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Camilo José Cela
Lucubraciones de un lego pasmado
Señoras y señores: Un servidor de ustedes es un patriota de pueblo, un hombre siempre dispuesto a dejarse pasmar por el buen concierto de los animales y las plantas, de los espejismos y las cosas, de las sensaciones y los recuerdos, de los sonidos, los bultos, las siluetas, los colores y los amores de las dos clases: los benditos y los malditos, que siempre habrán de resultar mejores que los odios y sus atenazadores espasmos. Se trata de recapitular en alta voz los latidos de la conciencia y también de meter un poco de orden en el polvoriento desván de la memoria, esa acogedora esquina en la que los hombres nos guarecemos cuando nos acosa cualquiera de los cuatro enemigos del alma: el prójimo, el tiempo, la malaventura o el hastío. ¡Qué barbaridad! Vine por primera vez al Museo del Prado hace ya sesenta años de la mano de mi padre, que a la media hora, cuando me riñó porque me entraron ganas de hacer pipí, cambié por la mano de mi madre. Mi recuerdo de entonces se me presenta no poco confuso, claro es, pero quizá sea cierto el somero andamiaje que paso a decirles. Zurbarán me entristeció. Murillo me aburrió; después descubrí que el aburrimiento que me invadió al año siguiente, cuando fui al colegio de monjas, tenía el mismo sabor a mazapán o a pastilla de café con leche marca «La Cabra». Ribera me recordó a mis tías solteras del lado paterno, que eran muy envaradas y rezadoras, muy ecuánimes y bigotudas y como Dios manda, Velázquez me deslumhró. Rubens me parecía pecado. El Greco me dejó atónito, y Goya me asustó y me quitó el sueño (aclaro que más el de la «La familia de Carlos IV» o «Las majas», desnuda o vestida, que el de «Los fusilamientos del 3 de mayo»). De todos los demás guardo muy revueltas y desvaídas ráfagas de ideaciones, que supongo que están bien como están. Y ahora pienso: en estos sesenta anos transcurridos, ¿cuántas veces vine al Museo del Prado?: ¿seis, una cada diez años?, ¿diez, una cada seis años?, ¿sesenta?, ¿seiscientas? No; seiscientas, no; pero ¿cuántas? A mí me desazoCuenta y Razón, n.° 6 Primavera 1982
na mucho la idea de perder la noción de los recuentos: ¿cuántas veces leí el Quijote?, ¿cuántas veces fui al cine o al teatro o a los toros?, ¿cuántos pasodobles, cuántos tangos y cuántos boleros habré bailado en mi vida?, ¿a cuántas mujeres juré amor eterno?, ¿a cuántos asesinos habré estrechado la mano?, ¿cuántas veces estuve con un pie en el sepulcro? Lo ignoro; el hombre ignora casi todo de sí mismo y yo no tengo por qué hacer excepción. Pasemos la hoja. Yo estuve algunas veces en el Museo del Prado; ese señalamiento de «algunas veces» no es ni peligroso ni mentiroso. Yo estuve en el Museo del Prado las veces suficientes para pasmarme y quizá no las precisas para recebar mi pasmo, quiero decir las crecederas de mi pasmo. La pintura tiene la ventaja sobre la literatura de que se puede tocar con la mirada: no es preciso desmenuzarla en la sesera y filtrarla por los entresijos del entendimiento. La música aún va más allá, y puede gozarla un sordo un poco adiestrado e inteligente. Los escritores solemos ser aficionados a la pintura porque nos come la envidia. ¡Ahí es nada tocar un lienzo con fortuna y con delicadeza (o con ira, ¿qué más da?) y poder dormir después a pierna suelta sobre los laureles mecidos por las musas! A los escritores nos pasman las líneas y los colores, también los planos y los volúmenes, porque para nosotros quisiéramos la pauta equilibrada en vez del palo de ciego confundidor. Pero las cosas son como son, tampoco mejores ni peores, y aquí no vale lamentarse, porque del mismo barro nos hizo Dios Nuestro Señor a todos. ¡Paciencia y barajar! Hace ya algún tiempo traté de argumentar mi idea (quizá no llegue a idea y no sea más que un palpito, un presentimiento) de que los géneros literarios no existen sino a efectos del doméstico orden de la preceptiva. Quizá no fuera demasiado arriesgado ensanchar las lindes de mi sospecha