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La poesía lírica española del siglo XX. 1. La lírica del S. XX hasta 1939. La poesía del s. XX arranca con el Modernismo, el movimiento literario encabezado por el poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916). Cuando Darío publica sus dos primeros libros modernistas (Azul, de 1888), la lírica española e hispanoamericana ya había comenzado la superación de la poesía decimonónica, tanto de la lírica efectista y superficial del Romanticismo (Zorilla) como del didactismo y prosaísmo de los realistas (Campoamor). Darío fue capaz de crear un lenguaje poético nuevo, es decir, construir un nuevo ideal de belleza y sensibilidad poética tanto en los temas como en las formas. La estética modernista, que tiene su origen en Francia con el Simbolismo y con la norma artística de “El Arte por el Arte” del Parnasianismo (Baudelaire y Verlaine), defiende que la poesía (hermosura e imaginación) supera a la vida (fealdad y vulgaridad), y que su finalidad es crear, por medio de palabras y el ritmo musical, un mundo de ideas, sentimientos y estados de ánimos radicalmente opuesto (separado y superior) al lenguaje ordinario y a las experiencias comunes de nuestra vida. Junto al modernismo canónico de princesas, cisnes, exotismo y objetos decorativos, existió otro modernismo de introspección y dolor existencial que trata temas como el miedo o la angustia ante el misterio de la muerte y el paso del tiempo (la juventud pasajera, la insatisfacción vital, etc.) y en donde surgen dos estados de ánimo dominantes, la melancolía y el tedio, que se mezclan con lo irracional (lo misterioso, lo mágico, lo onírico). La impresión que nos queda de este intimismo modernista es que el poeta es un ser de voluntad enfermiza, desvalido, inadaptado. La noche, el crepúsculo y el otoño son símbolos poéticos que resumen estos sentimientos. Esta segunda línea, que ya encontramos en el libro de madurez de R. Darío, Cantos de vida y esperanza (1905), es la que tuvo más influencia en los poetas españoles. El impacto modernista en la poesía española fue extraordinario. Jóvenes poetas como Villaespesa, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Manuel y Antonio Machado (considerado como el poeta del grupo del 98) escriben sus primeros libros dentro de la nueva estética. Sin embargo, fueron sólo tres de ellos, Unamuno, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, los que lograron superar el Modernismo en busca de una expresión poética más rica y profunda. Los tres desconfiaban de los excesos modernistas (la musicalidad, la artificiosidad, lo ornamental, la evasión, etc.) y los dos últimos prefirieron conciliar en sus poemas los logros del nuevo estilo con el lirismo sencillo e intimista de tradición becqueriana. Un tono melancólico, desengañado y triste domina el primer libro, todavía modernista (Soledades. Galerías. Otros poemas, 1907) de Antonio Machado. Se trata de una obra profundamente subjetiva en la que la realidad exterior (plásticamente reflejada mediante símbolos diversos: la tarde, la fuente, el reloj, el camino, la noria, el parque) establece correspondencias emocionales con el mundo interior del poeta, de ahí que con frecuencia estos elementos de la naturaleza se conviertan en sus interlocutores imaginarios. El tiempo, el sueño y el recuerdo son algunos de los temas más reiterados en este libro. Sin embargo, es en su segundo libro, Campos de Castilla (1912), donde Machado ofrece un modelo alternativo al Modernismo que consiste en abandonar la impostura del sentimentalismo anterior y optar por una intimidad abierta a lo exterior y sensible a los problemas socio-políticos. Aparecen así la meditación y la crítica social, que lo aproximan a los temas que los prosistas del 98 (Azorín, Unamuno, Baroja, etc) habían puesto en circulación a partir de la crisis colonial. El paisaje y las gentes de Castilla le sirven unas veces para la reflexión crítica sobre el
pasado, presente y futuro de España, de rasgos regeneracionistas; y otras veces para realizar una idealización lírica del paisaje en la que también está presente el dolor por la muerte de su joven esposa, Leonor. El resto de la obra de Machado, desde 1917 (ej. Nuevas canciones), supone un intento, no siempre feliz, por conseguir un lirismo del pensamiento, una poesía sencilla, seca y breve, donde la meditación casi filosófica destaca sobre la atención a la realidad externa. Por su parte, la poesía de Juan Ramón Jiménez (que fue para sus contemporáneos, junto con la de Darío, la más influyente de comienzos de siglo hasta los años 20) puede considerarse como una obra unitaria que va atravesando