LO BELLO Y EL DELIRIO RELIGIOSO. di Paola Leoni

LO BELLO Y EL DELIRIO RELIGIOSO di Paola Leoni El tema que escogí –lo bello y el delirio religioso – tiene como punto de partida la palabra “pasión”,

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COMMUNITAS IDENTITAS, UNA APROXIMACIÓN A LO RELIGIOSO
REVISTA ANGELUS NOVUS – nº3 – maio de 2012 COMMUNITAS – IDENTITAS, UNA APROXIMACIÓN A LO RELIGIOSO David Avilés Aguirre Doctorado en Ciencias Antropo

Sobre el delirio de persecución*
Documento descargado de http://www.elsevier.es el 25/07/2010. Copia para uso personal, se prohíbe la transmisión de este documento por cualquier medio

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LO BELLO Y EL DELIRIO RELIGIOSO di Paola Leoni El tema que escogí –lo bello y el delirio religioso – tiene como punto de partida la palabra “pasión”, que es lo opuesto de la indiferencia y de la fría soledad. La belleza es de hecho una pasión que nos posee, nos atrae y, cuando se asoma, nos rapta para conducirnos a un sentir desconocido, totalmente gozoso, a un sentir que nunca quisiéramos perder y que siempre se aleja de nosotros demasiado pronto. La pasión requiere del delirio que, etimológicamente, significa “salir del surco”; es decir que la pasión es una fuerza que nos empuja a ir afuera de la ruta en la que nos encontramos y, empujados por ella, nos dirigimos, con sumo ardor, allá donde ella nos lleva. Y por esto es importante reconocer nuestras pasiones y ver en qué senda nos conducen. ¿Cuál es la pasión que empujó a Julieta y a Romeo a preferir la muerte, si tenían que vivir el uno sin el otro? ¿Cuál es la pasión delirante que empujó (si de veras es lo que realmente sucedió) a un joven piloto a dar muerte, hace algunas semanas, a ciento cincuenta personas – entre ellas la suya– en el avión que iba de Barcelona a Dusseldorf? Y, de otra parte, fue seguramente una notable pasión la que empujó a san Francisco a dejar sus riquezas para volverse totalmente pobre, desprovisto de lo que llamamos normalmente lo necesario, para vivir una vida en compañía de otros, unidos entre ellos por la amistad con lo divino. Y fue sin duda una pasión fuertísima la que empujó al padre Kolbe a tomar el lugar de un hombre condenado a muerte y así morir por un desconocido. Dante Alighieri, para tener las ideas más claras, escribió la Comedia: caminó a través del Infierno y, en el Infierno, enfrentó a sus pasiones: tuvo titubeos, a veces miedo, a veces pavor, pero al final logró salir “a riveder le stelle”. Dante escogió, como acompañante (porque este camino nadie puede recorrerlo por sí solo), a Virgilio, una guía que no se hizo pagar para escoltarlo y Dante

pudo decirle con gratitud: “Tu sei lo mio maestro”. Sería quizás suficiente volver a leer la Comedia dantesca, gozando de su indecible belleza, para aprender a re-conocer nuestras pasiones. Nos dice Dante que hay pasiones claras y pulcras, como la pasión amorosa de Paolo y Francesca o como la pasión por el conocimiento que incitó a Ulises y a sus compañeros a consumar el “folle volo” (el delirante vuelo) más allá del límite de las columnas de Hércules. Hay pasiones cargadas de sombras y de obsesión, como la bien justificada pasión de venganza del conte Ugolino. Hay pasiones nobles, como la pasión política de Farinata degli Uberti y pasiones más serenas, como la del glotón Ciacco. Hay pasiones que por cierto no tendríamos que llamar así. Hablo de las costumbres de quien, por ejemplo, atesora personas, cosas y experiencias como fueran estampillas, pasando por aquí o por allá con la ligereza de una pluma: sabemos que toda acumulación pasajera cansa el corazón y debilita por tanto la capacidad de comprender y de tomar decisiones. No es acaso que Dante en su Comedia no permitió a quien vive así de entrar ni si quiera en el Infierno. Yo diría que las pasiones son una flama inevitable: si resistimos y no la seguimos hacia lo alto, esta flama nos transformará en ceniza, pero si vamos con ella hacia lo alto, nos transformaremos de orugas en libres y bellas mariposas. Hoy, nos ocuparemos de un específico género de pasión: la pasión, que algunos experimentaron, de volverse uno con lo divino. Dicha pasión dominó, poco a poco, en ellos, a todas las otras pasiones, y provocó a veces estados de éxtasis, a veces abismos de dolor, pero los condujo a todos hacia una felicidad duradera, es decir una felicidad que ya nadie les pudo quitar nunca. Y esto sucedió en China como en Italia, en la India como en Persia o en la tierra de Israel y dondequiera vayamos a investigar. La belleza de sus experiencias nos interrogará, creo amablemente, sobre cómo estamos viviendo y qué estamos haciendo; si queremos imitarlas o simplemente olvidarlas o decir de una vez “todos ellos están locos”. La primera experiencia es Romain Rolland a contárnosla:

