Los Seis sirvientes. Hermanos Grimm

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51 1 IFK-CIF Q2000541I 6634n VI 2009-11 Grimm anaien ipuinak Cuentos de los hermanos Grimm Centro Cultural AIETE Kultur Etxea 2013 MAIATZA 3 MAYO

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Los Seis sirvientes Hermanos Grimm

En tiempos antiguos vivió una reina muy vieja y fea. Pero tenía una hija —por supuesto, una princesa— tan bonita y encantadora, que no había otra muchacha como ella bajo los rayos del sol. Eran incontables los jóvenes que, atraídos por la fama de su belleza deslumbrante, habían emprendido viaje desde muy lejos con la esperanza de ganarse su corazón y su mano. Todos habían fracasado, y ninguno regresó para contar el cuento. La culpa era de la fea y vieja reina. Para decir la verdad, aquella mujer no sólo era una reina, sino también una bruja. Tenía la cabeza atestada de hechizos y malignos ensalmos, y su corazón estaba lleno de odio. Día tras día acechaba a los jóvenes pretendientes que venían a pedir la mano de su hija, la princesa. Cada vez que aparecía uno de estos infelices muchachos, la fea y vieja reina-bruja asomaba la cabeza y decía: —Muy bien. Te pondré tres trabajos. Si los cumples, mi hija será tuya. Pero si fracasas, perderás la vida. Y, por supuesto, siempre se las arreglaba para que los trabajos fuesen tan difíciles y horrendos, que ningún pobre mortal pudiese llevar a cabo ni siquiera uno. Ahora bien, en otro castillo de una tierra muy lejana, muy lejana, vivía un joven y apuesto príncipe. Era intrépido y valiente, y la suerte lo seguía adondequiera como un perro fiel. En cuanto oyó hablar de la deslumbradora princesa y de la fea reina, ardió en deseos de ganarse a la una y vencer a la otra. —Por favor, ¡déjame probar! —dijo a su padre. Pero éste respondió: —¡Jamás! Si te dejara ir, podría ya darte por muerto. Nadie ha escapado aún: ¿qué te hace pensar que lo harías mejor que los otros? No, no, hijo mío; no puedo dejar que vayas.

Con lo cual el príncipe se fue a la cama y enfermó de cuidado. No había médico que pudiese curarlo, y durante siete años estuvo a las puertas de la muerte. Cuando el rey vio que no se podía hacer nada por él, dijo con tristeza y lleno de amargos presentimientos. —Prueba entonces si quieres, pobre hijo mío. No veo otra manera de ayudarte. Tan pronto el príncipe escuchó estas palabras, se levantó de la cama tan sano y dispuesto como antes y mostrando en el rostro una incontenible alegría. Mandó que le trajeran su caballo favorito, saltó a la silla y marchose al galope. Quería probar su suerte por sí solo y no llevó consigo sirviente ni soldado alguno. Mientras cabalgaba por una extensa pradera vio algo extraño a lo lejos: ¿sería un montón de heno, o acaso una colina? No podía precisarlo; pero al aproximarse comprobó que no se trataba ni de un montón de heno ni de una colina. Era la abultadísima panza redonda de un grandísimo hombre gordo que estaba allí acostado, contemplando perezosamente el cielo. Cuando el Gordinflón vio al príncipe, se apoyó sobre un codo y le dijo: —Veo, señor, que no tienes sirvientes. Si necesitas uno, estoy a tu disposición. —Es cierto que no los tengo —contestó el príncipe—; pero con toda franqueza te digo que no sé de qué me serviría un hombre tan monstruosamente gordo. —¡Oh, esto no es nada! —dijo el Gordinflón—. Cuando me da por inflarme soy tres mil veces más grande. —Bueno, en ese caso —dijo el príncipe—, creo que me serás útil. Sígueme. El Gordinflón fue tras él y los dos continuaron viaje. A poco encontraron un par de grandes pies estirados sobre la tierra. Con los pies había también unas piernas, pero se alargaban tanto a lo lejos que era imposible ver dónde acababan. El príncipe y el Gordinflón siguieron caminando, y primero las pantorrillas, luego las rodillas y después los muslos fueron haciéndose visibles. Al cabo de un rato llegaron al cuerpo del hombre y, por fin, le vieron la cabeza. —Vaya, vaya, buen hombre —dijo el príncipe—, eres tan largo como el día de hoy y el de mañana juntos.

