Cátedra de Artes N° 11 (2012): 46-62 • ISSN 0718-2759 © Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile
Paisaje, territorio interdisciplinar The landscape, interdisciplinary territory Efraín Telias Gutiérrez
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile
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Resumen Señalamos en este artículo, de manera introductoria, diversos componentes que configuran la propuesta paisajista. Para ello hacemos mención de sus motivaciones e interpretaciones, condiciones que definen el género del paisaje en un territorio interdisciplinar, particularmente desde el siglo XX. Mencionamos áreas que aluden a la cultura e identidad, la connotación religiosa en la representación de la naturaleza y problemáticas que se derivan del cuestionamiento del paisaje en la modernidad, tanto la pérdida de su especificidad, así como los escenarios en una relación de crisis con el entorno natural. Reflexionamos en relación a la pregunta urgente sobre la forma de comprensión y relación con el ambiente, situación que expande el concepto del género del paisaje, haciéndose objeto de diversas disciplinas teóricas y ampliando las expresiones del arte del paisaje, el Land Art, entre otras. Palabras clave: Paisaje, interdisciplina, naturaleza.
Abstract We note in this article, as an introduction, various components that make up the landscape proposal. To do this we mention their motivations and interpretations, conditions that define the genre of landscape in interdisciplinary territory, particularly since the twentieth century. Mentioned areas that refer to culture and identity, the religious connotation in the representation of nature and problems arising from the questioning of the modern landscape in both the loss of specificity, as well as scenarios in a relationship crisis with natural environment. We reflected on the urgent question of how understanding and relationship with the environment, a situation that expands the concept of the landscape genre, becoming the subject of various theoretical disciplines and expanding expressions of landscape art, Land Art, among others. Keywords: Landscape, interdisciplinary, nature.
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I. Introducción Nuestra mirada se enmarca en un acercamiento hermenéutico, y entonces, como punto inicial, definimos que no vemos en el paisaje una substancia, una esencia, en torno a la cual construimos lecturas, sino que el paisaje es ante todo una interpretación desde el observador o su contexto, que inventa aquello que unos y otros reconocemos como “paisaje”. Tampoco adscribimos a interpretaciones que buscan articular una historia universal del paisaje, en tanto se trata este de un constructo cultural, estrechamente ligado a lo que en cada contexto ha sucedido para sus diversas expresiones. Por ello en los siguientes párrafos haremos mención sobre la pertinencia de un acercamiento al paisaje en términos plurales, asumiendo la diversidad de su constitución. Esto, además, hace del paisaje un territorio sabroso en tanto podemos ahondar en distintas áreas de su espectro de posibilidades, según las culturas donde podamos reconocerlo. Aunque Shi Tao, paisajista chino del siglo XVII, y Jacob Van Ruisdael, del mismo siglo, dejan ver su constitución como contempladores y por ello factibles de comparaciones, por ejemplo, la noción de que la expresión del paisaje está atada a la autonomía del sujeto que lo reconoce y queda este así facultado para su enunciado, es inmensa la distancia que los separa. Previo a abordar los temas, dejamos instalada una premisa: la constitución estética del paisaje, ya que estamos siempre refiriéndonos a la expresión, representación o proposición de un ámbito que será percibido y puesto en valor desde alguna categoría de la belleza o lo sublime; y que además, porta una gran densidad simbólica. Especificando algo más la irradiación de energía desde la estética hacia la expresión paisajista en nuestra cultura, podemos observar que el desarrollo del concepto de lo sublime en la filosofía, las dimensiones otorgadas desde Hume hasta Kant, son reflexiones inmediatamente antecedentes a la explosión de la producción paisajista pictórica en Occidente. Pareciera ser que los ribetes del concepto de lo sublime conllevaban el ingrediente catalizador para la dilatación de la producción artística de una imagen de la naturaleza, cuantitativa y cualitativamente muy distinta de la realizada hasta el siglo XVIII. Oliveras (2007), justamente desarrollando algunas líneas de la Crítica del Juicio de Immanuel Kant, nos da pie para esta aseveración, al referirse a la extensión de lo bello que implica la aparición de lo sublime, instalando el requisito de la forma definida o contenida en el primero y la infinitud en el segundo. Así lo sublime queda atado a la percepción de la naturaleza como ejemplo paradigmático, en su inapelable condición sujeta al no límite. Este estatuto estético ha sido el decodificador cultural para la apreciación del paisaje en el arte en los últimos doscientos años; por ejemplo, es aquello que permite un estrato equivalente de conmoción perceptual, enmarcada en sus connotaciones paisajistas, entre una pintura romántica de Caspar David Friedrich, y la obra de Walter de María “The Lightning Field” (1977), representativa en sí misma de la dimensión sublime del Land Art.
