Escritos, Revista del Centro de Ciencias delperpetuo Lenguaje La partida y el Número 26, julio-diciembre de 2002, pp. 131-155
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La partida y el perpetuo retornar. Agonía, muerte y ofrendas en San Gabriel Chilac Francisco Serrano Osorio Se podría decir que la suerte de los difuntos está en manos de sus familiares vivos, al menos en lo que respecta al viaje al más allá y a su retorno temporal cada año. En San Gabriel Chilac, Puebla, México, se realizan ritos mortuorios que facilitan el arribo de los muertos al más allá y se les preparan ofrendas, a manera de tumba, para recibirlos en casa y, de jacal, para despedirlos en el panteón. Con ello los vivos propician un encuentro favorable con sus seres queridos y los muertos regresan al más allá dejando en paz a sus deudos.
One can say that the fate of the dead is in the hands of their living relatives, at least with respect to traveling to the afterworld and their temporary return each year. In San Gabriel Chilac, Puebla, Mexico mourning rites are held that facilitate the arrival of the departed to the afterworld and they prepare offerings, in the shape of a tomb, in order to receive them in their homes and, in the form of a hut to say farewell to them in the cemetery. With this the living propitiate a favorable encounter with their loved ones and the dead return to the afterworld leaving their relatives in peace.
Los nacidos en Chilac tienen en las alas del arcángel san Gabriel, patrono del pueblo, sus propias alas; es por ello que “donde quiera que vaya, donde quiera, cualquier lugar, puerto, donde quiera que entre, hay un chileño.” De estos chileños que han emigrado, muchos regresan al pueblo cada año para poner una ofrenda a sus seres queridos ya desaparecidos, pero no todos lo hacen, pues “si la gente de Chilac –como dice Álvaro Alatriste, chileño emigrado– se descargara [simultáneamente], si todos los que están afuera se descargaran aquí, no cabrían”; esto, claro, hablando de los vivos, porque los muertos nunca fallan, año con año retornan a San Gabriel Chilac en un peregrinaje cíclico.
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unirse con sus deudos. A los muertos no se les ve pero se les siente y se les habla. O, mejor dicho, los ven preferentemente quienes no creen, se burlan o se olvidan de ellos. En la tradición oral se narran infinidad de historias de deudos que no guardan los días de muertos ni ponen ofrendas a sus difuntos –o si lo hacen, les ofrendan piedras o ramas en lugar de flores, ceras y comida. En todas ellas ven cómo sus difuntos parten, a diferencia de los demás, tristes y con las manos vacías o cargando costales de cosas inservibles. En algunos casos esto los motiva a ponerles ofrenda el año siguiente y recibirlos como se merecen, pero en otros, aunque se arrepienten, son severamente castigados y mueren. Las ánimas regresan año con año en la misma temporada, pero en distinto día, según hayan sido las circunstancias de su muerte y su estado civil. Algunas personas asocian con la próxima llegada de los difuntos los ruidos que se escuchan por la noche. Los primeros en llegar, el 28 de octubre, son los familiares que fallecieron en un accidente. Le siguen los niños, jóvenes y adultos no casados que arriban al medio día del 31 de octubre. Finalmente, a las 12 del día del primero de noviembre, llegan los adultos casados. Para recibirlos se coloca una ofrenda en una mesa rectangular donde se acomoda un tenate o canasta para cada difunto, flores y comida. Al día siguiente, 2 de noviembre, la ofrenda se traslada al panteón, donde se construyen jacales temporales sobre las tumbas, y la familia convive con los difuntos hasta que, entrada ya la tarde, parten cargando sus ofrendas. La localidad de San Gabriel Chilac, cabecera del municipio del mismo nombre, es conocida por las ofrendas públicas que se hacen a los muertos en noviembre, tanto en las casas de sus familiares como en el panteón municipal. Si nos apegamos a la tradición, se trata de una población colonial fundada por indios conversos, nahuahablantes, a mediados del siglo XVI. “De los datos que me proporcionó el profesor Aurelio C. Merino y de las escrituras de las aguas de Alcozahuac, propiedad del pueblo de Chilac, que obra en el archivo de aquel pueblo”, afirma Joaquín Paredes Colín, que recuperó la historia de la fundación de Chilac:
