MARIDAGE DE CUENTOS CON DELICATESSEN AROMATIZADOS CON UN LIGERO TOQUE AGRIDULCE

MARIDAGE DE CUENTOS CON DELICATESSEN AROMATIZADOS CON UN LIGERO TOQUE AGRIDULCE Papá guisaba fogoso de nuevo. Rebanaba las patatas, acuchillaba los ca

5 downloads 75 Views 70KB Size

Recommend Stories


Al perejil, con vino blanco y un toque de ajo. Atún, hamachi y salmón con fideo chino y salsa ponzu
ENTRADAS CALAMARES "PUNTO" ………………… 160 A la romana ALMEJAS …………………………………… 165 Al perejil, con vino blanco y un toque de ajo *CEVICHE DEL DÍA ………

Index. Almejas con Guindilla Arroz Oriental con Pepino Agridulce Calamares en Salsa de Vinagre Carne con Castañas de Agua
www.kocinarte.com Index Almejas con Guindilla ......................................................................................................

CUENTOS PARA LEER CON LA LUZ PRENDIDA
CUENTOS PARA LEER CON LA LUZ PRENDIDA ILUSTRADO POR LUIS SCAFATI ESTE LIBRO PERTENECE A: .........................................................

Delicatessen. Antonio Parra Sanz
Delicatessen Antonio Parra Sanz S e deben cocer las espinacas en abundante agua aderezada con sal, aceite y un ligero toque de vinagre; una vez esc

Story Transcript

MARIDAGE DE CUENTOS CON DELICATESSEN AROMATIZADOS CON UN LIGERO TOQUE AGRIDULCE Papá guisaba fogoso de nuevo. Rebanaba las patatas, acuchillaba los calabacines y cascaba los huevos con ardor. Charlaba con la espumadera, lloraba con las cebollas, se enternecía con las escalonias y se consolaba con las alcachofas. Luego sacaba su humor más ácido conversando con el limón y ligaba la mantequilla con la harina mientras se desgañitaba por despertar en su cerebro la reminiscencia de alguna remota peripecia. “¿Os acordáis de aquellos creps que le serví a María Agustina para celebrar que había ganado el premio Cóndor de relato?”, preguntaba a las mandarinas. “Os flambeé con el Grand Maniere y ella me contó cómo se cargó accidentalmente a su marido”, proseguía como si la cosa más natural del mundo fuera conversar con los ingredientes y los utensilios culinarios. Todos sabíamos qué le torturaba a papá, en momentos así. Papá se encerraba horas en la cocina, vacío como una madre de alquiler que acaba de cobrar los honorarios por el bebé recién parido, fruto de su vientre. Había vendido su último relato a la redacción semanal de la revista “Leer es un placer” y un doble sentimiento le asediaba. Por una parte estaba la satisfacción por el dinero percibido y el mérito de seguir escribiendo un cuento cada semana. Por la otra le angustiaba la duda eterna: ¿Sería capaz de imaginar una historia nueva para el próximo viernes? Precisaba aguijonearse las neuronas para crear otro relato inédito que le permitiera seguir viviendo del cuento, en el sentido más literal de la palabra, y así mantener a sus dos hijos, es decir, Martina y yo. Mientras, nuestros vecinos aguardaban impacientes el momento de la gran cena de los domingos. Todos se deleitarían con los manjares que papá les había cocinado con una inquietud lacerante, avizor a la fuente de sus pensamientos. Habría vino en abundancia, del mejor, y como cada semana, el ritual acabaría con la habitual sesión de espiritismo. Papá creía firmemente la afirmación de Thomas Carlyle: “La historia es como una destilación del chismorreo”. De modo que bastaría el nombre de un antepasado querido para que alguno de los asiduos comensales compartiera una efeméride digna de un cuento.

1

La semana anterior, tras haber abierto por error un sobre de la vecina del quinto cuarta, que contenía el extracto del banco, decidió invitarla a nuestra suculenta cena dominguera. La viuda del señor García, pesar de estar sin blanca, se hizo rogar. –Le irá bien distraerse un poco y todos los vecinos somos como una gran familia. Se sentirá como en su propia casa, lo único que dos pisos más arriba –le aconsejó papá. –Es usted un buen hombre. Yo no querría dar molestias…–cedió al fin la viuda, ajena al único objetivo de papá, una confesión autobiográfica que usufructuar. Papá era un bandido camuflado de cocinero, ávido, enardecido, que aguarda a un alma que no conoce, que desea escuchar una vida que ignora, que enfervoriza en el deseo de apropiarse de una aventura desconocida. –No sea tímida, mi queridísima vecina –le dijo llenándole la copa de nuevo–. Comparta con nosotros algún momento feliz o desdichado de su vida, no le costará nada. La viuda se limitó a sonreír y papá pasó a ejecutar su infalible sesión de espiritismo. Yo procedí a apagar las luces y encender las velas. Martina prendió el incienso y papá puso sobre la mesa el tablero de ouija. Nuestros asiduos comensales se fueron aposentando en sus respectivas sillas. Luego, nos dimos las manos y el señor Gonzalo empezó convocando a los espíritus: –Queridísimo amigo y vecino Juan, nos hemos reunido esta noche porque esperamos recibir una señal de tu presencia. Tu esposa se ha unido a nosotros. Siéntete bienvenido a nuestro círculo y únete a nosotros cuando estés listo. Esperamos varios minutos en silencio. La señora García parecía nerviosa. –¿Estás con nosotros?—insistía–.¿Tienes algún mensaje para Encarna? Las palabras parecían formarse solas en el tablero. Sí, el señor García confirmaba estar con nosotros pero muy disgustado. –¿Por qué ese enfado, querido vecino? –quiso indagar el señor Gonzalo.

