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GÉNERO: Ensayo. AUTOR: Jorge Adalberto Nuñez Hernández.
2009 LA MUERTE
“Cuando un hombre quiere manifestarse plenamente, sólo lo logrará en la muerte.” ANTOINE DE SAINT- EXÚPERY LA REALIDAD DE LA MUERTE. Todos vamos a morir. La muerte es el signo más real de nuestra limitación, marca el horizonte de la finitud humana, y su certeza está ligada a todo lo que vive. Hay momentos en que su presencia toca de cerca, para manifestarse como una realidad estremecedora y desnuda. Como hecho, inevitablemente implica y cuestiona. En la medida que avanza nuestra existencia, parafraseando a Benedetti, la muerte de los otros comienza a ser la muerte de nosotros mismos.
EN ALGUNAS CULTURAS ANTIGUAS La muerte siempre ha suscitado en el ser humano un temor reverente, una poderosa impresión. Observar el momento en que mueren las personas, la agonía, la manera en que dejan de respirar y se apaga la mirada. La creencia en un mundo más allá de la muerte, que no sólo fuera el fin, sino el complemento, la explicación y hasta el sostén mismo del mundo perceptible a través de los sentidos, es común en todo el mundo antiguo. Los cultos primitivos, en la aparente simplicidad de sus rituales, eran la expresión de un esfuerzo a tientas de comprender y relacionarse con la trascendencia, necesidad que brota de lo más auténtico de nuestro ser, y no sólo un resultado de la ignorancia ante lo desconocido de la naturaleza. Todavía en nuestros días sobreviven cultos a los ancestros, propios de religiones primitivas, particularmente en regiones de África y Asia, mezclados en ocasiones con manifestaciones animistas y de panteísmo. En la medida en que se formaron e hicieron más complejas las civilizaciones primitivas, se volvió más elaborada la explicación de una realidad más allá de la muerte. Para el hombre mítico, ence-
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rrado en el movimiento cíclico de los procesos naturales, la muerte era una reincorporación a la naturaleza como consecuencia de la sacralización de la misma. El sacrificio humano buscaba retornar la armonía a los ciclos naturales, mediante la incorporación ceremonial de la ofrenda humana, como sucedía con las ofrendas humanas de los aztecas. En la antigua civilización egipcia, el Libro de los Muertos explicaba los pasos a seguir durante el complicado destino del alma, que culminaba con el juicio de la diosa Osiris. Los egipcios concedían gran importancia a la conservación de los cadáveres, que para ellos estaba relacionada con el tránsito del alma hacia la eternidad, para lo cual realizaban complejos procesos de momificación, a los cuales se sometían no sólo los faraones. La mayor parte de la población intentaba garantizar la conservación de su cuerpo después de morir. El zoroastrismo iraní consideraba todo lo relacionado con la muerte como impuro. Los cadáveres, para evitar que contaminaran la tierra o el agua eran colocados en torres cilíndricas, donde eran expuestos para ser devorados por las aves. El destino del alma
después de la tumba depende de la fe del difunto en Ahura Mazda. Sus veneradores estaban destinados a la morada de la luz, al paraíso, los castigados irían al infierno, morada de Andra-Mainyu. En el hinduismo proliferó la creencia en las sucesivas reencarnaciones (samsara), que pueden ser en plantas, animales, otros seres humanos, o hasta en dioses del panteón hindú. El cuerpo es incinerado, y la calidad de la reencarnación es consecuencia de los méritos y el estado de purificación alcanzada. En general, consideran al cuerpo humano como un habitáculo temporal del alma, por donde ésta transita hasta alcanzar la liberación. En ese mismo contexto, el budismo se muestra como un camino para librarse de las reencarnaciones y alcanzar la iluminación o nirvana, estado que se considera como una suerte de conciencia universal, donde el yo se disuelve en la eternidad. En la civilización grecorromana, las Parcas determinaban el momento de la muerte. Los muertos, guiados por el barquero Caronte, iban a parar al Hades, en una suerte de vida disminuida y aletargada. En la llíada, el diálogo entre el alma de Patroclo y Aquiles muestra esta visión. Sócrates creía que temerle a la muerte es un absurdo: “El temor a la muerte, seño-
res, no es otra cosa que considerarse sabio sin serlo, ya que es creer saber sobre aquello que no se sabe. Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano, nadie lo sabe, y sin embargo todo el mundo le teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males.” En realidad, Sócrates aceptó con dignidad la sentencia de muerte que fue dictada contra su persona. Platón, al igual que los discípulos de Pitágoras, creía en la transmigración de las almas, similar a las creencias hindúes de la reencarnación, a través de las cuales se realizaría la purificación. De no alcanzarse la misma, el alma terminaría castigada eternamente en el Tártaro. Las dificultades y sufrimientos eran considerados como una consecuencia de la purificación necesaria de los malos actos en reencarnaciones anteriores. Los maniqueos, por su parte, con gran influencia del zoroastrismo, están marcados por un profundo dualismo. Consideraban la materia como el origen del mal. El alma humana se encuentra cautiva de un cuerpo material, y su religión se orienta hacia la liberación del alma de la maldad que proviene del cuerpo.
