La invasión de los marcianitos. Martin Amis

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La invasión de los marcianitos

Martin Amis

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La invasión de los marcianitos

Martin Amis Prólogo de José Antonio Millán Introducción de Steven Spielberg Traducción de Ramón de España

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES

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PRÓLOGO Invadidos por todas partes

En memoria de Rafa, con quien tanto jugué. La biografía de Martin Amis que publicó Richard Bradford en el 2011 no contiene ni una referencia a Invasion of the Space Invaders. Y no sólo eso: como cuenta Sam Leith en su reseña de Bradford en The Spectator, la obra lleva años agotada, aparentemente porque su au­ tor no ha dado permiso para reeditarla. Los escasos ejemplares de segunda mano que están en el mercado alcanzan altos precios, se­ ñala Mark O’Connell en The Millions. Así pues, estás, lector o lecto­ ra, ante un libro como mínimo curioso porque, como escribe Leith, «cualquier cosa que un escritor repudie es interesante, particular­ mente si es una cosa frívola, y particularmente si, como Amis, te tomas seriamente la seriedad». Bien, bien, bien… Treinta años después de la aparición de este se­ creto y divertido libro para fans estamos ante una inesperada edi­ ción española. Hay que apresurarse a decir que (por motivos que luego desvelaré) no es sólo un libro arqueológico, sino que se refie­ re a algo que sigue plenamente vivo en estos momentos. Éste es un libro escrito por un adicto inglés a los videojuegos (que resulta ser además un famoso escritor), con una introducción de un adicto norteamericano (que resulta ser un famoso cineasta). Y este breve prólogo será la aportación de un adicto español. Empe­ zaré señalando que tanto Amis como Spielberg (prácticamente coetáneos) son mayores que yo, lo que significa que cuando juga­ ban a Asteroids estaban en una culpable treintena, mientras que yo aún discurría por los felices veintipico. 5

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Explicar una adicción a quien no la padece es una tarea imposi­ ble. No se puede justificar por qué personas hechas y derechas, con una actividad profesional encarrilada, pierden tiempo (¡y dinero!) en bares y salones recreativos de cualquier ciudad y país que visiten rodeados por una fauna sospechosa, para ahí permanecer horas apretando botones. Yo creo que hay profundas razones neurobioló­ gicas que pueden explicarlo y que también darían cuenta del hecho de que haya muchos más hombres que mujeres en esta práctica: seguramente tiene que ver con los chutes de dopamina con que nuestro cerebro nos gratifica cada vez que reventamos un platillo atacante o encajamos una hilera de ladrillos en Tetris (juego lamen­ tablemente aparecido después de que Amis acabara esta obra). No faltan explicaciones más sutiles, como la de una amiga que me dijo que los hombres encontramos ahí nuestra «zona de silencio men­ tal», ¡paradójicamente en medio de un estrépito de disparos! Pero los adictos de verdad, como los ludópatas que pasan la noche apos­ tando a la ruleta con ojos vidriosos, saben que lo que realmente les depara su afición es el vacío… El gran escritor uruguayo Mario Le­ vrero ha dejado en La novela luminosa el escalofriante testimonio en primera persona de alguien que consagra interminables horas a ju­ gar en el ordenador… Pero, bueno, Amis interrumpió sus partidas el tiempo suficien­ te para escribir este libro y luego muchos más, y Spielberg ha si­ multaneado su producción cinematográfica con potentes incursio­ nes en el desarrollo de videojuegos, lo que quiere decir que esta afición, convenientemente controlada («yo sé lo que me meto…»), no debe de ser tan mala. Martin Amis comienza este libro alertando de que estos juegos estaban por todas partes: en los salones recreativos, en los bares e incluso (aunque con menor calidad) en los televisores. Pues bien: ¿qué pensaría (o qué piensa, si es que aún le queda un resto de afi­ ción, lo cual es muy probable) si los viera en nuestros ordenadores 6

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Prólogo

y tabletas o incluso dentro de cada bolsillo agazapados en el móvil? Y no quiero ni imaginarme lo que ocurrirá con los smartwatches o cuando las google glasses conviertan la calle más familiar en un te­ rreno de juego lleno de emboscadas… Sí: los invasores nos siguen invadiendo. Cada vez más. La nueva ubicuidad de los videojuegos está conquistando más ca­ pas sociales y de edad. Las señoras mayores ya no hacen solitarios en la mesa camilla, sino en su móvil o tableta (y, por cierto: ya no pueden hacerse trampas como solían). Las chicas, mientras van en metro al instituto, se sumergen en juegos creados especialmente para ellas. Los ejecutivos juegan en sus iPads mientras cruzan el Pa­ cífico. Etcétera. Esta época de exuberancia digital está simultaneando los nue­ vos juegos (Angry Birds y ése de estallar globitos de colores que no sé cómo se llama) con el mantenimiento de los antiguos: Tetris, por ejemplo, tiene innumerables descendientes. Pero además los viejos juegos de salón recreativo se pueden seguir practicando mediante su emulación en un PC a través del proyecto MAME (Multiple Arcade Machine Emulator), que se encuentra en http://mamedev.org/. Con un poco de experiencia uno puede acabar instalándose en el orde­ nador todos los juegos que menciona Amis en este libro. Por otro lado, las tabletas, con sus poderosos procesadores y excelente defi­ nición de pantalla, están permitiendo jugar al flíper en recreaciones 3D de numerosos modelos hace años desaparecidos de los bares: un ejemplo es la excelente aplicación Pinball Arcade. Claro: entretanto hemos perdido la sociabilidad abigarrada y el halo dudoso de los viejos salones recreativos; estamos en una época solipsista y como mucho llegamos a compartir un récord por Facebook… Este libro de Amis nos devuelve el sabor de una época pasada gracias en parte a la curiosidad y al dominio literario del autor, a quien no le es ajeno ninguno de los elementos de este escabroso 7

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mundo, desde la etnografía de los salones recreativos hasta la estra­ tegia de cada juego, desde la programación hasta las revistas para fabricantes y explotadores de máquinas. Amis tiene un certero jui­ cio crítico sobre los juegos, y sus palabras sobre el diseño (cómo la simplicidad y la cuidadosa gradación de la dificultad siempre re­ portan beneficios) merecen grabarse con letras de oro en el portátil de cualquier fabricante. Lo que cuenta sobre salones ingleses o americanos y bares franceses es tan parecido a lo que vivíamos en España por esos mismos años que uno no puede sino reafirmar la básica identidad del género humano (en lo que toca a dejarse inva­ dir, claro). Creo que con La invasión de los marcianitos Martin Amis rindió a su adicción de hace décadas el máximo homenaje que un escritor puede prestar: convertirla en materia literaria, y al hacerlo le otorgó un tipo de realidad de la que carecía: la de existir entre las páginas de un libro. Con ello, además, la rescató del olvido y nos permite revivirla a quienes la compartimos hace décadas, y añorarla (tal vez adquirirla) a quienes no llegaron a tiempo para disfrutarla. José Antonio Millán

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El videoadicto Steven Spielberg.

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INTRODUCCIÓN

Los extraterrestres han aterrizado y el mundo ya no volverá a ser igual. Creedme: estamos en guerra, y lo raro de esta contienda es que si cometes el error de enrolarte descubrirás que el servicio mi­ litar es incurablemente vicioso. Mirad a Martin Amis, el autor de este libro. Quien fuera en otro tiempo un joven distinguido y cabal con una vida sin tacha se con­ virtió tras unas pocas partidas en un caso terminal de videoadicción. En su cerebro pululaban monstruitos verdes, comecocos voraces, bombas inteligentes, pedruscos y gordinflones: los incansables asaltantes de la pantalla. Se imponía un tratamiento de choque y ahora, tras miles de partidas (por no hablar de la amarga experien­ cia que ha supuesto la redacción de este libro), el paciente parece hallarse en el camino de la recuperación. Pero no caigáis en la misma trampa: leed este libro y escarmen­ tad con la terrorífica odisea del joven Martin por los salones recrea­ tivos de medio planeta antes de transformaros también en yonquis del vídeo. No supongáis que podréis evitar ese destino gracias a vuestra innata fuerza de voluntad: les ha pasado a los mejores entre nosotros y hablo con conocimiento de causa, pues he superado los 500 000 puntos en Missile Command, aunque no he llegado ni a los 75 000 en las máquinas más modernas. Los avisos son claros... La primera parte explica cómo nos inva­ dieron los marcianitos prácticamente sin que nadie advirtiese lo que sucedía y cómo se infiltraron en los rincones más remotos del mundo conocido cobrándose víctimas de todas las razas, colores o religiones. En la segunda parte encontraréis una guía de máquinas con instrucciones sobre tácticas bélicas a cargo de un combatiente 11

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muy fogueado en la batalla (véase arriba). La tercera parte revela cómo los marcianitos, lejos de limitar sus actividades a espacios públicos y a adultos responsables, se han instalado en nuestros ho­ gares adoptando diferentes figuras y procedimientos hasta el punto de que ya no quedan sitios donde darles esquinazo. Suponiendo, claro, que realmente deseéis evitarlos… No quiero ser acusado de colaboracionista, pero algunos son muy simpáticos cuando llegas a conocerlos un poco… Steven Spielberg

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PRIMERA PARTE Vinieron del espacio: la guerra de las pantallas

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LA INVASIÓN DE LOS MARCIANITOS

Videoyonquis guerreando en la Penn Station de Nueva York. Adviértase la extrema tensión de hombros y nalgas que provoca la batalla.

