Los argonautas. Vicente Blasco Ibáñez

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Los argonautas Vicente Blasco Ibáñez

Los argonautas Vicente Blasco Ibáñez Editorial Literanda, 2011 Colección Literanda Clásicos www.literanda.com Diseño de cubierta: Literanda Ilustración de portada: Puerto de Buenos Aires, Manuel Larravide, 1895 Tanto el contenido de esta obra como la ilustración de la cubierta son de dominio público según Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril y el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas.

I Al sentir un roce en el cuello, Fernando de Ojeda soltó la pluma y levantó la cabeza. Una palmera enana movía detrás de él con balanceo repentino sus anchas manos de múltiples y puntiagudos dedos. Para evitarse este contacto avanzó el sillón de junco, pero no pudo seguir escribiendo. Algo nuevo había ocurrido en torno de él mientras con el pecho en el filo de la mesa y los ojos sobre los papeles huía lejos, muy lejos, acompañado en esta fuga ideal por el leve crujido de la pluma. Vio con el mismo aspecto exterior cosas y personas al salir de su abstracción; pero una vida interna, ruidosa y móvil parecía haber nacido en las cosas hasta entonces inanimadas, mientras la vida ordinaria callaba y se encogía en las personas, como poseída de súbita timidez. Sus ojos, fatigados por la escritura, huían de las ampollas eléctricas del techo, inflamadas en plena tarde, para reposarse en los rectángulos de las ventanas que encuadraban el azul grisáceo de un día de invierno. La blancura de la madera laqueada temblaba con cierto reflejo húmedo que parecía venir del exterior. Dos salones agrandados por la escasez de su altura eran el campo visual de Ojeda. En el primero, donde estaba él, mezclábase a la blancura uniforme de la decoración el verde charolado de las palmeras de invernáculo, el verde pictórico de los enrejados de madera tendidos de pilastra a pilastra y el verde amarillento y velludo de unas parras artificiales, cuyas hojas parecían retazos de terciopelo. Sillones de floreada cretona en torno de las mesas de bambú formaban islas, a las que se acogían grupos de personas para embadurnar con manteca y mermeladas el pan tostado, husmear el perfume del té o seguir el

burbujeo de las aguas minerales teñidas de jarabes y licores. Camareros rubios de corta chaqueta azul y botones dorados pasaban con la bandeja en alto por los canalizos de este archipiélago humano sorteando los promontorios de los respaldos, los golfos y penínsulas formados por las rodillas. Una vidriera, de pared a pared, formada de pequeños cristales biselados, dejaba ver el salón inmediato, blanco también, pero con adornos de oro. Los asientos tapizados de seda rosa, igual a la que adornaba los planos de las paredes, estaban ocupados por señoras. El ambiente era más limpio que en el jardín de invierno, donde una atmósfera de humo de habano y tabaco oriental con perfume de opio flotaba sobre las plantas. Más allá de estos corros femeninos en torno de las mesas de té, media docena de músicos, uniformados lo mismo que los camareros, agrupábanse sobre una tarima, alrededor de un piano de cola. Sus cabezas rubias de germanos y los arcos de sus violines destacábanse sobre los rectángulos luminosos de cuatro ventanas que cerraban la perspectiva. Al otro lado de los cristales, ligeramente turbios por la humedad exterior, movíase, pasando de una a otra ventana, con lento balanceo, una especie de columna, esbelta, amarilla, de invisible término, acompañándola fieles en este cambio de situación, regular y acompasado como el de un péndulo, unas líneas negras y oblicuas semejantes a cuerdas. Todo estaba lo mismo que una hora antes, cuando el té humeaba en la taza de Ojeda, ahora vacía, y blanqueaban sobre la mesa los pliegos, cubiertos al presente de compactas líneas. Las personas cercanas a él fumaban silenciosas o seguían sus conversaciones con lentitud