“El niño nació el 18 de febrero de 1836. El mundo le conoció más tarde bajo el nombre de Ramakrishna. Pero su alegre nombre infantil era: Gadadhar. Un día, en junio-julio de 1842, estaba de paseo, llevando su vianda a base de ave y un poco de arroz saltado. Marchaba al campo donde trabajaba su padre. Cuenta Gadadhar: “Yo seguía un sendero angosto. Alcé los ojos al cielo. Vi una bella nube oscura, de tormenta, que se extendía con rapidez: envolvía el cielo entero. De pronto, orlando esa nube, pasó una bandada de grullas de blancura de nieve. El contraste era tan bello que mi espíritu se extravió en lejanas regiones. Perdí la conciencia y caí. Alguien me recogió y me llevó en sus brazos a una alcoba. El exceso de placer y la emoción me abrumaron. Fue la primera vez en que el éxtasis me arrebató”. A diferencia de Ghandi, cuya ruta fue más segura como conviene al conductor de pueblos, la ruta de Ramakrishna fue bastante peligrosa. “En una noche de fiesta, este niño de ocho años toma parte en una representación sagrada y desempeña el papel de Shiva; súbitamente su ser es liberado por su héroe; sobre sus mejillas chorrean lágrimas de dicha; se pierde; desvanece; se anula; se le cree muerto.” Se trata otra vez del éxtasis, y, desde entonces, los momentos de éxtasis se multiplicarán en él. Si hubiera sucedido en Occidente, se pondría de inmediato al pequeño en una casa de salud, bajo el cuidado cotidiano de la psicoterapia. Pero sucedió en la India, acostumbrada desde milenios a esas linternas mágicas. Sin embargo, su padre y su madre observan con temor los transportes del niño, el cual, fuera de estos momentos, era un niño sano, para nada exaltado. Gadadhar desertaba con gusto los estudios y, fuera de los ataques de éxtasis, fue, hasta los veinte años, un alma despreocupada, adorado por las mujeres y mimados por las muchachas”. Una rica mujer le dio trabajo y él aceptó: se fue a vivir en el templo, por ella fundado, dedicado a la diosa Kalí. “Él tenía veinte años y por diez años vivió solo en este templo que era visitado “por peregrinos, monjes, sadhus, faquires, tanto hindúes como musulmanes. Todos locos de Dios.” Para este joven la realidad era lo él que podía ver, oír, tocar y, para él, la gran diosa Kalí era alguien totalmente viviente, la podía ver, oír y tocar. Sus