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Antes de seguir, debemos dejar algo claro, que es obvio, pero no por ello innecesario de especificar: una cosa es el paisaje y otra la naturaleza. La proposición representada o concreta de ámbitos no se restringe al referente natural; sin embargo, en la relación del hombre con su contexto y para la proposición paisajista, es el principal factor (por presencia u omisión) de aquello que es el material con que se articula el constructo del paisaje; que, en todo caso, queda en el espacio de la producción cultural. Ampliando introductoriamente, y para referirnos a la producción paisajista gráfica en Oriente, reiteramos nuestra perspectiva que ve en el paisaje un fenómeno cultural diverso y complejo, y aunque el desarrollo del paisaje en Occidente lo vemos afectado por las corrientes de la estética y la filosofía, consideramos que la influencia del pensamiento para la segunda gran tradición paisajista de la humanidad, aquella que aconteció en China a partir del siglo V y luego en Japón, se tradujo de otro modo, donde lo religioso jugó un papel crucial; sin embargo, advertimos que para nuestras reflexiones, coherentes con nuestra condición de interpretantes, no podemos obviar que las miradas que realicemos no pueden hacerse sino con el influjo en algún grado de nuestras constituciones conceptuales, por ejemplo, desde las connotaciones de lo sublime, que nos resultan ineludibles para leer el espectro completo del fenómeno paisajista. Como condición general entonces, el paisaje es una proposición que tanto en su factura como en su lectura, se condiciona del lugar habitado por una cultura, que reconoce y realiza desde esa realidad una construcción abstracta, instala una interpretación del mundo que está afuera y conlleva el conjunto de ideas, paradigmas, sueños y mitos que la componen. Por esto, el paisaje es un constructo humano complejo, un ingenio que radica y reposa en la sustancia de una sociedad, que se actualiza y hace concreto en cada sujeto interpretante. Maderuelo (2005) lo resume, puntualizando su alteralidad cultural: “El paisaje es un constructo, una elaboración mental que los hombres realizamos a través de los fenómenos de la cultura. El paisaje, entendido como fenómeno cultural, es una convención que varía de una cultura a otra” (17). Inicialmente, pensamos necesario entregar antecedentes sobre las connotaciones del paisaje a partir de su denominación, por ello mencionamos aunque sea brevemente el significado de su definición. En la cultura latina el término pagus es el antecedente en latín a “paisaje”, y su derivación “país” deja en claro el gesto de la confinación, la limitación a través de la voluntad humana de un fragmento de la vastedad natural, el anticipo a la operación básica para la configuración visual del paisaje: el marco. En las lenguas germánicas, encontramos land, con sus consecuentes conjugaciones en inglés u holandés; en este caso, la denominación es más concreta y connota su materialidad como tierra, terreno, y de allí, a territorio. Todas las denominaciones derivadas hablan del mismo hecho: la apropiación de un área geográfica, la identificación con la tierra y un específico paraje (De Boulos 5). Bien distinto a las significaciones de la definición en el idioma chino tradicional, que usa para referir al paisaje, un carácter
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pictográfico que incluye dos elementos radicales (montaña y agua). Aquí, el paisaje simplemente es referido por dos elementos naturales genéricos, que, antes que llevar a la reclamación de una pertenencia humana, simplemente enuncian de manera simbólica aquello que construye el lugar natural que acoge la posibilidad de la existencia en ella. Este lugar consumado como territorio, con bases antropológicamente bien definidas, se recompone en la posmodernidad, donde identificamos que el paisaje se ha inaugurado como un crisol de convergencias. Desde ya, las matrices culturales brevemente mencionadas, sobre las cuales se ha agregado su colonización por la teoría, en tanto problemática relevante de una época donde el lugar habitado, el entorno, se sitúa como tema de vida y muerte, de posibilidad y de finitud, y abre el campo para el despliegue de una pléyade de disciplinas que la abordan en su concreción: urbanismo, geografía, ecología, artes visuales y del espacio, y arquitectura, disciplinas en torno a las cuales la teoría festina desde la estética, sociología, antropología, filosofía, historia y muchas más (Nogue 10). El paisaje es así hoy, un fenómeno inconcebible sin la comparecencia de la diversidad de saberes que convocan las múltiples dimensiones de este. Y claro, no olvidamos que, más acá de los paisajistas corporizados en artistas contemporáneos bajo el alero de la teorización, el paisajista es también hoy (legítimamente) un hijo de vecino que documenta sus vacaciones con una secuencia de fotografías digitales de alta resolución. En los párrafos siguientes, y limitándonos, las más de las veces, solo a mencionar los elementos en juego en la convocatoria a múltiples disciplinas en el paisaje, lo reconocemos en cuatro dimensiones: a) representación, identidad y especificidad, b) religiosidad del paisaje, c) el no lugar, la quintaesencia de la modernidad, y, d) paisaje, crisis y Land Art. Señalamientos que, esperamos, motiven a un mayor análisis en la bibliografía que nos ha servido de referencia.