sucesivos momentos. En su juventud estuvo vinculado a un Modernismo de carácter intimista de fuerte impronta becqueriana, para después derivar hacia una poesía que él llamó ‘pura’, plenamente adscrita a las corrientes vanguardistas de los años 20. En su etapa modernista destacan los temas de la insatisfacción, la melancolía y las penas de amor, situados en un mundo de visiones nocturnas y sombrías. En esta fase empleó la métrica de tradición popular y un vocabulario deliberadamente sencillo; un poco después, y dentro todavía de la estética modernista, cultivó los mismos temas pero ahora con una métrica más sonora y con un lenguaje más brillante y extrañador. No obstante, será con el libro Diario de un poeta recién casado (1916), donde J. Ramón rompe definitivamente con el Modernismo y propone una poesía donde se alcance la emoción a través de las sugerencias conceptuales y la alusión metapoética, superando así lo superficialmente sentimental y lo sensorial. Denominó a esta poesía ‘pura’, o de la pureza, para subrayar que su intención era crear un lirismo de palabras exactas que dejara de lado lo anecdótico, lo superfluo y lo artificioso. La consecuencia fue un tipo de poema breve, esencial en la forma pero de gran complejidad conceptual. Esta línea poética es la que predominará, con variantes, en toda su obra de madurez. En la década de 1920 ya está en marcha el segundo gran movimiento de renovación poética del siglo, la Generación del 27, la cual sintetiza las corrientes vanguardistas que irrumpen en nuestra literatura (procedentes de Europa) entre los años 18 y 23. Las dos que más aceptación tuvieron en España fueron el Ultraísmo (Ramón Gómez de la Serna y Guillermo de Torre) y el Creacionismo (Vicente Huidobro), ambas paralelas a otras tendencias europeas de enorme importancia como el Dadaísmo (Tristan Tzara), el Futurismo italiano (Marinetti) y soviético (Mayakovski), el Expresionismo (Bertold Brecht), el Cubismo Apollinaire) y, sobre todo, el Surrealismo (André Breton y Louis Aragon). Los poetas vanguardistas pretendieron huir de lo sentimental y del intimismo y potenciaron el humor y el carácter lúdico y experimental de la creación poética. Para ellos era esencial buscar lo nuevo y lo audaz, de modo que convierten la metáfora y la imagen en el eje del poema. Los textos están formados con frecuencia por superposiciones de imágenes, a veces carentes de todo sentido lógico. Especial relevancia cobra la colocación visual de la palabra en el página en blanco, de manera que, en ocasiones, se juega con la tipografía y la disposición versal para conseguir curiosos y chocantes efectos visuales. También introducen en los poemas motivos procedentes del mundo moderno (la gran ciudad, las fábricas, los rascacielos, el cine, los deportes, los automóviles o los aeroplanos). La Generación del 27 está compuesta esencialmente por Pedro Salinas, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Lorca, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego y Dámaso Alonso (otros autores serían Bergamín, Altolaguirre, Miguel Hernández, etc). Formaban un grupo de amigos que vivó un momento histórico de enorme apertura y avance cultural de España (1920-1939). Todos tenían una sólida formación universitaria, colaboraron en las mismas revistas poéticas (ej. Litoral de Málaga); y muchos de ellos (Lorca, Alberti, D. Alonso, el pintor Dalí, el cineasta Buñuel)
estuvieron vinculados a la “Residencia de Estudiantes”, centro impulsor y difusor de las novedades culturales europeas en el país. Su concepción poética presenta ciertos rasgos comunes dentro de la variedad de estilos individuales: a) su obra evoluciona desde la pureza deshumanizada (según el gusto juanramoniano y vanguardista) hacia una poesía ‘impura’, o sea, con más preocupación por los conflictos existenciales y sociales; b) la poesía resulta de la suma de rigor técnico (propio del formalismo contemporáneo) y de inspiración (propia del ideal romántico); c) su estilo es ecléctico pues se esforzaron por fundir tradición y renovación poética (lo popular y lo culto; lo antiguo y lo experimentalvanguardista; lo medieval, lo clásico y barroco, Bécquer, las vanguardias del XX, etc) En 1927 celebraron en el Ateneo de Sevilla un acto de reivindicación del poeta cordobés Góngora (en la época un poeta olvidado), con motivo del tricentenario de su muerte. Esta fecha -que después se convirtió en emblema generacionalrepresenta la primera etapa de la evolución del grupo, marcada por la deshumanización poética. Destaca entonces el magisterio de J. R. Jiménez, y la influencia del Ultraísmo vanguardista y de la lírica neopopular. Los poemas se orientan hacia una