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LA VEEDURIA CIUDADANA EN COLOMBIA: EN BUSCA DE NUEVAS RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LA SOCIEDAD CIVIL Fabio E. Velásquez C. 1. Reforma del Estado y construcción de lo público 1.1. Las relaciones entre el Estado, la sociedad y el mercado La redefinición de las relaciones entre el Estado, la sociedad y el mercado se proyecta como uno de los grandes retos conceptuales y políticos para el cambio de siglo. El tema no es nuevo. Desde mediados de la década del setenta, cuando se tornó aguda la crisis del Estado desarrollista (Sunkel, 1993), la cuestión de la reestructuración estatal se colocó en el centro del debate y dio lugar a la formulación de modelos alternativos que siguen siendo hoy materia de discusión en América Latina1. En efecto, desde los años veinte de este siglo, pero especialmente a partir de la segunda posguerra, el Estado jugó en América Latina un papel protagónico como promotor de la industrialización, integrador y regulador del mercado interno, responsable de atender las crecientes demandas de la población a través de la provisión directa de servicios y de políticas de distribución del ingreso y como garante del equilibrio de intereses y de las alianzas entre las clases y los grupos adscritos a ese proyecto modernizante. El ejercicio de esas responsabilidades implicó una organización estatal altamente centralizada, una elevada capacidad de formulación de políticas y de ejecución de inversiones y un crecimiento significativo de la burocracia estatal. Estado, sociedad y mercado acomodaron sus conductas a una “cultura de la centralización y el orden”, como la llama Arocena (1995), según la cual “las lógicas estructurales permiten una clara inteligibilidad de los procesos socioeconómicos, los estados unificadores aseguran sociedades más homogéneas, las élites son garantía de coherencia y eficacia, los sistemas centralistas de organización producen conjuntos humanos integrados. En esa cultura se privilegia lo general, el orden, la unidad” (p. 17, subrayado del autor). La propia dinámica de este modelo fue configurando su crisis. El Estado desarrollista omnipresente fue cada vez más incapaz de actuar con eficacia en el ordenamiento de la economía y en la satisfacción de las necesidades de amplias capas de la población urbana y rural y de mantener el clima de consenso necesario para avanzar en la ruta de la modernización. A la crisis económica, producto de la brecha fiscal creciente y de la crisis de la deuda externa, se sumó otra de orden social y político: el Estado se volvió pesado e ineficiente y, en consecuencia, incapaz de responder a las demandas de distintos sectores económicos y sociales. Los canales de representación política dejaron de cumplir su función y se produjo un divorcio entre electores y elegidos. El clientelismo y la corrupción invadieron las esferas de la administración pública y el centralismo se convirtió en una talanquera asfixiante que le restó al Estado agilidad de respuesta y produjo notorias inequidades regionales. Ello derivó en una crisis de representación y credibilidad que generó expresiones de protesta y de rebeldía contra el sistema político, muchas de las cuales fueron acalladas con la implantación de regímenes dictatoriales. Las reformas no se hicieron esperar. Desde mediados de la década del setenta comenzaron a aplicarse en distintos países, con diferente intensidad, medidas de ajuste orientadas a disminuir el déficit fiscal. La idea era “apretarse el cinturón” para generar ahorro, aumentar la inversión y 1
Para el desarrollo de este punto me apoyo en Velásquez, 1996.
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equilibrar las arcas del Estado. En últimas, se buscaba hacer más eficiente y eficaz la gestión pública y modificar los términos de la relación entre el Estado, la sociedad y el mercado. La descentralización se erigió entonces como una estrategia importante de reforma estatal. Estas reformas, sin embargo, no fueron todas diseñadas con el mismo molde. Si bien durante los años ochenta se impuso un modelo orientado hacia el mercado, como alternativa pendular a un estadocentrismo que, antes que promover el desarrollo, lo estaba obstaculizando, la década del noventa ha visto aparecer un conjunto de propuestas de tono más policéntrico, que parten de la convicción de que el Estado debe ser fortalecido, pero que asignan igualmente un rol importante al mercado y a los agentes sociales en la búsqueda del desarrollo. El modelo mercadocéntrico parte de la idea de que el Estado debe reducir su protagonismo y dejar que las fuerzas del mercado y la iniciativa autogestionaria de los agentes sociales aseguren una óptima asignación de los recursos y un funcionamiento eficiente de la economía. Para tal efecto, propone eliminar las trabas políticas al libre desenvolvimiento de las fuerzas económicas y dejar que el mercado asuma el papel rector del cambio social. Ello implica reducir el poder del intervención del Estado en la economía, asignándole el rol de árbitro neutral en la regulación de las relaciones económicas, y despolitizar la gestión pública. La descentralización, en esta óptica, es un medio para descargar al Estado central de una serie de funciones y responsabilidades, incluido el manejo de conflictos, a fin de volverlo más liviano en su tamaño y en su capacidad interventora. En contrapartida, se entrega a los entes territoriales un conjunto de competencias y atribuciones cuya ejecución puede -y debe- compartir con entes privados y, en general, con agentes no gubernamentales. La idea es que los gobiernos locales creen las condiciones para el libre desempeño de los agentes del mercado en la prestación de servicios. De esa forma se garantiza mayor eficiencia en el uso de recursos escasos, mayor eficacia en la satisfacción de las necesidades de la población y se reducen los riesgos, propios de un esquema centralista, de corrupción y burocratización de las tareas de gobierno. La sociedad, de receptora de bienes y servicios públicos pasa a ser autogestora de su bienestar, vía mercado. Es en el escenario de la oferta y la demanda, y no en el del asistencialismo estatal, donde la sociedad debe satisfacer sus necesidades. Ello supone la constitución de unidades individuales que desarrollan sus propias estrategias de inserción en el mercado, actuando bajo la lógica del “homo economicus”. La acción colectiva pasa a un segundo plano, aunque la participación es considerada como pieza clave del modelo, pero resignificada en un doble sentido: como asunción por parte de los agentes económicos de la prestación de servicios y como intervención directa de los individuos en la autogestión de sus propias necesidades (fragmentación social). Este modelo se impuso en América Latina con ritmos e intensidades diferentes en cada país. La libertad de mercado se fue proclamando como el horizonte único de todas las naciones como si hubiese llegado de verdad el fin de la historia y no fuera posible visualizar otras alternativas de organización de la sociedad y del Estado. Sin embargo, el paraíso prometido por los defensores de esta propuesta llegó a ser realidad solamente para los grandes conglomerados de capital nacional e internacional y para quienes pudieron incorporarse a la lógica del mercado. Para el resto, las consecuencias son bien conocidas: quiebra de pequeños y medianos empresarios y extensión de la pobreza en campos y ciudades. La brecha social aumentó en América Latina en los años ochenta, según lo muestran los indicadores de pobreza y calidad de vida2 para la región, amen de los procesos de desintegración 2
Ver a ese respecto, Sunkel, 1994.
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social, fragmentación y privatización de la vida colectiva que se tornaron dominantes. La propuesta de trasladar la racionalidad del “homo economicus” al terreno de las relaciones sociales y políticas fue perdiendo piso y se fue haciendo notoria la tensión entre las metas de liberalización económica y fortalecimiento del mercado, de una parte, y las de democratización, participación y equidad, de otra. Estas tensiones fueron el punto de partida para la búsqueda, desde finales de la década pasada, de formas alternativas de relación entre el Estado, la sociedad y el mercado que superaran el “impasse” social y político producido por la aplicación del recetario neoliberal. Se ha venido configurando desde entonces una propuesta de carácter “policéntrico” que constituye más una promesa que una realidad, pero que ha ganado terreno en el marco de las discusiones académicas y políticas. El modelo parte del supuesto de que la búsqueda del desarrollo exige una acción complementaria entre el Estado, el mercado y los agentes sociales. El primero de ellos no puede reducir su acción al mínimo, sino que debe responsabilizarse de la provisión de bienes públicos, infraestructuras y equipamientos sociales, de la promoción del desarrollo científico y tecnológico, del fomento de la competitividad y de la articulación de la economía nacional al escenario internacional. Debe asumir igualmente un papel relevante en la distribución del ingreso, en la regulación de los agentes económicos y sociales y, en particular, tiene la misión de convocarlos para concertar con ellos consensos estratégicos alrededor de las metas de desarrollo y bienestar. Así, el Estado debe ser canal de expresión -no el único, por supuesto- de las demandas de distintos sectores de la población. Debe en tal sentido ser un Estado incluyente y no excluyente; un Estado garante de los derechos sociales. Los agentes privados tienen cabida en el modelo como interlocutores del Estado y de la sociedad civil en la generación de consensos y como prestadores de servicios en el marco de la regulación estatal. No pueden operar como ruedas sueltas sino en el marco de reglas de juego que buscan hacer prevalecer el bien común sobre los intereses particulares. La relación entre el Estado y la sociedad opera en términos de la construcción de una ciudadanía política y social. En consecuencia, representación y participación constituyen los ejes en torno a los cuales se articula el sistema democrático. Se trata de hacer compatible la democracia sustantiva con la democracia formal y la representativa con la participativa. Ello supone el fortalecimiento del tejido social y la constitución de actores colectivos que den vida a este proyecto concertador. El “zoon politikon” sustituye al “homo economicus” y, por tanto, el espacio público se reivindica frente al imaginario privatizante propio del anterior modelo. El sentido y el papel de la descentralización cambia. Descentralizar significa ante todo fortalecer los entes territoriales para que sean capaces de cumplir en el ámbito local las funciones a ellos asignadas: promoción del crecimiento económico, estímulo a políticas de equidad, definición concertada de las estrategias de desarrollo local y de modernización y democratización de la gestión pública, etc. La eficiencia y la eficacia siguen siendo compromiso de todos, pero deben ser compatibles con la equidad, la democracia y la sostenibilidad como principios rectores de la conducta del Estado y de los agentes económicos y sociales. La planeación juega un papel de primer orden en este modelo como instrumento a través del cual los distintos agentes sociales, políticos y económicos identifican sus problemas, comprenden sus causas y sus consecuencias, acuerdan las estrategias de acción más convenientes para enfrentar dichos problemas y definen las acciones y los instrumentos más adecuados para poner en marcha dichas estrategias. Se acepta que la competencia y la privatización de los servicios puede ser benéfica para lograr mayor eficiencia y