y dar en que también es falsa la división del sentimiento en nueve parcelas, cada una con su musa; pienso que en el Helicón las cosas estaban más poéticamente confundidas, más armoniosamente revueltas y adivinadas. No; el arte bravo y solitario no existe, o dicho de otra manera: todo arte es solitario y puede ser bravo si se acierta a expresar con belleza, con emoción y con denuedo. Obsérvese que el arte, cuando se amansa, deviene en maña, en artesanía, y que la literatura, cuando se encorseta, produce arpegios y ringorrangos de juegos florales y acarrea pápulas, rubefacciones y aun otras suertes de escarmientos de la piel del alma. Las artes no son plurales sino en lo adjetivo, y su voz, su modo de expresarse y aun de hacerse notar puede vestirse como quiera hacerlo, sin que por ello sufra ni un ápice su esencia. Quiero decir que, con los pinceles, el Giotto y fray Angélico —y tantos y tantos más— escribieron delicadísimas poesías, y Rembrandt y Velázquez —y todos cuantos ustedes quieran sumar— compusieron muy rigurosas filosofías, y el Bosco y Goya —y otros cien que brotarían como un sarpullido en la memoria de cualquiera de quienes estamos aquí— fabularon muy complejas y divertidas novelas, sin que por ello su pintura perdiera un punto de verdad ni de belleza. Mienten (quizá fuera más piadoso y no meló
nos cierto decir que yerran) quienes suponen que las artes no deben enraizarse en las otras artes para formar la gozosa maraña, cuyo misterio no tiene por qué desvelar su cifra, puesto que cumple con mostrarla nítida y en cueros, como la estrella, el cervatillo brincador o la sonrisa. Todos estuvimos «algunas veces», entre comillas, en el Museo del Prado, y a todos nos faltan algunas veces más para tranquilidad de nuestra propia y curiosa conciencia. Recuerdo que, poco antes de la gueira civil, cuando era poeta lírico y alumno vergonzante de filosofía y letras, quiero decir, alumno por libre, a mi aire y colándome en las clases, tuve la fortuna de recorrer las salas de nuestro museo conducido por la docta palabra y la quebradiza paciencia de don Andrés Ovejero y Bustamante, aquel santo varón berrendo en cascarrabias que a todos nos suponía mucho más cultos y sensibles de lo que éramos; me hago la ilusión de que de su entusiasmo se me habrá pegado al menos la curiosidad. Yo pienso que pueden ser varios los posibles motivos que nos empujan a visitar un museo de pinturas. Algunos hombres y algunas mujeres van a tiro hecho, a ver un cuadro determinado, un cuadro con nombre propio, como quien va a visitar a un amigo, una reliquia o una amante, que tres —y todas buenas— son las hélices del movimiento del instinto. Otros van a contemplar la nube del arte, que es inefable, un sí es no es difusa y siempre amansadora de los humores agrios. Otros van a respirar su aire, actitud parecida a la anterior (la de contemplar la nube), pero que puede ensayarse con los ojos cerrados. Algunos van a pensar sin demasiada prisa en la úlcera de duodeno, en la infidelidad conyugal, en la crisis económica, en el purgatorio y sus calderas, en la mórbida balconada del escote de una vecina llenita, etc. No faltan quienes van a descansar (por eso en los museos debe haber asientos) y jamás sobran los que van a estar bien acompañados de quien fuere: un cuadro, dos personas, tres posturas propicias al sosiego, cuatro instantes de paz, y así sucesivamente. Un museo no es un panteón, sino una cuba de vino hirviendo, con fiereza o mansedumbre, poco importa, pero sin desaliento y sin pausa. El arte, es celar el arte, nos decía Ovidio, y en los museos, a diferencia de lo que sucede en la naturaleza, en las tres naturalezas, el arte devora al arte para brindarla, atada de pies y manos, a los ojos del espectador atónito y ansioso. Recuérdese que, para Horacio, el arte no es más cosa que una imitación de la naturaleza. No es menester el arte donde basta la naturaleza, nos dejó dicho el discreto Gracián. El vapuleado Cervantes llamó a la naturaleza mayordomo del verdadero Dios, y quizá la cifra de la naturaleza —aquello que, para Montaigne, no es sino una poesía enigmática— pudiera dárnosla el arte. A mí nada me importaría perderme en El muelle de Ostia que pintó Claudio Lorena, porque mirarlo es lo mismo que leer una página del Guzmán de Alfarache, por ejemplo, o de La Garduña de Sevilla. A mí nada me importaría agazaparme, espantado, en cualquier rincón del Auto de fe de Pedro Berruguete, porque mirarlo es lo mismo que leer la anónima Danza de la muerte, por ejemplo, o una página del más sabio y cruel Quevedo. A mí tam-
