LAS FIESTAS PATRIAS Y LA UNIVERSIDAD DE CHILE. Antonio Cussen EDICIONES ROSAL

LAS FIESTAS PATRIAS Y LA UNIVERSIDAD DE CHILE Antonio Cussen EDICIONES ROSAL Imagen portada: Figura de Andrés Bello, talla en madera pintada. Arte

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LAS FIESTAS PATRIAS Y LA UNIVERSIDAD DE CHILE

Antonio Cussen

EDICIONES ROSAL

Imagen portada: Figura de Andrés Bello, talla en madera pintada. Arte popular, Venezuela. Colección Nelly Richard.

12 de septiembre de 2011

A las doce del día 17 de septiembre de 1843, cuenta Barros Arana en Un decenio de la historia de Chile: 1841-1851, se congregó una muchedumbre en la Plaza de Armas para observar un desfile que avanzaba por las calles de Santiago con el fin de inaugurar la Universidad de Chile. En dos columnas que se extendían por tres cuadras, avanzaba “una diputación de cada una de las cámaras, el cabildo eclesiástico, los prelados de las órdenes regulares, los dos tribunales de justicia, los generales y militares francos, así veteranos como cívicos, la municipalidad de Santiago, todo el cuerpo universitario agrupado en sus cinco secciones, entre las cuales ocupaba el puesto de honor la facultad de teología, los profesores del Instituto Nacional, los del seminario, una diputación de la Academia de Práctica Forense, la Sociedad de Agricultura, y por último, los alumnos del Instituto”. Cerraba las dos columnas el Presidente de la República, Manuel Bulnes, Patrono de la

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Universidad, rodeado de sus ministros; una banda de músicos de la escolta presidencial acompañaba a la comitiva. Desfilaban hacia el Salón de Honor de la recién abolida Universidad de San Felipe, donde está hoy el Teatro Municipal, y que en esos años servía de lugar de sesiones de la Cámara de Diputados.

Barros Arana, de trece años, era uno de los alumnos del Instituto Nacional que participó en esa marcha. Cincuenta años después, en el Discurso pr onunciado en el q uincuagésimo anivers ario de la Universidad, narró la ceremonia que tuvo lugar en la espaciosa sala, llena de bote a bote: “Entre los recuerdos más fijos y más gratos de mi niñez, conservo el de esa significativa ceremonia. Los alumnos del Instituto Nacional asistimos en cuerpo. Se nos colocó en rigurosa formación en la parte baja que formaba el centro de la sala. Allí presenciamos un acto que por su solemnidad, debía impresionarnos vivamente, pero cuya trascendencia en el progreso de la patria chilena sólo mucho más tarde habíamos de apreciar”. Después de que los miembros de la Universidad prestaran juramento, “se adelantó hasta la mesa presidencial un anciano de talla regular, de facciones finas y correctas, de aire modesto y

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distinguido. Vestía el traje oficial de la Universidad, casaca verde y pantalón blanco, y llevaba al cinto un espadín, como lo llevaban entonces en las grandes ceremonias, muchos de los más pacíficos funcionarios de la administración pública. Tomando en sus manos un rollo de papeles, aquel anciano dio lectura con voz suave e insinuante, y en medio de respetuoso silencio, a una disertación sobre los beneficios que procura el cultivo de las ciencias y de las letras. La ceremonia se dio por terminada con la declaración solemne de que la Universidad de Chile quedaba instalada”.

El anciano a que alude Barros Arana, los lectores lo saben, era Andrés Bello, máxima autoridad intelectual de la naciente república y que el 17 de septiembre de 1843 pasó a ser el primer rector de la Universidad de Chile, cargo que seguiría ocupando por 22 años. Bello no era un orador —no recuerdo discursos de Bello pronunciados por él mismo ante un público masivo (discursos suyos en boca de otros hay muchísimos, partiendo por los mensajes presidenciales al Congreso entre 1832 y 1860 y las respuestas del Congreso a esos mensajes)— y había llegado el momento de abandonar su reserva y timidez. Dirigiéndose al

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Patrono de la Universidad, Bello hace una directa alusión a la fecha que congregaba a la masa de santiaguinos reunidos en la sala y con la que se daba inicio a la celebración de lo que hoy denominamos Fiestas Patrias o el dieciocho. Esta reunión, dice Bello, “por una coincidencia significativa es la primera de las pompas que saludan al día glorioso de la Patria, al aniversario de la libertad chilena”.

