuerza que el eco del golpe retumbaba en mi cabeza. Respiré profundo con cada paso que di, respiré profundo por la angustia, por la rabia que todavía no desaparecía, por el miedo, por la tristeza, y por las demás sensaciones que se apelotonaban en mi interior. Tomé el pomo de la puerta con mi mano derecha mientras abrazaba el maletín contra mi cuerpo. Respiré una última vez y exhalé justo cuando abrí la puerta. Di un paso hacia al frente. Sonreí. Estaba frente a mi casa, parado sobre la acera, mirando la calle.

FIN.

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