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MARIOLOGÍA Por Renè Laurentin
SUMARIO I. EL DESCUBRIMIENTO DE MARÍA EN EL TIEMPO 1.- Primer período: la Escritura (hacia el 50-90). Pablo y Marcos; Mateo, Lucas y Juan 2.- Segundo período: del evangelio de Juan al concilio de Éfeso (90-431) 3.- Tercer período: del concilio de Éfeso a la reforma gregoriana (431-1050) 4.- Cuarto período: de la reforma gregoriana hasta el final del concilio de Trento (1050-1563) 5.- Quinto período: desde los últimos años del s. XVI hasta el final del siglo XVIII 6.- Sexto período: siglos XIX-XX II. EL DESENVOLVIMIENTO DEL DESTINO DE MARÍA 1.- Antes de la Anunciación. María, perfección de Israel 2.- María en la Encarnación. La Maternidad divina 3.- María en el Sacrificio redentor 4.- De la Muerte de Cristo a la Dormición 5.- Asunción de María. La Virgen, «imagen escatológica de la Iglesia» CONCLUSIÓN: Cristo, María y la Iglesia REFLEXIONES Y PERSPECTIVAS BIBLIOGRAFÍA
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(Escaneado del volumen tercero de “Iniciación teológica”, publicado por Herder, Barcelona, en 1961). (Hay que tener en cuenta que el libro escaneado fue editado en 1961, antes del Concilio Vaticano II. Por una parte, hay algún punto ya superado en y después del Concilio. Por otra parte, hay que admirar este estupendo trabajo, profundo, muy documentado y adelantado, no sólo a su época, sino también, en muchos aspectos, al tiempo actual. El P. Renè Laurentin, siendo entonces muy joven, ya era Doctor en Filosofía y Teología y Profesor en la Universidad católica de Angers). (Para leer correctamente los textos en griego, conviene tener instalada la letra “graeca II”)
La definición del dogma de la Asunción1 trajo al primer plano de la actualidad la cuestión mariana. Toda la prensa, desde las revistas teológicas de todas las confesiones hasta los diarios de la tarde, abundó en comentarios desde los más oportunos hasta los más absurdos. En el seno de esta efervescencia, los cristianos se vieron obligados a reaccionar. En unos dominaba la alegría, porque esta decisión prolongaba sus meditaciones y sellaba sus certezas. En otros nacía la inquietud. El problema mariano, en el cual nunca habían reflexionado, se presentaba de súbito, y surgían mil cuestiones. Puesto que la fe tiene a Dios por objeto, y ningún santo ha sido objeto de una definición, ¿por qué dar este lugar en el dogma a una simple criatura? Siendo manifiesto el «silencio de la Escritura» a este respecto ¿cómo se ha podido llegar a la definición? ¿En qué grado el extraordinario desarrollo de la doctrina mariana tiene su fuente en la revelación? En el impulso que lleva el alma a María ¿qué parte ocupa el sentimiento y cuál corresponde a la fe? Si se eliminan piadosas invenciones tan difundidas en cierta literatura pía ¿qué queda del misterio de María? Los que se proponían, más o menos confusamente, todas estas cuestiones y otras muchas, intuían que no se trataba de dar una respuesta improvisada a cada una, sino de adquirir una visión de conjunto, desde la cual todas las demás se iluminarían, al igual que el plano de una ciudad permite a cada uno encontrar su camino. Responder a este deseo con una exposición breve y objetiva, es el fin de esta síntesis mariana. Si la palabra «síntesis» significase construcción abstracta, presentada en fórmulas rígidas, cuadraría muy mal a este estudio; formaría incluso un acorde disonante con la palabra «mariana» que se le añade. Lo que hay, en la doctrina mariana y en la personalidad de la Virgen, si no de más profundo, al menos de más característico, parece ser el lugar que en Ella ocupa el tiempo: la ley de la duración y del progreso. Una «síntesis» que descuidase este elemento básico dejaría escapar algo ciertamente esencial. Duración, progreso: he ahí la ley por la que María fue progresivamente conocida por la Iglesia. Casi ausente del mensaje primitivo, ausente de la catequesis mientras estuvo presente en la tierra, fue, en el sentido más pleno de la palabra, «descubierta» a partir de esta presencia inicial. Duración, progreso: es conforme a esta ley como María vivió. Su vida es progreso. Desde la gratuidad del don original hasta el cúmulo de méritos con que abandonó esta tierra; desde la receptividad inicial hasta las últimas expansiones de su misión maternal; desde la plenitud de gracia personal y secreta del primer instante hasta la plenitud social y manifiesta con que brilla hoy en lo alto del cielo. Vamos, pues, a seguir este doble progreso: veremos, en primer lugar, cómo la Iglesia toma conciencia paulatinamente del misterio de María; después, instalándonos en este misterio, contemplaremos el desenvolvimiento de su destino, desde la Inmaculada Concepción hasta la Asunción.
