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LA ODISEA DEL “ISLA DE LOS ESTADOS” El 9 de mayo el FAS resolvió llevar a cabo una serie de ataques contra la flota enemiga alistando numerosas escuadrillas de Skyhawk A4B y A4C, Mirage V-Dagger, Learjet, Hércules, Boeing 707 y hasta un Hansa 125. Los primeros en decolar fueron los Learjet del reorganizado Escuadrón Fénix quienes tuvieron a su cargo maniobras de diversión para atraer sobre sí las PAC interceptoras y los radares de la Royal Navy y abrir camino a los cazabombarderos y cisternas que debían operar en la zona de combate. El Hansa 125, al comando del vicecomodoro R. Quiroga (primer teniente Aníbal Dante Poggi, alférez R. Mariani), tendría a su cargo una misión de control aéreo táctico. Los cazas movilizados ese día fueron los A4C del Grupo 4 de Caza que organizados en secciones de cuatro, tres y dos aparatos respectivamente, efectuaron salidas para interceptar y atacar blancos navales. La primera de ellas, integrada por el capitán Jorge O. García, los tenientes Jorge R. Farías y Jorge E. Casco y el alférez Gerardo G. Isaac, despegó de San Julián a las 15.40 hs. bajo el indicativo “Trueno”, seguida por los “Cóndor” del capitán Mario Jorge Caffaratti, el primer teniente Jorge Daniel Vázquez y el teniente Ricardo “Tom” Lucero y los “Fortín” de los teniente Ernesto R. Ureta y Daniel A. Paredi, a quienes cubrían los Mirage V-Dagger de las secciones “Puma” y “Jaguar” con el mayor Juan Carlos Sapolsky, el primer teniente Jorge Daniel Senn, el capitán Raúl Ángel Díaz y el teniente Mario Miguel Callejo la primera y el vicecomodoro Luis Domingo Villar, el capitán Norberto R. Dimeglio el primer teniente César Fernando Román y el teniente Gustavo E. Aguirre Faget, la última. Ninguna de ellas alcanzó los objetivos debido a las pésimas condiciones climáticas. Aún así, los “Trueno” del capitán García decidieron seguir su avance, deseosos de llegar a la zona de combate, sobrevolando la isla Gran Malvina a bajo nivel, en medio de lloviznas y nieblas que iban aumentando a medida que se aproximaban a los blancos. Al noreste de Puerto Argentino, el destructor “Coventry” y la fragata “Broadsword”, captaron en sus radares, dos ecos que se aproximaban en medio de la borrasca. Se trataba de los Learjet de las secciones “Litro” (capitán Miguel Arques, teniente Eduardo Cercedo y teniente Oscar Domínguez) y “Pepe” (mayor Ricardo González, capitán Ricardo Ceaglio), a quienes les dispararon tres misiles Sea Dart (14.17Z) que erraron por amplio margen y permitieron a los aviones alejarse de regreso a su base. La escuadrilla “Trueno” siguió avanzando hasta el archipiélago de las Sebaldes, al noroeste de la Gran Malvina, donde la misión terminaría en tragedia. Debido a las pésimas condiciones climáticas, los aviones de Casco (matrícula C-313) y Farías (matrícula C-303) se estrellaron; el primero, en la cara noroeste de los acantilados de las islas Jasón del Sur, también llamadas Los Salvajes (51º12’23’’S, 60º53’26’’O), y el segundo, al sudoeste, en las aguas que daban frente a sus playas. Los restos de Casco serían hallados por efectivos de la Royal Navy en 1999, con su carga de bombas intacta y el piloto en su cabina. Farías nunca fue encontrado1. El capitán del “Coventry”, David Hart-Dyke, reclamaría los derribos convencido que los misiles que había disparado contra los Learjet de las secciones “Litro” y “Pepe” habían alcanzado a los Skyhawk, pero no fue así. Su buque y el “Broadsword” (objetivos de la escuadrilla “Trueno”) se hallaban muy cerca de Puerto Argentino cuando tuvieron lugar los hechos, a una considerable distancia de las Islas Sebaldes, por lo que sus Sea Dart jamás pudieron llegar hasta ellos.