Parece que una nueva administración gobierna de pronto este pla­ neta (precisamente). En bares, tabernas, restaurantes, heladerías, puestos de kebab, tiendas de discos, aeropuertos texanos, vestíbu­ los de hoteles bengalíes, bazares eróticos escandinavos, clubs noc­ turnos parisinos, boliches del Greenwich Village, salas de espera odontológicas, boutiques unisex y otros recintos terrícolas (sin ex­ cluir, por supuesto, los espacios recreativos transglobales donde pálidos adictos matan el tiempo colgados cual murciélagos mutan­ 15

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tes) podéis contemplar las centellas efervescentes de un millón de guerras galácticas, encuentros en la tercera fase, invasiones de ul­ tracuerpos, noches de los muertos vivientes o increíbles hombres menguantes: todo ello ocurriendo ante nuestros ojos. Las urgencias de los hospitales urbanos luchan contra una epi­ demia de dolencias tan llamativas como novedosas: codo de as­ teroide, dedo de comecocos, espina galáctica, disco de ciempiés (sabe Dios qué hacen esas entidades con nuestros ojos). Las comi­ sarías archivan voluminosos informes sobre delitos relacionados con los marcianitos: recientemente, un chiquillo inglés le birló a su padre el dinero del paro y a su abuelita los ahorros funerarios para dedicar la suma a varios miles de partidas en la confitería local. (Las maquinitas también han fomentado el negocio de la prostitución infantil: los críos se ofrecen por un par de partidas de Astro Panic o lo que sea. Ampliaremos este escabroso tema.) La invasión tiene a veces repercusiones nacionales, geopolíticas: dos años atrás, la fie­ bre del videojuego causó una dramática escasez de monedas en Ja­ pón, país donde siempre ha habido toneladas de calderilla. El tráfi­ co de jueguecitos espaciales mueve más dinero en todo el mundo que el cine o la música. No caben dudas al respecto: los marcianitos nos han invadido.

EL ÁLGEBRA DE LA NECESIDAD Nos enfrentamos a una adicción mundial. Me refiero a que esto puede acabar convirtiéndose en un problema serio. Permitidme aducir como pruebas mis propios síntomas, síndromes, monos, crisis, recaídas y cuelgues. El hábito puede empezar con una inocua partida en, pongamos por caso, un aeropuerto o una bella localidad costera. La experien­ cia se disfruta y, tal vez, se olvida por completo. De momento todo 16

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va bien, pero el invadido descubre luego que esos cacharros diabó­ licos lo acechan por doquier, que también infestan el pub del barrio o la casa de comidas donde almuerza. Sonriendo sin demasiado en­ tusiasmo vas y te pegas unas partidillas. Después vas y juegas parti­ dillas regularmente. A continuación te concedes un poco más de tiempo para esa diversión. Acumulas monedas. Empiezas a encon­ trar rostros familiares haciendo cola ante la máquina. Las palabras allí murmuradas aluden a bombas inteligentes, hiperespacios, re­ servas de combustible o distorsiones de cuadrantes. —Si le das al platillo en el disparo quince obtienes 300 puntos. —Reparte bien el fuego sobre la cápsula y te cargarás el enjambre de swarmers. —A no ser que se larguen a otro cuadrante. —Ayer vi a un tío que consiguió 9000 puntos en su primera vida. —Espera a que se pongan verdes y luego amarra la nave nodriza a la derecha. —¡Cuidado, ahí vienen las bolas de nieve! —¡Más potencia! —¡Ajusta el ángulo! —¡Arriba! —¡Abajo! La jerga y el código se vuelven gradualmente inteligibles. Una extraña y clandestina hermandad abre sus puertas para dejarte entrar. Tus tardes se ven intercaladas al poco tiempo por cautas expe­ diciones a la sala de vídeo más cercana. También allí resulta todo normal: hay alguien a mano para darte cambio, la atmósfera es ra­ zonablemente grata, ves a unos porteros muy fornidos y muy tran­ quilizadores. Acudes cada vez con más frecuencia y descubres (con alarma y consternación) que sueles recorrer a la carrera los últimos cien metros. Empiezan las mentiras con familiares y amigos. «Voy a dar una vuelta» o «tengo que echar esta carta» son las milongas 17

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que te oyes decir cuando te escabulles por la puerta. (¡Oh, vergüen­ za y culpa! ¡Oh, indigno disimulo del prófugo!) Al caer la noche, la mente de la infeliz víctima es un campo de batalla acribillado donde ululan misiles rastreros y se emboscan extraterrestres muy desapa­ cibles. Tu trabajo se resiente. Y tu salud. Y tu bolsillo. Los embustes aumentan en frecuencia y desfachatez. Te sientes abochornado, empiezas a darte asco. Quien haya deambulado por el laberinto de las drogas o el alcohol ya conoce el monólogo interior: «Creo que por fin lo tengo bajo control. No pasa nada mientras lo haga con moderación. Como ayer me porté muy bien y apenas jugué, esta mañana he tenido una sesión larga. Nadie es perfecto, ¿verdad? Muy bien, esta noche no jugaré, así veréis que lo hago cuando quie­ ro, aunque tampoco es para tanto, ¿no? ¿Por qué tomarse las cosas tan en serio? Sólo es un juguete. Un par de partiditas no me harán ningún daño…». El adicto se obsequia luego con una salvaje tanda de tres horas. «No volveré a tocar una máquina —promete entonces—; ya está, basta, se acabó.» Pero al cabo de veinte minutos se humilla otra vez sobre la pantalla, dobla la espalda temblando, babea de placer con los ojos iluminados por la pelotera galáctica.

DE REPENTE, UN VERANO Sucedió durante el verano de 1979. Yo me hallaba en el sur de Fran­ cia cuando comenzó la invasión. Estaba sentado en un bar junto a la estación de Tolón. Tomaba café, escribía cartas y pensaba en mis asuntos. El bar tenía un flíper,1 1. Entre los variados nombres adjudicados al pinball en el ámbito hispano hemos elegido flíper por entender que es el de uso más amplio.

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Ésta es la postura más adecuada para jugar a Defender.

un artilugio vetusto adornado con naipes. A esa hora sólo había al­ gunos parroquianos. De repente se produjo una pequeña conmo­ ción y el maître, una foca con delantal, salió a supervisar una entre­ ga en la puerta. Varios forzudos peleaban entre gruñidos con algo que parecía un frigorífico ensabanado. Lo instalaron en un rincón, lo enchufaron y le arrancaron el velo. La invasión de los marcianitos había empezado. En mis tiempos ya había jugado con algunas máquinas de bar. Había conducido coches de juguete, aviones de juguete y submari­ nos de juguete; había disparado a vaqueros de juguete, tanques de juguetes y tiburones de juguete, pero supe de inmediato que aque­ llo era algo totalmente distinto, algo especial. Una epopeya cine­ mática chispeando en la pantalla, una infinita capacidad de fuego, 19

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la bella reactividad del torreón defensivo, el cataplam y el cataplum de los misiles, los latidos de un corazón acelerado, el inexorable descenso de los monstruos bombarderos. ¿Mi formidable tarea? ¡Salvar la Tierra de su destrucción! El bar cerró esa noche a las once. Fui el último en salir (cansado, pero satisfecho). La comprensiva esposa del dueño me sonrió cuan­ do me marchaba dando tumbos. Al principio creí que se trataba de un breve idilio veraniego, pero en el fondo sabía que era amor del bueno. Había sido hechizado, transfigurado, arrollado. Me habían invadido. Ahora, casi tres años después, la pasión no se ha enfriado. Ya no veo a muchos marcianitos, la verdad sea dicha, pero seguimos sien­ do buenos amigos. Hoy hago el indio con un flamante harén de má­ quinas chillonas e impetuosas. Cuando me aburro con una, siempre dispongo de una sustituta más joven (aún paso algunas noches con Space Invaders, mi primer amor, sólo por recordar los viejos tiem­ pos). El único inconveniente es que me soplan todo el tiempo y el dinero. Y encima no consigo echarme novia.