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apellido apocopado de la mujer que fundó el pueblo4.” (Paredes 1921, 61). En el Valle de Tehuacán, Robert MacNeish y el equipo con que trabajaba encontraron, en 1960, el maíz domesticado con mayor antigüedad del mundo y las cerámicas más viejas de Mesoamérica (MacNeish, 1964, 26-27); por eso suele decirse que ahí se desarrolló la “Cultura del Maíz” (Sodi, 1980). El municipio de San Gabriel Chilac se localiza muy cerca de este valle, a unos 15 kilómetros al sur de la ciudad de Tehuacán, en el estado de Puebla. El censo de 1990 sólo registra dos localidades en este municipio: San Gabriel Chilac y San Juan Atzingo5. Según los resultados preliminares del Censo del año 2000, el municipio cuenta con una población de 13,554 habitantes, de los cuales el 82% vive en la cabecera municipal. El 66.4% de sus habitantes habla alguna lengua indígena y de estos el 7%, sin contar a los menores de cinco años, no habla español (INEGI, 1991 y 2000). Asentado el municipio en una antigua zona popoloca, existen, lingüísticamente hablando, grandes contrastes entre sus localidades: en San Gabriel se habla náhuatl y en San Juan Atzingo popoloca6. El origen popoloca de la región ha provocado que se piense que los chileños de la cabecera, que desde su fundación han hablado “mexicano”, son popolocas y no nahuas. 4 Para Felipe Franco se trata de una “rara coincidencia fonética entre un nombre personal y el del aspecto geológico del lugar”: “CHILAC, lo mismo que Chila, es una corrupción de CIL-LA, vocablo compuesto de CILI, caracolito, y LA, abundancial; la final C, en vez de CO, expresa, en. Consecuentemente, CIL-LA-C o Chilac, en lengua mexicana significa “donde abundan los caracolitos”, aludiendo a la multitud de pequeños fósiles conchíferos que hay en la barranca inmediata al pueblo así llamado [...] Cualquiera otra interpretación, como “agua de chiles”, “lugar de chilares”, etc., que algunos dan a esa palabra, es infundada” (Franco, 1946, 121). 5 La tercera localidad en importancia, san Gabriel Vistahermosa, no aparece en los resultados del censo de 1990 (V. LMP, 1988). 6 En San Juan Atzingo, “sus habitantes hablan y han hablado siempre el popoloca” (Paredes, 1921, 65). El municipio cuenta además con “escuela albergue en donde se imparte el popoloca” (LMP, 1988, 689). Su población, según los resultados preliminares del Censo del año 2000, es de 2086 habitantes.
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Como fray Diego había nacido en 1537 en Sevilla y llegado a la Nueva España siendo apenas un niño (entre 1542 y 1544) no tenía muchos recuerdos de su patria, salvo de los primeros años de su infancia. A pesar de ello, resultaría un poco extraño que ignorara, como su sorpresa parece indicar, que el día de Todos Santos se dedicaba a los niños fallecidos, como afirma Rosalind Rosoff, aunque sin indicar sus fuentes. La costumbre de ofrendar a los muertos en noviembre habría pasado, según ella, de Egipto a Roma y de ahí al cristianismo, fijándose desde entonces el día de Todos los Santos para rezar por las almas de los niños muertos: Cuando el cristianismo reemplazó a los dioses de Roma, los ritos antiguos se transformaron. El día de Todos Santos, el primero de noviembre, quedó establecido como el día para rezar por las almas de los niños muertos; el día de los Fieles Difuntos, el dos de noviembre, vino a ser el día para recordar a los adultos (Rosoff, 1991, 20-21).
Raúl Guerrero también considera que desde antes de la Conquista ya se había establecido en España el culto a los niños difuntos el día de Todos los Santos, aunque desgraciadamente tampoco consigna sus fuentes: cuando los árabes invadieron España, introdujeron entre otros rasgos culturales, la idea de ofrecer comida anualmente a los muertos: desde entonces el clero católico destinó para dicha celebración el 1° y 2° días de noviembre: el primero para los niños muertos, llamados “angelitos”, y el segundo para los adultos (1985, 23).
Desde su punto de vista, la costumbre de ofrendar a los muertos se originó en China y pasó luego a Egipto. Sólo que no habría llegado a España con el cristianismo, sino a través de los árabes, después de que visitaron China y Egipto en el siglo VII. A México habría sido introducida por los soldados, y no por los frailes, a principios del siglo XVI9.
