LAS RAÍCES DE LA ÉTICA Y EL DIÁLOGO INTERDISCIPLINAR
Colección Fronteras Director Juan Arana Con el patrocinio de la Asociación de Filosofía y Ciencia Contemporánea
Lourdes Flamarique (Ed.)
LAS RAÍCES DE LA ÉTICA Y EL DIÁLOGO INTERDISCIPLINAR
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Las raíces de la ética y el diálogo interdisciplinar / Lourdes Flamarique (ed.). – Madrid : Biblioteca Nueva, 2012. 443 p. ; 23 cm 1. Ética 2. Moral 3. Civilización 4. Sociología I. Flamarique, Lourdes, ed. lit. 17 hpq 1 hp 11 hpj 008 jf 316 jhb
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Los autores, 2012 Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2012 Almagro, 38 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es
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ISBN: 978-84-9940-452-3 Edición digital Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Índice Presentación, Lourdes Flamarique ..........................................................
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Primera parte Indagando en las raíces. El enfoque fenomenológico Apelación, deber y ontología. Una consideración feno menológica, Ramón Rodríguez ......................................................... 15 La ética como imprescindible ficción antropológica, Luciano Espinosa Rubio . .......................................................................... 27 Ser ciudadanos del mundo: la ética sin fronteras, Luis Xavier López Farjeat .................................................................................. 43 La mirada indiferente. El problema de la neutralidad éti ca de la visión, Xavier Escribano ...................................................... 61 Mímesis y fetichismo. Sobre ética y estética, José A. Millán Alba ................................................................................................................ 77 La contextura ética de la libertad, Jorge Peña Vial ................. 91 La paradoja de Maritain acerca de la fundamentación de los derechos humanos, Ricardo Parellada ............................ 111 Segunda parte La carta de ciudadanía de la ética: ¿autonomía o naturaleza? Teoría general de la acción y fundamentación de la ética, Alejandro Llano .......................................................................................... 131 Cuando lo frágil es absoluto, o la dimensión metafísica de la ética, Ana Marta González ....................................................... 145 La ingenuidad de la primogenitura. Sobre la relación dialéctica de la ética y la metafísica, Lourdes Flamarique ... 163
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Índice
Sobre la pretensión de fundamentar la ética en la ciencia, Juan Arana .................................................................................................... ¿Se puede «construir» la ética sin destruir la ciencia? La ética del constructivismo social y sus problemas con la imagen científica del mundo, Francisco José Soler Gil ................................................................................................................... En torno a la posibilidad de naturalizar la ética, Pedro Jesús Teruel ................................................................................................... La naturaleza humana, ¿una distorsión de la ética? Notas sobre la controversia entre razón práctica y natura lismo ético, Dolores Conesa ............................................................... Los fundamentos últimos y penúltimos de la moralidad. Acerca de la idea kantiana de dignidad, José María Torralba.. La dimensión metafísica de la acción moral, María Antonia Labrada .......................................................................................................... Imperativo moral y Persona absoluta. Sobre el funda mento metafísico del deber según la «ética de la libre afirmación de nuestro ser», Rogelio Rovira ........................... El problema del realismo, Carlos Llinás ............................................ Ética, ¿con o sin fundamento?, Desiderio Parrilla .........................
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Tercera parte Conversaciones en torno a la posibilidad de la ética Lo óptimo: un principio de metafísica aristotélica, Rafael Llano .............................................................................................................. En el principio, la libertad. La metafísica como saber práctico en Orígenes de Alejandría, Claudia Carbonell .. La productividad como perfección ética. Proclo y la tra dición platónica, Jesús de Garay . .................................................... Sobre la libertad posible en los crecientes procesos de individualización. Una propuesta desde Hegel, Juan José Padial Benticuaga . .............................................................................. ¿Es la ética la filosofía primera? Reflexiones en torno a Levinas, Juan José García Norro ........................................................... En busca de nuevos caminos. Leyendo a Derrida, Amalia Quevedo . ...................................................................................................... Ética y literatura: el combate por la libertad de Mario Vargas Llosa, María Caballero Wangüemert ................................. ¿Metafísica hoy? Una propuesta desde la ética del dis curso, Francisco Rodríguez Valls .........................................................