Desde el año 1811, con algunas interrupciones, se venía celebrando el 18 de septiembre como el inicio del movimiento emancipador del país. Pero ésta no era la única ocasión en que se festejaba el inicio de la nueva patria. Los chilenos también estaban de fiesta el 12 de febrero, con motivo del triunfo de las tropas argentinas y chilenas en la Batalla de Chacabuco el año 1817, y el 5 de abril, que selló la independencia definitiva de Chile con la Batalla de Maipú el año siguiente. Paulina Peralta dice en su libro ¡Chile tiene fiesta! : El origen del 18

de septiembr e (1810-1837),

publicado en 2007, que recién en 1837 se abolió el 12 de febrero como fiesta cívica; el 5 de abril, la menos importante de las celebraciones, tuvo un breve renacer en 1839, con motivo del

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triunfo de Chile en la guerra contra la Confederación de Perú y Bolivia. De modo que sólo en 1840 se consolida el dieciocho como la fecha en torno a la cual se celebraban las Fiestas Patrias. A partir de 1820, éstas comenzaban generalmente el día 17 de septiembre; y en la década de 1830 llegaron a durar hasta una semana.

El 18 de septiembre de 1841 había asumido el mando del país, después de una reñida contienda electoral, el general Manuel Bulnes, y esa noche se celebró una aparatosa fiesta, a la que asistieron más de 2.000 personas de los distintos colores políticos. Pocos días después, El Araucano publicaba un extenso poema de Bello, “El Diez y Ocho de Septiembre”, que comienza así:

Diez y ocho de Septiembre, hermosa fiesta de Chile, alegre día, que nos viste lanzar el grave yugo de antigua tiranía;

Cánticos te celebren de victoria, que blanda el aura lleve

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desde la verde playa hasta las cumbres coronadas de nieve.

Desde el desierto en que animal ni planta viven, y sólo suena la voz del viento, que silbando empuja vastas olas de arena

Hasta donde la espuma austral tachonan islas mil, de la dura humana ley exentas, paraísos de virginal verdura.

El poema de 184 versos concluye con una alabanza al Presidente Bulnes, por su heroísmo en la reciente guerra, y celebra la manera en que el “grave cargo” del mando supremo del país ha sido un relevo, ha pasado “de mano en mano”. Cuando dos años después, el 17 de septiembre de 1843, Bello invoca la “significativa coincidencia” en el Discurso de I nstalación de l a Universidad de Chile que dirige al Presidente Bulnes, Patrono de la Universidad,

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ligaba de manera explícita el nacimiento de la Universidad al nacimiento de la república, ahora consolidada por un gobierno elegido democráticamente. A partir de ese momento, el Estado chileno, a través de su Universidad, se hacía cargo de la educación en todos sus niveles y en todos los territorios del país.

La “significativa coincidencia” no era un mero alcance de fechas. Se sustentaba en el vínculo entre la emancipación de los países americanos y el humanismo, la base de los programas de educación de Bello y Domeyko que guiarían al país en las próximas décadas. “Lo sabéis señores, todas las verdades se tocan”, dice Bello en el párrafo medular del Discurso de Instalación, y que sigue inmediatamente al que habla de las “significativas coincidencias”: “¿Quién prendió en la Europa esclavizada las primeras centellas de libertad civil? ¿No fueron las letras? ¿No fue la herencia intelectual de Grecia y Roma, reclamada, después de una larga época de oscuridad, por el espíritu humano? Allí, allí tuvo principio este vasto movimiento político, que ha restituido sus títulos de ingenuidad a tantas razas esclavas; este movimiento, que se propaga en todos los sentidos, acelerado

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continuamente por la prensa y por las letras; cuyas ondulaciones, aquí rápidas, allá lentas, en todas partes necesarias, fatales, allanarán por fin cuantas barreras se le opongan, y cubrirán la superficie del globo”.

Quien pronunciaba estas palabras no había llegado a ser el primer rector de la Universidad de Chile sin oposición. Como consecuencia de la alianza entre liberales y bulnistas poco antes de la elección presidencial, los ultraconservadores perdieron de manera abrumadora. Sin embargo, presionaron obstinadamente para que el rector de la nueva universidad fuera el canónigo Juan Francisco Meneses. Cuenta Barros Arana en Un decenio de la historia de Chile: “En su favor se hacían valer las circunstancias siguientes: Meneses era eclesiástico y canónigo, y, por tanto, de probada adhesión a la iglesia: había sido el último rector de la Universidad de San Felipe; era chileno de nacimiento y poseía los títulos de abogado y de doctor. Bello, se decía, carece de todas estas circunstancias”. Meneses y los que lo apoyaban perdieron la causa de controlar la Universidad de Chile, pero a cambio mantuvieron ciertos privilegios: la Facultad de Teología sería