soñolienta. Del fondo del segundo salón llegaban, confundidos con risas de mujeres y choque de bandejas, los tecleos del piano y los gemidos de los violines; del techo, coloreado a la vez por el reflejo azul de la tarde y el frío resplandor de las ampollas eléctricas, descendían gorjeos de pájaros, como una evocación campestre que parecía animar la artificial rigidez del jardín contrahecho. Por la parte exterior se deslizaban de ventana en ventana los bustos de unos paseantes, siempre los mismos, ocultándose para volver a aparecer con regularidad casi mecánica; como si se moviesen en un espacio reducido, con los pasos contados. Niños rubios, sostenidos por criadas cobrizas, adherían a los cristales las rosadas ventosas de sus labios, empañándolos con círculos de vaho, y agitaban las manecitas para saludar a las madres y hermanas que estaban en los salones. Algo nuevo había sobrevenido, sin embargo, mientras Ojeda escribía. Su sillón, antes inmóvil, con sólida estabilidad, parecía agitado por estremecimientos nerviosos, lo mismo que una bestia que jadea afirmada sobre sus patas. La raza, como si la animase de pronto un alma traviesa, iba a pequeños saltos, repiqueteando en su plato, de un extremo a otro del velador. Unas jaulas de bronce pendientes del techo empezaban a balancearse, y dentro de ellas saltaban los canarios, sin dejar de cantar, buscando en el vaivén de su prisión un punto inmóvil. Las cortinillas de las ventanas, sujetas por sus abrazaderas, agitábanse bajo un soplo invisible. El suelo de mosaico, liso, unido, inerte a la vista, parecía ondular como si por debajo de él mugiese un huracán. Al sordo zumbido de la gente que ocupaba los dos salones uníase un retintín continuo de platos, vidrios y maderas. Todo cantaba de pronto, como si una vida extraña resucitase los objetos

inanimados, haciéndolos conversar con voces y golpeteos: el cuchillo contra el vaso, la cuchara contra la botella, el sillón contra la mesa, la fosforera de loza contra el búcaro de flores. En un rincón del invernáculo, alineadas sobre un aparador, las cafeteras y teteras parecían deliberar con la solemnidad de un consejo de ancianos, chocando gravemente sus barrigas metálicas. Un cesto de lilas blancas colocado en el centro de la pieza estremecíase como un montón de nieve tocado por un remolino. Las paredes inmóviles, firmes, de un espesor considerable a juzgar por los profundos quicios de puertas y ventanas, estaban prontas a animarse igualmente a impulsos de esta vida misteriosa. Permanecían en silencio, con la calma de las construcciones que desafían a los siglos; pero Ojeda, viéndolas, se acordaba de ciertas personas que aun estando calladas inspiran la certeza, no se sabe por qué, de que tienen buena voz y aman el canto. Estas paredes blancas, que parecían de una sola pieza, podían crujir también con internos roces, uniendo sus crepitaciones y quejidos al concierto de los objetos. Una puerta sin cerrar se movió por unos instantes como un abanico loco, hasta que con un golpe igual a un pistoletazo avisó a los domésticos, que corrieron a asegurarla. Y este estremecimiento de huracán invisible parecía más extraño en el ambiente cerrado y bien calafateado de los salones, cada vez más denso y tibio por la respiración de las gentes, el humo de los cigarros y el vaho de las tazas. Los niños rubios habían desaparecido de las ventanas; los paseantes, cada vez más escasos, transitaban por el exterior con el busto inclinado, llevándose una mano a la gorra y ladeando la cara para