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calidad en su prestación, pero se entiende que el Estado puede igualmente garantizar esos parámetros en una perspectiva de equidad y protección del bien común. La participación resulta, pues, fortalecida como medio para la formulación, discusión y adopción de los grandes consensos sobre el desarrollo y la convivencia. En tal sentido, se propende por la densificación del tejido social y por la multiplicación de los canales de participación (de consulta, iniciativa ciudadana, fiscalización, concertación y gestión), de manera que los intereses particulares puedan volcarse hacia la esfera pública en la mira de construir el bien común. Transparencia, responsabilidad de los gobernantes y actitud ciudadana vigilante se convierten así en cartas claves de la gestión pública. 1.2. La construcción de lo público El núcleo de esta propuesta de reestructuración estatal democratizante es el fortalecimiento de lo público. Lo público puede ser entendido como el conjunto de instancias para la deliberación colectiva y para la adopción de decisiones que afectan la colectividad en cuanto tal (Gómez, 1996). En otras palabras, es el “ámbito en el cual, a través de la participación formalmente igualitaria de todos los ciudadanos, se dirimen un conjunto de contenidos normativos: alcances y límites de la acción estatal; procedimientos, derechos y obligaciones relativos a la participación de los ciudadanos en la formación de la voluntad colectiva y de las normas vinculantes (leyes); derechos y obligaciones respecto del disfrute de la propiedad, los bienes y la vida privada, etc. Es decir, aquellos que al mismo tiempo que establecen los derechos y obligaciones de cada individuo respecto de su participación en el destino de la sociedad en la que se desenvuelve como ciudadano, definen los límites de lo que han de considerarse, en cada caso, como perteneciente con exclusividad a la esfera de la vida privada” (Duhau y Girola, 1990, p. 12). La esfera pública deriva su especificidad del hecho de que en ella domina un criterio de racionalidad colectiva. En efecto, en ese espacio compiten racionalidades e intereses particulares. Como señala Gómez (1995), “un juicio óptimo de racionalidad colectiva necesita tener en cuenta la totalidad de los intereses y racionalidades particulares afectados. Y, sin embargo, en el espacio de veras ‘público’ esos intereses y razones privados son apenas la materia prima que se encuadra dentro de la matriz de racionalidad colectiva” (p.11). En tal sentido, el espacio público pierde su identidad cuando los intereses particulares deliberan y actúan en ese escenario en función exclusiva de racionalidades privadas y no en la búsqueda del bien común. Eso es lo que diferencia a lo público de lo corporativo. En este último caso, las racionalidades privadas se vuelven dominantes como referentes de la negociación entre los interlocutores sin que medie el interés colectivo como eje de la deliberación y la decisión. La existencia de un espacio público es necesaria para que pueda darse y afianzarse un proceso colectivo, para que la sociedad pueda avanzar en la mira de la construcción de la nación, en síntesis para que la sociedad pueda enfrentar y resolver los grandes desafíos de la modernidad: la identidad nacional, la legitimidad del sistema político, el crecimiento económico, el bienestar social y el desarrollo sostenible (Gómez, 1996). Lo público no es sinónimo de lo estatal. Lo estatal es por definición público, pero lo público no se reduce a lo estatal porque la sociedad civil también delibera y decide en materias de interés colectivo y, además, porque el Estado y otras instancias (los partidos y algunos agentes económicos y sociales), como lo indica la experiencia histórica en nuestros países, no siempre deliberan ni deciden con criterios de racionalidad colectiva sino más bien en función de intereses
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particulares. El clientelismo, por ejemplo, no es otra cosa que una forma de privatizar los fondos públicos en beneficio de racionalidades particulares. En consecuencia, puede hablarse de un espacio público estatal y de un espacio público no estatal. En el modelo de Estado intervencionista de la segunda posguerra en América Latina lo público fue prácticamente copado por el Estado. Posteriormente, en los años ochenta, lo público fue desplazado por lo privado. Lo que se plantea ahora es una recuperación de lo público, pero no necesariamente invadido por el Estado, sino alimentado también por la intervención de la sociedad civil. Como señalan Bresser y Cunill (1997), los años noventa marcan un movimiento en dirección hacia la profundización del régimen democrático y la ampliación del espacio público no estatal, es decir, de las distintas formas de intervención ciudadana (propiedad, gestión y control social) en la esfera pública. En tal sentido, el espacio público no estatal es el espacio de la democracia participativa en tanto permite intermediar la relación entre el Estado y la sociedad a través de nuevas formas de asociación para la producción de bienes y servicios públicos y/o para el ejercicio del control ciudadano sobre dicha producción por parte del Estado o de los agentes no estatales. Esta circunstancia obliga a una redefinición del rol del Estado que apunte a un equilibrio entre su responsabilidad en la protección de los derechos sociales y su eficiencia/eficacia en la gestión de las tareas a su cargo. Pero obliga igualmente a una reconsideración del papel de la sociedad civil pues ella debe convertirse en protagonista de los procesos de democratización, para lo cual requiere ser fortalecida en el sentido del desarrollo de redes de solidaridad que contrarresten las fuerzas disolventes del mercado y del ejercicio de la ciudadanía, es decir, de constitución de sujetos con posibilidades de autodeterminación, capacidad de representación de intereses y demandas y con pleno ejercicio de sus derechos (Castillo y Osorio, 1997). En últimas, se trata de que “los intereses públicos aumenten su esfera de realización tanto a través de la incorporación de una mayor cantidad de agentes sociales en su satisfacción, como a través de la creación de espacios de interlocución y negociación entre el Estado y la sociedad civil que garanticen que las decisiones de aquél tengan como medida la ampliación y la garantía de los derechos ciudadanos. Recreación de la ciudadanía política y extensión de la ciudadanía social estarían, pues, en el eje de la problemática de la construcción de lo público”(Cunill, 1995). Dos esferas aparecen dentro de lo público no estatal: la producción social y -la que más interesa para los efectos de este trabajo- el control social. La primera alude a la posibilidad de que nuevos actores no estatales (ONG’s, Fundaciones, organizaciones de base) intervengan en la producción de bienes y en la prestación de servicios públicos. Ello permitiría pluralizar la oferta de bienes y servicios, flexibilizar la gestión pública e introducir lógicas de solidaridad y de racionalidad comunicativa en la provisión de los servicios (Bresser y Cunill, 1997). El control social es otra de las posibilidades de fortalecimiento de lo público no estatal. A través de él, los ciudadanos pueden ejercer una función crítica acerca del comportamiento de los agentes públicos, estatales y no estatales. Es, en tal sentido, un instrumento de regulación que puede ejercerse bien sea en función de intereses particulares, bien en función de intereses generales. Recientemente, los cambios normativos en varios países de América Latina, generalmente ligados al proceso de descentralización, han introducido la posibilidad de que los ciudadanos, individual o colectivamente, puedan ejercer un control directo sobre la actuación de los agentes estatales y no estatales en la prestación de servicios públicos. Los comités de vigilancia en
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Bolivia y las distintas formas de veeduría ciudadana en Colombia (juntas de vigilancia, comités de control social y desarrollo de los servicios públicos, comités de fiscalización, etc.), para citar solamente dos casos, son ejemplo de la importancia que han adquirido las distintas formas de control social como modalidades de participación ciudadana que, a la vez que hacen posible el ejercicio de la función crítica por parte de los ciudadanos, constituyen medios de comunicación y acercamiento entre el Estado y la sociedad civil. Las veedurías ciudadanas constituyen una forma de control social de la gestión de bienes y servicios públicos. Su desarrollo reciente en Colombia señala una nueva ruta de actuación de la sociedad civil y de fortalecimiento de lo público no estatal. ¿Qué tanto esas experiencias han logrado su cometido en la fiscalización de la gestión pública? ¿Qué limitaciones han mostrado hasta ahora y cuál es su potencial de cara al futuro? Responder a esas preguntas exige contextualizar las veedurías ciudadanas en el marco de las reformas políticas recientes en el país. Tal es el objeto de la próxima sección. 2. Colombia: la difícil construcción de un orden democrático 2.1. Orden y violencia Colombia es un país relativamente excepcional en América Latina. A pesar de que ha compartido con los demás países una historia común ligada a la conquista y colonización española y luego a la construcción, desde comienzos del siglo pasado, de una nación libre e independiente en un marco determinado por el desarrollo del capitalismo a nivel mundial, ha tenido recientemente una historia particular que la diferencia, por ejemplo de los países del cono sur o de las naciones centroamericanas. Para Colombia, la década del ochenta no fue una década perdida en el mismo sentido en que lo fue para otros países de la región y, en consecuencia, las medidas de ajuste estructural no tuvieron la intensidad que mostraron en el resto de la región. Incluso, las cifras muestran que el país no vivió la crisis del sobreendeudamiento de comienzos de la década pasada y que su economía creció en ese período a tasas incluso mayores que las de Chile y sigue creciendo a un ritmo moderado pero constante. De otra parte, Colombia no pasó en el último medio siglo por la experiencia de regímenes militares de línea dura, como los que padecieron distintos países de la región y, en esa medida, no pueden ser utilizadas para el análisis del cambio político colombiano categorías como “transición” y/o “consolidación” democrática en el mismo sentido en que O’Donnell y Schmitter las emplean para examinar el período posterior a tales dictaduras. En la década del cincuenta hubo en Colombia un gobierno militar, pero fue una experiencia sui géneris dado que se trató de una dictadura impuesta por los propios partidos tradicionales liberal y conservador como solución transitoria y luego depuesta por los mismos partidos a raíz del pacto político que ellos firmaron, conocido como el “Frente Nacional”. No obstante, si algo ha caracterizado a la historia colombiana es la gran dificultad para construir un orden democrático. Para decirlo con palabras de Pécaut (1987), el orden y la violencia han sido, en su permanente imbricación, las bases sobre las cuales se ha construido la convivencia de los colombianos. La violencia no ha significado la ruptura del orden institucional. Por el contrario constituye un eje estructurante de las relaciones sociales y políticas “desde donde se configuró el ámbito de la política y se construyeron y recompusieron las relaciones entre actores y fuerzas sociales, entre gobernantes y gobernados, entre incluidos y excluidos, en fin, entre sociedad civil y Estado (Uribe, 1995).