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Este trabajo fue redactado poco después de la proclamación del Dogma de la Asunción, el 1 de noviembre de 1950.
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I. DESCUBRIMIENTO DE MARÍA EN EL TIEMPO La doctrina mariana se desarrolla en la Iglesia de acuerdo con una curva característica: no existe un crecimiento continuo, sino rítmico, que hace pensar en el movimiento de una marea. Como las olas sucesivas se encrespan hasta alcanzar su cumbre y luego se retiran y refluyen hasta que la ola siguiente lleva más lejos su ímpetu, así cada período descubre algún aspecto nuevo de la Virgen, descubriéndolo en el entusiasmo y frecuentemente en la lucha, volviendo después a la calma y al silencio. Tres series de hechos manifiestan este ritmo: la cantidad de los escritos, su calidad y la rapidez de los progresos realizados. Siguiendo estos criterios se pueden distinguir seis grandes etapas: Escritura; edad patrística hasta Éfeso; de Éfeso a la reforma gregoriana; desde finales del s. XI hasta el fin del Concilio de Trento, ss. XVII-XVIII; en fin, los ss. XIX-XX.
Fase preliminar: presencia y silencio. Todo el desarrollo que vamos a seguir arranca de una presencia silenciosa hacia un reconocimiento explícito de la función de esta presencia en el misterio cristiano. Además, antes de abordar la primera enseñanza mariológica de la Iglesia, conviene subrayar este silencio inicial, esta fase durante la cual María vive en la Iglesia sin ser objeto de predicación. En su primer estadio, la catequesis cristiana no comienza con el relato de la Anunciación. El testimonio de los apóstoles descansa exclusivamente sobre la vida pública de Jesús: Desde el bautismo por Juan hasta la ascensión (Hch 1, 22). Es Pedro quien fija estos límites ya antes de Pentecostés; a ellos permanecerá fiel durante toda su predicación; y de ella nos dan los Hechos un resumen característico (ibid. 10, 36-43), cuyos últimos desenvolvimientos toman cuerpo en el evangelio de Marcos. María no es nombrada ni siquiera en esta última elaboración. Así, durante un breve tiempo, la Madre de Jesús, habiendo llegado al cenit de su perfección, vive en la Iglesia, sin que se haga mención explícita de Ella. Su plegaria y su intercesión existen, pero permanecen ocultas. Es un órgano vivo del Cuerpo místico de Cristo, mas no es objeto de enseñanza. Al igual que algunos sacramentos, María es una realidad en la vida de la Iglesia, antes de ser objeto de un dogma. Paulatinamente esta realidad va a encontrar su fórmula explícita.