—¡Oh, eso no es nada! —dijo el Larguirucho—. Cuando me da por estirarme llego a tres mil veces la estatura que ves ahora —y añadió enseguida—: No tengo a quien servir. ¿Crees que podría serte útil? —Sí —dijo el príncipe—. Síguenos.

El Larguirucho se fue con ellos y, a poco, los tres viajeros encontraron a un hombre que tenía un flaco y larguísimo cuello. Lo estaba estirando al máximo, mientras volvía la cabeza de un lado a otro. De cada uno de sus ojos, que eran tan claros como el agua, salía un largo y brillante rayo de luz. —¿Qué miras con tanta ansiedad? —preguntó el príncipe. —Nada en particular —dijo el Vistillas—. Mis ojos son tan agudos que no hay nada que yo no pueda ver. Puedo ver todos los bosques y praderas, todos los montes y barrancos y, en suma, todos los sitios que existen en el mundo. —Eres justamente el hombre que necesito —dijo el príncipe—. Si quieres ser mi sirviente, síguenos. El Vistillas se fue con ellos y los cuatro continuaron viaje hasta que encontraron a un hombre que estaba inclinado con el oído en tierra. —¿Qué haces ahí? —preguntó el príncipe. —Estoy escuchando —dijo el hombre. —¿Qué escuchas? —preguntó el príncipe. —Todo lo que ocurre en el mundo —dijo el hombre—. Tengo un oído muy fino, no hay más que mirar lo grande que son mis orejas. Y lo oigo absolutamente todo, hasta crecer las hierbas. —Si eso es así —dijo el príncipe—, puedes serme útil. Si quieres ser mi sirviente, síguenos. El Orejudo se fue con ellos y los cinco prosiguieron viaje hasta que encontraron a un hombre con los ojos vendados. —Buen hombre, ¿por qué estás con los ojos vendados? —preguntó el príncipe—. ¿Es que tienes la vista débil? —Por el contrario —respondió el hombre—; mi vista es tan fuerte que destrozo en mil pedazos todo cuanto miro. —Puedes serme útil, Fieros-ojos —dijo el príncipe—. Si quieres ser mi sirviente, síguenos. Fieros-ojos se fue tras ellos y los seis continuaron viaje hasta que encontraron a un hombre todo arrebujado a la orilla del camino.

Apenas podía respirar de tantas mantas y bufandas como tenía encima, y aunque estaba sentado al cálido sol del mediodía, temblaba y tiritaba y los dientes le castañeteaban y repiqueteaban. —¡Pobre hombre! —dijo el príncipe—. ¿Cómo es que tienes tanto frío en un día tan caluroso? —Es el calor lo que me hace tem-temblar —se lamentó el hombre—. Soy un per-personaje muy cu-curioso y en nada me pa-parezco a los demás. Mientras más calor ha-hace más frío te-tengo, y mientras más so-sopla el frío más me con-consumo de calor. En me-medio del frío me abraso y su-sudo, en medio del calor ti-tirito y tiemblo. —Sin duda que eres un curioso personaje, Fuegui-frío —dijo el príncipe—. Estoy seguro de que alguna vez podrías serme útil. Si quieres ser mi sirviente, síguenos. Fuegui-frío se fue tras ellos, y el príncipe estaba contentísimo con sus seis sirvientes. Todos juntos continuaron viaje, el príncipe a la cabeza y detrás los otros, en fila: el Gordinflón y el Larguirucho, el Vistillas y el Orejudo, Fieros-ojos y Fuegui-frío. En cuanto llegaron al país de la reina-bruja el príncipe dejó a sus seis sirvientes en una hostería y siguió solo hacia el palacio real. No anunció quién era, sino que dijo simplemente a la reina: —Me han dicho que tienes una hija muy hermosa. Como me propongo casarme con ella, estoy listo para cualquier prueba que quieras ponerme. La reina-bruja estaba encantada de tener entre sus garras a tan apuesto joven. —¡Magnífico, magnífico! —le dijo—. ¡Arriésgate, jovencito, arriésgate! Voy a encomendarte tres trabajos. Si los acabas bien, te quedas con la princesa, y si no… ¡pues entonces acabo yo contigo, muchacho! —y se frotaba las manos y hacía unas muecas tales, que se veía a la legua que esperaba con seguridad los tres fracasos. —Estoy listo —dijo el príncipe—. ¿Cuál es el primer trabajo? —¡Je, je! —cacareó la reina-bruja—. En el fondo del mar Rojo hay un anillo. Me lo entregarás hoy al mediodía.