defender los ojos y las narices de algo molesto; los velos femeniles crujían lo mismo que banderas o se elevaban en espirales de color, manteniéndose rebeldes a las manos enguantadas que pretendían aprisionarlos. Algunos que avanzaban abombando el pecho con aire de reto y la cabeza descubierta sentían en torno de su frente el trágico despeinamiento de Medusa: un llamear de cabellos echados atrás, como si una fuerza invisible intentase arrancarlos. Transcurrían ahora largos espacios de tiempo sin que los vidrios reflejasen el paso de una persona. Pero algo nuevo vino a asomarse a la vez a todos ellos. Era una faja de color azul, mate y opaca, que empezaba por marcarse levemente en el filo interior de las ventanas. Luego subía y subía lentamente con la ascensión del agua que hierve, hasta llenar la mitad del rectángulo de cristal; permanecía inmóvil un momento, temblando en ella lejanos redondeles de espuma, ojos curiosos que intentaban contemplar el interior de los salones, y poco después se iniciaba su descenso con gran lentitud, cediendo el paso a la triste claridad de una tarde sin sol. Y cuando las ventanas de un lado quedaban libres de este testigo azul, las del lado opuesto estaban invariablemente ocupadas por él. Ojeda vio correr ante su mesa, con angustiosa premura, a una señora pálida que se llevaba un pañuelo a la boca. Luego pasó tras ella, apoyada en el brazo de un doméstico, una dama sexagenaria que hablaba en portugués con voz doliente. Algunos de sus vecinos se levantaron, deslizándose por la gran escalera con balaustres de tallada caoba, que venía a terminar en la puerta del jardín de invierno. Abríanse grandes claros en la concurrencia.

Desaparecían las gentes con discreción, en suave retirada, sin que se enterasen los demás de por dónde habían escapado. La pequeña orquesta pareció adquirir mayor sonoridad al quedar vacíos los salones: los instrumentos de cuerda lloraban como si anunciasen una desgracia en la melancolía azul de la tarde. En torno de las mesas languidecían las conversaciones. Muchos cerraban los ojos como si les preocupasen tristes recuerdos. Dos puertas abiertas al mismo tiempo dieron entrada por un instante a una manga de aire frío, arrollador, cargado de humedad y emanaciones salitrosas, que hizo arremolinarse flores y plantas y volar algunos papeles sobre las mesas. Defendió Fernando los suyos entre ambas manos, y al restablecerse la calma, se arrellanó en el sillón con un regodeo voluptuoso. Sentía el orgullo de su salud, la certeza de que ésta no podía turbarse en medio de la zozobra creciente que se revelaba en la tristeza de muchos ojos y la palidez de muchos rostros. Era el placer egoísta del que contempla el peligro ajeno desde un lugar seguro. Además, experimentaba una satisfacción animal al apreciar su asiento mullido, el ambiente tibio, las plantas y flores que le rodeaban. Así debían ser las grandes alegrías de los esquimales, encogidos en su vivienda apestosa durante el invierno, mientras afuera sopla el huracán y cae la nieve. Aspiró el humo de su cigarro, llamó a un camarero para que se llevase el servicio de té, que le molestaba con sus incesantes tintineos, y buscó en los papeles el pliego interrumpido. —¿Qué estaba yo escribiendo?... Al murmurar acariciábase el bigote con el cabo del estilógrafo, mientras sus ojos recorrían las páginas

emborronadas para restablecer la ilación de sus ideas. Olvidóse instantáneamente del lugar dónde estaba; pasó de golpe a un mundo distinto, un mundo sólo de él, que parecía latir en los pliegos ennegrecidos por su escritura. A impulsos del deseo avanzaba por éstos, releyendo su pensamiento como si fuese de otro, encontrando una deleitación melancólica y dolorosa al unirse de nuevo con sus recuerdos. En Lisboa sólo pude escribirte unas líneas en una postal. Me faltó el tiempo. El tren llegó con retraso; luego el registro de los equipajes en la Aduana y el trasatlántico que estaba ya fondeado en el río, mugiendo a cada instante como el que no quiere esperar. ¡Y yo que soy tan torpe para los menesteres vulgares de la vida!... Recuerda cuántas veces te has reído de mi inutilidad en nuestros viajes... Nuestros viajes ¡ay! tan lejanos, ¡tan lejanos! que no sé cuándo volverán a repetirse... Por fortuna, encontré en el tren a un compañero: un tal Isidro Maltrana, tipo curioso, al que conocí vagamente en mis tiempos de bohemia heroica, y que va, como yo, a Buenos Aires. La identidad de nuestros destinos nos ha hecho intimar rápidamente. Hace unas sesenta horas que estamos juntos, y no parece sino que hemos andado apareados toda la vida. Él dice que quiere ser mi secretario, o más bien, mi escudero, en esta aventura estupenda que acabo de emprender. En Lisboa entró en funciones, encargándose de las tareas enojosas del embarque... Pero ¿por qué te cuento esto? Tal vez por distraerme, por engañarme, por miedo a evocar los recuerdos de nuestro último día, que aún parecen envolverme como esos perfumes intensos y tenaces que nos siguen a todas partes. ¡El domingo pasado! ¿Te acuerdas?, ¿te acuerdas?... Sólo han transcurrido tres días: aún me parece sentir en mis manos