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considerada la primera de las cinco facultades (las otras eran la Facultad de Leyes y Ciencias Políticas, la Facultad de Medicina, la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas y la Facultad de Filosofía y Humanidades). En el Discurso de Instalación, Bello debía entonces reflejar estos acuerdos entre Iglesia y Estado, instituciones que en el caso de Chile siguieron unidas hasta la Constitución de 1925 (el año 1927 dejó de funcionar la Facultad de Teología de la Universidad de Chile). Sigue Bello el párrafo medular de su discurso diciendo: “Todas las verdades se tocan; y yo extiendo esta aserción al dogma religioso, a la verdad teológica. Calumnian, no sé si diga a la religión o a las letras, los que imaginan que pueda haber una antipatía secreta entre aquéllas y éstas. Yo creo, por el contrario, que existe, que no puede menos que existir, una alianza estrecha entre la revelación positiva y esa otra revelación universal que habla a todos los hombres en el libro de la naturaleza”.

Más de algún canónigo o prelado presente en el Salón de Honor de la desaparecida Universidad de San Felipe habrá respirado con

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alivio al oír estas palabras. El clero desconfiaba del rector de la nueva universidad, y no sin razón. Años antes, en 1834, Bello había publicado en El Araucano un artículo con el título “Latín y Derecho Romano” en el que abría fuegos contra la tradición teológica. En uno de los muchos debates que tuvo con José Miguel Infante, que lo atacaba desde la tribuna de El Valdiviano Federal, se trenzaron sobre la validez del estudio del latín y del derecho romano en los planes de estudio oficiales. Infante opinaba que se debía acabar con estos resabios coloniales. Bello creía lo contrario y escribía en El A raucano: “Quisiéramos que nos dijese el Valdiviano, si no valen nada en su concepto las facilidades de leer a Virgilio y Cicerón en sus originales, o si conoce alguna versión que represente con mediana fidelidad las bellezas de estilo y de sentimiento de estos y otros escritores latinos. En aquellas obras bebió la Europa el buen gusto, y con el renacimiento de las letras latinas y griegas se vio rayar otra era. La filosofía sacudió las cadenas que habían agobiado hasta entonces a la razón humana; y desapareció de las ciencias la mugre del escolasticismo. Cundió con aquella literatura resucitado el amor de la libertad, cuyas inspiraciones son tan enérgicas en las producciones de la

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elocuencia antigua. Todo varió de aspecto. Lo mismo sucederá entre nosotros. Con las felices disposiciones naturales de la juventud chilena, ¿cuánto no debemos prometernos de ella, si no se deja alucinar por ese espíritu de vandalismo literario, que corta el vuelo a las más nobles aspiraciones del ingenio; que, halagando a la pereza, quiere perpetuar la barbarie, y que condena, como rancios y góticos, cabalmente los mismos estudios que desterraron de Europa el goticismo, y la pulieron y civilizaron?”. Los paralelos entre estas palabras de 1834 y el Discurso de Instalación de 1843 no se limitan al argumento central, que vincula el humanismo con la libertad o emancipación de América. La dirección de estos dos escritos es idéntica: en ambos se afirma que a partir de este nexo la juventud chilena podrá educarse dentro de un marco de libertad que rechaza el “libertinaje”, advertencia que aparece al final del Discurso de Instalación , y reemplaza a “vandalismo literario”. Estos paralelos me llevan a pensar que el citado pasaje de 1834 puede y quizás debe concebirse como el Borrador del Discurso de Instalación, ya que contiene la estructura y el objetivo de su argumento central. La diferencia entre ambos

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escritos, sin embargo, es capital. Ante el despliegue oratorio del Discurso de Inst alación, el Borrador refleja el pensamiento del Bello distante de la Iglesia Católica tradicional. Su frase “la mugre del escolasticismo” es una expresión inusual en él, podría decirse injuriosa, que le da un sello abiertamente liberal al Borrador. Bello, en su Discurso de 1843, simplemente no podía expresarse en los términos y en el tono que había empleado en 1834: tenía que dar en el gusto a muchas personas, entre ellas a las autoridades eclesiásticas que con la fundación de la nueva universidad dejaban de regir la educación en Chile.