9 Según Foster, tanto el 1º como el 2 de noviembre se dedican a los muertos y se guardan en toda España. Uno de esos dos días, según la costumbre del lugar, se visitan los panteones, aunque no menciona que el 1º esté dedicado a los niños (1959, 345).
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ban, y puestos por orden se los iban entregando, y dándole los primeros le decían: con estos has de pasar por medio de dos Sierras, que se están batiendo, y encontrando la una con la otra y dándole otros le decían que con ellos había de pasar seguramente por un camino donde estaba una culebra grande guardando el paso, y a otros que le daban decían que con ellos había de pasar por donde estaba un cocodrilo o lagarto, que se llamaba Xochitonal, y otros que le habían de ser de amparo y socorro, en los ocho páramos o desiertos que fingían haber en esta jornada, y otros para otro lugar llamado Ocho Collados, y otros para pasar por el viento de navajas, llamado Ytzehecayan, porque decían ser allí el viento tan recio, que arrancaba las piedras y que cortaba como navaja. Por esta razón cortaban todas las casas de caña y armas del difunto, con todo el demás aderezo de ropa y vestuario, y si era mujer, sus nahuas y huipil, para que en aquel paso diese calor al difunto y no sintiera el rigor del frío, que atormentaba al que no era prevenido con este remedio. Mataban también un perro pequeño, de color bermejo, y atábanle un hilo de algodón al pescuezo, porque decían que era necesario para pasar unas aguas muy hondas, las cuales había que pasar a nado sobre el perrillo. A este río llamaban Chicunahuapan, que quiere decir nueve aguas [...] Muertos amo y perro, llevábanlos a enterrar ambos juntos, quemándolos primero, si habían de quemarse o enterrándolos sin quemar, conforme la muerte habían tenido, dos de estos viejos tenían cargo de quemar al difunto, y mientras estos atizaban el fuego, cantaban otros dos. Y los que habían quemado el cuerpo apagaban después el fuego y las cenizas, y el carbón que había quedado lo enterraban en un hoyo hondo y redondo, dentro de una olla, en la cual echaban una piedra de precio y de valor, la cual decían que era el corazón del difunto, y cada día ofrendaban la sepultura de pan y vino, y en los entierros de los nobles usaban llevar un pendón de papel, de cuatro brazas de largo, compuesto y engalanado con mucha pluma rica.
Además de los ritos que se realizaban cuando alguien fallecía, había dos tipos de celebraciones, ya no de cuerpo presente, para los difuntos: unas eran fijas y estaban marcadas en el calendario de 18 meses y las otras se llevaban a cabo en los aniversarios del fallecimiento. Entre las primeras estaban las que se celebraban en los meses noveno, décimo y décimo cuarto.
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Durante el mes 14, el de Quecholli (“flecha arrojadiza”), se llevaba a cabo “la fiesta de los cazadores” en honor de Camaxtle12. Iniciaba “según nuestra cuenta y meses, a dieciséis de noviembre”13 (Durán 1579, 281). En la descripción que de esta celebración hace Fray Bernardino de Sahagún –quien nada dice sobre las fiestas chica y grande de los difuntos– aporta un dato interesante que no aparece en Durán: durante ese mes se llevaban a cabo además “muchas ceremonias por los difuntos”, de las cuales sólo describe la siguiente: Al quinto día hacían unas saeticas pequeñas, a honra de los difuntos, eran largas como un jeme o palmo y poníanlas resina en las puntas, y en el cabo el casquillo era de un palo; de por aquí ataban cuatro saeticas y cuatro teas con hilo de algodón flojo, y poníanlas sobre las sepulturas de los difuntos; también ponían juntamente un par de tamales dulces; todo el día estaba esto en las sepulturas y a la puesta del sol encendían las teas, y allí se quemaban las teas y las saetas. (1582, 90)
Al parecer, estas ofrendas solamente eran para quienes habían muerto en la guerra14; en ellas se depositaban también algunas prendas personales del guerrero: El carbón y ceniza que de ellas se hacía –prosigue Sahagún– enterrábanlo sobre la sepultura del muerto, a honra de los que habían muerto en la guerra. Tomaban una caña de maíz, que tenía nueve nudos, y ponían en la punta de ella un papel como bandera, y otro largo que colgaba hasta abajo (y) al pie de la caña ponían la rodela de aquel muerto, arrimada con una saeta; también ataban a la caña la manta y el maxtle; en la bandera señalaban con hilo colorado un aspa de ambas partes, y también labraban el papel largo con hilo y blanco, torcido desde arriba hasta abajo, y del hilo blanco colgaban el pajarito que se llama huitzitzilin, muerto (Sahagún, 1582, 140). 12 En honor a Mixcóatl, según Sahagún, quien describe la fiesta mexica. 13 En la reconstrucción de los años hecha por Rafael Tena (1987, 104-109), el mes de Quecholli (“ave de cuello flexible”) comenzaba el 31 de octubre. 14 Según Zamacois, estas ofrendas no eran sólo para los soldados, pues los deudos llevaban al sepulcro de sus parientes viandas, leña de pino y flechas. (Weckmann, 1994, 205).