2

La viuda palideció. Luego se levantó súbitamente soltándose de las manos. Se la veía contrariada y bastante sofocada. –Esto es una intromisión bochornosa. Ustedes no son más que unos farsantes. De repente mi pasado se les hace sorprendentemente necesario. Son todos unos chismosos compinches. O tal vez… ¡Unos ladrones!, ¿acaso quieren saber dónde guardo el dinero? –No se lo tome así, por favor –intentó calmarla papá–. En esta cena no hay farsantes, ni entrometidos y aún menos ladrones. Vamos, señora Encarna, ya sabemos que el banco le sopló la pasta con las preferentes. Si de algo nos tuvieran que acusar sería de cazadores de musas, pero de nada más –y ante la cara de estupefacción de ella, añadió–. Su marido, bueno, el espíritu de su querido esposo me rogó el otro día que la ayudase. Por eso la he invitado a cenar –disimuló. –Vaya, lo siento –se disculpó muy abatida–. He sido una estúpida. –Tampoco es eso. Yo también le debo una excusa. Verá, todos los domingos nos reunimos a la búsqueda de un relato. Me lo publican semanalmente en “Leer es un placer” y luego juntos lo celebramos con una cena como ésta. –Así pues, usted es un plagiador de las historias ajenas. ¿No sería justo en tal caso pedirle una comisión? –¿Cómo? ¡Señora mía, con el debido respeto! Ya lo decía Óscar Wilde: “Cualquiera puede hacer historia; pero sólo un gran hombre puede escribirla.” –Nuestro querido vecino –interrumpió la señora Paz– es un escritor muy entregado a la causa. Nosotros sólo intentamos ayudarle un poco y él nos lo agradece como puede. Yo misma me alimento el resto de la semana con la fiambrera de las sobras, que están deliciosas –Y yo también –afirmó el señor Gonzalo–. Salta a la vista que lo guisa con cariño y esmero. Usted ha sido una vecina muy desconsiderada, después de que ha tenido el honor de ser invitada a este maridaje de cuentos con delicatesen. Es evidente que no se ha hecho la miel para la boca del asno –dijo contrariado–.

Hoy tenía previsto

comunicarme con mi padre. La semana pasada nos prometió que nos explicaría cómo voló el puente de Castefollit para impedir el paso de los nacionales. 3

–Haré ver que no me he sentido aludida. A mí eso de maridaje y delicatesen sólo me suena vocablos que los esnobs usan para hacer parecer exquisito lo que es mediocre. Además, creo que tienen una imagen equivocada de mi persona. Acaso me han tomado por una estúpida –se llevó la mano a la cabeza, para retocarse el peinado –¿Pero aún se lo creen? Esto del espiritismo es una mojiganga. –Nunca nos ha defraudado –respondí yo, intentando bajar el grado de crispación–. Y del mismo modo que respetamos su escepticismo, le rogamos que no menosprecie nuestras creencias. Aunque…si quisiera formular alguna pregunta que nadie de nosotros supiese, tal vez sería la forma de demostrarle que aquí nadie ha pretendido engañarla. –Eso, pregunte algo que nosotros no sabemos –dijo papá–. El día de su cumpleaños, o su número de la suerte… La viuda accedió. Todos nos sentamos de nuevo alrededor de la mesa. Yo encendí las velas y el incienso. Martina apagó la luz. –Cariño, si estás ahí, dime el día y mes de nuestro aniversario de bodas –requirió ella. –El mismo día que el de tu muerte –fue señalando la ouija. –Ya, extraña coincidencia –expresó ella con sorna–. ¿Podrías concretar un poco más, amor mío? La fecha indicada fue el siete del mes siete. La viuda empalideció. –¡Mañana! –exclamó la señora Paz. –¡No se alarmen, tal vez pueda ser de otro año venidero! –quiso arreglar papá. Pero lo cierto era que tan sólo faltaba un día para el siete de julio y que todos nos quedamos con un mal presagio en nuestro interior. Sabíamos que papá esa semana no dispondría de una historia para escribir su cuento y que, en consecuencia, no disfrutaríamos de la esperada cena del domingo. Yo tendría que hacer canguros extras durante toda la semana para sacar algún dinero; y Martina ya se veía paseando al perro rabioso de mi tío o repartiendo propaganda de la tienda de compra-venta de oro de la esquina. 4

