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LA VIDA PRIVADA DE LOS OBJETOS Mi nombre es Lorenzo Fermi. Nací en Florencia hace treinta y ocho años y tengo fama de ser uno de los hombres más herm

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LA VIDA PRIVADA DE LOS OBJETOS

Mi nombre es Lorenzo Fermi. Nací en Florencia hace treinta y ocho años y tengo fama de ser uno de los hombres más hermosos de toda la Toscana. Si a ello añadiera que soy pintor, los rasgos más sobresalientes de mi biografía estarían esbozados. Sin embargo, para que mi historia se comprenda en toda la extensión de su singularidad y rareza, debo decir que hoy he vendido mi alma al Diablo, y que en ese preciso instante, recogido en mi pequeño gabinete mientras redacto esta suerte de confesión para las generaciones futuras, cuento los minutos que restan antes de que el Señor de las Tinieblas aparezca para cobrar su deuda. Esta mañana asistí al funeral del maestro Andrea Verrochio, mi instructor durante los años de aprendizaje. Al abandonar el sepelio me encontré con tres de mis colegas de juventud, Sandro Botticelli, Pietro Vanucci, al que apodamos Perugino, y Leonardo da Vinci, con quienes tantos ratos compartí en el taller de nuestro tutor. Botticelli y Vanucci, requeridos por un amigo, nos abandonaron al rato, tomando una callejuela en dirección al Arno. Da Vinci y yo, todavía sobrecogidos por la ceremonia a la que acabábamos de asistir, continuamos camino por la Vía Calimala. En realidad no íbamos a ninguna parte, limitándonos a deambular sin direccion, ensimismados como estábamos en nuestros recuerdos personales. No obstante, mi aflicción no se debía sólo a la muerte de mi querido maestro. Desde hacía meses, cierta idea que no sabía con quién compartir rondaba por mi cabeza. Los ojos de Leonardo, su franqueza y calidez, me decidieron a consultarle. - Leonardo-le pregunté-¿alguna vez has pensado en la posteridad? En efecto, en los últimos tiempos me atormentaba el porvenir. Fascinado por la idea de que mi trabajo llegara un día a ser reconocido y admirado, vivía sin embargo la tortura de no conocer jamás qué me depararía el futuro, los siglos que yo ya no vería, la ominosa prueba del tiempo. Esa condena, que por otra parte imagino común a miles de artistas, fue la que trasladé inocentemente a Leonardo. Al instante, me sentí avergonzado. Hasta hace apenas un siglo, muy pocos autores sintieron la vanidad de firmar sus obras. Y ni siquiera los constructores de las catedrales del medievo, a buen seguro los más geniales detodos los hombres, nos han legado un nombre bajo el que conmemorar su talento. Leonardo es un interlocutor conciso, ni hostil ni alentador. De sus labios sólo podía esperar una respuesta rotunda.

- Querido Lorenzo-me dijo-.La posteridad me importa muy poco.Yo sólo vivo para el presente. Es cierto que su respuesta escondía un tesoro desensatez, aunque también cierta condescendencia hacia mí,pobre y oscuro ejecutante que lucha por un lugar bajo el sol de los elegidos, pues debo reconocer que Leonardo, sólo dos años más joven que yo, es un hombre cerca de la cúspide de su genio, un artista respetado fuera y dentro de nuestras fronteras, alguien tocado por el don de la inmortalidad en vida. Seguimos dándole vueltas al asunto por espacio de un buen rato, yo lamentándome de mi situación y Da Vinci alentándome a atrabajar sin pensar en el mañana, cuando al penetrar en la Vía Roma advertimos que un hombre de aspecto vulgar, que caminaba a nuestro lado, sonreía al escucharnos. El hombre vestía ropas baratas y nada había en su rostro ni en su figura de excepcional. En verdad, era un hombre poco o nada memorable, fácil de confundir con otros tantos que uno se cruza por las calles al cabo de la jornada. Sin embargo, y acaso porque su sonrisa se me clavaba en la carne como una espina, le interpelé con rudeza, mostrándome arrogante a sabiendas. -Perdóneme, caballero, parece que nuestra conversación le causara una gracia irreprimible. Entonces el hombre me miró, y yo comprendí que aquel aspecto vulgar sólo podía ser una máscara, un disfraz rutinario, un traje falso llevado con astucia para esconder un carácter singular. Fue su mirada lo que provocó en mí esa reflexión. Sus ojos, que hasta entonces yo no había podido ver con claridad, me dejaron atónito. Era como si estuviera mirando, cara a cara, un arquetipo, algo único e irrepetible, agotado en su propia singularidad. Tampoco Leonardo permaneció ajeno a aquella mirada, pues pude sentir cómo se estremecía a mi lado, igual que si un viento helado hubiera barrido sus vestidos. -Disculpen mi indiscreción-dijo el hombre con los ojos bajos-.Les ruego que no se lo tomen a mal, pero soy terriblemente curioso y jamás dejo pasar la oportunidad de escuchar una charla interesante. Ignorando aquella respuesta, que por sincera me resultaba aún más lacerante, traté de mostrarme irónico y le dije: -Pues por su aspecto no parece que sea usted juez o confesor de almas. Los ojos del hombre, encendidos como hogueras, volvieron a elevarse hacia nosotros. Ambos sentimos de nuevo una sacudida en huesos y nervios.

