LA NARRATIVA INDIGENISTA EN ARGENTINA. María del Carmen Nicolás Alba. Copyright María del Carmen Nicolás Alba 2016

LA NARRATIVA INDIGENISTA EN ARGENTINA by María del Carmen Nicolás Alba __________________________ Copyright © María del Carmen Nicolás Alba 2016 A

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LA NARRATIVA INDIGENISTA EN ARGENTINA

by

María del Carmen Nicolás Alba

__________________________ Copyright © María del Carmen Nicolás Alba 2016

A Dissertation Submitted to the Faculty of the

DEPARTMENT OF SPANISH AND PORTUGUESE

In Partial Fulfillment of the Requirements For the Degree of

DOCTOR OF PHILOSOPHY WITH A MAJOR IN SPANISH

In the Graduate College

THE UNIVERSITY OF ARIZONA

2016

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THE UNIVERSITY OF ARIZONA GRADUATE COLLEGE As members of the Dissertation Committee, we certify that we have read the dissertation prepared by María del Carmen Nicolás Alba, titled La narrativa indigenista en Argentina and recommend that it be accepted as fulfilling the dissertation requirement for the Degree of Doctor of Philosophy.

___________________________________________________________Date: 12/10/2015 Malcolm A. Compitello ___________________________________________________________Date: 12/10/2015 Richard P. Kinkade ___________________________________________________________Date: 12/10/2015 Anne G. Mahler ___________________________________________________________Date: 12/10/2015 Melissa A. Fitch

Final approval and acceptance of this dissertation is contingent upon the candidate’s submission of the final copies of the dissertation to the Graduate College. I hereby certify that I have read this dissertation prepared under my direction and recommend that it be accepted as fulfilling the dissertation requirement.

________________________________________________ Date: 12/10/2015 Dissertation Director: Malcolm A. Compitello

3 STATEMENT BY AUTHOR

This dissertation has been submitted in partial fulfillment of the requirements for an advanced degree at the University of Arizona and is deposited in the University Library to be made available to borrowers under rules of the Library.

Brief quotations from this dissertation are allowable without special permission, provided that an accurate acknowledgement of the source is made. Requests for permission for extended quotation from or reproduction of this manuscript in whole or in part may be granted by the copyright holder.

SIGNED: María del Carmen Nicolás Alba.

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5 ACKNOWLEDGMENTS Muchos doctores recuerdan con amargura sus años como doctorandos, y describen su paso por el posgrado como un proceso extenuante, abnegado y sufrido. En mi caso, si bien no ha estado exento de largas horas de sacrificio y estoicismo, no se ha caracterizado por el sufrimiento, y en gran parte se debe a la gran cantidad de personas que, de una forma o de otra, me han apoyado y han dedicado su tiempo a ayudarme a conseguir mi sueño juvenil de doctorarme. Gracias a todos ellos, estos años han sido los de mayor deleite intelectual de mi vida. En primer lugar, debo agradecer eternamente al doctor Malcolm A. Compitello, mi tutor y director del Departamento de español y portugués de la Universidad de Arizona. A pesar de su escaso tiempo, se prestó desinteresadamente a dirigir mi tesis cuando por razones de salud, mi anterior tutor dejó la universidad. Desde que llegué a este departamento en el año 2012, nunca ha dejado de atender a ninguna de mis peticiones y, al contrario, siempre me ha mostrado su apoyo en todo momento, permitiéndome, entre otras cosas, retirarme a España durante un año a escribir mi tesis. A los miembros de mi comité debo recordar por variadas razones. Al doctor Richard Kinkade por empaparme de su sabiduría y representar todo el conocimiento al que anhelo acceder algún día; a la doctora Anne Mahler por su continuada y generosa atención; a la doctora Melissa Fitch por haber sido la primera persona que comprendió mi atolondramiento cultural al llegar a Tucson.

6 Al doctor Lanin Gyurko, mi tutor inicial, quien se interesó por mis inquietudes al poco tiempo de llegar a Tucson, me orientó en todos los aspectos curriculares y sin el cual mi investigación no hubiera llegado a estos derroteros. Desde luego, mi llegada a EEUU no hubiera sido posible sin la doctora Esperanza López Parada, de la Universidad Complutense. Ella fue quien me informó, me animó y me recomendó seguir mis estudios de posgrado en otro país, ante la desventajosa situación que actualmente sufren los investigadores en España. Ella me inculcó el amor por la literatura colonial durante el Máster, me llevó de la mano a mi primer congreso en Cuzco y sigue ayudándome magnánimamente en mi carrera profesional. A la doctora Juana Martínez, mi tutora en el Máster, de quien aprendí las bases del indigenismo, quien me enseñó a comprender a Arguedas y quien se ofreció a seguir dirigiéndome la tesis más allá del océano. Al doctor Victorino Polo García, principal artífice de mi acercamiento a la literatura hispanoamericana y la persona que más ha contribuido a la vida literaria de mi ciudad natal, Murcia. Mis inquietudes literarias desde mi infancia y mis lazos familiares con él propiciaron que conociese y compartiese mesa con grandes leyendas vivas de la literatura universal: desde José Hierro hasta Mario Vargas Llosa, pasando por Ana María Matute, Camilo José Cela, Jorge Edwards, Augusto Roa Bastos, Guillermo Cabrera Infante o José Saramago. Al doctor Vicente Cervera Salinas, al poeta, al profesor, al investigador y al amigo, el grandísimo ejemplo de profesor universitario, el espejo en el que aspiro mirarme algún día.

7 A Jaime Fatás, director del área de traducción, a quien conocí en una tertulia sobre poesía, confió en mí casi inmediatamente para colaborar con él en proyectos de traducción, y con los años se ha convertido en un verdadero amigo. Al doctor Elliud Chuffe, por su respaldo en mis tareas como profesora, a Linda Luft por toda la orientación que me brindó, a la doctora Yadira Berigan por su recomendación para participar en el Study Abroad Program y a la doctora Sonia Colina por hacer de puente comunicativo cuando me encontraba en Sevilla. A Isela González debo agradecer su amabilidad inconmensurable y su sonrisa eterna y a Mercy Valente su disposición inmediata, así como a Linda Idols, la bibliotecaria que me facilitó bibliografía imposible mientras estuve lejos de Tucson. Al doctor Amauri Gutiérrez Coto, la primera persona que me ofreció su amistad en Tucson, compañero insuperable, guía cultural, espiritual y curricular, espléndidamente generoso y del que aprendí tanto sobre la Spanish-American war. A todos los bibliotecarios que en cualquier parte del mundo me han prestado su ayuda y aconsejado, en la biblioteca de la Universidad de Arizona, la Universidad Complutense, la Universidad de Murcia, la Universidad de Sevilla, la AECID, el CSIC, la Biblioteca Nacional de España, el Archivo de Indias, la Biblioteca Nacional de Argentina y a todos aquellos que han colaborado para la digitalización de obras, consiguiendo que la búsqueda y el acceso a la documentación sea hoy algo tan sencillo. Por supuesto, no podía faltar la bibliotecaria Catherine Molina García, única y no por ello gran amiga en Sevilla. Al llegar a Tucson, mi día a día se hizo más llevadero gracias a Dani y Gema, primeros españoles de una larga lista que consiguieron acercar España a Tucson. A Laura

8 por su disposición y su amistad, a Raquel por su ejemplo, su compañerismo y complicidad, a Whitney por ser mi primera amiga estadounidense y al resto de amigos de Tucson porque su sola presencia me alegró los días y las noches en el desierto: Maritza, Sadie, Isidro, Rocío, Imanol, Ramsés, Julio, Carmen y Cauza. A mis amigas del Máster en la Complutense, la flamante doctora Ana Stanić y la futura doctora Celia de Aldama Ordoñez, compañeras de congresos internacionales y argentinistas que nunca han dejado de compartir su bibliografía conmigo. A la profesora Silvia Graziano, que sin conocerla personalmente me abrió la ventana crucial que terminaría por darme las pistas finales de mi investigación. A mis amigos de España, mis grandes amigos de Madrid, porque yo era la única que faltaba por doctorarme y no podía ser menos, así que mi admiración hacia ellos jugó su mejor papel. A la doctora Ángela por su amistad incondicional de tantos años, a la doctora Elena por convertirse en una extensión de mí en las bibliotecas de Madrid en mi ausencia y por sus largas horas de psicoanálisis en mi presencia, al doctor Fidel por su perpetua amabilidad, a la doctora Raquel por hacer de su casa mi casa, al doctor Miguel por no escribir agradecimientos y al doctor Yupi por su compañerismo lúdico. A Coqui por haberme prestado su casa de Buenos Aires cuando estuve investigando en la Biblioteca Nacional. A la burbujita Inés, mi primer contacto con el Río de la Plata. A mi abuelita Amalia, porque nuestro vínculo emocional no conoce el paso del tiempo y a su hermana Emilia por recordárselo. A mi familia política, porque gracias a ellos comprendí y desentrañé la identidad argentina más allá de Capital Federal; a mi suegra Bertha y a mi cuñada Sandra, que lo dejó

9 todo por ayudarme con la bibliografía y porque su genética despertó mi curiosidad por la realidad indígena argentina. A mis gatos, los que están y los que ya se fueron, porque siempre significaron un gran apoyo emocional y me ayudan continuamente a comprender este mundo. A mi familia, sostén de mi vida y de mi progreso emocional y profesional. A mi hermana María José, cuyo ejemplo de tesón en el estudio me ha acompañado específicamente en este proceso. A mi hermano Antonio, cuyo afán de superación y competitividad siempre me ha animado a crecer más. A mis padres, porque me dieron una educación humanista, sin pretensiones extraordinarias. Por todo lo que sufrieron por mí, por las alegrías que he procurado ofrecerles, por enseñarme el valor de un ser humano más allá de los títulos académicos. Por todo lo que me han dado y nunca podré compensarles aunque viviese mil años. A mi padre por mostrarme la pasión de la enseñanza y a mi madre porque he terminado lo que ella no pudo. A Andrés, sin cuyo amor nunca me hubiese animado a emprender este camino tan plagado de ausencias. Por haberme inculcado los valores culturales de Argentina. Por su paciencia, comprensión, ánimo y pragmatismo. Porque su esfuerzo diario como doctorando y como doctor me ha ayudado perpetuamente a seguir adelante, y sobre todo, por su gran ejemplo como ser humano, tan cerca de la tierra, mas siempre caminando de mi mano. A todos los indígenas argentinos, a los que padecieron, lucharon y siguen sufriendo las consecuencias de la colonización

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DEDICATION

A mis padres, Pedro y Pepa, porque sin su amor infinito, nada de esto hubiera sido posible.

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13 TABLE OF CONTENTS

ABSTRACT ......................................................................................................................... 15 INTRODUCCIÓN ............................................................................................................... 17 CAPÍTULO 1. PRESUPUESTOS TEÓRICOS DE LA LITERATURA INDIGENISTA . 29 1. Antecedentes históricos ............................................................................................. 29 2. Indianismo e indigenismo.......................................................................................... 41 3. ¿Una literatura nacional o una literatura andina? ...................................................... 45 4. Indigenismo en Perú: el origen social del movimiento y su evolución ..................... 48 5. Aplicación de la teoría indigenista a la literatura argentina ...................................... 54 CAPÍTULO 2. EL SURGIMIENTO DE LA LITERATURA REGIONAL ....................... 65 1. El proyecto europeísta en el siglo XIX ...................................................................... 65 2. La búsqueda de una identidad nacional ..................................................................... 71 3. Primeros atisbos de presencia indígena en las letras argentinas ................................ 82 CAPÍTULO 3. LA ÉPOCA DE LAS VANGUARDIAS .................................................... 93 1. Criollismo cosmopolita en los movimientos vanguardistas ......................................... 93 2. Folklorismo, regionalismo y literatura regional ........................................................... 99 3. El interior en la época de las Vanguardias ................................................................. 105 CAPÍTULO 4. NARRATIVA INDIGENISTA EN ARGENTINA .................................. 113 1. Entre la Colonia y el siglo XX................................................................................. 113

14 2. Novelas analizadas .................................................................................................. 123 2.1. La mano que implora (1923) ............................................................................... 129 2.2. Viento norte (1927).............................................................................................. 143 2.3.

Hombres grises montañas azules (1930) ......................................................... 159

2.4.

Viento de la altipampa (1941).......................................................................... 169

2.5.

El salar (1935) ................................................................................................. 177

CONCLUSIONES ............................................................................................................. 203 APÉNDICE ........................................................................................................................ 221 OBRAS CITADAS ............................................................................................................ 229

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ABSTRACT This dissertation begins from the premise that indigenista narrative has always been considered by critics as literature produced in the Andean region by mostly Peruvian authors, and to a lesser extent, by those from Latin American countries with a significant indigenous population. My dissertation proposes that an expanded definition of the indigenous novel to include Argentine authors offers an exciting possibility for rearticulating the nature of this important movement of Latin American narrative fiction. It analyzes five major works written during the expansion of the indigenista movement (19201940) by authors born in different regions of Argentina. Moreover, while it has been widely held that the first neoindigenista novels were written by the two Peruvian masters of indigenismo, Ciro Alegría and José María Arguedas in 1941, this dissertation demonstrates that El salar, published in 1936 by Argentinian author Fausto Burgo actually deserves that distinction. The analytical frame for my work draws on the groundbreaking contributions of Antonio Cornejo Polar, Tomás Escajadillo and others in recasting its vision of indigenista narrative.

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INTRODUCCIÓN Dice el refrán que el mayor desprecio es la indiferencia. No ha existido en toda la historia de América desprecio superior al dispensado a los indígenas argentinos en todos los niveles, pero especialmente en la disciplina literaria, cuya historiografía crítica ha omitido sistemáticamente la inclusión de obras literarias argentinas en el canon indigenista, así como la inclusión de obras indigenistas en el canon argentino. En esta tesis se recupera la tradición literaria indigenista en Argentina, por medio del análisis de cinco novelas y se restituye su importancia dentro del canon indigenista, tras un análisis de su evolución histórica y literaria y la dilucidación de las razones por las que fueron condenadas al olvido. No deja de sorprender que uno de los temas más mentados de toda la literatura hispanoamericana, el encuentro con el “otro” y el denigrante trato dispensado a ellos, haya sucumbido a su propia denuncia, convirtiéndose en cómplice de los poderes fácticos que negaron la existencia de nativos en Argentina. La misma crítica literaria que se apresuró a catalogar una corriente de obras que compartían temática en las áreas de mayor peso poblacional indígena, ignoró su producción y evolución en el país vecino, cometiendo así los mismos pecados que denunciaban las obras literarias estudiadas. A pesar de la escasa presencia de indígenas en Argentina, en comparación a sus países vecinos, y de las políticas de asimilación e invisibilización llevadas a cabo por los gobiernos argentinos desde el siglo XIX, existió una producción poética de denuncia social

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y acercamiento al indígena argentino, no solo como objeto de iniquidad, sino también de ninguneo. Esta tuvo lugar durante los años de eclosión del indigenismo. Así, la corriente literaria conocida como indigenismo comenzó a ser críticamente analizada a comienzos de los años 20 en Perú después de la eclosión artística paralela al movimiento social encabezado por intelectuales que reclamaban derechos para los indígenas, el cese de su sometimiento y la revalorización de su cultura. La literatura indigenista no alude ni a un género literario ni a una estética determinada, sino a una temática específica, con personajes concretos, narrador externo y geografía localizada, y cuyo periodo culmen de producción comenzó en la década de 1920 y tras sucesivas evoluciones, menguó alrededor de 1960. Debido a que su expansión como fenómeno literario tuvo lugar en la región andina simultáneamente al movimiento social análogo, las obras anteriores a esta eclosión no suelen ser incluidas en el catálogo, aunque sí indicadas como precursoras en los estudios posteriores. Sin embargo, diversos autores o críticos anteriores a dicho fenómeno, y relacionados o no con él, utilizan el vocablo “indigenista” para designar manifestaciones literarias ajenas al movimiento que nos ocupa. Este hecho no sorprende al revisar el diccionario de la Real Academia Española y advertir que la tercera acepción de “indigenismo” indica “Exaltación del tema indígena en la literatura y en el arte”, definición poco rigurosa, confusa y que remite parcialmente a la definición de “indianismo”, término asociado frecuentemente al indigenismo y cuya conexión es únicamente referencial.

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En esta tesis aludiremos a lo críticamente aceptado actualmente como literatura indigenista y tomaremos en consideración la base teórica propuesta por Antonio Cornejo Polar respecto a la definición y desarrollo de la novela indigenista, además de aportar los estudios de otros críticos. Por razones pragmáticas y debido a la multiplicidad de teorías, definiciones y estudios, escogeremos en esta introducción solamente su característica fundamental, por determinante, que es la denuncia social. El género objeto de este estudio será la narrativa, por lo que definimos narrativa indigenista como aquellos textos narrativos de ficción cuyo objetivo temático se basa en la denuncia por parte de un autor externo de la situación de exclusión social, económica o cultural de las comunidades indígenas, sean o no minoritarias, en América, con un acercamiento realista al referente. Seguimos así la catalogación que rige a Luis Alberto Sánchez, que a su vez se basa en Concha Meléndez: “Así, pues: la novela india de ‘mera emoción exotista’ será la que llamemos ‘indianismo’, y la de un ‘sentimiento de reivindicación social’, ‘indigenismo’(Proceso y contenido... 112). Aunque conocemos la complejidad del vocablo, mucho más amplio que la definición anterior, esta se utilizará exclusivamente como criterio de nominación y posteriormente, en el análisis de cada obra se procederá al estudio pormenorizado según la crítica literaria indigenista. La literatura indigenista ha hallado en todos los países latinoamericanos cuya población indígena sigue siendo muy significativa1 producciones artísticas que han sido objeto de estudio y análisis dentro de la corriente. Paralelamente, manifestaciones sociales y políticas que han trascendido fuera de sus fronteras han otorgado mayor visualización al fenómeno. Suelen identificarse dos polos: el indigenismo mexicano y el andino, aunque

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este último ha tenido mayor repercusión y su manifestación artística difiere sumamente de aquél2. A pesar de ello, autores de muchos otros países escribieron obras representativas del indigenismo, como Guatemala, con las de Miguel Ángel Asturias; Brasil, con João Guimarães Rosa; Paraguay, con Augusto Roa Bastos o Cuba, con Alejo Carpentier. En la región andina nos encontramos con múltiples autores y obras ya canonizados dentro del movimiento de diversos países diferentes a Perú como epicentro, como Ecuador y Bolivia, pero la referencia a autores argentinos es escasa, diseminada e incluso inexistente. El Noroeste de Argentina, que comprende las provincias de Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Tucumán, Catamarca y La Rioja, comparte con sus vecinos países andinos topografía, geografía, historia y antropología, y aunque el porcentaje de población indígena en esta región es notablemente inferior a la de los otros países, les unen rasgos sociales ineludibles para cualquier escritor autóctono. Como se observará a lo largo de esta tesis, los escritores argentinos no fueron ajenos al movimiento indigenista, y produjeron una notable cantidad de obras literarias que comparten los rasgos de esta corriente narrativa durante el periodo de eclosión del mismo, entre los años 1920 y 1940. Este, por tanto, será el lapso de tiempo analizado, aunque nos remitiremos brevemente a los antecedentes, que sin duda los hubo. A pesar de la evidente importancia del Altiplano en la producción literaria referida, el fenómeno también se dio en otras regiones argentinas, como Cuyo, Patagonia o Santa Fe, a las que mencionaremos.

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Aunque las obras indianistas no serán incluidas en este estudio, sí se reseñarán aquellas composiciones anteriores cuyo acercamiento temático al indígena argentino se sitúe en un plano realista y pretenda denunciar su condición de inferioridad. Será objeto de análisis la evolución de la corriente literaria en Argentina, desde el punto de vista referencial y crítico, en cuanto a su analogía con la producción peruana como a su desarrollo dentro de la llamada literatura regional. Para ese propósito y poder analizar con mayor información las obras estudiadas, se procederá, en el primer capítulo, a desgranar los inicios de la literatura indigenista desde la Conquista, incluyendo los orígenes de la teoría del “buen salvaje”, que tanto furor despertó en la literatura hispanoamericana del siglo XIX, pero que dio como resultado un fenómeno bien distinto, el indianismo, probablemente uno de los escollos críticos en la aproximación a la literatura indigenista. La aparición de esta, a caballo entre finales del siglo XIX y principios del XX, según el crítico y el criterio, supuso la primera aproximación literaria en clave social al indígena americano. Las manifestaciones sociales en Perú, los movimientos en defensa del indígena y su atención por parte de la intelectualidad peruana se hicieron tan populares que las manifestaciones literarias no tardaron en multiplicarse. El ejemplo de Perú nos servirá como paradigma de una corriente literaria que muy pronto extendió su influencia hacia países vecinos (y no tan vecinos). Sin ser la primera crítica literaria del indigenismo, los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui, fue sin duda la de mayor repercusión, a la que siguieron con igual acierto Luis Alberto Sánchez, Tomás Escajadillo o

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Antonio Cornejo Polar, entre otros. Este último se ha consagrado como la primera autoridad académica en indigenismo, y sus estudios son considerados inapelables. Por ello sus teorías sobre literatura indigenista serán aplicadas en esta tesis, ya que los rasgos literarios y técnicos, el referente y la problemática que nombra son compartidos en las obras argentinas. Sin embargo, tendremos en cuenta un elemento diferenciador, que hace única a la literatura indigenista argentina, la lucha por la visibilidad. En efecto, el ninguneo al que los indígenas argentinos han sido sometidos por los sucesivos gobiernos desde la Independencia, se ve plasmado también en la literatura, pues escasean los estudios literarios sobre indigenismo argentino, por no decir que no existen, y su simple mención ya constituye todo un atrevimiento. En este primer capítulo también estudiaremos la postura de la academia argentina sobre este asunto, así como la adecuación de una crítica espuria a la realidad de otro país. Se analizará también, por tanto, la consideración de la literatura nacional dentro de la crítica literaria hispanoamericana. Esta invisibilización se acrecentó con las políticas migratorias que cambiaron rápida y completamente la demografía del país, y fueron conformando poco a poco una identidad nacional largamente buscada, como comprobaremos en el segundo capítulo. Esta identidad formada en Buenos Aires no llegó a reflejar el conjunto del país, tan diverso como olvidado, y que ciertos autores provenientes del interior detectaron, algunos tan conocidos como Ricardo Rojas o Joaquín V. González. Sus obras literarias, identificadas con la llamada “literatura regional”, comenzaron a dibujar una realidad demográfica más heterogénea y cercana a la realidad social de las regiones, donde las altas cotas de

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inmigración de la capital no llegaron a desarrollarse. El espíritu del Centenario, pues, dividido entre el regionalismo gaucho y el cosmopolitismo urbano, arribaba a un cuestionamiento profundo de dicha identidad, que no terminaba de asentarse. La herencia indígena precolombina, mientras tanto, iba siendo rescatada del olvido por las primeras exploraciones arqueológicas de Quevedo, Ambrosetti y Quiroga, quienes, sin embargo, adoptaron una postura incaísta – por llamarlo con términos andinos – respecto a los descendientes de los habitantes precolombinos. A medida que avanzaba el siglo XX, el gaucho se estableció como identidad argentina por excelencia, alentado por la infinidad de manifestaciones literarias que se habían sucedido desde el siglo XIX, encabezadas, eso sí, por Martín Fierro, que Leopoldo Lugones elevó a la épica en 1913. En el tercer capítulo se analizarán las posiciones que tomaron los vanguardistas argentinos respecto a este tema y, sobre todo, a la literatura regional, que comenzaba a desarrollarse de manera muy activa en diversos focos del interior, como Mendoza o el Noroeste. La escasa consideración que sus contemporáneos bonaerenses asumieron corresponde, como se verá, a la identificación de regionalismo con folklorismo, y que será debidamente diferenciado en dicho capítulo. Asimismo, se examinarán las conexiones entre el indigenismo peruano y los autores argentinos y la actividad cultural de las regiones en esta época. El capítulo cuarto tendrá como propósito el análisis de cinco novelas argentinas indigenistas. Estas estarán precedidas por un breve repaso a las manifestaciones literarias indigenistas en Argentina desde la Conquista, para exponer la naturaleza evolutiva del

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fenómeno. A pesar de existir muchas otras obras para demostrar la presencia del indigenismo en la literatura argentina, la elección de estas responde a un intento por aglutinar diversos tipos de opresión ocurridos a su vez en provincias dispares y escritas por autores con orígenes diferentes. Aunque existen muchas más obras referidas a otros tantos problemas sociales ubicados en otras provincias, la disyuntiva se ha solucionado con criterios estrictamente literarios sin que prime por tanto la dimensión sociológica. Los criterios han sido los siguientes: a. Fechas. El indigenismo ortodoxo se desarrolló entre 1919-1920 y 19413. Entre nuestras novelas, la más temprana, La mano que implora, se publicó en 1923 y la más reciente, Viento de la altipampa, en 1941. Esta simultaneidad no implica casualidad, como veremos más adelante. b. Procedencia de sus autores. Para ofrecer mayor diversidad, los autores escogidos proceden de diferentes regiones argentinas: La Rioja, Santa Fe, Salta, Tucumán y Jujuy. Además, Fausto Burgos, de origen tucumano, vivió la mayor parte de su vida en Mendoza. c. Problemática diversa. Relacionada con el apartado anterior, los conflictos que presentan los autores son dispares y específicos a la región. Sin embargo, todos ellos tienen un común denominador: la explotación por parte del hombre blanco y el silencio gubernativo. A estos factores se añade un cuarto evidente, y es la calidad literaria. A lo largo de la investigación se han rechazado varios títulos que, aunque por temática podrían haberse

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incluido, las deficiencias técnicas que presentaban no las hacían merecedoras del adjetivo literario. A pesar de ello, se observará que el análisis realizado sobre cada una de las novelas no desgrana el factor cualitativo, pero se entreverá gracias a dichos estudios. Sin ninguna duda, El salar, de Fausto Burgos, se sitúa en la cúspide de las obras escogidas y aún de la narrativa indigenista en Argentina, debido a las técnicas empleadas y el acercamiento al referente, que, como veremos, podrá ser catalogada como neoindigenista, el calificativo que se reserva al indigenismo más logrado. Las novelas analizadas son las siguientes: La mano que implora, de Horacio Carillo, publicada en 1923, se sumerge en las migraciones forzadas de los indios tobas desde el Chaco y las demandas de los indios puneños por la posesión de la tierra en Jujuy. Viento norte, de Alcides Greca, publicada en 1927, explora la matanza de mocovíes ocurrida en Santa Fe en 1904. Pablo Rojas Paz publicó en 1930 Hombres grises montañas azules en donde ahonda en las humillaciones padecidas por los indígenas tucumanos. César Carrizo, con Viento de la altipampa, de 1941, rescata del olvido a los indios riojanos que sufren la explotación de los blancos y finalmente, El salar, de 1935, cuyo autor, Fausto Burgos, refleja los padecimientos de los indios puneños en los salares y el hostigamiento que sufren por parte del occidental. El análisis de cada novela vendrá precedido por una breve contextualización sociopolítica y perfil biográfico del autor, para pasar posteriormente al examen literario de los componentes indigenistas según la crítica encabezada por Antonio Cornejo Polar y Tomás Escajadillo, que será debidamente explicada en el primer capítulo.

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Con esta investigación, además de contribuir a la visibilización de un fenómeno literario que hasta la fecha no ha sido considerado, nos sumamos a las distintas manifestaciones sociales que en los últimos veinte años se vienen produciendo en América Latina para la consecución de derechos para los indígenas, además de su reconocimiento oficial, que en algunos países han logrado en sus constituciones. Así, mientras que el país pionero, Guatemala, reconoció una configuración multiétnica en 1984, en Argentina se hizo lo propio en 1994, otorgando además un espacio jurídico plural a las comunidades indígenas (Rodríguez Garavito 143). No podemos olvidar que la literatura indigenista nace como parte de una protesta social que reclama la igualdad de derechos para todos los indígenas y denuncia las condiciones de vida de estos. Por tanto, en esta tesis pretendemos denunciar el olvido al que se ha sometido a la literatura indigenista en Argentina para poder reclamar su visibilidad dentro del contexto americano.

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NOTAS

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“En los países de gran porcentaje indígena, donde el indio constituye la clase desheredada y explotada, donde su drama adquiere mayor intensidad, se observa en la literatura, una corriente indigenista que representa el sentido de justicia social de esos pueblos” (Cometta Manzoni El indio en la novela... 14). 2

“El indigenismo ha tenido en México a todos sus niveles un desarrollo diferente al característico de los países andinos, especialmente por obra del avance liberal desde antes de la ocupación francesa. Aunque el liberalismo contribuyó a que los indígenas se convirtiesen en peones durante la expropiación o la compra de sus tierras comunales, aceptaba en principio la igualdad civil de indígenas y blancos, y reconocía la importancia de la herencia cultural indígena” (Rodríguez-Luis 47) 3

Según los críticos consultados y la inclusión de Raza de bronce (1919) dentro de la nómina indigenista, según Rodríguez Luis, o la más aceptada, entre otros, por Tomás Escajadillo, Cuentos andinos, de 1920. 1941, según el mismo autor, supuso el comienzo del neoindigenismo.

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29 1. Presupuestos teóricos de la literatura indigenista

CAPÍTULO 1. PRESUPUESTOS TEÓRICOS DE LA LITERATURA INDIGENISTA 1. Antecedentes históricos Aunque la mayor parte de los críticos coinciden en situar el auge de la literatura indigenista en la segunda década del siglo XX, solo Antonio Cornejo Polar ha señalado la naturaleza cíclica y continuada de este movimiento4, conclusión ya principiada por Efraín Kristal5e insinuada por Alberto Sánchez, Aída Cometta Manzoni, Catherine Saintoul, Rudolf Grossman, Adolfo Prieto, Fernando Alegría y Concha Meléndez, al mencionar – o analizar - , en sus respectivos estudios sobre las literaturas relacionadas con el indígena americano, un largo listado de antecedentes literarios cuyo primer lugar ocupa, indudablemente, Bartolomé de las Casas. Si bien las Casas no fue el primero en denunciar el pésimo trato infringido a los indígenas en el Nuevo Mundo, sí resultó, desde luego, el más influyente, tanto en el plano político como en el literario. El mérito inaugural, en cambio, le corresponde a Fray Antonio de Montesinos, quien en fechas cercanas a la Navidad de 1511 pronunció, en su parroquia de La Española, dos famosos y polémicos sermones en los que denunciaba la crueldad con que los españoles trataban a los indios. Ambos discursos son notoriamente conocidos y fueron recogidos por Bartolomé de las Casas en su Historia de las Indias6.Gracias a este y otros tratados y a sus repetidas intercesiones en la Corte, las Leyes de Indias fueron actualizándose en favor de la naturaleza y la libertad de los indios, como la abolición de la encomienda en 1520, las Nuevas Leyes de 1542; participó en los debates de 1519 y 1550 sobre la naturaleza de los indios y propició la creación de las bulas Sublimus Deus y

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Veritas ipsa de 1537, que prohibían la esclavitud de los indios y les conferían alma (Adorno 17). Muchas de sus obras, como Apologética Historia Sumaria de las Indias, Brevísima relación de la destrucción de las Indias e Historia de las Indias, además de constituir los pilares de los futuros Derechos Humanos, sirvieron de base para la construcción del mito del “buen salvaje”, así como para la cimentación de la “Leyenda Negra”7. No son objeto de estudio en esta tesis las obras del dominico, pues existen infinidad de manuales y textos de interpretación de estas; si bien es imprescindible no obviar la importancia de su particular visión en cualquier estudio de índole indigenista. En efecto, la dialéctica lascasiana, centrada en acentuar el contraste entre la inocencia de los desvalidos indios y la crueldad de los conquistadores, ha hecho correr ríos de tinta entre sus detractores y seguidores, quienes no han conseguido sino acrecentar la importancia de su figura a través de los siglos. Aún a pesar de las superlativas atrocidades señaladas por su pluma y de la exageración que ciertos críticos8 advirtieron en sus narraciones, lo cierto es que la veracidad documental se impone, refrendada por otros historiadores de la época con tanta autoridad como Francisco López de Gómara, Gonzalo Fernández de Oviedo o el mismísimo Hernán Cortés. Las detalladísimas descripciones que las Casas dejó para la posteridad siguen siendo hoy día un documento de durísima lectura por la violencia y salvajismo que pueblan sus páginas, cargadas con interminables ejemplos de la brutalidad con que los españoles se cebaron con los indígenas. La eficacia de su mensaje se debe también en parte al contundente maniqueísmo que maneja el dominico, que insiste en la imagen evangélica de las manadas de ovejas frente a los hambrientos lobos, lo cual condujo sin duda a la

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“destruición” de las Indias, vocablo en el que centraliza toda su argumentación. Para mayor inquina, las Casas también habla de cifras, lo cual le valió no pocas críticas, pero en años recientes ha sido revalorizado, por lo acertado, e incluso exiguo conteo. En su Brevísima… las Casas habla de entre 12 y 15 cuentos (millones) de muertos. Más recientemente, el historiador Tzvetan Todorov llegó a estimar unos 70 millones, teniendo en cuenta los censos estimados de la época, aunque a las razones aducidas por las Casas (guerras sangrientas y cruel servidumbre) añade una tercera: las enfermedades (144). Sin embargo, los debates en torno a esta controversia continúan, y aunque las cifras se sitúan entre 10 y 100 millones de muertos, no hay duda de que la población experimentó una reducción considerable. La excesiva y consciente polarización de sus descripciones favoreció la reedición de sus obras, sobre todo de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), en otros idiomas como el holandés (quince ediciones entre 1578 y 1664), el francés (nueve ediciones entre 1579 y 1698), el inglés (cuatro ediciones entre 1583 y 1689) o el alemán (cuatro ediciones entre 1597 y 1665), mientras que, en español, la segunda edición se publicó casi un siglo después de su primera aparición (1646). Este interés por las obras de las Casas en el extranjero respondía indudablemente al antiespañolismo vigente en la época y ayudó al desarrollo del mito del buen salvaje en América, con las conocidas ilustraciones de Theodore de Bry y con descripciones como la que sigue: Todas estas universas e infinitas gentes a toto genero crió Dios las más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el

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mundo…Son también gentes paupérrimas y que menos poseen ni quieren poseer de bienes temporales, y por esto no soberbias, no ambiciosas, no cubdiciosas…Son eso mesmo de limpios y desocupados y vivos entendimientos, muy capaces y dóciles para toda buena doctrina, aptísimos para recebir nuestra sancta fe católica y ser dotados de virtuosas costumbres, y las que menos impedimentos tienen para esto que Dios crió en el mundo (76). La elaboración del mito ya había sido iniciada en la antigüedad clásica por varios autores que comentaremos a continuación, mucho antes de que el vocablo “bárbaro” adquiriera connotaciones despectivas. La evolución etimológica del término griego barbaros adquiere importancia por su relación con el mito del buen salvaje y la confrontación bipolar bárbaro-civilizado que, en suma, dieron origen a las actitudes literarias en defensa o en contra del indio americano. En efecto, durante los siglos VI y VII A.C., el término significaba específicamente “que balbucea”, y estaba asociado a la idea de extranjero, lo cual poco a poco fue desvirtuándose, hasta que, en el siglo IV A.C., y hasta nuestros días, se aplicase a seres humanos mental o culturalmente inferiores. Por otro lado, si mientras en la época clásica la idea de civilización estaba asociada al concepto griego de la vida en la polis, y lo culturalmente inferior se identificaba con cualquier desviación de la norma, en el siglo XV, esa norma pasaba a ser el cristianismo o el estilo de vida occidental. Los indios, por tanto, eran considerados bárbaros por el europeo por su condición de extraños, y la acepción del vocablo para significar crueldad, no fue, en principio, la manera en que los europeos caracterizaron a los pobladores de América (Pagden 16-24). El mito del buen salvaje, empero, puede rastrearse en su elaboración primitiva como una alegoría de la edad de oro de las civilizaciones, donde el hombre no había sido aún corrompido y la naturaleza se conservaba intacta. Homero ya cuenta en la Odisea las

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virtudes de los habitantes en la isla de Syros y la abundancia que existe en Libia. Hesíodo, en Los trabajos y los días concibe las distintas etapas de la civilización según la involución del hombre, al igual que Ovidio en Las Metamorfosis, mientras que Luciano evoca por boca de Cronos en el diálogo Saturnalia la supremacía moral de la edad de oro, etapa moralmente superior según los tres autores. Sin embargo, la identificación históricamente real con dicha edad de oro la realiza Tácito en su Germania, al exponer la rectitud de los pueblos germanos en oposición a la decadencia romana (Cro 41-55). No es de extrañar, por tanto, que este clásico mito fuese rescatado durante el Renacimiento ante el descubrimiento de nuevas civilizaciones aparentemente en sus etapas primitivas y vinculadas a la naturaleza. Así, Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), en su obra De Orbe Novo (1523), relata la historia de un indio antillano a quien cataloga como “filósofo” por la brillantez de sus ideas; Luis Vives (1492-1540), en su De concordia y discordia del género humano (1529), engrandece el carácter pacífico de los indios en contraposición con el afán bélico de los españoles, y finalmente, Antonio de Guevara (1480-1545), en su fábula “El villano del Danubio”, ensalza, en boca de Marco Aurelio, la bondad del bárbaro germánico frente a la corrupción del ciudadano romano, asentando así la primera comparación moderna explícita entre el salvaje y el civilizado (Abellán 158). Este indigenismo apologético del siglo XVI podemos hallarlo en otro autor que halaga la naturaleza primitiva del indio frente a la brutalidad de los conquistadores y no es otro que Alonso de Ercilla (1533-1594), en La Araucana (1569), donde las simpatías del autor por los indígenas establecen un precedente romántico de la visión literaria del indio (Grossmann 58). La epopeya cantada por Ercilla se eleva al rango del mejor poema épico escrito en español por su realismo, sus descripciones virgilianas y sus acertadas

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caracterizaciones (Alborg 951). El valor de La Araucana se acentúa aún más por el rigor histórico de su autor, quien fue testigo directo de los sucesos narrados, y en los que, desde su abierta perspectiva de conquistador, pudo apreciar el valor y el heroísmo de los derrotados, a quienes otorgó la categoría de verdaderos protagonistas, además de víctimas inocentes del celo y el rigor españoles. Además de estos, las numerosas crónicas escritas sobre asuntos americanos denuncian, de alguna manera, los excesos cometidos por los españoles, y que por la variedad y número no serán comentados aquí. Estos autores, con Las Casas a la cabeza, a través de sus relaciones del Nuevo Mundo y sus disquisiciones morales, sentaron una imagen utópica que será desarrollada en la literatura de creación en los siglos posteriores y que revalorizará la vida primitiva hasta el extremo – mal llamado - rousseauniano del “buen salvaje”, que será comentado posteriormente. En efecto, aún no había acabado el siglo XVI cuando Michel de Montaigne (15331592), que conocía la obra de Guevara y de López de Gómara (Abellán 158), compuso su ensayo Des cannibales, en el que el autor otorga mayor entendimiento a los indígenas que a los europeos, solo por el hecho de habitar en condiciones primitivas que posibilitan el pleno contacto con la naturaleza. De Montaigne tomó Jean-Jaques Rousseau los principios capitales para elaborar sus variados elogios a la vida primitiva, aunque, como bien apunta Meléndez (39), estos fueron ridiculizados por William Shakespeare en su obra The Tempest (1611), al crear un Calibán que resulta ser “cualquier cosa antes que una celebración del hombre natural” (Bloom 766). Meléndez señala la escasa trascendencia directa del ensayista francés en la literatura indianista americana (40), y aunque compartimos tal

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afirmación, no podemos dejar de subrayar la influencia indirecta, a través de Rousseau y Denis Diderot, que infundió a la novela indianista en Hispanoamérica. No obstante lo anterior, el verdadero furor por la evocación de las glorias pasadas del indio y de la celebración de su primitivismo dentro del marco literario tendría lugar en Francia un siglo y medio después. Voltaire introduce personajes indios en su tragedia Alzire (1736) y en sus cuentos filosóficos Candide (1759) y L’ingénu (1767), como paradigmas de la inocencia. Empapado por la lectura de los Comentarios reales de Garcilaso, JeanFrançois Marmontel (1723-1799) publica en 1777 Les incas, una relación de la cultura incaica y su exterminio, copiado casi literalmente de los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega, donde Marmontel se posiciona claramente a favor de la benignidad primigenia de la humanidad, corrompida por la civilización. El último ejemplo de este periodo, que anticipa el Romanticismo, lo ocupa Françoise de Graffigny (1695-1758), quien, en sus Lettresd’une Péruvienne (1747) relata, de forma epistolar, el rapto en primera persona de la protagonista, Zilia, una virgen del Sol, en plena celebración de su enlace con el heredero al trono inca, Aza. La originalidad de este melodrama radica en la forma de las epístolas, el quipu peruano (“dislate genial y memorable”, en palabras de Luis Alberto Sánchez ("El indianismo literario..." 112)). Su aportación principal consiste en el modo en que afecta la occidentalización a unos y a otros. La educación francesa de Zilia le otorga unos valores morales superiores a los conseguidos por Aza, educado en España, pero al mismo tiempo la protagonista es capaz de criticar las costumbres occidentales que, en último término, se tornan inservibles en un mundo dominado por la naturaleza. Consigue finalmente la autora, por un lado, denunciar el

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oprobio causado por los españoles, un pueblo feroz y asesino, y por otro, reavivar la eterna confrontación axiológica del mundo positivo salvaje y el mundo negativo civilizado. Indudablemente, la mayor contribución a la teoría del “buen salvaje” se debe a Rousseau y principalmente a su obra Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes (1755), en la que supuestamente desarrolla su célebre teoría del “bon sauvage”, por la cual, sucintamente, el hombre, en su estado natural, no sufre las desigualdades sociales y económicas que le impone la sociedad civil, corrompida moralmente. Concha Meléndez prefiere decantarse por la aportación de Les rêveries d’unpromeneur solitaire en cuanto al modo del hombre de sentir la naturaleza en la novela romántica indianista (40). Para nuestro estudio, ambas aportaciones nos son valiosas, aunque la primera favorecerá notablemente la evolución de la novela indianista y particularmente, el desarrollo de la temática indígena en la literatura hispanoamericana. A pesar de que Rousseau nunca utilizó el término “bon sauvage”, se le suele atribuir a él la originalidad de los planteamientos que acompañan al ensalzamiento de la vida primitiva. En realidad, y lejos de lo que popularmente se piensa9, su Discours trata de dilucidar el origen de las desigualdades entre los hombres retrotrayéndose hasta el estado natural de estos, pero en ningún momento deja entrever la superioridad de la vida primitiva a la civilizada, más bien al contrario. Posiblemente, la acuñación del término tenga su origen en una tragedia de John Dryden, The Conquest of Granada (1671), en la que su protagonista, Almanz, dice sobre sí mismo: “I am as free as nature first made man, /Ere the base laws of servitude began, /When wild in Woods the noble savageran” (Dryden 8). El argumento de la obra, como su propio título indica, discurre en Granada al final de la Reconquista, lo cual puede pasar

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desapercibido para la adecuación del término a la realidad latinoamericana, si no fuera porque Dryden fue autor también de dos obras panegíricas al tema indígena en América, The Indian Queen (1665) y The Indian Emperour (1667). De vocación realista por el fanatismo monárquico que se vivía en aquellos días en Inglaterra, Dryden aborda el contraste axiológico desde la moralidad y el refinamiento, teniendo como consecuencia dos vertientes complementarias: las bondades del primitivismo y el pragmatismo de la civilización (Anaya Ferreira 33). La exaltación de la naturaleza como escalera de la humanidad hacia lo divino continuó siendo tema literario hasta culminar en Chateaubriand, quien seguramente leyó la novela de Jacques-Henri Bernardin de Saint Pierre (1737-1814) Paul et Virginie (1789), cuyo “exotismo tropical” influyó a Marcos Sastre en El tempe argentino (1858), a D. F. Sarmiento ( eléndez 42) y a Jorge Isaacs en su María (1867). Literariamente, sin embargo, la obra más estimulante para el indianismo americano será Atala (1801), de François-René de Chateaubriand (1768-1848), en cuanto a la filiación adánica de su protagonista indígena como arquetipo de la inocencia primigenia de la humanidad (Saintoul 47). Sirva de dato no tan anecdótico que la primera traducción al español la realizó el fraile mexicano Fray Servando Teresa de Mier ( eléndez 47), predicador independentista, cuyo texto “¿Puede ser libre la Nueva España?”, escrito en 1820, supuso todo un programa político para la independencia de México, acaecida al año siguiente. A pesar de la exaltación cristiana de Atala, la trágica historia pronto se convirtió en referencia ineludible para las siguientes generaciones románticas americanas, que quisieron ver en sus dramáticos personajes la encarnación del bucolismo indiano y la idealización del

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mestizaje. Así, José

aría de Heredia creó su poema “Atala”, Juan

ontalvo lo tomó como

modelo para sus ensayos políticos, Juan Bautista Alberdi admitió sus influencias y José Enrique Rodó citó a Chauteaubriand como uno de los estímulos capitales en el desarrollo del sentimiento de la naturaleza (Meléndez)10. Finalmente, Cumandá (1879) absorbió los postulados de Atala, aunque su autor, el ecuatoriano Juan León Mera supo agregar autenticidad a su relato Con el Romanticismo asentado en todo su esplendor estético en América mientras se van forjando las independencias de los diferentes territorios, existían, no obstante, rasgos diferenciadores con respecto a Europa que fueron clave para la evolución de la novela del indio: el antiespañolismo, el asimiento a la tradición indígena y el optimismo respecto al futuro de América ( eléndez 65). El primer rasgo surgió, obviamente, como consecuencia de las guerras de independencias de los nuevos estados. Para contar con el mayor número de acólitos a la causa secesionista, sus dirigentes prometían cambios significativos para los indígenas, y auguraban un futuro prometedor alejados del sufrimiento que durante siglos habían sufrido por parte del imperialismo. De esta manera el libertador de América se dirigió a ellos en Lima, el 10 de febrero de 1825, al lograr la emancipación de los indígenas, lo cual le daba alas para rescatar del olvido las viejas glorias de la población nativa: Pero la mano bienhechora del ejército libertador ha curado las heridas que llevaba en su corazón la patria; ha roto las cadenas que había remachado Pizarro a los hijos de Manco-Capac, fundador del imperio del sol, y ha puesto a todo el Perú bajo el sagrado régimen de sus primitivos derechos ( olívar Discursos... 108).