jornadas se calcaban sobre el ritmo del servicio en el templo y al sonar de la campana matutina, la Madre Kalí despertaba con él y con él se dormía al llegar de la noche. Pero, vino el momento del dolor: la diosa Kalí lo había abandonado, dejado solo, sin éxtasis, sin bellezas, sin rumbo. Cuenta Ramakrishna: “Un día, yo estaba dominado por una intolerable angustia. Parecía que mi corazón se retorcía como un paño mojado. El sufrimiento me desgarraba. Ante la idea de que jamás en mi vida tendría la bendición de esa visión divina, se apoderó de mí un frenesí terrible. Pensé: si esto debe ser así, ¡ya he vivido bastante! La gran espada pendía, en el santuario de Kalí. Mi mirada cayó sobre ella; y un relámpago atravesó mi cerebro. La empuñé como un loco. ¿Y qué aconteció? La habitación con todas sus puertas y ventanas, el templo, todo se desvaneció. Me pareció que nada ya existía. Y, en lugar de ello, percibí un océano del espíritu, sin límites, deslumbrante. Dondequiera volviera mis ojos, por más lejos que mirase, veía llegar enormes olas de este océano reluciente. Se precipitaban furiosamente sobre mí, con un ruido formidable. En un instante, se desplomaron y me sepultaron. Sacudido por ellas, me ahogué. Perdí la conciencia y caí. No sé cómo pasaron ese día y los siguientes. Dentro de mí rodeaba un océano de júbilo inefable”. A parte el jubiloso final, para todo lo demás nos parece de estar leyendo un cuento de terror de Allan Poe. Pero la diferencia es que aquí estamos frente a una experiencia real contada por un hombre real, que, después de esto, tuvo que vivir muy malos momentos. Ramakrishna, en efecto, ya no lograba desempeñar el servicio en el templo, no lograba dormir ni comer. Su cuerpo ardía de fiebre, tenía visiones, “delirios del alma, sin freno, sin guía, librado a los furiosos oleajes de su pasión, a la insaciable voracidad de este lobo de los dioses”. Ese período alucinado (que él no provocó ni buscó) creó escándalo en los demás, y por eso fue alejado del templo. Se puso por lo tanto en camino para regresar a la casa materna: caminaba como un ciego, incapaz de dominarse en su sufrimiento y en su gozo, era un vagabundo, un enfermo. Su madre lo acogió con amor, cuidó de él y decidió casarle. Ramakrishna se casó, así, a los 23 años, con la pequeña Saradamani, más tarde conocida como Sarada Devi.

Para Ramakrishna continuó, de toda forma, un período de violentos arrebatos y de ceguera, y él mismo dice que no había aprendido gran cosa de todas esas extrañas e involuntarias experiencias. Mientras tanto, “sus fuerzas se agotaban. Iba a sucumbir.” Entonces aparecieron dos maestros que lo ayudaron. “La primera ayuda le llegó de una mujer. Un día que desde la terraza contemplaba el Ganges, una mujer subió los peldaños. Bella, alta, sus largos cabellos sueltos, vestida de color ocre rojo. Apenas vio a Ramakrishna, se puso a llorar diciendo: “Hijo mío, te buscaba hace largo tiempo”. Fue ella su guía, su Virgilio: le hizo seguir, una tras otras, las sendas, hasta las más peligrosas, del Sadhana de los Tantras, que expone a los sentidos y al espíritu a todas las perturbaciones de la carne y de la imaginación.” Y luego se le acerca Totapuri, su segundo maestro. Totapuri “andaba de paso, porque, por su estricta regla, no debía quedarse más de tres días en un mismo sitio. Vio a Ramakrishna que no lo veía, porque estaba concentrado en una profunda meditación. “Hijo mío” le dijo, “veo que ya estás bastante adelantado en el camino de la verdad: si quieres, puedo ayudarte a alcanzar la próxima etapa. Te enseñaré el Vedanta”. Ramakrishna aceptó y, bajo la dirección de Totapuri, superó en un solo día la “prueba de iniciación”, que “consistía en renunciar a todos sus privilegios y a sus insignias: a la dignidad, a las esperanzas, a los afectos, a las ilusiones que le hacían vivir, a toda cosecha de los frutos de su amor y de su sacrificio, acá abajo y en todo lugar, en el presente y para siempre. Debió cumplir simbólicamente, desnudo como la tierra, su propio servicio fúnebre. Enterró así los últimos restos de su yo. Necesitó una tensión de las fuerzas, un sufrimiento infinito para forzar las puertas del inaccesible.” Pero en cuanto cruzó aquel umbral, él cuenta que “el universo se extinguió. El espacio mismo desapareció. Quedó sólo la existencia. El alma se perdió en el sí. Todo dualismo se borró. El espacio finito y el espacio infinito no fueron más que uno”. Luego, la vida de Ramakrishna fue una vida fructuosa como pueden leer en su biografía, escrita como hemos dicho por Romain Rolland, un intelectual