LA ÚLTIMA OLEADA ¿Creéis que exagero? Pues así es, pero no mucho. A fin de cuentas, el factor obsesión/adicción es la clave del éxito en estos juegos; podría decirse, incluso, que la videodependencia viene programada en el ordenador. Una necesidad ilógica habita en el circuito lógico de cada máquina. Casi todos los juegos se basan en el principio de la dificultad ascendente. «Debes percibir una saludable frustración —sostiene el vicepresidente de Atari (la empresa que nos dio Asteroids)—. Quieres que el jugador diga “pues nada, echaré otra monedilla a ver si mejoro”.» En justa correspondencia, Atari también debe mejorar. 20

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Cuanto más dura el juego, más espectaculares son los truquillos: nuevas luces, nuevos sonidos, nuevas configuraciones celestes. Como dijo E. M. Forster acerca de la novela, lo que te mueve es el deseo irresistible de saber qué ocurre a continuación. Pues sí, en efecto, el videojuego cuenta una historia. Cuanto más dinero metes, más cosas pasan. Cuantas más cosas pasan, más dura la historia. Y todos sabemos cómo se ponen los críos con las historias. En cierta máquina aparecen estas palabras sobre la pantalla una vez has despachado la primera oleada de marcianos: «Bien hecho, terrícola, esta vez has ganado. Ahora batallarás con nues­ tras superfuerzas». Y de pronto, a modo de advertencia, la panta­ lla se llena momentáneamente de monstruos verdosos. ¡Ay! El terrícola da un respingo de pavor… y luego empieza a luchar con­ tra la segunda oleada, que lo aniquila sin miramientos. Entonces echa más dinero en las fauces de la máquina preguntándose cómo será la tercera oleada. Es probable que el precio de su curiosidad sea muy doloroso. 21

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Aunque no hay una cura conocida para el hábito del videojuego, sí puedes desintoxicarte de algunas máquinas. Aprended de mi ex­ periencia con los mismísimos marcianitos de Space Invaders. Necesité treinta o cuarenta partidas para poder destruir la primera oleada (o «racha») de extraterrestres hostiles. La segunda empieza en la parte inferior de la pantalla, más cerca de tus defensas, y te arroja más bombas. La intensidad de las embestidas va en aumento: la cuarta, por ejemplo, está a dos centímetros de tu torreta defensiva. Cada oleada me costaba cinco libras hasta que llegó la novena. Vino después una fase de fanática entrega y pasmoso dispendio que me permitió detener esa ofensiva. ¿Y entonces qué? Pues que los marcianitos se retiraron, retrocedieron a la segunda oleada y todo volvió a empezar.

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De ahí que este juego (como casi todos los demás) sea en teoría infinito. Todas esas leyendas que circulan por los salones (tanteos de cinco millones o más, un chico que jugó durante 52 horas con una sola moneda) adquieren un aire de repentina verosimilitud. Al fin y al cabo vivimos en una época en que la gente es capaz de los sacrificios más estremecedores para conseguir una notita desdeño­ sa en el Libro Guinness de los récords. Eso sí: tras vencer a la máquina en una ocasión, mi affaire con los marcianitos podía darse por muerto. Prefiero no enredarme en el infinito y carezco del fervor competitivo o la energía o el tiempo o el dinero requeridos para al­ canzar tales alturas. Desde ese día, los marcianitos y yo lo tuvimos claro. Fue un gran alivio, no me importa reconocerlo. Al cabo de unas horas todo eso quedaba atrás y yo ya había pasado a algo total­ mente distinto: la segunda parte de la marcianitis.

OJOS DE INSECTO ¿Quiénes son esos seres que anidan en las grutas electrónicas donde cantan las máquinas y juegan los terrícolas? ¿Quiénes son esos trífi­ dos proletarios, esos devotos de la oscuridad enganchados al radar, al fragor y la sorpresa de unos robots amistosos que juegan contigo si les pagas? Crees que los ogros y basiliscos de las pantallas tienen muy mala pinta, pero echa un vistazo a tu alrededor, a los humanos alienígenas. ¿Qué ves? Los guardas deambulantes y sus comparsas con cárdenas cha­ quetas, el forajido que dormita tras la plancha de vidrio con sus bol­ sas y tubos de monedas. Colgados estupefactos; cabezas rapadas y deslenguadas con caras infantiloides rellenas de una maldad per­ petua; punks mohicanos con crestas violáceas e imperdibles atra­ vesados en la nariz. Chicarrones negros con monopatín vigilados desganadamente por sus hermanos mayores, más místicos y más 23

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machacados, beatos del cannabis, las rastas y las pequeñas fecho­ rías. Cenutrios de diez años; vandalillos astutos; bocazas furiosos proclives a la frustración (nadie les ha dicho que no debes ser cruel con unas máquinas indefensas). Granujas nauseabundos instalados en una película de sueños adolescentes con tonos maricones. Jipis pasmados y renqueantes atraídos por las luces; escolares de unifor­ me (fascinados, aterrados) que llaman «señor» a todo el mundo; pederastas de manual y (en Nueva York) publicitarios enrollados de Madison Avenue o niños prodigio del MIT que disfrutan de su pausa para el café y la raya de coca. Éstos son los dislocados espíritus de los pozos contemporáneos: sus abuelos trabajaron sin duda bajo tierra. ¿Qué hacen ellos? ¿Cómo se lo pueden permitir? Yo no puedo. «Los salones recreativos son una adicción —afirma el psicólogo neoyorquino Mitchell Robin—. Las luces, el sonido… Todo ello los convierte en un claustro materno.» Y te preguntas: ¿en qué especie de claustro se crio ese tío? Opino, sin embargo, que la mayoría de las videosalas son (como cualquier local, como cualquier sitio donde dejarse caer) tan poco adictivas como el ácido prúsico. Calor reseco pringado de humo y esporas, vasos vacíos de refrescos chungos y hamburguesas a medio engullir, por no hablar de la poco distingui­ da clientela. Es cierto que algunos salones norteamericanos están tan limpios y relucientes como una cocina de escaparate (en el de Pan Am del Aeropuerto Kennedy, por ejemplo, no puedes ni fumar), pero el salón medio, reconozcámoslo, es una cantina del infierno. Las máquinas son los únicos agentes del adiccionamiento. Diversión a Mogollón, Alegría Familiar, El Oso de Peluche, Un Paso Adelante, Bufones, El Ganso Dorado, Juegolandia: esos locales, algunos de los cuales abren 24 horas, ofrecen un atractivo induda­ ble al quinceañero ocioso, al estudiante que pasa de la escuela o a cualquier individuo a quien le sobren un par de horas. También (como veremos) resultan obviamente atractivos para el aficionado a la antropología urbana. Pero el videoyonqui se afana en obtener su 24

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Futuro cadete espacial descansando entre refriegas (Penn Station, Nueva York).

chute a pesar de los salones, no gracias a ellos. El purista genuino preferiría librarse del estruendo y el sudor. Se ve como un solitario atrincherado en lo alto de una torre espectral, él solo con el juego: dedos, controles, pantalla en ebullición.

NOMBRES DE GUERRA He aquí una clasificación típica (aunque imaginaria) obtenida al final de la jornada. Casi todas las máquinas contienen un dispositivo que permite generar iniciales recorriendo el alfabeto hacia delante o ha­ cia atrás y seleccionando letras con los botones de play. Aparecer en la lista de grandes puntuaciones es un poderoso incentivo en la pra­ 25

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xis del juego espacial: un anhe­ lo tal vez emparentado con los años escolares y el honor o la notoriedad de ver tu nombre escrito en la pizarra, blanco so­ bre negro. En algunos juegos (en especial en Space Invaders Part II) puedes lograr que apa­ rezca tu nombre completo en el palmarés del día (suponiendo que nadie te alcance): parpa­ dea en lo alto de la pantalla al­ ternándose con tu récord. No es ninguna sorpresa que ese atributo fomente la ordinariez, facilite una irresistible grosería de neón. En vez de KEITH RAINE o NORMAN REID o cualquier otro nombre, lo más probable es que en la lista de honor te topes con un A TOMAR POR CULO, un VETE AL CARAJO o un HIJOPUTA escrito de muy variadas formas. Si alguna vez ves la palabra TAITO rondando por ahí, recuerda que no es el nombre de un geniecillo japonés, sino el logotipo del fabricante. Ningún grafitero de mente sucia puede hacer gran cosa con tres letras, aunque siempre puedes lograr un COÑ o un MDA u otras abreviaciones no menos sugestivas. BUM, la cuarta designación de la lista [«vagabundo», «holgazán» o «gorrón», pero en Gran Bre­ taña también «culo»], es la más popular con diferencia. Pero ana­ licémoslas de una en una. MLA es, al menos, un auténtico trío de iniciales (me encantaría de­ cir que mi segundo nombre es Tiberio, pero lamentablemente es Louis).2 2. Posible alusión a la MTA, Metropolitan Transportation Authority (de Nueva York).