poco nada me importaría sonreír con amargura a la vista de Los caprichos, de Los disparates o de Los proverbios de Goya, porque mirarlos es lo mismo que adivinar toda la novela que vino detrás, española y no española. El pasmo de los legos, señoras y señores, tanto puede valer al zahori como al taumaturgo porque, a quien es capaz de escudriñar las tripas del barranco, no suele negársele la gracia de ningún estupendo prodigio. Sí; por los museos debemos caminar con cierta cautelosa confianza, pero sin perder nunca el norte de la salida para que no nos zurre el vértigo. Todos sabemos que no se puede hacer literatura del natural, pero ninguno ignoramos que peor aún habría de ser ensayarla frente a lo artificial. Lo contrario de la naturaleza no es el artificio, ni el envés del sentimiento es el arte. Lo probable es que todo sea todo puesto en maceración y filtrado después por las mil circunvoluciones del cerebro. Y si esto no está claro, que no lo está, ya no es culpa mía. Por los museos y sus fintas del aire y sus recovecos atorados de ilustre y dulce polvo de historia suele esconderse, jugando a confundir, la lagartija de los argumentos literarios, ese animalito huidizo y gimnástico que no todos los escritores saben domesticar. Edgar Alian Poe es el paradigma de los amaestradores de argumentos; descanse en paz. Por los museos y sus latigazos, cuando la noche llega y las salas se vacían de miradas cómplices y las luces se apagan, desfilan los cien cortejos de la duda, del misterio y del miedo, los decorados a cuya sombra se guarece el hombre para llorar. Los museos y sus deleites pegajosos (también son quebradizos) pueden domeñar y sublevar cuerdos y también amansar y excitar locos. La gente debe ir a los museos, pero sin olvidar que su propia presencia los envenena con la respiración al tiempo de ser envenenada por la fría gloria distante y oficial; cada quien ataca con sus armas y ya nadie se sorprende de la crueldad de nadie. A lo mejor esto es el fin del mundo. A principios del siglo xvm, Antonio Palomino de Castro y Velasco publicó en Madrid El museo pictórico y escala óptica, libro en tres tomos de glosa y sabiduría más que de creación. Cien años antes, sobre poco más o menos, el cardenal Federico Borromeo dio a las prensas su Mediolani Musaeum, obra en la que barrió para adentro con entusiasmo y sin la menor suerte de duda. Ambos son centones meritorios, sí, pero ajenos a esta glosa que me permito ensayar ante ustedes. Los argumentos literarios de que les hablo —quizá fuera mejor decir: los latidos literarios de los que paso a hablarles— se refieren, más que al pensamiento, a las ceremonias y deslices de la vaga y amena literatura y que, aludiendo a lo que aquí señalo, no son todavía viejos entre nosotros. Cervantes sólo habla de un museo —muy de pasada—, y en el Persiles: «... un monseñor..., curioso y rico, tenía un museo, el más extraordinario que había en el mundo». Y Lope de Vega no escribe la palabra más allá de dos o tres veces: en El laurel de Apolo, en las Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de ~Burguillos, y quizá aquí pudiera acabarse el recuerdo. No doy entrada, claro es, a los trabajos de los historiadores del arte, todos meritorios,