PARA EL JUDAÍSMO Desde su profunda visión sobre la unicidad del ser humano, propio de las culturas semitas, cuerpo, alma y espíritu eran tres dimensiones de una totalidad, de manera que comprendían al ser humano como un espíritu encarnado. A diferencia de los hindúes, que incineraban a los cadáveres, o de los egipcios, que intentaban conservarlos en un estado tal que perduraran en el tiempo, los hebreos enterraban a sus muertos. En el Antiguo Testamento, la concepción sobre la muerte evoluciona, fruto de la reflexión y de la experiencia de fe, desde los libros más antiguos, donde se expresaba la creencia de que el ser humano terminaba en el sepulcro (Sheol), o “morada de los muertos” (Salmo 6, 5), donde les esperaba una existencia similar al Hades de los griegos, hasta los libros más tardios, como Macabeos, donde ya aparece la confianza en la vida después de la muerte (2 Macabeos 7,9), particularmente en la forma que Dios premia al justo. Así dice el final de una bella oración del Sidur, libro usado en la liturgia hebrea de nuestros días: Señor, y cuando llegue mi hora, permíteme insinuarme dentro de la noche, sin demandar nada del hombre, sin demandar nada de ti.
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En ella expresan su confianza serena por sentirse acompañados por el Autor de la Vida, pero, ajenos a la Revelación cristiana, no esperan encontrar una vida plena.
EN LA POSMODERNIDAD Aunque la muerte de miles de personas cada día por diferentes causas se ha hecho un tópico común en las noticias, y a pesar de la sobreabundancia de su presencia en todas las manifestaciones del arte, en realidad la reflexión sobre la muerte se evita. El teólogo alemán Helmutt Thielike nos describe en su libro Esencia Humana, una perspectiva que se tiene sobre la muerte en la posmodernidad. Según este autor, hasta el siglo XIX y principios del XX, con ciertas diferencias en la variedad de culturas, el tema del sexo era un tabú. Cuando los niños preguntaban sobre el misterio de la concepción, se inventaban muchas historias, desde las populares cigüeñas hasta los que nacían debajo de las coles. En nuestros días ya no se tiene pudor al hablar de esas cosas. Desde edades tempranas, a los niños se les explica sin tapujos cómo fueron concebidos, y de qué manera vienen al mun-
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do. La intimidad de la pareja es un asunto del cual se habla muchas veces con una libertad desconcertante. En nuestros días ya no es el sexo lo que generalmente produce pudor, sino la muerte. Es el tema que se evita. Ahora, las historias que se inventan para los niños son sobre la muerte: abuelita hizo un viaje muy largo, o se fue a una estrella. Cuando la finitud deja de tener sentido, nos dice Thielicke, se intenta desplazarla del horizonte. Nuestra concepción acerca de la muerte tiene consecuencias directas para la manera en que comprendemos y le otorgamos sentido a la vida. El mismo Thielicke afirma que el poeta Rilke es, de los escritores contemporáneos, quien más ha “humanizado” a la muerte; aún en medio del ritmo vertiginoso de las grandes ciudades y de la compleja civilización moderna, deja descansar su mirada llena de bondad por las vidas y las muertes de las multitudes empobrecidas y relegadas. Señor, da a cada uno su muerte propia, el morir que de aquella vida brota, en donde él tuvo amor, sentido y pena1 En el contexto oriental Rabindranath Tagore, con la misma profunda serenidad habla de los amantes, de los niños, de la perplejidad de un alma contemplativa ante la belleza de la creación, y de la muerte: “[…]Y pienso en la muerte, en el levantarse del telón y en la mañana nueva; y en mi vida despertada con otra sorpresa de amor.”2 No obstante, el mundo, tal y como lo conocemos, está centrado en una cultura alrededor de la estética y la sensualidad eternamente juvenil. Se hace de este ideal un absoluto, y las grandes multitudes intentan aferrarse a él con todas sus fuerzas. El envejecimiento y sus señales externas son combatidos como una verdadera enfermedad, no como una etapa natural de nuestra existencia como seres biológicos, que