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La número dos, AAA, mola mucho por la sencilla razón de que requiere el mínimo esfuerzo (tres rápidos golpecitos en el botón de fuego) y muestra el desprecio del jugador por estas convenciones. La número tres, AXA, también es fácil de marcar y alude a la heroína de una histo­ rieta que se publica a diario en el Sun: errando por un mundo putrefacto y poscataclísmico, esa escultural amazona vive unas aventuras que siempre incluyen la pérdida de vestuario. De BUM no hay mucho más que decir. La número cinco, QPR, corresponde al Queen’s Park Rangers, el imprevisible equipo de fútbol de segunda división afincado en She­ pherd’s Bush. ZZZ es una variante facilona de AAA, con el premio aña­ dido de plasmar tanto el desdén como un aburrimiento colosal. La número siete, PLP, me suena a auténtica, aunque, claro está, también puede tratarse de una referencia erudita al Parlamentary Labour Par­ ty. ACE [«as» en sentido literal y figurado] es un apelativo vanidoso que también se marca sin dificultad. UBF alude probablemente al grupo multirracial de reggae UB40 (podrían ser iniciales auténticas,

Kate Pierson, del grupo B52 (1 de noviembre de 1982). 27

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pero no creo que haya muchos habitantes de Videolandia que se lla­ men Úrsula o Ubaldo). La número diez, GBH, corresponde, claro está, a grievous bodily harm.3

JUEGA OTRA VEZ, SAM Y hablando de graves daños corporales... Cerca de donde vivo había un salón que se llamaba Play It Again Sam.4 Yo solía ir por allí, pero no más de cuatro o cinco veces al día, que conste. En muchas oca­ siones me vi obligado a abandonar una prometedora batalla inter­ galáctica (o a desviar la atención con efectos desastrosos) porque una reyerta mucho más tangible se estaba produciendo a escasa distancia. Yo intentaba seguir jugando hasta el último instante ra­ zonable, pero cuando empezaban a volar los ceniceros y las bolas de billar junto a mi cabeza entendía que era el momento de mudarse a otro cuadrante. Gruñía en la calle con los demás videoartistas y es­ peraba a que se resolviera el problema técnico. El Sam abría las 24 horas. Una noche, a eso de la una, yo estaba allí defendiendo plácidamente la Tierra, como tenía por costumbre, cuando se presentaron cuatro policías. Diez segundos después ha­ bía estallado la Guerra de las Galaxias, pero no en las pantallas. Me hallaba frente a la novena oleada con tres naves y dos bombas inte­ ligentes a mi disposición, preparado para batir un récord y sin el menor deseo de irme a casa. Entre escaramuzas miré a la izquierda con el rabillo del ojo y vi cómo intentaban arrestar a dos jóvenes blancos. La verdad es que pirueteaban entre flíperes volcados, má­ quinas de café tambaleantes y la lluvia de misiles que sus correli­ 3. Término legal británico que significa «grave daño corporal». 4. To play significa «jugar» o «tocar [un instrumento]»; la frase (tócala otra vez, Sam) procede de la película Casablanca.

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gionarios lanzaban a los representantes de la ley. Miré a la derecha, hacia la calle. Parecía que allí estaba la Comisaría 87 al completo: coches patrulla, furgones, treinta o cuarenta polis y una docena de impacientes perros alsacianos. La tropa irrumpió en el local. Un agente que estaba junto a mí detuvo un cenicero de cristal con el cogote. Decidí ahuecar el ala. En la calle, los muchachos de azul pastoreaban, amenazaban o apaciguaban a los evacuados involuntarios e insatisfechos. Los dos jovenzuelos salieron finalmente a rastras y fueron introducidos en el furgón, donde recibieron una elaborada manta de hostias si he de creer los efectos de sonido (en alta fidelidad) procedentes del vehículo. Chaparon el Sam durante el resto de la noche y se oyó un clamor en la calle: «¡Me quedaban cuatro vidas!», «¡una oleada más y habría llegado a coronel!», «¿qué pasa con mis tres crédi­ tos?», «¡estaba transportando al último humanoide!». Cuando me asomé al interior pude ver a los empleados disfrutando alegremen­ te de las partidas gratuitas. Sonreían encogiéndose de hombros. No podían evitarlo. A la mañana siguiente me acerqué al Sam y le pregunté por la bronca de la víspera a uno de los guardas vestidos de morado (un amable y flemático señor de Barbados). ¿Un crimen relacionado con los marcianitos? ¿Habían asesinado a alguien por unas cuantas partidas de Frogger? «Propiedad robada —me explicó con voz can­ sina—. La estaban recibiendo, pero se resistieron al arresto.» «Ya lo sé —le dije—, estaba aquí.» Y tenía razón, desde luego: saltaba a la vista que fueron algo reacios al arresto. La expresión nunca me ha­ bía resultado tan significativa como aquella noche: ¡joder, qué ma­ nera más enérgica de resistirse a la autoridad! Robo, proxenetismo, drogas, trata de blancas, agresión con en­ sañamiento y graves daños corporales… Todo ello se ha asociado al tenebroso mundo de los salones recreativos. Es innegable que esos espacios son uno de los escenarios preferidos por camellos, tirone­ 29

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ros o carteristas. También es indiscutible que los tugurios del Soho y sus equivalentes de cualquier gran ciudad alojan a un importante número de rufianes, pero se trata de una mera coincidencia: los lo­ cales nocturnos atraen a las especies nocturnas. No hay nada inhe­ rentemente clandestino en el videoadicto ordinario. Esos expertos en hecatombes y bombas sagaces, esos traficantes de cadáveres y destrucciones, esos guerrilleros de Space Fury, Berzerk o Astro Blaster, suelen ser muy buenos chicos. Poco después de la memorable noche en que se desafió a la au­ toridad, el ayuntamiento del barrio dispuso que el Sam cerrase a la una de la madrugada. Y al cabo de poco tiempo, a medianoche. Ha­ bía quejas, había padres preocupados. Una mañana doblé la esquina como de costumbre (procurando no echarme a correr magnetizado por Defender o Missile Command, acariciando expectante mi moneda de 50 peniques) y vi que las luces giratorias que había en la entrada del Sam habían dejado de dar vueltas. Con pasos vacilantes me acerqué al ventanal oscuro. Atisbé el interior: todo muerte y aflic­ ción. La hilera de flíperes, antes una sucesión de vivos colores, se adentraba inerte en las tinieblas. Los mudos juegos espaciales ya­ cían brutalmente arrumbados en un rincón. Allí se apiñaban renco­ rosamente: ya mostraban el abandono y la ruina, ya eran chatarra... Yo nunca había logrado vencer o repeler a aquellos extraterrestres, a aquellos vengadores, a aquellos intrusos del espacio. Al final, el ayuntamiento tuvo que venir a hacerlo por mí.

LA ENFERMEDAD BLIPEANTE En el verano de 1980, las fuerzas vivas de Snellville, Georgia, con­ fiscaron todos los videojuegos de la Gwinnett Shoppette. «Los chi­ cos no saben detenerse a tiempo», dijo el concejal S. W. Odum. Y, de hecho, no aprendieron a hacerlo porque empezaron a trasladar­ 30

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se en bicicleta a un condado vecino en busca del Wizard of Wor [mago de Wor]. Un año después, Filipinas prohibió los juegos espa­ ciales aduciendo que las máquinas estaban «causando estragos» en la moral de la juventud. No tengo la menor duda de que los jóvenes filipinos se van buceando a Borneo para probar fortuna. En Japón, poco después de que se iniciara la fiebre del vídeo, un crío de doce años atracó un banco con una escopeta. No quería bi­ lletes, sólo monedas. El malhechor se derrumbó durante el interro­ gatorio: los marcianitos se habían apoderado de él. En Italia, donde las tragaperras de frutitas están prohibidas, ha habido casos de prostitución infantil inducidos por los marcianitos. El 13 de no­ viembre de 1981 apareció en la prensa inglesa la noticia de que un estudiante de catorce años había vendido sus servicios sexuales en un aparcamiento; pedía dos libras o, como él mismo aclaró, el equi­ valente a diez partidas de marcianitos. «Garantizo que será un problema», dice un portavoz de la sec­ ción americana de Jugadores Anónimos. En efecto, los videojuegos son adictivos, ¿pero a qué te enganchan, aparte de a más videojue­ gos? Las presuntas respuestas serían éstas: a la violencia, a la cos­ tumbre de matar o ser matado, a la gratificación instantánea, a la misantropía, a la obsesión lúdica, a la irrealidad... «Cuanto más excitas tus emociones, menos paciente y comprensivo serás con las cosas que no te satisfacen de modo inmediato», dice un profesor de Comunicación en la Universidad del Sur de California. Si preguntas (o, simplemente, aguzas las orejas) en los salones recreativos, enseguida entiendes la fascinación que ejercen las má­ quinas. La palabra clave es adrenalina. La vibrante épica de estos juegos no sólo atrapa y absorbe al jugador: éste suda y jadea. Con labios apretados y ojos de besugo, parece tomárselo todo de una manera muy personal. Y, además, los juegos podrían ser mucho más violentos sin llegar a saciar la enorme sed, casi siempre inofensiva, de los críos por las armas, la sangre, la guerra y todo eso. Los jóve­ 31

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nes son muy competitivos. Les gusta el ruido, el color, los artilu­ gios: les gustan los juegos. Pero el Ludo y el Cluedo no les aportan el mismo estímulo físico o imaginativo, no les permiten esa feroz par­ ticipación. El típico Homo recreativus puede que no sea demasiado sapiens, pero sí es de lo más ludens. Y, sencillamente, los juegos nunca habían sido tan buenos como ahora. De un modo u otro tala­ dran tu sesera. «Cuando empiezas a jugar, no puedes ni dormir —dice Stephen Bradley, un campeón de once años que el año pasado, en Londres, durante un concurso patrocinado, pulverizó cuarenta escuadrones de marcianitos verdes—. Me quedaba toda la noche despierto escu­ chando ese blip, blip, blip, chug y viéndolos caer sobre mí con los ojos cerrados. Me dolía mucho la cabeza, pero logré superarlo… Ahora, si me da el jamacuco me tomó un jarabe para la tos y me quedo frito.» El joven Stephen, claro está, había cometido el grave error de llevar a los marcianitos hasta su propio hogar montados en cartu­

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chos. Su padre, un próspero hombre de negocios, confesó: «Cuan­ do compramos Space Invaders todos nos pusimos a jugar sin descan­ so, mañana, tarde y noche; así que impuse una norma: nada de jugar por las mañanas y nada los fines de semana si no se han aca­ bado los deberes». Suena familiar, ¿verdad? Es la clase de perorata que le oyes al alcohólico «reformado» cuando se prepara para describir su última recaída. El señor Bradley, según parece, consiguió dominar su ob­ sesión y recuperó una vida saludable y activa. Otros, como suele decirse, no tienen tanta suerte.