pero también todos ajenos a mi propósito de hoy, y sí vuelvo la vista hacia el reflejo literario considerado en su más alto sentido y al margen de la calidad y de su presencia o ausencia, que hubieran podido tener los museos, o su solo enunciado, en la poesía o en la novela, y en el periodismo, en el teatro e incluso en el cine (entendidos los tres como formas de expresión literaria). Aludo, claro está, a Manuel Machado, con los versos de su Museo; a Rafael Alberti, con su drama Noche de guerra en el Museo del Prado y sus poemas de A la pintura; al poeta W. H. Auden, con Museo de Bellas Artes; a E. M r Forster, con un par de cuentos de La vida futura; a Drieu La Rochelle, con su novela Memorias de Dirk Raspe; a Wilde, a Gide, a Proust, a Baroja, a Solana, cada uno por su camino; a Ezra Pound; a Malraux en sus Antimemorias; al Ramón de la Automoribundia; a Sartre en Los caminos de la libertad; a Manuel Mújica Laínez en Sergio, en cuyas páginas se habla de este Museo del Prado; a Jorge Semprún en su novela La segunda muerte de Ramón Mercader, con el Rijksmuseum de Amsterdam como telón de fondo; a Vicente Molina Foix, con El museo provincial de los horrores; a Mariano de Cavia, cuando contó en las páginas de El Liberal, y hace casi cien años, el falso y estremecedor incendio de estas vetustas paredes; a las películas —más testimoniales que buenas, dicho sea sin que nos incumba demasiado esta apreciación— Los crímenes del Museo de Cera, o Belfegor, o Topkapi, o la serie entera de la momia, y a tantas y tantas páginas o escenas más que se me quedan en el tintero porque esto no es un recuento, sino un somero muestrario. Sí; un museo no es un panteón, decía hace unos instantes, sino un cuerpo vivo. Al menos ésa es la meta y también el desafío propuesto. Se me ocurre pensar que es más fácil meter orden en la muerte que en la vida, pero aquel orden —el de los cementerios— repugna al buen sentido del hombre, esa mera noticia que no cobra su significado si no es con el corazón latiéndole en el pecho. Es posible que se hayan empezado a revisar ya ciertas nociones hasta hace poco tiempo tenidas por inmutables e incluso suficientes. La idea de que la riqueza de los museos haya de ser su mejor virtud va quedando ya un poco a la espalda de la preocupación culta y estética; el auge de este supuesto, que tuvo su indiscutible validez durante mucho tiempo, vino a coincidir, hace cosa de un siglo, con el alarde de los descomunales museos británicos de historia natural; por ejemplo, en los que se almacenaba la naturaleza, toda la naturaleza, sin referirla ni a la tradición, ni a la cronología, ni a la latitud, ni a la pequeña historia de cada pieza. Hoy son otros los derroteros que parecen tomar las cosas, y a los museos se les quiere dar vida o, lo que es lo mismo, agilidad, sentido y eficacia. Permítaseme una breve digresión, tampoco demasiado importante. Todos hemos sido testigos de la degradación semántica que han sufrido las tres voces que paso a decirles y, claro es, también sus derivados: academia, retórica, museo. El hombre de la calle, que en definitiva es el amo y señor del idioma, llama hoy academia y academicista y académico a lo amanerado, a lo apolillado y
enmollecido, olvidando que también cabe la academia de la antiacademia, ya que la inercia tanto rige para el sosiego como para el azoramiento. Y aquel transeúnte ufano dice retórica no a la retórica, sino tan sólo a la retórica ampulosa y huera y grandilocuente. Y tilda de museable no más que a lo embalsamado. Contra esos falsos supuestos debemos luchar quienes estamos en las academias, presumimos de conocer los entresijos de la retórica y amamos los museos. Nuestra obligación —y no sólo frente a la lengua, sino también ante la cultura e incluso ante el país y nuestros contemporáneos— es luchar por restarle significación a los conceptos, hoy tan en boga, de antiacademia, antirretórica y antimuseo, asumiendo cuanto preconizan, con frecuencia con harta razón y siempre sin que nos repugne lo que quieren decir. Sé bien que cuanto pido es más fácil hacerlo desde fuera del Estado, pero tampoco estaría de más alertar al Estado a que aguce un poco sus espabiladeras. Sin salimos de España tenemos dos «antimuseos» (lo pongo entre comillas con mi cuenta y razón) ejemplares cuya trayectoria quisiéramos no pocos españoles ver