Marchose el príncipe con paso brioso, aunque estaba muy lejos de sentirse tan despreocupado como parecía. En cuanto llegó a la hostería les dijo a sus seis sirvientes: —El primer trabajo no es ciertamente una bicoca. La vieja Carafea quiere un anillo que está en el fondo del mar Rojo y debo entregárselo hoy al mediodía. ¿Puede ayudarme alguno de ustedes? —¡Déjame ver! —dijo el Vistillas. Estiró el pescuezo, viró la cabeza a un lado y a otro y echó una mirada larga, larga… Los rayos de sus ojos se tendieron lejos, lejos, muy lejos por el mundo, y luego abajo, abajo, muy abajo, hasta el fondo del mar Rojo. —¡Ya veo el anillo! —gritó—. Está enganchado en el pico de una roca, justo en el mismísimo centro del agua. Pero, ¿cómo haremos para alcanzarlo? Pues sencillamente: el Larguirucho se los echó a todos a la espalda y en unas cuantas zancadas estuvieron a la orilla del mar Rojo. —Bueno, aquí estamos —dijo—. Me sería muy fácil recoger el anillo, pero hay tanta agua que no puedo ver la roca. ¿Y ahora qué hacemos? —¡Oh, es muy fácil, yo lo arreglaré! —rió el Gordinflón. Se infló hasta hacerse tres mil veces más gordo de lo que era antes. Enseguida se acostó en la orilla y sorbió y sorbió y sorbió una ola tras otra, hasta que se tragó el mar Rojo entero. Y, en efecto, allí estaba el anillo enganchado en la punta de la roca. El Larguirucho se inclinó entonces, tomó el anillo y se lo entregó al príncipe, quien, ligero y feliz volvió al castillo de la reina-bruja. Cuando la vieja reina vio el anillo, su sorpresa fue tanta que se quedó muda. Por fin acertó a decir: —Sí, ése es el anillo, no cabe duda. Claro que el primer trabajo es siempre el más fácil. El segundo será más duro. —Estoy listo —dijo el príncipe—. ¿De qué se trata? —¡Je, je! —cacareó la bruja—. En aquel campo que ves allí hay trescientos bueyes bien gorditos. Para la puesta del sol tendrás que habértelos comidos, sin dejar pelos ni piel, cascos ni cuernos. Además, allá abajo, en el sótano, hay trescientos barriles de vino, y también para la puesta del sol tendrás que habértelos bebido hasta la última gota. ¡A ver cómo te las arreglas!

—¿Y no podría invitar a algunos amigos a tan maravillosa fiesta? —preguntó el príncipe—. Después de todo, la comida sólo sabe bien en compañía. —¡Está bien! —contestó la reina con una risa maliciosa—. Puedes invitar a uno, pero no a más. El príncipe regresó silbando a la hostería y dijo al Gordinflón: —Vamos, amigo. Me parece que últimamente no estás comiendo todo lo que debes. Pero hoy te invito a un banquete que no olvidarás en largo tiempo. Cuando el Gordinflón vio los trescientos bueyes y los trescientos barriles de vino, se infló, y se infló hasta hacerse tres mil veces más gordo de lo que era. Y enseguida se tragó los trescientos bueyes sin dejar pelos ni piel, cuernos ni cascos, exclamando al concluir: —¡Vaya, pues sí que fue un buen desayuno! —luego se tomó el vino de los trescientos barriles sin dejar una sola gota. Terminado el imponente festín y sintiéndose como nuevo, se fue con su bamboleo de siempre a la hostería y se acostó a dormir la siesta. El príncipe marchó adonde estaba la reina y le dijo que el segundo trabajo ya estaba terminado, con lo que quedó aún más sorprendida que la vez anterior. Pero no se lo demostró, sino que dijo con una sonrisa hipócrita: —Eres verdaderamente un muchacho excepcional. ¿Y estás ahora listo para el tercer trabajo? —¡Sí, lo estoy! —contestó el príncipe—. ¿De qué se trata? —¡Je, je! —cacareó la reina—. Como quieres casarte con mi hija, pasarás la noche sentado junto a ella, sujetándola con tu brazo alrededor de su talle. Ten cuidado de no quedarte dormido, no sea que se te escape. Yo vendré a medianoche, y si no está entre tus brazos, todo habrá concluido para ti. «Esto es fácil», pensó el príncipe. «Basta con tener los ojos abiertos y sujetar bien fuerte». Pero al pensarlo mejor se dijo: «No, es demasiado sencillo; aquí hay gato encerrado. Para estar a cubierto de todo, pediré a mis seis sirvientes que vigilen conmigo esta noche». Al atardecer, la vieja y fea reina trajo a la deslumbradora princesa a la hostería. Ordenó a la gallarda pareja que se sentaran juntos sobre un banco y pasó el brazo del joven en torno al talle de la doncella.