expresión contenida y muy conceptual (‘deshumanizada’ según Ortega y Gasset) en donde se valora sobre todo el hallazgo de imágenes brillantes y sorprendentes, y en donde domina unas veces el tono jovial y lúdico y otras la exploración de mundos oníricos e irracionales. Tres libros notorios de esta primera etapa generacional son Imagen (1925) de G. Diego y, sobre todo, Marinero en Tierra (1924) de Rafael Alberti y el Romancero gitano (1928) de Lorca. La segunda etapa generacional (de 1927 a la Guerra Civil) se caracteriza por la rehumanización de la poesía. La tensión social y política que vive España influye en autores como Alberti, Cernuda, Lorca, etc que, alejándose de la pureza y de la despreocupación juvenil, buscan un ‘lenguaje del dolor’ capaz de expresar el absurdo, la soledad, las frustraciones, las inquietudes sociales, etc. Es la época en que el Surrealismo, el movimiento vanguardista más importante de Europa, irrumpe en la poesía española. De esta etapa son libros extraordinarios como Poeta en Nueva York (1930) de Lorca; Sobre los ángeles (1929) de Alberti; y Donde habite el olvido (1933) de Luis Cernuda. La tercera etapa abarca de 1939 (final de la Guerra Civil y exilio) a 1999 (muerte de Alberti) y supone el exilio y la disolución del grupo. Lorca ha sido asesinado en 1936. Miguel Hernández, soldado republicano, muere (1942) en la cárcel. Con el final de la guerra los partidarios de la República vencida (Alberti, Cernuda, Salinas y J. Guillén) habían dejado el país y los apolíticos (D. Alonso, Aleixandre) y los adictos al régimen de Franco (G. Diego) se quedan. En la poesía de los primeros se repite el tema de la patria perdida y en la de los segundos encontramos una expresión angustiada y existencial que será una novedad en el ramplón ambiente literario de la posguerra. El ejemplo más notorio fue el libro Hijos de la ira (1944) de Dámaso Alonso.
2) La lírica desde 1940 a los años 70 La guerra civil (durante la que se escribió abundante poesía de propaganda en ambos bandos) y la derrota republicana cortaron bruscamente las múltiples tendencias poéticas de 1936. La inmediata posguerra es un momento marcado por dos factores: el indiscutible prestigio de los poetas exiliados (J. Ramón Jiménez y casi todos los miembros del 27 -Salinas, Cernuda, Alberti, Emilio Prados, Jorge Guillén, etc.), todos ellos autores en activo; y la lenta reconstrucción del mundillo poético y literario en un país devastado y sumido en la más absoluta penuria. 1) En la poesía del exilio dominó un tema clave, la patria perdida; tema del que surgen dos actitudes o tonos: uno primero, apasionado, desgarrado y violento en que la pérdida de la patria se identifica con la derrota de los ideales político-sociales republicanos; y otro, más tardío, nostálgico y meditativo, en que el paso del tiempo actúa como germen de añoranzas e idealizaciones, y donde se encuadran espléndidos poemas, por ejemplo, de Cernuda y Alberti. Además, el exilio dio a conocer a poetas injustamente olvidados hasta entonces, en especial, León Felipe (autor de Español del éxodo y del llanto, 1939). 2) En el interior del país florece la llamada Generación del 36 compuesta por los jóvenes poetas que en la primerísima posguerra publican en dos revistas madrileñas promovidas por la Falange Española: Escorial (con Leopoldo Panero, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco) y Garcilaso (con José García Nieto y otros), que quiso representar el lado oficial y militante del falangismo cultural. Como vencedores de la guerra, todos ello escriben, no sin ciertas variantes, una poesía optimista, muy elogiosa con el régimen de Franco, donde se exaltan los ideales del nacional-catolicismo, desde la épica imperial de la nueva España, pasando por los temas espirituales-religiosos, hasta la vida familiar, con gran predilección por el soneto (frío y artificioso) de imitación clasicista y con un lenguaje a veces deliberadamente sencillo y a veces ingenioso. Con perspectiva histórica, hoy podríamos entresacar dos libros de esta generación, ambos de 1949, La casa encendida de Luis Rosales y Escrito a cada instante de Leopoldo Panero, escritos cuando estos autores ya habían abandonado el “oficialismo” poético y se habían decantado por una expresión meditativa. Frente a esta lírica “del régimen”, dominante durante toda la década, surgen varias estéticas marginales (con escasos seguidores e influencia) que servirán no obstante para enriquecer y abrir un panorama poético completamente estancado pero que solo serán debidamente reconocidas a partir de los años 70. Las dos más representativas fueron: a) el culturalismo y esteticismo del grupo Cántico de