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También Rojas ha señalado la exaltación patriótica de la Independencia que, en el caso de Argentina, animó a los poetas a cantar la restauración del Incanato en un proyecto nacional absolutamente optimista11 (de hecho, el sol que adorna la bandera argentina es fiel reflejo de este sueño restaurador). Obsérvese, sin embargo, la imagen de sometimiento que de los indígenas proyecta Bolívar, tan ajena a la realidad, y tan diferente del discurso anterior, en donde “los primitivos derechos” repuestos por el ejército libertador, en el siguiente discurso ya no habían sido depuestos: El indio es de un carácter tan apacible que sólo desea el reposo y la soledad; no aspira ni aun a acaudillar su tribu, mucho menos a dominar las extrañas…Esta parte de la población americana…no pretende la autoridad, porque ni la ambiciona ni se cree con aptitud para ejercerla, contentándose con su paz, su tierra y su familia… El indio es el amigo de todos, porque las leyes no lo habían desigualado y porque, para obtener todas las mismas dignidades de fortuna y de honor que conceden los gobiernos, no ha menester de recurrir a otros medios que a los servicios y al saber ( olívar Doctrina... 65). Por otro lado, el plano estético debía ser coherente con el plano ideológico y ya que se compartía el vehículo comunicativo – el idioma – con el enemigo político, los artistas recién independizados dirigieron sus miradas hacia otras fuentes románticas (Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Alemania) e introdujeron el elemento diferenciador y autóctono en sus creaciones. El caso de James Fenimore Cooper, despreciado en España, y quizá por eso admirado en América, no es comparable al de Chateaubriand, ya que, según Meléndez, los escritores que lo imitaron lo superaron, debido a la actitud frente al indio, ya que el estadounidense no manifestaba tristeza por la destrucción de la raza, aunque sí cierta melancolía, la misma que muestra Sarmiento en Facundo y que, según su propia confesión,

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lo estimuló para su escritura. Tampoco se encuentran rasgos ineludibles del sello de Walter Scott, cuyo Ivanhoe, arribado a América en 1825, no alcanzó el éxito imitador que sí cultivó en España.

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2. Indianismo e indigenismo Desde los primeros conatos de Independencia, se extendió, desde México hasta Argentina, el tema indígena en la poesía, el teatro y la prosa, que se fue adaptándose a las modas estéticas del momento, aunque conservó, durante todo el siglo, el germen romántico. Se trata de lo que los críticos han etiquetado como “literatura indianista”, al identificar una corriente literaria debido a la pluralidad de rasgos compartidos. Antonio Cornejo Polar ha calificado al indianismo como “indigenismo romántico”, ya que de esta manera, el movimiento queda adscrito a la estética del Romanticismo, siendo la mejor vía para comprender su idiosincrasia, además de las características comunes de “exotismo, su ausencia de vigor reivindicativo…,su incomprensión de los niveles básicos, económicosociales, del problema indígena” (Literatura y sociedad... 36). Concha Meléndez, la autora que con mayor profundidad ha analizado la novela indianista, afirma que en ella, “los indios y sus tradiciones están presentados con simpatía” (13), Rodríguez-Luis señala al indio y no al indígena como el objeto de la literatura indianista mientras que René Prieto, además de los rasgos comunes a la literatura romántica americana establecidos por Meléndez, añade, para diferenciarlo del indigenismo, la ausencia de protesta social. La definición de Cornejo Polar resulta clarividente para diferenciar la corriente romántica del movimiento estético y denunciatorio que se desarrolló desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Aunque los límites entre uno y otro no son fáciles de discernir, la trascendencia de su disparidad alcanza objetivos sociales de los que sus autores son plenamente conscientes. La identificación de indianismo con indigenismo, como algunos críticos literarios han realizado12, produce incompatibilidades con el mismo objeto de la producción indigenista, a pesar de que ya en 1934 Concha Meléndez estableció sus

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diferencias en su estudio La novela indianista en Hispanoamérica, y posteriormente estas fueron siendo actualizadas sucesivamente por Alfredo Yépez Miranda en 1935, Aída Cometta Manzoni en 1960 (Arribas García 64) y finalmente por Antonio Cornejo Polar y Tomás Escajadillo, entre otros. Este último aporta una herramienta simple pero útil para discernirlos: considerar indianista todo lo que no sea indigenista y para ello define los requisitos que ha de tener toda novela indigenista, que veremos más adelante. La multiplicidad de rasgos que las autoridades en materia de indigenismo han señalado, en ocasiones contradictorios, dificultan la tarea del investigador a la hora de catalogar una obra como indianista o indigenista. En este estudio asumiremos, en principio, los tres atributos fundamentales que caracterizan a la novela indigenista y la alejan de la producción indianista, como son el grado de realismo a la hora de acercarse al referente, la heterogeneidad propia de las sociedades mestizas latinoamericanas y la denuncia social. Además, muchos han establecido una primera obra fundacional. Así, según Cometta Manzoni, Saintoul y Luis Alberto Sánchez, la primera obra indigenista fue Aves sin nido (1889), de Clorinda Matto de Turner; para Mariátegui y Escajadillo, el mérito le corresponde a Cuentos andinos (1920), de López Albújar; Echevarría apunta a Wara-wara (1904) de Ciro Alegría. Otros autores retroceden aún más, nombrando a El padre Horán (1848), de Narciso Aréstegui (Kristal 16), Tupac-Amaru (1820), atribuido a Luis Ambrosio Morante ( eléndez 180), La trinidad del indio o costumbres de interior (1885), de José Itolararres (Arribas García 64). A este respecto, resulta significativa la crítica que realiza Efraín Kristal sobre la clasificación tipológica de las novelas indigenistas que hasta la fecha habían desarrollado los críticos, que no recordaban que una de las primeras críticas literarias sobre el indigenismo la realizó en 1890 Emilio Gutiérrez de Quintanilla,

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censurando otras obras anteriores, de la misma manera que durante el siglo XX se fueron añadiendo y descartando obras literarias según el criterio del momento (Kristal 18-21). Apela al “efecto del realismo” acuñado por Pierre ourdieu, por el que la realidad se ve deformada por las diferentes definiciones sincrónicas13. Además, subraya Kristal que no es posible clasificar una obra literaria por su posición ideológica o antropológica ya que se trata de planos distintos. Para seguir una catalogación diacrónica, señalaremos las características que estos críticos han otorgado al indigenismo. Así, Cometta Manzoni antepone el elemento reivindicativo sobre el estético, afirmando que la novela indigenista “responde a los reclamos urgentes de su momento histórico”, “es una tendencia revolucionaria” que “no siempre es estética”, es “un movimiento de denuncia para promover una reacción violenta” que “describe la opresión, la esclavitud y el dolor indio” (Cometta Manzoni El indio en la novela... 12). Kristal reafirma su teoría urbana, asociando indigenismo con política14; Cornejo Polar toma en cuenta consideraciones teóricas, el referente, el componente lírico y su carácter heterogéneo. Según el crítico peruano, en la novela indigenista subyacen elementos ajenos al orden occidental de la novela y por eso, la primacía no se centra en el individuo; el autor toma en cuenta al referente y se adecúa a las formas literarias indígenas, además de añadir elementos míticos procesados con recursos épicos en lugar de novelescos. Además, Cornejo Polar remite al compartido rasgo de denuncia, y añade que la novela indígena es novelable desde fuera, existe una ruptura de la continuidad temporal por la que el pasado glorioso ya no resulta atractivo ni su continuidad es la solución a los problemas de los indígenas; el autor indigenista prefiere la elegía y la tragedia a la utopía y finalmente descarta cualquier solución real política por parte de los indigenistas. Tomás Escajadillo

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distingue dos presencias del tema indígena (indianismo modernista e indianismo romántico) y dos momentos del indigenismo (indigenismo ortodoxo y neoindigenismo), e indica los requisitos que debe cumplir una novela indigenista, a saber: sentimiento de reivindicación social, superación de lastres pasados y proximidad al mundo novelado (Escajadillo "El indigenismo..." 118).

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3. ¿Una literatura nacional o una literatura andina? Es necesario, sin embargo, tener en cuenta, que tanto Antonio Cornejo Polar como Tomás Escajadillo y Efraín Kristal son críticos peruanos, y sus estudios se restringen, si no solo a Perú (o a los países donde supuestamente siguen existiendo indígenas), a la prefigurada área andina. Quisiéramos subrayar “prefigurada”, ya que, en general, los críticos circunscriben el área andina a Perú, Bolivia y Ecuador, obviando, si no olvidando, que los Andes recorren todos los países de Sudamérica occidental. Si asumimos que con el adjetivo “andino” pretenden identificar, en términos geográficos, el altiplano, y en términos históricos, el antiguo Tawantinsuyo, también en este caso se observa una indiferencia destacable en lo que respecta al norte de Chile y al Noroeste de Argentina (el antiguo Collasuyo incaico). La adecuación geográfica de la denominada región andina ya fue señalada por Ángel Rama, que incluyó todas las zonas del Inkario, desde Colombia hasta Argentina15, mientras que Poderti reconoce una zona específica “de fuerte incidencia en la cultura incásica” (16). Esta apreciación, cuyas causas y consecuencias serán analizadas detenidamente en esta tesis, implica una adecuación de los presupuestos teóricos de dichos críticos a la realidad literaria argentina. Sin embargo, y como ya apuntaba el mismo Cornejo Polar, existe un problema crítico a la hora de catalogar las literaturas nacionales, especialmente en el complejo desarrollo social y político de las naciones hispanoamericanas ("El indigenismo y las literaturas..." 9). Efectivamente, y resumido de manera simplista, existen dos maneras complementarias de reflexionar sobre una unidad en la literatura hispanoamericana: su conexión cíclica y continuada con los sistemas estéticos europeos y la inclusión de un elemento único y característico de la realidad de Hispanoamérica, teniendo como

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consecuencia sistemas literarios exclusivos, se llamen gauchesca, realismo mágico o indigenismo. El actual territorio de Argentina perteneció a diversos sistemas dominadores desde poco antes de la Conquista hasta poco después de su independencia. Antes de la llegada de los españoles, tres grupos bien diferenciados ocupaban Argentina, subdivididos a su vez en numerosas etnias. El Noroeste fue invadido por los incas hacia 1480 y aunque la dominación no llegó al centenario, se produjo una quechuación notable que llega hasta nuestros días. El Nordeste estaba habitado por la familia tupi-guaraní mientras que las zonas pampeanas y patagónicas, nunca vencidas por los europeos, fueron finalmente doblegadas por las expediciones del siglo XIX (O'Donnell 13-15). Primero la zona noroéstica y posteriormente la oriental fueron anexionadas al gobierno del Virreinato del Perú, hasta la creación del Virreinato de la Plata en 1776 que incluía las actuales Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, norte de Chile, sur de Perú y zonas de Brasil. Entre 1814 y 1825 se fueron escindiendo los territorios ajenos a la actual Argentina, y a finales del siglo XIX las fronteras actuales terminaron de configurarse. Así pues, en poco más de 300 años, estas zonas compartieron algo más que una serie de conquistas. Y aunque se suele denominar “literatura hispanoamericana” a la producida desde Simón olívar, esta es reconocible desde mucho antes, al menos en el territorio que nos concierne. Fernando Ortiz introdujo en 1940 el término “transculturación” para definir el rasgo común de las sociedades latinoamericanas, que han sufrido, no solo desde la llegada de los españoles, sino de mucho antes, transferencias culturales entre unos pueblos y otros debido a conquistas, repoblaciones, migraciones, etc. Al citar la definición de Ortiz podremos comprobar cómo se ajusta tanto a la realidad social de Argentina como a la de

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Latinoamérica, por lo que su adecuación permite comprender la complejidad real de la sociedad argentina, a pesar de los intentos de sus dirigentes por adornarla o falsearla: Hemos escogido el vocablo transculturación para expresar los variadísimos fenómenos que se originan en Cuba por las complejísimas transmutaciones de culturas que aquí se verifican, sin conocer las cuales es imposible entender la evolución del pueblo cubano, así en lo económico como en lo institucional, jurídico, ético, religioso, artístico, lingüístico, psicológico, sexual y en los demás aspectos de su vida…El concepto de la transculturación es cardinal y elementalmente indispensable para comprender la historia de Cuba y, por análogas razones, la de toda América en general (Contrapunteo cubano…93, 97). Esto presupone además una dualidad discursiva llamada “heterogeneidad” por Antonio Cornejo Polar que, como veremos en el siguiente capítulo, en Argentina se intentó eliminar durante el siglo XIX al imponer una literatura homogénea inspirada solo en modelos europeos. Por eso, la mayoría de los planteamientos teóricos propuestos por los críticos peruanos son válidos, ya que la heterogeneidad característica de la literatura indigenista en Perú “podría iluminar, por extensión, el amplio y apasionante campo de la novela indigenista de los países andinos” (Cornejo Polar Literatura y sociedad... VI), y no solo de las regiones andinas, sino de todas aquellas donde prima un doble estatuto sociocultural. Así, resulta imprescindible realizar un breve repaso a los orígenes y desarrollo del indigenismo en el Perú, ya que es en ese país donde la crítica literaria indigenista ha conseguido imponer una hegemonía teórica.

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4. Indigenismo en Perú: el origen social del movimiento y su evolución Hasta hace bien poco, Aves sin nido (1889), de Clorinda Matto de Turner, era considerada como la primera novela indigenista, afirmación recogida por Cometta Manzoni (1960), Sánchez (1960), Saintoul (1984) y Bonneville (1961), ya que en ella se bosqueja una tímida denuncia sobre la explotación sufrida por los indígenas en el Perú. Debido a la caracterización excesivamente plana de los personajes, la idealización del paisaje, el tono costumbrista, la escasa fidelidad del entorno indígena y la solución que la autora propone para solventar la marginación del indio, su occidentalización, desdeñando así su cultura, varios críticos la han considerado posteriormente como un puente necesario entre indianismo e indigenismo. Así, Rodríguez-Luis la propone como una primera manifestación del indigenismo (también indica que El mundo es ancho y ajeno es la primera culminación) y Arribas García advierte su carácter iniciador. Otros, sin embargo, como Escajadillo, descartan la teoría fundacional para situarla, más bien, como precursora pues, aunque se denuncia, no se condena. La importancia de Aves sin nido dentro del panorama indigenista es revelador en tanto su autora estuvo en contacto con los círculos reivindicativos de su época y sobre todo, con Manuel González Prada quien, con su discurso en el teatro Politeama en 1888 y en su artículo “Nuestros indios”, aparecido en Páginas libres en 1904, denuncia explícitamente la injusticia bajo la que vive el indio, humillado en un régimen feudal, y rechaza a los que acusan al indio de negarse a la civilización, arguyendo que el problema del indio no es pedagógico sino socioeconómico. Varias décadas antes, el positivismo había dado alas a las teorías raciales que suponían la superioridad de unas razas sobre otras. Por supuesto, la raza indígena salía muy mal parada16 y González Prada prefirió decantarse por otros

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antropólogos como Novicow, con el que compartía la idea de que la raza pertenece a una categoría subjetiva. La ignorancia, dice González Prada, puede ser causa del abatimiento del indígena, pero, aunque fuesen instruidos, seguirían siendo oprimidos. Matto de Turner, no obstante, si bien coincidía con su maestro sobre la deplorable situación de los indígenas, no compartía, en absoluto, al menos en la ficción, la solución del problema. Esta, según el ensayista peruano, solo ofrecía dos alternativas: la compasión del opresor o el levantamiento violento del indio, y concluía: “El indio se redimirá merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores” ( onzález Prada 19). Aunque este último parece ser el primer ensayista peruano en denunciar la explotación de los indios, mucho antes, en 1875, María Ángela Enríquez de Vega ya había escrito un artículo denunciatorio, bastante más pormenorizado sobre la opresión indígena, y además celebraba y analizaba las diferentes obras literarias que sobre el tema se habían escrito (Kristal 92). El artículo, titulado “El Indio”, apareció en la revista La Alborada, dirigida por Juana

anuela orriti, escritora argentina cuyo cuento “Si haces mal no

esperes bien” (1861) podría considerarse como uno de los primeros esbozos de relato indigenista, hecho apenas soslayado por Prieto. En su obra Una visión urbana de los Andes. Génesis y desarrollo del indigenismo en el Perú 1848-1930, Kristal retrocede a las primeras décadas del siglo XIX para rescatar las figuras de Santiago Távara y Ramón Castilla como los primeros oligarcas en denunciar la opresión del indígena, lo cual refuerza nuestra teoría del desarrollo diacrónico del indigenismo. Otorga Kristal a El Padre Horán, publicado en 1848, el privilegio de ser la primera novela moderna indigenista. La obra de Narciso Aréstegui ya había sido elogiada por Matto de Turner y Ricardo Palma y fue considerada

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como un antecesor del indigenismo por Castro Arenas, Enrique Tord y Tamayo Vargas (Kristal 16). El renacimiento de la defensa del indígena se formaría a raíz de la protesta estudiantil (una de las primeras de Hispanoamérica) en 1909 en la Universidad de Cuzco, lo que motivaría su cierre. Uno de sus alumnos, junto con la periodista Dora Mayer, fundó La Asociación Pro-Indígena aquel mismo año en Lima, con el objetivo de defender a los indígenas de los abusos institucionales ( alcárcel Memorias 148), ya que estos eran sistemáticamente vejados por aquellos a lo que onzález Prada llamaba “la trinidad embrutecedora del indio”: el juez, el gobernador y el cura. Varios de los estudiantes que encabezaron la protesta formaron la Escuela Cusqueña, diferenciada de los grupos arielistas en que estos eran ajenos al drama indígena y preferían adoptar modelos extranjeros (Valcárcel 184). Entre los integrantes destacaban Luis Felipe Aguilar, autor de Cuestiones indígenas (1922); Ángel Vega Enríquez; Uriel García, autor de El nuevo indio (1930); José Ángel Escalante, uno de los integrantes que protagonizaron la “Polémica del Indigenismo” en 1927, con su artículo “Nosotros los indios”; y cómo no, Luis alcárcel, posiblemente el intelectual peruano que más luchó por preservar la cultura indígena en el siglo XX. De su mano surgiría el Grupo Resurgimiento en 1927, destinado a denunciar los abusos del gamonalismo y a reivindicar los derechos de los indigenistas en clave socialista17. En efecto, los ecos de la Revolución Rusa y la Revolución Mexicana impulsaron las ideas comunistas en toda la América hispana, y muy pronto se fundieron los principios de igualdad y reparto universal de los bienes con el antiguo sistema económico incaico, el ayllu. José Carlos Mariátegui, fundador del Partido Socialista Peruano, encabezó una cruzada proindígena, cuyos planteamientos serían plasmados en sus Siete ensayos para

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la interpretación de una realidad peruana, publicado en 1928, donde, además de exponer su proyecto político, económico y filosófico, analiza genialmente el movimiento literario indigenista. Muchas de sus teorías sobre el indigenismo siguen siendo vigentes actualmente y constituyen un referente indispensable para cualquier estudioso del indigenismo. Literariamente, el boliviano Alcides Arguedas publicó en 1904 Wara-wara, revisada en 1919 con el título Raza de bronce, donde la visión romántica del indio es desplazada por la antropológica, más realista del indio explotado y olvidado por el gobierno (Saintoul 53). Según Echevarría, la versión primitiva constituye la primera novela indigenista, al no pedir compasión por parte de sus opresores, sino que se alzan en rebelión (291). Más tarde López Albújar publicó Cuentos andinos (1920), considerada por Escajadillo y Mariátegui como la primera obra indigenista; seguida por El tungsteno (1931) de César Vallejo; Huasipungo (1934), del ecuatoriano Jorge Icaza y finalmente El mundo es ancho y ajeno (1941) de Ciro Alegría y Yawar fiesta (1941) de José María Arguedas, solo por mencionar las más destacadas entre un largo listado de obras publicadas entre 1920 y 1940 en la mal llamada región andina. Cometta Manzoni, en su estudio El indio en la novela de América, aporta un gran registro y análisis de la gran mayoría de estas obras. La década de 1940 supone la transformación del movimiento hacia el denominado “neoindigenismo”, encabezado por José

aría Arguedas que implica, por resumirlo de

manera sencilla, una proximidad mayor al universo indígena. Por ello, Escajadillo formula su teoría del neoindigenismo en base a las últimas obras del andahuaylino; es decir, convierte a Los ríos profundos y Todas las sangres en un patrón y explica las siguientes diferencias: realismo mágico, intensificación del lirismo, perfeccionamiento de la técnica

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narrativa y crecimiento del espacio en consonancia con la realidad indígena. Dejemos, sin embargo, al propio Escajadillo desarrollarlas: Los fenómenos que nos servirán para explicar el tránsito de la obra de Arguedas de una etapa a la otra, son los mismos que explican, en gran parte, las diferencias y mutaciones que distinguen el “neo-indigenismo” del “indigenismo ortodoxo”. Estas transformaciones podrían sintetizarse en: a) La utilización, en forma plena, de las posibilidades artísticas que ofrece el “realismo mágico” o “lo real maravilloso” para la develación de zonas antes inéditas del universo mítico del hombre andino (La narrativa... 55). b) La intensificación del lirismo en la narrativa, a tal punto, que una denominación como “novela poemática” pueda resultar aceptable para una obra “indigenista”. Esta mayor presencia de una prosa poemática…se asocia con frecuencia a la utilización de la narración en primera persona, que era más bien inusual en la tradición del “indigenismo ortodoxo” (Escajadillo La narrativa... 59). c) El último deslinde que me parece importante estudiar, para detectar y caracterizar el tránsito de un indigenismo ortodoxo a un “neoindigenismo” es el relativo a la “transformación” (complejizacion) del arsenal de recursos técnicos de una narrativa de “temática indígena” (Escajadillo La narrativa... 74). d) La “ampliación” del tratamiento del “problema” o “tema” indígena, de manera que dicho “tema” ya no se restrinja, como en momentos distintos…, a ser la visión desde un punto de vista racial (el indio), laboral (el campesino; el obrero minero), o “zonal” (el habitante andino). Esta ampliación supone, en último extremo, ver “el problema

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indígena” como parte integral de la problemática de toda una nación (Escajadillo La narrativa... 64). Cornejo Polar aceptaba estos factores, pero planteaba la posibilidad de que el último factor cancelase la tradición anterior, en lugar de transformarla. Esto se debe a la disminución de la tensión bipolar existente en Perú a partir de la década de los 50, y que caracteriza, más allá del impacto del referente y sus reivindicaciones, la literatura indigenista. En el caso argentino, como veremos más adelante, no se puede hablar de una relajación en la heterogeneidad cultural, ya que tratamos un problema socialmente diferente, que es la invisibilización, que continuó más allá de la producción neoindigenista.

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5. Aplicación de la teoría indigenista a la literatura argentina Como esbozábamos al comienzo, el indigenismo debe observarse como una corriente literaria en continua evolución que comienza al detectarse en la literatura desde el momento en que un autor externo al referente denuncia la desigualdad de los indígenas. La actitud del autor hacia su referente será lo que delimite su adscripción a una corriente literaria o a otra. En este sentido, Las Casas entraría dentro del corpus indigenista, a pesar de su carácter moralizante, mientras que la literatura indianista no tendría cabida, no solo por la ausencia de denuncia y su tendencia exotista, sino también – y consecuencia de lo anterior - debido a que algunas obras podrían considerarse antiindigenistas. En este sentido, tanto en La Cautiva, de Esteban Echeverría, en Martín Fierro de José Hernández como en las diferentes versiones de Lucía Miranda, los indios son retratados como personajes crueles, ya que toman como referencia a los indios plasmados en la crónica de Martín del Barco Centenera, Argentina y conquista del Río de la Plata de 1602 (Meléndez 26). Valdelomar, según Escajadillo, es el paradigma de escritor antiindigenista, y lo incluye dentro de su “Indianismo modernista”. Como hemos señalado anteriormente, utilizaremos los elementos comunes que han distinguido los críticos. Se considerará “indigenista” toda aquella novela de ficción que contenga un componente denunciatorio que ataña a los indígenas argentinos como referente realista. De esta manera se cumplirá con una doble denuncia: el grito desgarrador de sus autores por censurar y condenar la situación de los indígenas en Argentina, y por otro, reprochar el silencio al que ha sido sometida esta literatura en el país austral. El rigor histórico obligaría a impedir la definición de indigenista a dichas novelas por el origen político y geográfico de dicho vocablo, realidades y evoluciones con pocos

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puntos en común con las argentinas. Efectivamente, el movimiento indigenista peruano, antioligárquico y marxista, aceleró la producción artística relacionada, o más bien, intensificó sus ecos en una sociedad claramente estratificada y dividida en función de las razas y donde el contacto interracial y la influencia mutua eran una constante. Por tanto, la revalorización de la cultura indígena, que comenzó en el siglo anterior con la reivindicación del pasado incaico, aderezada con los postulados marxistas, debía desembocar necesariamente en una reclamación de los derechos indígenas. La misma situación se puede aplicar a la novela indigenista en México en relación a la Revolución, aunque esa producción haya surgido por cauces muy diferentes a la peruana. Sin embargo, en Argentina, aunque es obvio que la repercusión del movimiento indigenista arribó a las regiones andinas del noroeste, y que la situación social podía asemejarse a la de los países vecinos, la realidad política (y literaria) del conjunto del país dificultaba la trascendencia del indigenismo, una corriente más bien exótica en un país en el que los indígenas puros representan menos del 3%. Aunque es evidente que autores como Fausto Burgos o Manuel J. Castilla, en contacto directo con el movimiento, se vieron influidos por este en su producción literaria, el resto de los escritores estudiados se hallaban lejos de su poder de difusión. Es por ello que rigurosamente, sus novelas podrían no ser catalogadas como indigenistas inicialmente, pero a tenor de las descripciones que del movimiento literario análogo se han venido realizando, a la postre la novela indigenista no debe ser considerada regional, sino común al universo literario latinoamericano, por su condición heterogénea. Posiblemente Alcides Greca o Pablo Rojas Paz no fueron impulsados por una revolución social colectiva que les hizo percatarse de las injusticias sufridas por los

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indígenas, sino que llegaron a esa conclusión individualmente, lo cual constituye también un mérito destacable, habida cuenta de la escasa presencia indígena y de las políticas de invisibilización y negación de los gobiernos argentinos. El hecho de que esta denuncia literaria coincidiera en el tiempo demuestra la repercusión de las teorías marxistas y nacionalistas en América Latina, dos circunstancias que no deben ser desestimadas. De esta manera podemos afirmar la existencia de diferentes focos de la literatura indigenista cuyos orígenes a corto plazo difieren, pero cuyo objetivo se mantiene: la denuncia social, la cual debe ocurrir necesariamente en una sociedad enfrentada, con explotadores y explotados, circunstancias que hacen posibles novelas con contenido, estructura y características muy similares, que analizaremos en cada caso. Por tanto, si bien el macrouniverso circundante a la sociedad indígena peruana atañe a una nación completa y el correspondiente a la argentina solo se circunscribe a comunidades aisladas, o en el mejor de los casos, a provincias muy alejadas de la capital, la fundamentación de la denuncia es básicamente la misma, a la que añadiremos el agravante en el caso argentino que, como venimos insistiendo, corresponde a la negación, no solo política y metaliterariamente, sino también críticamente. A este respecto, cabe recordar la definición de la novela Aves sin nido como precursora, antecedente o primera obra indigenista según diversos críticos que ni siquiera mencionan a su mentora, Juana Manuela Gorriti. Este hecho no pasa desapercibido para René Prieto y Efraín Kristal, quienes además señalan a otros intelectuales que denunciaron la situación del indígena con mucha anterioridad y con mayor detalle que González Prada. Resulta paradójico, cuanto menos, que Gorriti, quien fundase una revista literaria y fuese anfitriona de un conocido salón literario en Lima, ambos círculos con especial foco en el

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problema indígena, no haya captado la atención de los teóricos más prestigiosos del indigenismo y, en general, haya sido olvidada por la crítica literaria peruana, la misma que encumbró a Clorinda Matto de Turner, quien fue patrocinada precisamente por Juana Manuela Gorriti18. Tampoco se hace mención al drama de Tupac-Amaru (1821) atribuido a Luis Ambrosio Morante, actor argentino que, según Concha Meléndez, representa la primera defensa literaria del indio peruano. Aunque aquí no se discute la exclusividad del origen, se destaca su ausencia en la controversia. Así, Kristal sitúa a El padre Horán (1848) como primera novela indigenista; Arribas García a La trinidad del indio o costumbres de interior (1885); Cometta Manzoni, Catherine Saintoul y Luis Alberto Sánchez a Aves sin nido (1889); Evelio Echevarría a Wara-Wara (1904); y Mariátegui y Escajadillo a Cuentos andinos (1920). Cornejo Polar, aunque no se significa plenamente, incluye a Aves sin nido dentro de sus estudios sobre indigenismo. La crítica, pues, silencia los orígenes argentinos de la corriente literaria. En la crítica generalizada y de obras no precursoras, es decir, plenamente indigenistas, se extiende este silencio, que, como mucho, se ve alterado por menciones de soslayo. Luis Alberto Sánchez, en uno de los primeros estudios literarios sobre indigenismo, elabora un largo listado de novelas, nombrando, entre los autores argentinos, “La raza sufrida, de Carlos . Quiroga…; Hasta aquí no más, de Pablo Rojas Paz…, las novelas de Fausto Burgos, B. González Arrili, alguna de Hugo Wast…” (Proceso y contenido... 564). Llama la atención la inclusión de la novela de Quiroga, que a pesar de sus retratos de la vida indígena, no denuncia ninguna explotación19, así como la de Hugo Wast, conocido antisemita, y las obras de González Arrili, cuyos referentes indígenas solo logran entonar un discurso incaísta. El resto de autores nombrados, como observamos, son

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confinados a un segundo plano, aunque incluye la totalidad de la obra de Fausto Burgos sin detenerse, al contrario de lo que hizo con muchos escritores peruanos, bolivianos, mexicanos, colombianos, guatemaltecos y ecuatorianos a lo largo de veinte páginas. Evelio Echeverría define acertadamente el indigenismo literario e incluye una lista de ochenta obras entre las que menciona Kanchis Soruco y El salar de Fausto Burgos, aunque con reservas, pues “se limitan únicamente a la exposición de agravios y abusos, sin llegar a ofrecer una solución, o ni aún a avanzar una plataforma política o ideológica de redención para los oprimidos” (291), ya que según él, “la típica novela indigenista termina con un alzamiento de indios”, aunque aclara la ausencia de violencia en otras muchas obras. Si bien nos extenderemos en el análisis de El salar en el capítulo principal de esta tesis, no está de más comentar aquí la evidente rebelión de la indígena Rosario ante su explotador al final de la novela, contrastando con la típica apatía y sumisión que la caracteriza a lo largo de la narración. Por otro lado, uno de los defectos de los que se acusó a la novela indigenista fue precisamente su escasa aportación de soluciones, y como afirma RodríguezLuis, este proyecto fracasó al agotar su producción reivindicativa mientras que en su segunda fase, al menos en Perú, chocó contra la misma solución propuesta por los primeros indigenistas, la que ya estaba teniendo lugar en Perú, y la que hacía décadas que ya había sucedido en Argentina, “la cholificación de la cultura indígena” (Rodríguez-Luis 45). Ya hemos comentado la alusión que realiza René Prieto a Juana Manuela Gorriti y su cuento “Si haces mal no esperes bien” como uno de los primeros antecedentes del indigenismo. Sin embargo, en su posterior análisis sobre los países con mayor presencia de literatura indigenista, relega deliberadamente a Argentina, aduciendo que “It is in the five countries mentioned above [Peru, Bolivia, Ecuador, Mexico, and Guatemala], however, that

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the literatura featuring native Americans has proliferated sufficiently to warrant speaking in terms of a literary tendency” ( onzález Echevarría y Pupo-Walker 141). A este respecto afirma Prieto que, a pesar de esto, sí existe novela indigenista en otros países y menciona, como ejemplo paradigmático, Donde haya Dios (1955), de Alberto Rodríguez, que curiosamente, es argentino. Brushwood también menciona y analiza brevemente esta novela (200-01), pero la compara con Huasipungo (1934) en el tratamiento de la injusticia. Huelga decir la distancia temporal y estilística que separa a ambas novelas. La de Jorge Icaza fue publicada en el período de mayor apogeo del indigenismo (1920-1940) y es considerada como la novela indigenista por antonomasia20. Al señalar Brushwood los defectos de la obra argentina en comparación con el modelo universal, está tratando con injusticia toda la producción indigenista argentina. Ya en la academia argentina, escasos críticos se atreven a identificar el vocablo “indigenismo” con ciertas obras o autores con estas características. Es más, resulta complicado encontrar estudios sobre dichas obras o escritores a nivel nacional y cuando se hallan, estos son abordados en el específico y muy especializado campo de la literatura regional, cuyos espacios de difusión se encuentran diseminados por las diferentes provincias argentinas, alejadas de la capital y, por tanto, del canon. Sin embargo, ha sido en el territorio de la literatura regional donde la crítica revaloriza y dota de prestigio a las obras olvidadas, y aunque la perspectiva rara vez sea desde la teoría indigenista, secundariamente se hallan ecos de su relación con esta, aunque a menudo se suele caer en catalogaciones más generales, como “literatura de denuncia social”, “literatura sobre indígenas”, “literatura criollista”, “literatura de inspiración folklórica” o términos similares.

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El estudio más elocuente, por completo, lo firma Alicia Poderti en su tesis doctoral La narrativa del Noroeste argentino. Además de citar el cuento de Gorriti mencionado, incluye también La quena dentro de la narrativa de índole indigenista y sitúa a Manuel J. Castilla en el espacio del indigenismo de vanguardia. No obstante, aunque revisa la obra de Fausto Burgos y Pablo Rojas Paz dentro de la misma corriente nativista postromántica, extraña su desvinculación con el indigenismo. Beatriz Sarlo, por su parte, denuncia el olvido al que han sido relegadas ciertas obras del regionalismo y denomina “indigenismo exterior y quechuismo” a la corriente denunciatoria que sigue la misma línea inaugurada por Rojas, enmarcada dentro de la tónica nativista sin aportes significativos propios del indigenismo21. Sarlo no añade autores ni obras específicos, pero nombra a Juan Carlos Dávalos y Fausto Burgos como escritores regionales con óptica paternalista sobre las desigualdades sociales. Sorprendentemente, uno de los primeros estudios sobre indigenismo (1939) sitúa la poesía argentina como la más prolífica de América en términos de indigenismo literario, y justifica esta presencia debido a que “se cultiva en los países indoamericanos que tienen mayor porcentaje de raza blanca” (El indio en la poesía... 246). Su autora, Aída Cometta anzoni, denomina “indigenismo revolucionario y beligerante” al practicado en “los países indoamericanos donde el indio es una realidad, allí donde constituye un problema que urge resolver, donde su miseria, su angustia y la espantosa situación que soporta lo colocan al margen de la sociedad civilizada” (El indio en la poesía... 259). Sin embargo, en una obra posterior (1960) dedicada a la novela, el género que tratamos en esta tesis, la crítica argentina invierte su conclusión anterior, aduciendo que la literatura indigenista se produce

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en los países con mayor porcentaje indígena22, y aunque analiza la producción en varios países andinos, no incluye ni una sola obra ni autor argentinos. Una de las pocas evidencias críticas que vinculan – no insertan – a novelistas argentinos con el indigenismo son los estudios de Silvia Graziano, dos de ellos especialmente significativos. El primero revisa la relación entre José María Arguedas y Argentina, donde la figura de Fausto Burgos descolla por determinante y el segundo analiza la participación de escritores argentinos en el indigenismo de vanguardia, hecho también explorado por Ricardo Kaliman (Jordan 145-80), quien comprueba la importancia de Manuel J. Castilla en este movimiento, circunscrito al ámbito poético. Las historias literarias enciclopédicas solo se limitan a señalar la presencia del indígena como referente en las obras literarias. El aporte más significativo lo firma Augusto Raúl Cortázar, en el volumen quinto de la Historia de la literatura argentina de Rafael Arrieta. En realidad, se trata de un compendio de varios de los estudios de Cortázar, eminente folklorista argentino y sin duda quien más ha contribuido a la revalorización de las tradiciones indígenas. Nos referimos a sus obras Folklore y literatura, donde se realiza la necesaria diferenciación entre folklore, literatura folklórica, folklore literario y literatura de inspiración folklórica, repasados en capítulos posteriores de esta tesis; e Indios y gauchos en la literatura argentina, listado de más de ochenta títulos pormenorizado por regiones y breve resumen de todas las obras literarias argentinas donde el indio o indígena constituyen un referente ineludible, desde la colonia hasta 1950. Si bien no se trata el tema del indigenismo, representa un punto de partida vital para cualquier estudio literario cuyo componente fundamental sea el indio argentino.

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Como podemos observar después de este repaso crítico, a día de hoy, y casi un siglo después de la eclosión del indigenismo, no existen estudios que relacionen la corriente literaria con las obras argentinas de contenido claramente indigenista. Sólo algunos esbozos, ciertos tímidos titubeos se atreven a aproximar estos autores a la corriente literaria nacida en Perú y exportada a todos los países latinoamericanos con población mayoritaria indígena. La producción indigenista argentina permanece aún desvinculada críticamente del movimiento literario que se produjo simultáneamente en el resto de Latinoamérica y sigue siendo arrinconada en el apartado y quizá injustamente llamado marginal mundo de la literatura regional.

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NOTAS

4

“Aunque en sentido estricto el indigenismo es un movimiento que surge y se consolidad a partir de la década de los 20, en una acepción más amplia puede rastreársele – en lo que toca a sus orígenes – desde los tiempos inmediatamente posteriores a la Conquista” (Cornejo Polar Literatura y sociedad... 33). 5

“Se debe reconsiderar la visión general que ubica el origen del indigenismo en toda la región andina con la obra Aves sin nido (1889) de Clorinda Matto de Turner. En el Perú existió una continua producción indigenista literaria desde la década del 40 del siglo pasado [siglo XIX] hasta la década del 80 del mismo siglo” (Kristal 204). 6

Su interpretación se puede encontrar, entre otros, en el lúcido tratado de Lewis Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América. 7

“Esta [Brevísima relación de la destrucción de las Indias] sangrienta descripción de la conquista española, traducida a todas las principales lenguas europeas e ilustrada con terribles grabados, sirvió en todas partes como la mejor arma de la propaganda antiespañola” (Hanke 161). 8

En particular nos referimos a las apologías españolistas narradas por Vargas Machuca y Saavedra Fajardo, además del desprecio con que enéndez y Pelayo y enéndez Pidal tratan su obra, acusándolo de “fanático e intolerante” y de enfermo mental (Casas 51). 9

“The notion that Rousseau’s Discourse on Inequality was essentially a glorification of the state of nature and that its influence tended wholly or chiefly to promote “primitivism” is one of the most persistent of historical errors” (Lovejoy 165). 10

“Humboldt y Chateaubriand convirtieron, casi simultáneamente, la naturaleza de América, en una de las más vivas y originales inspiraciones de cuantas animaron la literatura del luminoso amanecer del pasado siglo; el uno, por el sentimiento apasionado que tiende sobre la poética representación del mundo exterior la sombra del espíritu solitario y doliente; el otro, por cierto género de transición de la ciencia al arte, en que amorosamente se compenetran la observación y la contemplación, la mirada que se arroba y la mirada que analiza” (Rodó 501). 11

“Para los poetas de la Lira la emancipación se presentaba como un reanudamiento de la tradición indiana” (Rojas Los coloniales 582); “En el general optimismo de la época rivadaviana, los poetas cantaron a la futura grandeza del país. Celebraron los dones de la paz y del trabajo, predijeron la época de las inmigraciones actuales, oficiando como verdaderos vates de la naciente república” (Rojas Los coloniales 580). 12

Sirva de ejemplo el capítulo dedicado al indigenismo de Ricardo Gullón, en sus Direcciones del Modernismo, así como la definición de Jean Franco de indianismo (indianism en el original), equivocadamente nombrando al indianismo “early indianism” en su An Introduction to Spanish-American Literature. 13

“El arte que ha sido denominado realista, tanto en pintura como en literatura, no es otra cosa que aquel capaz de producir un efecto de realidad, es decir, un efecto de correspondencia con la realidad, basado en la conformidad con las normas sociales, aquellas que en un momento dado se reconocen como conformes con la realidad” (Bourdieu 45). 14

“El indigenismo es un fenómeno literario urbano que expresa los puntos de vista que tienen los ciudadanos respecto al indio”, “No se relacionaba con la cultura indígena directamente”, “Participa en la formación de posiciones políticas respecto al indio” y es un “vehículo literario para los activistas políticos excluidos de la arena política” (203).

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15

“Entendemos por región andina no sólo el actual Perú, que ha funcionado históricamente como su corazón, el punto neurálgico en que se manifiesta con mayor vigor su problemática, sino una vasta zona a la que sirven de asiento los Andes y las plurales culturas indígenas que en ellos residían y sobre los cuales se desarrolló desde la conquista una sociedad dual, particularmente refractaria a las transformaciones del mundo moderno. Se extiende desde las altiplanicies colombianas hasta el norte argentino incluyendo buena parte de Bolivia, Perú y Ecuador y la zona andina venezolana. Son tierras ecológicamente emparentables dentro de las cuales se produjo la mayor expansión del Inkario...” (Rama 124). 16

Le Bon, en Psichologie du Socialisme, desprecia a las razas latinoamericanas. Sus conclusiones, por solo citar a autores argentinos, tendrían su fruto en Facundo, civilización o barbarie, de D.F. Sarmiento, o Nuestra América, de Octavio Bunge, publicada en 1903. 17

En el número 5 de la revista Amauta se publicó un artículo anunciando su fundación, sus objetivos y sus participantes, entre los que se contaban, entre otros, a los representantes de la escuela cusqueña, César Vallejo o Enrique López Albújar. 18 “En el caso de la orriti, los recuerdos literarios no olvidan ni su relación matrimonial con el general Belzú (sic), luego presidente de Bolivia, ni sus veladas literarias. Sin embargo pocos se acuerdan de su obra literaria propiamente dicha: Palma, quien la conoció bien, se limita a decir de ella que conformaba el grupo de quienes por aquellos años "manejaban con algún brillo la pluma del prosador o del poeta" y que escribieron para La Revista de Lima [no dice que también se expresó encomioso sobre La quena en el mismo texto]. Riva Agüero, después de pedir disculpas por su franqueza declara que "como escritora me parece detestable. Son sus obras las tediosas, afectadas y tontas que produjo la escuela romántica [. .. ] Si algún recuerdo merece La quena es porque por la fecha de su publicación (1846) resulta ser una de las primeras obras francamente románticas que se escribieron en el Perú". Los demás historiadores de la literatura peruana la soslayan” (Alberto Varillas en Glave 128). 19

“Sin bien La raza sufrida es una novela de proyecciones sociales, en ella no grita la protesta iracunda, ni siquiera implícita, que surge de las narraciones trágicas… del guatemalteco iguel Ángel Asturias, del ecuatoriano Jorge Icaza, del peruano Ciro Alegría, del argentino Alfredo Varela, del paraguayo Augusto Roa Bastos y de la obra más reciente, Todas las sangres, de José María Arguedas, también peruano. La raza sufrida no denuncia una servidumbre racial y de clase; cuenta y pinta, sencillamente, con amor y con admiración, y en tal aspecto tiene más analogía con Don Segundo Sombra, novela de la pampa argentina, que con algunos de aquellos conmovedores alegatos”(Quiroga La raza sufrida 7). 20

“Para muchos, la novela indigenista y Jorge Icaza constituyen un todo. Se explica: la intensidad de los hechos denunciados en Huasipungo y el haber sido traducida esta obra a varios idiomas, a más de la rápida acogida que ciertos medios políticos prestaron al libro y a su autor, sirvieron para su vertiginosa propagación” (Sánchez Proceso y contenido... 555). 21

“El indigenismo exterior y el quechuismo no pueden ser sino los correlatos literarios de estos temas ideológicos; abundan las narraciones cuyo eje es la brutalidad, la violencia, el primitivismo indígenas enfrentados complementariamente con la exaltación de sus cualidades abstractas: destreza, silencio taciturno y viril, frescura romántica de ciertos amores juveniles. Si en escritores como Dávalos esto configura sólo la zona menos apreciable de su literatura, complementada con relatos memorables como “El viento blanco”, en otros narradores, el indigenismo, con el pretexto de la defensa, se limita al registro de las supersticiones, la toponimia, la botánica y las leyendas: la línea inaugurada por Rojas termina en los Cuentos de la montaña de Alberto Córdoba, publicados en 1941” (Zanetti 34). 22

“En los países de gran porcentaje indígena, donde el indio constituye la clase desheredada y explotada, donde su drama adquiere mayor intensidad, se observa en la literatura, una corriente indigenista que representa el sentido de justicia social de esos pueblos” (Cometta Manzoni El indio en la novela... 12).