II. Representación, identidad y especificidad Representar un territorio, un duplicado que corresponde a un ámbito referente real o imaginario, es aquello que consideramos específicamente indicativo de la plena existencia del concepto de paisaje. Representar significa re-crear, duplicar, pero, ¿para qué hacerlo? Planteamos para su aparición, reiterando lo estipulado en la teoría del paisaje, concepciones que provienen de una re-mirada, originada en la pérdida. Una primera ausencia, que apunta hacia un lugar lejano e idealizado, configurado mitológicamente como aquello dejado atrás, o prometido en el futuro; y en segundo término, la paulatina diferenciación del hombre y la naturaleza, el fenómeno de la transición al hombre urbano, condición que en los últimos siglos se afianza de forma acelerada. En la primera situación aparece el paisaje como un fenómeno factible de comprobar en distintas tradiciones como un lugar mitológico que, caracterizado en las condiciones de diferentes contextos culturales, exige, eventualmente a lo
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largo del tiempo, su concreción gráfica. Se trata aquí de lo anterior paradisíaco, el “otro lugar”, o el lugar más allá de este, y así estamos frente a la construcción de un lugar alterno como paraje paralelo, como origen o destino, antes o luego del actual. La presencia escenográfica de Arcadia. En este esfuerzo constructivo, se escogen de lo conocido los elementos que se reorganizan para construir ese ámbito más allá de este, que se desea o teme, pero que, finalmente, resume intencionadamente una selección del ámbito concreto. La segunda motivación para la constitución del paisaje, la vemos en el advenimiento paulatino y creciente de la cultura urbana, que reconstruye desde el paisaje real, un paisaje duplicado, también con una connotación de apropiación. Andrews (1999), citando a Cosgrove, señala lo siguiente sobre la aparición de la noción de paisaje: Se asocia la evolución del concepto del paisaje con el capitalismo moderno temprano y el abandono del sistema feudal de tenencia de tierras. De acuerdo con este argumento, aquellos para los que la tierra es su modo de vida, su entorno, y están integrados a ella para sobrevivir cotidianamente, no ven la tierra como paisaje, [sino que] se relacionan con ella como internos. (20)
Así, el paisaje no sería puesto en valor por el campesino, y en proporción a su transformación en citadino, surge la valoración de una imagen que compensa su lejanía. También un externo sería el terrateniente, que no pertenece a su propiedad, que no está inmerso en ella, sino que la posee, y para el cual el paisaje representado se transforma en un documento o registro de su posesión. A propósito de este fenómeno, Roger (2007), comentando las conclusiones de coloquios paisajistas, apunta que “la idea del paisaje parece escapársele a los campesinos, que, más cercanos que cualquier otra persona al país, estarían tanto más alejados del paisaje” (30), enhebrando incluso el concepto de lo sublime, refiriéndose a afirmaciones en el sentido que para el hombre rural lo sublime se presenta como atemorizante y rechazable. Coincidimos con esta mirada que se verifica en la realidad, por cuanto el campesino vive una relación intensa, en riesgos, pero simbiótica con su entorno, mientras que para el citadino, en cambio, se trata de una mirada condicionada por la distancia y la cultura, por lo estético. Esta situación explica el reiterado trauma que vive el habitante de la urbe al querer reintegrarse nostálgicamente al lugar natural, el retorno desde la ciudad al campo, pero donde encuentra en realidad algo muy distinto a lo que imagina, y eso que imagina es propiamente el paisaje, un constructo distante del lugar real. En esta línea, y para hacer concreta y material la representación de este lugar distante, se implica además la acción de un observador que realiza un registro, un externo ya a la naturaleza, que se desmiembra justamente de la comunidad citadina; esto, que a primera vista parece evidente, implicó varios actores y experiencias, que en su evolución también hicieron evolucionar el resultado. El Estado requirió la concreción de sus límites, la apropiación del terrateniente
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exigió la representación de sus posesiones, la melancolía del burgués exiliado del campo solicitó una imagen de su origen, el temor de aquello expandido en la exterioridad a los muros de la aldea también requirió ser exorcizado a través de la imagen. En el ámbito de la vastedad del entorno natural, también identificamos al viajero, tanto al expedicionario que responde a una misión –el explorador–, como al observador en tránsito, que retiene a través de la imagen aquello alcanzado o simplemente visto y que es constructor de memoria. Una memoria que retorna al objeto referente, al paisaje natural, para su reconocimiento, esto es, la propia revelación del lugar que ha servido como modelo, y que gracias a su registro, se hace inteligible y parte de la cultura. Sin embargo, tanto en la proposición imaginaria del lugar mitológico –el lugar alterno–, como en el gesto de la duplicación ante lo perdido o apropiado, reinventamos algo distinto. En este sentido, y según lo planteado, podemos definir el paisaje como un constructo conceptual, algo que no existe sin el observador, que en el acto de representación no puede sino también reinventarse. Por esto la representación de aquello identificado como paisaje abre un nuevo espacio en sentido literal, puesto que la representación se constituye en una nueva realidad. De aquí que, en un grado relativo, todos los paisajes son genuinas invenciones. Es cierto que el paisaje es un intento de aprehensión, relación y comprensión del entorno, pero en ese movimiento, el hombre inevitablemente interpreta y propone algo diferente. Cada ámbito representado es un nuevo paisaje, que se articula según los paradigmas sociales y culturales que permiten a un individuo enunciar el duplicado de un lugar o su reconstrucción. De aquí que es un asunto delicado extrapolar condiciones para verificar en torno a imágenes de paisajes indiferenciados, conceptualizaciones que lleven a equivalencias y comparaciones temerarias. En esta perspectiva situamos como válido indicador de la plena existencia del concepto del paisaje –y en consecuencia la integración a la cultura de algún paisajismo–, la sola presencia de iconografía que lo represente. En este punto diferimos de lo planteado por Javier Maderuelo que suscribe, para su existencia, cuatro requisitos: Las cuatro condiciones necesarias que Berque ha establecido empíricamente y que él exige para que se pueda considerar que una civilización posee una cultura paisajista son: primera, que en ella se reconozca el uso de una o más palabras para decir paisaje, segunda, que exista una literatura (oral o escrita) describiendo paisajes o cantando su belleza; tercera, que existan representaciones pictóricas de paisajes; y cuarta, que posean jardines cultivados por placer. (18)
Si a lo que se refiere Maderuelo por “cultura paisajista” es a un ámbito cultural donde el paisaje sea reconocido como un objeto definido, una entidad que se hace presente en la vida social, enunciados y productos de esa cultura, entonces
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no consideramos que la coincidencia de todas esas evidencias sea requisito de su existencia, pues nos basta una, que puede ser textual, representativa u objetual. Si estas manifestaciones son explícitas, todas ellas son elocuentes, implicando en su alteralidad la legitimidad en la variedad disciplinar como testimonio de existencia. En cualquiera de estos lenguajes, será suficiente evidencia. Obviamente, y como ya hemos señalado, ningún concepto de paisaje será exactamente equivalente entre culturas de distintos tiempos y contextos, puesto que cada definición guarda su especificidad, y ello nos lleva claramente a preferir, tal como ya hemos señalado, una definición plural del paisaje, en que cada manifestación muestra su unicidad. Particularidades que, considerando los rasgos comunes de las problemáticas fundamentales del diálogo del hombre ante el entorno, y en este sentido lecturas plurales, se identifica al mismo tiempo de manera sustantiva con la sociedad que la propone. Todo lo anterior aporta un recurso distintivo: la revelación –en la imagen de un ámbito–, de la compleja mixtura identitaria del actor cultural que produce tal imagen. Es aquí entonces, según los ejemplos descritos, donde verificamos la confluencia de disciplinas para desvelar la maraña de intereses que motivan el enunciado de un paisaje: la geopolítica y los paisajes culturales disectados por la antropología, la sociología, los estudios patrimoniales, la geografía, etc. Una constitución que desde su concepción, se independiza del lugar natural que le sirvió de motivo y referente, para abrir otro territorio ya en la cultura; asimismo, el paisaje opera como constructor de identidad para el sujeto que lo enuncia, puesto que inevitablemente en esa acción queda inscrita la expresión de su subjetividad, un paisaje que se hace receptáculo de sus proyecciones, configurando los contornos de sí mismo.
