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PRESENTA
s o r r e p s o L facundo piperno
SEGUNDA PARTE
Capítulo 5 El hermano muerto le clavó a Pucho dos pupilas llenas de rabia, tomó impulso y saltó. Pucho se creyó perdido. Cerró los ojos y se apretó contra un rincón del leñar. Era una manera poco digna de morirse. Pucho, el gran perro guardián, temblando de miedo, incapaz de enfrentarse a la adversidad. Así estaban las cosas. Tronó uno de los Tubos que Escupen Fuego y el hermano muerto cayó sobre un costado gimiendo. A varios metros, la Hembra Rubia. Sostenía un tubo largo, la Hembra. Y le hacía gestos para que fuera con ella. Para que se acercase. Pucho no se demoró nada. El hermano muerto ya había recibido antes el fuego de los Tubos y así y todo se había levantado furioso, implacable. No hacía falta ser el más astuto de los perros para entender que lo mismo podía pasar ahora. Que lo mismo iba a pasar ahora. La Hembra no se arrodilló a acariciarlo atrás de las orejas. Esta vez, no. Esta vez, le dio unas patadas a una barricada de muebles de madera, llamó a los gritos a los hombres que la acompañaban y le ordenó que se metiera por un agujero. Después, dejó que una mano de hombre tirara de ella hacia el interior de la 1
madriguera humana. Dentro de la madriguera olía a miedo. El más intenso olor a miedo que Pucho llegaría a oler jamás. Incomparable, ese olor, imposible de equiparar a cualquier otro. Tan terrible era ese olor, que le provocó nauseas y un agudo dolor en las fosas nasales. Desesperado por un poco de aire fresco, asomó el hocico por una hendija que se había hecho en la barricada. Afuera, el hermano muerto ya estaba otra vez en cuatro patas. Huffmann buscaba por enésima vez su celular. En el cinturón, en los rincones de la sala. No lo tenía. ¿Cuándo lo había usado por última vez? Recordaba haberlo usado para llamar a los médicos, recordaba haberle tomado una foto al tipo aquel. Después de eso, no recordaba nada. Qué buen momento para perder el equipo, querida. Qué fantástico momento. Tomó la carabina y desmontó el cargador. Era un Marlin .22 de semi-repetición. Cargador de 18 cartuchos. Quedaban diez. Más o menos lo mismo debía quedar en el rifle del pibe nuevo. Les quedaban las pistolas y el revólver de
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de Cabral, que ya no tenía balas. Cabral se asomó por la ventana. El jodido perro daba vueltas en círculo. Olía el aire, rascaba la madera que lo separaba de ellos y gruñía. Así, una vez y otra vez. Repetitivo. Compulsivo. Se imaginaba Cabral el momento en que el perro conseguiría romper la barricada y los atacaría. Casi esperaba que eso sucediese para que por fin se terminara toda esa mierda. Estaba agotado. Todo eso era demasiado para él. Tal vez fuera demasiado para cualquier persona. Se tiró de rodillas. Se agarró la cabeza. Una mano en el hombro. Un sacudón. Era Hufmann. —Levantate. Los disparos deben haber alertado a toda la jauría. No me extrañaría que tuviéramos un centenar de visitantes de acá a un rato. Cabral se levantó. —¿Qué vamos a hacer? —Pedir ayuda. Y si no podemos pedir ayuda, tratar salir de acá. —No es tan difícil pedir ayuda, rubia. ¿Qué tal si llamamos por teléfono a alguien? —¿Tenés tu celular? —En mi mochila. En casa de los Vilá. —Antes de que preguntes: no encuentro mi teléfono. —¿Y el de tu compañero?
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—¿El pibe? —¿Dónde está? Huffmann señaló con el índice la maciza escalera de roble del salón. Estaba iluminada como si formara parte de una escenografía teatral. Entre los haces de luz flotaban un millón de motas de polvo. Se sintió tan minúscula e imposible como una de esas motas. —Se fue arriba para asegurar las ventanas y las claraboyas. El pibe se llamaba Rocca y no era tan joven como aparentaba. De hecho, muchas de las cosas que aparentaba no eran tales. Para empezar: no era un agente de seguridad contratado para custodiar Villa Riviera. Ni era un novato. Tampoco (en lo que al respecta) era ningún bobo. Había subido con la excusa de revisar todos los posibles huecos por los que pudieran colarse esos putos perros (y de hecho, había cumplido con su palabra: toda la casa estaba —gracias a su labor— herméticamente cerrada y a salvo de intrusos). Ahora, sin embargo, estaba encerrado en un baño, marcando desesperado un número de teléfono. Le habían dado la orden de hacer contacto cada hora y aunque no lo había podido hacer por razones más que obvias, se sentía en falta.
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El baño tenía un ventanal con vista al jardin. ¡Cómo adoró Rocca ese detalle! Un baño con vistas al jardin; no se le ocurría nada más distinguido. Cagar sin perderse un segundo el adorable entorno, eso sí que era tener clase. Ahora el baño era un mirador, una torreta de vigilancia, una especie de mangrullo de diseño. Ahí, ante sus ojos, los perros, cada vez más. Los terribles y salvajes perros de Villa Riviera. O, como los llamaría el jefe Laredo, los elementos cero, los infestados. Y más allá, un objeto brillante, un celular, póngale usted, listo para ser usado, si alguien se atrevía a ir por él. No cuenten conmigo, chicos. Su propio teléfono, al fin, logró comunicarlo. —Jefe, escuche... —dijo, tapándose la boca— ya estamos todos. Alguien subía por la escalera. Cerró la puerta.
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—Ya estamos todos. Laredo cortó la llamada, guardó el iphone en un bolsillo y levantó las cejas. La chica que manejaba los monitores tenía unas piernas de pantera. Preciosas. No deberían poner minas así sin quieren que uno mantenga la atención en las pantallitas. Las pantallitas eran ocho monitores de LCD de alta definición. Zona uno. Zona dos. Zona tres. Así hasta la ocho. En la zona siete: toma aérea de una jauría de perros, toma lateral de varios trozos de cuerpos en campo de golf, toma frontal de varios trozos de cuerpos en piscina, toma cenital de varios trozos de cuerpos en casa sin identificar. Laredo pidió que le acercaran la jauría. Entre los perros había dos niños. Sabía lo que eso significaba. No era nada bueno. —Congelá y grabá ahí —ordenó. Se quedó mirando las caras del nene y de la nena. Sonreían, los muy guachos. Como en una foto macabra de cumpleaños, sonreían. —Lindos, ¿eh? 6
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La chica no respondió. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas. Laredo cerró los ojos. Había una señora Laredo a la que le gustaba honrar. —Cuando termine todo esto me tenés que ayudar a hacer un álbum de fotos de recuerdo para las familias, ¿eh? Podemos incluir la foto que me sacó la rubia Huffmann. La chica, ni puto caso. —Ok, entiendo. Tenemos que tomarnos esto en serio, etcétera, etcétera. Después, dejó a un lado la sonrisa, volvió a sacar el iphone del bolsillo de su saco, lo acarició con los dedos. Movió el índice sobre la pantalla como si fuera una batuta y lo deslizó sobre un número. El teléfono empezó a sonar. Un chasquido al otro lado le indicó que habían atendido. —Ya estamos todos —repitió— aislame la zona siete. Despejá las demás —ordenó. Y agregó—. Cuando digo aislá quiero decir aislá. Perros, personas, hasta cuises. Sea lo que sea que quiera salir de la zona siete, balazo en la cabeza.
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