Lala y la flauta del mono

Juan Luis Dammert LALA Y LA FLAUTA DEL MONO © 2014, Juan Luis Dammert © 2014, Santillana S. A. © De esta edición: 2016, Santillana S. A. Av. Primavera

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Story Transcript

Juan Luis Dammert LALA Y LA FLAUTA DEL MONO © 2014, Juan Luis Dammert © 2014, Santillana S. A. © De esta edición: 2016, Santillana S. A. Av. Primavera 2160, Lima 33 - Perú

Loqueleo es un sello editorial de Santillana S. A.

Edición: Ana Loli Diseño y diagramación: Patricia Soria Ilustraciones: Kike Riesco

Lala y la flauta del mono

ISBN: Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N˚ Registro de Proyecto Editorial N˚ Primera edición: septiembre 2014 Tiraje: 2 000 ejemplares Impreso en el Perú- Printed in Peru Metrocolor S.A. Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma y por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

Ilustraciones

Kike Riesco

Para Paulina

Somos de la tierra, de la tierra somos. Las Hermanitas de la Luna

1. EL ORGANILLO (Puerto Supe, 1963)

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E

staba parado a la puerta de mi casa cuando escuché esa bonita música que venía deslizándose por la calle como el aire o como la luz, envolviendo la mañana de verano de manera alegre y cantarina, saltando y entrando a mis orejas. La busqué y, al dar la vuelta a la esquina, ahí estaba la musiquita, saliendo de un organillo tocado por un hombre que daba vueltas a la manivela. La caja del organillo tenía un mono encaramado sobre ella y la música brotaba como un río sonoro y metálico, de martillitos claros. Se acercó una mujer con su hija y le dio una moneda al hombre, quien hizo una seña al monito para que abriera un pequeño cajón oculto debajo de su caja de música. El mono metió sus largos y finos dedos en el cajoncito, y sacó un papelito de color rosado que entregó a la niña. La madre le leyó el mensaje y se fueron las dos calle abajo, sonriendo. Me quedé mirando al mono. Parecía una personita con ojos vivaces y encendidos. Sus pelos eran negros y ma13

rrones, pero en el pecho tenía un mechón blanco, y en lo alto de su cabeza también tenía unos pelitos del mismo color. El hombre que lo llevaba era muy viejo y parecía dormitar bajo su sombrero de paja, ahí recostado, con los codos apoyados en el muro, haciendo sonar de cuando en cuando el organillo. Escuché entonces las palabras claramente: —Si me das una moneda, te digo tu suerte. Pero el hombre no había hablado. Volteé para ver si alguien detrás de mí lo había hecho. ¡No había nadie! Se acercó otro hombre y, con el retintín de las monedas en su mano, el viejo despertó al instante. De igual manera, recibió la plata y abrió el cajoncito, pero el mono esta vez extrajo un papel de color amarillo que dejó en las manos del hombre, quien lo leyó en silencio, sonrió y se fue. El viejo se quedó dormitando otra vez. Entonces escuché la misma voz con más énfasis: —A ti te hablo, niño, dame una moneda y te diré tu suerte. ¡El mono había hablado! Yo sé que los monos no hablan, y se lo dije: —¡Los monos no hablan! —¿Quién te ha dicho eso? ¿Tienes una moneda o no? —¡De verdad hablas! —Shhhh. Esta vez se acercó un muchacho y dejó una moneda en las manos del viejo. El monito le dio un papel de color celeste, que el muchacho abrió y leyó con inocultable contento. Después se fue, sonriendo. El viejo dobló el taburete con que sostenía el organillo, echó al mono sobre su hombro y se dispuso a partir.

El monito me hacía señas con los dedos, como diciendo «una moneda», mientras se iban calle arriba. Yo no tenía ninguna. Rebusqué mis bolsillos: una liga, dos canicas y un papelito de caramelo. Nada de plata. Corrí de vuelta a mi casa y subí la escalera a toda velocidad. Me crucé con mi hermana, que estaba jugando cartas con sus amigas. Ni me vieron. Llegué hasta mi cuarto y le di vueltas a mi alcancía, un chancho de yeso, tan pobre como de costumbre, pero algo tenía: puras moneditas de cinco centavos. Lo abrí y saqué todo el contenido: quince centavos. No era suficiente, había visto que al hombre le daban cincuenta centavos por los papelitos de la suerte. Pero quizás me haría una rebaja. De todos modos, le pedí a mi hermana: —Préstame cincuenta centavos. —¿Para qué quieres plata? Hoy es martes y no hay cine. ¿Qué quieres comprarte? —Nada. Es para mi chancho. —No tengo. —Anda, préstame. El viernes te pago, cuando me den propina. —Me devuelves un sol, con intereses. —Bueno. —Trato hecho. Fue hasta su cuarto y volvió con una moneda de cincuenta. Salí corriendo, pero ya el hombre y el mono se habían ido. No estaban en la esquina. Subí por el mercado, y tampoco estaban ahí. Caminé hasta el fondo del malecón, y seguía sin verlos. Al pasar frente a la municipalidad escuché la música otra vez, venía de la calle de atrás. Llegué rápidamente hasta la esquina de la tienda de Cubas, donde el olor de los barriles de kerosene impregna la vereda;