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Aquel no fue un buen día para la Argentina ya que en el aeropuerto de la capital malvinense fueron averiados un Puma de la Prefectura Naval, otro del Ejército y un Bell UH-1H de esta última arma. Al día siguiente tuvo lugar una nueva tragedia naval que si bien no tuvo la magnitud de la del crucero “General Belgrano”, fue igual de significativa en lo que a pérdida de hombres y material logístico se refiere. Durante la noche del 9 al 10 de mayo, el ARA “Isla de los Estados” navegaba aguas del Estrecho de San Carlos, en dirección a Bahía King (Puerto Rey), después de descargar pertrechos en Bahía Zorro (Fox Bay) durante buena parte del día. En capítulos anteriores hemos visto al transporte integrando la flota argentina durante el Operativo “Rosario” y las tareas de alije y descarga que estuvo realizado en Puerto Argentino los días posteriores a la ocupación. Construido en astilleros de Gijón, España, en 1975, se incorporó a la Armada Argentina cinco años después, adoptando el nombre de la legendaria isla que había inspirado a Julio Verne para una de sus mejores novelas2. Con su eslora de 180 metros, su velocidad máxima de 14 nudos y sus 3980 toneladas de desplazamiento, efectuaba el servicio interisleño transportando personal militar, armamento, suministros y víveres para las dotaciones apostadas a lo largo del archipiélago. Vale destacar que fue la primera embarcación argentina en atracar en Puerto Stanley el día de la invasión, hecho que tuvo lugar a las 12.00 del 2 de abril. El 27 de marzo, el buque había cargado equipos, raciones y material de logística para la Compañía de Ingenieros 9 en Puerto Deseado y al día siguiente se hallaba en Puerto Belgrano, de donde zarpó junto a la fuerza de tareas argentina que iba a ocupar las islas, al mando de su capitán, Tulio Néstor Panigadi. Capitán y buque quedaron sujetos al control del Apostadero Naval Malvinas, cuyo jefe era el capitán de fragata Adolfo A. Gaffoglio. El coordinador y asesor militar designado por la Armada para embarcar en la nave y hacer las veces de enlace fue el capitán de corbeta Alois Payarola que estuvo secundado en sus funciones por el suboficial radiotelegrafista Rubén Torres y el cabo primero enfermero Orlando Cruz. Durante el Operativo “Rosario”, el “Isla de los Estados” integró el grupo de tareas GT 40.2 junto al rompehielos “Almirante Irizar” y el buque de desembarco “Cabo San Antonio” (nave insignia del almirante Büsser), navegando en la retaguardia de la flota. Una de las tareas que se le encomendaron después de la ocupación fue el sembrado de minas marinas que llevó a cabo en el mes de abril, aplicando, como lo explica Jorge Muñoz, un sistema elaborado e ideado por el mecánico del “Bahía Buen Suceso”, Domingo Chillemi. Se trataba de veinticinco artefactos esféricos de 400 kilogramos de explosivos, anclados a una amarra sujeta a un peso que se asentaba sobre el lecho marino y los dejaba flotando a unos tres metros debajo de la superficie. Se colocaron todos en la entrada de Puerto Groussac, frente a la capital insular y se planificó hacer lo mismo en San Carlos y Bahía Agradable pero el general Menéndez descartó la idea, interesado solamente en proteger aquel punto. Otra de sus actividades fueron las tareas de alije, debido a que la grúa con pluma real de 20 toneladas de la que estaba dotado, constituía la herramienta ideal para los trabajos de aligeramiento en otros buques de carga, tal como aconteció con el “Río Cincel”, el “Río Carcarañá”, el “Formosa”, el “Bahía Buen Suceso” y el “Mar del Norte”. En días posteriores al 1 de mayo, el transporte continuó con sus tareas habituales llevando armamento hasta el Estrecho de San Carlos. En uno de esos viajes, el