NO HAY ESCAPATORIA Examinemos el caso de Anthony Hills, una de las víctimas más es­ pectaculares de la enfermedad blipeante: diecisiete años, sin em­ pleo, gravemente endeudado y con todas sus posesiones empeña­ das. Anthony habló con un anciano clérigo para pedirle dinero. El cura, que tenía setenta y cuatro años, había fornicado tiempo atrás con el muchacho. Le dio cincuenta libras para que se callase. Luego le dio otras cincuenta y cincuenta más. Enseguida agotó los ahorros de toda una vida. Empezó a vender sus pertenencias. Sumido en la zozobra robó 300 libras de su parroquia en el East End londinense. Sólo después de un suicidio frustrado acabó llamando a la policía. «Todo el dinero se lo llevaron los marcianitos», explicó Anthony mientras lo detenían. Fue juzgado en el Old Bailey y le cayeron cua­ tro años y medio. Una madre describió a su hijo como alguien que sufría «trans­ formaciones a lo Jekyll y Hyde» cuando lo acometía la enfermedad. Otra mujer se echó a la calle con un hacha jurando triturar cualquier máquina que encontrara en su camino: «Me gasté hasta el último penique en los marcianitos —contó su hijo de catorce años—. Ahora 33

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Masaya Nakamura, fundador de Namco, la empresa que sacó PacMan en 1980.

voy a intentar abandonarlos, de verdad». La policía de la zona de Sedgemor, en Somerset, aseguraba que la locura de los marciani­ tos había «doblado los allanamientos de morada» en su distrito. Dos chicos de Bransley chantajearon a un compañero de clase para obtener videodinero extra. Incapaz de esperar su turno ante la má­ quina del pub, un sujeto de Glasgow atacó al inocente jugador que pilotaba la consola. La pelea prosiguió en la calle, donde el atacado 34

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propinó al atacante unas patadas de karate que lo devolvieron al in­ terior del establecimiento atravesando estrepitosamente la ventana. Esta pasada primavera, los marcianitos lograron una resonante victoria… en la Cámara de los Comunes. El muy honorable George Foulkes, diputado laborista por South Ayrshire, llevaba tiempo en campaña contra los alienígenas invasores. Con el fin de someterlos al dictado de las legítimas autoridades, Foulkes difundía escalo­ friantes historias sobre jovenzuelos con «ojos vidriosos» que iban por ahí «prácticamente hipnotizados». Frente a él se alzó el no me­ nos honorable Michael Brown, diputado conservador por Brigg y Scunthorpe. Brown defendió a los marcianitos con vehemencia y admitió ser un «fervoroso aficionado» a esos juegos. El debate derivó hacia las disputas ideológicas: Brown aseguraba que Foulkes quería imponer sus «creencias socialistas» a las multitudes volup­ tuosas. Ganaron los marcianitos por 114 votos a 94. Brown dijo a los periodistas que, de camino al Parlamento, había hecho una paradita en el pub para tomarse una pinta y jugar una partida rápida de Space Invaders. Es obvio que Brown se había convertido en uno de ellos.

RADIO MACUTO Los salones recreativos tienen su propia tradición oral. La video­ ciencia (en forma de datos confidenciales, estratagemas, artimañas informáticas, etc., etc.) se extiende de un modo tan invisible e im­ parable como el chiste verde. ¿Qué obstinado gandul descubrió que el platillo volante de Space Invaders otorgaba 300 puntos en el dis­ paro número quince? ¿Qué zángano inspirado tuvo la idea de arrojar bombas inteligentes sobre los escuadrones enemigos al principio de cada oleada en Defender? ¿Qué maligno acosador inventó la tác­ tica del acecho en Asteroids? Es fácil imaginar una saga más o menos infinita de pruebas y 35

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errores con los videocríos buscando una y otra vez el punto flaco de las relucientes y engreídas maquinitas. Los vemos estrujarse la mo­ llera, pero su ciencia se construye de forma colectiva. ¿Cómo es po­ sible que el cubo de Rubik pueda sacar de quicio a cualquier adulto en media hora mientras el chico menos espabilado puede resolver­ lo en un minuto y después dedicarse a diseñar en él bonitas figuras? Nadie ignora que la videoaptitud de los niños es muy superior a la de sus mayores. Si los maestros de ajedrez empiezan a flaquear a los cuarenta, si los filósofos suelen realizar todo su trabajo creativo an­ tes de los treinta, los especialistas en juegos espaciales florecen con la pubertad. Se trata básicamente de coordinación y reflejos, sin ol­ vidar esa curiosa capacidad para la concentración glacial que po­ seen los más jóvenes. ¿Qué piensa el adulto cuando juega a los mar­ cianitos? Piensa en la vida, en la supervivencia, en qué coño hace allí jugando a su edad. El chico, por su parte, sólo piensa en la palpi­ tante batalla. Piensa en los marcianitos. Sueña con los marcianitos. Y, claro está, pertenece al think tank formado por sus iguales. Ahí es donde se producen los grandes avances, donde se descifran los cir­ cuitos lógicos, donde se destripan los ordenadores. La línea defensiva contra las hordas de extraterrestres hostiles va de boca en boca. Nos dicen que los niños ya no se molestan en ir a la escuela. ¿Cómo podrían hacerlo? Están muy ocupados jugando a los marcianitos. Pero a veces asoman la nariz por las aulas, y podéis estar seguros de que allí se sigue oyendo la misma canción. Éste es el tantán a la hora del recreo: reser­ vas de combustible, distorsiones de cuadrante, hiperespacios...

CHIPS PARA TODO Jack Stone, gerente de la Magicraft Arcade de Londres Este, advirtió un buen día que sus beneficios habían caído en picado. Las máqui­ nas parecían tan diligentes como de costumbre. ¿Qué estaba pa­ 36

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sando? Tras una observación minuciosa se dio cuenta de que los chicos empleaban ciertos dispositivos para engañar a los cacharros. Colocando encendedores eléctricos o chismes de cocina con pilas junto a partes sensibles de la pantalla, los magos de los salones ex­ traían vidas suplementarias o partidas más largas de las desconcer­ tadas máquinas. «Cuando se plantean vencer al sistema —dijo el buen hombre—, parece que todos los chicos de por aquí son unos genios de la electrónica.» Tales incidentes han sido utilizados para elaborar una teoría más bien tortuosa a favor de los videojuegos. Se oyen historias sobre marcianitos buenos y compasivos que ayudan a niños minusválidos o problemáticos. Se oyen historias sobre marcianitos valientes y patriotas que ayudan a las tripulaciones de los aviones cazasub­ marinos a detectar mejor los sumergibles soviéticos. Algunos ex­ pertos consideran positivo que los niños jueguen bien a los mar­ cianitos, sobre todo si no destacan en ningún otro campo. «La experiencia del mando es muy importante», farfulla Sherry Turkle, del MIT. Uno de los argumentos más extravagantes a favor de los marcianitos es que ningún videoadicto puede permitirse comprar drogas porque se gasta todo el dinero en su adicción. De acuerdo, pero lo mismo podría decirse de quien se gasta toda la guita en obu­ ses o en asientos de primera fila para las peleas de gallos. Hay paladines de los marcianitos (asesores pedagógicos y gente así) que aún llegan más lejos. Para ellos, el alegre amanecer de la marcianitis representa nada menos que una mutación evolutiva. «Contamos con una nueva generación que no teme enfrentarse al ordenador», sostiene un sujeto californiano. En la era del chip «podrían ser los nuevos amos». Así pues, ¡los videocríos heredarán la Tierra! La próxima vez que veas a un mocoso demente gruñendo y renegando con Mad Alien o Targ recuerda que no sólo está entrete­ niéndose, pasando el rato y tirando el dinero: también está culti­ vando su sapiencia informática. 37

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Playland, el mejor salón recreativo de Times Square (Nueva York).