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ña, aunque en distintos días del año. En la Península Ibérica, el dos de noviembre se celebraba “El día de los defuntos16, el aniversario que se haze por los fieles difuntos, otro día después de la fiesta de todos los santos” (Cobarruvias, 1611, 472) y, si los temores de Fray Diego Durán no eran infundados, los indios trasladaron, “para disimular su mal”, sus fiestas de difuntos a los primeros días de noviembre, haciéndolas coincidir con la celebración cristiana, gracias a lo cual se arraigó definitivamente en la Nueva España desde los primeros años de la colonia17. De hecho, existen, como bien lo marca Yolanda Ramos (1992), tres tendencias en relación con el origen prehispánico de algunos de los elementos que conforman las fiestas actuales de los días de muertos: la primera, planteada como ya vimos por el mismo Durán, los asocia con las fiestas chica y grande de muertos; la segunda, con la fiesta de Quecholli y la tercera, sostenida entre otros por Arturo Warman (1985, 18), no encuentra relación alguna. La primera es la más socorrida de las tres (véase por ejemplo el famoso Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México). Interrogándose sobre cuáles elementos prehispánicos similares a los españoles pudieran haber sido utilizados por los misioneros como una especie de “cebo para la conversión”, Robert Ricard plantea el de la inmortalidad del alma: Creían los aztecas en la vida eterna, sin embargo: para ellos, el alma era inmortal y, una vez salida de este mundo, continuaba viviendo en el cielo o en el infierno. Pero esta vida no era resultado de una sanción: ni el cielo era recompensa, ni el infierno castigo. Nada importaba cómo había vivido el hombre: lo importante eran las circunstancias en que había muerto (Ricard 1933, 97).
16 “Día de los finados”, según el Diccionario de Autoridades. 17 De hecho existen, como bien lo marca Yolanda Ramos (1992), tres tendencias en relación con el origen prehispánico de algunos de los elementos que conforman las fiestas actuales de los días de muertos: la primera, planteada como ya vimos por el mismo Durán, los asocia con las fiestas chica y grande de muertos; la segunda, con la fiesta de Quecholli y la tercera no encuentra relación alguna. La primera es la más socorrida de las tres (véase por ejemplo el famoso Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México).
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quias colocadas en las palmas del Domingo de Ramos que arden en un comal y se rocía agua bendita alrededor del catre para, dice Cariño (1992, 56), ahuyentar “a los malos espíritus que pudieran atravesársele en su recorrido para llegar a los lugares de ultratumba. “El humo, el copal, el agua bendita, las rociadas del agua bendita al costado del moribundo sirven para que se alejen los malos espíritus, los demonios que ya están en la espera de una nueva alma, o de un nuevo espíritu”, le contó a María Celia Arzate (1985, 49), el sobrino de Timoteo Séptimo, encaminador de almas de Chilac. Los últimos alientos de vida están marcados por el latir del corazón, por eso suelen decir en Chilac, refiriéndose al enfermo, que su “pulso esta feneciendo” (ya tlantoc). Si puede el agonizante se despide: “pues me voy al otro mundo y no sé si en el otro mundo nos veremos o no nos veremos, pero me estoy despidiendo de ustedes porque yo ya no siento aliviarme, ya siento irme, ya siento dejarlos”. Para el encaminador de almas, lo mejor es que la persona no haya fallecido aún: en los casos de un accidente, de un paro cardiaco, pues se hace; pero ya no con el mismo dolor, porque el cuerpo está tendido, mientras que la persona moribunda se siente un poco más porque es difícil que su corazón pare. En el caso de mi papá estaba más muerto que vivo, pero sentíamos su corazón y estaba aún muy allá palpitando, aunque se había paralizado, estaba tieso. Pero ya en el caso de un accidente, ahí ya no es el mismo dolor, ya no es la misma ceremonia porque ya se fue la persona.