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Presentación Uno de los elementos esenciales de la autocomprensión de la cultura occidental es, sin duda, la articulación de ética y civilización. Tal vez por eso, la agenda moral de los países desarrollados está llena de cuestiones conflictivas. Nunca como ahora las expectativas de riqueza y bienestar (educación, sanidad, jubilación) se han visto amenazadas por los cambios de población y por la incorporación de modelos culturales, éticos o religiosos ajenos a la tradición del país receptor. Es decir, no por la guerra o una catástrofe, sino por la humanidad que se hace vecina. Nunca como ahora el ideal de igualdad y justicia y, con él, un código universal de normas, parece tan utópico por los efectos devastadores que su implantación pudiera tener sobre las expectativas del ya algo ajado estado de bienestar. La actual crisis global de la economía de mercado iguala a los habitantes de los países más afectados únicamente en el tipo de consecuencias negativas, pero no en su intensidad. Apenas se habla de justicia ante los desmanes cometidos por la codicia y la falta de responsabilidad social de las principales entidades financieras; no hay responsables, solo el sistema parece haber fallado. Quebrantada la confianza en las instituciones, ¿podemos evitar que se imponga el «sálvese quien pueda»? Una respuesta afirmativa pasa inevitablemente por la vindicación de alguna forma de universalidad ética. Se podría objetar que hoy día la aspiración a un orden ético-social universal pervive en el ámbito político-jurídico, pero no en el de la moral individual ni cultural; argumento que se muestra también como síntoma del creciente alejamiento que se da entre el sentimiento moral individual y su expresión legal y social. En este bosquejo de los problemas anudados al de la posibilidad de una ética universal se puede comprobar que las cuestiones implicadas no son responsabilidad de una única forma de saber, ni cabe trivializar su alcance con análisis contemporizadores sobre las deficiencias de un
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Lourdes Flamarique
tiempo de crisis. Su abordaje certero requiere tanto de los enfoques sistemáticos como de los históricos, y no en menor medida del recurso a los instrumentos conceptuales de toda disciplina que no haya renunciado a la humanidad. Los días 22 y 23 de junio de 2011 tuvo lugar en Ribadesella (Asturias) el primer Simposio Internacional organizado por la Asociación de Filosofía y Ciencia Contemporánea. El tema tratado fue «Las raíces de la ética y el diálogo interdisciplinar». La mayoría de los participantes procede de la filosofía, pero tanto estos como quienes cultivan otras disciplinas humanísticas han acreditado sobradamente su interés y experiencia en los trabajos transversales. Este diferencial no solo favorecía un diálogo fecundo, como se pudo comprobar durante el simposio, sino que aseguraba una base común de problemas y referencias que los organizadores aprovecharon para hacer un planteamiento ambicioso. Se propuso a los participantes una de las cuestiones más disputadas en el pensamiento de las últimas décadas: si la ética requiere algún tipo de fundamentación extramoral o dispone de una lógica capaz de otorgar fuerza legitimadora a sus principios y conocimientos. En definitiva, si la vieja aspiración kantiana a la autonomía de la ética puede ser arrinconada en el baúl de las cosas inútiles o si hoy más que nunca es necesario pensar con Kant —o a pesar de Kant— la viabilidad de la ética en una cultura que se considera postfilosófica. Con cierto ánimo provocador se planteó una serie de preguntas a las que cada ponente trató de responder con plena libertad de enfoque y estilo argumentativo: ¿Puede darse de modo cabal la ética sin una fundamentación metafísica? Si no la requiriese, ¿debería tener algún otro tipo de fundamentación? Si la requiriese, ¿qué tipo de metafísica sería el más adecuado? Si leer bien un texto es tarea no menos compleja que escribirlo, para responder a ideas que se formulan como preguntas hace falta, al menos, que el interpelado tenga libertad de respuesta: esa de la que hacen gala los trabajos reunidos en este libro. Distribuidos en tres apartados, el conjunto refleja la diversidad de lecturas que sugieren estas cuestiones. Ahora bien, esa diversidad de lecturas es también un argumento a favor de la necesidad de conjugar distintas formas de experiencia ética-social, y también de cruzar los modos de lógicas científicas que, aunque no sirven a los mismos problemas, terminan por interferir en el horizonte existencial donde la humanidad concreta e histórica se la juega y no siempre gana. A diferencia de lo que sucedía en siglos anteriores, actualmente no hay instancia cuya autoridad sea indiscutida y pueda ejercer, por tanto, la función de arbitraje que se requiere cuando los modelos e intereses son contrapuestos. Mientras que, gracias al progreso científico y al aumento de la riqueza, la relación entre libertad y orden social ha sido
Presentación