Córdoba. Pablo García Baena, Ricardo Molina y posteriormente Vicente Núñez son los poetas centrales de la revista Cántico, publicada desde finales de los 40, la cual, dando nombre al grupo, pretendía conectar con el modernismo y el 27 en la defensa de un paganismo carnal en los temas amorosos y en el refinamiento verbal que se ve en empleo de la imagen y la metáfora. b) el vanguardismo representado por la revista Postismo (abreviatura intencionada de ‘postsurrealismo’) de Carlos Edmundo de Ory y por el neosurrealismo de Miguel Labordeta y Juan Eduardo Cirlot, que propusieron una lírica basada en la libertad expresiva y en lo irracional. Sin embargo, la reacción de mayor alcance y más consecuencias frente a la lírica monocorde del régimen la representan dos libros de sendos autores del 27 (Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre) publicados en 1944 y una revista aparecida en León llamada Espadaña. Mientras que Sombra del paraíso de Vicente Aleixandre conectaba sorprendentemente con el neorromanticismo y el surrealismo de la preguerra, la revista Espadaña y el libro Hijos de la ira de Dámaso Alonso abren el
camino hacia un existencialismo angustiado expresado con un lenguaje exasperado y patético. Concretamente, Hijos de la ira de D. Alonso fue un grito de protesta y asco contra el sinsentido de la vida humana en medio de un mundo sombrío, violento y grotesco y contra la indiferencia y el silencio de Dios que nada hace para aliviarlo. Dando la espalda al formalismo superficial de los poetas de Escorial y Garcilaso, se expresa con un vocabulario antipoético, en largos poemas escritos en versículos. Por su parte, la revista Espadaña (1945-1950) de León, reúne a poetas (Eugenio de Nora, Victoriano Crémer) que, como Dámaso Alonso, tratan sobre el sufrimiento humano provocado por una fe religiosa desesperanzada y dubitativa, pero también protestan ante el caos y las injusticias del mundo, con lo que anuncian la poesía social que va a triunfar en la década siguiente. Otros destacados autores existencialistas fueron José Luis Hidalgo, Rafael Morales, José Hierro, Gloria Fuertes, etc Efectivamente, desde 1950 se impone la llamada poesía social, comprometida o socialrealista. El individualismo existencial y el lenguaje exasperado y patético de finales de los 40, dejan paso a una poesía que “enfría” la exasperación expresiva y prefiere un tono de dicción más natural y registros más coloquiales a veces con tendencia hacia un prosaísmo excesivo; y donde los temas se desplazan del ‘yo’ atormentado (angustiado por un hondo sufrimiento existencial) a la sombría realidad histórica del presente y a los problemas colectivos. Triunfa así una poesía realista y de orientación narrativa. El poeta social entiende la poesía como “comunicación”, es decir, se ve a sí mismo integrado en una colectividad de seres humanos a quienes dirige su palabra como partícipe de sus problemas y como portavoz del sufrimiento colectivo y de los males sociales. La poesía social, en sus dos tendencias fundamentales, va a ser la dominante en el panorama poético español hasta finales de los 60. Asuntos frecuentes de la poesía social fueron el recuerdo doloroso de la guerra; la sordidez y precariedad de la vida en la postguerra; las injusticias sociales; el afán solidario entre los pobres y trabajadores; las críticas a los poderosos, a la opresión y al inmovilismo políticos; la vida sin horizontes; y el tema de la decadencia de España (actualización del tema noventayochista), entre otros. La primera tendencia de la poesía social estaría representada por Blas de Otero y Gabriel Celaya. Ambos poetas, cuyas primeras obras son existencialistas, rechazan el formalismo y el excesivo individualismo de la poesía de posguerra para dar testimonio con un estilo intencionadamente sencillo y directo, antirretórico y antigrandilocuente, el asco y indignación ante la vida española de la época y el deseo de transformarla. Si Blas de Otero destaca por la maestría formal de sus poemas y por la constancia de un fondo meditativo y existencial, en la obra Celaya destacan la aguda conciencia política y poética, y una expresividad conversacional, llena de vitalidad y hedonismo. Libros imprescindibles de estos autores son Pido la paz y la palabra (1955) y Que trata de España (1965) de Blas de Otero; y Cantos íberos (1955) de Celaya. Otros poetas sociales importantes fueron Ramón de Garciasol, López Pacheco, Ángela Figuera Aymerich, María Beneyto, etc. Se puede decir que la posguerra poética termina con los autores de la segunda tendencia social, el llamado grupo poético de los 50 (Ángel González, Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald, etc). Por edad son los ‘niños de la guerra’, no sus protagonistas. Conservan la intencionalidad crítica de la poesía social pero no su concepción estética. Formalmente son muy cuidadosos dentro de una concepción que aúna elegancia y sencillez, y temáticamente rechazan tanto el desgarro existencial como la ‘voz social’ de las promociones anteriores y apuestan por un individualismo renovado, más dialogante (conversacional) con el lector pero también más escéptico e irónico. La realidad social y personal es vista desde los aspectos más cotidianos (la infancia, los amigos, la pareja, la familia), o desde el recuerdo. Libros sobresalientes