III. La religiosidad del paisaje En el ejercicio de desvelar connotaciones interdisciplinares en las lecturas del paisaje, hacemos mención de un área poco aludida en sus estudios: su dimensión teológica. De partida, la religiosidad occidental declama un paisaje en los primeros párrafos de la Biblia, texto que se inicia con la descripción de un ámbito donde el hombre queda inscrito: Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el espíritu de Dios estaba incubando sobre la superficie de las aguas. . . . “Júntense en un lugar las aguas de debajo de los cielos, y aparezca lo seco”. . .; y a lo seco llamó Dios tierra, y la reunión de las aguas, mares. . . . Dijo luego “haga brotar la tierra hierba verde, hierba con semilla y árboles frutales cada uno con su fruto, según su especia y con su simiente sobre la tierra”. . . . Dijo luego Dios: “Haya en el firmamento de los cielos lumbreras para separar el día de la noche. . . y luzcan en el firmamento de los cielos, para alumbrar la tierra”. (Génesis 1, 1-15)
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Aquí se instala el lugar anterior, aquel que ya hemos mencionado, y que luego se especifica con mayores detalles como el Edén, justamente el jardín perfecto que la imagen visual desde la alta edad media comienza a referir, hasta su minuciosa representación en el Renacimiento, que, junto a los fondos de las escenas religiosas –el súper pintado Viaje a Egipto, entre otros–, fueron las matrices para que la pintura se hiciera cargo de la representación de la naturaleza, desde el parergon (el complemento) hasta su autonomía como tema. Pero más allá de esta filiación ilustrativa, nos interesa dar énfasis a la connotación adquirida por el paisaje desde el siglo XIX en el arte occidental, particularmente desde la irrupción del Romanticismo, donde el individuo enfoca en la naturaleza una entidad infinita, mayor a él, que puede incluso excluirlo en su vastedad, y que al fin, le habla de lo ininteligible, de aquello que lo trasciende, lo metafísico. Es en este punto donde el paisaje, como eco del escenario apoteósico natural, resulta relevante para la construcción del concepto de lo sublime, que, agregando a lo ya dicho, se despliega en su dimensión escatológica. La teología del paisaje como una de las dimensiones de la representación de la naturaleza, implica que en su acción propositiva, en el estudio y experiencia vivida en su enunciado, estas se ejecutan sobre lo divino reconocido en ella, trasformando al proponente en un actor de una experiencia devocional, y al espectador de aquella imagen, en lector de la trascendencia en forma de paisajes. La premisa romanticista “la naturaleza vive”, la trasforma en un ente que tanto nos da la vida, como se instala en un más allá inalcanzable que nos muestra el destino inexorable de reunión a través de la muerte. La predilección en el paisaje romántico por la noche, el océano, los fenómenos dramáticos y extremos, son testimonios de la convocatoria a lo inabarcable. Tal como lo describe Argullol (2006), La ideología romántica es un viaje sin retorno hacia la unidad de una Belleza Esencial que es tan inexistente como irrenunciable. Este círculo vicioso le otorga toda su heroicidad y todo su patetismo. Ante “lo misterioso Uno primordial” [Ur-Eine], como lo califica Nietzsche, la conciencia romántica se enardece y se desgarra intuyendo que aquél es la fuente que nutre su creatividad y, al mismo tiempo, el abismo en el que se condena su vitalidad. (47)
El paisaje para los románticos era el lugar de encuentro con la respuesta final, connotaciones religiosas a su modo, al constituirse en presencia tangible de lo infinito y el misterio insondable, una reintegración, una mirada al rostro mismo de la madre naturaleza. El abismo mencionado por Argullol refiere a la fascinación del romántico por el terror y vacío, habla de forma simbólica – cuando no explícitamente– invocando aquello que lo extralimita, aquello que solicita y reclama, luego de la victoria transitoria de la razón del siglo XVIII y XIX. El racionalismo, que había puesto en cuestión la explicación institucional religiosa, empujó lo inexplicable de la vida y la muerte, desde las doctrinas, hasta lo infinito de la naturaleza:
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El hombre ha perdido definitivamente su centralidad en el Universo y su amistad con la naturaleza tras la gran aventura del Renacimiento y de Las Luces, vencido Dios por la razón, ahora el hombre percibe una nueva angustia, más desmesurada y más titánica que la medieval, pues él mismo, con su audacia y su temeridad la ha procurado. . ., en la pintura romántica el paisaje deja de entender como necesaria la presencia del hombre. El paisaje se autonomiza y, casi siempre desprovisto de figuras, se convierte en protagonista; un protagonista que causa en quien lo contempla una doble sensación de melancolía y terror. . . . Por un lado siente el magnetismo de un infinito parasensual que incita al viaje y a la audacia; por otro, el vacío lacerante de un infinito negativo y abismal en el que la subjetividad se rompe en mil pedazos. (15-17)