Luego se marchó cacareando una diabólica cancioncilla. Tan pronto se perdió de vista, el Larguirucho se enroscó alrededor del banco para que la princesa no pudiera escaparse; el Gordinflón se plantó delante de la puerta para que nadie pudiera entrar, y los otros cuatro sirvientes se sentaron juntos en un rincón, listos para intervenir en caso necesario. Pasaron las horas, y allí seguía el apuesto príncipe junto a la deslumbradora princesa. La muchacha parecía dulcemente contenta con su suerte, y en cuanto al príncipe, era incapaz de apartar los ojos de una visión tan deliciosa. Su felicidad no cabía en palabras, y no tenía ni pizca de sueño. Esta agradable situación se hubiera prolongado la noche entera si la reina no hubiera tenido otros planes. A las once en punto los hechizó a todos. En un abrir y cerrar de ojos cambiaron las cosas. El príncipe se quedó dormido junto a la princesa; el Gordinflón, delante de la puerta; el Larguirucho, tal como estaba, enroscado alrededor del banco; y asimismo todos los demás. Pero la reina-bruja, confiando en su éxito más de lo que debía, no hizo el embrujo lo bastante poderoso, y a las doce menos cuarto se les pasó a todos el efecto. El príncipe fue el primero en abrir los ojos. Su brazo ya no rodeaba a la princesa, porque la princesa…, ¡había desaparecido! —¡Ay de mí, ay de mí! —se lamentaba el príncipe—. ¡Ahora sí que esto no tiene remedio! Al oírlo se despertaron sus seis sirvientes, y también ellos empezaron a llorar y a lamentarse y a retorcerse las manos. De pronto: —¡Chis, chis! —susurró el Orejudo, llevándose la mano a su enorme oreja—. Me parece que oigo algo… Creo que es la voz de la princesa… Está llorando…, está diciendo algo así como que la tienen presa en una roca. Vistillas, echa un vistazo. Quizás puedas verla. El Vistillas estiró el pescuezo y echó un largo, largo vistazo. Tenía lo menos cien millas de largo. Pero no pudo verla. Entonces echó otro vistazo aún más largo, larguísimo, requetelargo. Dos rayos resplandecientes salían de sus ojos: primero hacia el Este, luego hacia el Sur, después al Oeste y ahora al Norte.