65 2. El surgimiento de la literatura regional

CAPÍTULO 2. EL SURGIMIENTO DE LA LITERATURA REGIONAL 1. El proyecto europeísta en el siglo XIX Como nación soberana, el primer elemento indígena que se puede rastrear en la literatura argentina lo constituye la “ archa Patriótica”, himno nacional que continúa vigente. La versión original, escrita por Vicente López y Planes en 1813, constaba de nueve estrofas y un estribillo, que posteriormente fue reducida a dos estrofas y el mismo estribillo. Las estrofas eliminadas en 1900 poco se correspondían a la realidad política y social que impulsaron su creación, a saber, el antiespañolismo (“En los fieros tiranos la envidia/escupió su pestífera hiel”), el sueño bolivariano de la unión panamericana (“¿No los veis sobre

éjico y Quito…?”) y el pasado incaico (“Se conmueven del Inca las

tumbas”). Es obvio que casi un siglo después de su independencia, y después de la pérdida de sus últimas colonias en América, la animadversión hacia la antigua metrópoli no solo había desaparecido, sino que existían buenas relaciones políticas. En las nueve estrofas, al menos en ocho de ellas se tildaba al enemigo como España en los siguientes términos: “rendido un León”, “gritos de venganza, de guerra y furor”, “¿No los veis devorando cual fieras/todo pueblo que logran rendir?”, “el orgullo del vil invasor”, “tigres sedientos de sangre”, “ibérico altivo León”, “fiero opresor de la patria”, “el tirano/ con infamia a la fuga se dio”. Estos versos, pues, ya no estaban vigentes. Por otro lado, el proyecto de renovación de la doctrina Monroe, reflejado en las Conferencias Panamericanas, cuya primera reunión tuvo lugar en 1889, fue frenado por el gobierno de Roca, que se oponía frontalmente al dominio norteamericano23. La cuarta

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estrofa, que integra la articulación de Argentina dentro del espacio americano, no tenía, por tanto, sentido dentro de la nueva concepción de nación. Finalmente, la restauración del Incanato, empresa auspiciada durante los primeros años de sublevación independentista, o al menos, la vuelta a los valores de soberanía nacional inspirada en las viejas glorias del imperio inca24, tampoco tenían cabida en la nueva nación: Se conmueven del Inca las tumbas Y en sus huesos revive el ardor Lo que ve renovado a sus hijos De la Patria el antiguo esplendor Estos cuatro versos, que conciben como argentinos a los descendientes del Incario, añadiéndoles, además, cualidades humanas dignas de enorgullecer a todo un pueblo, discrepan enormemente con el proyecto de colonización de Argentina, iniciado a mediados del siglo XIX con la Organización Nacional (1853-1880) cuya constitución fue inspirada por las Bases de Juan Bautista Alberdi. En ella, Alberdi reniega del pasado indígena de los americanos, desposee a aquellos de un estatus civilizado dentro de la sociedad y rechaza su capacidad para poblar Argentina como una nación avanzada: En América todo lo que no es europeo, es bárbaro; no hay más división que ésta: primero, el indígena, es decir, el salvaje; segundo, el europeo, es decir, nosotros, los que hemos nacido en América, y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillan (dios de los indígenas) (6970).

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Al contrario, Alberdi confía en la regeneración de la nación a través de políticas migratorias que atraigan a los europeos, los únicos capaces de conseguir perfeccionar la vida pública y social: “La Europa nos traerá su espíritu nuevo, sus hábitos de industria, sus prácticas de civilización, en las inmigraciones que nos envíe” (76). Tanto Alberdi como sus compañeros de la Generación del 37, caracterizados por una revitalización del Ideal de Mayo, insistieron en su antiespañolismo y en la oposición axiológica entre el indígena y el criollo. Así, en sus obras literarias, las figuras indígenas hacen su aparición envueltos por una áurea exótica que les desprovee de toda humanidad, señalando la civilización europea como el camino hacia el progreso. De esta manera pintará Echeverría a sus malones en La Cautiva y El matadero, sin ninguna caracterización que les confiera realismo: ¡Ved que las puntas ufanas de sus lanzas, por despojos, llevan cabezas humanas cuyos inflamados ojos respiran aún furor! (24) Indudablemente, el pensador de la época que más influiría a las generaciones futuras – para ratificarlo o desmentirlo – sobre la supuesta inferioridad de la raza indígena y la superioridad europea fue Domingo Faustino Sarmiento. Aunque su obra más conocida, Facundo. Civilización y barbarie, pasquín literario contra la dictadura de Rosas, en la que, entre continuas contradicciones, argumenta la superioridad de la raza europea, en el resto de su obra su pensamiento se perfila con mayor extremismo. Es el caso de Viajes, donde no solamente exalta a la nación estadounidense, sino que denigra a la española, proponiéndola

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como el ejemplo de retroceso que no debe seguir Argentina, y acusándola de los actuales males que ha heredado el argentino. En Conflictos y armonías de las razas en América encontramos al Sarmiento más positivista y, a la vez, darwinista social. En este trabajo asocia cualidades humanas a razas con un resultado previsible, basándose en supuestas investigaciones seudocientíficas de antropólogos ilustres para demostrar la superioridad intelectual del europeo frente al indígena: Las diferencias de volumen del cerebro que existen entre los individuos de una misma raza, son tanto más grandes cuanto más elevadas están en la escala de la civilización. Bajo el punto de vista intelectual, los salvajes son más o menos estúpidos, mientras que los civilizados se componen de estólidos semejantes a los salvajes, de gentes de espíritu mediocre, de hombres inteligentes y de hombres superiores. Se comprende que las razas superiores sean más diferenciadas que las inferiores, dando por sentado que el mínimum es común en todas las razas, y que el máximum, que es muy débil para los salvajes, es, al contrario, muy elevado para los civilizados (Sarmiento e Ingenieros 64). La asunción generalizada de las diferencias raciales, la ampliación del territorio nacional y la esperanza de regeneración civilizadora de la sociedad argentina impulsaron no solo las políticas de captación de inmigrantes sino también las guerras contra los indígenas por el control de las fronteras, conocidas como “Campaña del Desierto” y “Conquista del Desierto”, comenzadas por Rosas y continuadas por los gobiernos de Nicolás Avellaneda y Julio Argentino Roca respectivamente. Este asumió como propio el lema de Alberdi “gobernar es poblar”, instalado como paradigma de la época. Los mensajes respecto a los pueblos indígenas por parte de los gobernantes no podían ser más explícitos: “A mi juicio el mejor sistema de concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o arrojándolos al otro

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lado del río Negro, es el de la guerra ofensiva. Es necesario (...) ir directamente a buscar al indio en su guarida, para someterlo o expulsarlo" (Mensaje y Proyecto presentado por el general Roca al Congreso de la Nación el 14 de Agosto de 1878)25. Las cifras de víctimas indígenas (entre muertos, desaparecidos y asimilados) varían entre unos estudios y otros, pero todos coinciden en que no se puede hablar de un exterminio de la población26. En su lugar, se procedió a una distribución, y posteriormente, a la conversión en un proceso de aculturación (Nagy). Este proceso favoreció la concepción generalizada de una negación de la existencia indígena en territorio argentino, a pesar de que un estudio reciente del Conicet comprobó que el 57,5 por ciento de los argentinos posee ADN indígena (Corach, Marino y Sala 399). Las inmigraciones europeas que durante medio siglo lograron triplicar la población argentina beneficiaron esta asunción. En efecto, si en 1869 había en el país menos de dos millones de personas, de los que el diez por ciento eran extranjeros, en 1914, con cerca de ocho millones de habitantes, los foráneos ya representaban el treinta por ciento27. La posición de los gobernantes con respecto a la noción de civilización – y no olvidemos que Sarmiento fue presidente – motivaron en gran medida tanto las políticas de inmigración como las de conversión de indígenas. Por otro lado, se debe tener en consideración como factor sumamente trascendental en la asunción generalizada de la ausencia de indígenas en Argentina las políticas destinadas a la creación del mito de “un país de blancos”, tanto dentro como en el extranjero. Según Quijada, esta construcción identitaria tiene una fecha específica: 1895, cuando se llevó a cabo un censo nacional que estableció que el 80% de la población era de raza blanca y origen europeo ("De mitos nacionales..." 425). Debido a que los indígenas

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sometidos fueron desposeídos de su estatus diferenciador, y pasaron a ser meramente ciudadanos una vez que su cultura y sus costumbres, poseedoras del germen “salvaje”, fueron erradicadas, el imaginario social asentó la idea de que no había indígenas en Argentina porque habían sido exterminados. La construcción política de este mito, y de la creación de una identidad nacional específica fue tan exitosa que hasta el año 2000 no se elaboraron censos diferenciadores de etnias que, debido a su carácter voluntario, arrojó la sorprendente cifra de un millón de indígenas, habida cuenta de la estigmatización todavía existente en el siglo XXI (Quijada "De mitos nacionales..." 426). En este sentido, es necesario tener en cuenta la opinión que diversos sectores de la comunidad intelectual argentina asumieron en los albores del siglo XX, retomando y profundizando las tesis propuestas por Sarmiento. Muy significativa resulta la obra de Octavio Bunge, Nuestra América (1903), respecto a la diversidad de las razas. En ella, Bunge analiza las características de cada raza, atribuyendo, como ya hizo Sarmiento, ciertas cualidades a unas y otras, así como a las mezclas entre ellas, lo que califica como “hiperestesia de la aspirabilidad” (23). Según Bunge, el genio de la raza argentina resulta de la pereza y la tristeza indígenas y la arrogancia española, lo cual conduce hacia la decadencia, en lugar del progreso, que se consigue a través de la cualidad europea, el trabajo. Para solucionar el problema, ya que ni la sangre, ni el clima ni la historia pueden rectificarse, era necesaria una “europeización por el trabajo”. Este positivismo biológico de Bunge, iniciado años antes por Ramos Mejía o Ayarragaray, influenciados a su vez por Taine, Tarde y Coulanges, también hizo mella en José Ingenieros, quien, por su parte, se basaba en la influencia del medio geográfico para definir las razas americanas28.

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2. La búsqueda de una identidad nacional Desde las independencias de los diferentes estados americanos, iniciados en 1810, dispares discursos de identidad en los planos literarios, políticos y sociológicos fueron teniendo lugar a lo largo de toda la América hispana. Los primeros en hablar de una “raza latinoamericana” fueron Francisco Bilbao y José María Torres Calcedo en 1856, en un contexto en el que la identidad se ramificaba hacia dos vertientes: la norteamericana y la anticolonialista (Rojas Mix 36). Bilbao abogaba por la eliminación de los cánones franceses y alemanes favorables a una civilización europea proclive al imperialismo, que se fue imponiendo en Hispanoamérica gracias a la estética romántica, principalmente importada por Echeverría. En Iniciativa de la América (1856), Bilbao asume tres categorías americanas: la latina, la sajona y la indígena, y razona que la única manera de detener al imperialismo estadounidense es a través de la unión de América Latina. En Argentina la identidad nacional sufrió una imposición por parte de los sectores intelectuales desde la dictadura de Rosas que, después de Caseros, siguió escalando hasta los estratos gubernativos. Por eso el binomio civilización-barbarie planteado por Sarmiento continuó vigente hasta bien entrado el siglo XX. Este binomio no solo estaba asociado a la raza, sino también a la vieja dicotomía guevariana campo-ciudad, que tanto afectaba a un país cuya guerra civil más reciente había sido principalmente causada por el enfrentamiento entre centralistas y federalistas. El excesivo cosmopolitismo europeizante al que se vio sometida Argentina a partir de 1880 aumentó aún más las diferencias sociales, económicas, industriales y culturales entre Buenos Aires y el interior, mientras que las nuevas ideologías importadas de Europa, junto con los aportes estéticos, fueron conformando una identidad muy heterogénea que debía ser revisada en el Centenario de la Independencia.

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Este proceso de revisión, no obstante, fue iniciado mucho antes. Fue Joaquín V. González el primero en refutar las conservadoras teorías sobre los indígenas que albergaban Alberdi y Sarmiento, en su obra La tradición nacional en 1887 donde, según azán, y “en pleno auge del positivismo… reivindicó la herencia histórica del pasado indígena y colonial” (Videla de Rivero y Castellino 50). El hecho de que González fuese riojano y no bonaerense señala la significación de la autoconsciencia del origen en la distancia, circunstancia que a muchos otros escritores no porteños también les causaría, y de los que nos ocuparemos a continuación. El poeta Rodenbach, respecto a Daudet, ya observó este fenómeno: “il émigra à Paris et devint du coup un écrivain français, un romancier de mœurs où le poète de Provence survit et transparaît” (Rodenbach 38). Y el mismo Alberdi lo sufrió en su Memoria descriptiva sobre Tucumán, por no hablar de los Recuerdos de provincia de Sarmiento. Sin embargo, la aportación de González radica en la originalidad de sus postulados sobre la identidad nacional, que se basan en el rescate de la memoria de los antepasados argentinos, no solo en su vertiente hispana, sino en la precolombina, que, sin fisuras, propone como la verdadera herencia del pueblo: Un pueblo sin tradiciones de su orígen[sic] me parece que debe sufrir los mismos desconsuelos del hombre que no ha conocido sus padres, y debe envidiar á los otros que gozan en los infortunios recordando los días en que se adormecieron al rumor de los cantos maternales ( onzález La tradicion nacional 37). Así, González deslegitimaba los postulados positivistas de años recientes, que resultó en un evidente disgusto de Bartolomé Mitre, que veía cómo los orígenes argentinos supuestamente europeos se desvanecían ante tales afirmaciones, y de esta manera

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comentaba la parte de la obra dedicada a los indígenas: “es la más débil desde el punto de vista científico y filosófico. Puede decirse que casi toda ella gira alrededor de la idea de que los hispanoamericanos somos descendientes genuinos de la época precolombina. Protesto contra esa idea” (Degiovanni 45-46). Con González comienza la literatura regionalista en Argentina, que desde sus inicios, pretende reivindicar el peso de las regiones del interior en la nacionalidad, que hasta entonces solo se concebía desde una postura cosmopolita y porteña29. En este sentido, la literatura nativista surgía como oposición a las nuevas tendencias extranjerizantes en un intento por la rehabilitación de una tradición nacional y en un espacio editorial menos competitivo30, pero también como un retroceso al pasado bucólico que solo el interior del país podía representar, ante los avances sociales que había traído consigo la inmigración hasta Buenos Aires. Este último aspecto ha sido considerado por Massei como la primera fase del regionalismo, que idealiza las clases superiores como las más aptas para concentrar una identidad nacional31. Además, los inicios del regionalismo, en particular, en González, representan una oposición frontal a la importación del naturalismo francés, que desembocaba en un cierto cosmopolitismo desdeñado por el nativismo32, como el propio riojano afirma en La tradición nacional (1887): Las obras maestras de toda literatura son aquellas que condensan la índole y el genio de las sociedades en que nacen, ó que logran ser la espresion gráfica de la naturaleza donde esas sociedades viven. Las demás llevan el sello de lo pasajero y transitorio; y si bien consiguen divertir á ciertas clases sociales durante un dia, jamás serán el alimento de una generacion y de una época ( onzález 45).

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También la estética regionalista ha sido diferenciada del modernismo por algunos autores33y si bien los primeros escritores que cultivaron este subgénero no llegaron a ser imbuidos por el nuevo movimiento estético, no es posible negar la adscripción de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones al mismo. Como vemos, los escritores argentinos no cerraron los ojos ante la búsqueda de la identidad nacional frente a los cambios sociales que supusieron el rápido avance de la inmigración y de la industria. Es más, frente a las nuevas formas de criollismo literario que amenazaban con distorsionar la ya de por sí escasa alfabetización de las masas sociales, tanto Joaquín V. González como Rafael Obligado y Martiniano Leguizamón se vieron en la obligación de construir un discurso nacional capaz de atraer a todos los estratos culturales34. La cultura popular, que se abría paso a través de folletines y de representaciones dramáticas en torno a la figura del gaucho justiciero, propició un cambio de materia en los discursos narrativos de la cultura letrada, que los autores nacidos en provincias comenzaron a plasmar para lograr un doble objetivo: conseguir el reconocimiento literario y acceder a los gustos populares, con resultados dispares35. En el extremo de esta boga, González, con Mis montañas (1893), fue capaz de registrar en diferentes capas las tradiciones y las leyendas del Noroeste argentino sin renunciar a una literatura de calidad, aunque farragosa para el lector actual. Según Romano, Mis montañas supone un paso de la teoría (con La tradición nacional) a la práctica, con la que se pretende emular el tradicionalismo ya exitoso de Ricardo Palma en Perú, aunque sin contar con el pasado glorioso incaico (430). Con esta obra, los Andes desembarcan en la literatura argentina, hecho que no pasará desapercibido a Rafael Obligado, quien la compara a La cautiva, asignando a González el calificativo de “Echeverría de los Andes” ( onzález Mis montañas 25). Sin menospreciar

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el intento de Obligado de equipararla con una obra ya legendaria en el imaginario colectivo, cabe señalar la enorme diferencia estética que separa a ambas obras, ya de por sí ambivalentes en cuanto a género. La apuesta de González, que pretende integrar a todas las regiones argentinas dentro del mismo concepto de nación, sin priorizar a ningún tipo, responde a su intento por conjugar la diversidad del país ante el empuje del cosmopolitismo y el criollismo: La grandeza de nuestra patria tiene esta cualidad: no permitir que por un solo signo se retrate o califique toda su extensión, pues hay en ella las naturalezas más antitéticas y los climas, las vegetaciones, los hábitos y supersticiones locales más diversos…No es necesario recordar cómo desde los tiempos primitivos la región bellísima de los ríos caudalosos, de las selvas dilatadas y las cuchillas ondulantes que circundan el Paraná y el Uruguay, y á la cual conducen sus caudales repletos de limo el Paraguay, el Pilcomayo, el Bermejo, el Salado, el Carañá y otros afluentes graciosos de esta Mesopotamia feliz, fué siempre singular en sus manifestaciones sociales, y que muy poco ó nada se distingue en el sentido étnico de la ocupada por Buenos Aires que, dominadora del Río de la Plata, era, al fin, ante quien se depositaba tanta magnificencia (Leguizamón VIII-IX). El nativismo con que inicia la literatura regionalista en Argentina tiene sus antecedentes no solo en la obra citada de Alberdi, sino también en La cautiva de Echeverría, y con mayor acierto, en Composiciones nacionales (1838-1844), de Juan María utiérrez, obra sobre la cual arcia afirma que “constituye el mejor aporte, estéticamente hablando, a la estética nativista de la primera generación romántica” (Videla de Rivero y Castellino 31). Después vendrán las expresiones gauchescas - con Hernández a la cabeza y también como culminación - que supusieron un intento por parte de varios autores de

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reducir lo nacional a lo gauchesco y en último término, lo regional a lo gauchesco. Como se ha señalado anteriormente, González no era partidario de ningún favoritismo regional, en lo cual fue apoyado por Leguizamón. Más tarde veremos cómo Rojas se posiciona ante esta disyuntiva después de asignar proporciones épicas a Martín Fierro. Precisamente, Ricardo Rojas contribuyó a la difusión y el reconocimiento del interior dentro de un contexto de identidad nacional en el que superaba decididamente los planteamientos sarmientinos. Tanto sus obras de reflexión, Eurindia y Blasón de plata, como de creación, El país de la selva, marcaron un punto de inflexión en la literatura regionalista. Rojas es el primer intelectual en reconocer la herencia indígena en términos genéticos, culturales y literarios, no como un lastre como lo definía Bunge, sino como un aporte meritorio al argentinismo, clave para mantener una memoria histórica que resulta fundamental para la unidad nacional. Así lo desarrolla en Blasón de plata (1912), en el capítulo titulado “Exotismo e indianismo”: Tal ha sido el origen y diferenciación de nuestra población urbana y nuestras muchedumbres rurales. Sus acuerdos, sus crisis, sus guerras, sus fluctuaciones, explican toda nuestra historia interna. Ambos constituyen el núcleo del antagonismo que Sarmiento designó después con el nombre de "Civilización y Barbarie". Pero este dilema no puede satisfacernos ya; aplicase a un período restringido de nuestra historia, y nosotros deseamos una síntesis que explique la totalidad de nuestra evolución; trasciende, además, a odio unitario, y nosotros buscamos una teoría desapasionada y de valor permanente; expresa, en fin, un juicio “europeo”, puesto que transpira desdén por las cosas americanas, y nosotros queremos ver nuestro pasado como hombres de América. Bárbaros, para mí, son los "extranjeros" del latino: y no pueden serlo quienes obraban con el instinto de la patria, así fuera un instinto ciego. Por eso yo diré en adelante: “el

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Exotismo y el Indianismo” porque esta antítesis, que designa la pugna o el acuerdo entre lo importado y lo raizal, me explican la lucha del indio con el conquistador por la tierra, del criollo con el realista por la libertad, del federal con el unitario por la constitución – y hasta del nacionalismo con el cosmopolitismo por la autonomía espiritual. Indianismo y exotismo cifran la totalidad de nuestra historia, incluso la que no se ha realizado todavía (Blasón de plata... 163). Este deseo de aunar las dos herencias y de asimilarlas como propias en el futuro, es ampliado en su posterior obra Eurindia (1924), donde recela de los intentos por catalogar al argentino en uno solo de sus tipos (“no queremos ni la barbarie gaucha ni la barbarie cosmopolita” (Eurindia... 21)) y aboga por “una cultura nacional como fuente de una civilización nacional; un arte que sea la expresión de ambos fenómenos” (21). La universalidad de esta obra dentro del contexto americano reporta una nueva originalidad en el sentido argentino, pues en otros países del altiplano andino, este discurso de mestizaje ya se había iniciado en los primeros años del siglo, pero es en esta misma época en la que la reivindicación del tipo transcultural se ve forjado a nivel colectivo, como es el caso del Movimiento Indigenista en Perú. Solo un año después, Vasconcelos publicó La raza cósmica, que tanto influyó en los nuevos conceptos de razas y revisionismo histórico de América Latina. Según Vasconcelos, América Latina avanzaba hacia un mestizaje ideal que superaría al resto de razas por las que había sido formado. El regionalismo literario iniciado por González será retomado por Rojas en El país de la selva, en el que no solo se describen características geográficas, humanas e históricas a la par que se rescatan tradiciones y leyendas, sino que se aporta, además, la denuncia hacia el elemento civilizador sobre las poblaciones autóctonas, conllevando, por tanto, un tímido rasgo indigenista: “El gesto dominador de la barbarie, el ademán gallardo de los

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botines, habíanlos trocados por la voz débil del siervo; y por un semivestir de harapos, la desnudez plena y robusta de las edades primitivas” (Rojas El país de la selva 55). Aunque esta obra será analizada en otro capítulo, pues supone un antecedente serio a la corriente del indigenismo en Argentina, resulta relevante mencionarla en este apartado para completar la figura de Rojas en la formación de la identidad en la época del Centenario. En El país de la selva, Rojas consolida la idea de una nacionalidad heterogénea, conformada por diversas herencias dispersas en un vasto territorio del que tanto el criollo como el indígena y el inmigrante son responsables de la configuración actual de la identidad. Reacciona Rojas ante el miedo de la burguesía, que veía en la inmigración (una vez superada la asimilación de indígenas) un acicate para la ruptura del orden social vigente desde la colonia que podría hacer tambalear la argentinidad. No obstante, detrás de este mensaje de tranquilidad existe una velada acusación a aquellos inmigrantes que pretendieran torcer los pilares de la sociedad argentina36. Para remediarlo, Rojas propone una educación de asimilación en la obra encargada por González, La restauración nacionalista, de 1909. En este ensayo, fruto de sus viajes por Europa, e influido profundamente por Ángel Ganivet y Miguel de Unamuno, Rojas rectificaba los postulados de Alberdi para construir una base cultural argentina basada en el patriotismo37. Rojas, en su deseo por ofrecer una educación marcadamente argentinista a la población, recelaba en su proyecto de la adecuación de los ideales de los inmigrantes en la configuración de la nación y apostaba por una reestructuración cultural desde la base, que rescatase los valores de la oligarquía tradicionalmente argentina. En estos principios basó Rojas su monumental empresa de creación del canon literario argentino, por medio de la edición de las obras que, a su criterio, conformaban el verdadero espíritu argentino. La

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Biblioteca Argentina, destinada a homogeneizar la sociedad argentina por medio de textos patrióticos que se oponían frontalmente a cualquier influencia extranjera, nació con un opositor recién llegado, La Cultura Argentina, otra colección de textos canónicos ideada por José Ingenieros, y que decididamente valoraba las políticas jacobinas y socialistas en la formación de la nación y apostaba por la inclusión de los inmigrantes como depositarios de parte de los valores nacionales38. Este recelo por parte de uno de los intelectuales más integradores de la primera mitad de siglo, era compartido por sus contemporáneos, que asumían posturas disimilares ante los cambios que se venían produciendo desde el inicio del siglo. El diario de Gabriel Quiroga (1910), de

anuel álvez, condesa, sin lugar a dudas, las ideas del “espíritu del

Centenario”39. Con un discurso tardorromántico y profundamente decadentista, el alter ego de Gálvez desmiembra la sociedad argentina acusándola de antipatriota. Para justificar sus teorías, aplaude el triunfo del federalismo sobre los unitarios, con el pretexto de la pretendida importación por parte de los unitarios de un europeísmo que amenazaba con desbancar el espíritu nacional, solo sustentado en las provincias. También realiza una crítica literaria, en la que el modernismo, por europeizante, y el gauchismo, por antiestético, son rechazados de plano ante la ausencia de una literatura puramente argentina. Sin embargo, Gabriel Quiroga descubre la verdadera alma nacional en el interior del país, donde aún no han penetrado las influencias extranjerizantes. No le faltaba razón: la inmigración no estaba interesada en las provincias40. Mientras Gálvez apoyaba políticas represivas, González, en El juicio del siglo (1913), otra de las obras paradigmáticas del Centenario, secundaba las líneas reformistas del Gobierno para favorecer la inclusión. En esta obra, donde se analiza la historia de los

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últimos cien años desde una mirada crítica, González sigue apostando por la integración de indígenas e inmigrantes, vanagloriándose de las directrices de un gobierno del que ha formado parte: Y así, no hubo estado alguno de América que se le anticipase en la sanción de las más atrevidas reformas liberales y a la emancipación de los esclavos, a la supresión de las tratas de individuos de razas tituladas inferiores, a la libertad religiosa y a la igualdad de los extranjeros ( onzález El juicio del siglo 276). Su posición es significativa en el contexto en que escribió estas líneas, pues los atentados anarquistas que se sucedieron motivaron la creación de una rígida ley de Defensa Social en 1910. En el imaginario colectivo burgués se asociaba la llegada de inmigrantes a la aparición de ideas marxistas y anarquistas, pero en la mente de González pesaba más la purificación de la raza41. También Leopoldo Lugones celebraba la llegada de extranjeros en 1910 en su obra Didáctica, aunque todos conocemos su giro radical hacia el nacionalismo y ciertas posiciones xenófobas que comenzó a tomar a partir de 1913, año en que pronunció una serie de conferencias tituladas El payador, publicadas en 1916, y donde ya se vislumbra ese prejuicio contra el inmigrante, al que se identifica con el materialismo decimonónico que la argentinidad pretende evitar42. Mientras escritores tradicionalmente nacionalistas como Rojas, Gálvez u Obligado43 dudaban de los beneficios del cosmopolitismo que acarreaba la inmigración, diversos intelectuales inmigrantes o ya de segunda generación, criticaban este recelo. Un caso significativo fue el del fundador de la revista Nosotros, Roberto Giusti, quien reaccionó a las ideas que Rojas plasmara en La restauración nacionalista en febrero de 1910,

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precisamente en la misma revista que se reseñaba dicha obra. Giusti justificaba el cosmopolitismo y prácticamente, desdeñaba el pasado argentino, y con este, a los gauchos y a los indios, confiado en un futuro prometedor: La civilización argentina transcurrida nada es comparada con la grandeza enorme que el porvenir le reserva á la república. Un siglo de vida independiente es un punto al lado de los siglos de gloria y poderío que este país tiene delante de sí…El pedestal de la estatua de Mazzini la soporta, sin duda, con más orgullo que á la de Juan de Garay con que Rojas pretende sustituirla. ¡Y cómo no han de ser preferibles aquellos dos al Inca Hueracoche ó á los grandes caciques de esta tierra, con quienes ninguna tradición nos ata! ¿Es posible que Rojas crea que Hueracoche representa para nosotros lo que Guillermo el Conquistador para Inglaterra, Carlomagno para Francia, Mareo Aurelio para Italia, ó los mismos reyes aztecas para el Méjico? De ningún modo. Allá hay continuidad de la tradición y aquí no. Y en cuanto á Namuncurá en estatua no llego á concebirlo (150-51)44.

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3. Primeros atisbos de presencia indígena en las letras argentinas Aunque el objeto de este estudio se centra en el factor indígena en la literatura argentina, la figura del inmigrante como alteridad cobra gran importancia pues topamos ante un fenómeno sociológico sin precedentes que terminó por definir la identidad nacional, una vez finalizada la fase sorpresiva. El elemento foráneo no solo revolucionó las bases sociales, políticas y demográficas, sino también las literarias, con la entrada del modernismo. Ante ello, a partir de 1880, los escritores regionales reaccionaron al dotar a la literatura nacional con elementos propios del interior del país y ajenos a la realidad bonaerense, elementos que, a su juicio, completaban la verdadera “nacionalidad”. Con el nativismo instalado en la literatura de las regiones argentinas, aparece el personaje indígena no ya con las características exóticas que le otorgase Echeverría, sino como un elemento más del paisaje argentino. Nos encontramos aún lejos de una descripción realista, pero asoman algunos atisbos de denuncia social o de reivindicación identitaria. A ello contribuyeron ciertamente las primeras indagaciones arqueológicas y antropológicas que inició el uruguayo Lafone Quevedo y al que siguieron Adán Quiroga y Juan Ambrosetti, todos ellos rescatadores del folklore indígena. Sin embargo, y aunque su trabajo supuso un antes y un después en el estudio del pasado precolombino, es necesario señalar el carácter excluyente que otorgaron a sus investigaciones, pues no se ocuparon de la situación actual de los descendientes. El caso de Lafone Quevedo, catamarqueño por adopción, resulta sorprendente debido a la gran cantidad de manuales, glosarios y gramáticas de los idiomas mocoví, mbayá, vilela, toba, entre muchos otros, además de descripciones de aldeas indígenas. Esto induce a pensar que debió de pasar un tiempo no despreciable entre indígenas, situación

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similar a la de Juan autista Ambrosetti, considerado el “Padre de la Ciencia Folklórica”45, y un pionero en el estudio científico antropológico y etnográfico. Ambos arqueólogos sostienen una visión dual del indio, la del pasado y la del presente, exaltando las virtudes del primero y deshumanizando a sus herederos, muy propio en el discurso romántico-positivista: El cerebro poco educado, infantil casi, de los indios que me ocupan, demasiado influido por la herencia de sus costumbres primitivas no podía entrar de lleno en una evolución progresiva hasta poder comprender el ideal religioso, sin tropezar en ese camino con los mil obstáculos que le oponía la fuerza regresiva del atavismo de supersticiones que pesaba sobre ellos (Ambrosetti y Debenedetti 145). Sin embargo, Adán Quiroga se acerca más a la reflexión de Ricardo Rojas, al asumir como argentina la herencia indígena y superar el binomio sarmientino. Quiroga, además de arqueólogo, cultivó la poesía y fue un notable historiador y jurista. Sus investigaciones etnográficas lo aproximaron al pueblo objeto de su estudio, como se puede leer en una de sus obras más significativas, Calchaquí: Muchas de estas razas son las generadoras de nuestros pueblos actuales, los que llevan aún su sangre, con sus virtudes y sus vicios; triste sería la condición humana si no quisiera conocerse á sí misma en el pasado, viviendo solo para el egoísmo del presente…Pueblos bárbaros han sido los generadores de las razas que habitan la Europa actual, y en mucho tienen los europeos á los historiadores que se dedican á estudiar la vida de sus antepasados, porque desdeñarlos por el hecho de que hayan sido bárbaros ó salvages, es como despreciar á nuestros padres ó nuestros abuelos…( al a uí 101).

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A pesar de este avance, Quiroga insistía, como sus predecesores, en una desvirtuación de la raza indígena respecto a un pasado mucho más glorioso. Objeta a los actuales una falta de civilización y de entendimiento similar a la que hicieran los cronistas coloniales. Este fenómeno de exaltación del pasado y denostación del presente es similar al acontecido en el vecino Perú en la llamada Generación del 900. En 1927, Ventura García Calderón publicó en Mundial el artículo “Un loable esfuerzo por el arte incaico”, donde abogaba por una occidentalización del indio para que pudiera ser capaz de recuperar su gloria pasada, mientras que José de la Riva-Agüero, uno de los más importantes historiadores de la época incaica, se comportaba como un aristócrata y en sus últimos días estaba muy próximo a los regímenes fascistas europeos. “A nosotros nos preocupaba enfrentar los males de una sociedad intransigentemente conservadora que dejaba de lado a la población indígena, la mayoritaria en el país. Ellos, por su parte, se sentían ajenos a ese drama y muy afectos a adoptar modelos extranjeros” ( alcárcel Memorias 184). En efecto, dichos escritores desasociaban incas con indígenas. Según Luis Valcárcel, los grupos arielistas limeños guardaban mucha distancia con los cusqueños:, a lo cual Thurner ha llamado “distopía andina” o “un aparente desencuentro entre la imaginación política criolla y las aspiraciones andinas” (Thurner 95). En el siguiente párrafo de la misma obra de Quiroga encontramos este ejemplo contradictorio en su pensamiento: Hasta hoy el indio de aquel tiempo, el indio inculto, existe en Tinogasta, Poman, Belen y Santa Maria; y francamente, á pesar del contacto frecuente con gente de la época, estos pobres representantes de la antigua raza no pasan de ser unos infelices, sin dotes intelectuales de ningún género, tan incapaces como sus abuelos, de hacer una construcción ó elaborar cualquiera de los antiguísimos objetos de arte que exhumamos (Quiroga al a uí 181).

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A continuación, refuta sus afirmaciones por la coincidencia de ideas con Lafone Quevedo, introduciendo una carta de este sobre la materia: “los calchaquinos sin duda han destruido la primitiva civilización de estos valles…falta averiguar cuál ha sido la civilización barbarizante y cuál la civilizante” (182). Otros miembros de la Generación del Centenario que no renegaron de su genética indígena fueron el filósofo Alberto Rougés46y el Leopoldo Lugones inicial. En ellos, junto con Rojas y Gálvez47, quien reconoció en El solar de la raza una doble herencia genética en la argentinidad, se puede apreciar una búsqueda del espíritu del pueblo o Volksgeist de tendencia herderiana, que coincidía con el establecimiento de Martín Fierro como crisol de la identidad nacional. Despojado ya de su herencia indígena por irrastreable, y desaparecido del espectro social, el gaucho se convertía en el depositario de los valores argentinos48, tan opuestos al ideario del inmigrante cosmopolita. Gran parte de esta responsabilidad se debe sin duda a Lugones, quien elevó, en 1913, la obra de Hernández a epopeya nacional en su estudio El payador, sin renunciar a una base filológica de calidad: El objeto de este libro es, pues, definir bajo el mencionado aspecto la poesía épica, demostrar que nuestro Martín Fierro pertenece a ella, estudiarlo como tal, determinar simultáneamente, por la naturaleza de sus elementos, la formación de la raza, y con ello formular, por último, el secreto de su destino…Las coplas de mi gaucho, no me han impedido traducir a Homero y comentarlo ante el público cuya aprobación en ambos casos demuestra una cultura ciertamente superior. Y esta flexibilidad sí que es cosa bien argentina (Lugones 3-5). Así, en el plano literario, la figura del gaucho pasó a ser símbolo nacional, una vez superadas las cuestiones pseudoliterarias49del siglo anterior, y fueron surgiendo denominaciones para este tipo de narraciones en las que el gaucho aparecía como

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protagonista, a saber: literatura gauchesca, literatura payadoresca, novela de la tierra, mundonovismo, literatura regionalista, etc.50, en las que Don Segundo Sombra se situa en la cúspide, aunque eso tuvo lugar más tarde, en 1926. Para esa fecha, la corriente literaria era reconocible fuera de las fronteras de Argentina, envidiada por haber sido capaz de producir una narrativa autóctona. Este era el sentimiento que le producía a José Carlos Mariátegui, al comparar la realidad literaria argentina con la peruana, de la que echaba en falta un tipo literario propio: El orto de la literatura peruana no podía semejarse, por ejemplo, al de la literatura argentina. En la república del sur, el cruzamiento del europeo y del indígena produjo al gaucho. En el gaucho se fundieron perdurable y fuertemente la raza forastera y conquistadora y la raza aborigen. Consiguientemente la literatura argentina –que es entre las literaturas iberoamericanas la que tiene tal vez más personalidad– está permeada de sentimiento gaucho. Los mejores literatos argentinos han extraído del estrato popular sus temas y sus personajes. Santos Vega, Martín Fierro, Anastasio el Pollo, antes que en la imaginación artística, vivieron en la imaginación popular. Hoy mismo la literatura argentina, abierta a las más modernas y distintas influencias cosmopolitas, no reniega su espíritu gaucho. Por el contrario, lo reafirma altamente. Los más ultraístas poetas de la nueva generación se declaran descendientes del gaucho Martín Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno de los más saturados de occidentalismo y modernidad, Jorge Luis Borges, adopta frecuentemente la prosodia del pueblo (203). Sin embargo, Mariátegui desconocía que el mismo problema que a él le preocupaba en Perú – la invisibilidad del indígena – estaba ocurriendo en Argentina. No obstante, gracias a sus trabajos y a los de otros peruanos, el indígena en Perú comenzó a ser parte de la identidad nacional a través de campañas de sensibilización a la que contribuyó sin duda la literatura

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indigenista. El indígena, o en su defecto, el mestizo, comenzaba a ser visible, hecho que no sucedió en Argentina, donde el gaucho acaparó todo el protagonismo, especialmente en la literatura.

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NOTAS

23

“Los representantes argentinos ante la primera Conferencia Panamericana reunida en Wahington en 1889 manifestaban ya la orgullosa decisión de no aceptar la tutoría de Estados Unidos. Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña levantaron su voz contra las pretensiones hegemónicas enunciadas por el secretario de Estado, Blaine, y definieron un innegable sentimiento de resistencia frente a su país, que era ciertamente compartido por muchos” (Romero 58). 24

“Esta propuesta, defendida entusiastamente por Manuel Belgrano (reverenciado en la historia argentina como creador de la bandera nacional), buscaba impulsar a las masas indígenas del virreinato a un gran levantamiento contra los españoles y a cimentar una convivencia estable entre criollos y aborígenes, edificada sobre la coronación de un descendiente de los incas como garantía de dignificación de los naturales…Pero lo cierto es que Belgrano debía ser menos ingenuo que la imagen que se creó de él, porque su notable aunque fracasado "Plan del Inca" fue apoyado por representantes de diversas provincias, incluida la escéptica y antiindígena Buenos Aires, y hasta suscrito por dos periódicos de esa ciudad, El Censor y La Prensa Argentina. Y ha habido que esperar hasta 1993 para que una historiadora desenterrase de las brumas del pasado esta circunstancia tan celosamente ocultada” (Quijada "¿"Hijos de los barcos"...?" 474-75). 25 Fuente: Atlas Educativo. Programa Nacional Mapa Educativo. Ministerio de Educación de la Nación 26

“En su estudio, Enrique Mases afirma que tras la primera etapa comandada por Roca (agosto 1878/mayo 1879), los muertos en combate fueron poco más de 1300 nativos, pero entre los 2500 indios de lanza prisioneros y reducidos voluntariamente y los 10500 no combatientes presos, eran 13000 los nativos en poder del gobierno nacional de un total de entre 20000 y 25000 sin contar a Tierra del Fuego. En cambio, para Martínez Sarasola, las bajas aborígenes entre 1878 y 1884 no superaron las 2500, y para el período 18211899, alcanzaron casi las 12.500, pero de una población total estimada de 200.000”(Nagy). 27

28

Fuente: INDEC (Instituto Nacional de Estadística y Censos). er capítulo “Las razas americanas” en la obra de José Ingenieros Crónicas de viaje.

29 “Sobre la base de un principio de regionalización del espíritu nacional, que promueve la “conquista” por las letras de cada una de las zonas del país y proyecta el canon de una literatura auténticamente argentina como un conjunto de obras que expresen el espíritu nacional contenido en cada una de las mismas”(Chein "Escritores y estado..." 54); “Definir simplistamente la literatura del interior en oposición con lo porteño es limitativo, reductivo y deformante. Es entrar en un juego perverso” ( arcia en idela de Rivero 34); “Se habló, en la mayor parte de los casos, de regionalismo, como tendencia que venía a sumarse, desde las provincias de tierra adentro, a la vertiente nacionalista promovida por Rojas, Gálvez y Lugones, desde la Capital, en sintonía con los sentimientos del Centenario. También de nativismo, rastreable más atrás en el tiempo; en la generación del ’80, en cuanto a los ancestros inmediatos (Joaquín . onzález, Rafael Obligado, Martiniano Leguizamón), y en la irrupción romántica con el Echeverría de La cautiva, en la flexión histórica de la búsqueda de una conciencia y una literatura “nacionales” (Saravia en idela de Rivero 11). 30

“ ientras la adopción de las tendencias europeas más nuevas puede redundar en cierto prestigio en el campo local, siempre subsidiario del crédito otorgado a las letras extranjeras, la postulación de su propia producción como expresión del espíritu propio de la nación reporta un valor que aparece como insustituible y respecto del cual la prestigiosa literatura foránea no representaría una competencia” (Chein "Escritores y estado..." 60). 31 “Los autores de este regionalismo nativista enfocan un ámbito rural pretérito como negación – ya tácita, ya explícita – ante la actualidad de una tierra surcada por el ferrocarril, poblada de extranjeros y aquejada por lo que Joaquín . onzález denominara “los vicios sociales que fermentan en Europa” (Massei 25).