Pero el romanticismo no se consume en la constatación del vacío y el abismo, también pone la posibilidad del diálogo con lo trascendental, tal como en otro tiempo mitológico, una posibilidad de comunicación con la propia naturaleza, convertida en entidad. Rousseau, el pintor paisajista romántico por excelencia, testimoniaba: “He escuchado las voces de los árboles, adiviné los signos y descubrí las pasiones del universo mudo y sordo de la flora – escribe–. Sólo intento ser capaz de decirme a mí mismo, por medio de este otro lenguaje, la pintura, que he rozado el secreto de su majestad” (en Glusberg 27). Por otra parte, en un distinto tiempo y lugar, la religiosidad también participó del paisaje en la cultura oriental. Otro paisaje y otras explicaciones. En la tradición de la China antigua, la representación del entorno, la naturaleza, siempre asumió la posibilidad de una connotación trascedente, en tanto la naturaleza (con el hombre incluido) es parte de las premisas espirituales y un paradigma holístico, una realidad en permanente transformación, sujeta a leyes que se manifiestan en cualquiera de sus fenómenos, incluidas las expresiones humanas. Así, el paisaje, cuando aparece entre el Periodo de las Seis Dinastías y comienzos de la Dinastía Tang (siglos III a VIII d.C.), posee una connotación cosmogónica, aun como revelación de entidades sobrenaturales, incluyendo entre sus sentidos, la posibilidad de las transferencias de la energía vital del artista a esta duplicación –no necesariamente mimética– de las formas de la naturaleza. ¿Panteísmo? Muy posiblemente. Kuo Hsi (1020 – 1090), un pintor paisajista de la Dinastía Song del Norte, advertía en sus escritos: “Es propio de la naturaleza humana que la ofendan la agitación y el bullicio de la sociedad y que desee ver, aunque no siempre lo logre, a inmortales ocultos en las nubes (en Yutang 99). Otro gran artista chino, Shi Tao, declamó sobre la incapacidad consciente de alcanzar la verdad, y la posibilidad de su contemplación mediante el paisaje: “. . .a pesar de toda la inteligencia natural y adquirida, uno nunca comprende la ley interna de las cosas. . ., pues pintar es describir las formas del universo” (en Yutang 190). El artista chino o japonés ve en los objetos de la naturaleza, entidades que lo trascienden, y que él tiene la posibilidad de captar y reconstituir epifánicamente en su producto artístico. Si en el desarrollo del arte chino fue la religiosidad taoísta
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la que infundió el carácter metafísico del paisaje, el sabor local del paisajismo en Japón estuvo condicionado, en nuestra opinión, tanto en sus imágenes como en sus versiones performáticas (por ejemplo, la Ceremonia del Té) por influencias del Shinto, que exacerbó por una parte la ritualidad, y por otra, la consumación del reconocimiento en los objetos de la naturaleza de presencias, de identidades divinas (los kamis); el lugar común, de encuentro entre estos inmensos actores culturales del paisajismo (China y Japón), está dado por el Budismo Ch´an (Zen), la secta religiosa del extremo oriente más prolífica en productos estéticos, en particular de paisajes. Este es un tema que excede los límites de este artículo, y solo lo referimos para denotar la comparecencia de lo religioso, allí donde se produce el paisaje. Volviendo a nuestra época, y como corolario a los comentarios sobre la religiosidad en las expresiones y vivencias del paisaje, ¿no es este hoy, para muchos –en su constitución ajena a la ciudad, ya no en el territorio del arte, sino en la experiencia del espacio natural (parques incluidos) –, eventualmente, una experiencia cargada de espiritualidad? ¿No es para el habitante de la ciudad, en su peregrinación del weekend a la naturaleza, la búsqueda de la posibilidad de encontrarse con el recogimiento, el acercamiento a lo sublime natural, proyectando alguna dimensión divina? Percepción reforzada en nuestro tiempo, por imágenes que nos dicen de un horizonte cósmico, que no acaba en un allende inexplorado más allá de los muros de la aldea, sino que se extiende de manera ya planetaria, en la vastedad del espacio, un contemplador que es consciente de que lo que aparece ante nuestros ojos, no se ubica sino apenas en el borde de una de las ramas externas de la galaxia, y que esta es solo una entre millones. Si connotamos la espiritualidad como vinculación al origen, recordemos que “religión” cuenta entre sus explicaciones etimológicas la expresión “re-ligar” –volver a reunir. Esto nos permite verificar que el paisaje en Occidente tempranamente recibió las dimensiones de referencias a la connotación matrística de la tierra, de la naturaleza como origen. Pensamos que es esto aquello que vemos, por ejemplo, en la obra La tormenta de Giorgione, donde ocurre la extraña desnudez de una figura femenina con un niño en brazos (en el contexto del siglo XVI, una clara referencia visual a la Virgen María) inserta en un paisaje, o la extraordinaria conversión del cuerpo desnudo femenino de la Venus dormida en un primer plano de un paisaje en el cuadro homónimo del mismo pintor en 1510. El desnudo en el paisaje y la asociación de la mujer a la naturaleza, nos parece una vinculación simbólica, que asocia la posibilidad de la tierra como sustento y origen de todo lo viviente, con la posibilidad maternal en todas sus dimensiones. Algo de ello heredó el Romanticismo y sus derivaciones modernas (por ejemplo, la connotación de la tierra como una entidad viva: Gaia), que insisten sobre este origen inaprensible, esta madre común –la tierra– y su connotación sagrada, y que se destila en su construcción de paisajes; por otra parte, si bien el paisaje en Oriente posee la influencia de otros paradigmas religiosos, igualmente reconocemos en su iconografía la concepción de un pequeño hombre inserto en una envolvente naturaleza que lo condiciona en su origen y conclusión.