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transporte se detuvo en un punto intermedio entre el islote Oeste y la isla Calista y allí tomó contacto con el “Río Carcarañá” que virando en redondo, comenzó a seguir su estela mientras se desplazaba hacia Bahía Fox. Una serie de alertas rojas demoraron los trabajos de descarga, que comenzarían a las 23.00 hs. del 3 de mayo, después de que las bordas de ambas embarcaciones tomaran contacto al colocarse una junto a la otra (18.30). El “Isla de los Estados” comenzó llenar sus bodegas con el material que le fue pasando el “Río Carcarañá”, a saberse, un vehículo CTR TT-24 de la Prefectura Naval que viajaba con su conductor, marinero Jorge Eduardo López; tambores de combustible y varias cajas de municiones. La tarea finalizó a las 14.30 del día 4, cuando se le ordenó al “Río Carcarañá” fondear en Puerto Rey, una amplia ría sobre la costa occidental de Lafonia, en la isla Soledad, a mitad del Estrecho de San Carlos y aguardar ahí nuevas instrucciones. Mientras tanto, el “Isla de los Estados” se desplazaría hasta Bahía Fox para descargar tambores de gasoil, nafta y JP1. Los buques tendrían un tercer encuentro en Puerto Rey, hasta donde también llegó el “Forrest” llevando víveres. Allí pasaron la noche, después que el “Río Carcarañá” transfiriera otra carga de tambores de combustible al transporte de la Armada en medio de una fuerte tormenta. Para esa tarea, contaron con efectivos de la III Brigada de Infantería que habían llegado al lugar esa misma mañana, a bordo del “Monsunen”. Las naves permanecieron fondeadas en el lugar por espacio de cinco días hasta que el 9 de mayo por la mañana sus radios captaron un desesperado aviso de alerta proveniente de alta mar. Nadie a bordo sabía su origen como tampoco quien la emitía, ignorantes de que en esos momentos el “Narwal” estaba siendo atacado dentro de la Zona de Exclusión. Al día siguiente, lunes 10 a primera hora, el “Río Carcarañá” procedió a pasar al “Isla de los Estados” la cohetera SAPBA de fabricación nacional, desarrollada por CITEFA, utilizando para ello la pluma para 50 toneladas de la que estaba dotado, trabajo que supervisaron especialmente los capitanes Edgardo Dell´Elicne y Tulio Néstor Panigadi. La poderosa pieza de 25 toneladas, estaba montada sobre un vehículo Fiat 6x6 y disponía de varios cañones con los que podía disparar en salva e incluso individualmente, proyectiles que superaban los 20 kilómetros de distancia. Junto con ella, pasaron los efectivos militares encargados de operarla, capitán Marcelo Sergio Novoa y sargento ayudante Víctor Jesús Benzo. Siguiendo el relato de Muñoz, después del mediodía el “Forrest” zarpó con destino a Puerto Argentino en tanto el “Río Carcarañá” finalizaba su descarga y se apretaba a levar anclas. Fue poco después que el capitán de este último invitó a su colega del “Isla de los Estados” a cenar a bordo de su buque, lo mismo al coordinador naval Alois Payarola y al primer oficial José Esteban Bottaro. Durante aquella agradable cena, Dell Elecine le sugirió a Panigadi que no viajase de noche porque la intensa lluvia le iba a impedir la visión. Según su consejo, lo más acertado sería hacerlo al día siguiente, con las primeras luces, idea con la que Panigadi no estuvo de acuerdo. El capitán del “Isla de los Estados” escuchó respetuosamente sus consejos pero se excusó amablemente de seguirlos, argumentando que los vientos habían amainado y que, por consiguiente, el peligro se reducía. Por esa razón, iba a aprovechar lo cerrado de la noche para navegar hasta Puerto Howard, a donde llegaría al amanecer y ahí esperaría nuevas instrucciones. Y Así fue como a las 21.00 horas, el “Isla de los Estados”, con su dotación completa, levó anclas y se hizo a la mar, ganando lentamente las frías aguas del estrecho.