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“Su ensayo La tradición nacional (1887) teoriza la necesidad de que una tendencia literaria apoyada en fundamentos culturales propios -leyendas, creencias, mitos y otros materiales folklóricos similarescontrarreste los influjos perniciosos del cosmopolitismo, que en ese momento encarnaba en las novelas naturalistas propiciadas desde Francia por Emile Zola y que ya había generado prolongaciones -cierto que muy desviadas del modelo- en uenos Aires” (Romano 430). 33

“La posición nativista de una literatura regional-nacional que articula González inicia una vía de especialización y autonomización de la literatura, paralela y diferente a la que se desarrolla con el modernismo” (Chein "La cultura nacional..." 67). 34

“En un periodo en que la noción de lo "criollo" llega a asimilarse casi por completo a un sentido amplio de lo popular, este circuito literario masivo incorpora junto con la representación del gaucho elementos tanto de la experiencia del contingente inmigratorio como de la emergente cultura del tango. La negociación con este criollismo popular constituye la respuesta de la posición culta del nativismo a la necesidad de hacer frente a las presiones democratizadoras de estos sectores en el seno de la hegemonía oligárquica” (Chein "Argentinos de profesión..." 30). 35

“Esta conciencia regional determinará el nacimiento de una literatura nacional que se debatirá entre lo regional y lo folklórico, entre lo popular y lo erudito” (Poderti 118). 36

“Pero el discurso de la integración de Ricardo Rojas, que apuesta a una futura síntesis dialéctica del aporte inmigratorio con el espíritu “indianista” de las fuerzas inmanentes de la nacionalidad, no deja de señalarlos entre “los enemigos de esa vieja raza argentina” (Blasón de plata 229) y de exhortarlos a renunciar al propósito de torcer nuestra evolución natural como nación” (Chein "Escritores y estado..." 57). 37

“Quiere que el hijo del italiano no sea un italiano, ni el hijo del inglés un inglés, ni el del francés un francés, á todos los desea profundamente argentinos” (Rojas La restauración... 360). 38

Para mayor información sobre el significado de ambas bibliotecas en la configuración del canon nacional, leer Los textos de la patria, de. Fernando Degiovanni 39

“El ‘espíritu del Centenario’, nacido de múltiples factores se incubó a partir de la crisis que la oligarquía predominante sufrió en 1890, tanto en su estabilidad política y social como en sus convicciones y perspectivas. Y a lo largo de los gobiernos de Julio Argentino Roca – en su segunda presidencia, de Manuel Quintana, de José Figueroa Alcorta y de Roque Sáenz Peña, se lo vio madurar, expresando un vigoroso aunque contradictorio sentimiento colectivo, y diluirse luego en la marea de nuevas fuerzas y nuevas influencias que comenzaron a advertirse al coincidir el triunfante ascenso político del radicalismo con el desarrollo de la primera uerra undial” (Romero 47). 40

“Pero la inmigración llegará a la campaña en escasa medida. El monopolio de la tierra en manos de grandes propietarios locales obstruirá el proceso de colonización rural y transformaría la radicación del inmigrante en un dato predominantemente urbano. Durante décadas los extranjeros sobrepasarán en número a los habitantes nativos en la ciudad de Buenos Aires y tendrán un peso decisivo en la composición demográfica de las principales ciudades del litoral” (Altamirano y Sarlo 405). 41

“Si el ordenamiento tradicional de la sociedad se veía perturbado en sus estratos superiores por el ingreso al fin y al cabo previsible de algunos beneficiarios de la movilidad social ascendente que el proyecto de la elite dirigente hacía posible, otras perturbaciones se percibían desde principios del siglo en el extremo opuesto, donde la combinación exitosa de la política inmigratoria con la expansión de las actividades económicas había generado un crecimiento de los sectores populares urbanos que se manifestaba en la creciente presencia de organizaciones sindicales y activismo político conducido por socialistas y anarquistas. Allí se agrupaban las clases trabajadoras, cuyos muy justos reclamos de mejores condiciones laborales y salariales habían empezado a tornarse cada vez más audibles y menos pacíficos: movilizaciones, huelgas, atentados y bombas se habían incrementado hasta amenazar los festejos del Centenario. El Estado liberal respondió con una

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mezcla de represión y reformismo. En 1902, con motivo de una huelga general, sancionó el proyecto de la ley llamada de Residencia que Miguel Cané había presentado en 1899 con el propósito de crear un instrumento legal que permitiera expulsar a los extranjeros que alteraran el orden con acciones terroristas. Joaquín V. González, que como ministro de Interior se encargó en 1902 de defender en el Congreso esa ley ahora claramente orientada hacia la represión de la protesta de los trabajadores, presentó en 1904 un proyecto de ley del Trabajo, finalmente rechazado con el voto de conservadores y socialistas, en cuya preparación habían intervenido investigadores de la situación obrera como Juan Bialet Massé y prestigiosos intelectuales por entonces socialistas como Augusto Bunge, Enrique del Valle Iberlucea, José Ingenieros y Leopoldo Lugones. El atentado terrorista que causó la muerte del jefe de policía coronel Ramón Falcón en 1909 y la bomba colocada en el teatro Colón en 1910 reforzaron aún más el polo represivo, con la sanción de la durísima ley llamada de Defensa Social que condenaba expresamente las “doctrinas anarquistas” ( álvez y ramuglio 1516). 42

“En el discurso nacionalista de muchos escritores del centenario, como Rojas o Lugones, el materialismo comienza a ser directamente identificado con el contingente inmigratorio (aunque no exclusivamente)… Los nuevos ‘argentinos’, tanto los que han introducido las modalidades de la lucha obrera a partir del socialismo y el anarquismo, como los que han ascendido socialmente y pugnan por su representación en la política y en la cultura, son ahora percibidos como los depositarios del materialismo vacuo que mina las bases esenciales de la nacionalidad” (Chein "Escritores y estado..." 57). 43

“Unos miraban el futuro con temor. Rafael Obligado por ejemplo, que antes había cantado loas al progreso, en 1905 advertía en éste un cosmopolitismo irresistible, ‘una potencia igualitaria de pueblos, razas y costumbres, que después de cerrar toda fuente de belleza, concluirá por abrir cauce a lo monótono y vulgar’” (Cárdenas y Payá 16). 44

“En este sentido, Giusti propone la adopción de la tradición humanístico-democrática universal, más afín a su juicio con la Argentina del diez que una voluntarística reivindicación del inca o el gaucho, leídas en el texto de Rojas. Si nuestra historia está todavía por hacerse, la cuestión del programa cultural es para Giusti una tarea exclusivamente de futuro y en este la inmigración constituye el elemento primordial” (Altamirano y Sarlo 52). 45

El Primer Congreso Internacional de Folklore se realizó en la ciudad de Buenos Aires en 1960. A dicho evento, presidido por el argentino Augusto Raúl Cortázar, asistieron representantes de 30 países que instauraron el 22 de agosto como Día del Folklore, día del nacimiento de Juan Bautista Ambrosetti (Barrera 151). 46

“En el pensamiento de Rougés podemos discernir tres aportes que plasmaron la tradición cultural del norte argentino: el aporte indígena, el aporte español a través de sus mejores expresiones, y el aporte colonial que es una síntesis de las anteriores” ( azán en idela de Rivero et al 53). 47

Además del citado Diario de Gabriel Quiroga, Gálvez reconoció en El solar de la raza una doble herencia genética en la argentinidad: “Pero ha llegado ya el momento de sentirnos argentinos, de sentirnos americanos y sentirnos en último término españoles, puesto que a la raza pertenecemos” (57). 48

“Hay que señalar que, ya sea biológica o culturalmente, muchos de los gauchos eran mestizos; aún así pudieron convertirse en estatuas de bronce en el panteón nacional. ¿Cómo se produjo este fenómeno? Ratier (1988) indica que las elites utilizaron un mecanismo de racialización y crearon una raza argentina que se encarnó en la figura del gaucho. Esta raza argentina era a-histórica y, por tanto, no podían rastrearse ni sus orígenes, ni sus componentes” (Rodríguez). 49

“El gaucho no es Juan oreira. Juan oreira era un simple compadrito cuchillero de pueblo, sin semblanza suficientemente caracterizada para diferenciarse de este o aquel bandido calabrés o lusitano” (Güiraldes 33).

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“Una revisión de las historias de las literaturas latinoamericanas nacionales permite observar la ambigüedad de ciertos rótulos dados a diferentes fenómenos literarios; criollismo, indigenismo, nativismo, mundonovismo, literatura gauchesca, realismo mágico, etc., términos que apuntan a una realidad que supera la forma literaria y entran en conflicto con los esquemas estéticos que subyacen en los diferentes momentos socio-culturales que generan esa escritura literaria” (Poderti 23).

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CAPÍTULO 3. LA ÉPOCA DE LAS VANGUARDIAS 1. Criollismo cosmopolita en los movimientos vanguardistas La multiplicidad y sucesión de manifestaciones estéticas que tuvieron lugar en Buenos Aires desde que Jorge Luis Borges regresó de España e instauró el ultraísmo en 1921, opacaron, en cierta medida, la difusión de la literatura regional. Convertida la capital argentina en epicentro del vanguardismo hispanoamericano, el interés cultural quedó anclado a la aparición y desaparición de nuevos “ismos”, la difusión de sus manifiestos y creaciones literarias en infinidad de revistas y las polémicas entre vanguardistas, izquierdistas y modernistas. Si bien Borges se servía de una revista nacida en el modernismo51 para proclamar su defunción y dar a conocer la nueva estética literaria importada de Rafael Cansinos Assens y Ramón Gómez de la Serna, solo tres años más tarde, en 1924, las revistas Inicial, Proa o Martín Fierro proclamaba la ruptura con el sistema ideológico y estético anterior y la unificación de las nuevas tendencias vanguardistas52. Ante la aparente apatía política de los martinfierristas, otro grupo de jóvenes escritores de izquierda abanderaban la lucha proletaria en el arte, fundando la revista Los pensadores, llamada más tarde Claridad, contrapartida de Martín Fierro. La polémica barrial entre Florida y Boedo (toponimia de las calles donde se editaban sus respectivas publicaciones) estaba servida. Sin embargo, a pesar de la aparente rivalidad, muchos de los escritores de uno y otro bando publicaron en ambas revistas, y según Claudia Gilman, había más puntos convergentes que los que proclamaban53.

94 3. La época de las Vanguardias

En cualquier caso, ambos grupos establecieron una tabula rasa a partir de su propia generación, convirtiendo sus revistas en espacios de crítica, sátira y mofa contra la anterior, representada por Lugones, Rojas o Gálvez. Sin embargo, el nombre que da título a la revista nuclear de Florida y generalmente al grupo, constituye un referente ineludible de identidad nacional, anticipada por estos tres autores veinte años atrás. En efecto, los martinfierristas planteaban su argentinidad en oposición a los hijos de inmigrantes, tal como lo hicieran Gálvez y el mismo Lugones, que tantos ataques estéticos recibió, apostando así por un nacionalismo fonético54, que los enfrentaba a Boedo, a quienes identificaban como “hijos de inmigrantes”, por su dificultad al pronunciar el español rioplatense, argumento también ligado a sus diferencias ideológicas: mientras que los miembros de Boedo eran partidarios de llevar el arte al pueblo, Florida se decantaba por el elitismo intelectual, apropiándose del verdadero y único arte, al que le despojaba cualquier beneficio mercantilista55. Por esta razón, tanto Horacio Quiroga como Benito Lynch fueron ignorados por el universo martinfierrista. Fruto de esta identificación nacionalista resultó la salvación de la quema de autores como José Hernández o Ascasubi, quienes representaban la verdadera argentinidad que había que salvaguardar de lo espurio (tales como Juan Moreira). Así, el criollismo “auténtico” se convertía en el epicentro ideológico del vanguardismo56. Por eso, Don Segundo Sombra tuvo tantísima aceptación entre sus contemporáneos y no así las novelas de Benito Lynch, que representaban la continuidad del costumbrismo y el folletín, símbolo sin duda del populismo. No obstante el carácter contradictorio que gobernó el martinfierrismo y sus polémicas literarias, el cosmopolitismo se erigió también como uno de sus estandartes, siendo éste objeto de acusaciones por parte de Boedo. Como afirma

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Sarlo, “la tensión populismo/modernidad o nacionalismo/cosmopolitismo informa acerca de un hecho significativo, casi una constante de la cultura argentina del siglo XX” (69). Este cosmopolitismo al que se enfrentaron los escritores regionalistas de finales del siglo XIX para reclamar un provincialismo representante de Argentina, fue retomado por Borges para asentarlo, para proclamar a Buenos Aires como la única entidad argentina que, además, se universalizaba. El criollismo se identificaba con la capital argentina de tal modo en sus creaciones que zanjaba la cuestión nacionalista57. Borges como impulsor de la vanguardia argentina en 1921, y ya como autoridad intelectual en la década del 30, eliminaba de un plumazo el peso que venían consiguiendo las regiones y los esfuerzos aglutinadores de Rojas. De esta manera, el discurso nacionalista se centraba en una sola figura, el criollo, y en un solo espacio, Buenos Aires, que por su carácter universal era capaz de legitimar la literatura argentina en Europa58. Así se justificaba Borges: En este mi Buenos Aires, lo babélico, lo pintoresco, lo desgajado de las cuatro puntas del mundo, es decoro del Centro. La morería está en Reconquista y la judería en Talcahuano y en Libertad. Entre Ríos, Callao, la Avenida de Mayo son la vehemencia; Núñez y Villa Alvear los quehaceres y que soñares del ocio mateador, de la criollona siesta zanguanga y de las trucadas largueras (Borges El tamaño de mi esperanza 23). Desde Fervor de Buenos Aires, Borges reclamó para la capital argentina la creación de un nuevo espacio criollo mítico, capaz de competir con la Pampa gaucha de Martín Fierro y Santos Vega en la consecución de una identidad literario-nacional. Excluía así cualquier atisbo de regionalismo en la configuración de Argentina, ya que “de la riqueza infatigable

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del mundo, sólo nos pertenecen el arrabal y la pampa” (Borges El tamaño de mi esperanza 25). Este criollismo cosmopolita de la vanguardia tiene su origen en el proceso de invención del gaucho como único tipo social representante de la argentinidad, que tuvo lugar a principios del siglo XX, y al que contribuyeron, sin lugar a dudas, los medios de comunicación59, las políticas de asimilación de extranjeros y los escritores que apostaron por esa creación, como Rojas y Lugones. Ernesto Quesada, en El criollismo en la literatura argentina, de 1902, ya se asombraba por este fenómeno comercial, en el que todos los estratos sociales y culturales anhelaban identificarse con la argentinidad en boga. Esta masificación, desde luego, desembocó en uno de los frentes despreciados por los martinfierristas, y que en la década de los 20 estaba representada por Lynch, pero el núcleo y el origen de la argentinidad pretendida por estos residía sin duda en la tradición desarrollada a principios de siglo. En este contexto de exaltación de la pampa e ignorancia de las regiones nació la revista Nativa en 1924, cuyo proyecto se basaba en recuperar los valores nacionales por medio de la reivindicación del peso de la cultura y la tradición que las provincias ejercían en el marco de la verdadera argentinidad. El primer número constituía toda una declaración de intenciones: Ahora…saludemos este resurgimiento de la nacionalidad. “Nativa”, adhiriéndose a ese movimiento viene a ocupar su puesto de combate, a desempeñar un rol que todavía ninguna revista argentina había desempeñado. Porque “Nativa” aspira a ser el órgano defensor y de propaganda de las cosas de nuestra tierra, un rudo palenque inconmovible, del que tironeen en vano los potros rebeldes del

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modernismo literario y del exotismo; un exponente poderoso de la tradición campera, cuyo culto se lo rinden los sanos espíritus patrióticos (Díaz Usandivaras "A los lectores y al público" 5). En ella contribuyeron viejos conocidos del nacionalismo aglutinador, como Ricardo Rojas, así como nuevos valores del campo literario del interior, como Juan Carlos Dávalos. Como se observa en el párrafo anterior, la revista pretendía romper con la hegemonía impuesta por los movimientos vanguardistas, a los que rechazaba no tanto por su ignorancia del interior, sino por la renovación estética emprendida. A pesar del tradicionalismo que imperaba en la revista, representó el sostén del regionalismo (cuando comenzó a publicarse, cada número se dedicaba a una región determinada), donde la dicotomía de Sarmiento se subvertía, aunque conservaba su rechazo a lo hispánico. A pesar del aparente deseo de imponer un cambio de tendencia en el arte, Nativa auspiciaba un anquilosamiento del nacionalismo tardoromántico cuyos representantes seguían encarnando a la vieja guardia burguesa anterior a la inmigración y estandarte de las guerras de frontera que los catapultaron a la propiedad de los grandes latifundios del interior. Ricardo Rojas advirtió esta inmovilidad ideológica en la misma revista, y advirtió del peligro de una evocación desesperanzada: “El criollismo ingenuo es una generosa fuente de creación estética, pero lo considero insuficiente como programa civil, porque lleva a la nostalgia depresiva y exalta costumbres rudimentarias cuyas formas han desaparecido”, así como de la pragmática misma de la revista y sus creadores: El problema consiste en que ese espíritu creador del indio, del gaucho, del criollo, que produjo determinadas formas originales en función de su medio ambiente y de su destino histórico, no pierda su fertilidad en las nuevas condiciones del presente argentino. La vida no puede retornar a sus fuentes, ni un pueblo puede, sin morir, inmovilizarse entre las aguas

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del tiempo. Busquemos en lo nativo de ayer, gérmenes de belleza y estímulos de acción para lo nativo de mañana (Díaz Usandivaras "Ricardo Rojas" 8-9). Como parte de este discurso inmovilista, la figura del indio en la revista siempre quedó ligada al paisaje, al igual que la del gaucho. Ambos eran los depositarios de los valores primigenios de la nacionalidad, pero su inclusión como sujeto activo distaba mucho de representar una realidad; más bien, reflejaba una persistencia del indianismo decimonónico60. Estos fenómenos criollistas-regionalistas se insertan dentro del contexto de ruptura de la literatura de postguerra, que Fernando Contreras llamó “mundonovismo” y que supuso una continuación del modernismo criollista, aparentemente opuesto al vanguardismo, pero que, en el caso de Argentina, como vemos, provocó una simbiosis de ambas tendencias61.

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2. Folklorismo, regionalismo y literatura regional A menudo se identificaba literatura del interior con folklore literario; es más, en Buenos Aires la literatura regional solía llevar asociados tintes peyorativos, y solo cuando un autor del interior triunfaba universalmente, su obra se elevaba a “literatura nacional”, como fue el caso de Lugones o Sarmiento62. Dicho desprecio por parte de sectores bonaerenses hacia la literatura regional abrigaba (y abriga) bases razonables, pues, según idela de Rivero, se le acusaba de “caer en el folklorismo”, “establecer un culto a los linajes”, “sacralizar el paisaje” y “cultivar el cebo del costumbrismo” ("Las vertientes regionales..." 22), aunque de acuerdo a la misma autora, las refutaciones carecían de fundamento si la obra literaria tenía calidad artística. Augusto Raúl Cortázar ha realizado una amplia investigación sobre el folklore en la literatura, llegando a identificar diversos tipos de manifestaciones literarias asociadas al folklore: [Debemos]

deslindar el campo de las especies literarias correspondientes

al folklore propiamente dicho (a las que llamamos folklore literario) de las producciones debidas a la pluma de poetas, novelistas, narradores o dramaturgos que han ido a buscar asunto, ambiente, lenguaje o espíritu para sus obras en la realidad viviente de lo folklórico (por lo cual integran lo que denominamos literatura folklórica) (Arrieta 20). Es decir, al campo del folklore literario corresponden los cancioneros, romanceros populares, mitos, leyendas, cantos, etc., mientras que al campo de la literatura folklórica se adscriben diversas manifestaciones literarias, entre las que habría que distinguir las obras que insertan episodios folklóricos de aquellas comúnmente conocidas como “de inspiración folklórica”, y que Cortázar denomina como “proyecciones literarias”, a la que define como:

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Obras literarias cuya autoría es perfectamente determinada, pero que se inspiran en la realidad folklórica cuyo estilo, formas, ambiente o carácter trasuntan, reelaboran e interpretan, con miras a un público general, preferentemente urbano y desde luego letrado. Son verdaderas creaciones artísticas originales (no meras imitaciones) en cuyo estilo influye la tradición literaria popular con algunos o todos sus rasgos (Cortázar Folklore y literatura 56). Dentro de esa definición cabrían Martín Fierro, Don Segundo Sombra, pero también El salar, Viento de la altipampa, Hasta aquí no más o Viento norte, novelas que serán analizadas en esta tesis y que no han alcanzado proyección nacional, pero que tienen la calidad literaria suficiente como para no ser catalogadas como meras manifestaciones folklóricas, y ninguna de ellas cayó en los pecados antes señalados por Videla de Rivero. Si Don Segundo Sombra superó los complejos regionalistas desde el mismo día de su publicación fue por proyectar una temática de lo comúnmente aceptado como “argentino”, sin tener en cuenta sus tintes vanguardistas y ni mucho menos su calidad literaria. Horacio Quiroga, por ejemplo, no entró en los círculos martinfierristas aunque nadie pudo negar su calidad, pero su temática no siguió los cauces de la mentada argentinidad. Ni siquiera Pablo Rojas Paz, fundador de Proa junto con Borges, logró que sus novelas entrasen en el parnaso porteño de la literatura nacional. Llegados a este punto, después de haber diferenciado folklore literario de literatura folklórica, es necesario distinguir las catalogaciones que recibe la literatura en las regiones. Según arcia, el adjetivo “regional” puede tener hasta tres niveles semánticos, a saber, meiorativo, peyorativo y descriptivo. “Las dos primeras acepciones, la meiorativa y la peiorativa, opuestas, coinciden en que aluden a la misma realidad: la literatura

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regionalista. La tercera acepción, la objetiva o descriptiva, corresponde a la literatura regional” (Videla de Rivero y Castellino 41). Esta última tiene una dimensión universal pues, aunque su base topográfica es localizada, es integradora, mientras que la literatura regionalista estaría muy identificada con el pasquín costumbrista, sentimentaloide, exhibicionista y excesivamente enciclopédico. Ambas clasificaciones pueden contener literatura folklórica, pero no necesariamente lo contrario. Afirma arcia que la “literatura regional es el nombre verdadero de la literatura”, pues, apelando a Unamuno, “la infinitud y la eternidad hemos de ir a buscarlas en el seno de nuestro recinto y de nuestra hora, de nuestro país y de nuestra época” (Videla de Rivero y Castellino 44). En la misma línea de diferenciaciones, Silvia Castillo propone otra nomenclatura, la corriente nativista y la auténtica. La primera de ellas estaría relacionada con la interpretación interesada de los aspectos folklóricos en una determinada región para reformularlos de acuerdo a la producción institucionalizada, mientras que la proyección auténtica establece una relación pragmática entre la producción literaria, el referente y el lector ( ata de López y Palermo 138). A la proyección nativista corresponderían las obras regionalistas de finales del siglo XIX que aspiraban a construir la nación argentina desde una perspectiva regional, como pretendieron Joaquín V. González o Martiniano Leguizamón e incluso más recientemente, la revista Nativa. Estas diferenciaciones entre literatura canónica y pseudoliteratura se plasmarían de manera pragmática en 1944 en el manifiesto del grupo “La Carpa”, cuyos miembros se desvinculaban de cualquier traza de nativismo o “falso folklorismo”, aunque proclamaban su amor hacia el terruño con una dimensión universalista. Esta declaración de intenciones

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suponía, desde luego, un ataque hacia ciertos autores de la región noroéstica con rasgos claramente nativistas, como arcia señalaba precisamente a la producción “regionalista”: Los autores de estos poemas hemos nacido y residimos en el Norte de la República Argentina pero no tenemos ningún mensaje regionalista que transmitir, como no sea nuestro amor por este retazo de país donde el paisaje alcanza sus más altas galas y en el cual el hombre identifica su sed de libertad con la razón misma de vivir. Se está aquí en más cercano contacto con la tierra, con las tradiciones y el pasado, elementos auténticamente poéticos que no son responsables de las secreciones de cierto nativismo mezquino que encubre su prosa con el injerto de giros regionales y de palabras aborígenes. Por ello proclamamos nuestro absoluto divorcio con esa floración de ‘poetas folkloristas’ que ensucian las expresiones del arte y del saber popular utilizándolos de ingredientes supletorios de su impotencia lírica. Nada debemos a los falsos ‘folkloristas’. Tenemos conciencia de que en esta parte del país la Poesía comienza con nosotros (Martínez Zuccardi 153). Sostiene Videla de Rivero que la literatura regional no logra alcanzar proyección nacional debido al centralismo exacerbado imperante en Argentina. Al no seguir los consejos de Gálvez, quien proponía que la verdadera argentinidad se conseguiría al retornar al interior, Buenos Aires no lograría universalizar la originalidad de su literatura, marcadamente europeísta. Del mismo modo opinaba Canal Feijóo, quien vinculaba la autenticidad cultural al retorno a las raíces mediterráneas. Al mismo tiempo la autora se desmarca del binomio autenticidad-interior al señalar a Borges como verdadero argentino, a pesar de su marcada filiación bonaerense: ¿Quién puede dudar del argentinismo borgeano, no sólo explícito en sus poemas que cantan a la fundación mítica de Buenos Aires, al arrabal

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porteño, al tango, al malevaje a los gauchos o a la Patria, sino también en sus juegos metafísicos, en sus cosmogonías, en sus postulaciones sobre el tiempo o sobre la realidad o irrealidad del universo? (21). El mismo Borges, en su conferencia, El escritor argentino y la tradición, pronunciada en 1955, desechaba cualquier identificación nacionalista con la autenticidad en la escritura, retomando así su concepto de universalización de sus años vanguardistas, pero ampliando el horizonte más allá del criollismo: No debemos temer y debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara (Borges Discusión 137). Se refería Borges a la proliferación de temas gauchos y criollos que invadieron la cultura argentina durante la primera mitad del siglo XX para sostener una autenticidad nacionalista. Si bien es cierto que no es más argentino Güiraldes que Cortázar, o Sarmiento que Quiroga, estos autores dieron la espalda a la literatura proveniente de las regiones por el empeño elitista de subyugar generalizando a estos autores y encasillarlos en un espacio damnificado para la calidad y la universalización de la obra literaria. El mismo Julio Cortázar se encargó de relegar la literatura regional a un espacio subyacente con declaraciones despreciativas que dieron lugar a la famosa polémica que sostuvo con José María Arguedas. Efectivamente, la posición eurocentrista de Cortázar, muy marcada por la oposición entre internacionalismo y regionalismo, deudora de los postulados de Sarmiento, enfervorizó a Arguedas, quien lo recibió como un ataque personal. Con sus elitistas planteamientos, Cortázar daba por sentada la asociación entre incultura y exaltación del

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terruño, apreciación intolerable para Arguedas, quien, debido a su transculturación, articulaba su discurso desde la otredad, una otredad incomprensible para Cortázar63. En realidad, ambos autores defendían posiciones ambivalentes en un espacio problemático desde la perspectiva del colonialismo: “diversos sistemas socio-culturales que coexisten en una temporalidad combinada y cuya naturaleza consiste no en la superación del conflicto – en la búsqueda de una armonía imposible – sino en su elaboración permanente” (Moraña 111). Empero esta polémica que tuvo lugar muchos años después (1967-1969) de que el mismo Fernando Ortiz introdujera el término “transculturación” en 1940 y de que el movimiento indigenista peruano llegase a su clímax, permite apreciar la concepción de la literatura regional dentro de los círculos intelectuales elitistas.

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3. El interior en la época de las Vanguardias El interior, mientras tanto, no era ajeno al postmodernismo dominante y la producción literaria nada tenía que envidiar a la de la capital. En los núcleos culturales importantes se intentó contrarrestar el dominio intelectual de Buenos Aires al reivindicar una literatura regional, representante también de la argentinidad, que entraba en la polémica del “ser nacional”64. Desde Buenos Aires se apuntó al vacío que el interior no reflejaba en la cultura nacional, y así, en 1925, la revista Valoraciones y en 1928, Nosotros plantean la necesidad de otra representación de la argentinidad en la literatura: Del interior del país es donde ha de salir el aliento vital que justificará algún día la existencia de una República Argentina digna de su autonomía en el mundo, no ya por la sola voluntad de sus creadores, sino también por la identificación de sus habitantes con el espíritu de la tierra que trabajan (Valoraciones, número 6, junio 1925). En nuestra cultura falta la voz del interior. La necesitamos. Muchos de nuestros defectos colectivos son los de Buenos Aires, que ha crecido demasiado de prisa, un Buenos Aires hirviente de premura y avideces. A los provincianos corresponde dar una nota de reposo noble, de vida más equilibrada, donde los afanes del espíritu sean fines en sí mismos y no caminos por los que se llega de todas partes cuando se sabe dar hábiles y oportunos rodeos (Nosotros, número 232, septiembre 1928). Quizá en Nosotros pecaban del mismo defecto cosmopolitista que objetaban en esta nota ya que, a esas alturas, la producción literaria en las regiones era intensa, como lo demuestran los grupos culturales que se formaron y cuyos miembros fueron destacados escritores. En particular, en Santiago del Estero, ernardo Canal Feijóo promovió la creación de “La rasa”, que aglutinó “a los que creen que la cultura es una justificación de la vida” (Barcia

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en Videla de Rivero y Castellino 54). De diversas partes del Noroeste, ciertos intelectuales que no se dejaron arrastrar por las corrientes vanguardistas bonaerenses se identificaron con la llamada eneración del ’25, entre los que destacan Canal Feijóo, Luis Franco o Samuel Glusberg65. En

endoza, el grupo “ egáfono” se distanciaba del vanguardismo porteño

para adherirse al chileno, más próximo geográficamente, y del que formaron parte Fausto Burgos, Alfredo Bufano o Miguel Martos. Según Castellino, 1928 constituyó el año del despertar para la literatura mendocina, pues se publicaron Cara de tigre, de Fausto Burgos y Cuentos andinos, de Miguel Martos, novelas que inician la narrativa de inspiración folklórica en la región (36), aunque Arturo Roig adelanta esta fecha hasta 1925, con la publicación de Poemas de Cuyo, de Alfredo Bufano, que significó la entrada del vanguardismo en la región por medio del sencillismo (49). En general, los escritores más relevantes solían publicar en revistas o periódicos bonaerenses con cierta frecuencia, por lo que no eran desconocidos para el sector intelectual capitalino. Muchos autores regionales eligieron la revista La vida literaria, ajena a los enfrentamientos Boedo-Florida, y preocupada a priori por temas exclusivamente literarios, sin que estos atañesen a la política o el vanguardismo, aunque según Poderti, las intenciones pronto se vieron superadas por temas ajenos a la literatura. Casualmente o no, su director Samuel Glusberg fue el principal responsable de la introducción del pensamiento de Mariátegui en Argentina, al colaborar este asiduamente en la revista, y facilitarle el director su asentamiento en Buenos Aires que finalmente truncó su repentina muerte en 193066. El pensamiento de Mariátegui no sería el único contacto que tuviese la cultura argentina con el indigenismo peruano. En 1923, Luis Valcárcel organizó un festival de arte

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incaico en Argentina, facilitado por Roberto Levillier, entonces embajador en Perú, quien asumió los gastos de esta Misión Peruana de Arte Incaico. El teatro Colón acogió las representaciones indígenas, que incluían una escena del Ollantay, y que se repitieron por un mes, cosechando un gran éxito67. Pero estos contactos culturales entre Buenos Aires y Cuzco no se limitarían a estas representaciones. La asociación Cuzco-Argentina se vio favorecida, principalmente, y según diversas fuentes, a la intervención de Fausto Burgos. El escritor tucumano visitó Cuzco en 1928, donde conoció personalmente a Luis Valcárcel, quedó impresionado por la campaña indigenista llevada a cabo por este y otros intelectuales y quiso importarla hacia Argentina68. En capítulos posteriores ahondaremos sobre esta relación y su importancia dentro del indigenismo en la narrativa argentina. Fausto Burgos medió para que tanto Luis Valcárcel como José Uriel García colaborasen, desde finales de la década de los 20 en el suplemento dominical de La Prensa, medio en el que también comenzó a escribir José María Arguedas a partir de 1940. Casi todas estas colaboraciones venían acompañadas por fotografías de Martín Chambi, adalid de la fotografía indigenista en Perú. Buenos Aires suponía para los indigenistas un medio más propicio que Lima para exponer sus pretensiones, no solo por la distancia (se tardaba menos en llegar a la capital argentina que a la peruana desde Cuzco) sino también por el antilimeñismo que se percibía en ciertos sectores cuzqueños, así como la expansión editorial de Buenos Aires hacia Europa69. Como no podía ser de otra manera, esta relación también se vio reflejada en el interior, por medio de revistas con espíritu americanista, en donde no solo colaboraban autores indigenistas peruanos, sino argentinos que reivindicaban su esencia hispanoamericana. Entre ellas, a pesar de su corta trayectoria, destacan Sol y nieve (1922),

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Tucumán ilustrado (1923), Aconcagua (1927-1930), Áurea (1927-1928), El Carcaj (19281929), Inti Raymi(1927), Ñam (1933-1934), Transición (1935), Ayacucho (1937-1944), Itinerario de América (1938-1941) y PAN (1935-1940)70. A todas ellas habría que añadir la revista Nativa (1924-1961), comentada anteriormente. Otra manifestación indigenista que recibía los preceptos vanguardistas y en la que participaron diversos escritores argentinos fue el Boletín Titikaka (1926-1930). Fundado por Gamaliel Churata en Puno, el Boletín difundía los escritos del grupo Orkopata71 y de diferentes personalidades indigenistas, como Luis Valcárcel, José Carlos Mariátegui o Haya de la Torre. Por medio del canje, Churata conseguía, por un lado, promocionar a su grupo fuera de las fronteras peruanas, y al mismo tiempo, acercar a la fronteriza e inaccesible ciudad de Puno las últimas manifestaciones literarias del continente. De esta manera se explica la presencia de Borges, Girondo o Güiraldes en el Boletín. Pero también la inclusión de poemas de Manuel Ugarte o la participación de Fausto Burgos en las reuniones del grupo Orkopata (Graziano "Exilios, vanguardias..."). Posteriormente, Manuel J. Castilla estuvo en contacto con Churata en Bolivia, lo que le permitió de primera mano conocer la producción indigenista, que sin duda influyó en su obra poética y narrativa (Poderti 130). El movimiento indigenista, por tanto, no era desconocido para la intelectualidad argentina, y más de un escritor se vio salpicado por su afán denunciatorio y de visibilidad. El mismo Ricardo Rojas, quien fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cuzco fue quizá el mayor divulgador del indigenismo en Argentina. Probablemente no fue del todo consciente de ello pues la principal tarea de este movimiento consistía básicamente en lo que él mismo había iniciado a principios de siglo con sus teorías integradoras, que culminarían en 1924 con la publicación de Eurindia. Esta obra, que pretendía rescatar la

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tradición indígena y española en la identidad argentina, revalorizaba las virtudes de una raza que sus contemporáneos más ilustres pretendían aniquilar. El río de la tradición autóctona ha caído en un abismo hacia el siglo XVI, pero seguirá su curso subterráneo, para reaparecer más tarde. Es un misterio de la intrahistoria popular, la que persiste, más esencial que la historia externa. Atahualpa ha muerto, pero resucitará en Tupac Amaru a fines del siglo XVIII, y, después de la independencia, en el proyecto de Belgrano para coronar aun descendiente del Inca. La tribu se ha convertido de sus idolatrías al cristianismo, pero el culto del Sol reaparecerá en nuestra bandera. Mariano Moreno libertará a los numerosos mitayos que aún quedan, tres centurias después de haber venido los españoles, y desde el libro del Inca Garcilaso vendrán los reyes indios a la evocación del Himno de López y del Canto de Olmedo. Así llegaremos a los días de hoy, en que el folklore y la arqueología están mostrando todo cuanto sobrevive de una tradición que creíamos perdida, señalando sus restos a la inspiración creadora de nuestras artes(Rojas Eurindia... 133).

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NOTAS

51

“Nosotros apareció en 1907, dirigida por Roberto iusti y Alfredo ianchi” (Sarlo 42).

52

“En Martín Fierro se reclamará el cierre de la revista Nosotros, invocando una disposición municipal que prohíbe tener cadáveres en exhibición…Desde 1924, en todo lo que se refiere al sistema de consagración, la vanguardia se enfrenta por completo a Nosotros. Para Martín Fierro, la revista Nosotros representa una reduplicación, cuando no una agencia, en el campo intelectual, del sistema oficial de consagración y de sus criterios” (Sarlo 47). 53

“Las diferencias se dirimen a través de los órganos específicos que constituyen las revistas, aunque el estado de las relaciones entre escritores opere como un factor de neutralización de la polémica, de modo que se vuelven también significativos la anécdota, los sobreentendidos y los vínculos a los cuales el público no tiene acceso, que se convierten en la contracara amigable, social y gremial de la guerrilla literaria” (Montaldo 56). 54

“Pero aunque la fuerza del peor nacionalismo sólo está presente…en la respuesta de Lugones [a una encuesta sobre nacionalidad en Martín Fierro], es posible registrar en el resto los puntos más o menos dispersos de un programa nacional, justificado por la alarma que despiertan ‘las avalanchas que parecían destinadas a arrasar todo lo lugareño’ (Figari, otro gran viejo del martinfierrismo)” (Sarlo 59). 55

A pesar de estos enfrentamientos, los boedianos también se lucraron con el arte, vendiendo ediciones baratas, acusaciones que también recibirían los martinfierristas, acusados de recibir otro tipo de prebendas (Montaldo 53). 56

“El criollismo se coloca como centro ideológico y estético, porque relacionada con él aparece la temática populista urbana. La cuestión del criollismo traza una línea en el interior del espacio de la revista. Hay un criollismo legístimo y un falso criollismo, hay un criollismo necesario y un criollismo exagerado, superfluo desde el punto de vista de la lengua o de la temática” (Sarlo 60). 57

“El criollismo como programa significa aliviar los discursos sobre la Argentina de la pesada ortodoxia nacionalista y quitarle el patrimonio cultural argentino a Rojas y Lugones” ( ontaldo 223). 58

“ orges convierte a la literatura argentina en literatura europea, le descifra el enigma en el cual hasta ese momento se encontraba atrapada: hacer literatura “del país” pero que tenga nivel de competitividad con la europea, que sea tan “agradable de leer como aquélla” ( ontaldo 226). 59

“Existió, sin duda, una manipulación comercial del fenómeno criollista” (ver capítulo “Funciones del criollismo” (Prieto 162). 60

“Las figuras del gaucho y el indio conviven en un mismo plano identitario, que revela la misma falta de conflicto que el paisaje en la medida en que son proyectados con el mismo gesto de naturalización esencialista, son también parte del paisaje…La representación de lo nativo recuperada en las páginas de Nativa — y colocada en el panteón ancestral de la patria por medio de un procedimiento en el que el indio aparece como un ser ingenuo y el gaucho como un valeroso patriota- ampliaría esta idea en la medida en que nos remonta a una visión de los orígenes preexistente a la idea liberal que identifica a la civilización con lo europeo” (Hrycyk 90). 61

“Pero estas dos tendencias así esquematizadas, como se ha dicho, no representan sino dos extremos de un conjunto abigarrado y plural, cuyo espectro permite situar entre una y otra polaridad las manifestaciones concretas de la producci6n literaria de ese periodo. Porque resulta difícil reducir estrictamente a una de ellas la obra renovadora que realizan en esos años, por ejemplo, Cesar Vallejo o Roberto Arlt, Fernando Paz

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Castillo, Le6n de Greiff, Felisberto Hernández, Julio Garmendia, José Gorostiza, Arturo Uslar Pietri, Jorge Carrera Andrade, etcétera” (Osorio 247). 62

“Cuando la obra regional es valiosa, cuando logra difusión en el país y en el mundo, parece que deja de ser regional para convertirse en nacional: tal es el caso de los Romances del Río Seco, de Lugones o Recuerdos de provincia, de Sarmiento. Si el escritor del interior se traslada a uenos Aires y desde allí logra imponerse, … deja también de ser regional para convertirse en nacional” (Videla de Rivero "Las vertientes regionales..." 15). 63

“Y comprendo que Cortázar, demasiado traspasado y acaso medio rendido por el olor y hedor de las calles, se extravía hasta el enojo ante la confesión de la misma experiencia y la menosprecia manoteando” (Arguedas 211). 64 “El afianzamiento de núcleos regionales importantes -Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Tucumán, Salta, Santiago del Estero-, permitirá un movimiento que buscará contrarrestar el predominio cultural de Buenos Aires sobre el resto del país. La reivindicación de la tarea creativa dentro de la sociedad está unida a la intención de marcar la presencia del interior en la cultura argentina” (Poderti 121). 65 “Comienza su actuación un grupo de escritores que, según Luis E. Soto, pertenece a la "generación del '25", y constituye una columna cuyos miembros no tuvieron pretensiones de vincularse con aquellas dos direcciones, reconocidas por la polémica del momento como "Florida y Boedo". No se sentían adversarios de "martinfierristas" o "boedistas" y tampoco tenían órganos oficiales de difusión. Sus miembros no se expresaron a través de manifiestos pero aprovecharon las páginas de Sur, Crítica o La Nación y eligieron el periódico La Vida Literaria -publicado entre 1928 y 1932-, para escribir las colaboraciones que permiten reconstruir el perfil del grupo” (Poderti 123). 66

Ver Mariátegui en la Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg, de Horacio Tarcus.

67

“La noche del estreno fue impresionante ver el gran Teatro Colón lleno en todas sus localidades, inclusive el palco presidencial, donde podíamos distinguir la figura del Presidente de la República, Marcelo T. de Alvear. Asistieron también algunos Ministros de Estado y distinguidos representantes de la sociedad porteña. La presentación comenzó con el Himno al Sol, que fue recibido con entusiastas aplausos” ( alcárcel 220). 68

“Aquel año llegó al Cusco el escritor tucumano Fausto Burgos, hombre con antepasados indígenas y autor de relatos relacionados con la vida andina del norte de su patria… Llegó al Cusco buscando la continuidad de las costumbres y paisajes de su Tucumán; de ese viaje resultó su libro La cabeza de Wiracocha, publicado en 1932. Burgos quedó muy impresionado por la campaña indigenista que realizábamos con Uriel García y otros compañeros de ideales, razón por la que, a este último y a mí, nos invitó a colaborar en "La Prensa", uno de los más prestigiosos periódicos de la capital argentina” ( alcárcel 223). 69

“Es este carácter cosmopolita de los periódicos argentinos el que facilitaba no solamente la inclusión de discursos indigenistas -que podrían parecer exóticos- sino que aseguraba su repercusión en una red europea y continental más vasta. En definitiva aseguraba un valor agregado de prestigio internacional para los escritos de la intelectualidad del sur del Perú” (Kuon Arce et al. 188). 70

“En estas revistas solían aparecer artículos de la actualidad coyuntural o de un alcance menos efímero que apuntaban a consolidar las relaciones entre el Perú y Argentina de una forma genérica. Es cierto que los autores peruanos que con más frecuencia aparecían suscribiendo textos eran fundamentalmente aquellos vinculados al campo de la política y las ideas como José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre y Luis Alberto Sánchez, pero ello no obvia la directa relación con sus posturas y la vinculación a los problemas sociales y culturales del mundo andino…Este panorama complementa por lo tanto, en un círculo más militante o articulado ideológicamente la presencia singular del pensamiento peruano de la vanguardia y de la tradición en tiempos de esta enriquecedora aproximación cultural” (Kuon Arce et al. 224-25).

112 3. La época de las Vanguardias 71

“En Orkopata, un pueblo aledaño de Puno, [ amaliel Churata] presidía un cenáculo o tertulia, una especie de “seminario al aire libre” en cuyas reuniones (llamadas “pascanas nocturas”) se comentaban novedades literarias y políticas. Formaban parte del llamado “ rupo Orkopata”, jóvenes escritores puneños que luego alcanzarían cierta fama nacional y, en algunos casos, más allá de la frontera peruana: los poetas Alejandro Peralta, Emilio Armaza y Luis de Rodrigo, los prosistas Danta Nava y “ ateo Jaika” y otras figuras como enjamín Camacho y el dramaturgo vernáculo Inocencio amani” (Wise 94).

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CAPÍTULO 4. NARRATIVA INDIGENISTA EN ARGENTINA 1. Entre la Colonia y el siglo XX La primera manifestación literaria en la que se denuncia el abuso de un grupo social dominador (en este caso los conquistadores) sobre los indígenas que poblaban el actual territorio argentino lo constituye la temprana crónica de Comentarios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, escrita por Pero Hernández, y publicada en Valladolid en 1555, junto con los Naufragios del adelantado. En el primero se narran los sucesos acaecidos durante la ocupación de tierras argentinas (exactamente entre los ríos Paraná y Uruguay) en 1541, aunque en realidad se trata de un panegírico sobre Alvar Núñez y un libelo en contra del Gobernador, Domingo Martínez de Irala. Los comentarios de Hernández sobre el trato recibido por los indios merece, en palabras de Ricardo Rojas, una comparación con Bartolomé de Las Casas (Rojas Los coloniales 91), y la excepcionalidad que estas palabras adquieren en las crónicas coloniales valen la inclusión de un pequeño párrafo de esta denuncia: Dieron licencia abiertamente á todos sus amigos y valedores y criados para que fuesen por los pueblos y lugares de los indios, y les tomasen las mujeres y las hijas, y las hamacas y otras cosas que tenían, por fuerza, y sin pagárselo…iban por toda la tierra dándoles muchos palos, trayéndoles por fuerza á sus casas para que labrasen sus heredades sin pagarles nada por ello (Núñez Cabeza de Vaca y Hernández 133). Obsérvese la insistencia de Hernández sobre la ausencia de retribución pecuniaria al trabajo y los bienes de los indígenas, hecho que demuestra la consciencia del autor sobre la injusticia del trato infringido, solo aplicable, en la época, a esclavos y animales.