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Es esa circunstancia la que ha determinado la formación de un régimen político profundamente débil pero estable, poco representativo y cerrado a la expresión de los ciudadanos, en el marco de un Estado-nación sumamente precario. Esta situación es el fruto de procesos políticos de larga duración que se han desenvuelto a lo largo de la historia del país, tres de los cuales cabe destacar (Pecaut, 1987): en primer lugar, han sido los partidos y no el Estado los que han definido las formas de identificación y de pertenencia colectivas. En consecuencia, más que un sentido de nacionalidad, los colombianos apelan a una identificación liberal o conservadora, lo que ha instaurado una división simbólica entre ellos y llevado a la creación de subculturas políticas transmitidas de generación en generación. Esto ha impedido construir un sentido de unidad nacional y le ha restado bases de legitimidad al régimen político y posibilidad al Estado de ejercer una autoridad sobre el conjunto de la sociedad. En segundo lugar, la articulación de la economía nacional a la internacional fue pobre y tardía; tuvo lugar a través de la producción y exportación del café en los años veinte de este siglo y no ha implicado una fuerte injerencia del sector público en la gestión económica. Esta ha quedado en manos del propio sector privado, el cual ha moldeado de manera determinante las políticas macroeconómicas del Estado en un sentido netamente corporativo. Finalmente, la constitución de actores sociales se ha producido bajo la tutela de los partidos tradicionales reduciendo drásticamente su autonomía y cortando de raíz la posibilidad de que configuren sus respectivas identidades y de que construyan escenarios autónomos de encuentro con el Estado. Así, “con una sociedad dividida y fragmentada, con un Estado sin autoridad, la unidad simbólica de la Nación apenas si tenía la oportunidad de ser reconocida. El pluralismo de los partidos y de sus facciones haciendo las veces de democracia no bastaba para suscitar el sentido de una ciudadanía común y menos todavía el de un espacio común de arreglo de los conflictos” (Pecaut, 1987, p. 16). La conjunción de dichos procesos es lo que ha llevado a que orden y violencia se complementen, a que lo legal y lo ilegal no estén separados por un umbral nítido. Colombia es un país de leyes en el que muchos creen que basta con expedirlas para que generen procesos de cambio en los planos simbólico y práctico. Por eso se habla permanentemente del estado de derecho y los colombianos se ufanan de una Constitución en la que está consignada una extensa lista de derechos de toda índole. Sin embargo, se trata de un derecho ineficaz, al cual todo el mundo sabe cómo hacerle el “quite”, como lo demuestra la extensión de la inseguridad, de la violencia y de la impunidad y su aceptación como componentes casi que “normales” de la vida cotidiana. Todos estos rasgos apuntan a un hecho central: en Colombia, lo público muestra una gran fragilidad. Como dice Gómez (1996, p.7), “tenemos el encanto y la riqueza de una muy alta creatividad individual, pero no tenemos el sentido de la racionalidad colectiva”. Que lo público sea frágil quiere decir que la sociedad civil abunda en iniciativas que no logran trascender la esfera de los intereses individuales y termina por delegar en los actores políticos la toma de decisiones sobre los asuntos colectivos. Pero los actores políticos tampoco toman la bandera de la racionalidad colectiva, pues operan a partir de lógicas clientelistas, patrimonialistas o mercantilistas que en nada contribuyen a fortalecer el bien común. Los actores económicos, por su parte, se guían por una racionalidad de lucro y cuando orientan su acción a la esfera pública o al Estado lo hacen con un sentido corporativo en el afán de ver favorecidos sus intereses. En consecuencia, no existen ciudadanos, sino pobladores, usuarios o clientes de servicios públicos; no existen partidos, sino organizaciones electorales interesadas en privatizar en su beneficio los
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fondos públicos; no existe, en fin, una autoridad legítima, sino un cuerpo de funcionarios que velan por su propio interés como burocracia. 2.2. Crisis y reformas En el último medio siglo, Colombia experimentó un proceso de modernización significativo, cuyos síntomas más visibles fueron la urbanización acelerada, el mejoramiento de los niveles de educación y salud de la población, la secularización de las costumbres, el ascenso de las clases medias y la creación de canales de movilidad social. Sin embargo, ese cambio de gran envergadura se ha desarrollado en el marco de un régimen político de democracia recortada, en cuya consolidación mucho tuvo que ver el pacto frentenacionalista de fines de la década del cincuenta. Sus rasgos son ampliamente reconocidos: dominio electoral asfixiante de los partidos tradicionales; altas tasas de abstención que se acercan al 80% en ciertos casos; redes de clientela extendidas a lo largo y ancho del país, fortalecidas por la fragmentación de los partidos y por la consecuente recomposición de los liderazgos políticos a nivel local y regional, consecuencia de los procesos de descentralización; inexistencia de una oposición política y autoritarismo en las relaciones entre el Estado y la sociedad. Desde finales de la década del setenta este régimen comenzó a experimentar, en medio de una estabilidad macroeconómica, una crisis de legitimidad creciente3, alimentada por la penetración de la economía de la droga en todas las esferas de la vida nacional y por la multiplicación de diversas formas de violencia (política y social, pública y privada), de la que han sido agentes importantes la guerrilla y el narcotráfico (Leal, 1995). Tal crisis es la que explica las reformas políticas adelantadas en el país desde mediados de la década pasada, en especial la descentralización político-administrativa y la expedición de una nueva Carta Política en 1991. Con la descentralización se quiso dar respuesta no sólo a las exigencias provenientes de organismos internacionales y de las nuevas tendencias del mercado internacional y de acumulación del capital a escala mundial (globalización, apertura económica, cambio tecnológico, privatización, etc.), sino a una situación interna de desestabilización institucional producida por el aumento constante de demandas sociales en el campo y en la ciudad y por la multiplicación de movilizaciones ciudadanas (paros cívicos, marchas, toma de establecimientos públicos, etc.) que expresaban el descontento de muchos colombianos por la incapacidad del Estado de atender sus necesidades y por la imposibilidad de incidir en las decisiones públicas, dado el cierre institucional del Estado a la participación ciudadana (Velásquez, 1995). Estas reformas, que sin duda han tenido un impacto importante en la organización del Estado y han modificado, así sea levemente, las relaciones entre el Estado y la sociedad en el plano local (Velásquez, 1996), no fueron sin embargo suficientes para enfrentar la crisis de legitimidad del régimen político. Distintos sectores reclamaban una transformación profunda del sistema político en su conjunto. Fue ese precisamente el origen de la Asamblea Nacional Constituyente en 1990 y de la expedición de una nueva Carta Política en julio de 1991. Los constituyentes centraron su atención en tres grandes temas: la reforma del sistema político, el fortalecimiento de la justicia y la profundización de la descentralización políticoadministrativa (Uribe, 1995a). Se trataba en definitiva de reconstruir el marco de relaciones entre el Estado y la sociedad civil en una perspectiva democrática que superara las limitaciones históricas de la democracia representativa e introdujera formas de acercamiento entre los ciudadanos y el Estado a través de mecanismos de intervención directa en la toma de decisiones 3
Los empresarios describieron esta situación en una frase: “la economía anda bien, pero el país anda mal”.
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sobre asuntos colectivos. Dicho de otra manera, se buscaba crear las bases legales e institucionales para el afianzamiento de lo público, requisito indispensable para la construcción de un sistema democrático. 2.3. El control de la gestión pública Uno de los aspectos contenidos en la nueva Constitución es el del control social de la gestión pública (González, 1995a). El Artículo 270 de la Carta Política indica que “la ley organizará las formas y los sistemas de participación ciudadana que permitan vigilar la gestión pública que se cumpla en los diversos niveles administrativos y sus resultados”. Adicionalmente, el Art. 103 señala que el Estado contribuirá a que las organizaciones sociales tengan representación en las diferentes instancias de participación, concertación, control y vigilancia de la gestión pública. Así mismo, el art. 369, referido a los servicios públicos domiciliarios, precisa que “la ley determinará los deberes y derechos de los usuarios, el régimen de su protección y sus formas de participación en la gestión y fiscalización de las empresas estatales que presten el servicio”. Los desarrollos legislativos de la Constitución han introducido una importante variedad de formas de intervención ciudadana en el control de la cosa pública, especialmente en lo que atañe a la prestación de servicios por parte de agentes estatales y no estatales. El mecanismo de participación política más importante es la revocatoria del mandato de los Alcaldes y Gobernadores, reglamentado por la ley 131 de 1994. Mediante él, los ciudadanos pueden iniciar un proceso tendiente a revocar el mandato de un Alcalde o Gobernador, con base en la consideración, expresada en las urnas, de que después de cumplido un año de su mandato no ha actuado en consonancia con su programa de gobierno. Tal programa debe ser presentado a los electores durante la campaña y registrado ante autoridades competentes en el momento de inscribir su candidatura. En cuanto a los mecanismos de participación ciudadana a nivel local pueden mencionarse los siguientes: •= Comités o Juntas de Veeduría: son entes creados por las organizaciones civiles o por grupos de ciudadanos para fiscalizar la prestación de los servicios públicos locales, su gestión y sus resultados (Ley 134 de 1994). La Ley 80 de 1993, sobre contratación pública, faculta a los ciudadanos y a estos Comités a poner en conocimiento de las autoridades respectivas cualquier anomalía, omisión o contravención que se presente en ese campo. •= Comités de Veeduría Popular: Son comités de trabajo, creados en el seno de los Consejos Municipales de Desarrollo Rural, encargados de controlar, vigilar y hacer un seguimiento a los proyectos de desarrollo rural. •= Comisiones Municipales de Policía y Participación Ciudadana: tienen entre sus funciones orientar y fiscalizar las relaciones entre la policía, las entidades administrativas y la ciudadanía, a fin de mejorarlas y garantizar su orientación ética, civilista, democrática, educativa y social. •= Juntas de Vigilancia: La ley 136 de 1994 reglamenta su creación como un instrumento de control ciudadano sobre la prestación de los servicios públicos cuando éstos no son responsabilidad de entidades descentralizadas del Estado, sino de agentes no estatales (con o sin ánimo de lucro). •= Comités de Desarrollo y Control Social de los Servicios Públicos Domiciliarios (SPD): Creados por la Ley 142 de 1994 y reglamentados mediante el Decreto 1429 de 1995, están conformados por usuarios, suscriptores o suscriptores potenciales de los SPD, quienes eligen