debemos asumir con entereza y dignidad. Ante el avance de la medicina moderna, y todas sus aplicaciones para mejorar la calidad de vida, la juventud trata de estirarse al límite por todos los medios posibles. Hasta preguntar la edad puede ser considerado de muy mal gusto. También en otros tiempos se buscaba la Fuente de la Eterna Juventud, pero nunca se había hecho de una manera tan compulsiva. Otro hecho frecuente es que la mayoría de las personas desea una muerte sorpresiva, sin dolor, o que atrape durante el sueño. Casi se desea para el momento de la muerte un estado de inconciencia similar al que tuvimos en nuestro nacimiento, del cual nada podemos recordar. Entrar y salir de la vida de la misma manera. Se le teme, tanto
a la agonía y al dolor, como al tránsito a la muerte misma, y muchos esperan pasar ese momento rápido. El ser humano siempre ha mirado con aprensión la muerte, por ser uno de los mayores misterios; sin embargo, principalmente en la cristiandad medieval, aunque no de manera exclusiva, el problema de la agonía y el dolor quedaba relegado a un segundo plano ante lo esencial: se prefería esperar el momento de morir en la plenitud de las facultades; prepararse para la hora última y dejar este mundo en paz consigo mismo, con Dios y con los hombres, consecuencia de la gran preocupación por el destino eterno del alma. Todo este rechazo a la muerte en el mundo contemporáneo obedece a una realidad más profunda. El ser humano se rebela ante la idea de su desaparición, de su disolución en la nada. La vida moderna se nos abre con toda la multiplicidad de posibilidades ofrecidas por la aplicación de las ciencias positivas al bienestar de la sociedad, con su encanto y colorido. En medio de todo esto, somos la única criatura que piensa en su muerte. Nuestra muerte es un fenómeno biológico, como en los animales. No es un hecho sobrenatural. Sin embargo, estamos dotados de alma, una subsistencia espiritual única en el mundo vivo, que se resiste a la destrucción. El pensamiento de Martí, inconciliable con la postura materialista, lo expresa limpiamente: “Con mi inconformidad en la vida, con mi necesidad de algo mejor, con la imposibilidad de lograrlo aquí, lo demuestro; lo abstracto se demuestra con lo abstracto, yo tengo un espíritu inmortal, porque lo siento, porque lo creo, porque lo quiero.” 3 La tensión se produce entre el deseo de felicidad y plenitud, y el agotamiento de nuestro tiempo. Esta vida no nos contiene. Todo goce o placer que experimentamos, nos deja siempre insatisfechos, y remiten a una inquietud que no puede ser saciada en el tiempo presente, la cual constituye el motor impulsor de la obra majestuosa que ha desplegado la humanidad a lo largo de su historia, en todos los campos. El Carpe Diem es una consecuencia inmediata de la falta de sentido de la vida y de la muerte, con sus mensajes que obedecen a una misma esencia: vive intensamente el presente, como si cada segundo fuera el último de tu vida. Es pretender apresar la plenitud en la contingencia cotidiana por mero esfuerzo de la voluntad, buscando experimentar sensaciones cada vez más fuertes y nunca antes conocidas, desde lanzarse de un puente atados con una banda elástica hasta el uso de drogas. No obstante, muchas veces esto afecta nuestra dignidad, produce agotamiento, pérdida de sensibilidad,
desorientación y hasta la destrucción de nuestra personalidad. También ese sumirse en la inmediatez nos cercena de nuestra dimensión trascendente. Ante nuestra incapacidad para penetrar el futuro o controlar los eventos, siempre es posible elegir una postura ante la muerte. La persona humana, a diferencia del resto de las criaturas, es capaz de sobreponerse por un extraordinario esfuerzo de la voluntad al poderoso instinto de autoconservación. En el caso patológico de los suicidas, ocurre en virtud de un dinamismo interno autodestructor, desencadenado por circunstancias personales, o por radicalismos de carácter político o religioso, que le llevan a vaciar de valor o significación su propia vida y la de los demás. En el otro extremo, el martirio en nombre de un ideal elevado, se