copiada por los museos. Acabo de referirme a la Fundación Juan March, en Madrid, y la Fundación Joan Miró, en Barcelona. (El Museo Picasso, también en Barcelona, se rige por pautas muy conservadoras.) La primera, la Fundación Juan March, es el arquetipo del museo cambiante y siempre renovado, del museo que —llevado el propósito hasta el límite— se confunde con la agilísima galería y puede abrir las puertas del mundo y del misterio al espectador. Sé de sobras que ningún museo convencional puede seguir su ritmo, pero no ignoro que quizá sí pudiera probar a copiar su intención y su preocupación. La Fundación Joan Miró es la imagen punto menos que perfecta del museo vivo ideado por mi vecino de Mallorca, el gran pintor catalán, el hombre que, cada año que pasa, es un año más joven e inquieto y,certero. En la idea de Miró, que tampoco la tiene patentada, se intenta recrear el adecuado ambiente de lo expuesto, con lo que no sólo se contemplan unos cuadros, sino que también se vive su sentido. El resultado no permanece, sino que, por esencia, es efímero, lo que obliga —claro es— a un trabajo continuado y siempre alerta. Quizá el ejemplo más idóneo de lo que preconizo o, al menos, de lo que quiero decir haya sido la exposición del dadaísmo y el surrealismo que se colgó hace dos o tres anos en el museo londinense de Haymarket, organizada por Roland Penrose. En los museos duermen ocultas, con frecuencia, piezas muy estimables o al menos curiosas y que nadie o casi nadie conoce. No voy a pedir —y me interesa que cuanto digo quede claro desde el primer momento— que las paredes de los museos sean un continuo tejer y destejer de figuraciones más o menos afortunadas o ilustres, pero sí me atrevería a sugerir, con tanta timidez como respeto, que —en la proporción que fuere— se destinasen algunas salas a la gimnasia de mostrar lo que es difícil de ver. Sí; puesto que vivimos a remolque de mil incómodas motivaciones y otras tantas ruines implicaciones y claudicaciones, cuidemos amorosamente
los museos pensando, con Esquilo, que el arte es mucho más débil que la necesidad. Hay un arte para colgar en las paredes de los museos —el Tiziano, por ejemplo, o Leonardo da Vinci— y hay un arte paralelo y solemne: el de colgar los cuadros en las paredes de los museos. También hay un arte de conseguir lo que se precisa y aun lo que huelga. Marcial, en sus Epigramas, nos dice que el arte de obtener consiste en aparentar que se necesita lo que no se necesita. Pienso que si se pide lo necesario, el esfuerzo ha de ser menor, y el premio, mayor. Si el Estado se gasta fortunas —y quizá haga bien— en trazar carreteras y adiestrar guardias, ¿sería mucho pedirle que no se encogiera de hombros ante la ruina de lo único que permanece: el arte que hemos heredado y que nos identifica y también reconforta? No nos salgamos de la norma, aun reservándonos el derecho de establecer nosotros mismos nuestra propia norma, que tampoco hemos de dar por obligadamente buena esa inercia a la que se viene llamando la norma establecida. Para Luis Vives, el ejercicio del arte no es más cosa que la ejecución de sus preceptos. Marquémonos nuestros propios preceptos y obedezcamos su mandato desde el primer momento y sin la menor concesión ni a la casualidad ni al milagro. El ideal —bien sé que metafísicamente remoto y quizá ni aun alcanzable— sería que los museos se fundieran con la vida misma e incluso que su trato se inscribiera en los hábitos del hombre, en sus automáticos reflejos y reacciones. Todos coincidimos en el saludable tópico de que los museos deben acercarse al pueblo, eso que no sabemos bien lo que es aunque nos lo imaginemos, o su envés de que el pueblo debe acercarse a los museos (lo que no sería lo mismo, aunque lo pareciere), pero ninguno conocemos cuáles son los oportunos pasos a dar. Quizá no se trate ahora de acertar con la fórmula adecuada, aunque sí resulte saludable el que nos planteemos la cuestión. Alarmaría un poco, probablemente, conocer el número de madrileños que no han pisado el Museo del Prado ni