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IV. El no lugar, la quintaesencia de la modernidad Desde la antropología, Marc Augé (1996) nos introduce a una de las problemáticas contemporáneas que definen lo que significa el paisaje hoy. Para Augé existe otro fenómeno vinculado a la posmodernidad, que implica nuestro ámbito actual y que llama sobremodernidad. Con esta denominación se refiere al exceso. A la aceleración de la historia, y en consecuencia, del insuperable –nunca cesa– apremio de dar sentido al presente. La superabundancia de acontecimientos, instala por sí misma, sin pausa, el derrumbe de lo pasado, existiendo el día a día en un escenario volátil y vertiginoso, donde buscamos identidad y definición; mas esta circunstancia afecta también al espacio, y es aquí donde se origina una condicionante crucial del paisaje contemporáneo. Se trata de la definición de las categorías de lugar y no-lugar. Esta concepción del espacio se expresa, como hemos visto, en los cambios de escala, en la multiplicación de las referencias imaginadas e imaginarias y en la espectacular aceleración de los medios de transporte y conduce concretamente a modificaciones físicas considerables: concentraciones urbanas, traslados de poblaciones y multiplicación de lo que llamaríamos “no-lugares”, por oposición al concepto sociológico de lugar. . . . Los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta. (40-41)
La saturación y aparente sobreabundancia de espacios es paradójicamente proporcional al achicamiento del planeta. Las tecnologías de la información y las posibilidades reales y crecientes en nuestros desplazamientos físicos, nos hacen participar de espacios que se multiplican. Tanto vemos por televisión una foto de América desde el espacio, como podemos imaginarnos esta tarde tomando café en una calle de Buenos Aires con la factibilidad de realizarlo. Por otra parte, se mezclan imágenes de los espacios ficticios, reales, reeditados del pasado, imaginados del futuro, publicitarios y personales. Todos se instalan en su categoría simbólica, cercanos en sus representaciones haciéndose reconocibles. Una falsa familiaridad nos sitúa viendo el paisaje del derretimiento de un glaciar, con la misma naturalidad con que presenciamos las llanuras cercanas al colegio Hogwarts de Harry Potter. Una tendencia a estar en todos los lugares (una ubicuidad simbólica pero efectiva) y en ninguno al mismo tiempo. Aquí, ante la presencia virtual del paisaje, observamos la instalación en la sociedad urbana de un espacio natural imaginario, efectivo y potente en términos emocionales. Un ejemplo de la contingencia nos sirve para ilustrar: si la oposición a la construcción de un represa hidroeléctrica consigue el peso político necesario para impedirla, posiblemente lo logre gracias a la amenaza de la pérdida de un paraje que se hará invaluable en proporción directa a la inserción mediática de
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imágenes estereotipadas del lugar amenazado, y lo mismo ante cualquier acción política de protección del medio ambiente1. Otra cara del fenómeno, lo constituye la presión de una sociedad superpoblada, que deviene híper demandante de espacios y que, además, impulsa una producción febril que restringe las formas de provisión de especificidad. La multiplicación de los habitantes de los entornos urbanos y sus desplazamientos, exige una gestión de turnos cortos, y la normalización constructiva de ámbitos y lugares, establece, en la mayoría de los casos, arquitecturas de modelos repetidos regidos por condicionantes económicas, así como para los menos, una otra normalización amparada por la publicidad estética de las élites, una vanguardia con gusto a repetición y machacante intencionalidad de validación de novedad. Espacios imaginarios de todos y en consecuencia de nadie: espacios urbanos de tránsito o naturales intervenidos y sometidos a predecibles normas que los homogeneizan y vaporizan los tiempos que la decantación de unicidad solicita. Esta realidad descrita por Augé nos conmina a enfrentar nuestra propia situación en el mundo: ¿cuánto de nuestra vida ya transcurre en no lugares?, ¿nuestros acontecimientos más importantes no han ya sucedido en ellos?, ¿cuán gravitantes se han tornado los no lugares para nuestra identidad?, o, ¿cómo los espacios transitan de una categoría a otra? Lo que en principio reconoce Augé en lugares de paso (transportes y comercios) y en asentamientos transitorios se multiplican en espacios reconstituidos por las exigencias cotidianas en no lugares de generación espontánea: ¿ya hasta dónde muchos de los lugares propios no se han transformado en lugares de paso? Por otra parte, ante la indefinición del lugar, su relativización y la relación de pertenencia débil, surge un clamor de particularismos (me quedo en mi lugar…) y pasiones gregarias (este es nuestro espacio…), en una melancólica y muchas veces febril demanda por apropiación, pero que recurrentemente concluye con una dramática constatación de desarraigo. Esta problemática de pertenencia, de reconocimiento y nuevamente de identidad, se acrecienta según avanza la modernidad: la sociedad globalizada conectada por los medios electrónicos, afectada por la explosión demográfica, la facilidad del traslado y los modos de interacción urbana, la perfilan como un deseo destinado a la insatisfacción. Aunque Augé nos explica aquello que denota con su concepción de no lugar, podemos agregar más dimensiones de significado a esta categoría, a partir de lo que él describe como el engaño de la superabundancia del espacio, ilusoria en tanto construida en la virtualidad de la información, pero con una existencia absolutamente efectiva, en tanto que los referentes en la construcción de los imaginarios del habitante de la época de la informática digital, los Se hace aquí referencia al caso de la construcción de la represa y central hidroeléctrica de Hidroaysén en la Región de Aysén (extremo sur de Chile), proyecto que ha encendido el debate en la opinión pública, con la consiguiente cobertura mediática que ha aportado a la controversia –además de los argumentos– las imágenes de la naturaleza amenazada. 1