de esta promoción son Don de la ebriedad (1951) de Claudio Rodríguez, Tratado de urbanismo (1967) de Ángel González, Moralidades (1965) de Gil de Biedma y Aún no (1971) de Francisco Brines.
3) La lírica desde los años 70 a nuestros días. La poesía del periodo de la Dictadura se cierra con la generación del 68 o grupo de los novísimos, nombre de una célebre antología del crítico catalán José María Castellet que da a conocer a una serie de poetas que comienzan a escribir desde finales de los 60 y que hoy en día son clásicos indiscutibles de la poesía contemporánea española: Pedro Gimferrer, Vázquez Montalbán, Luis Antonio de Villena, José María Álvarez, Félix de Azúa, Leopoldo María Panero, Luis Alberto de Cuenca, Jaime Siles, Antonio Colinas, Jenaro Talens, Félix Grande, Antonio Carvajal y algunos otros. Los novísimos supusieron una renovación del panorama poético nacional basada en el decidido alejamiento del ‘realismo’ representado en la poesía social dominante, y por la apertura a influencias estéticas, temas y técnicas poco frecuentados por la poesía española anterior. En este sentido, se abren a múltiples influencias de la poesía extranjera (ej. Poetas europeos como Kavafis, Eliot, Pessoa o hispanoamericanos como César Vallejo y Octavio Paz) y recuperan a poetas marginales de los años 40 y 50 como el esteticismo del grupo Cántico de Córdoba o las fórmulas surrealistas (Aleixandre, Cirlot). En cuanto a los temas, lejos de la idea de que el poema tiene que referirse a lo cotidiano, prefieren un mundo poético en donde cabrán alusiones culturalistas o literarias a grandes personajes (escritores, artistas, pensadores), al pasado histórico (época alejandrina, Renacimiento, Romanticismo), a lugares y objetos míticos (ciudades-símbolo como Venecia, cuadros, monumentos, gárgolas o piedras preciosas) o a la modernidad urbana (estrellas del cine, personajes del cómic, cultura de los mass media). Para integrar materiales de tan diferente procedencia los novísimos recurren a técnicas como el pastiche o el collage (yuxtaposición de citas de otros poemas pero también de películas, noticias, discursos políticos, refranes y dichos populares, letras de coplas o canciones pop, etc.). A menudo manejan el verso libre, la escritura automática, el poema visual, la prosa poética, junto a tipografías diversas y palabras escritas en varios idiomas. La libertad formal es absoluta, lo que afecta tanto a la puntuación como a la disposición de los versos. Las dos líneas estéticas con más prestigio de los novísimos serán la irracionalsurrealista, representada por Gimferrer y la línea decadente-culturalista (de los llamados poetas “venecianos” como José María Álvarez y la juventud de Luis Antonio de Villena). Libros destacados de esta generación son: Museo de cera (1970-2002) de J. Mª Álvarez, Arde el mar (1966) de Gimferrer, Una educación sentimental (1967) de Vázquez Montalbán y Blanco Spirituals (1967) de Félix Grande. La estética novísima, que es la dominante de finales de los 60 hasta 1985, deja paso en torno a 1980 a una nueva promoción, la de los posnovísimos (siguiendo la expresión que difunde la antología homónima -1986- de Luis Antonio de Villena). Poetas de referencia dentro de los posnovísimos serían Jon Juaristi, Justo Navarro, Andrés Trapiello, Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes, Roger Wolf, Carlos Marzal, Vicente Gallego, entre otros. Esta promoción poética demuestra que los últimos 30 años de la lírica española están marcados por una absoluta pluralidad de tendencias, aunque algunas de ellas hayan sido más perdurables e influyentes. Vista en comparación con la poesía de los novísimos, la de los posnovísimos presenta los siguientes rasgos: a) Recuperación de los poetas de los sesenta, en especial Gil de Biedma. Los consideran clásicos de la segunda mitad del siglo XX. b) Relectura de la tradición. Se pone énfasis en la experiencia, en la emoción y en la percepción e inteligibilidad del texto. Se recuperan la métrica, la rima y la estrofa.