-Es usted increíblemente suspicaz, señor Fermi. Aunque también es increíblemente desafortunado en sus apreciaciones, pues en realidad soy esas dos cosas que acaba de mencionar, entre muchas otras. -¿Cómo conoce usted mi nombre?-pregunté envalentonado. El hombre volvió la vista hacia el Duomo, que asomaba a lo lejos como un estandarte de la gloria humana, y dijo con voz cavernosa: -Yo, querido amigo, lo sé casi todo. Es mi oficio y mi vocación. Soy el Diablo. Creo que fue en ese instante cuando rompí a reír. Era una risa nerviosa la que brotaba de mis entrañas, una serie de carcajadas convulsas, casi enfermizas, el tipo de risa que acosa a un hombre aterrado, que se refugia en la chanza para no temblar de espanto. -Si usted es el Diablo, yo soy Platón regresado del mundo de los muertos-contesté con ardor. De pronto el hombre chasqueó los dedos y todo alrededor nuestro se detuvo. Las palomas quedaron suspensas en el estrépito de sus vuelos, las mazas que un malabarista lanzaba al aire con singular pericia se congelaron en la geometría de su parábola, los peatones que nos rodeaban adquirieron la rigidez de una estatua en mitad de un paso, una palabra, un gesto de las manos. Incluso el sonido cesó, como si una inmensa campana de mármol, impermeable a toda música, nos rodeara por los cuatro costados, semejante a un sepulcro inviolable. -Su nombre es Lorenzo Fermi y el hombre que le acompaña es Leonardo da Vinci. Ambos se conocen desde 1469, año en que Filllipo Brunelleschi concluyó la reforma del Duomo. Esta mañana han acudido al funeral de su antiguo maestro, Andrea Verrochio. Anoche, por puro azar, los dos cenaron sopa y cordero: usted en casa de su tío Lamberto y Da Vinci en compañía de un amigo francés. La última vez que tuvieron noticias el uno del otro fue a través de una carta, fechada en Génova en enero de 1485, hace ahora tres años, que Da Vinci le envió por mediación de un correo ducal. Incluso podría decirles el lugar y hora en que morirán, pero esa es una información que prefería reservarme por el momento. Leonardo y yo nos miramos con estupor. A veces las palabras son innecesarias, meras prótesis, simples y vanos fantasmas que nada pueden ante el asombro que el mundo nos produce. Los dos supimos que nuestro interlocutor estaba en lo cierto. Y ambos aceptamos con más resignación que maravilla el hecho de que, al volver chasquear los dedos, el tiempo, con el mundo contenido en su seno, volviera a ponerse en marcha con su cargamento de palomas, malabaristas y peatones.