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constructos espaciales, el acceso virtual a ilimitados ámbitos, muchos de ellos intangibles como el propio lenguaje que los transporta, son el material con el que se construyen los espacios simbólicos que determinan los lugares que hoy enuncia la cultura. De hecho, siempre el paisaje representado ha dado cuenta de un enunciado simbólico, antes que de una referencia al lugar real que toma por excusa para su constitución iconográfica, así que las cosas en términos de concepción del paisaje no han cambiado en su proceso de generación, sino en sus connotaciones. Un fenómeno tan grande y envolvente que pasa desapercibido, nos referimos a que el paisaje como constructo imaginario está hoy en total tránsito hacia su reformulación, sujeto a las condiciones de los nuevos medios de comunicación, expresión y articulación de lenguajes. Por su parte, el arte del siglo XX comenzó a dar alertas y avisos de este proceso desde los inicios del período: cada artista sensible a este conflictivo horizonte, dio cuenta y realizó señalamientos hacia ello, sea desde el cine, la fotografía, la pintura u otros dispositivos. Y esta problemática constituye parte esencial del paisaje contemporáneo. En los lenguajes de las artes visuales, del mismo modo como en el siglo XIX la naturaleza en su potestad ocupaba el espacio de la representación, o en siglos anteriores esta se entendía como lo otro a lo humano –vinculado al origen y lo anterior–, en la sobremodernidad, el arte descubre o cuestiona el no-lugar. Aquel paisaje como un fondo mítico, o el terruño, pierde consistencia, del mismo modo como la ciudad ya no es un burgo donde su ciudadano se construye identitariamente de manera estable. Hoy un único entorno ampliado tiende día a día a transformarse en un gran lugar de paso. Los contrastes tanto se activan como degradan ante la dualidad del deseo de afiliarse; por una parte, al lenguaje del momento, diseños del espacio para todas las funciones, y por otra, a la especificidad, donde el lugar sigue intentándose como un espacio factible de identidad. Una cualidad identitaria que se proyecta compulsivamente, como al momento se disuelve, en la medida que aumentan las dinámicas desatadas por la sociedad industrial y tecnológica. Las proposiciones artísticas también se dividen, por una parte, para responder a la élite social en la construcción de un nuevo mundo globalizado, como reaccionan, entre otras formas, interviniendo el espacio natural, buscando maneras de restituir en la realidad la experiencia de lugares únicos, consagrados en su unicidad, aunque sea por su función como objetos del arte.
V. Paisaje, crisis y el Land Art El capitalismo tardío es un constructor de paisajes deshumanizados, degradados o anónimos, cualquiera de las alternativas. Y posiblemente lo es porque en su esencia es estrictamente abstracto, la realidad del dinero no tiene horizonte, ni sustancia. Reactivamente el modelo produce otra categoría, el compensatorio;
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esto es, frente al reclamo o resistencia, otorga remedos de parques articulados por la difusión mediática, reservas de naturaleza parcelada certificadas en mapas, y en el otro extremo de este arco, de ámbitos de recreación, el parque temático. Artilugio que responde por fin a la histórica necesidad de domesticar lo natural; entre estos, es particularmente ilustrativo el Ocean Dome de Japón. Una naturaleza sucedánea bajo una cápsula cerrada de trescientos metros donde miles de turistas pasan un verano de trescientos sesenta y cinco días al año. Una versión del “lugar agradable” (locus amoenus) que nos legaron los romanos, definiendo los jardines de placer. Un lugar bajo control, una naturaleza alternativa confinada bajo el total dominio humano, incluso con una playa y volcán que simula una erupción ¡cada una hora! Este artefacto, cercano a Tokio, ha seducido por más de una década con la total domesticación de la naturaleza, o más bien, su duplicación perfecta, provista de estabilidad garantizada, con la sola excepción de que se trata de una instalación en medio de la costa dibujada por una falla geológica, situación que sus usuarios prefieren olvidar. La sociedad tecnologizada toma de la naturaleza los recursos sin ocuparse de su sobrevivencia, ni de su relación dependiente con el ámbito que la soporta. Atendiendo a la necesidad inmediata de bienes, satisfacciones o confort, no escatima recursos para aumentar en espiral la extracción de los insumos que necesita. Acompañando esta acelerada acción con un adormecedor ambiente de mensajes comunicacionales que sustraen de la realidad apremiante a los ciudadanos del siglo XXI, donde de tanto en tanto alguien sonriente declama su porfiado optimismo acompañado de imágenes de naturaleza superviviente, paisajes para subir el ánimo. Gestos que relativizan un caminar sin pausa hacia una crisis predecible, porque la naturaleza reclamará su no pertenencia, inquietud que es sistemáticamente sedada por una provisión abundante de imágenes y registros de paisaje, que dan día a día la sensación de una naturaleza observada y apropiada; sin embargo, esta, cada cierto tiempo (en intervalos menores cada vez), nos recuerda que solo tenemos control de los elementos inferiores a nuestras capacidades. Se mantiene intacto aún el mayor de los peligros, la autonomía absoluta de Gaia, incluyendo la pesadilla recurrente del reclamo final ante sus hijos que juegan con el precario equilibrio natural del que dependen. En este escenario, la activación del género paisajista, no solo se colude para el adormecimiento, sino que también se connota como recurso de crítica y alarma frente a una crisis sistémica, y la propia supervivencia. De aquí que el paisaje es también ahora un objeto de la contingencia social y política. Transita de su versión estética en la historia del arte, esa construcción visual alternativa, sujeta a las nociones de belleza, ideal, o explicada por las condiciones de las sociedades huéspedes, a una noción de paisaje tangible y cercano, un lugar de realidad vulnerable, que, claro, opera siempre afectado con la herencia de la imagen paisajista pictórica. En ese tránsito a la realidad, queda inscrito en una problemática ética y estética. Incrustado en la complejidad de la sociedad y las formas en que esta se comprende. Pensamos que ya es inútil el esfuerzo de delimitar territorios excluyentes para