Este argumento tiene, naturalmente, cierta sustancia. En América, la instrucción computativa es una prioridad desde hace tiempo: ya hay campamentos estivales donde los críos son conmi­ nados a retozar entre cables e impresoras. También es cierto, su­ pongo, que los obsesos saturados de videojuegos pueden sentir un fugaz interés por los ordenadores mismos. Quieras o no, algún sa­ ber tecnológico está condenado a filtrarse. Este febril proceso pue­ de contemplarse en acción incluso sobre las páginas de una revista risiblemente conocida como Coinslot International [ranura de mo­ nedas internacional]. Es difícil imaginar una gacetilla más provin­ ciana y mercantil: destacan artículos sobre la fiscalidad del bingo y titulares como brian cribbens abandona el grupo crompton. Pero incluso aquí, la sección «Consultorio mensual» incluye pre­ guntas del tipo «¿qué debe pasar para que el voltaje de los tubos catódicos incremente la luminosidad de las pantallas?». Vamos a ver, ¿alguien sabe qué debe pasar con el voltaje de los tubos cató­ dicos? Sea como fuere, estos arcanos resultan muy pertinentes. La «gran controversia de los marcianos invasores», como casi todas, acaba siendo una cuestión de dinero. Cuando se arremangan para 38

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examinar circuitos lógicos, las lumbreras de Tokio o Los Ángeles no ansían mejorar la trigonometría del desventurado usuario o su coordinación mano­ojo: lo que pretenden es meter su dinero en la ranura internacional.

EL VIDEOBOMBAZO ¿Recordáis el pimpón de bar, aquel juego donde una videorraque­ tita le daba a una videobolita hasta desmantelar el videomuro de ladrillos blancos que había en lo alto de la pantalla? Era un pasa­ tiempo exasperante y de caducidad garantizada. Cuando oían sus repetidos pings, los parroquianos más provectos levantaban la vista de los naipes o las nacaradas fichas de dominó para pregun­ tarse hasta cuándo duraría aquella patochada. Pero de esa humil­

Nolan Bushnell, fundador de Atari, en la fábrica donde se produjeron las primeras unidades de Gran Trak 10. 39

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de larva acabó saliendo el monstruoso regimiento de los marcia­ nitos. El pimpón electrónico lo inventó Nolan Bushnell, como el tenis electrónico o el fútbol electrónico. Como, de hecho, los juegos electrónicos reunidos. Por aquella época (hacia 1970), Bushnell es­ tudiaba en la Universidad de Utah y se entretenía practicando jue­ gos espaciales en el ordenador del laboratorio de Ingeniería. Ya entonces intuyó las posibilidades de esa práctica: «Pero cuando dividías 25 centavos por los ocho millones de aquel ordenador —comenta ahora— no te salían las cuentas». Aparcó la idea hasta que la tecnología se desarrolló lo suficiente y el precio de los mi­ niordenadores se redujo a unas proporciones razonables. Según la leyenda que corre entre los vidriosos vagabundos cósmicos de los salones recreativos, y de acuerdo con la incombustible mitología del científico tronado, Bushnell diseñó los pimpones sobre el banco de trabajo que había en el garaje de su padre. En realidad, esa obra pionera se llevó a cabo en el dormitorio de su hija. El protojuego, además, no era el pimpón, sino un pasatiempo que anticipaba con pasmosa exactitud las más elaboradas video­ consolas del futuro. Parecía un gigantesco parquímetro en fibra de vidrio y contaba con su cohete y su platillo volante más unos man­ dos para fuego, potencia y giro. Se llamaba Computer Space y sólo se vendieron 2000 aparatos, de modo que la idea reculó de nuevo mientras Bushnell creaba el Pong, que fue un éxito apabullante. A la tierna edad de veinticinco años vendió sus amadas criaturas por trece millones de dólares. No es para echarse a llorar, pero los acon­ tecimientos subsiguientes indican que al joven Nolan lo timaron de mala manera. El gran hombre ha seguido prosperando, claro está: ahora trabaja para el nuevo local de robots y comida rápida Pizza Time Theatre. En cualquier caso conviene recordar que los video­ juegos generaron el año pasado más de cinco mil millones de dóla­ res, más de trece millones diarios. 40

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El pimpón electrónico se ramificó a lo largo de los setenta en una serie de chispazos y ocurrencias muy poco convincentes. Break-Out suministró una batería de innovaciones menores: la bola derribaba el muro, la bola quedaba atrapada detrás del muro y bai­ laba muy dichosa entre puntos emergentes... ¡Luego el muro des­ cendió y la raqueta se encogió! Se olía la desesperación y nada ser­ vía para reanimar al artefacto moribundo. Por una vía paralela se iban creando unos juegos de coches cada vez más sofisticados. Algunos se basaban en la más estricta verosimilitud (cabina con asiento anatómico, cambio de marchas, pantalla panorámica, cho­ ques a toda pastilla, banderas a todo trapo, manchas de aceite ale­ voso, faros en la noche). Otros explotaban alicientes más cerebrales y laberínticos: con el joystick y el acelerador zumbabas por una cua­ drícula esquivando a un coche enemigo, luego a dos y luego a tres con la velocidad siempre en aumento. Las dos atracciones rivales (la épica visual y el cálculo habilidoso) pedían a gritos una síntesis. Y eso ocurrió a continuación. Fue en Japón, por supuesto, donde se urdieron los primeros planes de la invasión marciana. En lo alto de la fantasmal torre don­ de se aloja Taito Inc., equipos de psicólogos y expertos en informá­ tica le dieron muchas vueltas al tema hasta que, en 1978, desve­ laron su legendario paisaje: un escuadrón de insectos gordos y plateados chisporroteando hacia un tanque solitario que dispara y después se oculta tras cuatro escudos verdes. A los pocos meses del grandioso aterrizaje, nadie en Japón podía utilizar una cabina telefónica o comprar un billete de metro: todas las monedas eran engullidas por las gargantas de los videojuegos. La idea resultaba muy lógica en Japón, país donde (gracias a un hacinamiento mode­ lo lata de sardinas) todo el mundo invade constantemente el espa­ cio ajeno. ¡Cuántas fantasías de libre soledad habrán hervido frente a esas pantallas! La gran duda era saber si el juego era exportable. Lo era, y el resto es historia… historia imperial, de hecho, pues todas 41

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Steve Wozniak, cofundador de Apple. Con Nolan Bushnell diseñó Break-Out para Atari en 1975.

las naciones de la Tierra acabaron besando la espada de los hombre­ citos verdes.

SALIDA DEL MODO MONSTRUO En el Silicon Valley californiano y sus equivalentes de otras latitu­ des, la moral es alta, incluso eufórica, hoy en día. Está claro que esas videofábricas son bochornosamente amenas para sus obreros. Como dijo Kurt Vonnegut sobre Cabo Kennedy, en los talleres de la nueva tecnología reina una atmósfera tan turboerótica que los em­ pleados han de disimular lo bien que se lo pasan. Juego y trabajo son menesteres habitualmente opuestos, pero en esos lugares se han unido con sumo alborozo. «Secuencia multimonstruo», garabatea el trabajador. «Cada dos oleadas: guerra abierta. Si el contador mar­ 42

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ca 4 en cada ataque, entonces “demasiado lento”, salida del modo monstruo. Cuando el monstruo es eliminado, si el contador mar­ ca 4 se reinicia el modo monstruo.» ¡Guau! ¿Cuánto falta para el almuerzo? Los jóvenes y enrollados héroes de Atari, por ejemplo, están convencidos de hallarse al borde de una mutación evolutiva. El de­ sarrollo del videojuego se contempla como algo casi análogo al len­ to avance de la humanidad desde el caldo primigenio de la creación. En cualquier momento, según parece, el Homo sapiens se deslizará de nuevo por las flamantes dunas del mañana. «El ordenador —dice

David Buehler, diseñador de Typo Attack, juego creado para el ordenador Atari 800. 43

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Steve Jobs, de Atari— es una de las cimas del racionalismo occiden­ tal. Reúne la física, la electrónica, la química y las matemáticas; conjuga filosofía, lógica y teoría de la información, nada menos. Y la gente que trabaja en ese campo despliega una pasión volcada en el descubrimiento y la creación, una pasión que sólo he halla­ do en quienes persiguen la verdad de su propia existencia. Es la misma pureza de espíritu que he visto en los monjes.» Así pues, tal vez los trogloditas deslenguados y gesticuleros de los salones re­ creativos no se limitan a mejorar su percepción geométrica y espa­ cial: en realidad están buscando el sentido de la vida.