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como su representante a un Vocal de Control. Estos podrán, por designación del alcalde, hacer parte de las Juntas Directivas de las empresas oficiales de SPD del orden municipal. •= Comités de Participación Comunitaria en Salud: Vigilan las tarifas de los servicios, el desempeño de los funcionarios, la administración de los recursos y la tramitación de las quejas y reclamos de los usuarios. Los Comités de Etica Hospitalaria están igualmente facultados para atender y canalizar las quejas sobre calidad y oportunidad en la prestación de los servicios de salud. •= Veedurías Comunitarias en Salud: Son órganos de elección popular encargados de controlar los servicios de salud en términos de cobertura, eficiencia y calidad y de vigilar el buen uso de los recursos financieros según las prioridades estipuladas por el plan de salud de la comunidad de un territorio específico. •= Juntas Municipales de Educación: Reglamentadas por la Ley 115 de 1994, tienen dentro de sus atribuciones el encargo de verificar que las políticas, programas y planes en materia de educación se cumplan en el municipio. Adicionalmente tienen la función de vigilar la aplicación de las políticas nacionales a través de los planes y programas municipales. •= Consejos Nacional y Territoriales de Planeación: Son instancias de representación social creados a nivel nacional y territorial (Departamentos y Municipios), con la finalidad de emitir un concepto sobre los planes de desarrollo. A pesar de que la Ley 152 de 1994, que los creó, no les dio atribuciones en materia de fiscalización, en varias ciudades la reglamentación de los Consejos han incorporado a sus funciones las de seguimiento y evaluación de los planes. •= Juntas Administradoras Locales: son instancias de representación territorial de las Comunas (divisiones urbanas) o Corregimientos (divisiones rurales) de los municipios, elegidas mediante sufragio universal. Entre sus funciones está la de vigilar y controlar la prestación de los servicios municipales en su comuna o corregimiento y las inversiones que se realicen con recursos públicos (art. 318 de la Constitución). •= Medio Ambiente: La Ley 99 de 1993 potesta a cualquier ciudadano para que solicite información a las autoridades municipales, empresas o particulares sobre el uso y el efecto de determinados elementos que pueden causar contaminación y ocasionar problemas de salud humana. También los ciudadanos, en un número no inferior a 100 personas o a través de un mínimo de tres entidades sin ánimo de lucro, pueden solicitar la celebración de una audiencia pública cuando se desarrolle o se pretenda desarrollar una obra o actividad que pueda causar algún efecto en el medio ambiente. Los Contralores y los Personeros municipales, por su parte, tienen la obligación de vincular a la ciudadanía a sus labores de fiscalización de la gestión pública y a la valoración del desempeño de las entidades y organismos de la administración municipal. Como puede verse, hay un amplio marco legal e institucional para el desarrollo del control ciudadano de la gestión de servicios públicos por parte de agentes estatales y no estatales y un número no despreciable de mecanismos sectoriales y territoriales. El interrogante que surge es qué tanto ese marco legal ha servido para movilizar a los ciudadanos en torno a esa tarea y, en últimas, qué tanto han contribuido a fortalecer la esfera pública no estatal. 3. Las experiencias de veeduría ciudadana
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Hasta comienzos de esta década, no existía una tradición de veeduría ciudadana en Colombia4 pues, como ya se mencionó, el sistema político colombiano ha sido un sistema autorreferenciado, cerrado, poco abierto a la intervención ciudadana. En tal sentido, la práctica de las veedurías es reciente, pero se ha convertido, a partir de la expedición de la Constitución de 1991 y de sus desarrollos legislativos, en uno de los mecanismos fundamentales del control ciudadano de la gestión de bienes y servicios públicos. Las experiencias se han multiplicado en toda la geografía nacional. El artículo transitorio 34 de la Constitución creó por un período de tres años la Veeduría del Tesoro, encargada de vigilar el uso de los dineros públicos. Un conjunto de universidades públicas y privadas conformaron la red universitaria de monitoreo a programas de política social, la cual se ha dedicado a hacer el seguimiento a la ejecución de los programas de la Red de Solidaridad, programa del Gobierno Nacional que entrega subsidios a los sectores más pobres de la población. En Abril de 1996 un grupo de 67 ONG’s, universidades y gremios empresariales decidieron realizar la veeduría a la investigación realizada al Presidente Samper por una supuesta infiltración de dineros del narcotráfico en su campaña presidencial. Meses más tarde, algunas de esas organizaciones hicieron el seguimiento al proceso de reforma constitucional propuesto por el Gobierno nacional. Varias contralorías municipales y departamentales han promovido sistemas de control ciudadano a la gestión pública y a la ejecución de proyectos por parte de organismos públicos no estatales. Tal ha sido el caso de los Departamentos de Atlántico, Risaralda, Antioquia, Cundinamarca y de ciudades como Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla y Yumbo, entre las más conocidas5. Entidades como Foro Nacional por Colombia (Cali) y la Corporación Paisajoven (Medellín) han creado sistemas de seguimiento permanente a la gestión local y a programas sectoriales específicos (jóvenes, salud, educación, grupos vulnerables, etc.). Pero, sin duda, es en el ámbito de la gestión municipal en el que se han multiplicado los comités de vigilancia y las experiencias de control ciudadano. No existe hasta el momento una estadística de esas formas asociativas. Una información parcial proporcionada por algunas dependencias del gobierno nacional indica que a mediados de 1996 habían sido realizados cerca de diez procesos de revocatoria del mandato a Alcaldes y conformados un poco más de 400 Consejos Territoriales de Planeación, cerca de medio centenar de Comités de Desarrollo y Control Social de los SPD, operaban Juntas Municipales de Educación en casi todos los municipios del país y las Juntas Administradoras Locales habían sido reglamentadas y elegidas en las capitales de los Departamentos y en otros municipios cuya población representa más de la mitad de los colombianos. Así mismo, se habían multiplicado los comités de veedurías hasta alcanzar una buena cobertura de municipios (Velásquez, 1996). Cifras parciales correspondientes a Noviembre de 1995 señalan que en ese momento había en Bogotá cerca de 400 veedores en quince de las veinte localidades de la ciudad, y en Cali se habían conformado 101 comités barriales de veeduría con un promedio de 10 a 15 veedores cada uno6. 4
Se conocen pocas experiencias de veeduría ciudadana antes de la década del noventa. La más comentada fue la promovida por la Cámara de Comercio de Medellín y la Sociedad Antioqueña de Ingenieros durante los años 19801984, con el fin de realizar una inspección permanente a la ejecución de dos megaproyectos: la construcción del Aeropuerto de Medellín y la construcción de la autopista Medellín-Bogotá. 5 En Cali existe un sistema de información ciudadana que contiene todos los proyectos que hacen parte del plan de inversiones del municipio, la mayor parte de ellos ejecutados por agentes no gubernamentales. Los veedores ciudadanos pueden consultarlo e introducir en el propio sistema sus observaciones sobre la marcha de los proyectos. 6 Ver las Memorias del Seminario Taller “Las veedurías ciudadanas y la democratización de la gestión pública, Foro Nacional por Colombia, Cali, Noviembre de 1995.
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Estos comités están conformados principalmente por líderes cívicos y ciudadanos generalmente vinculados a organizaciones sociales de base como las Juntas de Acción Comunal que operan en los barrios y veredas de los estratos bajo y medio bajo de la población. Un registro de información realizado por Foro Nacional por Colombia, sede Bogotá, con base en una muestra de veedores de la capital de la República, permitió establecer un perfil socioeconómico aproximado de ellos: se trata de individuos con un promedio de edad de 47 años, de estratos bajo y medio-bajo, con un promedio de cuatro personas a cargo, un grado de escolaridad medio o superior, una ocupación que le permite ingresos para sobrevivir y alguna vinculación a organizaciones locales (Daza, 1996). Los comités de veeduría desarrollan su trabajo en varias modalidades: unos se interesan por microproyectos localizados en barrios, veredas, manzanas o cuadras (en especial obras civiles relacionadas con construcción de vías, redes de alcantarillado, equipamientos colectivos, programas sociales, etc.). Otros ejercen vigilancia sobre inversiones municipales a nivel meso (Comunas, corregimientos) y otros -en general, pocos- se ocupan de la gestión pública en un nivel macro de planes, programas y proyectos. Hay comités que por su propia naturaleza se dedican exclusivamente a programas y proyectos sectoriales y los hay que combinan lo sectorial con lo territorial. Lo cierto es que a medida que crece la envergadura y la cobertura territorial del objeto de la veeduría se reduce el número de personas y comités que pueden hacerlo y que de hecho lo hacen. En esos casos son las ONG’s y los gremios empresariales quienes generalmente asumen la función veedora pues cuentan con los recursos y la calificación necesarios para hacerlo. En este último sentido, vale la pena mencionar una experiencia que ha venido llevando a cabo Foro Nacional por Colombia7 en Cali -y que comienza a trabajarse en otras ciudades como Barranquilla e Ibagué- de seguimiento a la gestión local. Foro puso en marcha el Laboratorio de Observación de la Gestión Urbana (LOGU), cuya finalidad es producir una serie de análisis sobre la gestión municipal y generar un impacto en la opinión pública mediante la publicación semestral de una separata en uno de los diarios de mayor circulación en la ciudad, que consigna los resultados del análisis y de una encuesta de opinión ciudadana sobre la gestión del Alcalde. La publicación es complementada por la realización de un Foro anual en el cual intervienen sectores diferentes de la ciudad (Alcalde, concejales, representantes del Consejo Municipal de Planeación, de los gremios empresariales, de las organizaciones cívicas, de las universidades y de las ONG’s), todos ellos convocados para que den su opinión sobre los resultados de la gestión y las modificaciones que sería necesario realizar para mejorar sus resultados y su impacto. Para la elaboración de los informes, Foro ha conformado un equipo de expertos, en su mayoría profesores universitarios, conocedores de distintos temas de la vida de la ciudad. Este equipo realiza un trabajo de investigación (análisis de documentos, recortes de prensa, entrevistas, estudio de indicadores sectoriales y de gestión, etc.) y produce una serie de artículos que son publicados en la separata semestral. Hasta el momento se han publicado cuatro separatas y , en el momento de redactar este trabajo, se prepara la quinta, la cual será publicada en noviembre/97. ¿Qué balance puede hacerse de estas experiencias de control ciudadano? A continuación se sugieren algunas hipótesis al respecto, a partir del análisis de dos tipos de experiencias arriba
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Foro es un organismo no gubernamental creado hace quince años, dedicado a la promoción de la participación ciudadana y de una cultura política democrática. Es una entidad nacional descentralizada, que cuenta con cuatro sedes regionales en Bogotá, Barranquilla, Ibagué y Cali.