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entonces lo vi: el hombre daba vueltas a la manivela del organillo, y algunas personas acercaban su moneda y recibían su papelito. El mono me reconoció, me guiñó el ojo e hizo gestos que parecían decir «espera a que se vayan, espera». Cuando solo quedamos los tres, el mono volvió a hablar: —¿Ya tienes una moneda? —Sí. —Ya. Dásela a mi tío, y te diré tu suerte. Hice lo que me indicó. El mono al ver el cajón abierto cerró los ojos y aspiró profundamente. Pasó los dedos sobre los papeles de colores amarillo, celeste, verde y rosado, como adivinando el mensaje apropiado, y extrajo uno de un color que no había visto hasta entonces, y que había estado escondido en el fondo del cajoncito: era morado, de papel cometa, enrollado como un palito.

—Este es para un chico como tú —dijo—. ¿Sabes leer? —Claro que sí. —¿Y sabes escribir? —Sí, también. Lo abrí con gran emoción, mientras el viejo reanudaba su itinerario rodante, envolviendo las patas del taburete, colgando de sus espaldas el organillo y echándose a andar hacia las afueras del pueblo con el mono sobre su hombro. Leí mi papelito: Para un joven: La suerte está contigo, aunque la mires y no puedas verla, aunque la escuches y no puedas oírla; pero no temas, porque tienes poder para vencer. Mientras más cerca estés, te sentirás mejor. Por eso, si miras bien lo que tienes delante de ti, conocerás el presente y el origen del pasado. Y así podrás cumplir todos tus sueños como quien toma un vaso de agua refrescante. Al leerlo pensé: «¿Qué cosa quiere decir esto? Este mono es un gracioso, ¿acaso se ha dado cuenta de que yo quiero ser escritor cuando crezca?». Lo seguí por las calles del pueblo hasta la última esquina en que se pararon a tocar el organillo. Me pregunté si algún otro recibía papelitos como el mío, pero no alcancé a distinguir uno morado como el que yo tenía en el bolsillo de la camisa. El mono repartía invariablemente rosado para niñas, celeste para muchachos. No 17

me volvió a hablar, y se hizo el distraído cuando lo miré a los ojos. A lo lejos sonaron las doce en el reloj de la torre del mercado, el viejo organillero se golpeó la cabeza de repente, como diciendo «¡me olvidé!», al tiempo que alzaba las manos al cielo. «¿Ahora qué hago?». Yo era el único parado ahí, y se dirigió a mí: —Niño, ¿puedes cuidarme un rato al mono mientras voy a la farmacia? Me estaba olvidando de un encargo. Tengo que ir ahorita. Cuídame al monito un rato, te prometo que volveré pronto a buscarlo. Por favor, niño. Dudé un poco, pero asentí con la cabeza, ya pues, lo cuido un rato. El viejo se fue rápidamente, dejando el organillo en el patio de una tienda. Al llegar a la carretera tomó un autobús y se fue para el pueblo grande. Nos sentamos a esperar al borde de la Panamericana, por donde pasan los camiones y los ómnibus en lento flujo. Sentados en una piedra, bajo un pequeño árbol de guayaba, a la sombra del mediodía, el mono no dijo más. Pasaron los minutos, y no abrió la boca. —Oye, mono. ¿Dónde aprendiste a hablar? Nada. —¿Estás con hambre? ¿Quieres que te consiga algo de comer? Nada. No dijo nada. —Qué quiere decir: «La suerte está contigo, aunque no puedas verla». ¿Quién escribe esos papelitos? ¿Por qué me diste ese a mí? Esta vez el mono habló: —Amiguito, no le digas a nadie que yo hablo; si no, me van a guardar en una jaula y me van a estudiar como a

un cadáver. Desde hace mucho tiempo que digo la suerte, yo le enseñé a mi tío este negocio. Hace varios años que andamos por los pueblos del Perú, y la pasamos bien. —¿Has venido antes a Supe? —Este lugar es Supe, ¿no? Yo no, pero un abuelito mío sí vino… hace mucho, pero mucho tiempo. —¿Cuándo? —Cuando no había televisión ni papas fritas en bolsa. —Ah. Eso es bastante. —Era mi tío Machín, el Sabido. —¿Y tú cómo te llamas? —Yo me llamo Machín, el Suertudo. Somos una familia muy grande. ¿Sabías que mi tío abuelo vino a Supe? —No. Pero cuéntame mientras esperamos. Y el monito se trepó a mi hombro izquierdo, se acomodó, y empezó a contar su historia sobre mi oreja, cuando el sol estaba alto en el cielo, cayendo sobre la pista, la hora en que la gente se prepara para la siesta en el caluroso verano del norte.

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