1. Primer período: la Escritura (hacia el 50-90). La primera explicitación de la misión de María está en el Nuevo Testamento. María ocupará en él un lugar materialmente poco importante, pero profundamente significativo. La Virgen aparece, en primer lugar, de modo totalmente episódico. El primer testimonio que hallamos, la Carta a los Gálatas, tal vez anterior al año 50, es característica a este respecto. «Mas al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley-, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción» (Ga 4.4-5). Se puede entrever en este pasaje la Maternidad divina, y un punto de referencia para la Maternidad espiritual, ya que la filiación humana de Cristo se relaciona con nuestra filiación adoptiva. Incluso se puede percibir en él un eco de la misteriosa profecía del Protoevangelio (Gen 3, 15). ¿Ha pensado Pablo en todo esto? Subrayemos su laconismo. La Madre de Cristo es aquí «una mujer» anónima; se la nombra de un modo ocasional, y se la pone en paralelo con la ley, lo cual no es ningún título de gloria. Ninguno de sus privilegios se halla subrayado. Pablo afirma su razón de ser: asegurar la inserción del Salvador en la raza humana, «al llegar la plenitud de los tiempos». Esto es todo. Los dos únicos textos de Marcos sobre «la Madre» de Jesús (3,31-35; 6,1-6) revisten el mismo carácter anónimo y ocasional. Tienen incluso un carácter marcadamente negativo. En uno Jesús atiende la intervención de su familia en su ministerio, y precisa que su verdadera familia son sus discípulos: «Estaba la muchedumbre sentada en torno de Él, y le dijeron: Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que te buscan. Él les respondió: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y echando una mirada sobre los que estaban sentados en derredor suyo, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 31-35). En el otro, sus compatriotas rehúsan creer en Él, precisamente porque Jesús no es otro que «el carpintero, el Hijo de María» (Mc 6, 1-6). El conocimiento de Jesús según los sentidos les cierra el paso al conocimiento según el Espíritu. Estos tres textos cierran un camino: el que hubiera concedido a María una grandeza según la carne tal como la concebía la madre de los hijos del Zebedeo (Mc 10,37). No permiten exaltar la Maternidad de María, abstracción hecha de los dones de gracia que le están ligados, y que el resto del Nuevo Testamento nos hará descubrir. Estas explicitaciones se deben a los otros tres evangelistas. Entre el 50 y el 70, Mateo, después Lucas, nos revelan el papel de María en el misterio de la Encarnación. Hacia el 90, Juan abre una nueva perspectiva sobre la misión de la Virgen en el misterio de la Redención. Esta primera explicitación parece relacionarse estrechamente con la presencia viva de María en la Iglesia primitiva. Parece que Lucas recibe de Ella lo que sabe sobre el evangelio de la infancia: por dos veces se refiere a los recuerdos que María meditaba en su corazón (Lc 2,19-51). Por lo que a Juan se refiere, el Señor le confió a su Madre cuando moría (19, 27). Conoce por experiencia filial lo que a nosotros nos deja entrever del misterio de María.
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Los textos que vamos a recorrer son breves. Mas si se presta atención a los lazos que los unen entre sí, lo mismo que a los que los ligan al Antiguo Testamento, su densidad se hace patente. No solamente se confirman, sino que a veces se multiplican los unos por los otros. Son, respecto a aquellos anuncios misteriosos, como son los de Gen 3,15; Is 7,14 y Mi 5,2, como las últimas palabras que dan su sentido a una frase incompleta. Contemplándolos aisladamente, perderían su propia significación; como aquel que mirando punto por punto un dibujo en grabado no vería la figura que representa. Mateo nos da la clave de la profecía de Isaías: «He aquí que la virgen grávida (ha 'almah) da a luz un hijo y le llama Emmanuel». Texto misterioso: la «virgen» de que se trata de un modo tan determinado no ha podido ser identificada con ningún personaje determinado. Detalle sintomático: ejerce un derecho que competía normalmente al padre; ella es quien recibe el encargo de dar nombre a su hijo. ¿Se puede deducir de esto que no existe padre y que se trata de una virgen? El