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LOAS A LA JUBILACIÓN EN PROSA UN TANTO FILOSÓFICA Secundino Castro OCD
Iubilatio, que se halla en la base original de Jubilación, expresa, en su raíz, alegría y canto, un gozo que no permite contención y explota en música. La palabra y sus derivados fue utilizada por los traductores latinos de la Biblia para manifestar esos tonos del alma. Supone un sentimiento fuerte y vivaz de plenitud. Quien es invadido por él, se siente libre, casi en las zonas del éxtasis, nuevo. Jubilación, por consiguiente, es alegría, gozo, plenitud: una fiesta. Y en las fiestas se abandona lo cotidiano, lo monótono, se entra en otras esferas, y se experimentan nuevos horizontes de ser. El jubilado y la jubilada, por fin, han alcanzado la libertad. Y si alguien osado se atreviera a insinuaros: “Sí, pero ya os está echando furtivos guiños la muerte”. “Con gesto de dignidad ofendida”, pero con ademán señero, le advertís: “caballero, para allá vamos todos, pero, por favor, no empuje”. La fatiga que el Génesis reservara como castigo al trabajo, ahora le ha sido indultada. Por eso el jubilado y la jubilada que hasta aquí eran especialistas en el “duro bregar”, pasan ahora al dolce far niente. El trabajo se convierte para ellos en juego, en arte puro, ya no representa el precio de la subsistencia, es el regalo en que se expresa la persona. Jubilarse no equivale a dejar el trabajo, sino a convertirlo en placer, en aventura, en sueño. Porque ya no viene impuesto, se transfigura en expresión de uno mismo, se hermana y se transforma en melodía.
Así nuestro personaje pasa de obrero, a artista. Ya no mira las cosas como botín, sino como éxtasis. Las prisas, con que antes las visitaba, no le permitían gustarlas, ahora es un experto en mirar, en contemplar, en llegar hasta lo más profundo. Sus manos se tornan suaves, y ellas, las cosas, van presurosas y amorosas a cobijarse allí. Manos que no aprisionan, hechas para la caricia, para el aliento, para asegurar, para precipitar a los seres en lo más hondo de ellos mismos. Por fin, manos, no tenazas, ni lazos, ni redes. La persona jubilada y las cosas, por primera vez se entienden. Es que las permite ser ellas. Y eso es arte. Y también lo es extraer de ellas lo más bello, que siempre está velado a los ojos, y precisa de tiempo para venir a la luz. La persona jubilada se ha enamorado perdidamente del tiempo y se le ha declarado; y éste le ha correspondido con un dulce y eterno sí. Antes la castigaba con estrés, la desasosegaba, la angustiaba cual novio insoportable. Siempre impelido por él, todo lo hacía corriendo y casi nunca llegaba. Ahora el tiempo la requiebra, se le entrega, se complace en que pueda leer las páginas de los libros varias veces, que cierre el libro y descanse, incluso en que dormite sobre él. Y entonces con mirada empapada y cautiva de ternura, la contempla embebido, sin prisas, y le sangra el corazón por el antaño, en que tanto la apenó. Y corre sin pausa en busca de las palabras del Cantar para conminar a todos que no despierten a la amada hasta que ella quiera.
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Ahora, nuestro personaje que se ha hecho amigo de las cosas y se ha enamorado del tiempo, experimenta la filosofía esencial. Porque para pensar en profundidad, es imprescindible estar reconciliado con el tiempo, y dejar libre a las cosas, al mundo y a las personas. Y hasta allí, en el sosiego de la tarde, que es la jubilación, llegan murmullos muy lejanos, que expresan la marcha del mundo y de los hombres, que viven en el aturdimiento, o en la calma de la paz hallada. Llega también la complejidad del universo, que parece desclasificado, la realidad incomprensible en que todo dormita, y la persona jubilada, al calor del tiempo con quien duerme su amor, y al sonreír de las cosas que la aplauden juveniles, descubre definitivamente el sentido del sinsentido. Los garabatos se le hacen letras, y los aullidos, trinos. Y mientras va cantando viajera y soñando senderos, se deleita en la melodía de la creación, que parece loca, un absurdo, construida con fragmentos y casi por casualidad. Pero nuestro personaje, que reposa en los ritmos suaves del atardecer, “la tarde cayendo está”-, capta con evidencia sentida que tenía razón quien denominó a todo esto cosmos, es decir armonía. Y percibe en lo más secreto de sí mismo una melodía luminosa: “Y todos cuantos vagan de ti me van mil gracias refiriendo, y todos más me llagan y déjame muriendo un no se qué que quedan balbuciendo”. Y nuestro hombre o mujer de las canas, siente la invitación a entrar más adentro en la espesura, donde la cierva, loca de fuentes, reposa.
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Y, sin darse cuenta, se ha convertido en poesía. ¿Qué es poesía? Y tú me lo preguntas, compañera y compañero. “Poesía eres tú”. Cómo no vas a serlo, si no tienes prisas en mirar las cosas, si ellas te revelan sus secretos, si contemplas a las personas más allá de la piel, si entiendes el mundo como armonía, si ante el más leve oscilar de la naturaleza, tu alma se pone a vibrar, si tus ojos se encandilan ante todo, porque todo se ha vuelto bello para ti, si tus manos sólo son caricia, si tus labios no violentan las palabras, y si “son paz todas tus sendas”. Tus hablares son sabiduría y tus decires, música, porque las cosas se desnudan bellas para ti, y las palabras llegan ansiosas por cubrir esa deslumbrante desnudez con vestidos de bodas y perfumes de fiesta y vienen a ti que estás en ella. Y por eso, poesía eres tú. Y tu poesía te llevará a la transcendencia total, que se consigue entendiendo tu vida como ofrenda. Si esto haces, serás feliz, “porque hay más alegría en dar que en recibir”, y encontrarás al Otro, que Jesús, luz sobre toda luz, denominó “el Padre”. Y aquí, quiero hacer un paréntesis para señalar mi respeto, comprensión y afecto por los no creyentes. Y me dirás, qué tiene que ver todo esto con la jubilación, y sospecharás que te estoy echando un sermón. Mucho tiene que ver, porque casi seguro que los años te han llevado a esa conclusión. Y te habrás descubierto como profundidad, y por eso reviertes sabiduría. Y que al divisar la playa en lejanísima lejanía, no has podido por menos de exclamar desde todo tu ser: “¡Dios a la vista!” Seguro también que has
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llegado a la “idea clara y distinta” de que el amor es la esencia de todo, del
mundo y de Dios. Si logras estos umbrales, te sonreirás cuando
canten al final de este acto aquello de molestam senectutem. No caigas en la tentación de pedirle al Sr. Rector que modifique esa palabra quejumbrosa y fea por otra más saltarina. Tú, cuando ellas y ellos, excelentes profesoras y profesores, magníficas compañeras y estupendos compañeros, la canten, tú, siempre elegante, di por debajo, para
no
estropear
el
concierto,
dulcissimam
et
pulcherrimam
senectutem. Déjalos a ellos, que todavía no se les ha revelado el final de la Sabiduría. Tú a lo tuyo, a la filosofía total, a la poesía esencial, a la transcendencia sin retorno, al dolce far niente, a centinela de nuevos horizontes. El tiempo asignado a mi alocución se está agotando. Pero antes del adiós, permitid que en mis labios vuelvan a nacer los clamores del amigo: “A las aladas almas de las rosas/
del almendro de nata te
requiero/ que tenemos que hablar de muchas cosas/, compañero del alma, compañero”.
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