constituye en la más grande afirmación de sí mismo frente a las fuerzas que en apariencia llevan el dominio, y se realiza la máxima expresión de la libertad: la entrega de la mayor riqueza, la propia vida. Jesucristo usa una expresión que ayuda a comprender su sacrificio, pero en general también al de los mártires de la historia de la humanidad: “nadie me quita la vida, yo la entrego. ” La ofrenda de la vida se convierte, de este modo, en un acto de amor absoluto, despojado de egoísmo. Víctor Frankl, en su libro El hombre en busca de sentido, narra su experiencia en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, donde los prisioneros eran despojados hasta de su dignidad. Aún así, siempre quedaba la libertad de elegir la manera en que se enfrenta la muerte, esa libertad suprema no podía ser arrebatada por nadie. Podían escoger entregarse a la desesperación, como los que se lanzaban contra las alambradas, o enfrentar la hora última con la frente erguida. El tema de la muerte tiene también una importancia legal que provoca debates, actualmente materia de la bioética, en torno a la eutanasia, la donación de órganos, y el aborto, sobre la base de una legislación que ampare el derecho de cada cual a acabar con su propia vida, o con la vida de otros, o decidir hasta cuándo se puede prolongar una vida por medios artificiales. La muerte, en el plano jurídico, y dada la complejidad de la medicina moderna, suscita una profunda discusión donde la interpretación de los datos aportados por las ciencias biológicas tiene profundas implicaciones morales, jurídicas y religiosas. Se hace ahora más dificil establecer de manera universal el criterio de vida de un ser humano.
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EL PENSAMIENTO MATERIALISTA El materialismo dialéctico del siglo XIX, de gran influencia en nuestro país, resulta devastador en ese sentido. Se presupone en él la primacía de la materia y sus transformaciones para la explicación de todos los fenómenos. Entiende a todo el espíritu humano como resultado exclusivo de reacciones bioquímicas en el cerebro, llamadas a desaparecer cuando, fisiológicamente, el encéfalo deje de ser viable. El principio espiritual está indisolublemente ligado al principio biológico, es una consecuencia evolutiva de este (evolución tal y como se comprende desde el materialismo dialéctico), y no podría existir sin el metabolismo: “Es evidente que a todas luces no puede existir ninguna vida espiritual sin el cerebro, sin los conductos que lo vinculan al mundo” 4 La religión es comprendida como un producto de la incapacidad del hombre ante su desamparo en la lucha contra la naturaleza. Precisamente esta impotencia origina inevitablemente la alteración de las imágenes del medio ambiente social y natural, que toman “en la conciencia humana la forma de unas u otras creencias religiosas.” En igual sentido se pronuncia el existencialismo ateo del siglo XX, particularmente en la obra de Sartre. Los existencialistas buscan angustiosamente un sentido que explique haber sido arrojados al mundo, y después ser arrancados del mismo hacia el vacío. La vida es inexplicable, una pausa entre dos vacíos eternos. Resulta tan difícil de comprender y asumir como tener que morir. La existencia se lleva con un sentimiento de angustia y náusea ante lo cotidiano.5
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LA MUERTE DESDE LA PERSPECTIVA DE LA REVELACIÓN CRISTIANA Ante el problema del destino final de nuestra alma, hacen silencio las ciencias positivas. La realidad del destino eterno no puede ser aprehendida ni demostrada matemáticamente, ni puede abordarse desde la frialdad de un laboratorio. Es materia de la reflexión filosófica y de la fe viva. Acaba el campo donde podemos ejercer algún dominio y control sobre los acontecimientos. El destino eterno de nuestra alma, y la resurrección de la carne al final escatológico, tal y como se comprende en la fe cristiana, no es un dato ni una teoría. Es una verdad revelada: estamos destinados a la eternidad, no por ningún componente o cualidad especial que pueda ser catalogada o descrita de manera