La risa de los necios, sin embargo, es como el susurro de los hierbajos en la maceta de flores. Jobs emite palabras sabias... en teoría al menos. Consideremos el proyecto de enseñar la relativi­ dad especial mediante videojuegos. Es posible programar cual­ quier conjunto de leyes físicas dentro del «micromundo» de la pantalla. Como ocurrió con la ciencia ficción didáctica a mediados de siglo, es muy instructivo alterar las ratios para que las leyes re­ sulten más notorias que en la vida cotidiana. «Así —dice un físi­ co—, en la pantalla reduces la velocidad de la luz a quince kilóme­ tros por hora, le añades un poco de gravedad, lo conviertes todo en un juego y los chicos empezarán a aprender relatividad especial como aprenden a calcular parábolas sin saber qué son las parábolas, o a atrapar una pelota de béisbol sin calcular su trayectoria.» El 44

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juego ya existe en el MIT y se ha utilizado con resultados muy alen­ tadores. Pensad en el juego del futuro que describe Paul Trachtman en un esclarecedor artículo del Smithsonian: Dispones de un reino durante diez años y cuentas con una deter­ minada cantidad de grano, de súbditos y de tierra. Puedes comprar o vender tierra para adquirir grano, pero no puedes cultivar más hectáreas si no tienes gente que lo haga. Si no alimentas al pueblo como Dios manda, el pueblo empezará a morir. Si mueren tus súb­ ditos no podrás cultivar tantos cereales y podrías entrar en una espiral descendente, pero si cosechas demasiado grano y lo alma­ cenas, las ratas se comerán una parte…

Etcétera. Si un juego semejante se fabricara en masa y se distribu­ yera por los salones recreativos, ¿cómo se llamaría? ¿Malthus? ¿Contrato social? No, se llamaría Raticidio y en él aparecerían unos maldi­ tos roedores que te guiñarían un ojo entre bocado y bocado; habría también un granjero con una maza de feria y una esposa de granjero que saltaría a un taburete cada vez que chillase un ratón; aparecería un gatazo sonriente que conseguiría un cacho de queso cada vez que tú... Las predicciones de los videodoctores son gloriosas y muy conmovedoras, pero en el momento de la presente redacción todas las tendencias de la industria apuntan tozudamente en dirección contraria. A finales de 1980 parecía que el esplendor de los juegos espacia­ les empezaba a menguar. Los diletantes y los clientes ocasionales ya se habían divertido lo suyo y buscaban algo distinto; los adictos, los verdaderos monstruos con ojos de insecto, iban tan sobrados a esas alturas que podían tirarse horas jugando con una monedita. (El dueño del salón One Step Beyond de Arlington Heights, Illinois, mantuvo el local abierto toda la noche mientras un quinceañero amasaba dieciséis millones de puntos en Defender: toda una noche 45

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por 25 centavos.) Los beneficios se desplomaban. Había llegado la hora de lanzar una nueva fuerza de choque. ¿Y qué recibió el públi­ co? ¿Juegos como Pitagorías, Superlogaritmo, Balanza de pagos o Positivismo lógico (segunda parte)? No: recibió Frogger, Donkey Kong y Pro-Golf. Presas de una codi­ cia rabiosa, los magnates del vídeo decidieron ceder a las banales fantasías del parvulario, el cine y la cancha. Aventuro que esos jue­ gos no durarán, y no durarán porque son mortalmente aburridos, pero es innegable que los prebostes del vídeo siempre irán adonde piensen que está el dinero y siempre se inclinarán por la última

Ron Cey, tercera base en los Dodgers de Los Ángeles, aconsejando a un joven rival durante el Torneo Internacional Asteroids (Pasadena, California). 46

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moda o el último capricho. Es pura economía: ni reyes ni tierras ni granos ni súbditos, sólo dinero entrando por la ranura.

PRESÉNTAME A TU JEFE ¡Cuánta sagacidad, cuánto ingenio, cuánta clarividencia! ¡Y todo para gratificar al voluble videocrío! «La tecnología empleada en esos juegos es a menudo más avanzada que la del armamento ame­ ricano», dijo el año pasado un portavoz del FBI. Aparentemente, Silicon Valley le llevaba cinco años de ventaja al Pentágono. Tras la invasión de Afganistán, el presidente Carter prohibió la exporta­ ción de alta tecnología a los rusos. Cuando creció la angustia por las «actividades de transferencia tecnológica» en el negocio del jugue­ te empezó a venderse la tecnología a terceros que puntualmente se la recolocaban a los rusos. En otras palabras: los marcianitos se pa­ saban las sanciones por el arco de triunfo. El FBI se inquietó de tal manera que produjo un anuncio televisivo (presentado por el exce­ lente actor y ciudadano Efrem Zimbalist, Jr.) para avisar a la nación de la temible amenaza. Se trataba de una maravillosa apuesta por la credibilidad, pues cualquiera que vea la tele sabe que Efrem y el FBI son exactamente la misma cosa.5 Pero esperad un momento: hay algo extraño en la paralelepípeda cabeza de Efrem. ¿Seguro que no es un robot, un ciborg o, por lo menos, un androide? Yo diría que es un perfecto marcianito. El general Donn Starry, quien, como su propio nombre indica,6 lleva años extasiado con los salones recreativos, es el jefe del TRADOC, el mando para el entrenamiento y la doctrina del ejército estadou­ 5. Efrem Zimbalist, Jr. (1918­2014) interpretó al inspector Lewis Erskine en la serie The F.B.I. (1965­1974). 6. Starry puede significar «estelar», «estrellado» o «esteliforme».

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nidense. De acuerdo con sus mandatos, los circuitos del juego Battlezone (Atari) fueron reciente y disciplinadamente adaptados para uso militar. Se añadieron helicópteros, camiones y tanques aliados. «Cuando mostramos el juego durante un congreso sobre fuerzas blindadas en Fort Knox —contaría el ayudante de Starry—, uno de 48

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los generales presentes dijo que deberíamos romperle la crisma de un puñetazo a cualquier idiota capaz de disparar a un vehículo amigo.» Atari se sacó entonces de la manga un juego de tanques que costaba 15 000 dólares la pieza: el MK-60. Como en cualquier videojuego, las dificultades aumentan cuanto más se prolonga la partida.

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Serge Gainsbourgh con su hija Charlotte y su hijastra Kate Barry (5 de diciembre de 1979).

«Ésa parece la psicología de Atari —concluyó un comandante ape­ llidado Robinson—. Nunca ganas, pero siempre puedes mejorar.» Mientras tanto, el distribuidor de videojuegos desconoce su inestimable contribución a las faenas de la Guerra Fría y sigue arre­ llanado en su despacho arrancándose melancólicamente las cutí­ culas. No se calienta los sesos con la auténtica batalla, la verdadera invasión. Sus donkey kongs y sus froggers ya ocupan posiciones es­ tratégicas; sus especialistas en comecocos se deslizan muy resuel­ tos por las calles de Londres; los chicos se afanan en las trastiendas para convertir a los galácticos en defensores, para reequipar el mando de los misiles, para descifrar los códigos cifrados. Suena el teléfono: «No, ni hablar. Un Tempest puede ser; un Pleiads, tal vez, ¿pero un Asteroids? Olvídalo. Imposible un Defender. ¿Qué me dices de un Avenger o de un Hustler? ¿Y un Cresta?». Suena el interfono: 50

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«Sí, muy bien. Ya lo sé, ya lo sé. Dile que le enviaremos a alguien a la hora de abrir. ¿Yukio está libre? Pues que se encargue él». Suelta el botón del interfono y gira en el chirriante sillón de cue­ ro negro. «El negocio sigue bien —te dirá—. No es como el año pasa­ do, pero aún pita. Asteroids todavía funciona, aunque el deluxe fue una pequeña decepción. Los juegos espaciales están palmando. 51

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Ahora lo que le gusta a todo el mundo es el estilo Disney. Llevamos un par de semanas arrasando con Frogger. Fabuloso. Circula mucha pasta, ¡y menos mal! ¿Sabes cuánto cobran mis técnicos? Cuando algo va mal hoy día, no es una moneda atascada en la ranura. No es el mecanismo: es el software, tienes que vértelas con la unidad de pro­ cesamiento.» Vuelve a sonar el teléfono: «¿Quiere un Space Invaders? ¿El au­ téntico, verdadero y original Space Invaders? ¡Ya estamos con la nostalgia! Hay gente que vive en el pasado». En la trastienda, mecánicos, ingenieros y genios de la informá­ tica se encorvan sobre las máquinas destripadas consagrados a las reparaciones, los mantenimientos y las reformas. Un joven mani­ pula un Defender desmontado. Tiene la consola de mando en el re­ gazo y la pantalla apoyada sobre un banco a menos de un metro. Cuando se lo pido, pone a prueba el cacharro con negligente des­

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treza. Hablamos un rato sobre procedimientos para esquivar a los mutantes o machacar a los swarmers. —Pasarse el día jugando a los marcianitos debe de ser un trabajo estupendo —le digo. —Pues sí —responde con una sonrisita. —¿Qué haces por las noches? La cara se le pone seria, reflexiva, confusa. —Bueno, normalmente salgo a echar unas partidas de marcianitos. Pasé por el control de seguridad y luego bajé en ascensor a la sala principal, una galería de videojuegos y nuevos flíperes con dos niveles. Salí por la parte trasera cruzando el almacén. Era como un desguace futurista, como un tecnovertedero: viejos asteroids de­ mentes con los cables achicharrados, galaxians sosteniendo sus propios intestinos tras hacerse el haraquiri, vulcans y spectars con cara de pasmo ciego, astrofighters en la fila de la sopa boba hasta desvanecerse entre las sombras.