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Recordemos que este texto hace referencia a hechos acaecidos en 1541, y las Leyes Nuevas de Indias, por las que se abolía la encomienda y se prohibía la esclavitud de los indios, fueron aprobadas en 1542. Sin embargo, la apreciación de Rojas es exagerada, pues el discurso de los Comentarios, por apologético, no es veraz, y este fragmento está inserto en una comparativa sobre el comportamiento de Alvar Núñez y el de Irala. A lo largo de todo el texto se puede apreciar el maniqueísmo de Hernández, basado sobre todo en defender a Cabeza de Vaca de ciertas acusaciones gravísimas ante el rey. Además, en el resto del texto, Hernández ofrece una imagen del indio similar a la escrita en otras crónicas de la época y por tanto radicalmente diferente a la de Las Casas. Estos eran tildados como crueles, antropófagos, salvajes y simples, con lo cual podía argumentar la guerra justa sepulvedana. El mismo las Casas también tuvo algunas palabras en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de 1552, no como testimonio directo, ya que no llegó a viajar allí, aunque el dominico sospecha que el actual territorio argentino no supuso una excepción: “Ninguna duda empero tenemos que no hayan hecho y hagan hoy las mesmas obras que en las otras partes se han hecho y hacen” (156). Como documentación, aporta una prueba del Consejo de Indias para aportar veracidad a la barbarie de un gobernador español que asesinó a cinco mil indígenas por negarse a darles de comer: “ enimos a serviros de paz y matáisnos; nuestra sangre quede por estas paredes en testimonio de nuestra injusta muerte y vuestra crueldad” (157). Desde este momento hasta el siglo XIX no se ha podido rastrear en la narrativa argentina ninguna mención al abuso sobre los indígenas. Como referentes y personajes,

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desde luego, sí tienen amplia cabida, pero la concepción que el cronista o autor tenía de ellos hace imposible su compasión. En cambio, sí se han podido encontrar textos en los que se denuncia el mal trato, aunque forman parte de actas, probanzas o sentencias judiciales, es decir, terreno ajeno a la literatura.

uchas de estas “buenas acciones” de los españoles en

tierras argentinas se encuentran recogidas en el excesivamente parcial estudio de Prudencio Bustos Argañaraz, El indigenismo en la Argentina. El texto ofrece documentos valiosos, aunque su opinión tendenciosa, católica y españolista invalidan la investigación, cuyas conclusiones atribuyen a los españoles un comportamiento angelical por cuanto los beneficios de la evangelización, mientras que duda de los asesinatos masivos de indígenas, justifica la guerra contra estos en los casos de levantamientos crueles y califica la encomienda como un bien necesario. Se hace preciso puntualizar que la Argentina colonial no era precisamente un foco intelectual debido a la lejanía de Buenos Aires a la capital del Virreinato, Lima. Santa María del Buen Ayre, fundada por primera vez en 1534, fue considerada hasta la instauración del Virreinato del Río de la Plata como puerto de contrabando de esclavos y minerales, donde la corrupción y la criminalidad dominaban la escena (O'Donnell 35-54). En la época colonial Córdoba se erigía como centro cultural de la zona, donde, en 1613 la Compañía de Jesús había fundado la primera universidad argentina. Como responsables de la evangelización, los jesuitas la realizaron en guaraní o en quechua, a pesar de la gran cantidad de lenguas diferentes que se hablaban en todo el territorio argentino. Asimismo, varios jesuitas asentados en Córdoba escribieron gramáticas y glosarios de las lenguas de la región, como Gramática de la lengua mbayá e Historia del Plata, de José Sánchez Labrador. Sin embargo, con la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, la Universidad, el Archivo y la Biblioteca fueron trasladados a Buenos Aires, donde el ambiente literario no era el más propicio, debido a su condición de puerto.

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Con el cambio de siglo y la independencia, el Romanticismo se fue imponiendo como opción estética de la mano de Esteban Echeverría, que preparó el camino para el indianismo en la literatura. Como comentábamos en anteriores capítulos, el indianismo retrataba personajes indios exóticos a la manera de Chateaubriand, muy alejados de la realidad. Sin embargo, existe un antecedente curioso en el teatro argentino: el drama Tupac-Amaru, de 1821, y atribuido al actor de origen peruano Luis Ambrosio Morante. En este se realiza una defensa del indígena peruano, pero por su filiación genérica no será analizado aquí. Habrá que saltar hasta la segunda mitad del siglo XIX para encontrar las primeras manifestaciones literarias de defensa hacia el indígena argentino, y muy probablemente la segunda narración preindigenista en todo el continente americano (después de El Padre Horán, de 1848). Su autora, Juana Manuela Gorriti, nacida en Salta en 1818, fue una de las figuras más extraordinarias de la literatura argentina del XIX. Su obra, La Quena, publicada en 1845, ha sido considerada como la primera novela argentina72, adelantándose a Amalia, de José Mármol, en seis años. Gorriti, hija de un héroe de la independencia, estuvo en contacto con el mundo indígena durante toda su vida. Además de haber nacido en Salta, durante la dictadura de Rosas se instaló primero en Sucre y finalmente en Lima, donde desarrolló gran parte de su actividad intelectual y fue reconocida entre sus contemporáneos por su activismo literario y político. Amiga de Ricardo Palma y Clorinda Matto de Turner, Juana Manuela fue la anfitriona de un prestigioso salón literario en la década de 1870 y dirigió la revista La Alborada (1874-1875), con interesantes artículos periodísticos femeninos. Su producción

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literaria se centraba en temática indígena, coincidiendo con el incaísmo73 prevaleciente en la región que, como señalábamos en el capítulo segundo, exalta las virtudes de la sociedad incaica sin tener en cuenta a sus descendientes. Pero entre su ingente obra, un relato, “Si haces mal no esperes bien”, inaugura el indigenismo en la literatura, como René Prieto ha dejado entrever ( onzález Echevarría y Pupo-Walker 144) mientras que Efraín Kristal lo incluye dentro de la nómina de obras indigenistas, y sitúa a El padre Horán, del peruano Narciso Aréstegui como la precursora. El cuento, dividido en cuatro capítulos, fue publicado en 1861 en La Revista de Lima y posteriormente en La Revista de Buenos Aires. En él se retratan las consecuencias de la opresión hacia el sector indígena de la población, centrándose en un drama romántico de nefastas consecuencias. La trama comienza con la violación de una indígena por parte de un militar peruano. Cinco años más tarde, la niña indígena fruto de esta relación es secuestrada por unos soldados, que la envían a Lima junto a otros indios, aunque en el camino son emboscados y la niña queda sola. Un naturalista francés la encuentra y la envía a París. Hasta aquí la historia recuerda temáticamente el comienzo de Cartas de una peruana de Françoise de Graffigny, anticipación del Romanticismo y del indianismo exotista. Doce años más tarde, el cuento continúa con la relación epistolar entre dos hermanos peruanos. Él dice haberse enamorado de una joven francesa, con la que se casa y parte a Lima con ella. Amelia, la esposa del joven, reconoce el entorno peruano en su memoria, y la visión de su suegro, un coronel, le produce repulsión, tras lo cual enferma y es enviada a la sierra. En el viaje, una mujer indígena aborda al coronel reclamándole a su hija secuestrada doce años atrás. Por la noche, la misma mujer entra en la habitación de

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Amelia donde le revela su identidad y la de su padre. Ante la sorpresa y el desquicio por el incesto, Amelia muere y su marido entra a un convento. Gorriti focaliza el abuso de una sociedad feudal corrupta en la “trinidad embrutecedora” que onzález Prada denunciaría treinta años después: el cura, el juez y el soldado, y lejos de concentrar su historia en la elitista descendencia inca, lo hace con los anónimos indígenas sometidos durante siglos por el europeo y el criollo, y a los que cede su voz para denunciar la tiranía y el abuso: Dicen que nuestros padres, poderosos en otro tiempo, reinaron en este suelo que nosotros pagamos tan caro; y que los blancos viniendo de una tierra lejana, les robaron su oro y su poder. No sé si eso es cierto, pero ahora que somos pobres, ahora que nada pueden ya quitarnos, nos roban nuestros hijos para hacerlos esclavos en sus ciudades (Gorriti 179). Aunque el discurso de Gorriti no es reivindicativo, es necesario tener en cuenta la similitud entre este relato y Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner, ampliamente difundido como la primera manifestación literaria indigenista y publicado en 1889, casi treinta años después que la argentina74. Si bien la trama del cuento no incluye localizaciones ni personajes indígenas argentinos sino peruanos, conviene recordar el origen de la autora, Salta, para acercar el noroeste argentino a la sierra peruana y asignar la idea de una comunidad imaginada en el altiplano andino. Rudolf Grossmann, en su obra crítica Historia y problemas de la literatura latinoamericana, estudia los fenómenos literarios en Latinoamérica y los divide por género, temática y país. En el denominado “tema indianístico-indigenista y socio-rural/ social

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campestre” de finales del siglo XIX y principios del XX incluye varias obras de autores argentinos, Una excursión a los indios ranqueles (1870), de Lucio V. Mansilla, Cuentos de la Pampa (1903), de Manuel Ugarte y ciertas obras de Roberto J. Payró, que encasilla correctamente dentro del ambiente rural (Grossmann 417-19). A pesar de que en su introducción se aprecia un esfuerzo notable por identificar y diferenciar el indianismo del indigenismo, subyace en la crítica de Grossmann una visión colonialista, al tratar de acercar la educación y la cultura occidentales al universo indígena para superar la situación de dominación. Al describir el despertar indigenista en el siglo XX, Grossmann advierte en el desarrollo de las identidades nacionales una necesidad de reconocer que una educación mejor y un nivel digno de un ser humano, hasta ahora monopolio de los blancos, constituyen condiciones previas indispensables y se señala como meta al indio el imponerse en los medios de los blancos y así acabar por dominarlos. La idea directriz de los literatos que lleva a esa conclusión, es la siguiente: tal como viven los indios – como todavía viven – como simples “autóctonos”, no puede subsistir (61-62, énfasis añadido). Trataremos brevemente estas dos obras para denegar su adscripción indigenista y poner en duda la indianista. Tal es el caso de la obra de Mansilla, curioso ejemplo de la autoconsciencia de la superación de la dicotomía civilización-barbarie. Se trata de un diario epistolar escrito posteriormente a una misión encargada por el gobierno para tratar de pacificar a los indígenas ranqueles, que tuvo lugar poco antes de la Conquista del Desierto. El escritor convivió con los indios durante algún tiempo durante el que desarrolló un fuerte vínculo afectivo con estos que le hizo plantearse muchos de los prejuicios con los que inició su viaje. A pesar de la confraternización patente con los indígenas, Mansilla cae en digresiones inoportunas, inconstancias ideológicas continuas y en ningún momento plasma

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una reivindicación denunciatoria; antes, al contrario, está sumido en una postura positivista que no rebate la superioridad de ciertas razas sobre otras. Sí puede afirmarse que Mansilla adopta una posición postcolonialista75 al cuestionar los supuestos beneficios de la civilización occidental sobre la barbarie indígena, lo cual coloca a su autor por encima éticamente de sus contemporáneos. Si bien Una excursión… no está adscrito, desde luego, al género indianista ya que el retrato de los indígenas no se corresponde con el exotismo predominante en la literatura de este tipo, tampoco encaja en la narrativa indigenista por su condición de ensayo y por la postura ambivalente de su autor. Cuentos de la Pampa también se inserta en una posición intermedia. Su autor, Manuel Ugarte, socialista conocido por su discurso hispanoamericanista, contrario al imperialismo, y contemporáneo de Ricardo Rojas, articula un discurso conciliador, sin exceder de los clichés anticolonialistas. En uno de sus cuentos, “El curandero”, la voz del narrador se impone para agasajar al indígena vencido y “dócil, franco y afable” frente al “irritable”, “desconfiado y quisquilloso” indígena que no quiere aceptar su derrota. Son notables los esfuerzos de Ugarte por ensalzar los bienes de la civilización sobre el “indio vencido y maniatado” a quien, si bien no desprecia, tampoco elogia. El resto de cuentos de temática indígena deambulan entre la simpatía conciliadora y el darwinismo social76, que convierten su discurso en una condescendencia poco tendente a la denuncia. Con la entrada del nuevo siglo y la crisis de identidad instalada en Argentina y analizada previamente en el capítulo 2, una figura se erige preeminentemente para rescatar y defender al indígena, Ricardo Rojas. Prácticamente en todas sus obras, Rojas señala la herencia indígena como una de las que conforman la identidad argentina, y durante toda su

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vida denunció la invisibilidad del indígena argentino, su sumisión, el olvido por parte de las autoridades y ejerció una férrea defensa de la herencia cultural de los indígenas “puros”. En El país de la selva, Rojas traza cuadros semificticios sobre la vida y las costumbres de Santiago del Estero, a los que añade la historia ensangrentada y fantasea con un porvenir poco halagüeño. Llama la atención que los cuadros donde inserta mitos, leyendas y costumbres parecen ser compartidos por indígenas y criollos que desemboca en un sincretismo cultural en ambos sentidos. Aunque denuncia los males de la civilización sobre los indígenas, Rojas se sitúa en un estadio posterior al indigenismo, pues su actitud es igualitaria y ecuánime. En ocasiones, de no ser por la identificación lingüística, el lector no puede inferir la raza del personaje. Se le podría tachar a Rojas su posición despreocupada hacia la situación del indígena, pero debemos tener en cuenta que El país de la selva fue escrito cuando el escritor contaba veintitrés años. En sus posteriores obras, ya no de ficción, se acentuará su preocupación, como podemos observar en el artículo que escribió, en 1943, para la revista América Indígena, órgano de difusión del Instituto Indigenista Interamericano, creado en 1940. En dicho artículo, Ricardo Rojas exhibe su conocimiento sobre la situación indígena en Argentina, su censo, su historia, su problemática y la visión del resto del país sobre esta. Propone soluciones educativas y agrarias para los indígenas y una mayor difusión de su cultura para el resto de argentinos, a quienes sigue considerando sus antepasados mestizos, y sostiene que sin los cuales, Argentina habría tenido una historia bien diferente. El siguiente fragmento sintetiza el pensamiento de Rojas sobre la cuestión india: No pedimos caridad para el indio actual; pedimos justicia en el conocimiento y en la acción. El indio fué el primer hijo del país. Los que

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hoy quedan sobre la tierra de sus padres, son habitantes amparados por la Constitución: hombres como nosotros, argentinos como nosotros; pero además ellos presentan, según se ha visto, un título hereditario y una posesión milenaria, que los inviste de un privilegio…Los indios argentinos que aún sobreviven, pocos o muchos, son los herederos de los que han muerto (algunos por nuestra culpa) y representan a los que murieron. Para ellos pedimos tierra; pero sabemos que el hombre autóctono vale más que esa tierra. Para ellos pedimos escuela; pero sabemos que el espíritu autóctono vale más que esa escuela…Si menospreciamos al indio comenzaremos a menospreciar lo nativo. Este “valor” de lo nativo, o sea de lo indígena, debe ser ingrediente de nuestra cultura…Sin el nuevo espíritu que preconizamos serán estériles las leyes agrarias y las escuelas indígenas que pedimos para ellos, en un sistema combinado de tierra y educación (Rojas "El problema indígena en Argentina" 113). Años más tarde, en 1942, y en el exilio en Tierra de Fuego, denunció el exterminio de las etnias fueguinas por parte del estado argentino y criticó fuertemente el positivismo de Darwin hacia estos en su obra Archipiélago. Aunque su sensibilidad respecto a las masacres de los indígenas quedó aquí demostrada, sobre un hecho acaecido antes de su nacimiento, no hemos encontrado rastros de la opinión de Rojas sobre la realidad que circundaba a los indígenas en diferentes partes del territorio argentino. En particular nos referimos a la explotación continuada de estos en diversas provincias y que fueron plasmadas en las novelas que analizaremos a continuación y que constituyen por tanto el eje central de esta tesis.

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2. Novelas analizadas Una vez plasmados el marco teórico, las implicaciones históricas y los antecedentes literarios, arribamos a la parte principal de esta disertación, que confirma, por medio de cinco novelas, la existencia de narrativa indigenista en Argentina. Corresponde en este punto examinar las razones de la inclusión de estas, cuyo número constituye además una decisión simbólica por parecer suficiente para demostrar la tesis. Por supuesto, las conclusiones de esta investigación no cancelan su continuación con la búsqueda y adición de otros ejemplos que resolverían por fin una normalización en el catálogo de obras literarias indigenistas argentinas. Como adelantábamos en la introducción, las fechas, la diversidad en la procedencia de los autores y los diferentes tipos de problemática tratada han sido factores clave para la elección de estas obras, que además reflejan de manera excepcional no solo los postulados teóricos del indigenismo clásico, sino además los específicos del indigenismo argentino, que desgranaremos a continuación. Tomás Escajadillo estableció en 1971, en base a la producción indigenista andina, un rango de fechas durante las que se desarrolló el indigenismo ortodoxo, denominación de su cuño para identificar la mayor parte de la producción literaria indigenista en su primera fase para desvincularla de otras presencias del tema indígena en la literatura como el indianismo y el neoindigenismo ("El indigenismo..." 117-18). Según el crítico peruano, Cuentos andinos, del también peruano Enrique López Albújar, ostenta el privilegio de ser la primera novela indigenista, publicada en 1920, sin retirar este noble honor a Raza de bronce, publicada un año antes por el boliviano Alcides Arguedas. Sin embargo, a lo largo de su tesis doctoral, y en posteriores publicaciones, Escajadillo insiste en esta afirmación,

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sin dejar de nombrar la novela de Arguedas, pero sin aclarar la ambigüedad que conmina a reflexionar sobre un etnocentrismo que por otra parte, también se apresura a negar. Este rango se cierra en 1941 con la doble publicación de las mencionadas novelas de José María Arguedas y Ciro Alegría, y que según él, inauguran la narrativa neoindigenista. Tomando en consideración los criterios que guían a Escajadillo para formular su rango de fechas, hemos escogido novelas escritas entre esos años. Sin embargo, podríamos razonar que dicho criterio etnocéntrico correría el riesgo de no tener validez en un estudio en el que hemos puesto en duda la amplitud de miras de nuestros teóricos. Ante esto, se impone una reevaluación crítica de dichas fechas, teniendo en cuenta la producción narrativa indigenista en el Cono Sur, si pretendemos eliminar una visión parcialmente nacionalista. Por ello, a priori se impone en nuestro estudio dicho rango tradicional, adelantando su inicio al año 1919 y como contraste se mantendrá hasta el citado año de 1941, en el que además se publica nuestra última novela, Viento de la altipampa. Sin embargo, y como demostraremos con el análisis de El salar, publicada en 1935, corresponde a esta obra de Fausto Burgos el mérito de ser la primera novela neoindigenista, sin que por ello deba acortarse este primer periodo indigenista, para no sucumbir ante el peligro crítico de zanjar épocas literarias e históricas con eventos puntuales. Digamos, en cambio, que la fase del indigenismo ortodoxo se desarrolló en torno a entre 1919 y 1941, sin que ello impida afirmar que sin duda se publicaron novelas indigenistas tanto antes como después de esas fechas, aunque los méritos inaugurales no hubieran tenido lugar en esos años precisos. Por otro lado, la procedencia de los autores de las novelas analizadas ofrece una diversidad étnica e histórica respecto al referente y a la problemática tratada. Dicha

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diversidad condiciona en cierta medida el apelativo “andino” al indigenismo de estas regiones, ya que, entre las obras escogidas, Viento norte y Viento de la altipampa, por ser sus autores y sus referentes de Santa Fe y La Rioja respectivamente, no entrarían dentro de esta catalogación de indigenismo. Sin embargo, no tratamos en esta tesis el indigenismo argentino por cuanto a su dimensión andina, sino por cuanto a su dimensión global, como expresión artística inequívoca y específicamente americana. En este sentido, sería lícito afirmar la inadecuación de ciertos rasgos del indigenismo peruano o mal llamado andino a la realidad no solo de las zonas no andinas de Argentina sino también de las andinas, debido a los desarrollos y evoluciones políticos tan diferentes que tuvieron lugar en unos y otros países. Efectivamente, debido a la negación racial existente en Argentina, y por ende, a la invisibilización de indígenas, estos son retratados como personajes exóticos en las novelas Viento norte y La mano que implora, algo impensable en la literatura peruana o incluso en la noroéstica argentina. Por otro lado, la evolución del movimiento social en ambos países avanzó por cauces tan diferentes que las realidades reflejadas en la literatura neoindigenista serían radicalmente distintas. A esto se refería Antonio Cornejo Polar al revisar las características del neoindigenismo postuladas por Escajadillo, cuando temía que una de ellas, la ampliación del tratamiento del problema, cancelase el indigenismo en sí, debido a la relajación de las tensiones entre los dos polos raciales en Perú en la década de los 50. En Argentina se tuvo que llegar hasta el siglo XXI para que los indígenas fuesen reconocidos oficialmente. Nada nos impediría, por consiguiente, admitir a Hombres grises montañas azules y El salar como novelas del indigenismo andino por cuanto sus especificidades técnicas y

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temáticas, aunque en esta tesis nos referiremos a todas las novelas analizadas como representativas del indigenismo argentino, cuya característica insoslayable, la invisibilidad, es, por otro lado, común y exclusiva de este subtipo de indigenismo. Por tanto, y como señalamos en el capítulo 1, la adecuación de los postulados generales del indigenismo por parte de los críticos peruanos es correcta si se señalan debidamente las incoherencias propias a la realidad de cada país o zona. La procedencia del referente y sus autores guarda íntima relación con la problemática tratada, pues ambos criterios muestran, por un lado, la presencia explícita de indígenas en diversas partes de Argentina con sus luchas específicas y, por otro, el denominador común de las obras, la invisibilización del indígena argentino. Dicho rasgo se aprecia claramente en las obras tratadas por medio de diferentes recursos que sus autores utilizan para reflejar una realidad factible que en último término trasciende fronteras epistémicas, ya que estos autores y novelas fueron olvidados tanto por la crítica argentina como por la crítica indigenista. En las novelas analizadas asistiremos a un tratamiento de esta invisibilización desde diferentes perspectivas, lo cual nos proporcionará una diversidad aún mayor para justificar los criterios de selección de estas obras. La mano que implora y Viento norte exploran dicho rasgo desde el exotismo. Su cualidad, según el DRAE, en su primera acepción significa: “extranjero o procedente de un país o lugar lejanos y percibidos como muy distintos del propio”, y en su segunda: “extraño, chocante, extravagante”. Por tanto, el indígena retratado en estas novelas es percibido por el narrador – y en su momento veremos si dicho narrador coincide con el autor – como un personaje extraño, diferente o incluso perteneciente a una nación y evidentemente, cultura distintas. No debemos, sin embargo,

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confundir este exotismo con el propio que caracteriza al indianismo. En nuestro caso, la voz del narrador y de ciertos personajes observan al indígena, al referente, como un ser diferente desde su perspectiva, pero en un plano cercano y relativamente realista. Los autores indianistas específicamente describían a los indígenas como seres totalmente alejados de la realidad, probablemente inspirados en el ideario social. Veremos más detalladamente en el análisis de La mano que implora la posición de Carrillo respecto a unos y otros indígenas, ya que animaliza a los tobas pero humaniza a los puneños, descartando así su pertenencia a un grupo étnico específico. Por ello, su novela ha sido considerada en esta tesis como un paso intermedio entre indianismo e indigenismo. Muy distinto es el caso de la novela de Alcides Greca, ya que en ella los indígenas son mostrados desde las diferentes miradas de los colonos y pone de manifiesto con maestría la parcialidad de dichos criterios. Es decir, nos encontramos ante un exotismo consciente. En cualquier caso, ningún autor indigenista no indígena sería por otro lado capaz de apartarse de una perspectiva exótica al tratar a un referente a cuya comunidad no pertenece, hecho adelantado por

ariátegui cuando aseguraba que “La literatura indigenista no puede darnos

una versión rigurosamente verista del indio… Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla” (283) La invisibilización explícita como rasgo predominante de este indigenismo argentino lo exponen Fausto Burgos, Pablo Rojas Paz y César Carrizo. Los personajes indígenas de sus novelas deambulan por las páginas pero constituyen una masa silenciosa imperceptible y ninguneada. Hombres grises montañas azules muestra el desagravio en toda regla que los poderes fácticos propinan a los indígenas, quienes no valen nada; Viento

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de la altipampa exhibe la soledad institucional a la que son condenados, mientras que en El salar, el lector asiste a la esclavitud del trabajo indígena ante la condescendencia y la impasible complicidad del resto de la sociedad. Es en estas tres novelas donde más patente se muestra la dramática situación de los indígenas argentinos quienes, al no ser reconocidos ni por la sociedad ni por las instituciones, no les está permitido elevar sus quejas. Tampoco les está permitido a los mocovíes de Viento norte quienes, al rebelarse con justas reclamaciones, obtienen una masacre por respuesta, o a los tobas de La mano que implora, quienes ni siquiera representan al ser humano, y desde luego tampoco a los puneños de la misma novela, para los que las mentes pensantes del país reservan una solución más propicia a sus aspiraciones legendarias.

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2.1. La mano que implora (1923) Antes nos pagaban mensualmente. Perón hizo que nos pagaran cada 15 días. Cuando llegó Perón tuvieron que dejar de usar el látigo y de insultarnos. Antes, todos los jefes llevaban un revólver en el cinturón; cuando Perón llegó, esto les fue prohibido. Antes, acostumbraban a mirar cómo habíamos hecho el trabajo, y si no estaba bien, no le pagaban a uno. Antes, acostumbraban a patearnos, a tirarnos de las orejas, a hacernos trampa con la caña. Y si alguien era sorprendido comiendo caña porque estaba hambriento, lo encerraban (Teruel y Lagos 473).

Esta novela insertada dentro de la trilogía Tres novelas jujeñas la firma quien fuera primer gobernador del Partido Radical en la provincia de Jujuy, Horacio Carrillo (18871955), entre 1918 y 1921. El dato no sería relevante si no tuviéramos en cuenta las iniciativas políticas, civiles y económicas que llevó a cabo durante su mandato, en una provincia, Jujuy, que atravesaba un periodo francamente crítico en los ámbitos económico y social. Entre los acuciantes problemas, destacaba el del arrendamiento de la tierra en la Puna a los indígenas, un conflicto que coleaba desde mediados del siglo anterior, y sobre el que el propio Carrillo planteaba una solución. Estas ideas serán expuestas en la novela analizada, cuyo argumento resulta solo una mera excusa para la transmisión de su proyecto político, mucho más atractivo a través del exemplum. La novela se desarrolla en Ledesma, uno de los ingenios azucareros más influyentes y exitosos del área subtropical de Jujuy. A este y otros ingenios se desplazaban todos los

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años trabajadores temporeros provenientes de otras zonas de la provincia y en ocasiones, de otras provincias y países, como Bolivia. Desde 1916, este ingenio sufrió las huelgas y protestas de los trabajadores que reclamaban mejorar sus condiciones laborales. En 1918, la situación se había agravado tanto que el gobernador Carrillo resolvió las diferencias estableciendo la jornada de 9 horas, salarios acordados y reconocimiento de sindicatos. a. El problema de la tierra en la Puna, Jujuy La región de la Puna representó desde siempre la población más numerosa de indígenas en toda Argentina hasta que el proyecto nacional del siglo XIX se encargó de su “desaparición”, al considerar “ciudadanos” a todos los argentinos, política que, lejos de reflejar un igualitarismo incomparable en la época, borró de la memoria las huellas de su cultura y su lengua. Como vimos en el segundo capítulo, estas políticas de asimilación tuvieron lugar en todo el territorio argentino, siendo la Puna uno de los ejemplos paradigmáticos. En tiempos de la Colonia, dos tercios de la población indígena vivían en condiciones de semiesclavitud, pues no eran propietarios de sus tierras y debían pagar un doble tributo: el impuesto a la corona y el arriendo, que lo satisfacían por medio de dinero y trabajo o pastaje. Después de la independencia, cada gobierno provincial fue responsable de la manera de erradicar el tributo indígena y en la Puna estos siguieron pagando una suerte de impuesto hasta 1840, a cambio del no enrolamiento de los indígenas en los ejércitos argentinos como consecuencia de las guerras que tuvieron lugar en la región hasta 1875. En esa fecha, la situación de los indígenas era lamentable por las secuelas bélicas y las sequías, por lo que las demandas no tardaron en aparecer, en parte debido a que el otro tercio de los indígenas con posesión de la tierra perdió sus derechos de la noche a la mañana77, a favor

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del Estado. La batalla de Quera, en 1875, no resolvió las disputas, y más de 200 indios kollas murieron. Entre 1923 y 1924 tuvieron lugar diversas huelgas entre los puneños para reclamar su derecho a la tierra, que terminaron con resultados dramáticos. Durante las siguientes décadas la situación no mejoró, y aunque se plantearon diversas soluciones, ninguna finalmente se llevó a cabo, ni siquiera durante el gobierno de Perón, a pesar de que este cambió radicalmente la forma de trabajo y prácticamente acabó con la semiesclavitud. En 1994, la Reforma Constitucional reconoció la existencia de los pueblos indígenas y sus derechos sobre la tierra, pero en general, su situación dista mucho de haber mejorado, ya que los índices de pobreza en la Puna son de los más altos de América Latina, en parte por las razones históricas reseñadas y en gran parte, porque nunca se tuvo en consideración la participación de los indígenas en la toma de decisiones (Teruel y Lagos 391-401). Esto demuestra de nuevo la validez del pronóstico de González Prada en 1904 sobre la solución del problema indio que, según él, se redimiría gracias a su propio esfuerzo, y no a través de la compasión de sus opresores. b. Análisis de la novela Con un hilo argumental muy débil, “La mano que implora” rebasa el mero pasquín político por cuanto su adscripción a la narrativa indigenista. La historia comienza con la llegada a la población de Ledesma (Jujuy) de un tren abarrotado de indígenas y mestizos procedentes del altiplano andino argentino para trabajar en los ingenios azucareros. Uno de sus pasajeros, Pedro Alancay, llega para trabajar al servicio de una familia alemana, dueña de un lote de tierras, cuyo cabeza es don Guillermo, quien confraterniza rápidamente con sus empleados, y cuya hija, Elsa, estudiosa de las hierbas de la región, se enamora de Pedro. En una cacería de vicuñas organizada por el patrón se desarrolla el capítulo

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principal, que consiste en la plasmación de las ideas de Carrillo, contrarias a la revolución, para resolver los problemas económicos y sociales de los puneños, ideas que convencen a Alancay, principal defensor del reparto de la tierra. Sin embargo, la felicidad naciente por el nuevo proyecto político se trunca ante la decisión de la joven alemana de lanzarse por un peñasco y suicidarse, debido a la hosquedad y desatención de su amado. El foco de la novela se centra en dos personajes, Pedro y don Guillermo, trabajador y patrón, pero la importancia argumental recae en la hija de este, pues la novela termina con su muerte, hecho que deja al descubierto varias imprecisiones temáticas, ya que el autor apenas ha trasladado el eje narrativo hacia esta. Su inclusión, no obstante, le permite introducir elementos autóctonos de la región, por medio de los estudios de Elsa sobre las hierbas, que unido a la caza de vicuñas facilita el dibujo de un entorno específico. Pero tanto esto como el mismo argumento de novela sentimental se observan forzados después de un inicio prometedor, pues el estilo narrativo de Carrillo no adolece de los errores de aquella, antes bien, la gramática es correcta (a pesar de la utilización del verbo haber como personal, error asociado a su procedencia), la elección de las palabras, sutil y sin alardes filológicos ni barbarismos, con adjetivos próximos al modernismo pero en ocasiones acuciado por una flojera romántica que nada añade a la trama, como se observa en el siguiente párrafo conducente a la descripción de la familia alemana: El alemán, con su familia, vivía y administraba un lote, siendo una especie de señor de horca y cuchillo dentro del perímetro encomendado a su celo. Tenía su chalet limpio, blanco, lleno de plantas raras, cuidado con arte y dedicación por su esposa, una suave hija del Rhin. Tenían dos hijos: Federico, que auxiliaba a su padre en las faenas del lote, y Elsa,

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blanca omo una flor del aire y rubia omo los ra imos del “ arnaval” (100-01 énfasis añadido). A pesar de estas deficiencias literarias, existen, a lo largo de la novela, y en el argumento central de la misma, rasgos precisos del indigenismo ortodoxo, como define Escajadillo a la novela anterior a la neoindigenista, y que incluye, además de la mencionada denuncia social, la ruptura con el pasado y el acercamiento al referente. La originalidad de la novela reside en dos cuestiones que se alimentan entre sí. En primer lugar, la denuncia de las condiciones de extrema pobreza que sufre el puneño, tipo humano característico del noroeste argentino, lo cual le servirá a Carrillo para exponer su proyecto político, o quizá para justificar su gobierno anterior en Jujuy, pues esta novela fue publicada dos años después de finalizado su periodo legislativo, durante el cual, la industria azucarera se convirtió en el motor económico de la provincia. En La mano que implora, asistimos, al comienzo de la historia, a dos acontecimientos de importancia en relación a las injusticias sociales cometidas sobre el indígena argentino. En primer lugar, la llegada masiva de puneños para trabajar en los ingenios del azúcar retrata las condiciones de miseria que sufren en sus lugares de origen, en la Puna, circunstancia que será comentada ampliamente en el análisis de la novela El salar, localizada en ese territorio. En segundo lugar, esta migración corresponde, en parte, a la llamada de los hacendados ante la falta de mano de obra tras la retirada de los indios tobas hacia el Chaco, su provincia originaria. El dibujo de Carrillo sobre el arribo de los puneños es desolador, pues abunda el detalle de la pobreza de sus vestimentas, su suciedad e incluso de su estado anímico, aunque en ningún momento especifica su origen indígena, por lo que, a tenor de sus

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descripciones y de la posterior biografía del protagonista, inferimos que su relato apunta a mestizos: Eran hombres rudos y silenciosos de la montaña; eran mujeres negras y magras, con sus crenchas al viento en las ventanillas, como crines de potros salvajes; eran criaturas flacas y sucias, desmendradas y atónitas ante aquel volar desenfrenado del tren; y era un hedor a coca, a lana de oveja, a trapos usados y “rusas” viejas y desgastadas en los riscos de las serranías. De todos los rumbos de Humahuaca había bajado aquella gleba de sacrificio y dolor… (93-94). El mestizaje no se deduce solo por esta y otras descripciones, sino por la confrontación con los indios, que permite discernir en la narración del jujeño la captación de una alteridad, si no peyorativa, si, al menos, extraña para el autor. La frase “Los puneños han venido a reemplazar, en parte, el trabajo de los indios del Chaco” (98) identifica al puneño con un tipo humano diferente al del indio. Si tenemos en cuenta que en los años en que fue escrita esta obra, los únicos habitantes occidentales de la Puna eran hacendados y comerciantes extranjeros, la turba de la que habla Carrillo no puede ser otra sino indios y mestizos del Altiplano. Él mismo enumera los lugares de los que provienen: Negra Muerta (Santiago del Estero), Rodero, Aguilar, Uquía, Abra Colorada y Caspalá (Jujuy), todos ellos con propiedades demográficas muy específicas. Sin embargo, Carrillo diferencia entre indios tobas y puneños, a pesar de que ambos forman parte de la herencia humana de los pueblos originarios argentinos. El adjetivo puneño, por otra parte, solo hace referencia al origen geográfico – ni siquiera político – ya que la Puna, actualmente, está habitada por diferentes etnias, a saber, kollas, atacamas y toaras (Cruz y García Moritán 163-68). La etnia toba, no obstante, es originaria del Chaco, provincia desde la que iniciaron varias migraciones internas producidas por diversas causas, entre ellas, las expulsiones, el

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arrinconamiento, la invisibilización, las masacres y la sobreexplotación. Los indios del Chaco fueron sistemáticamente tratados como esclavos desde mediados del siglo XIX a nivel institucional, siendo enviados a diferentes ingenios para trabajar en condiciones infrahumanas, aunque a partir de 1924 se prohibió sacarlos de su territorio (Teruel 195). Debido a esto, hoy día, en la provincia de Jujuy, aún existen poblaciones tobas en el departamento El Carmen, no muy lejos de Ledesma (Cruz y García Moritán 168). Pese a esta diferenciación, la descripción de los puneños encaja con el estereotipo del indígena kolla en vestimenta, pensamiento y costumbres: “el poncho y la ‘chuspa’ de coca”, “en las comisuras de los labios verdeaban partículas de coca”, “vestían el barracán de los rústicos telares, el poncho vistoso, de colores resaltantes y cubrían las cabezas con el sombrero ovejuno” (94) y “los partidos les ofrecían la tierra de sus mayores” (95). Es este último deseo el que finalmente nos confirma que efectivamente se trata de los descendientes de las poblaciones precolombinas, y en estas disquisiciones se detiene Carrillo para justificar el ansia de los puneños por la posesión de su otrora tierra. Esta, al fin, es la excusa última de la novela, la solución a los males de los indígenas puneños, a la cual volveremos posteriormente. Retornando a los indios tobas, el autor les dedica casi un capítulo en el que hace constar la distinción de manera muy explícita, y a través de los ojos del protagonista, Pedro Alancay, supuestamente un mestizo puneño y pretendidamente revolucionario. Los tobas, a diferencia de los nuevos trabajadores puneños, viven hacinados en cañaverales, en condiciones antihigiénicas, con otros animales, alcoholizados, embrutecidos y salvajes, que ante un eclipse de luna reaccionan de manera irracional. Alancay, que ya ha sido civilizado, se debate entre el misticismo de sus antepasados y el progreso que conlleva la civilización.

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La narración de Carrillo en este capítulo no resulta completamente despreciativa, pues se exhibe cierta simpatía condescendiente, pero su actitud es maniquea y sarmientina, en pleno siglo XX. La estrategia del autor jujeño pasa por demostrar una diferencia abismal entre ambas etnias, pues mientras la primera – la puneña – ya se ha demostrado que puede ser civilizada y por tanto capaz de raciocinio, la segunda – los tobas – aún se encuentra en un estadio de civilización muy atrasado. Estamos, pues, ante un racismo selectivo. Recordemos ahora que la novela indigenista es considerada por Kristal como un fenómeno urbano, es decir, el destinatario es exclusivamente una elite letrada, y nunca los propios indígenas, quienes, a pesar de constituir el referente, no se sentirían identificados con estas imágenes. Carrillo acababa de terminar su gobierno en la provincia de Jujuy y en unos pocos años iba a ser llamado a representar a Argentina en Bolivia, por lo que sus intereses recaían en reconocer no solo algunos derechos a los indígenas, sino en diferenciar distintos tipos. No es lo mismo, desde luego, un “indio del Chaco” que un puneño, al que ni siquiera antepone el apelativo “indio”. Las reflexiones de Pedro Alancay sobre la posesión de la tierra en la Puna al abrigo ahora de la exuberancia selvática de Ledesma siembran dudas en su pensamiento y en el de su entorno, al ser aquella una tierra yerma y tímidamente favorecida por el pastoreo. Sugiere Carrillo los sobornos de los partidos políticos que, con falsas promesas electorales de entrega de tierras, depositan esperanzas en los puneños por recuperar el territorio de sus antepasados, quizá su mayor deseo, que justifica el autor, aunque no lo comparte, como se verá durante el capítulo principal. En este, el patrón alemán, rodeado por una áurea de solemnidad, seriedad, rectitud y el respeto reverencial que debía motivar un teutón, emite una argumentación contra el comunismo que dará la solución a los problemas centenarios

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de la Puna. Sin soliviantarse, pero sin posibilidad de rebatirle, arguye con vocabulario un tanto jurídico la imposibilidad de la expropiación debido a la ausencia de bien comunitario, argumento algo falaz por cuanto no considera comunidad a la población puneña y esgrime sus tesis desde una posición excesivamente occidental que rechaza los valores culturales del pueblo indígena. La solución, según Carrillo en boca de don Guillermo, radica en la forestación de la zona, con cultivos y bosques, para enriquecer la región y sus habitantes, sin necesidad de entregarles la tierra, y la explotación de yacimientos mineros. Todo esto, acompañado, eso sí, por una campaña civilizadora que erradique “viejas taras” (147), como el consumo de coca y alcohol. El autor concluye con que la propiedad de la tierra, después de toda esta transformación, “vendrá sola”. La confianza de Carrillo recae en el europeo, no solo por poner en boca de un alemán su propia solución a la miseria puneña, sino también por hacer que los extranjeros utilicen su tecnología, rechazando la de los pobladores originarios: “El problema de la Puna no es cuestión de repartirla entre ustedes, sino de transformarla con la ciencia y la experiencia que otros les ofrecen” (147). A lo largo de la novela, son varios los pasajes en los que el autor menosprecia las tradiciones de los indígenas. La coca, como ejemplo paradigmático, se presenta en varias ocasiones, y no solo en esta novela. Es conocida la ignorancia que sobre la hoja de coca han mostrado los occidentales desde los tiempos de la conquista, y aún hoy sigue ocurriendo. Como hierba medicinal, la coca representa un bien esencial para los habitantes del altiplano, sobre todo para combatir el mal de altura que supone vivir constantemente a 4.000 metros de altitud. Carrillo conoce estos beneficios, pero desconfía de sus efectos secundarios, que producen el enajenamiento del puneño: “Nada dice, en un silencio de

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culto, nada revela, pero es evidente que sueña y que vive instantes de quimera, los únicos momentos dulces y poéticos de su vida dura y chata” (107), y a la vista de esta, la desprecia: “El alemán no podía sentirle el olor de la coca y violentamente le hacía arrojar el acullico, en cuanto tenía que acercársele” (106). Antes de iniciar la cacería, los indígenas realizan una ofrenda a la Pacha-Mama y el narrador interviene para opinar sobre el ritual “de aquellas gentes ingenuas y supersticiosas” (126) y que, sin embargo, ante la burla de un expedicionario, sentencia la venganza de la Pacha-Mama, hecho que no pone en duda a pesar de la frase anterior. Estos rituales, así como la inclusión de un listado de hierbas medicinales para combatir el surumpio, resultan forzados con la intención de aplicar un localismo exagerado para clamar el autor su conocimiento sobre la región. Este tipo de recursos restan universalidad a la obra, colocándola acertadamente en la categoría de literatura regionalista, con el nivel semántico peiorativo que asigna arcia a las obras de este tipo, porque “Es una literatura pintoresca, curiosa, típica, de color local. Acentúa la concitación abigarrada de elementos regionales como en una tienda de artesanías” (Videla de Rivero y Castellino 40) y “Es el recurso de quien no puede hacer otras cosa, que no sabe cómo alcanzar trascendencia en la obra, y encubre esta limitación con una falsa libertad electiva de optar por recluirse en lo regional” (Videla de Rivero y Castellino 41). A pesar de las desconsideraciones con las que el político jujeño repudia la cultura indígena, a pesar de que la novela haya sido escrita con motivaciones políticas, a pesar del comedido desprecio hacia los tobas y a pesar del escaso contacto con la realidad indígena, hemos decidido incluir esta obra dentro de la narrativa indigenista argentina por varias razones, que detallamos a continuación.

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a.

Denuncia social. Si bien el objetivo de Horacio Carrillo no se centraba,

conscientemente, en una protesta para reclamar la atención hacia los indígenas, lo cierto es que lo consigue. Desde el comienzo de la novela, el autor censura las condiciones de miseria de unas y otras etnias, las peregrinaciones de ambas hacia otros territorios en busca de trabajo y sustento y justifica las pretensiones de los puneños por un reparto equitativo de la tierra. Apenaba ver ese rebaño humano transportado así como hacienda y bajo la férula del conchabador, que contaba sus hombres como cabezas de ganado, calculando el importe que percibiría por cada brazo que entregara al Ingenio… (93) b.

Ausencia de incaísmo. Aunque los puneños ansían poseer la tierra de sus

antepasados, y el autor describe con maestría este deseo, la descripción de estos no se ciñe a una imagen romántica y excesivamente estereotipada: Tener la tierra, poseer el solar donde vivieron sus mayores, donde pacen sus rebaños, donde brama el viento y canta el manantial su canción cristalina, donde se yerguen, en las abras, las apachetas de sus abuelos, y el rayo calcina las rocas y corre la sombra vagabunda del cóndor y relincha el guanaco y disparan las suaves vicuñas, y cuando la niebla se desliza por las praderas y el trueno estremece las montañas - ¿no pasa, acaso, la sombra venerada del Inca y sus guerreros? (96). c.

Proximidad relativa al mundo indígena. Carrillo conoce a los puneños y sus

costumbres, aunque en algún momento los desprecie sutilmente. Admira ciertos hábitos, pero sobreestima la comodidad occidental, reflejo de una superioridad económica producto de los abusos cometidos contra ellos. Sin embargo – y por eso decimos “proximidad

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relativa” – utiliza en exceso los tópicos con los tobas, que le restan a la narración cualquier realismo: La tribu entera berreaba en forma inusitada, en un crescendo formidable. Eran alaridos varoniles y firmes; eran gemidos de chicos, con sollozos como lamentos; era un aullar incontenible de todos los perros castigados ex profeso; eran latas golpeadas con piedras, y era un dispara de flechas hacia el cielo oscurecido. La indiada, al ver que la luna se cubría de sombras, quería defenderla de los malos espíritus que la atacaban, y producía, para ello, aquel escándalo impresionante (103). A todo ello añadiremos la evolución literaria e histórica – y si se quiere, política – que sufre cualquier moda literaria, y que forzosamente debe incluir un comienzo. El año de publicación de la novela, 1923, sobre todo en Argentina, no conoce todavía la lucha indígena. Aún nos encontramos a un año de la matanza de Napalpí, y a cinco de la campaña indigenista que llevó a Valcárcel a recorrer el país austral. A todo ello hay que añadir que el grupo Resurgimiento nació en 1927 y que, literariamente, estamos en los albores de la producción indigenista, que comenzó con Raza de bronce (1919) y Cuentos andinos (1920), pero que ya, mucho antes en el país argentino habían surgido los primeros conatos con Juana Manuela Gorriti en el siglo XIX y la película El último malón de Alcides Greca, en 1917. Políticamente, Jujuy se estaba convirtiendo en una potencia industrial del azúcar, pero a costa de los indígenas, transportados desde diferentes provincias vecinas y del mismo Jujuy. Estos eran obligados a trabajar mediante amenazas de represión en condiciones infrahumanas78 y a partir de 1914 comenzó a regularse el trabajo bajo leyes que poco a poco frenaban la explotación miserable. Sin embargo, los intereses políticos

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chocaban con las protestas sociales debido a la presencia de grandes propietarios en el gobierno provincial y nacional (Ogando n/p), y las leyes nunca terminaron de firmarse. Fue a partir de 1917, con violentas huelgas ocurridas en Ledesma, que se iniciaron los contactos con el gobierno de Carrillo, que nunca tuvieron lugar, y posteriormente, en 1923, con el de Mateo Córdova, quien sí promulgó leyes de contenido social y mantuvo un contacto con el pueblo de manera más directa (Teruel 188). Paralelamente, la demanda de la propiedad de la tierra por parte de los indígenas puneños se sumaba al problema de las condiciones de los ingenios azucareros en cuanto a reivindicaciones sociales, que, apoyados por un político radical, Miguel Tanco, quien finalmente conseguiría acceder a la gobernación en 1929, auspició la lucha de los indígenas, para quienes la cuestión de la posesión no radicaba simplemente en una reclamación histórica. Estos sufrían, como arrendatarios, el cobro doble o triple de arriendos, la apropiación del voto y los crímenes de los capataces, que incluían amenazas de muerte, destrucción de bienes, abusos y hurtos (Fleitas 167-95). Por tanto, Carrillo sí expone los dos principales problemas de los indígenas de Jujuy, enumera sus sufrimientos, justifica sus requerimientos, denuncia algunas de sus condiciones de explotación. Pero falla en lo más importante. No relata con precisión las razones de estas demandas y la solución que ofrece responde a sus propios intereses. En resumen, se trata de una historia creada para persuadir sobre su propio programa político a una población preocupada por el clima de tensión social y escasamente informada. En este sentido, si bien no podemos hablar de una novela indigenista, en su sentido ortodoxo, tampoco se puede calificar de indianista, a pesar de los amagos románticos que abundan en sus páginas. Estamos, por tanto, ante un escalón intermedio entre Juana

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Manuela Gorriti y Alcides Greca, aunque no haya sido, desde luego, la intención del autor. La identificación exótica de ciertos personajes indígenas impide su adscripción total al indigenismo ortodoxo, pero la diferenciación que Carrillo realiza entre los puneños y tobas, negando a aquéllos una pertenencia étnica, exhibe un tipo de invisibilización que es característico al indigenismo argentino: la negación racial supone la negación de su existencia, y por tanto, imposibilita la consecución de sus demandas. Es decir, estamos ante una comunidad de indígenas que han sido asimilados o si se quiere, aculturados en cierta medida, y por tanto, no pueden reclamar su derecho a la posesión de una tierra que nunca fue suya. El caso de los tobas también resulta patético: al no haber sido asimilados, no son considerados ciudadanos y por tanto cualquier derecho se les niega sistemáticamente.