francés de cuya cordura e integridad no podemos dudar, y que en español está publicada por la Editorial Kier. Conocerán lo que hizo Ramakrishna con sus amados compañeros y compañeras y encontrarán algunas similitudes entre su vida, su carácter y la vida y el carácter de Francisco de Asís. Su experiencia indudablemente nos interroga. ¿De qué sirvieron al mundo sus visiones? ¿Qué podemos aprender de ellas? ¿Por qué sentimos que eran bellos sus delirios? No sé contestar. Pero me quedo con algo que me impactó: “El joven Vivekanada preguntó a Ramakrishna: Habéis visto a Dios? Ramakrishna contestó: Lo veo como te veo a ti, más bien con más nitidez que a ti.” Me parece, en efecto, que la vida de Ramakrishna nos confirma que el hombre es capax dei y por lo tanto pone preguntas a una manera atea de vivir, si de veras hay alguien capaz de vivir la vida, coherentemente, de manera atea. Y ahora nos toca la experiencia de otro visionario, que pertenece al mundo musulmán: es el famosísimo Rumi, considerado un ejemplo de “Insan Kamil”, que en árabe significa “humano completo”, es decir un ser desarrollado hasta la perfección. Nació en la ciudad de Balj, actual Afganistán, en 1207 y vivió hasta el 17 de diciembre de 1273. Fue el iniciador de la Orden de los Derviches Giróvagos. Es tan famoso Rumi, que no es necesario contar su vida. Es suficiente recordar que fue un maestro religioso del sufismo (la corriente mística del Islam), ayudó a los pobres y, cuando, a los 37 años de edad, encontró al errante espiritual Shams, se volvió además sumo poeta. Para hablar de él, sería necesario ser hábil como Petrarca y épico como un bardo. No soy ni uno ni otro, pero intentaré trasmitir la belleza de Rumi, que fue unida a tanta amistad y fidelidad que todo en él no podía que venirle de algo divino. Rumi utiliza la danza, la música y la poesía como camino para llegar al éxtasis, o sea a la unidad del alma y del cuerpo con el Amado, que así él llama al dios del cual venimos, del cual sentimos con dolor la nostalgia y al cual deseamos regresar. Y es al Amado que él dirige sus versos, con una

familiaridad totalmente natural, cargada de aquel tipo de sensualidad que sólo el mundo árabe sabe transmitir sin provocar obsesiones. Aquí algunos de los versos de Rumi: ¿Quieres venir con nosotros? No es momento para quedarse en casa, sino para salir y entregarse al jardín... Ven, Te diré en secreto adónde lleva esta danza. Deja tus preocupaciones y ten un corazón completamente limpio, como la superficie de un espejo que no contiene imágenes. Si quieres un espejo claro, contémplate y mira sin vergüenza la verdad reflejada por el espejo. Porque allí donde despierta el amor, muere el Yo, el oscuro déspota.

La Belleza y el Amor son cuerpo y alma. La Belleza es la mina, el Amor, el diamante. Juntos han estado desde el principio de los tiempos, lado a lado, paso a paso.

Rumi dijo de sí: ¿Qué puedo hacer, oh musulmanes?, pues no me reconozco a mí mismo. No soy cristiano, ni judío, ni mago, ni musulmán. No soy del Este, ni del Oeste, ni de la tierra, ni del mar. No soy de la mina de la Naturaleza, ni de los cielos giratorios. No soy de la tierra, ni del agua, ni del aire, ni del fuego. No soy del empíreo, ni del polvo, ni de la existencia, ni de la entidad. No soy de India, ni de China, ni de Bulgaria, ni de Grecia. No soy del reino de Irak, ni del país de Jurasán. No soy de este mundo, ni del próximo, ni del Paraíso, ni del Infierno. No soy de Adán, ni de Eva, ni del Edén, ni de Rizwán. Mi lugar es el sin-lugar, mi señal es la sin-señal. No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del Amado. He desechado la dualidad, he visto que los dos mundos son uno; Uno busco, Uno conozco, Uno veo, Uno llamo. Estoy embriagado con la copa del Amor, los dos mundos han desaparecido de mi vida; no tengo otra cosa que hacer más que el jolgorio (fiesta) y la jarana (fiesta).