han sentido la menor curiosidad por hacerlo. Pero nuestra alarma no se curaría con la estadística, sino con el estudio de sus causas y sus adecuadas correcciones. Por razón de principio, es evidente que los museos no pueden salir a la calle; pero, por razones políticas, no lo es menos que a los museos y a la calle hay que acercarlos para evitar que se ignoren y, lo que es peor, que se desprecien o se sientan ajenos. No me incumbe el arbitrar la fórmula, aunque quizá sí el dejar la propuesta hecha. No creo que este recíproco acercamiento que propugno pudiera conseguirse por razones inmediatamente mecánicas —la gratuidad de la visita, por ejemplo, o el premio a los trabajos escolares—, pero sí supongo que, partiendo desde muy lejos y empezando a trabajar con el hombre cuando todavía es niño, tampoco debería echarse en saco roto cualquier posible incitación, por minúscula que fuere y tópica que pudiera parecemos. El hecho de que un lego pasmado y sin más títulos que su estupor y su buena voluntad esté hablando ante ustedes sin que, hasta el momento, al menos, haya agotado sus paciencias, quizá pudiera ser un saludable signo de
esa amistad que preconizo entre todos nosotros; entre los hombres de los museos y los de la calle, que tampoco somos tan diferentes. Si nadie olvida su papel, ni quiere cambiarlo por el que no le corresponde, esto es, por el que ya es del prójimo, la cosecha puede ser óptima. Los escritores amamos la pintura porque en ella solemos encontrar la receta que se nos resiste en la escritura; poco importa que sea utilizada por otro y que a nosotros pueda negársenos el oficio, ya que nos basta con saberlo posible. Los escritores también amamos, amén de la pintura, la escultura y la arquitectura, quizá porque son jabíes —que no inefables— y mensurables y aun narrables. La música es más huidiza (también más tópica, y nadie se alarme) y la danza se escapó gloriosamente, y hace ya muchos años, por encima de las más altas torres. Nadie quiere decirlo, pero es verdad: el concierto de las musas, que eran unas zánganas desorientadoras, tuvo su mejor retrato en dos cuadros españoles: Las señoritas de Avino, de Picasso, (Avino es una calle de Barcelona que nada tiene que ver con Avignon, la ciudad francesa), y Mujeres de la vida, de Solana. No le anda lejos el titulado Las señoritas toreras, también de don Pepe Solana. En los museos se empezará a respirar cuando alguien con poder bastante se decida a hacer almoneda de las musas. ¿Cómo es posible que pueda haber paz en la tierra entre los hombres de buena voluntad, mientras Clío, y Euterpe, y Talía, y Melpómene, y Terpsícore, y Erato, y Polimnia, y Urania, y Calíope se sigan empeñando en andar de un lado para otro sin descanso y como zarandillos? El sosiego que presta la pintura no debe ser hollado por los brincos de esas locas en enagua. Repárese que la pintura no tiene musa; tampoco la tienen ni la escultura ni la literatura narrativa. Se conoce que son actividades propias de gente seria y poco proclive a la zarabanda y el tumulto. Sí; ante ustedes pido un museo prosaico, macizo y sereno, un museo sólido y con los pies en la tierra, como Dios manda, que dé al traste con las huidizas y esotéricas fintas de quienes creen en el arte enclaustrado, vestido de gala y en clave. De estas solemnes paredes cuelga gran parte de la mejor pintura que los siglos hayan podido reunir jamás. Y no aludo a escuela alguna porque ni creo ni admito las escuelas, ni tampoco pienso en esta o en la otra cuna porque llevo ya muchos años harto de nacionalismos, esa máscara y quinta esencia del peor de los aldeanismos. Lo que queremos no pocos es lo que estoy pidiendo: que el contribuyente de a pie, el hombre que pasa por este valle de lágrimas de puntillas y sin alborotar, también pueda sentirse destinatario de la belleza y cómplice de la cultura. Habrá que vencer muchas resistencias, bien lo sé —quizá la del transeúnte, la primera-—, pero pienso que la empresa bien merece la mínima atención de quien corresponda. Contra la falacia que se ha venido pregonando, proclamo que un pueblo culto y sensible es el más idóneo caldo de cultivo para la libertad. Por las aguzaderas del entendimiento y por los ventanillos del alma entra el aura benéfica del buen concierto, la bonancible brisa de la concordia. Demos nos-