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La que navegaba por San Carlos esa noche era la fragata HMS “Alacrity”, que el almirante Woodward había enviado hacia allí para cerciorarse de que la bahía, en la que los británicos pensaban desembarcar sus fuerzas, estuviese libre de minas. Se trataba de un recorrido de altísimo riesgo durante el cual, su comandante, el capitán Christopher Craig, debería desplazarse de norte a sur por el estrecho y luego remontarlo hacia su desembocadura, después de recorrer las aguas de la bahía, donde su gemela, el HMS “Arrow”, la estaría aguardando3. De acuerdo a instrucciones recibidas antes de la misión, al pasar frente a las posiciones argentinas de Bahía Fox, el capitán Craig ordenó lanzar bengalas luminosas con el fin de mantener en tensión y alerta a la guarnición allí acantonada. Los argentinos vieron iluminarse fantasmagóricamente el sector sin que se desencadenase ningún ataque sobre sus posiciones dado que la fragata siguió hacia el norte, perdiéndose en la obscuridad. A las 22.20 (01.25Z), el operador del radar informó a Craig que tenía un eco en sus radares que parecía señalar la presencia de una buque desconocido. Una nueva bengala dejó a la vista al “Isla de los Estados” cuando navegaba hacia la isla Cisne con las luces apagadas efectuando espaciados barridos con el radar. El capitán Craig impartió una serie de directivas y a las 22.25 (01.25Z) ordenó abrir fuego. El cañón Mark 8 apuntó hacia el barco enemigo y disparó uno detrás de otro, una docena de proyectiles de 4,5 pulgadas que impactaron en la banda de estribor, generando un incendio de proporciones que en el término de pocos minutos alcanzó los tambores de combustible4, las bombas almacenadas en las bodegas y las cargas de la cohetera CITEFA. Tremendas explosiones sacudieron la noche, destrozando el interior del barco y generando una impresionante bola de fuego que fue vista desde Bahía Fox y otros puntos, en ambas orillas. El transporte naval comenzó a inclinarse rápidamente. Al momento del ataque, la mitad de la tripulación se hallaba en sus puestos en tanto la otra, descansaba en sus camarotes. En el puente de mando, el capitán Payarola tomó el micrófono de la radio y con voz agitada solicitó al “Forrest” que pidiese a las baterías costeras que dejasen de disparar ya que pensaba que el fuego que recibían era propio. El angustioso llamado fue captado por Claudio Mazzi, tercer oficial del “Río Carcarañá”, quien puso al tanto a sus superiores de lo que estaba aconteciendo. El “Isla de los Estados” se hundía rápidamente por estribor cuando el marinero Alfonso López corría por el puente de mando. Ante de llegar, un nuevo impacto alcanzó de lleno ese sector, obligando a los tripulantes a alejarse de allí. López corrió hasta el puente y en medio de las llamas y el humo sofocante, ayudó a sus superiores (Panigadi y Payarola) a ponerse de pie. En el lugar yacían tendidos los cuerpos de varios hombres, casi todos muertos. El buque se inclinaba peligrosamente cuando López, ayudado por el camarero Héctor Omar Sandoval y el capitán Payarola, arrojó al agua una de las balsas inflables. Una vez concretada la acción, Payarola que se encontraba allí, obligó a ambos a arrojarse a ella y ante sus dudas (no querían abandonar el barco sin él), insistió. Los dos marineros se miraron y ante un nuevo exhorto del oficial, procedieron a obedecer. Sandoval cayó al agua en tanto López lo hizo en el centro de la balsa. Dada la inclinación que presentaba el “Isla de los Estados”, Payarola perdió el equilibrio y cayó al mar, lo mismo el capitán Panigadi y el primer oficial Bottaro a quienes López pudo localizar flotando, gracias al resplandor de los incendios. Estirándose hacia ellos