el contacto de tus cabellos; aún escucho tu voz; aún veo tus ojos. Te respiro en esta soledad. Llevo en el bolsillo, sobre mi pecho, tu último pañuelo. Vienes conmigo... ¡Y estamos ya tan lejos el uno del otro!... Ojeda cesó de leer unos momentos, conmovido por sus propias palabras. Frases vulgares, de una frivolidad antigua como el mundo: todos los enamorados dicen lo mismo. Tal vez aquellos camareros de chaqueta azul escribían en su idioma los mismos conceptos a las Fräulein rubias de Hamburgo y de Brema. Pero el amor es como la muerte y como todos los grandes accidentes de la existencia. En otros parece regular, ordinario, sin que merezca atención; pero cuando se experimenta en la propia persona adquiere las proporciones inauditas de uno de esos acontecimientos que deben influir en la suerte del mundo. Para él había ocurrido tres días antes en Madrid, al anochecer de un domingo, un suceso enorme, igual a los que cambian el curso de la humanidad o el aspecto del planeta. Y convencido de esto, quería abarcar con la pluma la grandeza infinita de su desolación. Aparentábamos serenidad, confianza en el porvenir, certeza de volver a vernos; pero de pronto nos fue imposible fingir por más tiempo, y había lágrimas en nuestros ojos y en nuestra voz... Y sin embargo, este dolor casi no era nada; había en él más preocupación que realidad. Aún podíamos vernos; aún podíamos hablarnos. Llorábamos como se llora en la casa de un muerto cuando está todavía de cuerpo presente. El dolor parece anestesiado por el aturdimiento de la catástrofe; hay todavía una realidad que sirve de consuelo; queda aún el cuerpo ante la vista: se llora más por el futuro que por el

presente. Lo terrible es cuando se lo llevan, y no queda nada y hay que abrazarse para siempre al recuerdo... Yo me consideraba el otro día, al separarme de ti, el más infeliz de los hombres, y ahora pienso con envidia en aquellos instantes. ¡Te veía aún!... Y ahora cada momento que transcurre me aleja más de ti; cada vuelta de las hélices establece una separación mayor entre nosotros; un minuto representa centenares de metros; una hora una distancia enorme, que no podríamos salvarla en un día aunque marchásemos apoyados el uno en el otro, mirándonos en los ojos, olvidados del mundo. Nuestros cielos van a ser distintos; nuestras estrellas serán otras: cuando tú vivas en los esplendores de la primavera, yo sentiré los fríos del invierno; cuando tú despiertes como una alondra, con el sol que entrará por tus balcones, yo gemiré en medio de la noche murmurando tu nombre... ¡Y será en vano! La desesperante extensión de una mitad del planeta va a interponerse entre nosotros... ¡Ay! ¡quién me devolverá tus ojos amados de reflejos de oro, tus brazos suaves de blancura de hostia, tu voz ceceante de infantil arrullo, tu boca de lacre, tu pecho neumático, cojín de ensueños y de olvido!... Evocaba en su memoria, con el relieve de las cosas vivientes, su último día en Madrid... Una gran mancha roja temblaba sobre el empapelado de una pared: era el reflejo de incendio del carbón amontonado en la chimenea, única luz del dormitorio. Y sobre el fondo rojo, parpadeante, una sombra horizontal, de contornos humanos. Ojeda conocía bien las líneas de este cuerpo: era ella, pegada a él, bajo las cubiertas de la cama, empequeñecida, humilde por el dolor de una desesperación silenciosa. Él también permanecía callado, con la nuca en las almohadas; percibiendo entre sus brazos el dulce contacto de unas