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bastante pacífica en las últimas décadas (salvando la aparición episódica de movimientos contrarios al sistema), el edificio moral presenta fisuras: las normas heredadas no iluminan la nueva realidad social y a menudo entran en conflicto con sus exigencias. Cuando enfrentamos los grandes problemas morales de nuestro tiempo, apenas confiamos en las ideologías ni en la acción política; tampoco en la filosofía, la ciencia o la religión. No deja de ser paradójico que en la era de la comunicación esté también bajo sospecha el viejo ideal de la esfera pública de opinión como terreno abonado para la formulación de lo normativo. En el siglo xxi se han consolidado otras formas de publicidad y formación de opiniones que hubieran escandalizado a los primeros ilustrados en la medida en que crean un simulacro de discusión: la de la información, la de las modas, la de los sondeos. En este libro se ofrece al lector una variedad de aproximaciones que le permita abordar con nuevos elementos algunos de los interrogantes que reclaman nuestra atención en un tiempo de cambio, como es este: ¿Cómo se plantean las cuestiones éticas en la actualidad?; ¿cómo abordan los ciudadanos los conflictos morales que sacuden a las sociedades occidentales?; ¿qué formas de universalidad y normatividad se han generalizado?; ¿qué otorga legitimidad a las demandas de justicia que se formulan con las mismas categorías éticas que se pretende sustituir? Es cada vez más acuciante la necesidad de conciliar los avances del conocimiento en todas sus áreas con una perspectiva de gran angular. Responder a esta necesidad es uno de los objetivos pretendidos por Alejandro Llano, Juan Arana y por mí misma, al iniciar esta serie de simposios interdisciplinares. Este libro, así como la organización y desarrollo del primer simposio, debe mucho a Javier García Clavel, y por ello quiero expresarle mi agradecimiento. A los autores que han respondido y aceptado las peticiones editoriales con prontitud y amabilidad, también muchas gracias. Lourdes Flamarique
Primera parte INDAGANDO EN LAS RAÍCES. EL ENFOQUE FENOMENOLÓGICO
Apelación, deber y ontología. Una consideración fenomenológica Ramón Rodríguez Universidad Complutense I En uno de los paseos habituales a la caída de la tarde cambié ligeramente el itinerario y me alejé un poco más hacia zonas algo periféricas de la ciudad. Como tantas veces, pasé al lado de alguno de esos horribles contenedores de basura que indefectiblemente afean las aceras. Pero esta vez no fue el acostumbrado mal olor y la suciedad que les rodea lo que me embargó al pasar, sino algo completamente distinto, que no supe al principio identificar, pero que enseguida se hizo evidente: el llanto entrecortado de un niño, seguramente un bebé, dado el timbre peculiar del lloro. Al pronto, trato de convencerme de que me engaño, de que el llanto viene de más lejos o incluso de que lo estoy confundiendo con el maullido de un gato; pero no, el sonido es cada vez más inconfundible y más cercano: proviene claramente del contenedor. Receloso y tembloroso a la vez me decido a abrir la tapa y, en efecto, un niño minúsculo, enrojecido y envuelto en una especie de harapientos pañales, lloraba al borde del colapso entre bolsas de basura y desperdicios informes. Paralizado por el asombro, bloqueado ante la terrible imagen, tardo unos momentos en acertar a hacer algo; por fin, me quito el jersey y envuelvo con él al niño, que no cesaba de llorar. Tras esta reacción inicial, caigo progresivamente en la cuenta de dónde estoy y de qué está pasando, saco el móvil, llamo al 112, explico la situación y me dirijo a toda prisa al ambulatorio de la seguridad social, que sabía que no estaba lejos.
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Esta escena, si no es directamente vivida, es por desgracia fácilmente imaginable a partir de las noticias periódicamente repetidas en la prensa. Reveladora de toda una realidad social, de la que se podría hablar durante horas, es por otra parte un caso paradigmático de eso que para cualquiera, incluso para el más crítico e insensible con la idea de deberes y obligaciones, constituye una situación moral. Podemos tomarla como punto de partida para una reflexión sobre ética y metafísica. Procedamos, ante todo, con una cierta pulcritud descriptiva. La situación en que aparece el fenómeno moral origina una interrupción de las expectativas habituales: nada en el paseo cotidiano presagia una encrucijada de ese tipo; más bien anuncia un plácido, o tal vez aburrido, deslizarse entre calles, edificios y personas que no nos obligan a tomar ninguna postura especial, sino que, al revés, facilitan el comportamiento automático del andar y el despreocupado vagar del pensamiento. El llanto del niño irrumpe, desde luego, como algo inesperado, no previsto, que atrae nuestra atención y la fija en él. Pero no es lo inesperado del suceso lo más definitorio de la situación. Un súbito y potente frenazo de un camión también es algo inesperado que nos fuerza a prestarle atención, que incluso suscita espontáneamente una conducta determinada por nuestra parte (el rechazo, por ejemplo, del descuido del conductor), pero en modo alguno es equiparable. El inesperado llanto del niño no es simplemente algo molesto que interrumpe mi tranquilo deambular y que me desagrada; es algo más, en él vivo un rasgo básico que no se encuentra en el frenazo del camión: el hecho de que la mera percepción de él, su simple oírlo, es a la par comprender que tengo que tomar una actitud ante él, contiene una exigencia de hacer algo relativo a él. El llanto me conmueve, no me deja indiferente, pero se trata de una indiferencia especial, que no es equivalente al atractivo de un escaparate ni a la belleza de una mujer con la que me cruzo ni al desagrado del frenazo. Todos ellos son como lazos diversos que me unen al paisaje común del paseo, formas de estar afectados por el mundo en las que consiste nuestra vida en él. Pero sobre esta no-indiferencia del estar interesados por el mundo destaca el llanto del niño como una conmoción específica de otro orden: oírlo es saber que, sin remisión, he de hacer algo; el llanto no es un sonido neutro que acontece sin más ni algo que me desagrada: es una reclamación, una exigencia de ocuparnos de él. El simple oírlo es ya negación de la indiferencia o la neutralidad. No puedo hacer oídos sordos o, mejor dicho, precisamente porque lo he oído y el oír significa a la vez sentir la reclamación, puedo tomar la actitud de taparme los oídos y hacer como si no oyera. Pero esto es ya una respuesta posible a esa exigencia que no deja escapatoria. Una prueba indirecta del carácter inmediatamente perceptivo de la exigencia con que se da el llanto es el no