c) Vuelta a la narración y empleo del lenguaje coloquial. Se cuentan historias a partir de una anécdota, se introducen términos cotidianos y del lenguaje publicitario Se rechaza lo conceptual y lo abstracto. d) Renovación de temas: subjetividad (el monólogo interior), el paso del tiempo, lo urbano y lo cotidiano... e) Empleo del humor, el pastiche y la parodia. Imitan de forma paródica a autores del Siglo de Oro. La ironía y el distanciamiento son asimismo característicos. Por su influencia en la lírica actual, las dos fórmulas líricas de esta generación que han mostrado más vigor son las siguientes: a) La poesía del silencio, minimalista o conceptual postula un poema abstracto, y antirretórico (libre de artificios) donde, eliminado completamente lo anecdótico, es más importante lo que no se dice, el vacío sugerente, que lo que se dice. En esta línea, heredera de la última etapa de Juan Ramón y de otras vanguardias, destacan Antonio Gamoneda, Clara Janés, Olvido García Valdés y, ante todo, Andrés Sánchez Robayna. De este autor destacamos Sobre una piedra extrema (1995) y de Gamoneda, Arden las pérdidas (2003). b) La nueva sentimentalidad o poesía de la experiencia ha sido, sin lugar a dudas, la corriente de más calado en el panorama poético desde los 80 hasta finales de los 90. El foco inicial se encuentra en Granada con tres poetas: Javier Egea, Álvaro Salvador y Luis García Montero que propugnaban una poesía realista sin compromisos políticos ni morales explícitos, que hablara de lo cotidiano de carácter urbano, con una expresión coloquial, y que revaloriza la emoción y el recuerdo mediatizados por la ironía e incluso el humor. El protagonismo del yo de estos poemas no se corresponde con el yo romántico, de tono confesional, sino con un yo recreado, ficticio, un personaje que habla en el poema y lo habita. En estos poetas tienen gran importancia la tradición literaria, especialmente, la prosa de Antonio Machado, la poesía final de Cernuda, y sobre todo, poetas del 60 como Gil de Biedma, Ángel González o Francisco Brines. Libros importantes de esta generación serían Paseo de los tristes (1982) de Javier Egea; y Habitaciones separadas, (1994) de Luis García Montero. Otros poetas vinculados este grupo serían Vicente Gallego, Carlos Marzal, Ángeles Mora, etc. Al finalizar el siglo XX, poesía de la experiencia y poesía del silencio todavía marcaban las tendencias dominantes, pero ya en cierta decadencia. Especialmente, es la poesía de la experiencia la que ha mutado hacia nuevas formas de realismo o hacia una intensificación de lo meditativo. En ese nuevo realismo destaca Jorge Riechmann, que propone una poesía de la conciencia más que de la experiencia, en donde se elude lo subjetivo y se subraya el vínculo de ética, historia y naturaleza denunciando el neoliberalismo, la alienación consumista, el belicismo imperialista, etc. La intensificación de lo meditativo es otra de las ramificaciones de la poesía de la experiencia y se manifiesta en una vigorosa corriente elegíaca y muy simbolizadora que trata los temas de la desposesión y la pérdida (incluido el viejo y recurrente tópico del tempus fugit) pero adaptados a las incertidumbres del mundo actual. Ejemplos destacados serían Javier Salvago, Álvaro García o Aurora Luque.