En efecto, “los Derviches Danzantes”, nos explica Jolanda Guardi, “se caracterizan por un ritual donde, a través de la música, la danza y la escucha del concepto místico contenido en el Corán, se reactiva el estado originario del ser”. El ritual festivo está acompañado por el son de la flauta, lamento de nostalgia por la feliz condición originaria, cuando la flauta era una caña y se encontraba en el cañaveral junto a las otras cañas, antes que fuera cortada para volverse un instrumento musical. Su lamento es el mismo lamento del hombre que sufre separado de la unidad con lo divino.

Canta Rumi: Le pregunté al ney (flauta de caña): ¿de qué te lamentas? ¿cómo puedes gemir sin poseer lengua? El ney respondió: Me han separado del cañaveral y ya no puedo vivir sin gemir y lamentarme. Escucha el ney, y la historia que cuenta, cómo canta acerca de la separación: Desde que me cortaron del cañaveral, mi lamento ha hecho llorar a hombres y mujeres. Deseo hallar un corazón desgarrado por la separación, para hablarle del dolor del anhelo. Todo el que se ha alejado de su origen, añora el instante de la unión. Y Rumi agrega: Cuando la rosa se haya ido y el jardín esté marchito, no podrás escuchar más la canción del ruiseñor. El Amado lo es todo; el amante apenas un velo. El Amado está viviendo; el amante es una cosa muerta. Rumi nos conduce en un mundo que varios de nosotros percibe como extraño, pero al mismo tiempo algo en nosotros se despierta y responde a la belleza de sus versos dirigidos al Amado y frente al dolor de la flauta que suena nuestro dolor. Y si podemos no sentir cercana la danza litúrgica enseñada por Rumi para alcanzar el éxtasis, queda indudable la sublime belleza de sus versos altamente religiosos.

Belleza y experiencia religiosa están íntimamente vinculadas a lo largo de la historia, y quizás fuera sólo por la fealdad de la poesía y del arte de hoy que sería necesario re-insertarnos en la experiencia religiosa, que no es, por supuesto, camino de re-inserción en la institucionalización de lo religioso. Pero, a este propósito, les podría ser útil estudiar Las variedades de las experiencias religiosas del filósofo estadunidense William James. De la Persia de Rumi, pasamos a la tierra de Israel y al Antiguo Testamento. En el mundo judío del Antiguo Testamento, si de visionarios quisiéramos hablar, tendríamos que hablar de la iniciación de Isaías y de las visiones de Ezequiel, que fue raptado hacia los cielos más altos. Léon Bloy decía que leer a Ezequiel provoca tanto dolor y tanta esperanza que cualquier otro dolor y cualquier otra esperanza se vuelven insignificantes. Pero hoy quiero tomar prestado del Antiguo Testamento a otro testigo, más conocido, más familiar e impresionantemente cercano a los hombres de nuestro tiempo. Hablo del profeta Jonás. De lo que nos cuentan las tres/cuatro páginas que nos quedan de su historia, Jonás no tuvo visiones ni éxtasis. Jonás era un temperamento orgulloso, necio y formal, un poco obtuso y burdo, auto-referente, justo como muchos de nosotros. Dicha una cosa, ésta tenía que suceder así. Ningún vuelo loco. A cada causa, su efecto; a cada error, su condena y castigo; a cada acierto, el premio merecido. El diálogo de Jonás con el Misterio inicia, por parte de Jonás, como una relación de trabajo dictada por un contrato a tiempo determinado: dime qué hacer y lo haré; dime qué decir y lo diré. Pero, el dios por excelencia nunca actúa según lo planeado y constantemente sale del surco. Jonás, sumamente fastidiado por esta anarquía divina, abandona a Yahvé y se pone en el mar de la vida para estar, entre desconocidos, tranquilo y solo consigo mismo. Pero el dios de Israel, y por lo tanto el dios de Jonás, es un dios fiel, y aun si es dios y nada le tendría que faltar, no quiere perder la cercanía de Jonás y para ganarla nuevamente usa un método nada legal ni legítimo.