-Si le he convencido de quién soy-me dijo el Diablo, pues hora es ya de restituirle su verdadero nombre-, estoy en condiciones de proponerle un trato. He escuchado sus angustias con especial atención y creo poder ayudarle a resolverlas. Leonardo escrutaba a nuestro interlocutor sin dar crédito a sus oídos. Nunca como entonces le vi tan turbado. -No escuches a este loco, Lorenzo. Es sólo un embaucador. El Diablo volvió a sonreír. Su mirada se había dulcificado. -Tengo una paciencia casi infinita-dijo-Pero no es con usted con quien deseo tratar ahora. De su vida y de su alma ya me ocuparé en otra ocasión. El que ahora me importa es su amigo. Así que es a él a quien le voy a proponer un pacto. Leonardo me tomó de la manga con violencia. -No le escuches, Lorenzo. No prestes atención a lo que te diga. Yo, que por aquel entonces ya estaba seguro de que el cuerpo que tenía ante mis ojos era sólo la ocasional encarnadura de Satanás, estaba expectante. -Déjame, Leonardo. Quiero escuchar su proposición. Tomé aliento y me dispuse a escuchar. En aquel momento no tenía miedo, el temor había desaparecido de mi ser. Una infinita curiosidad me había conquistado, como si fuera un niño a punto de descubrir un juguete nuevo. - A cambio de lo que usted ya sabe-dijo-, le concedo la posibilidad de viajar en el tiempo, quinientos años hacia delante, para ver qué ha sido de su nombre y de su obra; le concedo el poder de que rastree las huellas de su vida en la memoria de los hombres venideros; le concedo el sueño de cualquier artista: correr por delante de los relojes y descubrir qué ha sido de su trabajo. Comprendí en aquel instante que había llegado a un punto sin retorno. Si me negaba a la proposición del Diablo, siempre me quedaría la duda de saber si me había engañado o si, en verdad, podía hacer realidad mi deseo. Por otro lado, yo vivía convicto de mis propios anhelos, era un esclavo de mis palabras, y la única forma de continuar sintiéndome digno de aquel ansia que colmaba mis días, era comprometerme en el extraño viaje que se me ofrecía. El Diablo, pues, me explicó el trato. A cambio de mi alma, tendría la posibilidad de permanecer, durante varias horas del año 1988, en una de las mayores pinacotecas del mundo para cerciorarme de mi suerte. Tres eran los destinos posibles que se me concedían, aunquesólo podía elegir uno de ellos:

Madrid, donde visitaría un museo llamado El Prado; Moscú, donde acudiría a las salas de L´Ermitage; o París, donde recorrería las estancias de su más célebre colección, el Louvre. Tras pensarlo detenidamente, me decidí por París. Aunque quinientos años son muchos, confiaba en que sería en Francia, antes que en la belicosa España o en la convulsa Rusia, donde se concentraría buena parte del legado pictórico de la Europa culta. Cerrado el pacto, y mientras El Diablo se retiraba prudentemente a un lado, me volví hacia Leonardo. Fue la última vez que le vi, pero nunca, a expensas de lo que la eternidad me tenga reservado, olvidaré el asombro que s dibujaba en su cara. Ahora mismo, mientras desgrano los pormenores de esta historia, aún puedo recordar, con increíble nitidez, cada uno de los visajes de su rostro, aquietado en mitad de la Vía Roma, entre el gentío de una Florencia luminosa y bulliciosa, inocente, desconocedora de lo que en este instante se urdía en el centro de sus avenidas. Y si entonces hubiera sabido lo que ahora sé, acaso me hubiera abrazado en silencio a su cuerpo crispado y doliente. El Diablo cumplió con creces su parte del contrato. No sólo me reveló el don del francés, una lengua para mí ignorada, sino que me pertrechó con un vestuario y una fisonomía que me permitieran moverme por el siglo XX sin levantar sospecha alguna. De modo que, sin apenas tiempo para darme cuanta de lo que había sucedió, me hallé en mitad del Louvre, en una lujosísima sala destinada a los pintores flamencos. Anduve por las habitaciones del museo con el corazón en un puño, lleno de un vértigo insondable que ningún otro ser humano ha debido sentir antes que yo. Como el plazo del que disponía era breve, me limité a admirar la pintura de los maestros antiguos y de todos mis contemporáneos. Así pude disfrutar de Bellechose y Fouquet, los grandes autores franceses del XV; llorar ante el maravilloso Juicio de San Jorge de Bernardo Martorell; temblar de emoción delante de la Venusde Lucas Cranach y el asombroso autorretrato de Durero; recorrer como un poseso, con los nervios a flor de piel, las salas repletas de lienzos que yo había podido admirar, ¡quinientos años antes!, en mi cotidiana vida de estudiante florentino: los Cimabue, los Giotto, los Simone Martini, la Coronación de la Virgen de Fra Angélico, el Retrato de Segismundo Malatesta de Piero della Francesca, la Batalla de San Romano de Uccello, la Pietá de Cosme Tura, el Contotiero de Antonello da Messina... Mi mundo era un volcán de belleza y locura. Había penetrado en la posteridad por uno de los goznes del tiemo y estaba al borde de la más dulce de las muertes, la que provoca la contemplación de la hermosura. Tal era mi placer, tan grande mi fascinación, que or un instante olvidé a qué había acudido aesa ciudad extraña, quién era yo, viajero de un sueño, peregrino de las edades, entre aquellas gentes que vestían insólitas prendas y llevaban el cabello teñido de raros colores. Sólo al ver La Virgen de las Rocas, el cuadro que el mismísimo Leonardo había terminado dos años antes(¿o eran quinientos dos?) de mi partida desde Florencia hacia los escenarios del futuro, recordó lo que estaba buscando, la razón por la que un hombre llamado Lorenzo Fermi había vendido su alma al Diablo, y constaté que nada había