otros el primer paso pensando que, como premio, hemos de recibir el latido acorde de algún que otro español. El Museo del Prado es la balanza del equilibrio, la maquinita cuyo fiel jamás se alborotó ni un punto más de lo preciso. El Museo del Prado no es por casualidad la peana, ni tampoco la hornacina, del Velázquez, el maestro de la pintura-pintura, el hombre que, con la paleta en una mano, los pinceles en la otra y la mirada siempre abierta de par en par a la inteligencia, tan sabio y equidistante supo volar de una y la otra de las dos órbitas tópicas: la de las formas que, próximas a la escultura y la arquitectura, se clavan como fieros dardos en el santo suelo y granan en Poussin y en Mantegna, y la de las otras formas que, vecinas de la música y la poesía, se disparan por el aire al igual que voladoras flechas y florecen en el Greco y en Goya, esos dos nombres que, para el maestro Ors, «significan sustancialmente lo mismo que Rousseau». De este equilibrio que se respira en nuestro Museo del Prado debemos imbuirnos para no cejar en el propósito que entiendo noble: acercarlo a quienes tengan la cabeza permeable y el espíritu abierto a la curiosidad de la belleza. Nadie parte jamás de cero ni es bueno tampoco que nadie aspire a partir de cero haciendo tabla rasa de la cultura y de la historia, esas dos tradiciones que sirven de muleta al hombre. Para intentar, con muy descaradilla timidez, sobre todo al principio, pero sin perder jamás la compostura, hacer posibles mis honestos y elementales buenos propósitos, quizá hubiera de sernos suficiente el pararnos a escuchar la respiración del primer curioso atónito con el que hubiéramos de toparnos. La gente no sabe que aquí está el Museo del Prado por la misma razón de olvido por la que ignora —o no recuerda— que tiene dos orejas, una a cada lado de la cara. Al español —y al no español; quizá fuera mejor decir al hombre— hay que recordarle hasta lo obvio para que no acabe por vaciarse incluso de lo obvio. André Gide aseguraba que está ya todo dicho, pero que, como nadie atiende, hay que repetir todo cada mañana. Pienso que el afán culto puede recebarse y nutrirse de sí mismo, de su propia sustancia; pero también pienso que quizá convenga despertarlo para que, una vez en vela y alertado, acierte a no perder comba en el honesto y mantenido afán. Al arte no debe accederse con propósitos previos y deliberados, puesto que siempre acaban por resultarnos confundidores. El arte de la pintura -—y estamos en el Museo de Pinturas— no nace ni para demostrar, ni para explicar, ni para razonar nada de lo que acontece: ni siquiera lo que representa. No se llega al arte en busca de respuesta alguna, sino que se ahonda en persecución de una voz amaestradora: en el deleite o en el horrísono chirriar de la emocionada conciencia, pero jamás en la pasiva desgana o en la indiferente dejación. Al arte no se le piden cuentas porque el arte, como la amante sublevada, se niega a dar la última razón de su inercia: quizá la más bella y enamoradora de todas las razones. No se trata de situar a nadie en
ninguno de los entresijos del esquema de la cultura, sino, con mucha mayor sencillez y aun honestidad, se intenta gozar de un designio placentero: la mera y gozosa contemplación del mundo que se nos regala a cambio de la buena voluntad. Me gustaría ensayar, en algún momento de sosiego, la apasionada defensa de quien mira, con pasmo sapientísimo, para el milagro que se enseña con tanta sencillez que ni lo parece siquiera. Goncourt, en su Diario, nos dice que el más largo aprendizaje de todas las artes es el de aprender a ver. Hace sesenta años —ustedes perdonen— que vine por primera vez al Museo del Prado, pero no me atrevería a asegurarles que haya aprendido a verlo con aprovechamiento. Tampoco