El barco, en que Jonás se ha subido para huir lo más lejos posible de Yahvé, se encuentra en alta mar. De repente, se levanta una tormenta tan fuerte y larga como nunca se había visto. El peligro de morir es cercano, real, y los compañeros de viajes de Jonás, después de haber hecho todo lo que sabían hacer para salvarse, le piden si acaso es él la causa de tanto mal. Jonás reconoce que sí, que es él la causa de tanto mal. Dentro de sí mismo, mientras tanto, ha visto una posibilidad: quizás que la muerte le separe por siempre de Yahvé y, para alejarse de él para siempre, pide a sus compañeros que, si quieren que la tormenta se calme y si quieren salvar sus vidas, lo echen afuera del barco, en las hondas misteriosas y abismales del océano. De inmediato, lo echan al mar. Pero, Jonás no logra morir: un pez enorme lo acoge en su vientre. Después de algunos días, el pez ya no aguanta a Jonás y lo vomita cerca de una playa. Jonás, a su pesar, se encuentra de nuevo en el lugar donde Yahvé habita. No le queda de otra que ponerse nuevamente a su servicio. Yahvé, por su parte, una vez más parece jugar con él y engañarlo. Pide a Jonás de pregonar que la ciudad de Nínive será destruida, a causa de su violencia y su maldad sin frenos. Jonás grita la profecía de destrucción, como han hecho todos los profetas. Pero los habitantes de Nínive, hecho muy raro, a este profeta lo escuchan y cambian su conducta y el dios de Israel perdona a Nínive y a sus malvados habitantes. A este punto, Jonás se enfurece: Yahvé le ha hecho pronunciar una profecía de condena que no se cumple. Todo su orgullo se ve defraudado y ofendido. Anarquía e imprevistos en lugar de orden y justicia: ésta es la manera de actuar de Yahvé. Bella, quizás, pero inaguantable, injusta y fastidiosa. ¿Cómo termina la historia de Jonás? Qué nueva relación se establecerá entre él y Yahvé? Si quieren saberlo, irán a leer el último de los cuatro capítulos del libro de Jonás: no le quiero anticipar el gusto de conocer un final que es demasiado hermoso para ser contado con mis palabras. Jonás somos todos nosotros. ¿En el vientre de cuál ballena buscamos protección? ¿Y por qué la ballena estará obligada a escupirnos en el terreno donde el dios habita? ¿Qué final feliz deseamos para nosotros y para los demás? Éstas son las preguntas que nos pone Jonás, un hombre que, por

cuanto terco, necio, violento y hasta malvado, el dios nunca dejó de buscar y de amar. Ésta es para mí una belleza religiosa. Y, de la tierra de Israel nos trasladamos a China, alrededor del año 300 antes de Cristo. Nuestro otro testigo es Chuang Tzu, el más grande de los escritores taoístas cuya existencia es históricamente comprobada. “La radicalidad, la vitalidad y la belleza de los textos de Chaung Tzu suponen un soplo de aire fresco para nuestra agotada mentalidad occidental.” Su libertad de ser – que nace de la contemplación – fascina sobremanera, y lo pone entres las bellas personas sin las cuales el mundo sería menos habitable. Nos habla de él Thomas Merton, otro testigo de cómo insertarse en la felicidad sin crear violencia, dolor, injusticia y sin ser deshumanos. Escribe Thomas Merton: “He sido monje cristiano durante casi veinticinco años y finalmente uno llega a ver la vida desde un punto de vista común a todos los solitarios y ermitaños de todas las épocas y culturas. Me gusta Chuang Tzu porque es lo que es. Su temperamento filosófico es, creo, profundamente original y sensato. Por supuesto, puede ser malentendido. Pero es básicamente simple y directo. Busca llegar inmediatamente al corazón de las cosas.” Un hombre dijo a Chuang Tzu: “Todas tus enseñanzas están centradas en lo que no tiene utilidad”. Chuang replicó: “Si no aprecias aquello que no tiene utilidad, no puedes ni empezar a hablar acerca de aquello que la tiene.” Chuang Tzu, “totalmente centrado en el tao, está a gusto en dos niveles: el del divino e indivisible tao que no tiene nombre, y en el de las existencia sencilla, normal, cotidiana.” Pueden leer muchas anécdotas y reflexiones de este hombre notable en El Camino de Chuang Tzu, publicado en español por el editorial Debate. Personalmente he citado de paso a Chuang Tzu para rendir homenaje a Teresa de Lisieux, cuyo “pequeño camino es una renuncia explícita a todas las espiritualidades exaltadas y descarnadas que vuelven al hombre contra sí mismo, poniéndolo mitad en el reino de los ángeles y la otra mitad en un infierno en la Tierra.”