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reseñadas: el LOGU, de Foro Nacional por Colombia y las veedurías populares a la gestión municipal. 4. Balance El control social de la gestión pública, en tanto forma de participación ciudadana, es una modalidad de acción colectiva. Por tal entendemos un esfuerzo racional e intencional de un grupo de personas que buscan metas colectivas a través de una conducta cooperativa8. La participación es un proceso social de intervención9 en la vida colectiva a través de la cual distintos actores, en función de factores de tipo externo e interno, buscan incidir en la orientación del destino común mediante la escogencia de metas compartidas y de los instrumentos idóneos para alcanzarlas. Pero, ¿qué tipo de factores permiten entender la cooperación de sujetos con intereses diferentes en el logro de dichos bienes?10 Para efectos de este análisis, se sugiere tener en cuenta tres tipos de factores: la estructura de oportunidad política, la identidad colectiva y las motivaciones de los individuos para la participación. Por estructura de oportunidad política debe entenderse el conjunto de opciones que brinda un sistema político11 en relación con las cuales los actores toman la decisión de participar en la búsqueda de bienes públicos12. Entre tales opciones pueden mencionarse el grado de apertura del sistema político a las demandas sociales y a la protesta ciudadana, la presencia o ausencia de grupos de apoyo a los actores participantes, el grado de unidad de las élites políticas y la capacidad del gobierno para instrumentar sus planes y programas de gobierno. Estos elementos alteran los costos y la rentabilidad de la acción colectiva y, en consecuencia, estimulan o frenan la participación. El segundo elemento es la constitución de identidades sociales: los sujetos pueden aprovechar una estructura de oportunidad política favorable en la consecución de un bien público en la medida en que estén en condiciones de actuar en forma colectiva. Para ello es preciso examinar su grado de articulación/desarticulación, de homogeneidad/heterogeneidad, la densidad del entramado de relaciones sociales, en otras palabras, la consistencia de su identidad como grupo (Tanaka, 1995). El análisis de este aspecto obliga a mirar los niveles de organización de los participantes, los liderazgos, las redes sociales establecidas, los recursos (información, saber, logísticos, materiales, etc.) de los cuales disponen como grupo para involucrarse en un proceso participativo y, en función de tales recursos, su posibilidad de acceder al ejercicio de la ciudadanía. A medida que las identidades sociales se fortalecen aumentan las probabilidades de emergencia de prácticas de participación y de éxito en la consecución de metas. Finalmente, el tercer tipo de factores se refiere a la combinación de motivaciones que puede jugar en un determinado momento en favor o en contra de la participación13. Puede distinguirse 8
Conducta cooperativa no significa necesariamente consensuada, pues ello negaría la diferencia de intereses y motivaciones de los actores involucrados en la acción. Más aún, los procesos participativos, si bien operan con base en la definición de metas compartidas, generan tensiones y conflictos que en ocasiones implican la exclusión de sujetos cuando no es posible llegar a acuerdos a través de procedimientos democráticos. 9 Al hablar de la participación como intervención se la entiende como un proceso que supone autonomía, horizontalidad en las relaciones entre los sujetos e integración por la vía de la diferencia. Para una tratamiento más detallado de este tema, ver González 1995b y Velásquez 1991. 10 Como lo plantea Olson (1992), la existencia de un interés colectivo no se deriva automáticamente de la conciencia sobre los intereses individuales. 11 La noción de sistema político alude al "conjunto de reglas y actores cuyas interacciones, formales e informales, marcan la dinámica política" (Tanaka, 1995, p.46). 12 Esta definición recoge las ideas de Tilly (1978) y Tarrow (1988). 13 Una buena referencia sobre el tema puede encontrarse en Hopenhayn (1988) y en Aguiar (1991).
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entre macromotivaciones y micromotivaciones (Aguiar, 1991). Las primeras hacen referencia a "motivos para cooperar de carácter general socialmente compartidos que a menudo -aunque no necesariamente- no tienen en cuenta las consecuencias individuales de la cooperación" (p. 33). Las segundas aluden a "aquellos motivos por los cuales elegimos la cooperación en ciertas circunstancias; situaciones en las que, por lo común, el cálculo de las consecuencias tiene un peso muy grande. Las micromotivaciones se apoyan en una racionalidad instrumentalmente eficiente, consistente y orientada al futuro, mientras que las macromotivaciones son, como las denomina Elster (1992), normas sociales de cooperación. Las micromotivaciones pueden ser de carácter egoísta (la obtención de bienes y servicios o el control del entorno, en el lenguaje de Hopenhayn) o altruista (la autoestima gregaria, de Hopenhayn), pero siempre están ligadas a una concepción instrumental de la racionalidad en la que el peso de las consecuencias de la acción es decisivo para determinar si un individuo participa o no. Sin embargo, los cánones de la racionalidad instrumental no son suficientes para explicar la participación. Con frecuencia, una persona coopera porque otras cooperan o porque considera que es su deber, independientemente del beneficio reportado. Por ello es necesario, al lado de las micromotivaciones, identificar las macromotivaciones como requisito para comprender ciertos tipos de cooperación, es decir, aquellos motivos compartidos con otros y que se apoyan en la aprobación o desaprobación de nuestras acciones por parte de los otros. La relación entre estructura de oportunidad política e identidad sugiere un último elemento de análisis útil para caracterizar las veedurías como forma de participación (ver cuadro 1).
Identidad social sólida Identidad social débil
Cuadro 1 Tipos de participación Estructura de oportunidad política favorable Participación Sustantiva Participación Formal y/o instrumental
Estructura de oportunidad política desfavorable Participación Reivindicativa y/o contestataria No Participación
La existencia de una estructura de oportunidad política favorable y de identidades colectivas sólidas (conciencia de intereses, organización, redes sociales, autonomía y recursos) da lugar a la participación sustantiva, es decir, un tipo de acción a través de la cual los actores sociales y el Estado enfrentan conjuntamente el análisis de las demandas sociales, acuerdan las acciones necesarias para satisfacerlas y las emprenden en forma conjunta o individual. Este tipo de participación opera generalmente a través de mecanismos de diálogo, concertación y de formas de cooperación para la acción. En tanto hay apertura de parte de las instancias gubernamentales y autonomía de los sujetos sociales, este tipo de participación puede hacer una importante contribución a la democratización de la gestión local. Cuando, existiendo un ambiente político institucional favorable, las identidades colectivas se muestran débiles la participación adquiere un carácter formal e instrumental. Formal, en cuanto lo que importa es la representación en una instancia o comité, independientemente del papel que juegue el representante en ese escenario. Interesa más la forma que el contenido de la participación. Por su parte, la participación instrumental es aquella que surge de una relación utilitaria entre Estado
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y actores sociales. El primero, por ejemplo, interesado en involucrar a la población en la gestión local a fin de reducir costos de inversión o ganar legitimidad política sin que la población tenga un lugar importante en la toma de decisiones. Pero la instrumentalidad puede provenir también del lado de la sociedad, cuando acude al Estado exclusivamente para obtener beneficios particulares, sin que interesen las consecuencias de la acción, más allá de ese beneficio. Un tercer tipo de participación es la reivindicativa y/o contestataria. Su característica más importante es la cooperación social para enfrentar al Estado o para presionarlo en torno a la consecución de bienes públicos. Supone una fuerte iniciativa social, lo cual a su vez implica identidades sociales sólidas, y un Estado cerrado a las demandas sociales. Puede concluir en formas de negociación y concertación, pero también en formas autoritarias de exclusión. Finalmente, cuando la estructura de oportunidad política es desfavorable y las identidades sociales débiles, el resultado es la no participación, la desmovilización social en torno a bienes públicos y el desinterés del sistema político por propiciar la intervención ciudadana. En ese caso, se abre el camino a otras formas de relación entre la sociedad y el Estado: el clientelismo, el populismo, el autoritarismo, el asistencialismo, el tecnocratismo o una combinación de ellas. 4.1. Estructura de Oportunidad Política La veeduría ciudadana, especialmente la que se ejerce desde los comités barriales de origen popular, no ha encontrado todas las condiciones propicias para su desarrollo. Es cierto que, a diferencia de lo que ocurría hace una década, hoy existen las condiciones legales e institucionales para que se extienda el control ciudadano y que, incluso, desde el Estado se promueve la organización ciudadana para tal efecto. Sin embargo, existen obstáculos derivados del carácter de las normas, del peso significativo del Estado en su funcionamiento cotidiano, de la actitud de muchos agentes estatales frente a la labor fiscalizadora de los ciudadanos y del clima de violencia que reina en muchas zonas del país, que interfieren su desarrollo. Las veedurías ciudadanas en Colombia se han visto favorecidas por la existencia de un conjunto de normas constitucionales y legales que posibilitan su ejercicio y regulan las instituciones y los mecanismos a través de los cuales los ciudadanos pueden ejercer tal derecho. Eso significa sin duda una ampliación de las posibilidades ciudadanas para el ejercicio de la función de control, cosa que hace diez o quince años los colombianos ni soñaban. Sin embargo, ese marco jurídico peca por exceso. En efecto, en el nivel municipal existen demasiados mecanismos de control social de la gestión pública; esto confunde a la gente y la lleva a subutilizarlos hasta el punto de que pierden su eficacia y, por tanto, su credibilidad. La multiplicación de instancias ha producido una fragmentación de la acción colectiva que, en últimas, le resta alcance a esta última y favorece el inmovilismo de las políticas públicas y de la gestión: “divide y vencerás”; tal parece ser el lema que ha inspirado la institucionalización de los mecanismos de fiscalización. Además, el hecho de que muchos de esos canales sean institucionalizados aumenta la probabilidad de que se burocratice la práctica fiscalizadora. En muchos dirigentes cívicos existe la tendencia a creer que ser veedor es un cargo, no tanto una actitud frente al Estado, y que por tanto, la pertenencia a un comité de veeduría da derecho a obtener un carnet distintivo y ciertos
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privilegios ante la municipalidad14. En algunos casos, la conformación de los comités se convierte en un fin en sí mismo y no en un medio para el ejercicio de la participación. Este rasgo queda confirmado al examinar los manuales que los organismos públicos han elaborado para promover las veedurías. En ellos, el mayor número de páginas está dedicado a la explicación de las normas y procedimientos y, sobre todo, de los formatos para hacer los trámites respectivos ante las autoridades competentes15. Socializar las normas es importante, así como indicar a los ciudadanos las formas de tramitación de solicitudes. Pero también es importante introducir los elementos de pedagogía democrática y de educación ciudadana, con el fin de afianzar voluntades y dotar de sentido a las normas y a los trámites. Otra cosa muy diferente ocurre con el LOGU. En efecto, ésta es una iniciativa amparada exclusivamente en el derecho de todo ciudadano colombiano, consagrado constitucionalmente, de controlar la gestión pública y sus resultados. Esta circunstancia ha favorecido la espontaneidad del proceso, desafiado la creatividad del equipo que la lleva adelante y ha impedido su burocratización. El interés no es solamente hacer el seguimiento, sino generar una información a la opinión pública que pueda servirle para hacerse una idea de la idoneidad de quienes tienen a cargo la prestación de bienes y servicios públicos en la ciudad. Un segundo elemento de la estructura de oportunidad política se refiere al peso que tiene el Estado en la promoción y regulación del control ciudadano. A ese respecto, es interesante una vez más el contraste entre las dos experiencias reseñadas. El LOGU es una iniciativa de una ONG, que opera de manera totalmente autónoma con sus propios recursos y su propia dinámica, con total independencia de la tutela estatal. Las relaciones con el gobierno municipal se limitan a la obtención de información. Esa autonomía ha sido importante para colocar un punto de vista ante la opinión pública. Otra cosa ha ocurrido con los comités de veeduría ciudadana a nivel local. Algunos de ellos surgieron por iniciativa ciudadana y han tratado de mantener su autonomía con respecto al Estado y a la influencia de los partidos. En esa medida han logrado cosas importantes. En la localidad de Fontibón, por ejemplo, los veedores han puesto de presente una gran cantidad de irregularidades en la ejecución de contratos por parte de particulares y han logrado paulatinamente una mayor transparencia en la gestión local. Sin embargo, una gran mayoría de tales comités ha surgido como resultado de la convocatoria de las autoridades locales y se han inscrito en “sistemas municipales de veeduría” diseñados generalmente por los órganos institucionales de control (las Personerías y las Contralorías). Para citar dos ejemplos: la Alcaldía Mayor de Bogotá creó una dependencia, la Veeduría Distrital, encargada de estimular el control ciudadano de la gestión municipal y promover la constitución de Comités de Veeduría en todas las Localidades de la ciudad. Incluso, alcanzó a redactar un proyecto de Acuerdo mediante el cual se reglamentaba el control ciudadano. En Cali, la Contraloría Municipal creó un Modelo de Veeduría, denominado “Veer”, en el cual se contempla la creación de comités en los barrios, en las comunas y corregimientos y en la ciudad, apoyados por un sistema de información y otro de capacitación. Y así pueden citarse ejemplos en otras ciudades, Departamentos y municipios del país. 14
En un Encuentro de Veedores, realizado en Cali, un representante de Bogotá criticaba esta actitud burocrática señalando que para él el único carnet válido era la cédula de ciudadanía. En otras palabras, que ser ciudadano implica por naturaleza ejercer un control de la gestión pública. 15 Ver, por ejemplo, el Manual de Constitución de los Comités de Desarrollo y Control Social de los servicios públicos domiciliarios, elaborado por la Superintendencia de Servicios Públicos y la Escuela Superior de Administración Pública.