objetiva en el ser humano, sino porque es Dios quien lo quiso así. Sólo tenemos sed o hambre de lo que existe. Y todos en nuestra alma, aun cuando muchos no sean capaces de reconocerlo, tenemos sed de eternidad. Desde el nacimiento del cristianismo, los cristianos hemos experimentado la tensión entre la vida presente y la plenitud (que nosotros llamamos santidad) a la cual nos sentimos destinados. La tentación de Pedro, Juan y Santiago durante la Transfiguración, y la de los discípulos que quedan mirando al cielo después de la Ascensión, se manifiesta durante la Historia del Pueblo de Dios. En dos momentos históricos diferentes, pero dentro de una misma tensión espiritual, san Pablo en la Carta a los Romanos (¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?), y santa Teresa de Ávila en su poesía mística (Y tan alta vida espero, que muero porque no muero), lo expresan con claridad meridiana. No obstante, nunca los santos y mártires de la Iglesia sintieron menosprecio por la vida presente y sus circunstancias. Amaron profundamente la vida, hasta en su cotidianidad, con todos sus dolores y limitaciones, porque desde la contingencia histórica comenzaron a vivir la bienaventuranza que anticipaba la plenitud futura. No actuaron llevados por la patología de los suicidas. La gloria de Dios es que el hombre viva, nos dice san Cipriano. La fe cristiana se ha manifestado siempre en defensa de la vida como valor absoluto. Jesús nunca habló de su muerte despreciando su vida ni la de otros. Sabía que el tránsito a la Casa del Padre sería doloroso. La oración en el Monte de los Olivos deja un testimonio impresionante. Como verdadero hombre, sufrió al acercarse el momento
de la Pasión. Jesús nunca describió escrupulosamente cómo sería la vida después de la muerte. Usaba expresiones sencillas: “No se angustien, en la casa de mi Padre hay moradas para todos ustedes...” Con esto, él evitó siempre restarle importancia al tiempo presente. Éste es nuestro tiempo, y es completamente real, a diferencia de las creencias hindúes que postulan la realidad como algo ilusorio, la “malla” que oculta la realidad auténtica, velada a la percepción de nuestros sentidos, o los gnósticos, que descargan en su complejidad de seres espirituales y conflictos en el cosmos la culpa de los males en la tierra. Sabemos que Dios está junto a nosotros en la hora última, y nos espera después de la muerte. Con Jesucristo el “más allá” se ha acercado a la humanidad, y por Él comprendemos que el “más acá” merece todo nuestro esfuerzo por ser mejorado. Nuestra concepción sobre la eternidad no emana de la especulación filosófica, aunque tampoco se trata de una creencia que pueda ser desechada por irracional. Es el Verbo Encarnado, que estuvo siempre en la presencia del Padre, quien nos la ha revelado. Para el cristiano, el dolor de cada persona es auténtico, real y merece respeto. No es mera apariencia ni engaño de los sentidos. Cuando Jesús fue a resucitar a su amigo Lázaro, no ofreció a los dolientes un discurso sobre lo efímero del sufrimiento, o de lo relativo del mismo ante la promesa de la vida eterna. Tampoco mostró arrogancia o indiferencia. Se conmovió y lloró junto a los presentes. En su mensaje, Jesús invita continuamente a luchar por la justicia, a comprometernos por transformar la realidad personal y social desde los valores del Evangelio, a ser mejores en lo cotidiano, a entregarnos y dar lo mejor, sin perder de vista que cuanto hacemos está llamado a trascender el momento presente. El paraíso se entiende como la comunión eterna con Dios y los santos de quien vivió amando; el infierno, como la separación de la comunión de amor. Sin embargo, más allá que de premios o castigos, el cristianismo nos impele a amar por su misma esencia, tal como expresa un fragmento de una poesía de autor desconocido: Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo te amara y aunque no hubiera infierno te temiera.5 Como seres biológicos, la muerte es un fin natural, ocurre cuando nuestro organismo deja de funcionar. Como seres dotados de espíritu, estamos