En la época prehispánica, como en la actualidad, se consolaba al muerto haciéndole ver el destino común de los hombres: “alegraos con saber que nosotros os hemos de seguir por los mismos pasos de la muerte y os hemos de ir a hacer compañía, muriendo de alguna enfermedad como vos morís.” (Torquemada citado por Johansson, 1998, 144). Sólo que ahora han aparecido dos elementos nuevos, el último relacionado con el cristianismo: la seguridad de que los muertos retornarán en noviembre y el arrepentimiento por las faltas cometidas. Esto queda claro cuando Timoteo Séptimo explica su rol de encaminador de moribundos:
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Pedro”, el moribundo se enfrenta a diversos animales que logrará dejar atrás gracias a las oraciones del encaminador de almas y el agua bendita que éste rocía después de cada una de ellas22. Según Armando Martínez, sobrino de Don Timoteo, el moribundo “debe de llevar un traje limpio, blanco, un calabacito lleno de agua, una jicarita, una bolsa conteniendo un pedazo de pan, unas monedas, una poquita de sal y como calzado unos huaraches hechos de cartón con hilo corriente” (Arzate, 1985, 49). La jícara, dice Cariño, es “para servirse agua y calmar su sed en el ‘camino’ “ y los huaraches suaves “para que en su ‘caminar’ hacia la supervivencia eterna, no llegue descalzo, padeciendo de lastimarse los pies de [con] las piedras y espinas”. Así, los deudos ayudan al difunto y se evitan ellos mismos el sufrimiento y el temor que podrían compartir con él (1992, 56-57). Después del velorio, la marcha fúnebre parte hacia el panteón en que se da sepultura al recién fallecido y se le invita a regresar el día de los muertos a la ofrenda que se hará en su honor. Suelen colocarse dos tipos de ofrendas en las casas, a las que llamaré para distinguirlas verticales y horizontales, según el tipo de altar en donde se colocan. Las primeras son las menos frecuentes, un 30% quizás, y están formadas por tres o cuatro niveles sobrepuestos, aunque pueden tener más. Las horizontales son mucho más comunes y se podría decir que son las tradicionales de Chilac. Al visitante le da la impresión de que, más que de una ofrenda, se tratara de un velorio. Ángeles, arcángeles, vírgenes, santos y demás imágenes de la casa se dan cita en una pared del cuarto principal y abajo se acomoda una mesa pequeña de madera que sirve para poner la ofrenda de los niños el 31 de octubre. Adelante de este altar, el día primero de noviembre, se coloca otra gran mesa rectangular con la parte más angosta hacia la pared, que es precisamente la que da la apariencia de que estuviese el ataúd ahí. Según Perfecto Zárate, es la misma mesa en que se tiende al difunto el día del velorio, sobre un nylon y una capa de arena finita y de 22 Contrariamente a lo que sucedía entre los popolocas, Armando Martínez afirma que la ceremonia es la misma para niños y adultos (Arzate, 1985, 51).