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El peso importante de la iniciativa del Estado ha propiciado sin duda la conformación de órganos de control ciudadano, pero también ha abierto la puerta a la tutela estatal sobre la veeduría ciudadana, en el sentido de que los entes públicos municipales pueden, a través de sus programas de promoción y capacitación, definir la orientación de la veeduría, su alcance y la envergadura de su impacto. Incluso, algunos se llegan a preguntar si los comités de veeduría no terminan siendo apéndices de los órganos institucionales de control (Personería y Contraloría municipales)16. Sin querer responder positivamente a ese interrogante, es un hecho que ese lazo existe y que, en consecuencia, la autonomía de los comités es limitada. Además, como ya se dijo, muchos de los líderes cívicos que hacen parte de dichos comités provienen de organizaciones de base comunitarias, las cuales tradicionalmente han estado subordinadas a intereses partidarios y vinculadas a las redes clientelistas, lo que les resta independencia en su desempeño. Esta falta de autonomía ciudadana se ve reforzada en algunos casos por el poder que la ley otorga al Alcalde de designar a los miembros de algunos órganos de control. Tal es el caso de los Consejos Territoriales de Planeación. En esa circunstancia, es muy probable que los Alcaldes se cuiden de designar personas ajenas a sus intereses o que puedan poner en tela de juicio las políticas municipales. En consecuencia, la veeduría pierde capacidad crítica e, incluso, puede convertirse en un instrumento de legitimación de las decisiones tomadas por las autoridades municipales. La democratización de las relaciones entre el Estado y la sociedad pierde así mucho terreno. Un tercer elemento es la respuesta de los entes estatales a los reclamos e inquietudes ciudadanas y su disposición a atender las solicitudes de la población. En Colombia, muchos funcionarios públicos y algunas autoridades tienen un “complejo de superioridad” frente a la población. Sienten que su cargo, más que entregarles responsabilidades de servicio público, les otorga poder de decisión y un lugar superior en la escala social, máxime si de relacionarse con “la masa” se trata. Por tal razón, tienden a considerar las solicitudes o reclamos interpuestos por los comités de veedurías como caprichos de los sectores populares (en el sentido peyorativo del término) que no vale la pena atender. De ahí que en muchas ocasiones no exista respuesta a las peticiones de la población17 y que ésta tenga que acudir a instrumentos legales, por ejemplo el derecho de petición, la tutela o la acción de cumplimiento, para obtener respuesta del Estado18. El último aspecto tiene que ver con el clima de violencia que se vive en Colombia, en ciudades y campos. Generalmente las veedurías ciudadanas terminan haciendo denuncias sobre el incumplimiento, en términos de calidad, de cronogramas o de costos, de los contratos de obras y de proyectos por parte de las firmas privadas que la municipalidad escoge para su realización. Algunas de estas denuncias se refieren a la corrupción de ciertos funcionarios públicos o de las propias firmas contratistas, lo que ya ha generado problemas de seguridad para los veedores. En
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Un funcionario de la Veeduría Distrital afirmó en el Taller sobre Veedurías realizado en Cali en 1995 que el veedor debe ser concebido como un colaborador de la Administración municipal. 17 O, como lo señaló una veedora de la Comuna 18 de Cali, “una de las mayores dificultades para nuestro trabajo reside en que las entidades públicas casi no nos prestan atención”. Ver las Memorias del Taller sobre veedurías ciudadanas, Cali, 1995. 18 Llama la atención el contraste entre esta situación y la reacción suscitada por las separatas del LOGU. La primera de ellas mereció una extensa respuesta pública del Alcalde de Cali en la cual intentaba desvirtuar varias afirmaciones hechas por los expertos del Laboratorio. Las siguientes han sido respondidas no por el Alcalde sino por algunos de sus secretarios, para aclarar afirmaciones hechas en los informes y brindar información adicional que, cuando fue solicitada, no fue entregada a los investigadores.
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esa situación, algunos de ellos optan por no seguir denunciando pues eso les puede costar incluso su vida. 4.2. Identidad colectiva y recursos En este punto, vale la pena examinar el contraste entre las dos experiencias. En efecto, quienes hacen parte del equipo que desarrolla el LOGU son todos profesionales, la mayor parte de ellos vinculados al sector universitario, a organismos no gubernamentales y a la empresa privada. Se trata de personas calificadas, dotadas de un conjunto de conocimientos técnicos indispensables para realizar la labor de seguimiento. Son personas que tienen una visión del país y de sus problemas, algunos de ellos vinculados a movimientos sociales y otros con experiencia en el desempeño de cargos públicos. Esto permite afirmar que se trata de un grupo relativamente homogéneo desde el punto de vista de su origen social y de los intereses, propósitos y criterios de acción en torno a asuntos tales como el fortalecimiento de la esfera pública, la responsabilidad ciudadana de intervenir en ella y, más concretamente, el deber de ejercer un control sobre el Estado. Se trata entonces de un grupo articulado internamente que, a pesar de las diferencias de opinión que se expresan en su seno, actúa con un espíritu de cuerpo a lo largo del mismo y, sobre todo, con una gran autonomía con respecto a los agentes políticos y estatales, a los medios de comunicación y a otros grupos sociales por fuera de su órbita. Además, Foro cuenta con algunos recursos económicos, técnicos y humanos para el desarrollo de su trabajo. Existe un equipo básico permanente dedicado al proyecto, algunas entidades no estatales han aportado dinero para el desarrollo de la veeduría, los medios de comunicación de la ciudad están relativamente abiertos a su trabajo e, incluso, algunos funcionarios municipales, conscientes de la importancia de este trabajo de seguimiento, aportan información clave para la elaboración de los informes. Por tal razón, el LOGU se ha ganado un espacio en la opinión y en la propia administración municipal19. El caso de las veedurías populares es bien diferente: conformadas generalmente por líderes cívicos, cuyo radio de acción es limitado (barrio o comuna)20, tienen a su haber una importante experiencia de trabajo de base, pero no necesariamente los conocimientos técnicos y jurídicos que les permitan desarrollar una labor de impacto. Su saber es práctico y parte generalmente de necesidades sentidas que los impulsan a organizarse y a desarrollar la tarea fiscalizadora. Por tanto, tienen una visión limitada de los problemas, en el sentido de que, más allá del conocimiento de su entorno inmediato (vecindario, barrio, comuna, corregimiento) no existe una noción de la ciudad en su conjunto ni de las condiciones estructurales que pueden explicar la problemática de ese entorno. Esto tiene no obstante una dimensión positiva importante, a saber, la capacidad que demuestran estos líderes de intervenir en los problemas de su localidad (barrio o vereda), de comprenderlos y de poner en tela de juicio decisiones de los ejecutores de proyectos. En no pocas ocasiones los vecinos se han encargado de poner en duda las decisiones de contratistas de obras que, por ahorrar costos y obtener mayores ganancias, no cumplen con las 19
Existe actualmente en la administración municipal de Cali una división de opiniones sobre el LOGU. El Alcalde y algunos funcionarios de alto rango lo ven como un mecanismo de oposición política de una ONG. Otros funcionarios, de rango alto y medio, lo consideran como un trabajo profesional, independiente y útil para el mejoramiento de la gestión local. 20 En Cali existe un comité de veeduría municipal, que trata de hacer el seguimiento a la gestión del Alcalde en su conjunto, que no ha obtenido logros significativos hasta el momento debido a limitaciones técnicas y a su baja capacidad de convocatoria.