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menos inmediato intento de desviarlo hacia otros sucesos familiares (el lloro «normal» de un niño en el edificio cercano, el maullido de un gato): implícitamente y sin reflexión alguna sé que, si realmente se trata del llanto de un bebé abandonado, «me pone en un compromiso». De ahí que, inconscientemente, busque la única salida por la tangente, lo único que me zafa de estar colocado ante la exigencia: que lo que oigo no sea realmente lo que oigo. «Poner en un compromiso»; es esta una expresión que se me antoja descriptivamente exacta: la exigencia que surge de la inmediatez de la percepción del llanto nos coloca, velis nolis, en un compromiso con ella, nos compromete a hacer algo, nos obliga, es decir, nos vincula a ella en una forma peculiar, la de de tener que hacernos cargo de ella. Es esto lo que acontece pura y simplemente en la experiencia relatada. Las reacciones de orden reflexivo que siguen al oír el llanto (llamar por teléfono, correr al ambulatorio) son ya conductas conscientes que ejecutan el hacerse cargo de la exigencia. II Si de la descripción del sentido de la situación pasamos a su análisis filosófico, hay que empezar dando la razón a los filósofos contemporáneos que han subrayado el carácter originario de la apelación. No me refiero, claro está, a la pretensión de instituir una apelación o llamada en el origen mismo de todo aparecer o darse algo, tal como encontramos en el pensamiento del segundo Heidegger, Levinas o Marion, idea discutible que requiere una reflexión de otro orden1. Se trata tan solo de subrayar algo más modesto: que la vivencia moral que analizamos es literalmente iniciada por la llamada o reclamación del llanto oído. Todo el sentido de la vivencia estriba, como he tratado de subrayar, en la imposibilidad de separar el «suceso objetivo» del llanto de la reclamación que nos dirige. La reclamación es, así, originaria porque instituye o inaugura el sentido de la situación vivida; todo en ella depende de la irrupción de una exigencia que reordena en torno a sí la totalidad de la situación. El sujeto que la vive no pone nada en ella, no decide ni interviene en su configuración, no da sentido a nada; es por el contrario asaltado por un sentido cuya inmediata comprensión transforma por entero el comportamiento habitual en el que estaba. Decidir el sentido de la reclamación o incluso si se trata o no de una reclamación no es algo que esté en el poder del sujeto; en la situación vivida el paseante es rigurosamente pa1 Me he ocupado de este problema, en el contexto de la crítica de la subjetividad, en el capítulo de Hermenéutica y subjetividad, Madrid, Trotta, 2010, titulado «El sujeto de la apelación».
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sivo; es puesto en un compromiso, toda su actitud y todas sus posibles acciones son subsiguientes a él, deudoras de él. La contrapartida de la reclamación percibida es la conciencia del deber moral. Si el llanto del bebé desvalido es una reclamación para quien lo oye, este tiene eo ipso el deber de ayudarle. El deber no es un nuevo ingrediente que se añade a la situación, es la forma como se recibe la llamada. La llamada es sentida como deber. Desde el punto de vista estrictamente conceptual, el deber es un concepto que expresa la vinculación, el compromiso en que me coloca la llamada y que normalmente es referido a las acciones que, como respuesta, debo emprender para ayudar al niño. Deber es, así, a la vez el vínculo que me une a la llamada y las acciones concretas que, respondiendo a ella, estoy obligado a emprender. Parece, entonces, que se sigue lógicamente de la llamada como una consecuencia suya. Pero fenomenológicamente forma parte de la misma conciencia en la que inicialmente se percibe el lloro: el sentimiento de deber es la forma como el sujeto acoge la reclamación, el modo como real e inmediatamente toma conciencia de ella. El deber que así aparece posee todos los caracteres de un imperativo categórico, tal como los analizó Kant. El deber de ayuda que responde a la reclamación no supone, para ser sentido como tal deber, la adopción previa de ningún deseo o propósito por parte del sujeto, no requiere de ninguna circunstancia específica en el sujeto ni guarda relación con ningún posible efecto que la acción que este emprenda pueda tener. La conciencia del deber surge con entera independencia de si el paseante tiene prisa, de si tiene algún impedimento físico, de si es compasivo o no, de si teme a las consecuencias de su llamada a la policía. Por el contrario, todos los deseos y circunstancias personales resultan suspendidos o, mejor, subordinados y reorganizados en torno al deber de ayuda que aparece ineludible. En esta incondicionalidad reside uno de los aspectos fundamentales de la universalidad del deber que tanto enfatizaba Kant: en que el deber moral, al no implicar en el sujeto ninguna condición previa (salvo su naturaleza de agente racional, es decir, su capacidad de inteligir el deber como tal y, en consecuencia, determinarse por él), afecta por principio a cualquiera: cualquiera en la misma situación estaría igualmente obligado por él. Pero esta universalidad del deber, que prescinde de todos los rasgos personales de quien está sujeto a él, no convierte al sujeto en un ser abstracto, en la ficción de un puro ser racional. Con frecuencia se entiende el famoso «rigorismo» kantiano en este sentido, como si actuar por deber requiriera despojarse de todos los deseos, afectos y tendencias espontáneas que individualizan al sujeto. Nada más lejano; lo que la vivencia del deber muestra es que la llamada del llanto del bebé está dirigida a mí, soy yo, en toda la concreción de mis circunstancias (el que pasea con estos pensamientos concretos, etc.) y con toda mi