me avergüenza confesarlo, puesto que cada cual llega hasta donde puede, pero ni un solo paso más allá. Conocedor de mis propias —y siempre muy próximas— fronteras, sigo militando en el pelotón de los mirones que nos conformamos con el regalo que se nos hace, la belleza, a cambio del silencio. Con los pies sobre la tierra que pisamos todos, a todos recuerdo las palabras de Huxley: la peor y más odiosa de las traiciones es la que comete el artista que se pasa al bando de los ángeles. Y no mucho más me queda por decirles, señoras y señores. Raimundo Lulio, en su catalán arcaico, nos aconseja: «Car co que sabs no es tant com 50 que no sabs, no hages moltes paraules» (Como lo que sabes no es tanto como lo que no sabes, no hables demasiado). Hace un momento me lamentaba de que quizá no pocos madrileños no hayan llamado en su vida a las puertas del Museo del Prado. Quisiera disculparlos porque les adormece la angustiosa idea de que tienen toda la vida por delante. Por inversa razón, porque les falta el tiempo, los forasteros no se van de este caserío sin haberse asomado antes a respirar el restablecedor aire de estas salas. El hombre de nuestro tiempo tiene más tiempo del que cree, pero menos del que quiere: del que quisiera, tal vez. Al hombre de nuestro tiempo hay que enseñarle a no perder el tiempo para que se dé cuenta de que todavía tiene tiempo para todo: incluso para mirar de balde la mayor riqueza que los siglos pudieron almacenar jamás. Para mí tengo que, con una política hábil y sosegadora, el hombre que pasa por la calle cruzaría esa puerta incluso con naturalidad. En los museos no se curan los males del cuerpo ni los del alma, pero sí se restañan los arañazos que las zarzas del camino nos van dejando en la piel del cuerpo o en la del alma. Cuando era joven y tenía contrariedades amorosas, venía al Museo del Prado a buscar consuelo entristeciéndome con Zurbarán, o aburriéndome con Murillo, o recordando a mis tías paternas delante de Ribera, o deslumbrándome con Velázquez, o haciendo equilibrios para no caer en el purgatorio empujado por Rubens, o quedándome atónito ante el Greco, o asustándome y desvelándome de la mano de Goya. Los museos brindan tanto consuelo en el amor como en el desamor. Ha pasado el tiempo, mucho tiempo, y por encima del Museo del Prado y de muchos de nosotros han llovido chuzos de punta, pero aquí estamos. Ovidio, en su Remedium amoris, dice que lo que ahora es razón, fue pasión
antes. En los museos se embrida la razón y también se recuerda lo que Montaigne quería: la razón nos manda seguir un único camino, pero no siempre al mismo paso. Un servidor de ustedes, señoras y señores, no es mucho más que un vagabundo de aldea que, por humildad y propio decoro, debería haberles hablado en bar alíete, la jerga de los afiladores de mi país, en vez de en español, la gloriosa y milagrosa lengua de Cervantes y de Quevedo. Ahora ya no me es posible dar marcha atrás ni tampoco me atrevería a hacerlo, que a todos nutre lo que se nos regala. Todavía quedamos por el mundo abajo hombres y mujeres capaces de dejamos pasmar por el orden que rige la órbita de las esferas, las conductas de los seres vivos y muertos y los latidos del corazón. Montaigne, a quien acabo de recordar, llamaba al orden virtud triste y sombría; probablemente, Montaigne y yo hablamos de dos órdenes distintos. Para el Museo del Prado y su buen orden no preconizo el orden de las llamadas —no bien del todo— gentes de orden, que puede llegar a confundirse con la paz de los sepulcros, sino el orden de los hombres con la cabeza en orden y en su sitio y la mirada presta al pasmo y al milagro. Ustedes saben de sobra lo que digo, lo que callo y lo que quiero y no puedo callar. Mateo Alemán, en el Guzmán de Alfarache, nos advierte que la naturaleza siempre favorece a los que quieren salvarse. Pienso que la salvación del arte, de la razón y de todos nosotros quienes amamos el arte y la razón, son una y la misma cosa. C. J. C.*
1916. Escritor. Miembro de la Real Academia Española de la Lengua.