llamados a un destino eterno. Jesús nos muestra, con su mensaje y resurrección, que sólo el amor vence a la muerte, y nos invita, acompañados por él, a vencer a la muerte por el misterio del amor. Al decir de nuestra Dulce María Loynaz: Amar es resucitar. La vida del cristiano no es una preparación para la muerte, sino para la santidad, desde el compromiso encarnado en nuestro tiempo, donde se prefigura y siembra la plenitud a la cual Dios nos llama. La muerte nos conduce al encuentro con Dios, que es una persona, no “una luz” impersonal y vaga. Tampoco es adentrarse en las energías del universo. La comprensión de la muerte desde la perspectiva cristiana, ha sido capaz de humanizar y fecundar en heroísmo y virtud la Historia durante dos mil años, durante los cuales la Iglesia ha seguido fiel a su profesión de fe en Dios, fuente de la Vida. Nuestra patria participa de la herencia cultural latinoamericana. Al igual que en otros países de la región, subsiste la práctica de acudir al cementerio el Día de los Fieles Difuntos, una hermosa tradición de raíces hondamente cristianas, y que manifiesta el respeto que guardan las familias por sus muertos, por perpetuar su recuerdo, pero también un sentido de acompañamiento, no expresa una pérdida definitiva. La mayoría de las personas que acuden ese día a los cementerios, comprenden que los restos de sus difuntos merecen respeto y veneración, y manifiestan el poder siempre vencedor de la vida sobre la muerte, que brota de la Resurrección de Cristo. Para el cristiano, la palabra última es de la Vida.
CONCLUSIÓN La muerte es un paso a otro estado. Para unos será a la reencarnación, para otros fundirse con las energías del universo, pasar a la Vida Eterna o, sencilla-
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mente, dejar de ser. Para todos, es una realidad que en algún momento habremos de encarar. De cualquier forma, puede pensarse en nuestro fin con serenidad, sin caer en los extremos del morbo o la superficialidad. En el mundo de nuestros días, confluyen, dialogan y se confunden las cosmovisiones de civilizaciones diversas. La profundidad con que los pueblos y las culturas primitivas reflexionaban y se preocupaban por la muerte, contrasta con la manera banal en que frecuentemente se aborda o evita el tema en la posmodernidad. Continuamente se generan nuevas concepciones, el sincretismo moderno es multiforme e irracional, al incorporar creencias y supers-
ticiones antiguas a conceptos y elementos de las ciencias positivas modernas. No todas las antropologías, subyacentes o manifiestas en los heterogéneos discursos sobre la muerte de los recientes mesianismos o las pseudorreligiones de turno, tienen la posibilidad de humanizarnos, de situarnos con objetividad y comprometernos con la transformación de la realidad y de nosotros mismos, de hacernos crecer en dignidad o reconocer la dignidad de los otros, y en muchas ocasiones se constituyen en fuentes de alienación y desarraigo. Sin importar el contexto cultural, filosófico o religioso, advertir que nuestra vida tiene un fin natural, nos puede ayudar a mirar a los demás con compasión, también a reconocer la necesidad de vivir nuestro tiempo con sentido y responsabilidad. La manera en que percibimos la muerte corresponde a la forma en que comprendemos y le otorgamos valor a la totalidad de la existencia, nuestra posición en el universo y la manera de encarar el destino. La muerte es un elemento que no podemos evadir en la articulación de nuestra cosmovisión. Estamos necesitados de advertir que, aunque resulte paradójico en una primera aproximación, pensar un poco en la muerte nos prepara también para la vida. Notas: Poesía. Rainier Marie Rilke. Editorial Arte y Literatura. La Habana, 1979. Pág. 112 2 Ofrenda Lírica. Rabindranath Tagore. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2006. Pag.57. 3 Obras Completas. Edición Crítica. Tomo III. Centro de Estudios Martianos. La Habana, 2000. Pág. 241. 4 Fundamentos de la Filosofía Marxista-Leninista. F. Constantinov. Parte 1. Editorial Pueblo y Educación, 1990. Pág. 88. 5 No me mueve, anónimo. 1
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