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historia personal detrás, el que está afectado por la conciencia del deber. Nada en mí queda fuera de esa llamada. No vivo ninguna distinción entre mi yo racional (un «cualquiera») que comprende el sentido del deber y mi yo empírico, interesado en sí mismo y en el mundo y, tal vez, deseoso de escapar de esa situación. La conciencia del deber me afecta en todo lo que soy, y produce, no una abstracción en el sujeto o una separación respecto de todos sus intereses personales, sino más bien lo que podemos llamar una reevaluación y reorganización del yo en torno al deber de ayuda que de pronto surge: el sujeto se ve obligado a reconsiderar su prisa, a sopesar su temor a verse involucrado en inquietantes interrogatorios y quizá a enderezar sus afectos naturales hacia la criatura desvalida. El deber actúa como un eje en torno al cual se rehace, durante un tiempo, la vida entera del sujeto, que sigue siendo el mismo que era. III ¿Significa la originariedad de la apelación y de la conciencia del deber una absoluta independencia del fenómeno moral respecto de toda condición ontológica, respecto de todo requisito en el ser del agente o en el objeto debido? ¿Cuál es la relación entre el deber y el ser, entre la moralidad del comportamiento y el ser real con el que trata y del que se trata en él? Olvidemos, por un momento, las teorías filosóficas bien conocidas y sigamos prestando atención a nuestro ejemplo, lo que implica, desde luego, asumir que no podemos realizar generalizaciones indebidas a partir de él, pero sí obtener algunos rasgos básicos que contrastar con otras situaciones y que sirvan a modo de pistas para la comprensión del fenómeno moral. Cuando, a raíz del caso analizado, hemos hablado de la originariedad del fenómeno moral queríamos esencialmente significar que la reclamación y la subsiguiente e inmediata conciencia del deber no se deducen de las condiciones antecedentes del sujeto que las vive, que nada en sus expectativas, deseos, propósitos o tendencias personales explica el surgimiento de la exigencia que de pronto aparece. Esta adviene como del exterior, recae sobre él y le obliga a tomar posición sin dejarle salida; todo intento de desentenderse de ella es ya una forma de respuesta, es decir, de hacerse eco de ella. Esta exterioridad, que la obligación moral comparte con muchas otras exigencias del mundo social, tiene sin embargo una peculiaridad: que mi comportamiento queda calificado, a partir de ella, como bueno o malo. Sé que atender la exigencia es hacer objetivamente un bien y que no atenderla o rechazarla supone ineludiblemente un mal. La objetividad del bien o del mal que comprendo es el signo de su exterioridad, de su independencia de mí: el valor moral que
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la exigencia comporta no proviene de mi libre voluntad valorativa. Pero eso no significa que sea una especie de juicio ajeno que recae sobre mí, como una valoración de otros que se me arroja. Por el contrario, es para mí mismo para quien el seguir o no el deber se ofrece como bueno o malo. Lo paradójico es que esa objetividad claramente percibida no convierte la exigencia en una imposición extraña, sino que la exigencia me aparece como algo mío, no en el obvio sentido de que recae sobre mí, sino de que la siento como propia, de que la sé mía: el deber de ayudar al niño es tan acorde conmigo mismo que me doy cuenta de que cumplirlo me hace en algún sentido mejor, y que, por tanto, no permanece en la distancia y la indiferencia de las constricciones sociales que cumplo por costumbre o por temor a las consecuencias. Pero si me hace mejor, no puede entonces ser algo absolutamente ajeno a lo que ya soy, sino algo que lo completa o perfecciona, algo que me es, de alguna forma, connatural. Hay, por así decir, una cierta afinidad entre el deber que se me impone y mi ser actual. El deber moral afecta a lo que somos más radicalmente que las convenciones sociales. Por eso es, más que ellas, algo legítimamente «nuestro». Exterioridad y autonomía no son conceptos incompatibles2. Pero retornemos, para proseguir con la reflexión ontológica, al momento descriptivo inicial de la percepción del lloro. Lo que nos llamaba la atención era la estricta simultaneidad entre la audición del llanto y el desencadenamiento del fenómeno moral de la apelación y el deber. No hay algo así como una percepción del lloro seguida de una valoración moral del mismo. La percepción del lloro es ya el fenómeno moral. La valoración moral no se superpone a la percepción, sino que esta es ya, si queremos hablar así, valorativa. Pero la terminología del valor, que acabamos de emplear y que se nos ha venido de pronto a las mientes, ¿por qué ha surgido?, ¿es necesaria?, ¿qué aporta, descriptiva o conceptual2 Esta conjunción de extrañeza y propiedad constituye la entraña del concepto kantiano de autonomía. La ley moral es siempre deber, es decir, se impone constrictivamente como algo ajeno porque reprime las inclinaciones y deseos que pueden oponerse a ella, pero a la vez es genuinamente mía porque se origina en la ineludible condición racional de nuestra voluntad. La aparente exterioridad de la ley moral, su carácter extraño, se debe a que no tiene en cuenta aquello que aparece como prima facie más mío, mis deseos, hábitos e inclinaciones, pero sin embargo, cuando se comprende el sentido de sus mandatos, no puedo dejar de estimarla como propia, como radicalmente acorde, por su universalidad, con mi condición de ser racional. Kant atribuye la exterioridad de la ley moral al hecho de que el hombre es una voluntad «patológicamente afectada», determinable por deseos ajenos a su carácter racional. Es, pues, una cierta condición humana la responsable de esa aparente heteronomía que comporta la absoluta objetividad de la ley, heteronomía que en realidad es autoconstricción. En nuestro ejemplo veremos más bien que la exigencia, antes de ser deber que me constriñe, es reclamación ligada al ser menesteroso que requiere nuestra ayuda.