Cuando en 1843 Bello suprime “la mugre del escolasticismo” y enaltece “la verdad teológica” le resta nitidez a su deseo de vincular humanismo y libertad. Sin detallar las sutiles distinciones entre los términos “escolasticismo” y “verdad teológica” —nos parece inútil este ejercicio— podemos decir que la fuerza argumental del Borrador reside en que todos los términos aparecen enlazados y siguen una línea sin tropiezos. En cambio, en el Discurso de Instalación, Bello elimina toda alusión al pensamiento tomista y sus secuelas en la primera parte del argumento, y lo

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agrega al final del párrafo medular, separado del vector del tiempo, suspendido. Esta es una de las tantas veces en que Bello debe anular sus ideas más originales y profundas para hacerlas caber en las exigencias del medio en que debía actuar. Una vez fundada la Universidad de Chile, hechas las venias esperadas y quizás exigidas, Bello pudo volver a plasmar su pensamiento de manera cabal, como lo muestran por ejemplo sus artículos sobre temas históricos, en particular los de su polémica con Lastarria, artículos memorables, de una sola pieza, menos atildados y sin los florilegios retóricos del Discurso de Instalación de la Universidad de Chile. Con la poderosa influencia de Bello, Chile pudo mantener un relativo equilibrio entre Iglesia y Estado en la esfera de la educación hasta los años sesenta del siglo XIX, que es cuando muere Bello. Pero la convivencia de estas fuerzas —plasmada en el párrafo medular del Discurso de I nstalación, párrafo que en el fondo contiene un arreglo incómodo entres visiones del mundo contrapuestas— se hizo cada vez más difícil. En las décadas siguientes se llegó a la polarización extrema entre liberales, que

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creían en un Estado que controlaba la educación, y conservadores, que resistían este control y cuyo creciente influjo sobre los segmentos más ricos e influyentes del país llevó a la creación de la Universidad Católica en 1888.

Desde sus inicios en 1843 y cada vez con más energía la Universidad de Chile siguió la ruta descrita en el Borrador de 1834, la ruta de lo que podríamos llamar humanismo emancipador o humanismo l aico. Los más conspicuos discípulos de Bello — Miguel Luis Amunátegui, Diego Barros Arana, Salvador Sanfuentes— fueron todos liberales y latinistas, y desde el Instituto Nacional o la Universidad de Chile, o desde el mismo gobierno lanzaban sus dardos contra la Iglesia. Paradójicamente algunos de ellos, sobre todo Amunátegui, pusieron fin al modelo de educación humanista ideado por Bello y Domeyko, al terminar con el latín como materia estructural de la enseñanza secundaria, las llamadas humanidades. Los liberales, que controlaron el poder en Chile entre 1861 y 1891, querían avanzar rápido en la educación de los chilenos, para lo cual creían que no era factible seguir el modelo de educación humanista europeo de la época y que era el modelo que

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se había usado por siglos en los países más avanzados del mundo. El humanismo no murió de muerte súbita en Chile, pero comenzó a decaer en las décadas siguientes hasta que en los años treinta del siglo XX era raro encontrar en Chile colegios o liceos que enseñaran latín. Así el argumento del humanismo emancipador del Borrador de 1834 fue perdiendo terreno hasta sumergirse en las napas subterráneas.

Pero

el

humanismo emancipado r,

que

coincide

con

el

americanismo de Bello y es su piedra angular, nunca ha dejado de emerger, por un motivo en el fondo sencillo. Ante quienes desean pensar en la independencia de América como un momento de ruptura radical con Europa, y que conciben la época colonial como una larga etapa de la historia marcada por el oscurantismo, Bello nos dice que la lectura y el estudio de los clásicos nos ha permitido llegar a descubrir y conocer lo nuestro, sin el yugo de un mandato ultramarino. Visto de este modo, no sólo no hay contradicción entre la matriz clásica y la americanista, sino que la segunda es inaccesible sin la primera.

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Quizás la última manifestación de este modo de pensar se produjo en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, período durante el cual coincidieron en Buenos Aires creadores y pensadores de la talla de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, María Rosa Lida y Jorge Luis Borges. Hoy mismo en México Rubén Bonifaz Nuño, quien además de poeta es traductor de Virgilio y Lucrecio y experto en lenguas precolombinas, sigue esta misma corriente. Como Bello, ellos han sabido separar las aguas, por tanto tiempo confundidas, que traían por el mismo cauce la lengua y la literatura de los latinos y la religión católica.