¿HABLAS CONMIGO? La mañana de Año Nuevo de 1980 entré en un bar cercano al Pan­ teón de París. Era un bar elegante que, además, contaba con un pu­ ñado de flíperes y videojuegos embrionarios. Estaba con un amigo, un periodista borrachín que había trasegado tres veces más calva­ dos que yo durante la pachanga de la víspera. Y yo había trasegado mucho calvados durante la pachanga de la víspera. Pedí café, crua­ sanes y un zumo; el camarero se limitó a fruncir el ceño cuando mi amigó pidió con voz ronca una copa de calvados. Entonces, como salidas de la nada, se oyeron unas exclamacio­ nes guturales de mutante alienígena que parecían decir: «¡Cuidado, Gorgar! ¡Cuidado! Gorgar… ¡Habla! ¡Gorgar!». —¿Y eso qué coño es? —preguntó mi amigo. 53

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—Supongo que una de las máquinas —repuse poniéndome de pie intrigado. —Ya estoy harto —manifestó mi rotundo amigo—. Esto no hay quien lo aguante —agregó mientras se alejaba de la barra a trompi­ cones. Me acerqué a la hilera de consolas. Seguro que había una nueva llamada Gorgar. Según el dibujito, Gorgar era un canalla ciclópeo con cuernos y colmillos bestiales. Introduje un franco cauteloso en la ranura y Gorgar dio inicio a su numerito. Estaba yo tan aterrori­

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zado que el juego se acabó a los pocos segundos, momento en que Gorgar aulló: «¡Cuidado, Gorgar! ¡Ya eres suyo! ¡Gorgar!». Eviden­ temente eché otro franco (y rapidito): «¡Cuidado, Gorgar! ¡Habla! ¡Gorgar!». Al final de la partida, Gorgar se aclaró la garganta para anunciarme que él, Gorgar, me había vuelto a triturar; pero a media frase su voz empezó a diluirse como la de un gramófono moribundo. Gorgaaaaaaaar… Gorgar había nacido con un problema congénito y perdía la voz. Vino un tío y lo arregló esa misma tarde, o al menos lo intentó. Gor­ gar, tan vigoroso y recio en otros aspectos, padeció numerosos achaques de garganta esa semana. Cada vez que lo veo (aún quedan muchos por ahí), siempre le pasa algo. Pobre Gorgar: nunca consi­ guió librarse de su laringitis. Ahora, claro está, cualquier videojuego de tercera división te gime o balbucea dondequiera que vayas. Por misteriosas razones, todo indica que el habla sintoniza con los rutinarios gruñidos del flíper: misión de lanzamiento, circuito completado o, mi expresión fa­ vorita, ¡apagón! Pero hay algo un pelín fatuo en que una pantalla narcisista te diga lo que está pasando. Cierta máquina te recuerda burlonamente que come monedas; otra no para de repetir «Mordar, Mordar» con un tono embarazosamente pueril. Playland, sin duda el mejor salón recreativo en la zona de Times Square de Nueva York (su homóloga en Wardour Street es el orgullo del Soho londinense), posee los dos mejores defenders con los que jamás haya jugado: son bellamente precisos y fiables. ¿Pero puedes defender el mundo en paz? No, no puedes porque te ves empujado a distracciones asesinas por un juego adyacente que, esté o no en marcha, insiste en retarte a un combate contra «el mayor guerrero del espacio». Y la histrió­ nica voz es tan de serie B que parece la del mayor churrero del espa­ cio. Aborrecible. ¿Te atreves a combatir contra el mayor churrero del espacio? ¡Ni hablar! ¡A la mierda! ¡Cállate de una vez! Ya, ya sé que el videoadicto es un paria, un leproso, pero no estamos tan so­ 55

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los. No pagamos para que nos den palique. A fin de cuentas conta­ mos con nosotros mismos para platicar. El chisme parlante, sin embargo, delata una pizca de olfato psicotécnico por parte de los atarinos. En la época de la televisión portátil y el walkman resulta muy oportuno que el videojuego aspire a ser el compañero ideal. ¿Por qué estar solo? Bastan veinte peniques para pasar el rato con una máquina. ¿Quién necesita a nadie?

LA GENERACIÓN DE LA PANTALLA EN BLANCO Así pues, en los salones recreativos del mundo, con las cabezas ga­ chas y los hombros en acción, con bíceps y nalgas a pleno rendi­ miento, con los rostros absortos y en apariencia espantados refleján­ dose en las pantallas, los trífidos, los invadidos, juegan a lo largo de la noche. ¿De dónde sacan el dinero? Y si lo tienen, ¿por qué no se lo gastan en cosas menos nocivas? No hace falta mucha sociología para percibir que esa gente no disfruta de empleos especialmente prove­ chosos (en ningún sentido). Por aquí no hay muchos que parezcan tan normales, equilibrados y humanos como yo. (En cualquier caso, yo no estoy jugando a los marcianitos, sino preparando un libro.) «¿Tiene usted veinte peniques, señor?», te preguntan. ¿Para un café? ¿Para un plato de sopa? No, para otra partida de Astro Blaster. He aquí los golfos, los villanos, los inútiles, esa generación de vándalos y nulidades que nos han anunciado durante años. Hay algo perseverante, ¿verdad?, algo tenaz, en lo de entregarle tus úl­ timas monedas a uno de esos monstruos rechonchos ya hartos de dinero despilfarrado. En efecto, pero ello forma parte del estímulo. ¿Hay acaso un manera más elocuente y sencilla de proclamar que todo te da igual, que nada importa? Podría pensarse que los ochen­ ta son la época menos propicia para el nacimiento de una industria 56

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del entretenimiento tan vasta y voraz. Se supone que apenas pode­ mos caminar o respirar con tanta recesión en el aire, pero todo lo que ves contradice esa teoría. El dinero nunca ha parecido tan ba­ rato. Parece un material desechable. No hay la menor alegría en ver a esos subadolescentes zascandi­ leando en los salones recreativos. La impaciencia, la picardía, la ira y la frustración siempre a punto, el cinismo malicioso cuando las cosas van bien… Sospecho que éstos son los candidatos a los Nobel del siglo xxi. Sospecho que desastres como el de la talidomida serán fruslerías cuando descubramos lo que esos chismes nos están ha­ ciendo realmente. Sospecho que el debate pronto parecerá tan fútil o pasajero como las controversias que en otro tiempo inflamaron a los partidarios y detractores del billar americano. Como dice Isaac Asimov, «a los chiquillos les gusta el ordenador porque es un aparato muy complaciente. Puedes jugar con él, pero siempre lo dominas. Es un compinche, un amigo que no se enoja, que nunca te dice “ahora no juego” y que además respeta las reglas. ¿A qué crío no le gustaría algo así?». Supongo que no hay ningún mo­ tivo para hacerlo, pero si uno quisiera clasificar el videojuego como actividad moral, debería situarlo junto a la pornografía y sus placeres solitarios. Visto así, no es peor que cualquier otra forma de gratifica­ ción más o menos anodina y egocéntrica. Es además muy apropiado para la edad. Observo con fatigada satisfacción que está en camino un nuevo juego llamado Softcore. ¿En qué va a consistir el invento? Tú eres el hombre y has de llegar al dormitorio de la dama esquivando suegras, esposos airados, etc. Usando el botón de impulso puedes… Explicaría así la locura de los juegos espaciales: están relaciona­ dos con el espacio y, por supuesto, con el juego. Vivimos una época de esperanzas y ansiedades extraterrestres. Leí en alguna parte un in­ forme según el cual un porcentaje increíblemente alto de la población (algo así como un tercio) cree que todos sus pensamientos y actos es­ tán manipulados por criaturas de otro mundo. Y esos individuos no 57

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son una pandilla de mamarrachos, no son lectores del National Enquirer 7 o lunáticos convencidos de que el presidente Kennedy vive feliz­ mente en el planeta Krypton acompañado por Buddy Holly. Son abo­ gados, camioneros y cosas así. Un parlamentario amigo mío me asegura que la mayoría de los ayuntamientos disponen de «brigadas antimarcianos» en sus secciones de servicios y mantenimiento. Así sería la típica jornada laboral de esa brigada: —Buenos días, señora. Venimos por los marcianos. —¡Gracias a Dios que han venido! ¡Ya era hora! Están en la azotea. —¡Vaya! Pues nada, ahora mismo nos ocupamos de ellos. Los brigadistas suben a la azotea. Allí charlan un rato, se fuman un cigarrillo y luego bajan frotándose las manos. —No creo que vuelvan a molestarla, señora. —Ojalá no se equivoquen. —¿Cómo anda la caldera? —Bien, aunque a veces hace un ruidillo raro. Se diría que muchos de nosotros tenemos áreas vacías o inacti­ vas en el cerebro, espacios huecos a la espera de una conquista. Ésa es la zona cuya dilatación lleva a la rareza, la excentricidad o la lo­ cura. Antes era el diablo quien solía ocupar esos espacios de la men­ te. Ahora, por razones obvias, quienes llaman a la puerta son los invasores del espacio, los marcianos. Otro rasgo de los juegos espaciales (una obviedad) es que son maravillosos porque se bastan a sí mismos, funcionan como un mi­ crocosmos. Sencillamente ocupan las cámaras huecas de la vida. Y ahora, si me lo permitís, debo dejar esto de lado y dedicarme a algo mucho más serio. Últimamente no me he cruzado con muchos marcianos. Debo volver al cuartel general para reemprender mi mi­ sión. Debo regresar para defender la Tierra. 7. Tabloide estadounidense cuyo sensacionalismo rebasa lo grotesco para ele­ varse a las más altas cumbres de la estulticia.

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