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mente, para que sea conveniente adoptarla? En el primer aspecto, no hay nada en la situación que me obligue a describirla en términos de valor: yo no percibo el lloro del niño como una especie de cualidad de valor negativa, sino una criatura desvalida que reclama mi ayuda. Introducir en esta primera instancia el lenguaje del valor es innecesario, pues lo que yo sé en ese primer momento es que el niño arrojado en la basura es un mal y que sacarle de esa situación es un bien, pero llamar a esa comprensión del bien y del mal percepción de valor es saltar sin más a otro orden de cosas. Ante todo, porque sugiere que la situación en la que está quien siente la exigencia de ayuda es una situación perceptiva más o menos objetiva, solo que lo que percibe ahora no son cualidades físicas, sino cualidades de otro tipo, «cualidades de valor». Pero ni la exigencia se deja entender como cualidad de valor ni yo estoy ante ella «percibiendo», sino reclamado, exigido. Es obvio, sin embargo, que la idea de valor trata justamente de destacar esto último, la diferente posición del sujeto ante lo valioso: estimar un valor es sentirse de cierta precisa manera atraído o repelido por lo valioso. Pero la analogía con la percepción induce a una confusión grave, pues establece una suerte de paralelismo entre la percepción en su sentido habitual y la «captación» de un «valor» que carece de base descriptiva: da a entender que el valor es un objeto que está ahí, como lo está el objeto percibido. La objetividad del bien y del deber, en el sentido de la universalidad e independencia del sujeto, no necesitan, para sustentarse, ser explicadas en términos de percepción de valores. Y es que el valor —y esto nos lleva al segundo aspecto, el conceptual— es más bien un concepto filosófico, que generaliza lo que de específico tiene aquello con lo que tratamos en las experiencias no teoréticas, no científico-objetivas (morales, prácticas, estéticas, políticas, etc.). Dejando aparte sus resonancias económicas y su referencia inicial a la voluntad del sujeto que valora, como ha subrayado toda la tradición nietzscheana, lo que resulta pertinente destacar en este contexto es que el uso del concepto de valor es el contrapeso obligado por el predominio de la visión «neutra» de la objetividad científica. Depende esencialmente de esta, que opera como la base indiscutible de la experiencia humana del mundo: las cosas son primordialmente lo que la mirada teórico-objetiva de la ciencia dice de ellas3. Además hay las diversas formas de estar interesado en el mundo, distribuidas en el variado trato con los «valores» que rigen en cada sector de la experiencia. De esta forma, de manera inevitable, el valor aparece como algo que se añade a la cosa 3 Esta es una afirmación que tiene el estatuto de creencia generalmente compartida y que, como tal, es independiente de las concepciones de la ciencia que se tengan. Vale lo mismo para el realismo puro como para las diversas formas de idealismo.
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de la visión objetiva y se lo entiende al modo de las propiedades reales de esta, como una «cualidad» de un rango determinado. Nada habría que objetar a esta manera filosófica de dar cuenta de la experiencia no teorética del mundo —pues, al fin y al cabo, resalta lo propio de esta— si no fuera porque escinde inevitablemente el «ámbito del ser» del «ámbito del valor», dejando el primero, la ontología sensu lato, a la visión teórico-objetiva y el segundo a las diferentes formas de praxis, tematizadas por sus correspondientes formas de pensamiento (ética, política, estética, etc.). Una escisión que más que el resultado de la idea de valor es su supuesto y que no se justifica a partir de la descripción de la experiencia inmediata de lo que justamente trata de tematizar. Pues la diferencia entre la percepción del nudo hecho ontológico y la captación del valor no aparece, como hemos visto, en el fenómeno moral que hemos analizado. El nudo hecho ontológico es el llanto del niño significando de inmediato para mí reclamación de ayuda; el llanto es esa misma reclamación, es prima facie lo que significa. ¿Por qué hay que suponer que el llanto del niño es un suceso objetivo distinto y separable de la apelación que nos dirige? ¿Por qué concedemos tácitamente la primacía en la decisión de lo que verdaderamente es a la idea de una conciencia puramente especular que reflejara un acontecer «neutro»? ¿Vería esa conciencia realmente el llanto del bebé en el contenedor de basura, o vería tal vez contracciones espasmódicas en un cuerpo enrojecido junto a otros cuerpos inertes? Pero esto último es precisamente lo que no se da en el encuentro del niño abandonado. El nudo hecho ontológico es una abstracción operada sobre esa experiencia originariamente sintética, en la cual lo que luego el análisis distinguirá como ser y valor se da en una total implicación mutua. Y de esta implicación se trata cuando planteamos el problema de la relación entre el deber moral y sus condiciones ontológicas. Atendamos en primer lugar a la reclamación. Es evidente que proviene directamente del niño que llora. No es un abstracto principio moral universal lo que me llama a hacerme cargo de él, por más que la reflexión filosófica pueda mostrar la validez implícitamente operante de ese principio, sino la realidad viva del niño. Es esta la que por el solo hecho de ser, de su presencia en el mundo, reclama mi intervención. Pero es un hecho de ser que no consiste en el puro existir sin más, en el mero estar ahí, que comparte con todas las cosas. Se trata de una realidad que, al existir, se muestra en sí misma como precaria, como constitutivamente frágil, y es a esta fragilidad ontológica a lo que se liga la reclamación. Pero incluso esta expresión («se liga a...») no es en verdad del todo exacta. Sería más justo —y también más radical— decir que la menesterosidad ontológica es percibida en la forma de una reclamación, de una exigencia de cuidado. La forma adecuada y original de saber de su ser frágil es la reclamación