Chuang Tzu fue casi un pretexto para mí (justo porque simpatizo enormemente con él), para rendir homenaje a todos los solitarios que están viviendo juntos en los monasterios de clausura. Son ellos una especie de pulmón que nos permite respirar con más hondura y menos ilusiones. Son, de veras, un respiro para el universo. Puedo así, darles a conocer la existencia de las mujeres del claustro de Vitorchiano, en Italia, sin lugar a dudas las mujeres más libres y contentas que he encontrado en mi vida, cuyo canto unifica la tierra y el cielo, y justo de ellas han salido, en el siglo XX, los más bellos himnos que yo conozca después de los himnos medievales de Herman el Cojo. Son de veras hermosas las vidas de Charles de Focauld, de Monica della Volpe en Valserena, y de Thomas Merton, cuyos escritos y cuyas experiencias tendrían que ser objeto de estudio mucho más que tantas disciplinas a las que dedicamos sin duda siempre demasiado tiempo. Y deseo también rendir homenaje a los mártires de Tibhirine, los siete monjes trapenses del Monasterio de Nuestra Señora de Atlas en Argelia y cuya vida pueden conocer a través de la película “Hombres de Dios”. Hacia sus tumbas varios peregrinos van a encontrar fuerza y consuelo: ¿Son acaso todos ellos locos e ignorantes? Claro que no. Pueden ir con confianza, a Tibhirine, si quieren recorrer el camino abierto por los siete mártires trapenses, aun si por supuesto se necesita, para esto, una vocación especial y también un carácter especial. Es cierto que algunos monasterios se han vuelto tumbas, donde se vive cómoda y distraídamente, encapsulados en patrañas, como ya nos contaba de forma exhilarante Boccaccio. Pero no hay dudas que un hombre debe de interrogarse sobre la existencia, a lo largo de la historia, de lugares como, por ejemplo, el monasterio de los cartujos, que, gracias a un permiso especial, Philippe Groning logró documentar en su película “El gran silencio”. Esta cartuja no se ve seguramente ni como una tumba ni como un lugar donde, aburguesados y distraídos, viven hombres indiferentes y fastidiados, en continua pelea entre ellos, como sucede en la mayoría de los ambientes que nos toca normalmente frecuentar. Vean la película “El gran silencio” y en cuanto puedan vayan a encontrar a esos cartujos perdidos en los Alpes austeros y salvajes de Francia.