espaldas sedosas revueltas en blondas; sintiendo en un hombro la leve pesadumbre de su cabeza, que parecía querer ocultarse, hundirse. Una caricia húmeda refrescaba su cuello: tal vez era el contacto de su boca abandonada; tal vez eran lágrimas. Y los dos permanecían en dolorosa inmovilidad, temiendo que sus ojos se encontrasen, evitando una palabra que hiciese estallar la callada pena; pero los dos, al fingir esta indiferencia heroica, se adivinaban mutuamente. Sus caricias habían sido tristes, desesperadas; algo semejante—pensaba Ojeda—a los amores de un condenado a muerte en vísperas del suplicio. El goce animal les había hecho olvidar la realidad por algún tiempo; pero al sobrevenir el cansancio y la hartura, los dos experimentaban la misma decepción del enfermo que ve reaparecer sus dolores luego de un paliativo con el que creía sanar para siempre... ¡Y no había más! ¡Y la hora terrible estaba más próxima que antes!... Al través de los balcones cerrados llegaban los ruidos de la estrecha calle popular. Un vendedor pregonaba patatas asadas, llamándolas "chuletas de huerta", con melancólico quejido, como si cantase una desgracia. Ojeda le saludó mentalmente, con cierta emoción, y pensó que tal vez hacía ella lo mismo. Nunca le habían visto; no sabían ciertamente si era un hombre, un niño o una vieja, pero durante cuatro años le oían todas las tardes de cita amorosa, siempre a la misma hora, sirviéndoles su grito de aviso cronométrico. Seguramente eran las seis y media. ¡Adiós!, ¡adiós! ¡Cuándo volverían a oírle!... Luego pasó un tropel de chicuelos voceando los periódicos de la tarde, con la reseña de la corrida de toros. Un piano de manubrio rompió a tocar, en medio de la calle, un vals de opereta

vienesa, con apresurado tecleo y acompañamiento de timbres. Se oía la voz del organillero pidiendo a gritos que «le echasen algo» de los balcones. Cuando callaba el piano venía de lejos un runruneo de guitarra con choque de castañuelas y férreo retintín de triángulo. Una voz bravía de cantor nómada entonaba una jota, venerable música del terruño, miedosa de aventurarse en el centro de Madrid y que se extingue lentamente en el refugio de los barrios populares. Igualmente les había visitado muchas tardes este canto medieval, evocando en el cerrado dormitorio un recuerdo de excursiones en automóvil por las altiplanicies de Castilla: una visión de llanuras de rastrojo con hilos de agua bordeados de álamos; cubos de fortaleza sosteniéndose erguidos entre montones de ruinas; pueblos de color pardo; torres de iglesia con nidos de cigüeñas en el remate. ¡Adiós! ¡También adiós! De pronto, un sonido metálico, de mística vibración, suave como la voz de una mujer, cortó el aire, envolviendo los ruidos de la calle. Era para Ojeda la más amada de todas las visitas invisibles que venían a buscarles en su encierro amoroso. —La campana de don Miguel—murmuró tristemente una boca junto a su cuello. Sí; la campana de don Miguel, la que todas las tardes les avisaba el momento de sacudir la dulce pereza, de levantarse y comenzar los preparativos de partida... «Don Miguel» era Cervantes, y la campana la de un convento inmediato donde aquél había sido enterrado. Nadie conocía su tumba. Sus huesos se pulverizaban revueltos con los de los sacristanes y antiguos vecinos del barrio; pero era indiscutible que allí habían dado tierra a su cadáver, y esto bastaba para Fernando. Y desconociendo la

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