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2.2. Viento norte (1927)

Fue el 19 de julio de 1924 a las 9 de la mañana. La policía rodeó la Reducción Aborigen de Napalpí, de las etnias Qom y Mocoví, y durante 45 minutos fatigaron los fusiles. No perdonaron a los ancianos, a las mujeres ni a los niños. A todos los mataron. Para exhibirlos como trofeos de guerra en Quitilipi, una localidad cercana, cortaron orejas, testículos y penes (Aranda 46). a. Las matanzas de indígenas. El último malón En esta novela haremos referencia a dos hechos notoriamente importantes que recientemente han adquirido popularidad por circunstancias externas que les dieron visibilidad. Sin seguir un orden cronológico, el primero de ellos fue la matanza de Napalpí, en el Chaco, donde en 1924 se disparó indiscriminadamente contra más de 400 indígenas después de una huelga declarada por las condiciones de semiesclavitud en las que trabajaban. La masacre no fue mediáticamente difundida hasta el año 2008, cuando el gobierno del Chaco pidió disculpas públicamente. Es necesario puntualizar que la provincia del Chaco adquirió su estatus jurídico en 1952, por lo que hasta ese momento el territorio pertenecía a la provincia de Santa Fe. El segundo hecho adquirió visibilidad gracias a una película y posterior novela, ambas de Alcides Greca, por constituir aquella uno de los primeros largometrajes argentinos, El último malón, de 1917. Este podría representar el primer documento cinematográfico indigenista, pues retrata las pésimas condiciones de los indígenas mocovíes, sometidos al colono, quien los esclaviza, humilla y embrutece en la ciudad de San Javier, en el norte de Santa Fe, a donde habían sido movilizados desde el Chaco, su

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emplazamiento original. Los indígenas se rebelan y son masacrados por los blancos, aunque el cacique consigue escapar con su amante hasta el Chaco donde disfruta libremente de sus tierras. La película está inspirada en el alzamiento análogo que tuvo lugar el 21 de abril de 1904, después de unas negociaciones entre los colonos y los indígenas mocovíes que fracasaron. Según Lenton, la matanza de San Javier no recibió ninguna atención en el Parlamento, pero la de 1924, a pesar de que no acarreó ninguna consecuencia ni para las víctimas ni para los verdugos, fue el primer caso del problema aborigen en ser debatido en el Congreso Nacional y el único en copar las primeras páginas de los periódicos bonaerenses (276). Históricamente, la sublevación fue el desencadenante lógico de una sucesión de agravios hacia los indígenas que se iniciaron con las campañas de la Conquista del Desierto en el siglo anterior. Las autoridades argentinas expropiaron las antiguas tierras de los mocovíes para entregárselas a los nuevos colonos criollos y extranjeros, quienes sometieron a los indígenas a condiciones de esclavitud para trabajar sus tierras. Por otro lado, las mismas autoridades dividieron al grupo ganándose el favor del cacique a quien sobornaban a cambio de mantener a los indígenas sosegados mientras que las autoridades religiosas locales difundieron el mito de un San Javier futuro en el que los indígenas serían los dueños. Al no llegar el nuevo cacique que habían pactado con los blancos, se desencadenó la sublevación. Esta, sin armas de fuego por mandato de los dioses, fue rápidamente sofocada por los blancos. La mayoría de los supervivientes emigró, pero los que se quedaron con la esperanza de un pacto siguieron viviendo bajo las mismas condiciones (Greca "Un proceso de rebelión...").

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En la película, la imagen proyectada del indígena es ambigua, ya que, aunque por un lado se retratan las virtudes de la vida y las costumbres mocovíes, por otro lado se ofrece una visión estereotipada, cuando estos se enfrentan contra el colono79. Claramente, el mensaje de la película-documental es denunciatorio, pero no ofrece solución más que la romántica huida bucólica que no resuelve los conflictos interétnicos ni el progreso del indígena, a quien confina a su pasado selvático. A pesar del avance, Greca no consigue despegarse del positivismo sarmientino que impregna las páginas de Recuerdos de provincia del sanjuanino. En el capítulo “Los Huarpes”, Sarmiento se lamenta de su desaparición en manos de los conquistadores y encomenderos a la par que ensalza las costumbres y el legado del pueblo prehispánico cuyano, no sin advertir su primitivismo, anunciando el triunfo de Calibán entre sus contemporáneos: “¡Ilustre Calíbar! No habéis degenerado un ápice de tus abuelos! El célebre rastreador sanjuanino, después de haber hecho con su ciencia devolver a muchos lo hurtado, y dejado salir de las cárceles a los presos, como sucedió con mi primo

.

orales…se ha retirado a morir a

ogna…, dejando a sus hijos la gloria de su nombre…, dejando Calibar más duradero recuerdo en Europa que las barbaridades de Facundo, el blanco perverso e indigno de memoria” (Sarmiento 54). El paralelismo, pues, con la película de Greca es notable. Calibán se ha instalado entre los colonos embruteciendo, esclavizando y asesinando a los indígenas, quienes no tienen más remedio que volver a la selva para vivir como “arieles”, alejados de la civilización. b. Análisis de la novela El planteamiento de la novela de Alcides Greca se articula desde otra perspectiva, pues abarca varios episodios de la historia argentina además de la sublevación de los

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mocovíes. Viento norte, publicada en 1927, incluye también “la aplicación de la ley Sáenz Peña en 1912 y el veto de la Constitución liberal de 1921”, en palabras del autor previas a la novela. También advierte Greca la condensación de estos episodios en solo seis años por necesidades narrativas. Más adelante veremos la importancia de estos dos hechos históricos, aclarando además que la provincia de Santa Fe había elaborado una Constitución notablemente liberal en 1921, que no fue sancionada por el Gobernador para satisfacer a los sectores menos progresistas de la sociedad santafecina, en especial, la Iglesia Católica (Ainsuain y Hugolini 163). El argumento de Viento norte no está centrado en la sublevación de los indígenas, sino en la trayectoria política y evolución personal del protagonista, Almandos Montiel, un médico bonaerense que es destinado a la población de San Javier, conocida en la capital por su proximidad a reducciones mocovíes. Allí se encuentra con una oligarquía profundamente conservadora, que rápidamente lo arrincona al conocer sus ideas liberales. Al enamorarse e iniciar un noviazgo con la hija del caudillo del pueblo, esta es enviada a Santa Fe y el protagonista sufre un intento de asesinato por parte de su familia. Al mismo tiempo se produce la sublevación mocoví, que se relata in media res, sin argumentos previos desencadenantes, y en la cual interviene Montiel como defensor de los indígenas. En los siguientes capítulos se narra la ascensión política de Montiel como diputado radical provincial, como consecuencia de la ley Sáenz Peña y su caída tras el veto a la Constitución de Santa Fe en 1921. Su exnovia, Laura, se entrega a él poco antes de contraer matrimonio con un abogado conservador y muere de sobreparto. Montiel abandona su positivismo y su materialismo, y parte hacia Buenos Aires para enfocar su vida política después de profundas meditaciones.

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La trayectoria política del protagonista de Viento norte se asemeja a la del autor de la novela, Alcides Greca, quien después de ser diputado regional en Santa Fe en el seno del Partido Radical entre 1912 y 1916, en la primera legislatura posterior a la aprobación de la Ley Sáenz Peña, fue elegido senador provincial de su departamento, en 1923, lo que le permitió sin duda conocer la matanza de Napalpí, acaecida un año más tarde. En 1926 partió a Buenos Aires para ser diputado nacional. Viento norte fue publicada en 1927. Aunque el autor asegura al inicio de la novela que “tres acontecimientos de la historia santafecina constituyen el nudo central de la [realidad]”, lo cierto es que el eje medular se mueve en torno al protagonista principal y los sucesos históricos solo constituyen hechos secundarios y supeditados a la trama. Según Milano, existe una interrelación de cuatro hilos narrativos, a saber, el combate interno del protagonista, la sublevación mocoví, ciertas pugnas políticas y un conflicto de fuerzas cósmicas, siendo el primero el de mayor rango dentro de la estructura interna de la novela (13). A pesar de que el mundo indígena no aparezca en primer término, al contrario que en la película, la comunidad aborigen está presente en todas las partes de la novela, bien como protagonista de algunos capítulos, bien como paisaje sanjaveriano, y siempre como motivo de denuncia. Si bien existen intentos de dar voz a la comunidad por medio de personajes principales, como Jesús Salvador (el líder de la sublevación) o su novia, Rosa la Potrilla, la falta de atención a ellos después del levantamiento es total, y solo se volverá a mencionar a los indígenas como comunidad indivisible y no como individuos. Por otra parte, Greca exhibe cierto paternalismo hacia los indígenas, ya que en varios puntos de la novela se precisa la intervención del blanco redentor para su supervivencia, y no solo en casos de convivencia interétnica, sino también en la superación

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de sus propios problemas cotidianos y tradicionales. Así, cuando Montiel y su amigo Guillén presencian una lucha en el río entre un indio y un yacaré, ayudan a este ante una más que probable muerte del indígena: “entre la maraña de la otra margen asoman dos blancos cascos ingleses y el negro cañón de otros tantos winchesters” (99). Los indígenas aplauden y agradecen al doctor, a quien ven como un “hombre güenaso que quiere mucho a lo’j paisano”.

ás tarde, durante la rebelión,

ontiel intenta mediar con los indígenas

arriesgando su propia vida y reputación. El panorama dibujado por Greca reviste una polarización extrema en la que el único término medio existente reside en el protagonista que, en ocasiones, como se ha visto, adopta tintes mesiánicos. La trama de la novela, además, solo se focaliza en la vida y costumbres occidentales y cuando ambas se entrecruzan, la comunidad indígena se circunscribe a un ámbito selvático. Solo la compasión y el soborno actúan como mediadores entre ambos mundos, que parecen irreconciliables. Precisamente, estos argumentos fueron los que esgrimió Ángel Escalante en un artículo de La Prensa de Lima, en 1927, llamado “Nosotros, los indios”, para desmentir los supuestos insultos esgrimidos hacia los indígenas peruanos por Enrique López Albújar. Según Escalante, los costeños intentaban redimir al indio por medio de la compasión para incorporarlo a la lucha marxista, cuando los indígenas eran lo suficientemente independientes para resolver sus problemas sin la intervención de los no indios. Estas reflexiones suscitaron una polémica que se alargó durante varios meses, y en las que intervinieron, además de los citados, José Carlos Mariátegui, Ventura García Calderón y Luis Alberto Sánchez, y que fue compilada por este último en el libro La Polémica del Indigenismo. En pleno corazón del movimiento indigenista, los polemicistas articulaban

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discursos sobre la idoneidad de la liberación indígena y la veracidad de los textos poéticos. Por eso, cuando

ariátegui afirma que “La literatura indigenista no puede darnos una

versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima” (273), se refiere sin duda a narraciones como las de Greca, en las que el indio se convierte en un referente exótico. No nos referimos, desde luego, al exotismo indianista, que retrataba a los indios excesivamente estereotipados, probablemente basados en las obras de Scott y Chateaubriand. El exotismo al que nos referimos en este caso está más bien relacionado con una escasez de realismo propia del observador ajeno a la comunidad retratada. Este exotismo es patente en Viento norte desde la primera referencia. Montiel, un foráneo, escribe a su amigo capitalino a quien había prometido detalles sobre los mocovíes, una clara alusión a la curiosidad porteña, sabedora de su avanzado estado de civilización respecto a los indios: “Déjolo entonces [los detalles sobre los mocovíes] para otra próxima, en que, con ánimo más sereno y los ojos más cerca de la tierra, pueda trazar el cuadro de una vida primitiva para que el poeta la lleve al verso” (29, énfasis añadido). Estos representan, entonces, la vida bucólica inspiradora para el poeta, quien ignora, o quiere ignorar su sometimiento y su miseria. Cuando unos meses más tarde, el amigo poeta llega a San Javier y presencia la lucha del indígena con el yacaré, afirma “Esto me parece un sueño”, confirmando la actitud de desconocimiento y asombro ante un cuadro exótico del que no se siente parte. Greca desea mostrar al lector la indiferencia del blanco ante la desventajosa situación del indígena por medio de trazos aparentemente insustanciales. Así ocurre con el embrutecimiento del indio a través del alcohol, que lo hace revelar la próxima sublevación:

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“¡Nojotro echando todo lo gringo San Javiel! ¡ ringo lagrone robando tierra nojotro!” (31). Greca intenta exhibir todo el realismo posible al mimetizar lingüísticamente en boca de lo mocovíes el español, lengua que desconocen casi por completo y que demuestra la escasa integración. Sin embargo, aunque se observa el sustrato lingüístico, no se aprecia ninguna marca de superestrato, y solo ejemplos aislados de saludos entre los indígenas en su propia lengua (“la”, “camí”). No existe, por tanto, rasgo alguno de mestizaje. Sí, en cambio, el sincretismo religioso entre los indígenas, quienes abrazan la religión católica, expresada en su adoración a los santos en las procesiones, como San Francisco o San Roque. Sin embargo, cuando emprenden la batalla, lo hacen con sus armas tradicionales como señal de obediencia a su “tatadiós” Por otra parte, la denuncia sobre la explotación de los indígenas por los criollos es revelada en un primer momento cuando se produce el asesinato de un inmigrante italiano en el pueblo y los indios son acusados inmediatamente, detenidos y torturados. La prosa de Greca es especialmente minuciosa en este episodio, en el que la culpabilidad pierde importancia frente al martirio: A las diez de la mañana había cerca de cincuenta presos, rigurosamente incomunicados. Unos engrillados, otros en el cepo, la mayoría en la cuadra, de plantón al rayo del sol. Los más sospechosos, descalzos, sobre latas de kerosene, que al recalentarse a la luz solar producíanles horribles quemaduras (108) . Durante la intervención de Montiel para mediar con los sublevados, este intercede ante el jefe político del pueblo, a quien le solicita medidas a corto y largo plazo, que son rechazadas:

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Señor jefe político…Es necesario evitar una matanza inútil. Esa gente está hambrienta y lo que pide es bien poca cosa. Por el momento se conformaría con que larguen los presos y se les dé una tropilla de yeguas para comer. El asunto de la devolución de las tierras que les otorgó el gobernador Oroño, y que también exigen, podría tratarse más detenidamente con los hombres del gobierno (116). Este es el único momento en toda la novela en el que se conocen los motivos de la sublevación mocoví. De las palabras de Montiel se deduce que existía un descontento general ante una promesa incumplida de tierras, y que el levantamiento se precipitó por el hambre y las torturas a los presos. La indiferencia del poder político ante una necesidad tan básica como la nutrición manifiesta la crueldad del colonizador y la incapacidad del indio para vivir en armonía con el blanco si el sometimiento no es total. La derrota final pone de relieve la falta de esperanza y el trágico destino de los mocovíes, como representantes de los pobladores nativos de América. Casi al finalizar la novela, coincidiendo con la derrota de Montiel en las elecciones, se conoce el destino de los mocovíes sobrevivientes, unos años más tarde. El cuadro que presenta Greca es absolutamente mísero y nefasto. Los indígenas representan un puñado de subhumanos, enfermos y sin atisbo de esperanza: Sólo una que otra china asoma en los ranchos su cara de mugre, su gesto de espectro, y chiquillos ventrudos, de piernas endebles, muestran su roña entre girones de harapos…De tarde en tarde pasa un indio tosiendo, doblegado por la tisis…La prostitución y el alcohol terminan ya su obra. La tribu es una llaga que se pudre y que los nuevos sanjaverianos ocultan como un secreto de familia. ¡Un baile de indios! ¡Baile de espectros! ¡Tísicos, sifilíticos, leprosos, idiotas! (173).

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Esta descripción en la que se destaca la enfermedad y la lacra del indio remite a la compasión por parte del blanco, quien debe ser su único redentor, ya que el indígena es incapaz de solucionar su problema80. Sin embargo, según González Prada, esta solución no enmendará su opresión, ya que “el indio se redimirá merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores” (19), aunque el levantamiento violento que aconseja el indigenista peruano no hizo sino agravar sus problemas. El narrador acusa al colono directamente: “Ni uno solo de esos parias es dueño del suelo donde en la noche posa su cabeza. Cada día llega un nuevo propietario que los arroja lejos, cada vez más lejos” (174). Por encima del hombre blanco, la culpabilidad recae sobre la civilización: “El aburrimiento de la civilización ha puesto su garra sobre el alma aborigen”. Ambos, pues, se convierten en enemigos de las comunidades indígenas, a quienes no solo han exterminado físicamente, sino extirpado sus costumbres. Al erradicar la memoria, también se elimina el rastro de la historia. Greca demuestra así el triunfo de los ideales de Sarmiento y Alberdi, para quienes los argentinos solo debían poseer sangre europea. Los pocos sobrevivientes que puedan quedar son invisibilizados por el resto de la población. Greca deja entrever que la decrepitud y la decadencia de estas comunidades indígenas son el resultado del veto a la Constitución, sin la cual el progreso ya no estaba garantizado. Dicha carta magna aseguraba una educación gratuita, integral, laica y universal, eliminaba la religión católica como culto oficial y aseguraba una administración de justicia imparcial. Nunca llegó a entrar en vigencia (Aranda 163). Alcides Greca representa de manera soberbia la imagen social de la Argentina de principios de siglo, e introduce un indigenismo alejado de los cánones del andino. El

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argentino denuncia y condena los abusos del blanco sobre el indígena, pero además, también recrimina su exterminio, práctica avalada por la sociedad de la época si nos atenemos a los diarios81, donde cualquier levantamiento indígena era considerado un malón y su derrota era aplaudida. Esta censura viene acompañada por el lamento por la desaparición de los mocovíes, a quienes ensalza como una civilización del pasado, intensificando los superlativos de tiempo y espacio: “Los grandes jefes se fueron hace mucho”, “Llegó muy tarde”, “hasta los perros han callado para siempre”, “los arroja cada vez más lejos”, “los astros que guiaron a una raza vigorosa y libre a través de las selvas, en las noches lejanas del pasado”. Al añorar el pasado, está negando también cualquier presente y futuro, y la palabra “muerte” se repite varias veces en el capítulo: “El silencio es enorme como la muerte”, “la familia de los fantasmas”, “sobre los últimos indígenas sopla un viento de muerte”. Esta muerte simbólica grupal coincide con la muerte de la amada, Laura, para quien Montiel representaba su único consuelo después de su derrota política. El bebé muerto, símbolo de la regeneración social, se une a las calamidades del protagonista, quien rechaza tajantemente la pérdida de la esperanza y transforma el dolor en una nueva lucha por la vida. Aunque la obra de Greca no se circunscribe exclusivamente al universo indígena, sí pretende reflejar los valores de una sociedad que convive con ellos. La comunidad de San Javier está dividida entre dos mundos enfrentados por la posesión de la tierra y la opresión de uno sobre el otro. El concepto que el grupo opresor tiene sobre el oprimido revela una justificación:

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Contreras, como todos los blancos, no veía en el indio otra cosa que un ser miserable, degradado por el alcohol, inconstante en el trabajo, que sólo pensaba en satisfacer sus necesidades más inmediatas: engañar su hambre con algunos mates lavados y con un puchero de desperdicios para echarse luego a la bartola (50). El conflicto entre dos sociedades que pertenecen a universos diferentes tanto cultural como lingüísticamente, conduce a una tensión que debe ser resuelta por uno de los dos polos. Este desequilibrio social lleva implícito un racismo y clasismo intrínseco al grupo dominador, que en el caso de San Javier se revela excesivamente problemático debido a la convivencia diaria inevitable. Por supuesto, cuando las contradicciones clasistas se mezclan con otras de contenido étnico, como es el caso del Perú, donde ambas categorías se entrecruzan sin cesar, la ambigüedad de los sujetos sociales se hace mucho más profunda. Complejas de por sí, por separado, las clases y las etnias, cuando aparecen juntas y mixturadas, son verdaderos abismos de inestabilidad y polimorfismo (Cornejo Polar La formación... 13-14) El protagonista, sin embargo, representa la excepción de la opinión generalizada de la sociedad. La caracterización de esta obra como indigenista implica la consciencia de un miembro del grupo opresor sobre los intereses del oprimido, en este caso el doctor Montiel. Esto es similar a la heterogeneidad que Cornejo Polar define como rasgo intrínseco del indigenismo andino: “el indigenismo es un movimiento de ciertos sectores medios que asumen los intereses del campesinado indígena” ("El indigenismo y las literaturas..." 20). La heterogeneidad de la novela es patente en varios niveles, en el lingüístico, el epistémico y el modo de producción, y todos operan en planos duales, ya que la representación del universo indígena se realiza desde fuera, y opera externamente al

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referente. Es decir, “el texto y su consumo corresponden a un universo y el referente a otro distinto y hasta opuesto” (Cornejo Polar "El indigenismo y las literaturas..." 13). En el lingüístico ya hemos visto cómo el autor transcribe el acento de los mocovíes al hablar español, con la interferencia gutural del mocoví, y solo en contadas ocasiones se transcriben los saludos en mocoví. El plano del referente, pues, no está representado en su propio universo, es decir, en su lengua original, ya que el destinatario del texto no es la comunidad mocoví, sino la occidental, la opuesta, o como lo denominaría Kristal, el lector urbano. En el plano epistémico el grado de conocimiento del autor sobre las costumbres mocovíes se limita a la interactuación con los blancos, por ejemplo, en las fiestas patronales, donde se bailan danzas típicas mocovíes, como el “tontoyogo”, con música cuyas letras e instrumentos son españoles. A estas fiestas acuden los criollos, quienes participan también en las danzas de los indígenas, de modo festivo, aunque se intuye un interés indígena por los regalos en forma de dinero y alcohol que ofrecen los blancos. Sin embargo, los caciques blancos solo acuden para contribuir económicamente, de lo que se deduce el intercambio interesado de paz entre ambas sociedades, que solo se relacionan para sellar un pacto no escrito. La vida de los indígenas solo se representa cuando un actor occidental está presente. Así, cuando la policía persigue a unos indígenas de los que sospechan, solo penetramos en su universo cuando el sargento criollo mira a través de una rendija. De esta manera, el conocimiento del lector sobre el otro se realiza por medio de la mirada sesgada del no indio y, por tanto, percibimos una imagen parcial. De ahí también proviene este exotismo del que hablaba Mariátegui y que no permite al autor indigenista darnos una versión veraz del

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indígena. El narrador siempre es consciente de la falta de realismo, y se podría advertir del capítulo de la rendija una metáfora epistemológica, es decir, el blanco solo conoce parcialmente la cultura indígena, y este conocimiento, además, es borroso. Esta exteriorización condena el entendimiento de ambas culturas al fracaso, como afirma Paoli, y como se confirma en esta novela: Si juzgamos atributo esencial del indigenismo la heterogeneidad entre realidad indígena y producto literario indigenista, corremos el riesgo de incurrir en el error (por lo demás bastante difundido) de López Albújar, quien en su ensayo sobre la psicología del indio publicado en Amauta declara al indio como un ser impenetrable para el occidental. Lo cual deja entender que todo intento de correcto conocimiento está de antemano condenado al fracaso en este terreno, donde el malentendido acaba por ser la regla. La heterogeneidad aparece como un mal originario y fatal que afecta a todos los no-indígenas, llámense Clorinda Matto y Ventura García Calderón, o bien se llamen Ciro Alegría y José María Arguedas (258). No debemos confundir, sin embargo, esta carencia de interioridad con la ausencia de denuncia de la problemática del indígena, que es, en suma, lo que implica que una obra sea incluida en la nómina indigenista. Tampoco debe ser confundida con el pintoresquismo romántico, ya que en Viento norte existe un grado de acercamiento tanto hacia la problemática indígena como a su propio universo que, aunque epistemológicamente, no está representado miméticamente, si se intuye un mayor conocimiento e interés. En palabras, de nuevo, de

ariátegui, “los “indigenistas” auténticos –que no deben ser

confundidos con los que explotan temas indígenas por mero “exotismo”– colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación –no de restauración ni resurrección” (280). Esta reivindicación, en el caso de la novela de Greca,

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tiende, por un lado, a una revisión ontológica del mocoví y por otro, a la denuncia de su explotación y exterminio por parte del occidental. El final de la novela revela las aspiraciones del protagonista y alter ego del autor, quien pretende, a pesar de los reveses, revertir la política imperante, erigiéndose como libertador de los oprimidos. Existe, es cierto, un resquicio de esperanza, pero la realidad descrita se asemeja más a la desolación. La única solución propuesta se hace por medio del ente mesiánico ajeno al referente, que, sin embargo, no ofrece ningún dato específico. Solo hemos podido comprobar que existe una disyunción irreconciliable entre civilización y mantenimiento de la herencia cultural indígena, y que ambos planos no dan cabida a la integración. A este respecto, Cornejo Polar describía esta característica de la novela indigenista peruana anterior a 1941 como una contradicción que, en su formulación más simple, asocia el cambio social y la implantación de la justicia con la ruptura de la armonía interna del pueblo indio y de su cultura, de la misma manera que la supervivencia de este orden, unánimemente alabado, queda vinculada a la no transformación del sistema injusto que social y económicamente lo oprime. Las soluciones que a este respecto proponen las ciencias sociales y las ideologías políticas influyen pero no son asumidas por la novela indigenista; en cierto modo rebotan en la norma genéricamente realista de estos relatos que en todo caso prefieren deslizarse hacia la elegía o la tragedia que hacia la prefiguración de una síntesis que, desde su perspectiva, sería utópica ("La novela indigenista..." 88). Aunque Cornejo Polar se refiere a la novela peruana, esta descripción encaja perfectamente con Viento norte y se hace extensible, por tanto, a la novela argentina, aunque la posición política del país respecto al indígena producía un discurso en la década de los 20

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radicalmente diferente al de Perú. Mientras en el país andino, el movimiento indigenista, visible en todos los ámbitos de la sociedad, reclamaba la igualdad interétnica, en Argentina a duras penas se pretendía visibilizar muy marginalmente al indio. Por eso, la tragedia representada adquiere tintes mucho más dramáticos en el caso argentino, ya que se advierte del exterminio de una población. Greca, quien era consciente de esta diferencia, cuando algunos años más tarde inclinó sus ideas hacia el Hispanoamericanismo, se refirió a los dos grandes países mestizos de América, alabando su progreso, conseguido gracias a la pureza americana: Dos pueblos del continente, de gran cultura hispano-indígena, de auténtica cultura americana, van abriéndose paso en medio de las penumbras y desorientación de esta hora para resolver sus problemas con verdadera visión americana, con criterio americano y con métodos americanos: Méjico y el Perú ("Discurso pronunciado en la Facultad de Medicina con motivo del XX aniversario de la Reforma Universitaria de 1918")

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2.3.

Hombres grises montañas azules (1930)

Pablo Rojas Paz resuena en la memoria de los academicistas como uno de los fundadores de la segunda época de la revista Proa, quizá también como autor de ensayos de índole martinfierrista, pero poco más. Sin embargo, el tucumano amigo de Borges dejó a su muerte en 1956 una producción novelística abundante. Entre sus obras, la trama de tres de ellas está ubicadas en Tucumán, de las que dos exploran la insatisfacción de la raza vencida, la crueldad del hombre blanco y los agravios cometidos en nombre del color de la piel. En esta tesis abordaremos la primera de estas novelas, por ser la menos conocida, pues Raíces al cielo (1945) no trata temas indígenas y Hasta aquí, no más, de 1936, ha sido una de las pocas novelas indigenistas argentinas nombradas por la crítica. De entre los pocos comentarios sobre su condición de novela social destaca la de González Carbalho, en su antología de 1963: “Hasta aquí nomás” [sic] no se repite en nuestra literatura, ni fue reconocido el escritor, como debió serlo, vocero de los expoliados por la industria privilegiada, que alcanzan a formar un pueblo. Las razones son obvias. Hay razones para silenciar un libro como para silenciar un nombre. Semejante al peón de los ingenios, tampoco a Rojas Paz se le hizo justicia…Es la epopeya del humilde y la defensa del humillado; se oyen en ella los látigos del feudalismo y la voz del demagogo aprovechando la inocencia para la malicia electoral (15). Hombres grises montañas azules, publicada en 1930, aborda, desde la inocente mirada de un niño indígena, las injusticias sufridas sobre sí mismo y los que son como él, y asiste impasible ante el despertar de una conciencia aletargada por la sencillez de la vida serrana. Isidro, el adolescente sobre el que Rojas Paz descarga el foco de la novela, entra en la historia después de la presentación de los personajes y el entorno, un pueblo, Tapia, en la

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sierra, no muy alejado de Tucumán. Enseguida conoce el lector la división social del poblado: un turco, Fajre, regenta un negocio; el Chambao, un gaucho que amedranta a los lugareños y que cuenta con el beneplácito de los López; el cura y el comisario, que responde a los mandatos de las familias poderosas: los López y los Brandán. De estos últimos, Delfín y su hermana Adelaida ocupan el rango más distinguido, y ellos son dueños del destino del resto. Adelaida, de la misma edad que Isidro, decide montar una escuela para enseñar a los niños pobres, pero se encuentra con la oposición del comisario y el cura, quienes retroceden ante la insistencia de Delfín. Isidro, que admira a Adelaida como el resto de los niños, la encuentra una tarde bañándose desnuda en el río y se enamora de ella, aunque desconoce el sentimiento. Delfín, quien sospecha del peligro de esta relación, envía a Isidro a trabajar a la ciudad, donde comienza a percatarse de las injusticias que sufren los pobres como él. Después de una afrenta con el hijo de un patrón, es encarcelado y logra escapar, huyendo hacia sus montañas, pero al subir a un árbol a por una flor para Adelaida, cae y muere con el último beso de esta en su frente. Aunque la trama aquí resumida pueda evocar una novela sentimental, la historia de amor se sitúa en un plano secundario frente a la denuncia social. El paso de la niñez a la madurez se expresa en todos los ámbitos y el descubrimiento del amor en Isidro sobre una joven fuera de su alcance social producirá en él también el despertar de una conciencia de clase, que solo al final lo hará titubear para enfrentarse al orden impuesto que se niega a aceptar. Hasta ese momento, Isidro acepta con resignación los castigos y las humillaciones de los blancos, que con toda crueldad infringen a quienes consideran inferiores e indignos. Después de la siguiente conversación, Delfín, quien sorprende a Isidro mirando a su

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hermana desnuda, le unta la cara con miel y lo ata a una roca, donde pasa horas presa de las moscas: - Sinvergüenza, - ¿qué andás haciendo por acá? – le preguntó mientras le medía la espalda de un latigazo. - Iba pasando, señor, téngame lástima; yo no sabía. - ¿No sabías que era prohibido andar por acá? No sabés lo caro que te va a costar esta travesura. Isidro insinuó humildemente que le perdonara. Pero Delfín no parecía muy dispuesto a ello. - Hace tiempo que prometí una fiestita a las moscas – observó Delfín sonriendo (59). Al llegar a la ciudad, comienza a percatarse de las diferencias entre él y el resto influido por la distancia económica, que mellan en su conciencia de clase: “Esa gente era mejor que él; sí, se veía” (132), con la persuasión de años y siglos de sometimiento: “Él no era capaz de nada grande, no tenía fuerzas, era enfermo como todos los de su raza (137 énfasis añadido). Ante las promesas magnánimas de un futuro mejor en la ciudad, empieza a dudarlo, consciente de su imposibilidad para decidir su destino: “¿Es que nunca tendría derecho a nada? ¿Qué sacaba con haber conocido la ciudad? El deseo había sido mejor que la realidad” (133). Con la mente sembrada de dudas, vuelve a sufrir los atropellos de los blancos en la ciudad, pero esta vez no se amilana. En este párrafo volvemos a ser testigos de la cosificación con que los occidentales conciben al indígena, a quien humillan cruelmente: - Che, arreglame este estribo, dijo el gringuito con aire autoritario.

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Isidro se acercó dócilmente. Y cuando estaba tratando de anudar la correa, el chiquilín rubio le dió un latigazo en la espalda. La injusticia de este acto le llenó de ira y alzando del suelo un terrón, le pegó en la cabeza (143). Este acto de insumisión lo condenará, pero acrecentará sus ansias por liberarse, ya que, cuando es detenido por el comisario, la incomprensión lo excita aún más: “Isidro no podía comprender todo aquello y un rencor extraño se apoderó de pronto de él. La injusticia era como una violenta amargura que se le estaba disolviendo en el alma” (155). Rojas Paz nos adentra en la conciencia del joven cuando este trata de explicarse a sí mismo el comportamiento del resto, y realiza una curiosa analogía: son azules los ojos de aquellos que siempre lo han maltratado, por tanto, deben compartir la crueldad. Sin embargo, las montañas y los ojos de Adelaida también son azules, por lo que cambia su parecer hacia una lógica aplastante, que define su sociedad y ante la que se ve incapaz de ponerle solución: No era cierto que los hombres eran iguales. Aquellos que tenían la piel más clara eran los preferidos. Ellos estaban siempre contentos y tenían todo lo que deseaban, seguramente. Se les veía en la cara que eran mejores. Siempre miraban de frente, satisfechos de ellos mismos. Los otros, los desamparados, los pobres hijos de los siervos de la tierra, a los cuales pertenecían todos los de la región de Isidro, apenas si tenían derecho de mirar al suelo y de soportar de cuando en cuando el latigazo de un comisario (156-157). La escasez de derechos no solo la comprobamos a través de los ojos de Isidro, sino de los mismos patrones, que animalizan continuamente a los indígenas y los ponen a su servicio para cualquier acción, sin importarles su opinión o sentimientos. Con esta

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naturalidad le habla Delfín a su compañero Carlos Julio García, haciendo de la violación un acto totalmente impune: -

Son muy zonzas; vos las conocés. Las encuentra uno por el camino, les toma de la rienda del caballo, las mete al monte; y ellas, sin decir una palabra. A veces, me dan ganas de pegarles unos latigazos para que hablen (106).

A continuación, ambos hablan de su supuesta paternidad sobre la mitad de los niños del pueblo, a lo que Delfín reacciona culpabilizando a las indígenas: “Las chinitas se tiran en las zanjas con el primero que encuentran…y después, con toda malicia, le adjudican a uno los hijos” (106). Ante la historia de una indígena que se negó a acostarse con él, el amigo pregunta “¿Le perdonaste la vida?” (107), asentando así la seguridad de que ellos deciden sobre el destino, el trabajo, los actos, pero también sobre la vida o la muerte de los indígenas. Este es el panorama social que dibuja Rojas Paz sobre un poblado tucumano, que pretende representar toda una sociedad donde conviven indígenas y criollos. La historia de Isidro no es más que una alegoría en la que el individuo, a pesar de tener personalidad propia y evolución, refleja la colectividad, una característica común de la novela indigenista82. Las humillaciones que sufre Isidro son las mismas que sufre todo el pueblo indígena; su destino está sujeto a los deseos de los patrones, como el destino del resto de indígenas; su orfandad, en fin, representa el desamparo de todos ellos. Aquí el recuerdo del glorioso pasado inca no tiene lugar, como en otras novelas aquí estudiadas. El pasado no forma parte del presente, como se deduce por la muerte del Chambao y del propio Isidro, que son enterrados en mitad del camino y sus cruces serán borradas al día siguiente de la

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inhumación. El discurso de Rojas Paz no se articula desde una perspectiva andina, como la mayoría de obras peruanas y si se quiere, como, en último término, El salar. Más bien, el autor tucumano pretende llamar la atención del lector mediante un alegato desconocido para el destinatario: la existencia de los indígenas tucumanos y su maltrato por parte de la oligarquía, que se exceden en sus derechos precisamente por la asunción generalizada de la inexistencia de indígenas en Argentina. Es decir, al no haber indígenas, no puede haber maltrato. Además, Rojas Paz jamás comete la imprudencia de etiquetar a estos como “indígenas” o sustantivos o adjetivos similares. Los llama campesinos, pobres, e incluso en alguna ocasión, “aindiados” y solo por Isidro conocemos su origen étnico, ya que se distancia del resto por el “color de la piel”, o por hablar en nombre de “los de su raza”. De esta manera, la narración también asume esta asunción, y solo a través de los personajes conocemos la diferenciación que ellos mismos aceptan y definen que, en el caso de los oligarcas, normalmente se etiquetarán a sí mismos como “gente decente” (155). Por su parte, Isidro, símbolo de su etnia, encarna el descubrimiento de esta diferencia, de la pertenencia a un lado y no al otro. El recurso de Rojas Paz, de dejar al lector que detecte él mismo la verdadera naturaleza del referente responde al origen del destinatario intencionado, otro rasgo común a la novela indigenista: el lector no es indígena, sino occidental. El universo indígena descrito en Hombres grises…, sin embargo, es pobre. Solo contamos con un representante de entidad protagónica, Isidro, que no logra desembarazarse del epíteto de mártir. El resto solo lo componen muchedumbres que no tienen voz, pero, al contrario, son muchos los occidentales que hablan, opinan y ocupan su lugar en la novela.

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Se trata de otro guiño simbólico de Rojas Paz: los indígenas son casi invisibles, prácticamente indetectables, que representan a una masa silenciosa entre la que solo puede destacar el rebelde, quien imperativamente sucumbirá de una u otra manera. La conciencia de los indígenas, con la excepción de Isidro, quien adopta su propia voz, no halla terreno en el narrador, quien irrumpe para dar su parecer, y para quien estos son impenetrables, míseros y profundamente desgraciados: “La ignorancia, la miseria, las enfermedades, todo se complotaba contra estos míseros seres” (51), “Esos hombres de mirar profundo, de pocas palabras, para todo tenían un gesto de conformidad, una actitud de resignación. No se sabía nunca si eran buenos o malos, cobardes o valientes, leales o ruines” (52). Su desconocimiento sobre estos no es ocultado por el narrador, quien no se avergüenza en adoptar la actitud del occidental: “Daban la impresión de no haber pensado jamás en nada, de discernir obscuramente la pequeña vida sentimental que el destino les había reservado” (52), pero se confraterniza con ellos al adivinar un destino incierto y ciertamente desesperanzado: “Con frases que chorreaban fatalismo, extraídas del seno de su alma sin horizontes ni perspectivas, respondían a cuanto les preguntaban” (52). Empero la ignorancia e incomprensión del autor sobre su propio referente, no le impide adoptar elementos heteróclitos que tienen por objetivo dar mayor realismo a la narración y a su referente. De ahí el carácter fundamentalmente heterogéneo de la novela, y siguiendo los postulados de Cornejo Polar, ya que la forma de producción se enmarca dentro del orden occidental de la novela, existen sin embargo elementos ajenos a este, y en este caso prima la incorporación del paisaje como personaje y por tanto como parte de un sistema lírico en lo que a descripciones se refiere. La primacía la ocupan en este sentido las montañas de Tucumán, testigos inalterables del destino de los hombres, los cuales, a su

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lado, son simples manchas en el paisaje: “¡Cómo semeja un insecto cuando se le observa, de lejos, trepar por las faldas de los cerros expectantes, de las colinas tranquilas y suaves como músicas!” (174). La tierra se muestra soberana e inclemente con quien osa cambiarla, ya que su poder, como el de dios, es infinito y muchas veces, insospechado: “ ajo un cielo clemente, el mal viene a menudo del vuelo de un pájaro o de la picadura de un insecto invisible” (174). En el título de la novela se observa también la inclusión de este protagonista inesperado, pues, para todos los hombres, las montañas permanecen inamovibles y estáticas, mientras que entre los hombres reina la desigualdad. Otro de los elementos ajenos reside en el componente mítico que, en el caso de la novela de Rojas Paz, el narrador no adopta como propios, ni forman parte de su universo; antes, más bien, lo rechaza como superstición producto de la ignorancia y la falta de educación. La actitud del narrador se muestra muy explícita en los siguientes pasajes, donde él ocupa un lugar muy alejado de “esa gente”: Esa pobre gente tenía el culto de la muerte, del hechizo, de la brujería. El vuelo de un pájaro, el ladrido de un perro, un murmullo en la noche, eran para ellos presagios funestos, indicios de grandes males (44). La mitad de las enfermedades era para esa gente cosa de brujería, de maleficio…abundaban en esta región las adivinas, las curanderas, las lloronas, especie de sacerdotisas de la ignorancia que consideraban los males físicos como castigos celestiales. Curaban la litiasis con agua bendita, las paperas con exorcismos y sentencias incomprensibles y la parálisis con aplicaciones del rosario…un cantar a deshora era aviso de algo funesto, una naranja preparada con brujería iba a enloquecer para siempre a una persona… (51-52)

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En general, los personajes pecan de maniqueos, al tratar la novela de dibujar un panorama social compuesto por dos polos opuestos, el oprimido y el opresor, cuyo equilibro se intenta romper con Adelaida, por un lado, y el Chambao por el otro. Sin embargo, ambos personajes son planos y oscuros, carecen de evolución; Adelaida por su infantil inocencia y el Chambao por su manifiesta crueldad. El lector no puede sino tomar partido por el sector de los oprimidos, objetivo último de la novela indigenista. El papel de Adelaida, a pesar de sus deficiencias, representa el paradigmático caso del occidental compasivo, que por su poder en la sociedad pretende, de alguna manera, soliviantar la pobreza de los oprimidos por medio de obras de caridad y con la instauración de una escuela en la que ella es la única maestra. Lo que unos ven como un juego infantil, otros lo observan como un peligro. La “trinidad embrutecedora”, que en este caso sería “la dualidad”, el cura y el comisario, se oponen al ascenso intelectual de los indígenas, para quienes la educación está vedada con excusas rocambolescas, aunque sea un derecho. La teoría, por tanto, no se materializa en el caso de los indígenas, totalmente olvidados por el gobierno central y ninguneados por las autoridades locales. Rojas Paz, con esta novela, desea mostrar un cuadro de la sociedad tucumana que refleja unas desigualdades manifiestas en las que la culpabilidad recae sobre el hombre occidental, que aprovecha su situación de poder para denegar unos derechos básicos a los indígenas, quienes, por su ignorancia, no pueden luchar contra el orden impuesto. El autor propone una solución, la educación, que no se lleva a cabo debido a la oposición de las autoridades locales, abiertamente injustas, corruptas y clasistas. La tragedia, una vez más, triunfa en esta novela indigenista, que reivindica unos derechos cuya consecución se

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asemeja más a una utopía que a una realidad, pues hasta la misma tierra arrebata la vida de quien se atreve a romper la hegemonía blanca.

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2.4.