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los ayudó a subir a la balsa, no así a Sandoval y a Payarola, a quienes había perdido de vista. Los tres náufragos comenzaron a remar con fuerza y celeridad intentando alejarse del desastre y evitar que la succión del buque los arrastrase hacia el fondo del mar. Diez minutos después, el “Isla de los Estados” desapareció bajo las aguas llevándose consigo a los muertos y heridos que había a bordo y a quienes flotaban cerca de su casco. Caía una fina y helada llovizna cuando la obscuridad y el silencio invadieron el lugar. Desaparecido el transporte, los tripulantes de la balsa recorrían los alrededores en busca de sobrevivientes y en esas estaban cuando veinte minutos después, repararon en una luz distante que parecía flotar sobre las aguas. Era el capitán Payarola que, con su linterna en la mano, hacía señales luminosas solicitando auxilio. El oficial nadó hasta ellos y una vez a bordo, relató extenuado que al caer al mar, se había aferrado a otra balsa semihundida en la que se encontraban los marineros Antonio Máximo Cayo y Manuel Oliveira, de quienes debió alejarse porque la misma no iba a resistir el peso de tres hombres. Panigadi, Bottaro, López y Payarola pasaron la noche achicando el agua que entraba en la balsa y remando con mucho esfuerzo intentaron alcanzar la costa, a la que recién divisaron con las primeras luces del 11 de mayo. Desesperados por llegar, comenzaron a remar con mayor intensidad comprobando que la corriente les impedía aproximarse. Fue entonces que Panigadi, conmovido por la experiencia vivida, solicitó más abrigo dado que el frío lo estaba afectando profundamente. Viendo aquel cuadro, Payarola y López, que trabajaban afanosamente en achicar el agua con sus botines, le gritaron que siguiese remando, eso a efectos de mantenerlo ocupado y evitar de ese modo que entrase en desesperación. Cuando se encontraban a 40 metros de la costa los náufragos comprobaron que la balsa se estaba hundiendo y que era más el agua que entraba que la que sacaban. Entonces Panigadi, enajenado a esa altura y desesperado por alcanzar la orilla, saltó del bote y comenzó a nadar sin que López y Payarola pudiesen detenerlo. Casi enseguida hizo lo propio Bottaro, que llevaba puesto el chaleco salvavidas, para alcanzarlo y evitar que la corriente se lo llevase. Los que quedaron en la balsa siguieron remando y cuando se hallaban a 20 metros de la costa, el militar se arrojó al mar y tirando con fuerza de una soga enroscada en la proa, arrastró a la embarcación hacia la orilla. Una vez en tierra, comenzó a recoger el cabo, tarea que suspendió súbitamente cuando distinguió el cuerpo de Bottaro flotando inerte en las aguas. Desesperado por no perderlo, Payarola se arrojó al mar y comenzó a nadar hasta donde aquel se mecía. Logró tomarlo por el chaleco y tirando con fuerza, lo fue llevando a la rastra hacia la playa, abrigando la esperanza de que todavía estuviese con vida. El bravo oficial sacó a Bottaro del mar y después de arrastrarlo por el pedregullo y la arena, lo depositó en lugar seguro, pues todavía creía que podría revivirlo. Abocado estaba a esa tarea cuando la voz de López llegó hasta él. -¡Capitán! ¡Panigadi se nos va! Cuando Payarola alzó la vista el capitán del “Isla de los Estados” se alejaba arrastrado por la corriente que en esos momentos acababa de invertir el rumbo. Panigadi, completamente extenuado gritaba solicitando ayuda pero al cabo de unos minutos su voz se apagó y su cuerpo, enredado entre las traicioneras algas de la costa, las célebres “kelpers”, desapareció tragado por el mar.