En fin, hemos vistos algunas vías de unidad con lo divino que han donado a hombres come nosotros el camino hacia una felicidad duradera. ¿Cuál preferimos? Confieso que la vía que prefiero– cuya belleza siempre me asombra y me unifica y me da paz – es la que recorren personas muy normales y al mismo tiempo muy especiales. Son mis místicos: los llamo así, aun si no tienen visiones ni arrebatos extraños, ni han visto ángeles u océanos relucientes o jardines paradisíacos. Mis místicos trabajan para sustentarse, pero no hacen alarde de esto como si fuera un sacrificio, un castigo, o un mérito o una virtud. Mis místicos saben jugar con las cosas, aun si toman todo en serio. Comen, beben, duermen, hablan, caminan, caen y se levantan como todos nosotros, pero no se apoderan de nada: ni del tiempo, ni del afecto, ni del espacio de los demás y se dedican dondequiera a crear amistad. Y siempre prefieren el camino del agradecimiento. No están nunca solos, aun cuando estén solos. No acumulan ni bienes ni problemas. Están contentos de desaparecer en otros amores. No se engrían ni se toman en exceso en serio, pero nunca descuidan lo esencial ni pierden el tiempo. Son tan atentos que, sin justificación alguna, palpitan de servicio hacia todas las cosas y las personas, bellas o feas, muertas o vivas, malas o buenas. Mis místicos tienen por supuesto heridas, pero no se ocupan en sanarlas con sus manos. Son como un mar en constante movimiento y al mismo tiempo un mar inactivo. Mis místicos es difícil encontrarlos, no porque no existan alrededor de nosotros, sino porque es difícil que nuestro ego nos permita juntarnos con ellos. Quizás, porque no son guías de iniciación: son sólo personas que caminan con nosotros, nada excéntricas, cuya cercanía nos salva, aun si ni siquiera lo sospechamos. Ellos no siguen la religión hoy dominante, que es – como la describe Pasolini en la Religione del mio tempo y en Teorema – la religión del ego, esa “bestia senza pace” (fiera sin paz) que “ha natura sí malvagia e ria,/che mai non

empie la bramosa voglia,/e dopo ‘l pasto ha piú fame che pria” (tiene una naturaleza tan malvada, que nunca su deseo se satisface, y después de comer siente aún más hambre): así Dante describe metafóricamente la religión del ego individual, insaciable y dañina. Y esto es de veras un delirio feo y violento. Es una religión que todos respetamos con mucha fidelidad, participando de la liturgia que ella requiere: tiene sus iglesias en los supermercados, las escuelas y los medios de información (para citar sólo algunos de sus templos); sus sacerdotes son los financieros, los potentes, los que pueden cantar victoria; su día sagrado es el día en que ganan algo, cueste lo que cueste a los demás; su año litúrgico está ritmado por la esclavitud de las distracciones que permiten enajenarse y de un trabajo finalizado a subir de clase social, a ser llamados “maestros” y a recibir premios, acariciando así una felicidad que en realidad a mí me parece una sonrisa de frialdad que esconde un llanto de angustia. Los padres se esmeran para que el niño aprenda pronto las liturgias y las lógicas de esta religión. Lo bautizan en ella desde antes que nazca, cuidando que al nacer todo esté preparado para que aprenda el arte de ser un “yo” capaz, al fin, sólo de venderse y ser comprado. Es triste. Mis místicos han roto con esta lógica mercantil y tuvieron claro, a un dado momento de su vida, que les convenía “tenere altro viaggio”, es decir, recorrer otro camino. El camino de la vida diaria vivida con, por y para los demás, haciendo juntos las cosas, poniendo en común, sin que nunca la personalidad sea por esto engrandecida, manipulada, falsificada o envilecida, y donde siempre se privilegie la unidad y el agradecimiento. También para este otro tipo de camino con lo divino, se necesita un maestro, porque es un camino que nadie puede recorrer solo, y en el siglo XX hubo un maestro muy inteligente, concreto y práctico: un profesor, cuyo nombre era Giovanni y cuyo apellido era Riva. Él también era sumo poeta y fue un constructor de sólidas aventuras humanas. No buscó ni encontró lo divino en lugares desérticos o pavorosos, en océanos atormentados o en playas desoladas, en liturgias fascinantes o en discursos delirantes. Más bien siguió, paso a paso, el surco que aquel joven, que recorría las calles de Galilea haciendo el bien, continúa a trazar para nosotros.

Y por eso, deseo concluir esta charla con el inicio de una poesía-oración de Giovanni que puede acompañarnos a todos. Dice: “Padre nuestro, si existes, deja que me dirija a ti”. Así inicia la poesía, y así inicia el simple camino de la re-inserción en la belleza de la existencia, camino que les deseo con toda mi alma. (8 abril 2015)

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