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que demanda, no la percepción que contempla. Es en la llamada y en su correlativo deber de ayuda donde se revela el ser frágil. Podríamos naturalmente solazarnos en la contemplación de esa misma fragilidad, al ver, por ejemplo, los torpes movimientos del niño que comienza a andar, pero el menor tropiezo nos devuelve a la originariedad de su ser precario y a la solicitud correspondiente. El deber moral de ocuparnos del niño, que muestra nuestro ejemplo, está, pues, indisolublemente unido a su condición ontológica. Es el estricto correlato de esta. El mantenimiento de esa vida precaria aparece como un bien en sí que reclama nuestra acción. Si esta correlación entre deber y condición ontológica del objeto debido se encuentra en toda forma de experiencia moral es algo que no podemos decidir aquí. Es posible, tal vez, extender, como ha hecho Hans Jonas, la precariedad ontológica a toda forma de vida, siempre fugaz y perecedera, de manera que su continuidad, la prosecución de su propia existencia, sea un bien en sí que demanda del poder humano, convertido en casi omnímodo por la tecnología, la responsabilidad de una solicitud constante. Pero esto es ir más allá de lo que, en nuestro contexto, el fenómeno moral del que partíamos permite. Algo, sin embargo, hay todavía que destacar a propósito de esa correlación. La conciencia del deber, a partir de la obra de Kant, la pensamos sobre todo como una exigencia que implica tres conceptos: ley, voluntad patológicamente afectada y libertad. Las dos últimas son requisitos subjetivos que radican en la naturaleza del agente moral: por la primera se explica el carácter constrictivo del deber, pues solo porque la voluntad humana puede ser atraída y determinarse por motivos ajenos a la ley moral esta reviste la forma de un mandato; la segunda hace posible la moralidad misma, al permitir que la razón pura, expresada en la universalidad de la ley moral, mueva a la voluntad sin la mediación de la sensibilidad. Solo en la ley, que manda algo concreto (socorrer al niño, en nuestro caso), encontramos un ámbito donde el ser sobre el que recae la acción mandada tiene cabida. Pero la tiene justamente solo así: como el ser sobre el que recae el beneficio de la acción, no como el ser de quien proviene la reclamación que el sujeto siente como deber. Para Kant la ley moral no podría ser una respuesta a exigencias que emanen del ser de las cosas o de las personas, pues entonces dependería de que sintamos o no esa exigencia. Si la ley es verdaderamente universal no puede estar sujeta a la contingencia de que el agente moral perciba o no la precariedad ontológica del ser que nos reclama. Para Kant sería siempre la forma empírica en que somos afectados por esa naturaleza frágil y precaria lo que impediría que el imperativo moral de socorrerla sea una simple respuesta a su llamada. ¿Y si el paseante viera al niño en la basura sin sentir la menor llamada a socorrerle, seguiría estando sujeto al deber o perfec-
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tamente libre de él? Si nos parece que sigue estando obligado, diría Kant, es porque la universalidad del deber de ayudar al ser desvalido ha de sustentarse en sí misma, en la razón pura, sede de toda legalidad, de lo contrario le sustraemos toda su fuerza obligante. La concepción kantiana del deber, impecable en sus rasgos conceptuales básicos, se ve forzada sin embargo a prescindir del rasgo fenomenológico-descriptivo capital de la inmediata correlación entre el ser frágil y el deber de ayuda, haciendo de este un momento autónomo y autosuficiente, no porque aparezca así en la conciencia del sujeto, sino por las necesidades lógicas de su fundamentación. Pero, naturalmente, no es este el lugar para llevar a cabo una discusión fenomenológica de esa fundamentación. Me importaba solo destacar una posible contraposición que contribuye a precisar las implicaciones ontológicas, por el lado del objeto, de la conciencia del deber4. Todavía nos queda algo que decir de ellas por el lado del agente de la acción moral, que podemos adelantar de forma asertórica: lo que el fenómeno de la reclamación y del deber, tantas veces referido, supone en el agente es su condición de sujeto5 (o, al menos, si no queremos dar a «sujeto» toda la carga que en él deposita la metafísica moderna, lo que he llamado en Hermenéutica y subjetividad «condición presubjetiva»). Dicho brevemente: el llanto es una apelación que como tal requiere alguien que la oiga en el preciso sentido en que quiere ser entendida, como una llamada de ayuda. Eso implica que el apelado tiene no solo que oír físicamente la llamada, sino sentirla como reclamación, es decir, tiene que saberse concernido por ella. Lo que la reclamación supone en quien la oye no es solo una sensibilidad capaz de recibir las impresiones auditivas, sino que esas impresiones sean percibidas como llamada y que tal percepción le afecte a su vez con-moviéndole, es decir, poniéndole en disposición de iniciar acciones de ayuda. El agente tiene que tener la reflexividad elemental de sentir el llanto y sentirse afectado por él, saber que es a él a quien se dirige la llamada, que, por tanto, ha de ponerse a sí mismo en juego. Una relación consigo mismo en el momento inicial del 4 Discutir, desde el punto de vista fenomenológico, esa fundamentación requeriría poner sobre el tapete la concepción que Kant tiene de la donación —el momento primario del aparecer de algo— y de la función en él de una sensibilidad concebida al modo empirista, su concepción hedonista de la facultad de desear, que hace que todo objeto del querer afecte a la voluntad siempre empíricamente y, por tanto, a posteriori y, por último, lo que Heidegger llamaba «el sentido genuino de lo a priori», que, a su entender, había descubierto la fenomenología rectificando a Kant. 5 Hasta ahora he utilizado el término «sujeto» en el sentido corriente, el que aplicamos al ser que es agente de la acción o que es consciente de algo (de la reclamación, del deber, etc.). Ahora le damos un sentido preciso, a partir justamente de las implicaciones del fenómeno moral.