Viento de la altipampa (1941)

Esta novela de César Carrizo constituye seguramente la última publicación en Argentina del primer periodo de producción literaria indigenista, que culmina con la edición, en el mismo año, de Yawar Fiesta, de José María Arguedas y de El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. No obstante, en el momento de abordar la novela de Fausto Burgos descubriremos cómo este se anticipó al neoindigenismo en seis años. En cualquier caso, este dato nos proporciona la valiosa información de que la tardía publicación de este tipo de novela, con procedimientos muy propios del primer indigenismo – y aún del Romanticismo - revela un estilo excesivamente trasnochado. César Carrizo nació en La Rioja en 1889, y desde 1910 trabajó en Buenos Aires como periodista y escritor, profesión a la que se consagró cuando Rubén Darío publicó un cuento suyo, “La huerta”, en la revista Mundial Magazine en 1912. En este ya se intuye su preocupación por las desigualdades sociales que sitúan a los indígenas en el estrato más bajo. Su obra más conocida, Un lancero de Facundo (1941), trata de invertir la imagen negativa de Juan Facundo Quiroga, instaurada en el imaginario colectivo desde tiempos de Sarmiento. La inclusión de esta novela de corte romántico y ambiente pastoril obedece a dos razones fundamentales: la denuncia de invisibilidad de los indígenas argentinos que el propio autor reclamó en un autógrafo del libro, y la estructura cuentística que le es propia al referente. La primera de ellas justifica la originalidad de la producción indigenista argentina, diferente a la andina y la mexicana en cuanto a la doble denuncia que venimos reclamando. En dicho autógrafo dice Carrizo de su novela: “recoge el grito de dolor de unas

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gentes olvidadas por la civilización, y que no sabe si viven o mueren, en la alta soledad de sus montañas” (Burgos 11). La estructura aditiva a la que haremos referencia remite a los modelos populares de la producción cultural indígena y que según Cornejo Polar, “corresponde al cruce social y cultural que define al indigenismo y en último término alude a la desintegrada realidad social que este movimiento expresa” (Cornejo Polar Literatura y sociedad... 72). Explica el crítico peruano que este mecanismo viene dado por dos hechos complementarios entre sí, y que se dan también en las novelas de Alegría La serpiente de oro y Los perros hambrientos. Por una parte, se debe a la existencia de modelos populares que se integrarían al campo de la novela, y por otra, una vigencia no histórica del tiempo, sino mítica, lo cual lo alejaría de los cánones de la novela moderna, que exige un devenir histórico, contrario a la épica. El cruce de ambos tiempos dará como resultado una novela indigenista propiamente heterogénea. Efectivamente, los hechos que tienen lugar en Viento de la altipampa no precisan un devenir histórico lineal, ya que la configuración de los episodios sigue una estructura cuentística ajena a un orden temporal, aunque el conjunto de la novela sí se atiene a esta estructura conservadora. En ella, se cuenta la historia de dos pastores indígenas sujetos al mando de sendas familias rancheras, su enamoramiento, sus vicisitudes, su lucha con las familias para conseguir entablar una relación y finalmente su éxito y huida. Este argumento presenta prácticamente todos los ingredientes de la novela pastoril: el amor de dos pastores llamados Eloísa y Ruperto, el locus amoenus en la sierra noroéstica, las desdichas de ambos, el desamor de Ruperto por la inminente boda de Eloísa con un rico comerciante, la intervención de personajes fantásticos y la inserción de cuentos ajenos al

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relato principal. Claro está que el autor se toma libertades poéticas para ajustarlas a su tiempo y su espacio, como veremos a continuación, y que no encajan tanto con el ideal renacentista, por otro lado evidente en pleno siglo XX. El bucolismo esencial que encierra la vida de los pastores, aparentemente felices en un entorno natural idealizado solo se ve roto ya muy avanzada la novela, cuando los protagonistas comienzan a descubrir al lector, in crescendo, la opresión bajo la que viven. Sin embargo, el tono general de la novela no reviste tal dramatismo, y de no ser por su condición de indígenas – con un final de liberación apoteósico -, la historia podría pasar como una simple adaptación del mentado tema de los Montesco y los Capuleto con final feliz. Otro rasgo peculiar subyace en el lenguaje, imitación fonética de un habla vulgar y un tanto embrutecida, muy alejado del culto y delicado estilo de los pastores de Montemayor y Sannazaro. Al contrario, nos encontramos ante una imagen realista, pero bastante desconcertante una vez que conocemos sus desdichas, que son reveladas en la siguiente conversación: -…Se me ocurre que hai’ ser una cosa que está muy lejos de estos cerros. Güeno, al óirlos, se me vino en un de repente la idea de que nosotros, lo mesmo que los mineros, también trabajamos pa los amos, nada más que pa ellos. - Tuavíapior, Ruperto, porque nunca me han comprado botines ni unas caravanas… (Viento de la altipampa 53). Poco a poco, el lector va siendo testigo de la situación de ambos, ya que lejos de formar parte de su núcleo familiar, son tratados como esclavos, como Ruperto declara

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vivamente: “Que es que el amo s’enoja si le merman uno; que es que me ruempe un palo en la cabeza” (63). Y más tarde asistimos a una conversación del pastor con sus amos, que prometen liberarle de sus ataduras cuando este haya pagado lo que les debe, ya que, según ellos, lo salvaron de una muerte segura porque fue abandonado por su madre, y su padre era “un indio, malo como un jabalí y venenoso como una víbora” (79), por lo cual, “te irás cuando pagués la crianza, guacho desagradecío” (79). Ambos pastores sueñan juntos con deshacerse de sus amos y escaparse: “¡Y adiós vida miserable y esclava de acémilas de carga; adiós amos gruñones y egoístas, que no querían darles permiso para casarse porque ya nadie les llevaría a pacer las majadas!” (78). Pero nunca toman la decisión, y ante la propuesta de un comerciante árabe de casarse con Eloísa, la muchacha duda, mientras Ruperto masculla su desamor en la soledad de las praderas con la única compañía de su perro y su flauta. El resto de la historia transcurre sin mucha acción; Eloísa obligada a casarse por sus amos, Ruperto debilitado anímicamente, más un tercer personaje bastante ambiguo que los ayuda a reconciliarse y a huir. Se trata de la mamá Bruna, mujer pudiente, pero medio ermitaña, medio hechicera, a la que acuden todos los vecinos de la zona con problemas de cualquier tipo. Su personalidad no está bien conseguida, pues actúa con firmeza solo al final, y las razones de su retiro son endebles, aunque se intuye el halo de misterio que pretende asignarle el autor; su personaje es, en fin, poco creíble. Por otro lado, los elementos míticos son variados, funcionan como personajes principales de los cuentos insertos en mitad de la historia o bien como cadenas de unión entre ellas. Estos forman parte del universo mítico andino, como el cóndor o la sacha-cabra, ambos cuentos ejemplarizantes del animal prisionero que desea ser libre, al igual que los

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dos jóvenes indígenas. Las resoluciones positivas de los cuentos intercalados aventuran asimismo el final de la novela, con lo cual, la moraleja de esta se convierte en un canto a la libertad. Precisamente la música actúa como intercesora entre el bucolismo y la liberación de los pastores, tanto intrínseca como pragmáticamente. La flauta de Ruperto, cuya interpretación ha interiorizado genéticamente, refleja la simbiosis del indígena con el paisaje y le muestra, al final, el camino hacia la libertad: ¿Qué pastor de las cordilleras no lo es por un mandato de la raza, por una herencia heroica y triste, y hasta por una fatalidad del dolor de vivir?... Al dolor antiguo, dolor de pueblos desposeídos; al dejo atávico, al designio providencial, se unían las voces y acentos del paisaje nativo: el idioma del pájaro, el ulular del viento, el arrullo del agua, el soliloquio de la fuente, el diálogo de las totoras, cuando la brisa deja hechas hilas sus alas de seda en las espadas del jaral…La América india, la vida fiera y triste, el paisaje inmediato – espejo y compañero inseparable del hombre de los cerros – sonaba, gritaba, sollozaba en su caramillo (136). Sin embargo, este lirismo insertado en el misticismo indígena se pierde unos párrafos después con una suerte de éxtasis cristiano que nada tiene que ver con el sincretismo religioso propio a las culturas andinas: “fue componiendo el himno, la melodía nunca oída que ofrecería al Niño Dios” (137). El yaraví, no obstante, símbolo musical del mestizaje hispano-andino, sí despierta el ensimismamiento de Eloísa, cuya fuerza indígena había sido diluida por la servidumbre a la que había sido sometida y reacciona ante el empuje de su raza:

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Era la tribu, la nación indígena, la América primitiva, la que salía de su tumba, cavada a fondo en el subsuelo y en el olvido. Y si bien afloraba desde los redaños doloridos de un hombre, de los cuencos misteriosos de un alma, nadie habría podido negar que por aquella garganta cantaban y gemían muchas generaciones, entre el esperar en vano y el perpetuo adolecer, a través de los siglos. Era el pasado heroico, cuando la raza escribió su gesta, antes de esclavizarse, y era el presente anodino en que los descendientes – vestidos de lienzo moreno y áspera jerga – arrean majadas de cabras o míseras tropas de jumentos (199). De esta manera, Carrizo construye un discurso incaísta-indigenista que responde al misticismo de la liberación por la fuerza colectiva de la antigua raza, apelando así al antiguo mito del Inkarri, que augura el retorno mesiánico del Inca para liberar a sus hijos del sometimiento al que han sido reducidos desde su derrota. Ruperto, como uno de esos soldados llamados al levantamiento, ataca al invasor, esta vez reflejado en el árabe, extranjero que osa usurpar a su amada, pero también las posesiones de los argentinos: Despertaba de pronto el indio, el calchaquí y el diaguita con todas sus tribus, que durante la gesta y el drama de la conquista defendieron sus campos y tamberías a tiro de honda y a grito espeluznante (173). La denuncia, en este caso, del detestado fenómeno de la inmigración patente en muchos argentinos se hace extensible a los indígenas, quienes tampoco están dispuestos a regalar lo poco que les queda. Así, se consta el elemento común que une a criollos y nativos, y de esta manera se lo hace saber la mamá Bruna a los amos de Eloísa: ¿Qué hacen los hombres de Paimagasta, de los valles, de toda la provincia? Los hombres de estranja les están quitando y comprando todo, porque los de aquí no sirven pa nada. ¡Y agora, les quieren agarrar el corazón de las gentes! (150)

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Mamá Bruna además aprovecha para denunciar la miseria de los indígenas, cuyo problema es invisible para el gobierno, ya que estos no están inscritos en el Registro Civil. El siguiente discurso muestra el objetivo final de la novela: al problema del sometimiento se une un problema incluso mayor, que es el de su no existencia: Nadie se duele de los pobres que cultivan la tierra, que pastorean las manas, y mueren de hambre, semi desnudos, y con todos los achaques, plagas, vicios y desgracias en los rancheríos. Ignorantes porque nadie les enseña a leer y escribir; esquilmados por los amos; arreados por los políticos; y de yapa, muchos, sin marca ni señal como el ganado cimarrón, ya que siendo hijos de nadie, no los bautizaron ni los apuntaron en el Registro Civil… (191). No es esta una novela indigenista al uso, aunque posea las características elementales de denuncia y reivindicación, además del lirismo, misticismo y modelo aditivo de narración, según Cornejo Polar (Literatura y sociedad... 65); pero si nos remitimos a los que le otorga Tomás Escajadillo, los rasgos secundarios escasean, como la superación de lastres pasados, la renuncia al pasado glorioso como solución y la proximidad al mundo novelado. Efectivamente, el autor remite continuamente a la antigua gloria de la raza (“Era la propensión atávica del indio, que habiendo sido dueño de un imperio, lo dejó irse de las manos” (194)), son sus antepasados quienes los llaman por medio de la sangre para liberarse, y siempre acucia la melancolía de un pasado mejor. Por otro lado, el narrador solo se centra en dos personajes indígenas que ni siquiera pretenden representar a su etnia, viven en un mundo de blancos donde no existen otros indígenas, a pesar de que la mamá Bruna descubre un universo más allá de Eloísa y Ruperto.

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Por otra parte, el bucolismo dibujado impide reconocer un abuso en la lectura, solo revelada por las conversaciones de los pastores entre ellos y con sus amos, y finalmente por los reproches de la cacica quien, a pesar de su poder y sus pretensiones caritativas, nunca logra evitar la opresión y miseria de los dos indígenas, quienes se liberan gracias a su propia voluntad, estimulada por su herencia genética. Aunque el objetivo de la trama – la liberación de los protagonistas – se logra, no se desvela el destino de ambos, pues estos seguirán siendo pobres, sin posesión de la tierra y sin reconocimiento oficial. Cumple la historia, pues, los presagios de su autor, que, a pesar de haber lanzado ese “grito de dolor de unas gentes olvidadas por la civilización”, tanto su novela como sus personajes siguen sumidos en el olvido.

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2.5.

El salar (1935) Nos encontramos ante, probablemente, la novela indigenista argentina por

excelencia y aún a riesgo de caer en paralelismos fatuos, Fausto Burgos representa, sin duda, el José María Arguedas argentino. Aunque la obra del tucumano sea anterior a la del andahuaylino, ya existen asentados rasgos de neoindigenismo que comentaremos más adelante. Pero además, un dato se posiciona a favor de Burgos: no solo estuvo en contacto con el movimiento indigenista de Cuzco, sino que conoció a Arguedas personalmente y lo introdujo en la prensa bonaerense. Sin embargo, el punto en común, el indigenismo, se desdibuja ante la disparidad de ambas trayectorias. Mientras Arguedas, a pesar de su fatídico destino, pronto fue elevado a la gloria literaria, Fausto Burgos permanece en un incomprensible olvido, que solo últimamente está despertando tras la publicación de El salar, por la Biblioteca Nacional Argentina con motivo del Bicentenario de la Independencia, aunque, como no podía ser de otra manera, en la colección de “Los raros”, que intenta “volver lo raro a lo clásico y hacer que lo raro no se pierda ni se abandone en la memoria atenta del presente” (Burgos). Fausto Burgos nació en Medinas, provincia de Tucumán, en 1888, aunque vivió casi toda su vida en San Rafael, Mendoza, donde se desempeñó como profesor, escritor y tejedor de ponchos tradicionales. Colaboró con diversos periódicos y revistas provinciales, nacionales, como Caras y Caretas, La Nación y La Prensa; e internacionales, como O Mar y Vesubio, de Brasil e Italia respectivamente. En 1928 viajó a Cuzco, donde conoció a José Uriel García y a Luis Valcárcel, quedando profundamente impresionado por su campaña indigenista, y los invitó a colaborar en La Prensa83. Ese mismo año Valcárcel publicó una

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nota en la revista indigenista La Sierra, alabando su labor literaria y elogiando el verismo de sus estampas andinas: ¿Quién no ha leído en Sudamérica a Fausto Burgos? Desde las páginas de "La Prensa" hasta las de populares revistas del Plata, los cuentos, las anécdotas de tema indígena - plenos de vida fuerte - presentan el panorama andino con sus eternos personajes. Nadie como Fausto Burgos domina mejor el diálogo entre las pobres gentes del villorrio del Abrapampa o del Cusco. Cada cuadro costumbrista tiene la reciedumbre de lo americano. De él huyó todo el artificio europeo, toda la literatura de importación. Fausto Burgos es un creador de arte vernáculo. Una página de este escritor originalísimo posee más vitalidad que volúmenes enteros de exégetas de segunda mano que solo conocen al indio en cromos convencionales. Fausto Burgos trasmite al lector la sensación de absoluto verismo; muchos de sus cuentos tienen la pesadez y monotonía del paisaje puneño: no busca nunca Burgos el efecto "artístico", lo bonito. Traza su aguafuerte y se aleja.Por eso algunos no lo comprenden y hasta ponen en duda su calidad de literato… Es el literato keswa de la Argentina ("Un literato keswa en la Argentina"). Aunque Burgos se desentendió de las novedades estéticas del vanguardismo y permaneció arraigado al posmodernismo, en San Rafael estuvo ligado al grupo “ egáfono”, que ensayaba ciertas tendencias vanguardistas. Sin embargo, hemos de recordar la proximidad de Mendoza a Chile, y por ende, de la estética vanguardista mendocina a la chilena, que por aquellos años ensalzaba a Huidobro de la mano de Pablo Neruda, por lo que el creacionismo, sobre todo, se instaló de manera permanente en el grupo84. No obstante dicho contacto – fue profesor de Alfredo Bufano – Fausto Burgos prescindió de las escuelas literarias e inició, junto a Miguel Martos, la narrativa de inspiración folklórica en 1928 con la publicación de Cara de tigre.

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Su vastísima obra literaria – más de cuarenta títulos entre novelas, cuentos y poemarios – ha sido clasificada por Marta Castellino superando los criterios geográficos, como correspondería a cualquier escritor calificado de regional, a saber, lo regional entrañable, lo regional pintoresco, lo extranjero en relación con lo propio, la narrativa de inspiración folklórica y lo regional doloroso. A este último apartado corresponderían El salar, La cabeza del Huiracocha y la colección de cuentos Cachisumpi. La indignación por el sometimiento y humillación de los indígenas prevalece sobre la escena costumbrista y rebasa los límites de la llamada literatura regional. Si nos atenemos, en cambio, a la denominación que Barcia realiza sobre literatura regional, “Es la literatura que se apoya en las materias regionales para encamar la expresión personal del autor y proyectar una dimensión universal a 1os temas de la obra” (Videla de Rivero y Castellino 42), sí podemos admitir la inclusión de la narrativa de Burgos en esa clasificación, aunque, en realidad, en ella cabrían todos los autores, ya que, según Barcia “la literatura nacional es el nombre verdadero de la literatura, aunque toda obra es regional, nace en un tiempo, en un lugar, en una región” (43). Este intento por eliminar la adscripción de la literatura regional a la mala calidad literaria responde a una diferenciación entre regional y regionalista, analizado en el capítulo 2. Si ciertas obras regionales no alcanzan el grado de universalización que les correspondería no se debe, desde luego, a su mediocridad, pero se mantienen con ese calificativo como recurso geográfico. Aunque las novelas de Burgos se localizan en dos regiones bien definidas, el Noroeste y Cuyo, su discurso es universal, pues se une al grito de tantos escritores que, desvinculándose del territorio y ajenos a escuelas y estilos literarios, reclaman justicia para un grupo social oprimido. En general, cualquier obra indigenista cobraría esta dimensión,

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pero Burgos se distancia del resto de argentinos por su ausencia de sentimentalismo y su capacidad por narrar la crudeza de la vida indígena sin que el pesimismo se apodere del texto, sin causar compasión en el lector, aunque sí, desde luego, emoción. El salar es la historia de una venganza por una serie de afrentas urdidas antes y durante la duración de la novela por parte del poderoso hombre blanco frente al resignado y mísero indígena. El protagonista, don Carlos, un hombre de clase media y ocioso, sacudido por un sueño, parte un día desde Buenos Aires hasta Jujuy para recuperar al hijo que tuvo con una indígena, Rosario, en Abra-Pampa, ocho años atrás. Al llegar se instala en el negocio de un turco que se ha enriquecido a costa de explotar a los indígenas que trabajan en un salar cercano, el Salar Grande. Durante la estancia de don Carlos, el lector es testigo de los males del capitalismo entre la población indígena, para quienes el precio de la sal se reduce constantemente y el del resto de productos básicos siempre aumenta, provocándoles una miseria de la que nunca podrán escapar porque, además, no conocen las cuentas básicas y son objeto de engaños por parte de los comerciantes, como el turco Abud, quien desprecia profundamente a los indios y su trabajo. En la tienda, don Carlos presencia esta explotación de la que son objeto Rosario y su familia, quien está casada con un indígena mucho mayor que ella y con quien tiene tres hijos. De boca de Javier Chutuska, el marido, conocemos que su matrimonio es anterior a la relación de don Carlos con Rosario. A pesar de esto, el porteño no duda en declarar al hijo menor, José Luis, suyo, en presencia de todos, provocando la risa entre los blancos, quienes se mofan de la humillación de Chutuska y su falta de honor. A su partida, don Carlos decide seguir a la familia indígena para recuperar a su hijo, y lo hace en compañía de Seneusky, un exportador del norte de Europa que conoció en el viaje hacia Jujuy y quien carece de escrúpulos. Durante el camino hacia el Salar,

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Seneusky muere por el surumpio y don Carlos lleva el cadáver hasta la choza de los Chutuska. Allí se instala durante semanas, provocando a Javier abiertamente, quien aguanta imperturbable las afrentas del blanco, pero ofreciéndole lo poco que tienen. Cuando la familia parte hacia el Salar para trabajar, don Carlos los acompaña para intentar mitigar la tensión y ganarse el cariño del hijo. En el salar sufre y comprende la dureza del trabajo de los indígenas, pero al mismo tiempo sigue provocando a Javier, quien finalmente decide, con humildad, renunciar a su familia. Estos vuelven a su choza con don Carlos, y Rosario, ante la marcha de su marido, parece enloquecer, hasta que un día parte hacia el salar con los hijos y don Carlos, para abandonarlo en mitad de una nevada y cumplir así una venganza largamente meditada. Dicha venganza se muestra al final de la novela como un triunfo por parte de la raza humillada sobre la dominante, pero esta visión es recogida únicamente desde la perspectiva de Rosario, quien desconoce que don Carlos sobrevive al surumpio, hecho que no es ignorado por el lector debido a las pistas que nos deja su protagonista a lo largo de la narración. Dado que El salar está escrito en primera persona, sabemos que la historia es muy anterior a su escritura, y que don Carlos volvió a Abra-Pampa, por referencias en el relato, como “De esto hace cosa de cinco años; entonces yo no tenía canas” (33) o “ e acuerdo de la ilte; la conocí años después” (155) y dos páginas más adelante “Años después, pienso y me pregunto si estuve loco”. Este detalle supone el fracaso de Rosario y, por tanto, la negación de toda esperanza que el lector podría haber depositado, a pesar de la tragedia, en esa venganza. Nos referimos al lector ya que Fausto Burgos se encarga, desde el principio de la novela, de acrecentar las simpatías hacia los indígenas y el desprecio hacia los blancos,

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identificándolos no tan maniqueamente con el símbolo del explotado gratuitamente y el símbolo del explotador desalmado respectivamente. Aunque la primera persona corresponde a un blanco, y este intenta confraternizarse e incluso denunciar la explotación a través de una conciencia humanizada, sus actos no son consecuentes y muy pronto el protagonista provocará un rechazo manifiesto. De él sabemos poco, y lo que conocemos se hará por medio de rápidas pinceladas diseminadas a lo largo de la narración. Sabemos que es de Buenos Aires (77), de clase acomodada, pues vive “solo, en una casona antigua” (25), que tiene treinta y nueve años; no conocemos su trabajo, aunque sí nos cuenta que escribe mucho “hasta altas horas de la noche”. Sabemos que conoce bien el departamento de Abra-Pampa, en Jujuy, por las referencias precisas a la geografía, antropología y léxico de la zona, pero desconocemos las razones de sus otros viajes. Su nombre solo nos es desvelado a través de su supuesto hijo quien, a su pregunta, le responde “Usted es don Carlos, el abajeño” (168). Estos escasos datos son suficientes para, libres de prejuicios, poder evaluar su comportamiento. De hecho, la violación de Rosario unos años atrás no es revelada hasta casi el final de la novela cuando, quizá por sus remordimientos, piensa en su culpabilidad. Sus comentarios nos permiten apreciar su odio a los inmigrantes, en primer lugar, por sus descripciones negativas y en segundo lugar por sus juicios sobre el trato a los indígenas. En cambio, las descripciones físicas de los indígenas tienden al objetivismo y las reflexiones sobre su explotación pretenden adoctrinar, intuyendo así la voz del narrador en ocasiones. Sin embargo, a pesar de esa confraternización con el universo indígena y su capacidad de denuncia frente a los demás y a sí mismo, el protagonista los somete a una humillación

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incluso peor que los comerciantes, ya que es capaz de romper la armonía – mísera armonía – que los explotadores no han conseguido a pesar del injusto trato monetario. Efectivamente, son cuatro los personajes blancos con participación en la trama, y todos ellos contribuyen al abuso, aunque en grados diferentes. Asumiendo la opinión generalizada en Argentina del desprecio hacia los inmigrantes, estos son retratados como casi la encarnación del mal. Mustafá Abud es excesivamente estereotipado como el avaro turco que pretende ganarse el respeto de los nacionales a través del trabajo y el dinero, y no cesa de insistir en ello: “Turco trubaja, trubaja y gana boco” (56). Por la descripción dada sabemos la escasa simpatía que don Carlos siente por él: “Era un turco de cabeza achatada por detrás, de cabellos rizosos, de nariz grandota, de labios gruesos y de bigote ancho y renegrido, como sus ojos” (33), asociando el color negro a lo negativo. Unas líneas más adelante se corrobora el desprecio, a pesar del intento del turco por agradarlo: “Jamás le había hecho bautizar un hijo y me llamaba de esa guisa [compadre]”. Durante el intercambio comercial, se muestra la escasa compasión de Abud hacia los indígenas, a quienes, además, compara con animales: “Estas indias son tremendas: defienden la cría como las vacas” (66). Pero la imagen más amarga, no obstante, se nos ofrece durante el diálogo entre Abud y Javier Chutuska. El turco les compra la sal a un precio ridículo – aunque nunca lo sabemos con exactitud pues él se encarga de cerrar el pacto con Javier a solas – y más tarde les vende los productos de su tienda a un coste altísimo, con engaños de calidad y cantidad, pues los indígenas son analfabetos: -

Pesameló diez kilos, señor, ¿A cómo está el kilo? ¿A veinte?

-

A veintidós, marchante, bero no es abolillada.

-

¡Caraspa!... Dejala a veinte, Tatay; somos pobres…

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-

No se buede, marchante. Las batentes están por las nubes. Turco trubaja, trubaja y gana boco.

-

Veinte kilitos, pesameló, Tatay.

La Rosario reparó también en la harina rubia y granulosa. Abud puso la harina en una bolsa. ¡Cómo lo miraban pesar! Ninguno de ellos sabía lo que indicaba el brazo. “Dos, tres kilos menos, ¿qué son para esta gente, si no les cuesta nada la sal?” – pensaba el turco (56). El trabajo de salinero, sin embargo, es excesivamente duro. Los panes deben ser cortados en invierno, cuando las temperaturas pueden alcanzar los veinte grados bajo cero; los indígenas andan “treinta, cuarenta y más leguas, a pie”, los panes suelen pesar entre veinte y treinta kilos. Deben soportar, además del frío, el surumpio o mal de montaña y el sol que puede cegarlos. La voz del narrador es explícita al explicar este proceso, para a continuación, declarar: “¡Oh, la milenaria y vencida raza!” (50), pues aún los indígenas siguen pagando el castigo de la derrota quinientos años después de acaecida. El otro extranjero, Seneusky, también pretende acaparar las simpatías del argentino, pero el desprecio del nacional hacia los inmigrantes está bien asentado desde su presentación: “¡Qué tipo repelente! Era alto, escaso de carnes, blanco, blanquísimo, narizudo, bocón. Llevaba anteojos. Ni pera, ni bigote ancho, ni bigote mosca. El pelo, rubio, pelo de ruso, de dinamarqués o de sueco. No traía gabán” (29). En este caso, el color blanco también lleva asociada una negatividad implícita, aunque bien diferente al negro. El odio al color blanco es patente en la envidia hacia el europeo, la aspiración del argentino. Seneusky es un comerciante, alardea de su riqueza (“Tengo mi casa en uenos

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Aires…como verá usted, en calle céntrica” (29)), conoce el duro trabajo del indio, pero prefiere ignorarlo, ya que participa en el negocio de la sal como importador: ¿No le parece, compañero, que a estos acaparadores les debía dar una buena lección el Gobierno Nacional? Claro, se aprovechan del trabajo de los pobres indios. ¿Qué sabe el indio del precio a que venden los acaparadores la tonelada de sal? El indio, el coya, corta los panes de sal en el sal y se viene con su tropa a pie, detrás de los “animalitos”, coqueando. Aquí, cuando no lo fuma el turco, lo fuma el gringo (39). Seneusky deplora el comportamiento de Abud, a quien reprocha que engañe a los indígenas, pero en realidad pretende conseguir una rebaja en el precio de la sal. Por otro lado, el europeo, aunque siente curiosidad hacia el indígena, esta se basa en el exotismo de quien se siente superior ante un semihombre salvaje: “¿vos que le vendéis alcohol de noventa y cinco grados para que se embrutezcan más”? (53, énfasis agregado).

ás tarde,

cuando comienza a sufrir los primeros síntomas de apunamiento, Carlos le ofrece coca para frenarlo, lo que él rechaza categóricamente: “¿Coquear? No soy chancho” (77), y cuando finalmente la prueba, concluye: “¡Qué porquería! ¡Se necesita ser puerco para mascar esto!” (80). En la misma línea, es patente su desprecio hacia el indígena, a quienes cosifica: “¿Por qué no se lo quita, hombre? [al hijo] Total, esta gente…” (52) y asalvaja: “¿Qué quieren esos indios piojosos, coqueros?” (52). Seneusky, como símbolo de la civilización, menosprecia la barbarie indígena, asimilándola a los animales. Ofende también a la naturaleza: “¡Déjese de macanas! ¿Usted cree en la Pacha- ama?” (82). La Pacha-Mama o Madre Naturaleza, es venerada por los indígenas, y esta falta de respeto le causará la muerte, en el salar, aquejado por el surumpio. Su negativa a coquear, pues la hoja de coca alivia los síntomas, y a no comer, a pesar de ser

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avisado de los perjuicios de la alimentación durante el apunamiento, le causará la muerte85. Carlos, quien consintió su compañía para viajar al Salar, anticipa el deceso con un deseo motivado por su hondo odio al europeo: Su indiferencia hizo renacer mi odio al comerciante acaparador, al hombre blanco que se enriquece con el trabajo de la humilde gente puneña… ¡Cómo me hubiera gusto verlo allá, en medio del salar, tendido, con los ojos secos, con el cuerpo agarrotado! (88) Este odio desaparecerá unas líneas después, ante la presencia del cadáver: “Y el odio que yo sentí por el hombre blanco que compraba, que acaparaba los panes de sal que los pobres puneños cortaban, desapareció” (89). El poder equitativo de la muerte consigue la compasión de Carlos. El tercer personaje blanco, aunque está situado en un plano protagónico muy secundario, es Don Rodolfo Giménez, símbolo del caciquismo. Como muchos hacendados, se trasladó desde Buenos Aires a Jujuy para trabajar la tierra, que compraría a precios muy reducidos, durante las sucesivas campañas de repoblación del territorio que promovió el gobierno argentino desde finales del siglo XIX. La familia Chutuska trabaja para don Rodolfo, a quien le alquila burros para trabajar en el salar, y le venden una parte de esa sal. Probablemente el hijo mayor de Rosario es un bastardo de don Rodolfo, pues lleva su mismo nombre y ella trabajó como sirvienta en su casa. Trata a los indígenas de forma degradante, les grita, les ordena, los insulta e incluso los golpea: “¡Tomá, grandísima perra! – exclamó encolerizado el caballero -. ¡Tomá! – Y en las espaldas restalló la lonja de su talero” (181). Asume, además, que son propiedad suya cuando no tolera que otro blanco como Carlos los humille.

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Carlos, finalmente, es el único blanco consciente de la explotación y de sus propios abusos a la familia Chutuska, aunque insiste en un comportamiento irresponsable, infantil y egoísta. Su compasión va más allá de la simple pena, e incluso ofrece la solución para soliviantar parte de los males de la población indígena: la educación. Sin embargo, el trato hacia ellos sigue siendo desigual y clasista. Los indígenas nunca cesarán de utilizar el vocativo de cortesía hacia los blancos mientras Carlos (al igual que el resto de no indígenas) los tutea e incluso les impone su superioridad con mandatos: “Ensillá las mulas” (102). La conciencia de clase en Carlos es patente cuando se dirige a su supuesto hijo y lo conmina a llamarlo “tatita” (Delrio et al.): Bajaba los ojos, avergonzado. No era posible; no, no, él no podía ser hijo mío. Él, un pobre chango calzado de viejas ojotas de suela, un pobre chango que llevaba sobre las carnes una burda camisa de picote “áspero” y unos pantalones y una chaqueta de cordellate, no podía ser hijo de un caballero (124). Su posición de “caballero” frente a la pobreza indígena le capacita para demostrar su superioridad ante ellos. Por eso, no duda en humillar a Javier Chutuska una y otra vez y en compartir alimentos que los indígenas rara vez prueban. En contraste con estos cuatro únicos personajes, los indígenas pueblan las páginas de El salar. Además de la familia Chutuska, nos encontramos con salineros trabajando, hombres por el camino y bolicheros. No solo comparten la raza, sino la pobreza, y todos ellos lo señalan: Javier Chutuska: “Dejala a veinte, Tatay; somos pobres…” (56), el bolichero: “Están en la casa de un pobre” (75); Kallpanchay: “Porquito, pu’, señor. Ya no podemos comer ni pan pu’, señor, porque la harina está por las nubes” (135); el salinero: “Poquito es, pu’, señor. Y todo está por las nubes: la coca sube, las chatas de alcohol suben;

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la harina flor sube; el maíz sube. Sólo la carga de sal…, baja…No nos tienen lástima, señor” (142). A su lado, los blancos derrochan el dinero, mostrando su superioridad económica, que los indios observan con resignación. Así, El salar ofrece una imagen realista de la sociedad del noroeste argentino: la población es mayoritariamente indígena y es explotada por un puñado de blancos de los cuales, la mitad son extranjeros. Sin embargo, aunque el argentino no indígena subraya una diferenciación bien patente entre ellos y los inmigrantes, el indígena adopta la misma posición de sumisión ante cualquier blanco, que es percibida como hostilidad por este: “Pensé yo en el antiguo rencor que el indio guarda para el blanco. Es un rencor que no morirá nunca” (72). Carlos se esfuerza por intentar agradar a los indígenas trabajando junto a ellos y compartiendo su costosa comida, de la misma manera que los inmigrantes intentan agradar al argentino blanco, estableciendo así una sociedad de tres niveles económicos inversamente proporcional a la propiedad histórica de la tierra. Al invertirse este derecho histórico, surge un rencor vertical cuya cúspide pretende relajar mediante un interés hipócrita. En resumen, el indígena odia al blanco en general por arrebatarle la tierra y someterlo y el blanco pretende sosegarlo mediante dádivas interesadas. Carlos ayuda a los salineros, pero espera obtener a cambio el cariño de su hijo, mientras sigue humillando a Javier. Por su parte, Rodolfo aconseja a Javier en contra de don Carlos, del que pretende evitar que se convierta en su patrón, y golpea a Rosario por no haber llevado la sal. En el otro ámbito, Seneusky y Abud agasajan a Carlos, del que perciben su desdén, para poder ser tratados como argentinos. Por lo general, los inmigrantes son más poderosos económicamente, y esta es una de las causas del odio contra ellos.

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Quienes no tienen nada que perder, sin embargo, demuestran mayor entidad moral, desde el menor, José Luis, de ocho años, hasta el mayor, Javier Chutuska, de más de sesenta. Mientras las aspiraciones vitales de los blancos se centran en pautas sociales que los alejan de la realidad natural, los indígenas se agarran a la tierra y la familia. Por eso, términos como el honor le son indiferentes a Javier: “¡Qué fenómeno de marido! ¿O es que esta pobre gente no tiene una idea, siquiera remota, de lo que es el honor?” (51). La riqueza, aunque resulta atractiva a los indígenas por la posibilidad de cambiar la dieta, no ofrece garantías, y lo sabe bien el pequeño José Luis, que ante las promesas de don Carlos, sigue negando su paternidad. Don Carlos, en cambio, continúa creyendo que el cariño del hijo se gana con regalos y no con la presencia que sí ha tenido Javier Chutuska: “el hijo a quien jamás había dado yo ni cinco centavos” (28). Los indígenas aceptan su destino con humildad y resignación. Consienten toda clase de tropelías hacia ellos, las violaciones, las humillaciones, la explotación indiscriminada, pero no toleran la transgresión de sus tradiciones. La familia y la Pacha-Mama son sagrados y se rebelan contra su quebrantamiento. Javier Chutuska esgrime un lacónico “Dejámelo, señor”, cada vez que don Carlos intenta arrebatarle al niño y Rosario decide hacer desaparecer a don Carlos una vez que su familia se ha roto, pero prefiere que la PachaMama se encargue del trabajo final, que no lo cumple porque el protagonista sí la respeta. El acto final de abandonar a su familia por parte de Javier Chutuska, responde a un castigo infringido a Rosario, quien no ha sabido detener a don Carlos. La falta de rigor de la indígena puede extenderse a toda la raza, quienes no han podido o sabido frenar el atropello blanco, que continuará mientras no se levanten contra el invasor. La lección aprendida en El salar conmina a las corrientes indigenistas a dejar que sean ellos mismos, sin la

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intervención del blanco, quienes lideren su liberación, como anticipó González Prada, allá en 1904, en Nuestros indios: Al indio no se le predique humildad y resignación, sino orgullo y rebeldía. ¿Qué ha ganado con trescientos o cuatrocientos años de conformidad y paciencia? Mientras menos autoridades sufra, de mayores daños se liberta. Hay un hecho revelador: reina mayor bienestar en las comarcas más distantes de las grandes haciendas, se disfruta de más orden y tranquilidad en los pueblos menos frecuentados por las autoridades. En resumen: el indio se redimirá merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores. Todo blanco es, más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche ( onzález Prada 19). El salar pues, no es la narración de una explotación aislada. La trama es una excusa para describir las durísimas condiciones de vida de toda una comunidad que es sistemáticamente oprimida por su entorno físico y humano y la indiferencia de la mal llamada civilización quienes, como mucho, los compadecen, aunque a un nivel animalizado. Los indígenas solo pueden refugiarse en su misticismo para soliviantar su miseria, a la que no se enfrentan. Aunque es obvia la catalogación de novela indigenista por la síntesis ofrecida, los procedimientos internos de la novela, que escapan a cualquier resumen argumental, revelarán además que en El salar existen ciertos rasgos neoindigenistas, por lo que tomaremos en cuenta las tesis propuestas por Escajadillo y Cornejo Polar para su análisis. Según Tomás Escajadillo, son necesarios tres factores (que son compartidos también por José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, Concha Meléndez y Aída Cometta Manzoni) para considerar indigenista a una novela, a saber, el sentimiento de reivindicación social, la superación de lastres pasados y la proximidad al mundo novelado.

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Es incuestionable la presencia de estos tres factores en la novela de Burgos, por lo demás manifiestos también en multitud de narraciones de la época y, en consecuencia, el resto de obras analizadas a lo largo de este trabajo. Sin embargo, el problema radica en la actualización o desautomatización de El salar en contraste con el resto, hecho innegable y que coloca a esta novela en un nivel superior estética y retóricamente hablando. Aunque Escajadillo formula su teoría del neoindigenismo en base a las últimas obras de José María Arguedas; es decir, convierte a Los ríos profundos y Todas las sangres en un patrón, adaptaremos las características propuestas para reivindicar la adscripción de El salar a una escala privilegiada dentro de la narrativa indigenista. El primer factor, el realismo mágico, se observa a lo largo de la novela de Burgos por medio de los personajes que habitan un mundo donde los elementos supernaturales forman parte de la realidad diaria. El estrato mágico en El salar se identifica con la muerte, que los salineros llaman “la archila”. En torno a ella se dibujan varios mitos cuya actualización es plenamente real en los universos indígena y no indígena, ya que Carlos participa de estas creencias. No asistimos, como en el indigenismo ortodoxo, a dos planos diferentes, donde lo mágico se presenta fuera de lo real, sino en un único plano real-real. Carlos sabe que un cadáver en la Puna debe ser ahorcado para que el mal no le salga por la boca y entre dentro de su cuerpo, y que no debe pasar la noche con el cadáver para que no se transforme en Barchila. Estas creencias fantásticas son asumidas de manera natural por los habitantes de la Puna y los que la conocen. El occidental que duda de tales realidades, como Seneusky, es derrotado por el mismo mito, que niega su propia existencia al matarlo en la Puna. De esta manera, el plano imaginario condena al plano racional, y permite que, en el universo indígena, solo sobreviva lo mágico.

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El segundo factor, la intensificación del lirismo, se distingue del indigenismo ortodoxo en cuanto a su incremento respecto a las obras anteriores, en donde el elemento denunciatorio se anteponía al lírico. El salar es una novela altamente poética. Las descripciones del paisaje, de los personajes, de los estados de ánimo, de las situaciones…Existen en su narrativa muchos elementos exclusivamente poéticos como la aliteración, la repetición, la personificación, y sobre todo, la transmisión de significado a través de la lírica. Como elemento objetivo, insistiremos en la primera persona en la que está escrita la novela, y añadiremos algunos párrafos que muestran claramente la actitud lírica de Burgos. Cuando Carlos está llegando al altiplano en el tren, observa el paisaje: “Pasaban las horas, pasaban, con paso de tortuga. A una y otra mano de la vía, cerros y cerros, cerros morados, rosados, azules, gríseos. Y a lo largo de la quebrada, un río claro, sonoro” (31). El ritmo de la narración se asemeja a un poema, transmite la lentitud del tiempo y la reiteración del paisaje con las repeticiones, el sonido del agua con la aliteración y el colorido de las montañas con la enumeración asindética. La descripción del trabajo en el salar es todo un ejemplo de prosa poética. Las enumeraciones, las anáforas, los paralelismos, las aliteraciones y el ritmo transmiten la dureza del trabajo, la miseria de los indígenas, la soledad del salar. Solo la estructura narrativa impide una adscripción plena al poema: Los conocía bien. Venían de tiempo en tiempo, cuando en la lejana choza de paja, barro, piedra e iro, ya no tenían harina de maíz para el espesao, maíz para piri, coca para el acuyico, chatas de alcochol de noventa y cinco grados para matar el frío y despertar la alegría. Venían de vez en vez, a la zaga de sus burros cargueros, burros vizcachillos, pardos,

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cariblancos, de largas orejas adornadas con flores rojas de lana. Traían sal, panes bermejos de sal, cortados allá, en el remoto salar reverberante y helado. Treinta, cuarenta y más leguas, a pie, en pos de las bestias, emponchados todos los hombres: el padre, los changos; la madre, arrebozada con su lliclla. Treinta, cuarenta y más leguas, a pie, sin una palabra – sin una – en horas enteras. La Rosario escondía las manos ateridas bajo el manto; no podía hilar; el huso iba clavado en la faja que apretaba la cintura. Horas y horas sin hablar. Javier Chutuska, la Rosario y los dos changos mayores, coqueaban durante todo el camino y al masticar las amargas “pastillas verdes” pensaban en los quintos de plata boliviana que habían oído sonar en el cajón del mostrador del turco Abud; pensaban en las piezas de lienzo amarilloso, en las botellas de alcohol de noventa y cinco grados, botellas de colorado rótulo. Treinta, cuarenta y más leguas a pie, por cerreros caminos, por huellas marcadas en un llano cubierto de tolares, por caminos blanquizcos, gríseos, pardos. Vivían para trabajar, para entregarle al hombre blanco el fruto de su trabajo. Le pedían poco para vivir, para mantener el cuerpo keswa. ¡Oh, la milenaria y vencida raza! (49-50). A lo largo de la narración se reiteran pasajes como el anterior. La descripción no se entiende sin el lirismo característico de la prosa de Burgos, que más que fotografiar, pinta de manera impresionista los tipos, los paisajes, los mitos y los sentimientos. El epíteto, pues, se convierte en elemento imprescindible y la metáfora intensifica el efecto realista: “El incendio de las cresterías empezó no bien el sol se recostaba para el lado de Chile y del mar Pacífico” (91). El salar se transforma en un estado de ánimo, un personaje más, que modifica las actitudes de sus pobladores. El componente lírico resulta indispensable: “ e di cata de lo que es el altiplano, la Puna casi desierta, inmensa, frígida, alta pampa muerta bajo un cielo indiferente y uniforme” (127). El transcurso de la vida se entremezcla con la cotidianeidad y el paisaje, que transmiten el temple de los habitantes:

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¿Qué vería él, a lo lejos, con su pobre imaginación, imaginación que tenía por delante la eterna valla de unos cerros azules y remotos? ¡Qué vería él, con los ojos opacos de su imaginación! Pequeño era su mundo: un altiplano frígido, vestido de tolas y añaguas; montes y montes; el Salar blanco y relumbrante a la hora en que el sol aprieta; cielos, cielos, ovejas, burros, llamas, salineros; la voz distinta y antojadiza del viento, el reventón de los truenos. ¿Y qué más? La noche, el silencio, la muerte (123). Para el tercer factor, el crecimiento del espacio en consonancia con la realidad indígena, Escajadillo toma como ejemplo Todas las sangres, ya que la novela pretendía totalizar un problema aparentemente local. Citamos las palabras de Arguedas sobre la intención de su novela: En mi último libro, que se llama "Todas las Sangres", se trata de demostrar la descomposición que en ese momento estaba ocurriendo en la zona más atrasada del país, como consecuencia de la apertura de las carreteras, de mayor vinculación a las regiones más industrializadas; las poblaciones de las comunidades y de las haciendas invaden las haciendas o se vienen a las ciudades. Y esta descomposición de la sociedad andina peruana yo creo que obedece a un plan muy meditado, muy inteligentemente meditado por las clases dominantes del Perú. Se ha tratado de demostrar en este libro la relación de poderes y de los mecanismos de dominación, que va desde las potencias que dominan el mundo, hasta cómo esas potencias, por intermedio de los grupos dominantes del país, aceleran esa descomposición de la sierra peruana. La forma de explotación de las tierras mediante siervos, que fue buena hasta hace treinta años, ahora ya no lo es. Hay la intención planificada de acabar con ese tipo de explotación de la tierra, y los indios están siendo desalojados, o ellos mismos están abandonando los feudos y se están

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convirtiendo en obreros o en sirvientes en las ciudades (Escajadillo La narrativa... 66). La situación del indígena argentino variaba respecto a la del peruano en muchos aspectos. En primer lugar, la visibilidad era opuesta. Más de la mitad de los habitantes peruanos son indígenas o mestizos. En Argentina este porcentaje no alcanza el 5%, aunque como se mencionó en capítulos anteriores, el mestizaje puede rebasar el 70%. Sin embargo, las políticas de asimilación llevadas a cabo a finales del siglo XIX destruyeron gran parte del legado prehispánico, mientras que los indígenas no asimilados fueron siendo desplazados hacia las fronteras más septentrionales del país y sus tierras fueron vendidas a la oligarquía, quienes prácticamente esclavizaban a sus pobladores en un régimen semifeudal. En El salar se observa la gran concentración de indígenas en un espacio relativamente pequeño en comparación con todo el país argentino, pero que pretende representar, si no a Jujuy, a todo el noroeste, o al menos, el altiplano. Los indígenas han sido arrinconados a la zona más agreste y son obligados a trabajar en las más penosas condiciones para sobrevivir, bajo un régimen oligárquico que los explota, desde el pequeño comerciante local, como Abud, hasta el exportador porteño, como Seneusky, ante la ceguera del gobierno, que los ignora, aunque Burgos se encarga de repartir culpabilidades, de nuevo, con un mensaje subliminar: “¿No le parece, compañero, que a estos acaparadores les debía dar una buena lección el obierno Nacional?” (38). Si bien en el altiplano, los indígenas son mayoría, en el resto del país representan una ínfima parte, una minoría que es sistemáticamente invisibilizada por parte de un gobierno que, históricamente ha tomado medidas para borrar el rastro de sangre indígena. La novela de Fausto Burgos simboliza, en último término, la magnitud y el éxito de estas políticas, que han posibilitado su imperceptibilidad, trascendiendo fronteras, a pesar de la evidente alta calidad literaria de El salar.