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menos una pared. Algunos, aunque los menos, han colocado permanentemente techos de lámina soportados por castillos de cemento o armazones metálicos. Normalmente los parientes fallecidos están enterrados juntos o en tumbas contiguas y por ello el jacal se construye abarcando todos los sepulcros de los familiares. En las orillas del jacal se suele colocar unas vigas para que se sienten las personas, aunque también pueden llevarse algunas sillas o utilizar cubetas vueltas hacia abajo para sentarse. Las construcciones permanentes tienen en los lados unas bardas pequeñas que funcionan como bancas. Así, todos los deudos asistentes al panteón se colocan alrededor de la tumba, o del conjunto de tumbas si fuera el caso, cómodamente y protegidos de los rayos solares. En las cruces, casi siempre de madera, que están colocadas permanentemente en la cabecera del túmulo se ponen flores, de preferencia cempasúchiles24 y, en menor escala, mocos de guajolote25. Cuando se trata de una ofrenda nueva, la cruz se manda a vestir con flores de cera y ángeles de cartón, lo cual permite identificar fácilmente a quienes fueron enterrados después del día de muertos del año anterior. Las flores olorosas como el cempasúchil, según cuenta el intérprete de la lámina 62 del códice Nuttal, “vinieron del otro mundo. decasa deste ydolo. q ellos llaman mictlan tecutli y las q. no huelen dizen q son nacidas desde elprincipio en esta tierra.” (Robelo, 1911, t. 2, 819). Según este mito, del semen que Quetzalcóatl arrojó sobre una piedra nació el murciélago al que los dioses enviaron a morderle los genitales a Xochiquetzal. Los dioses lavaron el “bocado” que les llevó el murciélago y de esa agua salieron flores que no huelen 24 Luis Weckmann (1994, 205) ha hecho hincapié en que “las flores que se llevan a los cementerios (siempreviva en España, principalmente en Cataluña, y zempoalxóchitl o ‘flor de los muertos’ en México) son del mismo color: el amarillo.” Según Foster “el crisantemo es la flor que más se destaca [en los panteones de España], no porque tenga un significado sacro sino porque abunda más en esta época del año.” (1959, 346). 25 “Nombre que se da a varias plantas poligonáceas indígenas (Poligonum mexicanum, Meisn.), llamadas también moco de pavo, de hermosas flores de color rojo vivo.” (Santamaría, 1959, 729). Curiosamente, según el propio Santamaría, también se llama moco de pavo al amaranto (Celosia cristata).
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Frases como “Junto a mi lecho/yo le pondré su nido/en donde pueda/la estación pasar”, o “no es más que un hasta luego/no es más que un breve adiós” se entonan al lado de los versos de otras canciones de despedida: “No volverán/ tus ojos a mirarme/ ni tus oídos/ escucharán mi llanto”. Al fondo se perciben las notas de la danzonera que suele apostarse a la entrada del panteón y las palabras del sacerdote celebrando, en un templete puesto para la ocasión, una misa católica por el eterno descanso de los fieles difuntos. A manera de conclusión, podríamos resumir el culto que se tributa a los muertos en San Gabriel Chilac con los siguientes puntos: 1. Antes de que parta un difunto sus familiares y conocidos se disculpan, ofrecen cuidar a sus dependientes y le dan dinero para que pague sus deudas. De ser posible, contratan a un encaminador de almas. 2. El muerto arregla sus cuentas pendientes. 3. Los deudos le ayudan a que su viaje al más allá llegue a buen término poniéndole su itacate, agua, unos huaraches, rezando y contratando a una rezandera que suele orar y cantar acompañada de un viejo armonio de pedal o un teclado electrónico. 4. Junto al difunto tendido en la mesa sobre una capa de arena, se coloca la cruz en la cual probablemente permanece el alma del difunto una vez que su cuerpo es llevado al panteón. 5. A los nueve días, cuando se levanta la cruz, el alma parte rumbo al lugar de los muertos. 6. Una vez al año –del 31 de octubre al 1 de noviembre si se trataba de algún niño o del 1 al 2 de noviembre en caso de haber estado casado– los muertos regresan a la que fue su casa en la tierra. 7. Si cae en domingo el dos de noviembre, los difuntos se quedan un día más con sus familiares, por lo que regresan al más allá hasta el lunes tres. Aunque esto pasa en promedio cada 7 años, pueden transcurrir, dependiendo de los años bisiestos, cinco, seis u once años para que vuelva a caer en domingo28. 28 Los años en que el dos de noviembre cae en domingo siguen una serie de cuatro números: 6, 11, 6 y 5. El periodo se reduce a cinco años cuando caen dos
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ofrendas - ritos funerarios - Chilac Francisco Serrano Osorio Depto. de Ciencias del Lenguaje Universidad Autónoma de Puebla (VIEP) Mariano Echeverría 2516, Col. Bella Vista Puebla, Pue. CP 72500 México Tel: (01 222) 243 93 54 e-mail:
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