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sentir la reclamación es una condición indispensable en el agente moral. Pero no solo en ese momento. El sentirse concernido por la reclamación significa que el reclamado dispone de sí para iniciar, si no la rechaza, las acciones exigidas para atenderla. Se compromete consigo mismo al mantener en el tiempo los comportamientos conducentes a cumplir las exigencias de la apelación, lo que significa que se proyecta a sí mismo hacia el futuro y se sostiene en la fidelidad a la decisión tomada. Una continuidad consigo mismo en el sentido de lo que Ricoeur llama el mantenimiento de sí (maintien de soi) es un rasgo más de la indispensable autorreferencia que la conciencia del deber supone en el agente. Un requisito ontológico que rige aun en el caso de que el que oye la reclamación haga oídos sordos o se niegue a seguirla: ambas posibilidades suponen en el «sujeto» el mismo doble aspecto de la relación consigo mismo. Lo cual nos lleva a un último carácter ontológico en el agente: su libertad, en el sentido de no estar de antemano determinado por la reclamación. Una indeterminación que deja abierta la posibilidad de seguirla o no. En efecto, si la apelación provocara en el que la oye una respuesta inmediata y automática en un sentido unívoco, no sería sentida como apelación, como una convocatoria a realizar algo, ni esa realización aparecería como deber, que implica la intrínseca posibilidad de no cumplirlo. La acción seguiría al suceso «apelativo» con la necesidad de la relación instintiva estímulo-respuesta. Pero justamente ese tipo de relación es lo que no es vivido en la experiencia moral del niño abandonado. Relación consigo mismo y libertad son dos rasgos indiscutibles de lo que normalmente entendemos por sujeto. Destacar la subjetividad del agente moral no significa comprometerse con la concepción del sujeto propia del idealismo de la filosofía moderna ni mucho menos con la función que esta le atribuye en el conocimiento y en la acción. Significa tan solo poner de relieve que la condición de sujeto es un requisito ontológico indispensable de la experiencia moral, que en el ejemplo que hemos analizado se deja resumir, para concluir, con una palabra: responsabilidad. Responsabilidad, en primer lugar, como estructura formal de la relación en que el sujeto está situado por obra de la apelación que le convoca: está, desde el mismo momento en que la escucha, obligado a responder. Queda abierto el sentido de su respuesta, pero, sea cual sea el tenor de esta, se mueve ya en el previo vínculo de esa necesidad de responder que es el sentido primario de responsabilidad y que no es otra cosa que un hacerse cargo de la situación, queramos o no. Pero ese vínculo pone en marcha una nueva responsabilidad, la que el sujeto tiene sobre su propia respuesta. Es a la que alude el sentido corriente de responsabilidad, que atribuye al sujeto la autoría de sus actos, y es también
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al que apunta la condición de sujeto que acabamos de exponer. Si la apelación coloca al sujeto en la necesidad de responder, la respuesta solo es posible si el sujeto puede hacerse responsable de ella, es decir, si tiene sobre ella el control de llevarla a cabo en el sentido requerido, si puede mantenerse a sí mismo en la constancia que la acción exige, si puede medir el peso de sus actos respecto de la exigencia que pretenden cumplir. Sin la condición subjetiva del agente no hay experiencia de responsabilidad moral en su doble sentido6.
6 El sujeto no es ciertamente el dueño de su experiencia moral pero es ya sujeto para poder vivirla. Los filósofos contemporáneos, arriba citados, que han enfatizado la idea de la apelación suelen poner el acento en el primer sentido de responsabilidad, atribuyéndole una función de crítica radical de la subjetividad, en la medida en que desposee al sujeto de su papel de fundamento y le coloca en el lugar secundario de ser instituido por la apelación que le precede. Pero esto es solo parcialmente justo, al menos en lo que se refiere a la experiencia moral. Si bien el sujeto no aparece para sí mismo como fundamento de la apelación que le sorprende, su condición de sujeto no es instituida por esta, sino que está ya vigente como condición del sentir la apelación, como he tratado de mostrar. Una vez más es Paul Ricoeur quien mantiene una posición cargada de sensatez, al mostrar la mutua implicación entre apelación y subjetividad, es decir, entre los dos sentidos de responsabilidad. Su discurso de recepción del doctorado honoris causa en la Universidad Complutense es todo un ejemplo. Para una discusión de este problema, me remito de nuevo al capítulo de Hermenéutica y subjetividad, citado en la nota 1.