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especificaciones de las obras acordadas en los contratos. En varias ciudades estas denuncias han obligado a los contratistas a corregir los errores en la realización del proyecto. Las veedurías municipales están conformadas por grupos social y culturalmente heterogéneos, con niveles de vida diversos y aspiraciones individuales y colectivas que no necesariamente concuerdan. A la mayoría de ellas pertenecen líderes integrantes de organizaciones tradicionales (Juntas de Acción Comunal, juntas parroquiales, comités prodesarrollo, etc.) o a algunas nuevas (grupos de jóvenes, de mujeres, de la tercera edad, grupos culturales o nucleados en torno a intereses sectoriales, como la salud, etc.), muchas de las cuales han estado sometidas a relaciones de clientela y tutelaje estatal o partidario como única vía para la solución de sus necesidades. Esta circunstancia ha sido determinante para su desempeño, pues las relaciones clientelistas tienden a producir fragmentación social, subordinación política, exclusión de los escenarios en los que se toman las decisiones y adscripción al statu quo (Velásquez, 1992). Significa ello que su grado de autonomía con respecto a los partidos y al Estado es bajo y que, incluso en ciertas ocasiones, deben acudir a ese tipo de intermediación para realizar sus tareas de control. Más aún, es altamente probable que algunos líderes en los comités actúen con criterio partidista, en función de intereses de grupo y no del bien colectivo, y que ciertos comités hayan sido conformados para hacer oposición política. Así, pues, en buena parte la identidad de estos sujetos está determinada por adscripciones partidistas21. Generalmente, estos sectores están desprovistos de recursos para el desarrollo de su tarea de control. Los niveles de información son bajos, bien porque no existe, bien porque las autoridades no la entregan a quienes la requieren22. Los recursos económicos son escasos, casi nulos y prácticamente ninguno de ellos posee apoyos técnicos23 que les brinden elementos de juicio para el análisis y la toma de posición frente a la gestión. En otras palabras, su base logística, técnica y económica es pobre y ello le resta alcance a su acción, a su capacidad de convocatoria24 y, sobre todo, a su capacidad de interlocución con las autoridades municipales. Además, el hecho de que generalmente las veedurías se desenvuelvan en escenarios limitados (la obra, el proyecto en el barrio, en el vecindario) les quita vuelo y capacidad de incidir en las decisiones municipales. 4.3. Las motivaciones “La veeduría ciudadana no es solamente legal, sino que también es legítima [...] La legitimidad se da en la medida en que la comunidad respalde ese tipo de ejercicio; cuando la veeduría está reclamando o aportando y la gente la apoya, porque ha logrado recoger las 21
Ello no niega la existencia de comités de veeduría independientes de ese tutelaje, que actúan de manera autónoma y que han logrado importantes avances en materia de transparencia de la gestión de servicios públicos. Hay que reconocer, sin embargo, que siguen siendo la excepción y no la regla, pero que pueden ser semilla importante para un trabajo de control ciudadano mucho más efectivo y de mayor impacto en el futuro próximo. 22 La Alcaldía de Cali diseñó y puso en marcha un Sistema de Información Municipal (Sifim) al cual tienen acceso los veedores y, en general, cualquier ciudadano. Es un avance con respecto a años anteriores y a otras ciudades. 23 El grupo de ciudadanos que hizo la veeduría al proyecto de construcción del viaducto Pereira-Dos Quebradas contó con profesionales especialistas en asuntos ambientales, los cuales llevaron a cabo varios estudios sobre el impacto ambiental de la obra. Pero ésto esta es una situación excepcional. 24 Un grupo de veedores de Ciudad Bolívar, en Bogotá, ha iniciado una experiencia de comunicación con la población a través de emisoras de radio y TV comunitarias: “Si existe -afirmaba un miembro de ese grupo- un noticiero en el municipio que cuente qué está discutiendo el Concejo, que cuente en qué se está gastando la plata, si hay un sistema de información y comunicación diseñado con participación de la comunidad, entonces estamos dándole herramientas a esa veeduría” (Memorias del Taller sobre veedurías ciudadanas en Cali, Noviembre de 1995, p. 34).
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aspiraciones de la gente, entonces en esa medida es legítima”. Estas palabras de un miembro de un comité de veeduría en Bogotá dicen bastante acerca de lo que muchos colombianos piensan de la responsabilidad que tienen de velar por el buen desarrollo de la gestión pública. Denotan la conciencia de un número creciente de ciudadanos acerca de la necesidad de la participación ciudadana como forma válida de relación entre el Estado y la sociedad civil. Puede hablarse en tal sentido de la interiorización por parte de muy diversos sectores sociales de valores y normas de cooperación social como requisito para resolver los problemas del país. Esto es compartido por una nueva generación de dirigentes políticos y funcionarios públicos, por gremios sindicales y empresariales, por profesionales y funcionarios de ONG’s y por un número cada vez mayor de líderes sociales. Tal convicción se ha visto reforzada por el recrudecimiento de la violencia en la reciente coyuntura, pues ella ha permitido valorar el diálogo con el otro, la superación de una mirada maniquea de la política en términos de la relación amigoenemigo, la tolerancia, como instrumentos imprescindibles para la convivencia pacífica y para el logro de metas de desarrollo colectivo. Varios comités de veeduría en distintas ciudades y municipios del país y el Laboratorio de Observación de la Gestión Urbana son una buena muestra de ese espíritu democrático que busca abrirse camino en un país agobiado por la guerra. Hace una década habría sido impensable que los Alcaldes de las ciudades y los agentes no estatales que prestan servicios públicos tuvieran muchos ojos pendientes de su desempeño. La Constitución del 91 contribuyó a generar ese clima cultural al dar importancia a la participación directa de los ciudadanos en la decisión sobre asuntos de interés colectivo, al multiplicar las formas de relación del ciudadano con el Estado y al propiciar el marco institucional para el fortalecimiento del tejido asociativo. Ello explica no sólo por qué un volumen creciente de ciudadanos se vinculan a los órganos de participación, sino por qué un número no despreciable de gobiernos departamentales y municipales se esfuerzan por promover institucionalmente las veedurías. Aunque este es un proceso de largo aliento, pues se trata de un cambio en la cultura política, es preciso reconocer que mucho se ha avanzado en esa dirección en Colombia. Ahora bien, lo que hay que discernir es el tipo de motivaciones que llevan a la gente a intervenir en procesos de fiscalización. A ese respecto, resulta difícil generalizar. Sin lugar a dudas, hay líderes que se unen a esa tarea por razones eminentemente altruistas y de servicio público. Están interesados en prestar una colaboración que beneficie a su vecindario inmediato, a su barrio o, como ellos mismos lo dicen, a su “comunidad”. Incluso, hay quienes piensan más allá de la frontera de sus intereses particulares y piensan en la ciudad y en el país. Los motivos que llevaron a la conformación del LOGU fueron claros: proporcionar a la opinión pública un paquete de información que permitiera a muy diversos sectores hacerse su propia opinión sobre la marcha de la ciudad y la actuación de los agentes públicos estatales y no estatales. En lo que respecta a las veedurías municipales, esta motivación altruista ha sido en ciudades como Cali, Medellín o Cartagena, conocidas tradicionalmente por tener una población identificada con su ciudad y con un fuerte sentido de pertenencia al territorio. En otras ciudades, como Bogotá, ciudades “de nadie” donde ese sentido de pertenencia es compartido por pocos, las autoridades han intentado motivar ese “apego al terruño” como un requisito importante para gestar dinámicas de participación. Y es probable que ello se haya logrado, aunque la escala de ese logro no sea aún significativa. Pero también hay que admitir que existen motivaciones de corte utilitario que juegan en la intencionalidad de algunos veedores. Dos de ellas merecen ser destacadas: en primer lugar,
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motivaciones ligadas a intereses partidistas. Como ya se dijo, algunos veedores, especialmente aquellos que tienen algún nexo con redes clientelistas, privilegian su identidad partidaria como criterio de actuación en los comités, a fin de ganar para su grupo o partido25 simpatías electorales e inclinar en su favor la correlación de fuerzas en el barrio, la comuna o la vereda. Un síntoma de ellos es lo ocurrido en una zona de Bogotá cuando se fue a conformar un comité de veeduría en época pre-electoral. Acudieron a la cita un gran número de líderes barriales, que querían aprovechar la oportunidad para ganar adeptos a sus respectivos grupos políticos o para construir un liderazgo político local. Pasadas las elecciones, fueron muy pocos los líderes que siguieron asistiendo a las reuniones y los que finalmente conformaron el comité. Lo cierto es que para algunos de ellos, hacer parte de esos comités puede ser el comienzo de una futura carrera política. Una segunda motivación tiene que ver con el acceso a las instancias de decisión, al círculo relativamente cerrado de la dirigencia local, y con el “poder” que ello otorga a quienes se logran introducir en ese círculo. Para algunos veedores, los comités son nada más que un instrumento para relacionarse con la administración municipal y convertirse no sólo en voceros de su barrio o comuna, sino en intermediarios entre éstos y la municipalidad. Ello les otorgaría un cierto status social, un prestigio ante sus vecinos y, por supuesto, un cierto poder sobre estos últimos. Como lo señalan algunos testimonios, lo que buscan ciertos dirigentes cívicos es “darse vitrina”, es decir, lograr un reconocimiento, no tanto para llevar a cabo una función pública -la veeduría- sino para obtener un beneficio personal, presente o futuro, económico o político. ¿Qué tan dominante es uno u otro tipo de motivación? Es difícil afirmar algo sobre ese punto con certeza. Se requiere investigar al respecto para tener un mayor fundamento empírico. Lo que puede sugerirse a manera de hipótesis es que, en las actuales circunstancias, las motivaciones altruistas tienen aún cierta cabida en la conducta de los veedores, pero han ido perdiendo terreno a medida que las ideologías individualistas se han ido insertando en el corazón de la cultura política de los líderes populares. De esa manera, la perspectiva de un fortalecimiento de la racionalidad colectiva, base sine qua non del fortalecimiento de la escena pública, se debilita, restándole posibilidades a la democratización de las relaciones entre el ciudadano y el Estado. 4.4. La Participación El análisis anterior deja entrever dos experiencias diferentes: de un lado, una veeduría realizada por una ONG consciente de la importancia de hacer un seguimiento a la gestión urbana en su conjunto, dotada de recursos y de un cierto poder de convocatoria y motivada exclusivamente por la idea de hacer más transparente la gestión municipal en Cali. Ha sido una experiencia avalada por distintos sectores de la sociedad civil local y apoyada en identidades colectivas sólidas y conscientes de la necesidad de intervenir en la esfera pública. El resultado ha sido un proceso que ha logrado movilizar opinión y que ha tenido efectos sobre la conducta de los servidores públicos y de los agentes ejecutores de proyectos de desarrollo local. A pesar de las dificultades que ha tenido FORO para obtener información y de la opinión negativa que el
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Los partidos tradicionales se han atomizado en los últimos años, especialmente a nivel regional y local. Los grandes dirigentes nacionales han perdido peso, así como los llamados “barones electorales”, de influencia regional. A nivel local, especialmente en las ciudades, el fraccionamiento partidista es bastante fuerte. Cada dirigente forma su propio grupo o corriente dentro del partido y garantiza su permanencia política con base en un electorado reducido, pero suficiente.