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el pensamiento sobre el paisaje. Ya no es posible. No es más que una reiteración volver a declamar lugares comunes como “el paisaje ha muerto” o que algunas ciencias reclamen el poder para el análisis del paisaje, todo ello no cambia nada. El lugar natural, el conceptual, el ideal, el representado, el estético, todos giran hoy indiferenciados en el fenómeno paisajista. No es que no puedan analizarse de manera específica, según las diferentes connotaciones del paisaje, sino que en nuestro tiempo, los límites se dejan ver justamente por la extralimitación. Por último, mencionamos la tal vez más reciente expresión –en el territorio artístico– del paisaje: el Land Art. Forma de expresión desde la segunda mitad del siglo XX y un lenguaje ya de una cultura homogeneizada planetariamente. Una forma de paisajismo de artistas orientales y occidentales que es territorio de cruces y guiños con muchas disciplinas (geografía, arquitectura, escultura y otras), así como replanteamiento de problemáticas que habitan el paisaje del arte histórico, asunto que Xavier Antich (en Nogue 169), aborda en la connotación romántica de este movimiento. El Land Art resume también los aspectos que hemos mencionado en este texto, en tanto es acción de señalamiento, marcación y/o definición de rebordes para intervenir el espacio natural y convertirla en texto, que declama su identidad cultural; y por otra parte, cuestiona la obsolescencia del lugar con pertenencia, del espacio ausente de identidad social, para cargarlo con marcas e intervenciones que redefinen o derechamente definen los lugares, especificándolos. Esto lo hace de dos formas: la física (con sus cuestionamientos del tiempo y afección a lo efímero) y la del registro, que es convocada con la fotografía o el video, medios por los cuales este paisaje retorna a los lenguajes de la representación. Y cómo no, para una relación con lo sublime, la evocación de lo trascedente, lo metafísico, que nuevamente hacen emerger sus vínculos con la religiosidad y la antropología. Las espirales y círculos inscritos en la tierra constituyen algo más que una extensión colosal del Minimalismo. La proyección de un ambiente romántico, la asociación con órbitas cósmicas, el culto al poder mítico del espacio, la diseminación en enormes imágenes panorámicas… todo ello recuerda vagamente a la pintoresca pintura paisajista del siglo XVIII y XIX. El Land Art puede englobarse dentro de una tradición romántica del norte que se proyecta desde la obra de artistas como Gaspar David Friedrich y William Turner hasta el arte de nuestros tiempos. En las pinturas de John Constable, los espacios rituales prehistóricos suscitan escalofríos primordiales cósmicos. Por otra parte, los artistas norteamericanos del paisaje hacen referencia constantemente a los círculos de piedra megalíticos, a las estructuras del calendario Indio y a los enormes pictogramas del desierto litoral peruano. (Schneckenburger 543-544)
El Land Art es, de algún modo, el punto intermedio entre la duplicación domesticada de la naturaleza, la reinvención de ámbitos y el reconocimiento de nuestra misteriosa relación con Gaia; sin embargo, no es un punto intermedio
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estable, puesto que al trabajar sobre la naturaleza como soporte, la objetualiza. Y al articularla de manera sometida a un mensaje, aleja la connotación romántica de un diálogo a dos voces entre lo humano y lo trascedente en la naturaleza; pero aun así, y en la multiplicidad de sus expresiones, no hace sino reiterar las dinámicas presentes desde el inicio de la propuesta paisajista: empoderamiento o pertenencia, logos o misterio, nostalgia o concreción. Pensamos que en el Land Art converge la multiplicidad de disciplinas convocadas a la lectura y proposición del paisaje contemporáneo. En sus ejes están las características que congregan a las distintas miradas involucradas: la proposición en su ejecución y experiencia, la representación en su registro y difusión, el compromiso con la realidad, el tiempo y el registro, la sociedad y la cultura, la intervención y propuesta en el espacio, la concreción de la experiencia del hombre y su medio para imaginarlo o recrearlo.
Palabras finales Como corolario, y cerrando este texto, vemos la ocurrencia de algo que afecta en su conjunto a los muchos ámbitos disciplinares de la cultura donde reconocemos la inserción de la noción del paisaje. Hemos enumerado algunos de ellos en este artículo y vemos, en sus formas de articular el paisaje, un trasfondo que se despliega, a pesar de las especificidades con que se aborda en las diversas actividades de la sociedad, algo que legó el desarrollo del pensar sobre la ocurrencia del paisaje en el territorio de las artes; se trata de un gran gesto sin autor definido, e impulsado por la cultura contemporánea, aquello que Roger denomina la “artealización” (177) del conjunto de dimensiones adquiridas por la conceptualización paisajista; esto es, la migración de juicios estéticos a todo fenómeno que implica la representación, intervención o producción de ámbitos, naturales o artificiales. Siguiendo esta línea, podríamos apostar a leer el paisaje como el caballo de Troya para la contaminación estética de las disciplinas que, fascinadas, han asumido jugar un rol en el fenómeno del paisaje.
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