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Siguiendo instrucciones de Payarola, López se arrojó a las aguas heladas y después de nadar varios metros, haciendo un esfuerzo supremo, logró hacer pie y caminar en dirección a la playa. Pese a que estaba agotado, ayudó a Payarola a arrastrar a Bottaro hasta un lugar más protegido y allí intentaron reanimarlo, sin conseguirlo. El primer oficial del transporte falleció algunos minutos después, víctima de un paro cardíaco, en medio de espasmos y contracciones, cuando una intensa lluvia se abatía sobre ellos. Los dos sobrevivientes se acurrucaron en un principio de pozo que habían comenzado a cavar con los remos pero les resultó imposible descansar, no solo por la lluvia y el frío intenso sino porque todavía estaban profundamente conmovidos por la experiencia vivida. Los días que siguieron fueron dignos de una novela de aventuras, con dos náufragos perdidos en una isla remota, sin recursos y lejos de todo contacto. Con el viento y la lluvia arreciando, en la mañana del 11 de mayo López y Payarola abandonaron el improvisado refugio en el que habían pernoctado y echaron a caminar por un suelo pedregoso que les hizo difícil el andar (durante el naufragio, habían perdido un botín cada uno). Caminaron por espacio de una hora hasta que, a lo lejos, alcanzaron a ver una vivienda con un galpón contiguo. No lo sabían todavía pero se hallaban en la mayor de las islas Cisne, frente a las costas de la Gran Malvina, al sur de Puerto Howard, en medio del Estrecho de San Carlos. Encontrar ese asentamiento en un islote perdido en medio de la nada, fue una bendición del cielo. Sin dudarlo un instante se encaminaron hacia allí, esperanzados en encontrar alimentos y abrigo que les permitiesen sobrevivir. Cuando llegaron hicieron una breve inspección de los alrededores y después de abrir la puerta de la casa, comprobaron que la misma estaba abandonada. Ya en el interior se quitaron las ropas y las pusieron a secar puesto que las mismas, no solo estaban empapadas sino también heladas. Hallaron unas bolsas de harpillera y lana de ovejas que había allí y cubriéndose con ellas, se echaron sobre dos camastros y se quedaron profundamente dormidos. Se despertaron antes de la salida del sol y con mucha alegría, pudieron comprobar que su ropa interior se había secado y que en la alacena de la vivienda había alimentos (frutas secas, avena, mermelada, leche en polvo y azúcar), complemento ideal para el par de raciones individuales que habían conservado ambos al producirse el naufragio. Era 12 de mayo y más no se podía pedir. Estaban eufóricos y aliviados por el hallazgo y por eso, la falta de elementos para hacer fuego no fue un contratiempo, menos cuando en el exterior descubrieron agua potable dentro de un tanque que recogía la lluvia. Después de racionar con prudencia, los dos náufragos salieron de recorrida, a efectos de explorar los alrededores y ver si había habitantes en el lugar. Como no hallaron nada regresaron a la cabaña y se pusieron a conversar. Jorge Muñoz explica en detalle las peripecias de aquellos dos hombres. La experiencia vivida, la soledad y la poca posibilidad de que alguien los encontrase hicieron nacer en ellos una profunda amistad. Durante las horas de la noche, después de los almuerzos o las recorridas de exploración, se detenían a conversar y recordar viejas anécdotas, a fin de matar el interminable paso del tiempo. Payarola habló de sus experiencias en la Armada, de su familia y su juventud; López rememoró su Finisterre natal, allá en España, sus correrías infantiles en La Coruña, su viaje a la Argentina en 1940, a poco de finalizada la guerra civil, su ingreso en la Prefectura Naval en 1957, su paso a la flota mercante y su familia,
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compuesta por su esposa, Rosa y su hijo Manuel, con quienes vivía en un pequeño departamento de Avellaneda, cerca del estadio del Club Atlético Independiente. El establecimiento rural en el que habían encontrado refugio se hallaba en la punta de una península en forma de aguja, en la costa norte de la isla, justo en la mitad de su extensión, donde formaba una importante bahía con otra de mayores proporciones que se extendía al noreste. El establecimiento disponía de varios corrales ubicados detrás del gran galpón, en dirección sur y contaba con un muelle bastante extenso que se adentraba en la ría desde la costa oriental de la península. El jueves 13 de mayo por la mañana, ya con la ropa completamente seca, Payarola y López, al mejor estilo Robinson Crusoe y Viernes, se confeccionaron calzados con cueros de oveja y echaron a caminar durante una hora y media hacia el lugar en el que