Y lo peor de todo era que ya nos veíamos todos comiendo bocadillos y congelados prefabricados. Adiós a ese exquisito maridaje de cuentos con delicatesen por más que nuestra vecina insistiera en cualificarlo de “hartazgo de cotilleos” A la mañana siguiente nuestra finca se despertó en medio de un estruendo, de bien temprano rugían los estómagos hambrientos e insatisfechos. La señora Paz se apresuró a buscar chismes en el mercado. El señor Gonzalo, a su vez, acudió al consultorio de la Seguridad Social, acaso algún escándalo o torpeza médica… Sobre las doce la viuda llamó al timbre de casa, desolada. No hallaba palabras para expresar su arrepentimiento y aceptando que ese día sería el último de su vida, se había propuesto acabarlo en paz. –Mire, lo admito, la sesión fue un cuento. ¡Ale!, marche tranquila. La ouija es fácil de mover si uno es diestro con la mano y las palabras –le explicó papá. La viuda no cesaba de llorar–. Por Carmina, mi amada esposa a quien siempre amé hasta el último momento. ¿Aún no cree que sea una pantomima? El tablero descansaba sobre la mesa, solitario, y de repente, la oiija empezó a moverse sola: N- O,

N- O, N- O… girando de derecha a izquierda, apuntando de la N

hasta la O, como la aguja de una brújula que pasa de Este a Oeste. La viuda abrió los ojos como platos, atónita, observó la aguja sin apenas parpadear y luego se desmoronó. Poco pudieron hacer los médicos, treinta minutos después, para reanimarla. La señora Encarna García había fallecido de un infarto fulminante. ¡Qué consternación!, pensamos todos. Papá se apremió a escribir el nefasto suceso. Lo cierto era que aquello daría para un relato de más de tres páginas. Desaprovechado iba a ser si lo vendía a la revista. Aquel cuento era merecedor de un primer galardón en el cualquiera de los más prestigiosos concursos. –Busque uno que falle pronto –aconsejaba la señora Paz. –Éste es perfecto –dijo Martina–. Lo convoca un Instituto Municipal y el veredicto es en tres semanas. –¿Y el monto? –preguntó papá. –¡Mil euros! –exclamé. 5

Papá no cesó de escribir en toda la noche, desaforadamente. Ese cuento nos iba a salvar de pasar todo el verano metidos en el apartamento. Alquilaríamos un auto caravana grande para que la señora Paz y el señor Gonzalo cupiesen también. Viajaríamos a París, a la cuna de la “Nouvelle cuisine”. Y mientras iríamos subsistiendo con austeros bocadillos de sardinas. El empeño de papá en ser escritor nos había curtido y estábamos hechos a ello. Aunque por si al caso, la señora Paz encargó una novena esa misma noche a Santa Rita, la de los imposibles. Yo, asimismo, me encomendé a descifrar las bases de aquel premio, con sus debidas diez copias y la impresora sacando humo, la declaración jurada de que el relato de papá era su relato, de que la autoría era sólo suya y así como la ropa que llevaba puesta cuando lo escribió; y de que además el envío fuera certificado correctamente sin acuse de recibo pero con el matasellos del funcionario de correos. El señor Gonzalo nos fió para la tinta y la vecina del cuarto adelantó treinta cuartillas de color crema. A la mañana siguiente se celebró el funeral de la viuda. Todos los vecinos de la finca acudimos, afligidos. El párroco nos atisbó desde el altar. “Nuestra hermana Encarna fue una persona muy querida. No hay más que mirar los rostros consternados de sus allegados vecinos. Descanse en paz y que Dios la acoja en su seno”. El párroco llevaba gran razón. Nuestra consternación, la de mis vecinos, la de papá, la de mi hermana y la mía eran ingentes. Nuestro ánimo se hallaba inquieto y los borborigmos bramaban glotonería. Tendríamos que esperar más de tres semanas para la deseada recompensa, o incluso peor, si al final el relato no ganaba el certamen, aún nos esperaba una semana extra para poder malvender la narración al fiel editor que se compadecía de papá todos los viernes. Pseudónimo: La espumadera

6

Get in touch

Social

© Copyright 2013 - 2024 MYDOKUMENT.COM - All rights reserved.