—¡Ya la veo! —gritó por fin—. Está dentro de una roca, en efecto, a unas trescientas millas hacia el Norte. Espabila esas piernas, Larguirucho. —Con gusto —dijo el Larguirucho—. Pero necesitaré un ayudante. Tú, Fieros-ojos, ven conmigo. El Larguirucho se inclinó y lo alzó hasta su hombro derecho. Enseguida se estiró y estiró hasta hacerse tres mil veces más largo de lo que era. Echó entonces a caminar hacia el Norte y en un dos por tres estuvieron frente a la roca. Fieros-ojos se alzó la venda un solo segundo, y en cuanto rozó la roca su poderosa vista la hizo saltar en mil pedazos: ¡allí estaba la princesa sana y salva! Parecía muy contenta de que la rescataran, pues dejó de llorar inmediatamente. El Larguirucho se inclinó y la alzó hasta su hombro izquierdo, y en unas cuantas gigantescas zancadas estuvieron los tres de vuelta en la hostería. Allí estaban todos otra vez y ahora más contentos y satisfechos que antes: el príncipe con su brazo en torno a la princesa y los seis sirvientes mirando a todas partes, vigilantes y dispuestos. Al dar las doce campanadas, la reina-bruja se deslizó en la habitación. Pensaba, por supuesto, que tenía a la princesa bien segura allá en la roca, a trescientas millas de distancia, por lo que muy confiada, decía para sus adentros, con una sonrisa horrible: «¡Ahora sí que lo tengo! ¡Je, je, je! ¡Ahora sí que lo tengo!» Pero cuando vio al príncipe bien despierto y con su brazo en torno a la princesa, como si allí no hubiera pasado nada, se puso tan furiosa, que silbó como una serpiente. El muchacho había triunfado en las tres pruebas, pero, aún así, ella no estaba dispuesta a darse por vencida. En su cabeza empezaron a brotar tantos planes horribles como hierbas malas en un jardín, y pronto dio con uno que le pareció definitivo. Ya no tenía poder alguno sobre el príncipe, y bien lo sabía, pero en cambio lo conservaba aún sobre la princesa. Así, pues, se acercó a la princesa y le susurró algo al oído: —¡Bis, bis, bis…! Dile que… ¡Bis, bis, bis…! ¿Qué podía hacer la pobre princesa? Estaba hechizada por la vieja reina y tenía que obedecer. Así que, sin darse cuenta de lo que hacía,

fue y le dijo al príncipe: —Es cierto que has ganado mi mano. Pero el pacto se hizo sin mi consentimiento. ¿No tengo yo algo que decir al respecto? El príncipe, que siempre trataba de ser justo, respondió: —Tienes razón mi querida princesa. Es verdad que no has dado tu consentimiento. ¿Qué debo hacer para merecerlo? La reina-bruja se inclinó otra vez hacia la princesa y le susurró al oído: —Dile… Bis, bis, bis… Y la pobre princesa no tuvo más remedio que decirle al príncipe: —Dentro de un momento se encenderá aquí una hoguera. Si puedes encontrar a alguien que sea capaz de sentarse en medio del fuego, consentiré en ser tu esposa. Aquello, claro está, se le había ocurrido a la reina-bruja, no a la princesa. Calculaba que nadie querría arriesgar su vida por el príncipe y que éste, para probar su amor a la princesa, tendría que sentarse él mismo en medio del fuego. Lo que le venía como anillo al dedo a la bruja, pues así se vería libre de él para siempre. Pero ignoraba que los fieles sirvientes del príncipe ya estaban haciendo planes para ayudarlo. —Todos hemos hecho algo por nuestro amo —dijo uno de ellos—. Sólo faltas tú, Fuegui-frío. Entre todos lo llevaron hasta la hoguera, que ya estaba ardiendo vivamente, y Fuegui-frío, arrebujándose en sus mantas y bufandas, saltó en medio de las llamas. Era una fogata enorme, en la que ardían trescientas cargas de leña, y el calor que daba se sentía a una milla de la casa. Ardió durante tres días y tres noches, y cuando por fin se apagaron las llamas apareció allí, entre los rescoldos y las cenizas, el pobre Fuegui-frío, tiritando que daba pena verlo. Los dientes le castañeteaban de tal modo, que apenas le salían las palabras. —Tan-tan-tanta escarcha no la había vis-vis-to nunca —alcanzó a tartamudear—. Si du-dura un poco más mue-mue-muero de frío.

Aquello fue demasiado para la reina-bruja. Comprendió que todo había acabado para ella y quiso salir corriendo. Pero en ese mismo instante Fieros-ojos se quitó la venda por un solo segundo, y en cuanto rozó a la reina con su potente vista, la hizo saltar en mil pedazos. Ése fue el fin de aquella maligna criatura. Todo el mundo dio un suspiro de alivio, y hasta la princesa se sintió mejor. Estaba aburridísima de pasarse la vida hechizada, y siendo ya dueña de sí misma se enamoró del príncipe y enseguida se casaron y vivieron muy felices.

Fuente original: Cuentos de Grimm, 2003. Colaboración: Editorial Gente Nueva.

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