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Para el último aspecto, el perfeccionamiento de la técnica narrativa, hemos de detenernos en considerar la producción artística de Burgos en el marco de su generación. El escritor tucumano, es cierto, estuvo muy próximo a los grupos vanguardistas mendocinos de finales de los años 20, en particular al grupo “ egáfono”. Sin embargo, se desvinculó estilísticamente de estos y se centró en su renovación personal, por lo que podemos apreciar ciertos rasgos ultraístas y creacionistas en su narrativa, aunque no una adaptación puramente joyceana de recursos novelescos. La prosa de Burgos se caracteriza por un neorrealismo postmodernista cuyas técnicas narrativas profundizan en dificultad a las de los anteriores autores. Burgos no es un escritor de estampas costumbristas y descripciones literales del terruño. Por el contrario, busca la inserción de personajes impersonales y la influencia de estos en el resto del elenco, como la implicación del paisaje, en concreto del salar, verdadero protagonista de la novela, que se inmiscuye en la cotidianeidad, en los fundamentos de la vida misma e incluso en el origen y destino del mundo, como un semidiós que da vida y da muerte, es omnisciente y omnipotente y hasta a veces ubicuo en su universo. Por otra parte, el uso que hace Burgos de la anacronía revela una premeditación argumentativa, pues la prolepsis es tan sutil, que puede llegar a pasar inadvertida, aunque su importancia es vital en el desarrollo de la trama. Solo tres veces se hace alusión al hecho de que don Carlos sobrevive al salar, pero al ocurrir con anterioridad al desenlace, y respecto a hechos aparentemente sin mayor trascendencia, una lectura detenida requerirá estos datos para la comprensión del conjunto de la novela. En este sentido, debe ser observado que Burgos no deja ninguna palabra al azar, ni existen elementos prescindibles. El simbolismo provoca a su vez un efecto esencial para el hilo argumentativo, pues el final

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de don Carlos implica una ceguera física que acompañe a la emocional que ha sufrido durante toda la estancia con los Chutuska. Efectivamente, parte de la venganza de Rosario se cumple con todo el misticismo de la puna: -

Dos cóndores negros te sacarán los ojos y la lengua larga.

-

Sentí el zumbido violento de dos alas enormes

José Luis retiró su manita helada. -

Y después, te tapará la nieve, señor.

Sentí como si la Muerte hubiese pasado tocándome los cabellos. -

Dos cóndores negros te andan persiguiendo, señor.

iralos…

Abrí los ojos; estaba la noche negra en mis ojos. Lancé un grito de angustia (192-193). Estos cuatro recursos bastan para situar la novela de Burgos en un escalón superior al resto de novelas indigenistas tratadas en esta tesis. Recordemos que Escajadillo habla de “complejización”, no de “introducción”, así como anteriormente insistía en la “intensificación” del componente lírico, no su “aparición”. Al no constituir estos elementos novedosos, sino simplemente una renovación, el terreno por el que nos movemos puede volverse ambiguo, puesto que se necesita una comparación con otras obras. Escajadillo, así como Cornejo Polar, contrastan las novelas del segundo Arguedas con las primeras del indigenismo, o incluso las del primer Arguedas. Para nuestro estudio se precisa congruente una comparativa con las obras argentinas, habida cuenta de que estas han sido consideradas indigenistas en este estudio, de acuerdo con las tesis propuestas por los diferentes críticos.

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Además de estos cuatro elementos, y siguiendo con el modelo de la obra de Arguedas, sería justo añadir la crítica de Ángel Rama con respecto al indigenismo puro y que, según él, solo logró el andahuaylino, por haber sabido mostrar la realidad indígena en sus textos literarios. Rama ahonda en la caracterización de la transculturalidad de Arguedas, y afirma que solo iniciada la década de 1950 se puede hablar de un indigenismo preciso, oponiéndolo al movimiento anterior, que califica como “mesticismo”, y al que atribuye rasgos regionalistas muy específicos de la región cuzqueña, como lo son la cualidad nuclear y dominante de la cultura quechua y el aislamiento geográfico de la región. El tercer rasgo, la denuncia social, ya no reviste, en la obra de Arguedas, el sometimiento típico de las obras de los años 20, sino que reflexiona sobre lo que el progreso solicitado por los primeros indigenistas ha causado en las sociedades andinas. Si bien el movimiento indigenista en Perú, debido a su repercusión social y política, logró remover los cimientos de la sociedad, sus ecos no llegaron a resonar en Argentina, en donde ante la invisibilidad manifiesta de los indígenas, no solo no se produjeron cambios significativos, sino que culturalmente no se pudo avanzar como sí se hizo en el país vecino. Según la perspectiva de Rama, por otra parte etnocentrista, la obra de Burgos no sería equiparable a la de Arguedas. Sin pretender asimilar el recorrido indigenista del genio peruano a la obra de Fausto Burgos, debemos volver a las palabras introductorias de este capítulo que nivelaban la figura de ambos en los dos países. Fausto Burgos no fue un transculturado como lo fue José María Arguedas, pero su trayectoria narrativa rescató del olvido, al menos durante algunos años, a los indígenas argentinos. Fausto Burgos tampoco dedicó su vida a la antropología

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como sí lo hizo Arguedas, pero junto a su mujer consagró su tiempo en Medinas reivindicando el folklore precolombino al crear un taller donde tejía ponchos tradicionales. El salar quizá no exhibe los rasgos de una sociedad marcadamente quechua que reclama unos derechos que cree merecer. En El salar, los indígenas son parias, sin derechos y sin esperanzas de conseguirlos, eternamente redimidos al poder del blanco a quien no osan mirar a los ojos. Ahí radica la diferenciación de la obra de Burgos respecto a las predecesoras, un salar que representa la muerte en vida de sus habitantes, la cruel realidad del indígena argentino.

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NOTAS

72

“En 1848, Juana Manuela Gorriti publica una novela de corte histórico, titulada La Quena. Este hecho, sin duda, sitúa a la escritora en el papel que la historia de la literatura debe reconocerle: el de ser la primera novelista argentina” (Poderti 92). 73

“El incaísmo puede caracterizarse como la representación de la conquista generada por el grupo criollo, que asume como tarea la construcción de la nación. Esta literatura toma como personajes a los soberanos incas y concibe a la colonia como un período nefasto, contrapuesto al orden precolonial; el tópico de la venganza posibilita la relación incas-patriotas. El incaísmo sólo procesa el pasado, ignorando el presente de la mayoritaria población indígena, lo que lo diferencia del indigenismo, en tanto éste ya se propone reivindicar los derechos del indígena” (Royo 35). 74

“Debe señalarse que el cuento de esta autora tiene la misma estructura básica de Aves sin nido escrita unos treinta años después por Clorinda Matto de Turner. Este hecho no ha sido tomado en cuenta por los críticos de la literatura indigenista, ya que las obras de J.M. Gorriti han sido injustamente ignoradas” (Kristal 31). 75 “En este texto, Lucio V. se adelanta ochenta años a las ideas postcoloniales, ya que intenta realizar un revisionismo crítico de los pilares epistemológicos derivados de las relaciones históricas entre razas o culturas dominantes y dominadas…Se comprende que la barbarie del colonizado no le es propia, sino que es una más de las imposiciones del colonizador, quien lo reduce al estado de la barbarie al privarlo del acceso a los medios de vida básicos para su desarrollo comunitario y cultural. El accionar del colonizador tiene por objeto desmembrar la otra cultura, empobrecerla, paralizarla, para que el dominio le resulte más fácil de ejercer sobre ella” (Pérez Gras 281). 76

“La presencia de lo indígena se representa, tanto a nivel ficcional como en el discurso del narrador, en conflicto respecto del modo de vida dominante basado en el modelo de civilización occidental y urbano. Pero tal como sucedía en otros relatos, a esto se suma un segundo conflicto (sentimental y que confronta a dos generaciones) que pone en escena el carácter transicional que cobra el modo de vida pampeano imaginado, respecto de una orientación “necesaria”, percibida como indefectible, hacia los procesos de modernización cuyas consecuencias las narraciones perciben no sólo a nivel material sino a nivel cultural y moral (de allí la atención puesta en las costumbres y su modificación)”(Merbilhaá 100). 77

“Los indígenas pertenecientes a la encomienda de Casabindo y Cochinoca habían sido “originarios”, es decir, tenían derechos reconocidos relacionados con la tierra. Después de la independencia, los descendientes del marqués argumentaron que la posesión de la encomienda incluía derechos sobre las tierras de sus indios, por lo que comenzaron a cobrarles arriendo. Esto motivó el comienzo de un litigio (y de numerosos reclamos)” (Teruel y Lagos 395). 78

“La recluta de indígenas por parte de los ingenios se realizaba enviando expediciones hacia la espesura del Chaco en busca de algunas de las tribus, una vez contactada se convencía al cacique a través de “regalos” y presentes. Una vez que el cacique aceptaba trasladar a su gente a los ingenios se movilizaban a pie, muchas veces decenas de kilómetros, hasta la estación del ferrocarril y desde allí eran subidos en vagones de carga, como animales, para ser transportados hacia los ingenios. El ejército era el principal órgano coercitivo, que aseguraba que aquellas tribus reacias a trasladarse a trabajar en la zafra azucarera, lo hicieran bajo amenaza de represión. Así, en los meses de la cosecha de la caña, el ejército montaba un cuartel en la zona de los ingenios para asegurar “el buen comportamiento indígena”, es decir, dejarse explotar brutalmente sin derecho a protesta, siendo además, estos agentes del Estado, los garantes de la permanencia de los indígenas en la zafra, ya que aquellos que huían hacia el monte eran traídos

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nuevamente por el ejército hacia el ingenio…Los trabajadores vinculados al ingenio padecían -como lo señalan todos los trabajos referidos al tema-, unas condiciones sanitarias pésimas. Respecto de las viviendas de los indígenas, que eran chozas construidas por ramas y paja, los inspectores del trabajo alertaban en sus informes que éstas constituían un importante foco infeccioso. Por su parte, la peonada criolla vivía en condiciones de hacinamiento en cuartos o pequeños galpones cedidos por la empresa. Tanto indígenas como criollos compartían una pésima nutrición, que sumada a la terrible explotación a la que eran sometidos eran las causales de que los índices de mortalidad infantil, alcoholismo, enfermedades venéreas y otras como el paludismo y la tuberculosis fueran elevadísimos, triplicando o cuadruplicando los índices nacionales” (Ogando n/p). 79

“Aunque en general los indígenas parecen peones, en la escena del ritual en las que los indígenas se convocan para planear la resistencia se produce un retroceso y se los presenta con vinchas de plumas y pieles, y aún provistos con arco y flecha, tal como aparece el protagonista al recordar la época que antecede a la reservación y al período en que escapa y vive en el Chaco” (Tompkins 108). 80

“Tanto se subraya su mugre, promiscuidad y embrutecimiento, y a la vez tan poco sitio se hace a sus valores espirituales, que el resultado nos da un ser híbrido, mitad hombre y mitad animal. No un ser humano oprimido que precisa liberarse de tal opresión, sino un remedo de hombre al que se debe transferir por caridad los atributos de lo humano, restituir (o instituir) la dignidad. O sea que su destino no está en sus manos, sino en las del blanco, en las del indigenista…Los autores transitan impunemente por la mentalidad del indígena, y sin tomar mayores recaudos le atribuyen ideas, pensamientos y mecanismos que nada tienen que ver con él. Se trata en verdad de un lenguaje ajeno que se le adjudica como propio, una ideología en la que el indio jamás terminaría de reconocerse” (Saintoul 52). 81

“A través de la prensa se manifiestan las ideas positivistas imperantes en términos de "civilización o barbarie", que suponen una legitimación ideológica hacia las concepciones que "demonizan" a los pueblos indígenas, justificando así el accionar del Estado. Los distintos diarios se posicionan frente a las medidas de represión planteadas, que pueden resumirse de esta manera: por un lado, impedir el desarrollo de la cultura "salvaje" para que todos estos individuos pudiesen ser convenientemente incorporados como mano de obra para el desarrollo productivo del país; por el otro, exterminar definitivamente a estos pobladores considerados un obstáculo al avance de la civilización, "liberando" sus territorios para la llegada de inmigrantes europeos” (Greca "Un proceso de rebelión...") 82

“La primacía del individuo no se produce en la novela indigenista, no tanto por carecer de personajes suficientemente caracterizados, que era la objeción que Ciro Alegría hacía a la novela regional, sino, sobre todo, porque los personajes, en especial los protagonistas, expanden su significación muy por encima del ámbito que les correspondería como individuos. A veces hasta alegóricos, los personajes de este sistema novelístico no desarrollan ante el lector una aventura individual sino, más bien, una historia colectiva y simbólica” (Cornejo Polar Literatura y sociedad... 69). 83

“Aquel año llegó al Cusco el escritor tucumano Fausto urgos, hombre con antepasados indígenas y autor de relatos relacionados con la vida andina del norte de su patria, como Cuentos de la puna, KanchisSorucoy Coca, chicha y alcohol. Burgos era un literato de estilo gorkiano, en cuyos escritos desfilaban tipos humildes: el indio, el criollo y los hombres de campo, teniendo como telón de fondo la sierra y la pampa. Llegó al Cusco buscando la continuidad de las costumbres y paisajes de su Tucumán; de ese viaje resultó su libro La cabeza de Wiracocha, publicado en 1932. Burgos quedó muy impresionado por la campaña indigenista que realizábamos con Uriel García y otros compañeros de ideales, razón por la que, a este último y a mí, nos invitó a colaborar en "La Prensa", uno de los más prestigiosos periódicos de la capital argentina” ( alcárcel Memorias 223). 84

“Concretamente, Ricardo Tudela se declara admirador del cubismo y el surrealismo, a pesar de su amor por el simbolismo y la antología Megáfono, un filón de la literatura mendocina de hoy, rezuma influencias de ómez de la Serna, de Lorca y de los ultraístas españoles, además de dadaísmo, creacionismo y surrealismo” (Videla de Rivero "Notas sobre la literatura..." 203).

202 4. La narrativa indigenista en Argentina

85

“El combate [entre el bien y el mal] se lleva a cabo en el Salar, que se transforma en un escenario penitencial para ambos grupos…Para los blancos, que mueren apunados, como en el caso de Seneusky, porque no respetó la madre naturaleza, obedeciendo los preceptos higiénicos que deben cumplirse en la puna” (Tacconi de Gómez 87)

203 Conclusiones

CONCLUSIONES El objetivo primordial de esta investigación radica en la demostración de la existencia del fenómeno literario conocido como indigenismo en Argentina, habida cuenta del silencio crítico homogéneo respecto a este asunto tanto dentro como fuera del país austral. Tras observarse cinco ejemplos literarios tan válidos desde el punto de vista teórico de considerarse indigenistas como sus homólogos en los países nucleares de la corriente, sería lícito afirmar la corroboración de esta tesis y darla por finalizada en este punto. Sin embargo, se presenta desde aquí la obligatoriedad de cuestionarnos las razones de esta omisión. En estas conclusiones intentaremos dar respuesta a preguntas como: ¿se admite la utilización del término indigenismo en países distintos a Perú, donde el movimiento social análogo dio nombre al literario?; ¿qué papel juega el origen de los escritores en el olvido por parte de la crítica?; ¿Por qué críticos tan reputados en este campo, como Antonio Cornejo Polar, nunca han mencionado ninguna obra argentina? ¿A qué se debe que escritores tan leídos en su tiempo como Fausto Burgos nunca hayan entrado en el canon? ¿Existen unos rasgos precisos y exclusivos del indigenismo en la literatura argentina? Además, expondremos la necesidad de una investigación continuada, con el planteamiento de las líneas futuras que ahora se abren. Adecuación del término indigenismo a otros países En el primer capítulo dedicamos un apartado a la adecuación de las teorías indigenistas peruanas a la realidad literaria argentina, apuntando como razón la validez de

204 Conclusiones

dichas teorías a las obras en cuestión, y señalando la inconveniencia de no hacerlo por el origen del término. Efectivamente, el término “indigenismo” nació en el Perú como un movimiento social que reclamaba los derechos sustraídos a los indígenas de ese país y que se había iniciado a principios del siglo XX bajo el amparo de Manuel González Prada. Paralelamente, fueron publicándose obras literarias cuya temática principal era la denuncia social y cuyos inicios pueden situarse a mediados del siglo XIX (las obras de Clorinda Matto de Turner o Narciso Aréstegui). Los años de eclosión del movimiento literario coincidieron con los del social (1920-1940), y poco a poco, la tendencia literaria fue desvaneciéndose. No, en cambio, el movimiento social, que después de extenderse hacia el resto de países de América con poblaciones indígenas, sigue estando vigente hoy en día, y cuyas justas reclamaciones han logrado poner freno a las injusticias cometidas sobre el indígena en Latinoamérica. Específicamente, en Argentina, el reconocimiento a la identidad indígena se materializó oficialmente en la Reforma Constitucional de 1994, y aunque las actuales leyes pretenden romper con la desigualdad, el racismo, la desvalorización cultural y la condescendencia de 500 años, en la práctica los avances son escasos (Teruel y Lagos 482). Teniendo en cuenta las diferencias entre el movimiento social y la corriente literaria, a pesar de su común origen, hemos de insistir en la naturaleza continuada de ambas, puesto que aunque hemos situado los inicios del indigenismo a mediados del siglo XIX, ya expusimos en el primer capítulo que sus verdaderos orígenes se pueden rastrear hasta principios del siglo XVI, es decir, en el momento en el que el hombre puso su pie en América y denunció los abusos que sus pares cometían sobre los nativos.

205 Conclusiones

El valor reivindicativo e histórico de las obras de Bartolomé de las Casas no elimina su alcance literario, sino al contrario, une las dos facetas del indigenismo en un único origen, el del no indígena consciente del sufrimiento de su referente en toda la América conocida, sin delimitaciones fronterizas. Precisamente, las conquistas de los incas determinaron buena parte de la cultura que comparten los territorios del noroeste de Argentina, Bolivia y sur de Perú, popularmente conocidos como el Altiplano andino. La zona conocida como Noroeste argentino comprende las provincias de Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Tucumán, Catamarca y La Rioja. La zona incaica incluye la parte septentrional, con la Puna y la Quebrada de Huamahuaca, mientras que las sierras pampeanas o área central del NOA, no forma parte del Altiplano andino. De hecho, dichas zonas formaron parte del Virreinato del Río de la Plata y posteriormente, de las ya independientes Provincias Unidas del Río de la Plata. La actual Bolivia, Paraguay y sur de Perú se escindieron en 1825. Con esto queremos poner de relieve la ausencia de fronteras geográficas en la reivindicación de los derechos de los indígenas, sin obviar la multitud de etnias que se encuentran bajo ese apelativo generalizado ni las políticas indigenistas de unos y otros países. Si bien se asume entre los círculos académicos indigenistas que el primer intelectual en denunciar los abusos sobre los indígenas fue González Prada en los albores del siglo XX86, no debemos olvidar la figura de María Ángela Enríquez de Vega, que en 1875 detalló en la revista de la argentina Juana Manuela Gorriti los abusos cometidos contra los indígenas; ni que Luis Ambrosio Morante, actor argentino, escribió el drama Túpac-Amaru en 1821. Ni por supuesto, se debe soslayar la figura de Juana Manuela Gorriti, gran defensora de los indígenas, amiga de Ricardo Palma, benefactora de Clorinda Matto de

206 Conclusiones

Turner y residente en Lima durante tantos años que sus obras no pasaron desapercibidas. A esto habría que añadir el probablemente primer documento cinematográfico indigenista, El último malón, de Alcides Greca, incomprensiblemente obviado dentro y fuera del país austral. Sin embargo, es común leer en la literatura crítica sobre indigenismo afirmaciones ya tomadas como universales e inapelables. Aves sin nido como precursora; Cuentos andinos como primera novela indigenista; José Carlos Mariátegui como principal ideólogo del indigenismo; José María Arguedas como el novelista indigenista por excelencia; Yawar fiesta y El mundo es ancho y ajeno como primeras novelas neoindigenistas…Se observa, por tanto, un etnocentrismo evidente en dichos estudios, en los que, por cierto, solo de soslayo y en contadísimas ocasiones, se mencionan los datos que hemos aportado. Dicho etnocentrismo vendría a explicar la ausencia de las obras argentinas en la crítica peruana e incluso la denominación de indigenista en la crítica argentina; a lo que habría que añadir la exclusividad del subtipo de indigenismo peruano, común al argentino en sus definiciones más generales pero diferente en las específicas a la realidad de cada país. Es por ello que nos sentimos aquí en la obligación de establecer una redefinición del indigenismo desde la perspectiva de la literatura argentina y tomando como referencia estas cinco novelas. En primer lugar, ¿asume la narrativa indigenista argentina los rasgos propios del indigenismo global, esto es, la denuncia social, la presencia de un referente realista y la heterogeneidad? Es evidente que todos ellos están presentes, pues sin ellos, el indigenismo

207 Conclusiones

no tendría razón de ser, y ya hemos discutido la proximidad relativa de la novela de Carrillo al mundo indígena. Sin embargo, existen otros factores secundarios, que son específicos a la realidad literaria, histórica y social de cada país. En el indigenismo argentino, por tanto, no podemos asumir la renuncia al pasado glorioso como solución, ya que esta solución, de hecho, nunca existió, al contrario que en Perú, corazón del Imperio Inca. Sí, en cambio, tomaremos el factor de la invisibilidad como único y exclusivo a la narrativa argentina, y que será desgranado a continuación. Un país de blancos En el segundo capítulo de esta tesis repasamos brevemente las políticas de inmigración y de genocidio de los gobiernos argentinos durante la Organización Nacional (1853-1880). La Conquista del Desierto (1878-1885) y la Campaña del Desierto Verde (1884-1917) no constituyeron simples campañas militares por el control de la tierra, sino que se trataron de guerras reales contra sus ocupantes originarios, quienes fueron asesinados, esclavizados, torturados o asimilados, por el “bien de la civilización”87. Estos supuestos beneficios se amparaban en la asunción generalizada de la superioridad de la raza europea sobre la indígena, que los próceres del país argentino (sobre todo Domingo Faustino Sarmiento y Julio Argentino Roca) se encargaron de difundir entre la población, siguiendo los preceptos darwinistas de la época. La masiva inmigración que sufrió Argentina entre finales del siglo XIX y principios del XX, buscada entre otras razones, para poblar el país de blancos y sustituir a las razas indígenas inferiores que alejaban del progreso a los argentinos produjo una conciencia nacional de la identidad que eliminaba al sujeto indígena de su demografía, negando incluso el mestizaje88. En el imaginario colectivo, por tanto, se asentó la idea de una

208 Conclusiones

Argentina precolombina poblada escasamente por aborígenes que fueron sustituidos naturalmente por los españoles, más tarde por los inmigrantes, siendo la población sobreviviente que no fue asesinada durante el siglo XIX parte del folklore nacional o considerados extranjeros (Delrio et al. 147). De hecho existe un conocido aforismo que no ha perdido vigencia entre la población: “Los mexicanos vienen de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos”, señalando como única herencia genética las poblaciones europeas89. Las construcciones nacionales, basadas en lo que ErnestRenan llamaba “recuerdos y olvidos”, se cimentaron durante todo el siglo XIX y gran parte del XX en la destrucción de la población aborigen como escalera hacia la civilización por constituir aquellos el elemento salvaje, lo cual el imaginario colectivo llegó a interiorizar. Esto supone el olvido de que muchos de estos grupos tribales pertenecían a comunidades con organizaciones complejas que poseían comunicación escrita; que muchos caciques ofrecieron su ayuda a los virreyes durante las invasiones inglesas; que los indígenas eran individuos de pleno derecho desde las primeras constituciones y nunca se les desposeyó del derecho a voto como en países vecinos; que incluso Belgrano apoyó la idea de un Incanato; que Rosas y itre contaron con la ayuda de otros grupos étnicos para sus campañas militares… (Quijada "¿"Hijos de los barcos"...?"). A dichos olvidos se sumó el mentado “problema del indio”, que se acentuó después de las Conquistas del Desierto, cuando miles de indígenas deambulaban por el país en busca de una tierra donde asentarse y pasaron a ser sujetos con ciudadanía, pero sin estatus racial, lo que Quijada ha llamado “invisibilización de la diferencia” ya que, en el imaginario colectivo estaba asentada la idea de que el indio se había extinguido. Al perder dicho estatus racial, los caciques y sus súbditos se vieron

209 Conclusiones

obligados a someterse al entramado civilizador de derechos y deberes, que implicaba entrar en la maquinaria del trabajo, en la mayoría de los casos, forzado y en condiciones muy inferiores a las de los criollos en similar situación socioeconómica, por su desconocimiento del sistema. Por otro lado, la identificación del tipo nacional al gaucho, por su posición de héroe mítico de las Pampas, forajido, justiciero y hombre libre que nada debe al sistema, sin herencia genética de inmigrante o indígena y cuyo origen se pierde en el origen de los tiempos, contribuyó sin duda a la negación consistente de la existencia indígena o su mestizaje. Si bien esta imagen del gaucho es la que sobrevivió a la realidad en la memoria colectiva, intelectuales de la Generación del Centenario como Ricardo Rojas o Leopoldo Lugones fomentaron la mitificación del gaucho y más tarde, en las Vanguardias, autores con tanta autoridad como Borges consolidaron la idea del tipo nacional, acrecentando, junto a otros, la creación de ficciones insertas en la verdadera esencia del país: el interior. Este interior, sin embargo, no se alejaba demasiado de la gran y cosmopolita urbe de Buenos Aires, pues la representación del espacio del gaucho se ubicaba a escasa distancia, en las Pampas, muy lejos de los grandes centros demográficos de indígenas: el noroeste y la Patagonia. Por tanto, en la época del mundonovismo, criollismo o regionalismo, una obra como Don Segundo Sombra, con la calidad literaria de Güiraldes, podía entrar en el canon, por ensalzar la vida y milagros del gaucho, tipo argentino nacional por excelencia. No así las novelas de Pablo Rojas Paz o Fausto Burgos que, aunque conocidos y celebrados escritores entre sus contemporáneos, sus tipos protagónicos no encajaban con el criollismo venerado. Al contrario, sus novelas estaban pobladas por personajes inexistentes o exóticos. Así que,

210 Conclusiones

aparte de sus asiduas colaboraciones periódicas, como era el caso de Fausto Burgos, sus creaciones quedaron fuera del circuito bonaerense y solo han sido rescatadas por críticos regionales. Fuera de las fronteras argentinas, la invisibilización del indígena y el resurgimiento del gaucho como figura nacional fueron asimilados muy pronto. En Perú, José Carlos Mariátegui alababa la virtud de la nación argentina para crear una literatura cuyo ente protagónico lo personificaba el ser nacional, cualidad que, a su parecer, engrandecía a la literatura argentina y la diferenciaba del resto de literaturas latinoamericanas. El peso de Mariátegui dentro de la crítica indigenista ha definido por ende la exclusión de la ficción argentina, que por provenir de un país de blancos y sin población aborigen, ha perdido todo el mérito de poder ser parte de la corriente nacida para reivindicar los derechos de los indígenas, puesto que no existen. Un drama amplificado Como hemos visto a lo largo de estas páginas y, sobre todo, en el análisis de las novelas escogidas, se ha comprobado la existencia de una tendencia literaria de corte indigenista en la narrativa argentina cuyas semejanzas técnicas con sus homólogas epicéntricas exigen una regeneración del discurso etnocentrista al menos en la nominación de las obras. Sin embargo, existe un elemento divergente común a la argentina que la distingue del resto del indigenismo latinoamericano. A la denuncia social se le añade la denuncia ontológica, lo que podríamos llamar “indigenismo tácito”, pues hasta ahora ha sido imperceptible.

211 Conclusiones

La denuncia más explícita la constituye Viento de la altipampa, que ya su autor definió con las palabras clave que caracterizan nuestro indigenismo argentino: “el grito de dolor de unas gentes olvidadas por la civilización”, lo cual muestra su conciencia sobre la base de la problemática del indígena argentino. Los personajes de Carrizo no están inscritos en los registros civiles ni en los libros de bautismo, por lo que sus denuncias sobre el trato que se les infringe caerían en saco roto, pues para el estado, ellos no existen como personas. La historia sentimental que transcribe el autor riojano constituye solo una pantalla argumental de elementos folklóricos para indagar sobre el verdadero drama que sufren los protagonistas. En Perú y los países con una población indígena importante, siempre han existido debates políticos y sociales en torno al indígena. Los García Calderón, los Mariátegui y los Luis Valcárcel son escuchados porque el indígena es visible. En Argentina, el debate que sí tuvo lugar en Perú sobre la mejora de las condiciones de vida del indígena, sobre su emancipación política, su asimilación al marxismo, etc., no fueron susceptibles de suceder, ya que no constituían una entidad social ni individual ni en el imaginario colectivo ni para el estado. La novela de Pablo Rojas Paz revive la conciencia de la invisibilización desde la perspectiva de un adolescente que despierta a las injusticias cometidas contra él y “los que son como él” por medio del agravio comparativo. Excepto el protagonista, Isidro, que representa el paradigma de la conciencia social del indígena, el resto de personajes sobre los que recae la opresión del blanco carecen de nombre, y es que, en realidad, no se trata de personajes individuales, sino de colectivos sin voz. Es a esto a lo que llamamos “indigenismo tácito, mudo o silencioso”, ya que los indígenas existen, pero no existen.

212 Conclusiones

Similar imagen es la que nos ofrece Fausto Burgos en El salar. Además de los protagonistas, que apenas hablan, se aprecia una población importante de trabajadores indígenas oprimidos que, mediante un recurso impresionista, aparecen en la novela desdibujados, apenas perceptibles. En el conglomerado de voces, solo se escucha la de los blancos, quienes dan la impresión de hacer mucho ruido entre la apacibilidad del sumiso mundo indígena. Don Carlos, en ocasiones irritante, incluso se atreve a hablar por ellos al intuir los pensamientos de Rosario: “¿Qué vienes a hacer aquí, malvado?”. En Viento norte, sin embargo, la existencia de los indígenas se nos muestra como un elemento exótico, es decir, un nivel superior a la no existencia. Así, nos adentramos en la conciencia del porteño de principios del siglo XX, quien consideraba insólitos a los indígenas y provenientes de un país lejano. No son considerados argentinos, sino el enemigo, y sus quejas pueden significar la muerte. Además, Alcides Greca, al revivir en su novela las matanzas de San Javier de 1904 y probablemente de Napalpí en 1923, realiza un ejercicio de memoria, que paradójicamente fue aniquilado por los sucesivos gobiernos, quienes intentaron silenciar dichas masacres. Solo en enero de 2008 el gobierno del Chaco pidió perdón públicamente por Napalpí y se le rindió homenaje a las víctimas (Schneider). Esto pone de manifiesto la escasa atención que recibían las poblaciones nativas por parte del imaginario colectivo y el estatal, lo cual quedaba siempre asociado a una causa ontológica. De las novelas analizadas en esta tesis, la que menos reviste este típico rasgo indigenista de la narrativa argentina corresponde a la de Horacio Carrillo, para quien no hay duda de la existencia de los indígenas y de sus problemas. Sin embargo, es necesario puntualizar que en ningún momento de la narración se califica a los indígenas como tales,

213 Conclusiones

excepto a los indios tobas, para los que Carrillo y sus personajes habitan un universo totalmente diferente y asalvajado. La imagen representada corresponde a una comunidad extranjera y anacrónica con la que el autor jujeño se muestra inhóspito y pretende justificar así su exterminio. Con los puneños, no obstante, remite a otra catalogación que la exime de pertenencia racial, por lo que el autor adolece del mismo pecado que sus contemporáneos: la negación étnica inconsciente. Los indígenas existen, pero no son indígenas. De esta manera, asistimos a tres grados de invisibilización: la negación racial, el exotismo y la invisibilidad. Estas tres maneras de obviar a la población aborigen constituyen la característica determinante del indigenismo en la literatura argentina, que eleva la reivindicación indigenista a un rango dramático aún más adverso. El salar, primus inter pares El discurso etnocentrista de la crítica indigenista fija 1941 como el año en el que se inicia un nuevo estilo de indigenismo: el neoindigenismo. Con esta nueva tendencia, dentro por supuesto de una evolución, se superaban las debilidades técnicas y temáticas que adolecían las anteriores obras y que, por cierto, pueden señalarse en las novelas aquí tratadas. Tanto Yawar fiesta como El mundo es ancho y ajeno, de José María Arguedas y Ciro Alegría respectivamente, renovaban la corriente andina con una mayor proximidad al referente y su problema y una estética literaria compleja, que ya se ha comentado con profundidad en el capítulo anterior.

214 Conclusiones

En dicho capítulo abordamos la definición de neoindigenismo desde la mirada crítica de Tomás Escajadillo y Antonio Cornejo Polar para aplicar sus características a la novela de Fausto Burgos, El salar, y resolvimos la adecuación de la novela a dichos rasgos. Sin menospreciar, desde luego, la novedad que las obras peruanas supusieron en el panorama literario en general y en el indigenista en particular, y sin olvidar la magnitud de las obras de ambos autores en el ámbito de la literatura hispanoamericana y la gran aportación que supuso el trabajo de José María Arguedas dentro de la corriente indigenista, debemos recordar aquí que El salar se adelantó a ambas en seis años, pues fue publicada en 1935. Anotada su función como precursora, no hemos podido comprobar en este trabajo si los autores peruanos conocían esta novela, aunque sí se ha señalado la relación entre José María Arguedas y Fausto Burgos, por lo que la influencia de El salar en ambas obras no está comprobada, pero tampoco descartada. No obstante, la distancia temática que separa a la ficción argentina de las peruanas es abismal y, por tanto, solo sería analizable el tratamiento del tema desde una óptica de proximidad al mundo novelado, pues las técnicas compositivas de tanto Arguedas como Alegría ya eran conocidas antes de la publicación de estas obras. Por tanto, no sería desdeñable una comparativa entre el Arguedas de Agua y el Alegría de La serpiente de oro con la mediación de Burgos entre ambos, pues ambas fueron publicadas también en 1935. Quizá no resulte llamativo que el resto de novelas analizadas en esta tesis no hayan acaparado la atención de la crítica indigenista o de la crítica literaria hispanoamericana en general debido a su medianía literaria, sin tener en cuenta los factores sociopolíticos comentados a lo largo de este estudio. No obstante, la ausencia de la figura de Fausto Burgos y, sobre todo, de la alta calidad artística de El salar no ya en la crítica indigenista,

215 Conclusiones

sino en la crítica literaria hispanoamericana, resulta sorpresivo, y desde aquí lo achacamos a varios factores: a) La tendencia de la crítica bonaerense a equiparar la literatura del resto de regiones argentinas al folklore, si estas no llevaban asociadas el rasgo gauchesco; b) Las políticas de invisibilización de los indígenas. A la postre, los temas artísticos relacionados con aquellos no tendrían relevancia nacional; c) A estas políticas sucumbió la crítica extranjera, que no supo ver, salvo en aislados casos, la existencia de una tendencia de similar raigambre en el país vecino; y d) La crítica indigenista, por razones etnocentristas y por la “invisibilización de la diferencia” argentina, no llegaron a conocer la obra de urgos. Una corriente de tal importancia como la indigenista habría despertado el interés por su obra. Búsquedas futuras Una vez demostrado el objetivo de esta tesis, y señaladas las hipotéticas razones por las cuales la crítica soslayó este tipo de narrativa en Argentina, un nuevo campo se abre hacia nuevas inclusiones. En este trabajo solo se han abordado cinco novelas en fechas acotadas para la verificación del fenómeno, pero una investigación aún más profunda significaría la confirmación de una tendencia extendida. Si solo nos atenemos a la época de eclosión del indigenismo, desde luego las obras de Fausto Burgos, y en especial La cabeza del Huiracocha y la colección de cuentos Cachisumpi encumbrarían a su autor como el mayor exponente del indigenismo en Argentina. Aunque ya se han realizado muchos avances académicos respecto a su labor literaria a nivel regional, el conocimiento de su obra a nivel nacional significaría un triunfo artístico que acompañara los últimos progresos de la lucha indígena en Argentina. La publicación de El salar en 2010 por parte de la Biblioteca Nacional, cuyo objetivo era

216 Conclusiones

“volver lo raro a lo clásico y hacer que lo raro no se pierda ni se abandone en la memoria atenta del presente”, supone la primera piedra para hacer despertar ese olvido al que sumió la narrativa indigenista en Argentina. La otra novela que nombramos, pero no analizamos de Pablo Rojas Paz, Hasta aquí nomás, que completa la trilogía tucumana del fundador de Proa, aunque ha sido una de las pocas novelas argentinas citadas por la crítica indigenista, no ha sido analizada desde esta perspectiva, por lo que un profundo análisis e incluso una comparativa con Hombres grises montañas azules completarían la visión social de Rojas Paz. De igual manera se deberían abordar las novelas de Alcides Greca, La pampa gringa y La torre de los ingleses que, si bien no constituyen denuncias específicas sobre el indígena argentino, sí las expone y visualiza. Además, la obra de Greca representa el paradigma del indigenismo no andino, y por tanto el más excluyente, si cabe, dentro del argentino. Debido a las limitaciones propias en una investigación doctoral, no se han podido hallar otros autores de la misma época que exploren esta temática con óptimos resultados, como los aquí expuestos. Dado que nos hemos limitado a indagar el norte argentino, se recomienda una ardua búsqueda tanto en el centro como en el sur, donde las injusticias cometidas desde la Conquista del Desierto fueron variadas y repetidas. Con anterioridad a estas fechas, se impone la labor archivística en tiempos de la Colonia, el repaso a la obra de Juana Manuela Gorriti como precursora del indigenismo y las pesquisas en torno a Luis Ambrosio Morante y su drama Túpac-Amaru.

217 Conclusiones

En relación a otros géneros literarios no tratados en esta tesis, conviene recordar la importancia de Manuel J. Castilla dentro del panorama poético del NOA y su vinculación con el indigenismo de vanguardia, esta vez sí, nombrada por numerosos críticos, pero que corresponde a una fase posterior. Por ello, su novela vanguardista, única obra en prosa del salteño, De solo estar (1957), no ha sido incluida en esta tesis. Por la misma razón no se ha añadido la novela de Alberto Rodríguez Donde haya dios (1958), ni se ha procedido al análisis de las obras de Juan Draghi Lucero, culminación de la narrativa de inspiración folklórica mendocina, que se inició con Fausto Burgos y Miguel Martos. Se desechó por razones de idoneidad el análisis de la conocida novela de Alfredo Varela El río oscuro (1941), emocionante y turbador relato sobre la explotación de los mensúes en las plantaciones de yerba mate en la frontera entre Argentina y Paraguay, y en la que se basó la película Las aguas bajan turbias (1952), uno de los largometrajes más celebrados del cine argentino. Sería preciso una indagación más profunda sobre la condición étnica de los mensúes para denominar la obra de Varela bajo el apelativo de indigenista o simplemente novela social. A estos títulos se pueden añadir muchos más que completarían la labor investigadora sobre este fenómeno literario exclusivo en Latinoamérica y que no excluye a ninguno de sus países. Reflexiones finales Desde que fray Antonio de Montesinos pronunciase aquella víspera navideña de 1511 su sermón contra el trato denigrante sobre los indígenas por parte de los sectores

218 Conclusiones

privilegiados de La Española y ante la estupefacción de estos, cientos de voces se alzaron desde entonces hasta la actualidad para denunciar los abusos y defender la integridad de los habitantes autóctonos de América. Pero los discursos son presa del viento y del olvido, al contrario que la palabra escrita, herramienta ignorada por los hijos del Nuevo Mundo, que se difundió por los confines de los viejos para tratar de frenar un daño que desgraciadamente cobró dimensiones dramáticas. Los libros permanecen como la memoria del mundo, para la vergüenza y el aprendizaje de las generaciones futuras. La literatura, como crisol estético del testimonio del presente desde que Homero inmortalizara el rapto de Elena, ha contribuido a la perpetuación del recuerdo en la lucha inseparable de las demandas más básicas de la humanidad. La recreación de sucesos inventados basados en realidades tangibles no debe desvincular la reivindicación social con la noble tarea de la poética, aunque su fin último sea la delectatio. Mientras la tarea del crítico literario sea la contribución al conocimiento de novedades artísticas, nuestra aportación al mundo académico en esta tesis se satisface por la revaloración de las novelas analizadas que se circunscriben a un fenómeno social que ha tenido lugar en América desde que el europeo trajo la pólvora, pero también la escritura. En Argentina, territorio ya poblado cuando llegó Juan Díaz de Solís en 1514, Pero Hernández, con su pluma y con su pólvora, inmortalizó los primeros abusos a indígenas argentinos, esos que Alberdi con sus Bases pretendió olvidar, esos que Sarmiento desdeñó y esos a los que Mitre intentó exterminar. A pesar del blanqueamiento, la inmigración y el genocidio, Argentina nunca dejó de constituir un territorio americano y el mestizaje forma

219 Conclusiones

parte de su idiosincrasia, como el resto de Latinoamérica. Nuestra función como críticos se fundamenta en no sucumbir ante ucronías urdidas por un interés político. A todo ello hay que añadir que no solo por la mayoritaria genética argentina y la opresión bajo la que vivieron y aún viven miles de indígenas en el territorio austral debemos rescatar estas novelas del olvido. La belleza lírica de Fausto Burgos, la fuerza narrativa de Pablo Rojas Paz, la expresividad de Alcides Greca o el simbolismo de César Carrizo imponen la obligación de repensar sus obras como el bello testimonio de lo que nunca debió ocurrir. VALE

220 Conclusiones

NOTAS

86

Manuel González Prada no fue el primer intelectual en denunciar, aunque sí el primero que hizo tambalear los cimientos del sistema oligárquico semifeudal, por su posición de poder, que desde luego no ostentaba Enríquez de Vega. 87

“During these campaigns, the killing of Indigenous people on the ‘‘battlefield’’ or their extermination was a constant possibility as a consequence of the ‘‘state of exception’’6 that enabled the armed forces to execute prisoners and families in the name of the ‘rights of civilization’” (Delrio et al. 140). 88

En Argentina se procedió a “mecanismos de negación e invisibilización que hacen del mestizaje… una ‘ideología de exclusión’. La hibridez como proyecto es una maquinaria de exclusión no porque segregue físicamente a los subalternos, sino porque se visualiza la nación resultante como física y culturalmente ‘blanca’” (Lenton 157). 89

“It is frequently assumed that this set of natural processes might have left only single ‘‘descendants,’’ in place of political entities. Therefore, modern Argentine society is said to be the outcome of a European ‘‘melting pot,’’ in which the Indigenous component is absent” (Delrio et al. 138).

221 Apéndice

APÉNDICE

Mapa 1.Mapa del Tawantinsuyo, hacia 1550 1

222 Apéndice

Mapa 2: Mapa del Virreinato de Perú a finales del siglo XVIII .

223 Apéndice

Mapa 3: Virreinatos Perú y La Plata 1

224 Apéndice

Mapa 4. Provincias Unidas del Río de la Plata

225 Apéndice

Mapa 5: República argentina. 2010. Ministerio de Educación. Presidencia de la Nación

226 Apéndice

Mapa 6: Atlas de los pueblos indígenas. 2010. Ministerio de Educación. Presidencia de la Nación

227 Apéndice

Mapa 7: Campañas del desierto y fronteras interiores de Argentina entre 1779 y 1883. Atlas de los pueblos indígenas. 2010. Ministerio de Educación. Presidencia de la Nación

228 Apéndice

229 Obras citadas

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