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Alcalde y algunos de sus colaboradores tienen del proceso, puede decirse que esta es una experiencia que se acerca bastante a la participación de tipo sustantivo. De otro lado, las veedurías municipales, desarrolladas en un clima mucho más favorable, con normas y procedimientos explícitos, con sistemas creados por las municipalidades para estimular la creación de instancias de control y la capacitación de los veedores. Pero, a la vez, con pocos recursos técnicos y económicos, con escasa autonomía de los líderes y de sus organizaciones con respecto al sistema político, en ocasiones con bajos niveles de representatividad social, y con una mezcla de motivaciones en las cuales los intereses utilitarios logran imponerse sobre los altruistas. Estamos ante otro tipo de participación, más cercana a la instrumental, todavía alejada de formas sustantivas o contestatarias. El uso instrumental de la participación proviene de los dos lados: del Estado, interesado en tutelar el proceso, pero también de los líderes, interesados en sacar algún provecho, personal o colectivo del ejercicio de la veeduría. No se trata, por supuesto, de generalizar esa tipología a cada una de las experiencias analizadas. Se trata de tipos dominantes que no excluyen la posibilidad de otras formas de participación. Esto es particularmente cierto en el caso de las veedurías a la gestión municipal, dado que, como ya se dijo, es un universo sumamente heterogéneo social y culturalmente hablando. Solamente la investigación empírica podrá arrojar mayor luz a ese respecto. Consideraciones finales Los dos tipos de participación que acaban de ser identificados muestran un elemento significativo en la perspectiva en la cual se inserta toda esta reflexión (la construcción y consolidación de lo público no estatal): cuanto mayor sea la injerencia del Estado en los procesos participativos, bien sea a través de su reglamentación o como fuente de iniciativa de las experiencias participativas, tanto mayor es la probabilidad de que ejerza una tutela sobre esas experiencias e incida en su orientación y resultado final. Igualmente, cuanto mayor es la autonomía de la sociedad civil para fijar la orientación y el rumbo de la participación, mayor la probabilidad de que el proceso sea más rico en sus procedimientos, en sus resultados y en su impacto. En tal sentido, la autonomía de la sociedad civil en los procesos de control es una variable clave para su éxito. El ejercicio de la veeduría ciudadana y de otras formas de participación pueden contribuir a fortalecer la esfera pública y a profundizar el régimen democrático siempre y cuando se apoyen en la independencia de los actores sociales con respecto a la tutela del Estado y del sistema político, lo cual supone la existencia de identidades colectivas y de proyectos históricos a tono con estas últimas. La autonomía de la sociedad civil no puede significar la reducción al mínimo del papel del Estado en los procesos de democratización. Por el contrario, el Estado debe crear un marco de regulación que propicie la participación ciudadana, debe estar abierto a la voz ciudadana, especialmente de aquellos sectores tradicionalmente excluidos de la órbita de las decisiones públicas, y debe crear una estructura de oportunidad política favorable a las dinámicas de intervención de la sociedad civil. Lo que no puede permitirse el Estado es ceder a la tentación de imponerle límites a la participación. La estatización de la esfera pública puede convertirse en un real obstáculo a la democratización de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Al lado de estas condiciones para la reconstrucción de la esfera pública hay otra no menos importante, a saber, la motivación de los actores a partir de criterios altruistas y de defensa del interés general. Es ese rasgo el que permite a la participación ciudadana fortalecer la esfera
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pública y evitar que la relación entre la sociedad civil y el Estado se desarrolle en una perspectiva meramente corporativa y fragmentadora de la acción colectiva. Lo que ha ocurrido en Colombia en estos últimos años es la construcción lenta y nada fácil de escenarios y experiencias de participación que pueden en el futuro contribuir decisivamente a la instauración de una democracia moderna orientada a la defensa del bien común y apoyada en la multiplicación de ciudadanos activos que ejerzan una función de control y crítica de la esfera política. Como dice Jelin (1996), los procesos de cambio societal son más lentos y difusos que los de cambio institucional. Las reformas políticas de la década pasada y la Constitución de 1991 produjeron importantes cambios institucionales cuyo verdadero alcance podrá verse luego, cuando la sociedad se transforme en un sentido democrático. En ese terreno apenas se han dado los pasos iniciales y se están superando lentamente las dificultades que han ido apareciendo como herencia de una cultura política construida sobre el clientelismo y el autoritarismo, sobre el monopolio estatal de la esfera pública y sobre la dependencia de la sociedad civil con respecto al sistema político. La profundización de la democracia supone una triple transformación (Grzybowski, 1997): en primer lugar, de la institucionalidad existente, es decir de las reglas e instituciones que reglamentan la lucha democrática. Se trata de garantizar unas reglas de juego que protejan los derechos y señalen las responsabilidades ciudadanas, así como las normas de su preservación o cambio. En segundo lugar, de los valores y de la cultura política que inspira las conductas públicas y privadas de hombres y mujeres. Valores relacionados con las ideas fundacionales de libertad, igualdad, diversidad, solidaridad y participación. Finalmente, de la estructura de relaciones sociales que ponen en marcha el ideal democrático y las reglas de juego. Es una estructura que combina voluntades e intereses diferentes y opuestos en busca de una ciudadanía cada vez más integral. Este proceso no es lineal, sino que se desarrolla a través de avances y retrocesos, de ganancias y pérdidas. Eso es precisamente lo que le da vitalidad al sistema democrático y lo que lo convierte en la antítesis de la rutina. Es lo que convierte a los grupos partícipes en fuerzas creadoras y autocreadoras, en agentes de renovación permanente. En Colombia, se ha llevado a cabo un cambio de la institucionalidad, que aún permanece en el terreno formal, y apenas comienzan a cambiar los valores y los imaginarios sociales y políticos de la gente. Falta modificar substancialmente las relaciones sociales, es decir, iniciar procesos de democratización que permitan a la democracia desplegarse plenamente, sin las cortapisas que la han recortado secularmente. Esa es la perspectiva que se impone con fuerza de cara al futuro, en un contexto en el cual los actores colectivos tienden a fragmentarse, la economía se internacionaliza creando nuevos referentes culturales y políticos y la política, como dice Lechner(1996), no sólo pierde centralidad y ve desdibujados sus límites, sino que se halla profundamente desprestigiada. Habrá que hacer un gran esfuerzo, muy imaginativo, para recuperar la política, para refundarla en un sentido democrático. ¿Cómo fortalecer la democracia si no es por la vía de la recuperación de la política? Esto plantea un punto crucial, que no ha sido tratado en este trabajo: el de las relaciones entre la participación política y la participación ciudadana. Como bien lo plantea Paramio (1997), “si los partidos políticos no recuperan la credibilidad social y si a su vez no acrecientan su nivel de institucionalización y su capacidad para articular las demandas ostensibles dentro de programas generales, la democracia funcionará mal y correrá el riesgo de ser manipulada por
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aquellas personas que poseen mayor poder económico o mayores ventajas culturales dentro de la sociedad. Es decir, si una democracia funciona en el contexto de una actuación política centrada en objetivos limitados o locales y no consigue desarrollar partidos fuertes, capaces de introducir en la agenda proyectos políticos globales, será una democracia en la que aumentarán las desigualdades sociales, crecerán los sectores desprotegidos y aumentará la exclusión social y económica, pero también la exclusión en el sentido civil de la política”. Las experiencias de veeduría ciudadana, a pesar de sus reales limitaciones, tienen un gran potencial democratizador y de fortalecimiento de lo público no estatal. Con tales experiencias se han comprometido líderes nuevos, interesados en hacer transparente la gestión local y la prestación de bienes y servicios públicos, y organismos no estatales que le han apostado a darle carne y hueso a la Constitución de 1991. Existe, pues, de cara al futuro una posibilidad muy importante de reconstruir el rol del Estado y de redefinir su relación con los agentes no estatales, no en una perspectiva corporativista, sino más bien de consolidación de lo público, una esfera que, como ya se dijo, posee en Colombia una gran fragilidad. Ahí está el reto para los colombianos en el nuevo milenio. BIBLIOGRAFIA Aguiar, Fernando, 1991, "La Lógica de la Cooperación", en Aguiar, Fernando (comp.), Intereses Individuales y Acción Colectiva, Madrid, Editorial Pablo Iglesias. Arocena, José, 1995, El Desarrollo Local, un desafío contemporáneo, Caracas, CLAEH, Nueva Sociedad. Bresser Pereira, Luis Carlos y Cunill Grau, Nuria, “Lo público no estatal en el nuevo Estado del siglo XXI”, 1997, Documento de referencia, (mimeo). Castillo Adolfo y Osorio, Jorge (1997), “Construcción de ciudadanías en América Latina: hacia una agenda de educación ciudadana”, Ponencia presentada al Taller de experiencias en apoyo a procesos de democratización en América Latina, Villa de Leyva. Cunill, Nuria (1995), "La rearticulación de las relaciones Estado-sociedad: en búsqueda de nuevos sentidos" en Reforma y Democracia No. 4, pp 25-58 Daza, Víctor (1996), “Veeduría Ciudadana y Control Social”, Ponencia presentada al Encuentro Nacional de Veedorías Ciudadanas, Foro Nacional por Colombia, Barranquilla, Noviembre de 1996 (sin publicar). Duhau, Emilio y Girola, Lidia (1990), “La ciudad y la modernidad inconclusa”, en Sociologica, Año 5, número 12, Enero-Abril, pp. 9-31. Elster, Jon (1992), El Cemento de la Sociedad. Las paradojas del orden social, Barcelona. Gedisa. Gómez Buendía, Hernando (1995), “El uso social del conocimiento y la defensa de lo público”, en Revista Universidad del Valle, No. 10, Abril de 1995, pp. 6-20. ---------------------------------------- (1996) “Hacia una Asociación de Colombianos para la defensa del interés público”, Bogotá, 1996 (mimeo). González, Esperanza (1995a), “Las veedurías: ejercicio de la democracia”, Ponencia presentada al Seminario Taller sobre Veedurías Ciudadanas, Cali, Noviembre de 1995. ----------------------------------- (1995b), Manual sobre participación y Organización para la gestión local, Cali, Foro Nacional por Colombia.
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