habían desembarcado y donde yacía el cuerpo del malogrado Bottaro. Bordearon la bahía, en dirección sudeste, hasta alcanzar el lugar y una vez allí, desde un terreno elevado, pudieron divisar a lo lejos, la importante silueta del “Río Carcarañá”. Presas de viva excitación, se pusieron a hacer señas con palos y bolsas que habían traído especialmente desde el establecimiento rural, sin lograr hacerse ver. Cerca del medio día, después de dos horas de infructuosos intentos, alcanzaron a distinguir a una nave menor que se dirigía directamente al buque mercante. Era el “Forrest” que al comando del teniente de navío Rafael G. Molini, buscaba a posibles sobrevivientes del desastre. Desalentados y extremadamente cansados, a las 16.00 horas emprendieron el regreso a la cabaña sin perder las esperanzas de que en algún momento lograrían llamar la atención de quienes los buscaban. Mientras eso sucedía, desde el “Río Carcarañá” y el “Forrest” hombres en permanente vigilia oteaban el horizonte con sus prismáticos en tanto los radares del primero efectuaban constantes barridas para ubicar a los sobrevivientes. El viernes 14 de mayo fue un día de vientos y e intensas lluvias pese a lo cual, Payarola y López se dirigieron nuevamente a los peñascos para insistir con las señas. Lo intentaron por espacio de dos horas pero dado el clima imperante, acabaron por desistir. Al día siguiente, con mejor tiempo, improvisaron una suerte de baliza utilizando la tela color naranja del bote salvavidas y como en las oportunidades anteriores, regresaron nuevamente a la cabaña para racionar y pasar la noche sin haber logrado llamar la atención de su gente. Cuando a la mañana siguiente se despertaron, desayunaron y esperaron dentro de la propiedad hasta cerca del mediodía, volvieron a salir. Era una jornada de sol radiante y cielo despejado, algo que les dio ciertas esperanzas e hacerse ver. Una vez en aquella suerte de atalaya que formaba el terreno elevado, comenzaron a agitar la tela naranja al tiempo que hacían señal por medio de un espejo. A bordo de ambas embarcaciones las tripulaciones vigilaban el horizonte cuando desde el “Forrest”, alguien creyó distinguir una luz en la lejanía. Habían dado con los sobrevivientes del “Isla de los Estados” poniendo fin a su odisea. Desde las dos naves se dispararon bengalas e inmediatamente después, la de menor calado puso proa hacia la isla. Demás está decir que la alegría de los náufragos fue inenarrable. El “Forrest” llegó a la costa y de él descendieron varios marinos, para ayudarlos a embarcar y recoger el cadáver del oficial Bottaro. Los dos únicos sobrevivientes del “Isla de los Estados” habían sido rescatados pero su odisea, no había finalizado.
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Referencias 1 Los restos del teniente Casco fueron encontrados en la Isla Jasón del Sur, cuando un equipo del Ministerio de Defensa británico recorría el archipiélago junto a la policía local en busca de municiones sin detonar. En el mes de mayo de 2008 fueron devueltos a la Argentina junto a un pedido de disculpas formal por los años que habían transcurrido sin ser devueltos. Al momento de ser hallado, el cuerpo carecía de identificación por lo que, una vez en Buenos Aires, la Cancillería lo remitió inmediatamente a la Fuerza Aérea y esta al Banco Nacional Genético del Hospital Durand, donde se los sometió a un examen de ADN. En junio de ese año, se pudo determinar que se trataba del teniente Jorge Eduardo Casco, oriundo de Roque Sáenz Peña, provincia de Chaco. Por deseo de su familia, sus restos fueron sepultados en el cementerio de Puerto Darwin, en las islas Malvinas, en una ceremonia con honores militares. El brigadier Gordon Moulds, comandante de las British Forces South Atlantic Islands, previo responso en el aeropuerto de Puerto Argentino, a cargo del monseñor Michael McPartland, presidió la ceremonia. Estuvieron presentes durante el sepelio su esposa, Ivone Dentesano; su madre, Ofelia Carolina Codutti y sus hijos, Guillermo y Julieta quienes viajaron en un vuelo especial desde el Aeroparque Metropolitano de la Ciudad de Buenos Aires al que concurrieron autoridades nacionales, militares y religiosas. Fue el primer vuelo humanitario que llevó al archipiélago los restos de un combatiente argentino muerto durante la guerra. 2 El faro del fin del mundo, escrita en 1901 y editada por primera vez (por entregas) entre el 15 de agosto y el 15 de diciembre de 1905 en la “Revista de Educación y Recreo” de París. 3 Debía hacer observación y rescatar a los sobrevivientes del “Alacrity” en caso de ser hundida. 4 Contenían 325.000 litros gasolina para aviones.
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