Hoy en Chile seguimos llamando “humanidades” a las disciplinas como la filosofía, la historia y la literatura, y la Universidad de Chile no ha cambiado el nombre de la facultad que las alberga, “Facultad de Filosofía y Humanidades”. Pero pronunciamos las palabras “humanidades” y “humanismo” con cierto temor, no vayan a creer nuestros interlocutores que no nos hemos enterado de las críticas al proyecto que enaltece “la razón humana”. La pérdida de valor de estas palabras están sin duda relacionadas con los efectos que estas críticas han tenido en nuestra cultura y nuestra

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sociedad, pero las causas son mucho más vastas, y tienen que ver, creo yo, con el prestigio enorme de las ciencias y la tecnología, prometedoras de un mejor futuro, y en el consiguiente desprestigio o desvalorización del pasado. El pasado, concebido como una reserva del saber humano que nos ayuda a contemplar el presente y anticipar el futuro, seduce a muy pocos, incluso a los que nos dedicamos a disciplinas que tienen su origen y razón de ser en el redescubrimiento de lo que pensaron los griegos y latinos. Lo cierto es que hoy casi ha dejado de interesar el pasado como fuente de información o de formación que pueda ayudarnos a resolver los problemas del presente, y por lo tanto no vemos razón alguna para mirar los problemas desde el pasado. Sin embargo, ante la profunda crisis de la educación en nuestro país, está renaciendo la necesidad imperiosa de esta mirada. Pienso en libros como El surgimiento de la educación secun daria pública en Chile, 1843- 1876: el plan de es tudios huma nista de Nicolás Cruz, publicado en 2002, o El conflicto de las universidades: Entre lo pú blico y lo privado, un conjunto de quince ensayos editados por José Joaquín Brunner y Carlos Peña publicado este año. Pero el

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libro que más se destaca es La Universidad de Chi le piensa a Chile: E dición es pecial de Anales par a el B icentenario de la República, publicado a fines de 2010, con prólogo de Sonia Montecino. Consta de tres secciones —“Pensar Chile”, “Pensar la Universidad”, “Pensar las disciplinas”— y en cada sección hay entre diez y veinte documentos —ensayos, artículos, relatos, discursos— muchos de ellos publicados en Anales de la Universidad de C hile, la más antigua publicación académica de nuestro país. Cada uno de los documentos es precedido por un breve comentario o introducción de destacados académicos vinculados a la Universidad.

Los temas son de gran variedad e interés. Nombramos sólo algunos para que el lector se dé una idea: “Breve descripción de Chile” de Gabriela Mistral (1935); “Comentarios del pueblo araucano: la paz social” de Manuel Manquilef (1911); “La poesía popular chilena y las diferencias limítrofes entre Chile y la Argentina“ de Juan Uribe Echeverría (1984); “La Universidad en nuestro tiempo” de Juan Gómez Millas (1960); “El papel de la Universidad según la Reforma Universitaria” (1968); “La Fiesta de Andacollo y sus

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danzas” de Ricardo E. Latcham (1910); “La investigación pedagógica en Chile” de Irma Salas (1942). En este libro también encontramos el Discurso de Inst alación de Bello y el Discurso pronunciado en el quincu agésimo a niversario de l a Universidad de Barros Arana. Los lectores que no lo hayan visto, pueden encontrarlo en www.revistas.uchile.cl. No puede decirse que La Universidad de C hile piensa a Chil e recupera el humanismo de Bello en todo su alcance. Pero sí recupera el aroma de ese humanismo, y es un viaje de ida y vuelta al pasado, sin el cual, me parece, es imposible pensar en temas como la educación. Aquí y allá también encontramos en este libro el argumento del humanismo emancipador del Borrador de 1834. Sirva de muestra la conferencia que Gabriela Mistral pronunció en Málaga el año 1935, “Breve descripción de Chile”, que los editores de este libro quisieron destacar, colocándola en el primer lugar de la primera sección. Anhelando la inmigración de hombres y mujeres de países latinos, dice la Mistral: “La política latinizante de Chile, así en la sangre como en la cultura, sólo comienza y hay que contarla entre las faenas orales y materiales futuras. Ella no es

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de las más pequeñas y en el aspecto de la cultura es, a mi juicio, la de más trascendencia. A pueblos de habla española no les corresponde otra política cultural que la de una adopción de la cultura clásica, y en los que escogieron mal en el pasado, la vuelta a ella del hijo pródigo mudado en leal para su propia salvación. Somos latinos aunque seamos indios; Roma llegó a nosotros bajo la figura de España”. La Universidad de Chile piensa a Chile

en sí mismo es una

celebración de los 200 años del 18 de septiembre de 1810, y también de las Fiestas Patrias de 1843. El actual rector de la Universidad, Víctor Pérez, en el breve prólogo al Discurso de Instalación, alude a la “significativa coincidencia” de las dos fechas y al carácter fundacional que conllevan. La Universidad de Chile no es una universidad más. Forma parte inherente de ese organismo vivo y cambiante que llamamos Chile.

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