encontrado de mi obra en aquellas estancias donde muchos de mis maestros y algunos de mis amigos colgaban sus trabajos. Por primera vez me abandonó el coraje. Sí, tuve miedo, un miedo implacable, el miedo al olvido, que seguramente es la forma más alta de desesperación que puede acosar a un hombre, el miedo a no haber sido más que un soplo de vanidad y aire, un jaque mate de polvo y deseo. Apenas me quedaban dos salas por visitar. La primera la ignoré, porque congregaba la pintura de artistas italianos del siglo XVI, una época que, por lo que a mí concernía, ya me era ajena. Los nombres que figuraban a su entrada me resultaron desconocidos: Coreggio, Veronés, Tiziano, Andrea del Sarto... La segunda, que estaba atestada de gente, fue en la que puse toda mi esperanza y mis últimas reservas de cordura. Pensé en mis obras, en mi Goliath derrumbado, en mi Cabeza de Giovanna Sartori, en mi Jesús ante el Sanedrín, anticipé con un estremecimiento la emoción que otras gentes, cinco siglos por delante de mi vida, podrían experimentar antes su fulgor. Y entonces el Diablo volvió a tenderme su mano. Otra vez el tiempo se detuvo ante un gesto de sus ahora invisibles dedos. Aquel fue el momento más mágico de mi viaje, pues pude ver, congelados en un segundo infinito, los rostros de viejos y jóvenes reunidos alrededor de un único cuadro, sus bocas abiertas como pozos que mendigaran un óbolo de ternura, sus ojos de amor a la belleza, al arrebato de la perspectiva y los untos de fuga, a la armonía de las líneas y los volúmenes. En efecto, al fondo de la sala, protegido por una vitrina de cristal y dos fornidos guardianes convertidos en mudas estatuas de sal, un lienzo resplandecía con luz propia. Avancé hacie el cuadro pisando con infinita prudencia, como si temiera que los allí presentes pudieran despertar de su momentáneo sueo y descubrir en mí a un usurpador. Y cuando salvé la última espalda, el obstáculo postrero que me impedía acceder a la contemplación precisa del prodigio, lo comprendí todo, cayeron los velos, alcancé esta paz imperecedera desde la que ahora escribo. Fue una revelación vivísima la que me cegó, un resplandor de edades inmemoriales que hizo penetrar todo mi ser, como un buque gigante, en el sorprendente puerto que un futuro burlón me tenía reservado. Porque lo que mostraba aquella humilde tela, una tabla de 77 centímetros de alto por 53 de ancho, con el número de inventario 779 y fecha de composición entre 1503 y 1506, tal y como rezaba el rótulo que pude ver a su lado; lo que bajo el título de La Gioconda, obra de Leonardo da Vince, artista nacido en Florencia en 1452 y muerto en Cloux, Francia, en 1519, pude admiraren la exacta geometría de sus formas, fue el rostro bellísimo, enmascarado bajo unos cabellos de mujer, con una sonrisa beatífica y al tiempo malvada, llena de candor y sevicia, de amargura y placidez, repleta de todas las pasiones humanas, desde la melancolia a la paciencia, desde el decoro a la lujuria, de un anónimo pintor florentino olvidado por todos y llamado Lorenzo Femi, cuya alma, ahora que la puerta de su gabinete comienza a abrirse sin ruido, está a punto de serle arrebatada.

Ricardo Menendez Salmón

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