contexto de Isaías no bastaría para establecer esta conclusión, pero lo sugiere, y tres siglos antes de Cristo la versión de los setenta, precisa sin ambages: «He aquí que una virgen (hJ; parqevno") concebirá». Mateo que se refiere a esta versión reconocía en María a la «virgen» misteriosa; y afirma con claridad el carácter virginal de su concepción, que tiene por principio al Espíritu Santo (Mt 1, 21; cf. Is 2, 2), e insiste sobre el carácter mesiánico de esta maternidad: «La concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexiona sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice: «He aquí que la virgen concebirá y parirá un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que quiere decir: "Dios con nosotros"» (Mt 1, 18-23). «Dios con nosotros»: Estas palabras, que sólo tenían en el contexto de Isaías un sentido bastante indeterminado, comienzan a tomar aquí el sentido que la Iglesia reconoce hoy en ellas: la divinidad del Mesías. En este sentido pleno se opera la unión de dos grandes líneas de textos que cruzan todo el Antiguo Testamento: la que ensalzaba al Mesías con atributos divinos, y la que describía el descenso de una hipóstasis de Dios (la Palabra, la Sabiduría) entre los hombres. En Lucas volvemos a encontrar todos estos elementos, pero en puntos más completados y desarrollados. Como Mateo (1,1-17), Lucas nos notifica la inserción del Mesías en la raza humana al darnos su genealogía (Lc 3, 23-38), pero amplía la perspectiva. Más allá de Abraham, se remonta por los patriarcas hasta Adán y hasta Dios, su Creador. El misterio de la concepción virginal adquiere así valor universal y parece como una repetición de la creación original. Como Mateo, Lucas subraya la descendencia davídica del Mesías, pero acude explícitamente al oráculo dirigido a David por Natán. Como Mateo, afirma que Jesús ha sido concebido por el Espíritu Santo, sin que José haya tenido en ello parte alguna (1,34-35), pero insinúa nuevos datos. En primer lugar, el voto de virginidad hecho por María antes de la Anunciación. Al ángel que le anuncia una maternidad dichosa, María responde: «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón ?» (Lc 1, 34). Extraña respuesta de una «prometida», sobre todo en este tiempo en que los esponsales entrañaban ya todos los derechos del matrimonio. A menos de forzar el texto será preciso reconocer en él este significado: María había decidido, bajo la inspiración del Espíritu, no «conocer varón», en el sentido bíblico de la expresión (cf. Gen 4,1.17.25; 15,5.8; 38,26, etc.). El relato del nacimiento, según San Lucas, nos deja entrever, de manera mucho más imprecisa, un indicio del misterio de la virginidad in partu: la preservación milagrosa de la integridad virginal en el nacimiento del hombre Dios. Al final de un viaje fatigoso, después de inútiles tentativas en busca de alojamiento (Lc 1,7), en la falta de comodidad de un establo, María da a luz a su Hijo, y, sin embargo, Ella misma cuida del «recién nacido». «Le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (2, 7 b). Lucas confirma y precisa los dos hechos principales: la obra del Espíritu Santo y la divina mesianidad del Hijo de María. Lucas no sólo desarrolla los datos de San Mateo, sino que aporta otros nuevos. Tales son la Visitación, la Circuncisión por la que el Salvador se somete a un rito sacrificial, y las dos visitas de Jesús al templo, cuando la Presentación y a la edad de doce años, en la subida anual a Jerusalén: se ve cómo Lucas se interesa especialmente por poner de relieve los vínculos de Jesús con el Templo, el Sacrificio y el Sacerdocio. Pero lo más original del tercer evangelio es que nos hace entrar en el interior de la vida de la Virgen. La sitúa (o mejor, nos enseña cómo María se sitúa por sí misma) al término de esta familia de «pobres» y de «humildes» que son, según la Escritura, la porción elegida de Israel. María habla de su «pobreza» por la que el Señor la ha mirado (1,48): se presenta como el prototipo de estos pobres a los que el Señor llenó de bienes (1,52); estas nociones evocan toda una espiritualidad que merecería un estudio más amplio. Lucas nos da también el secreto de las meditaciones de la Virgen (2,19.51), sus reacciones (1,29), sus diligencias (1,39; 2,24.39.41.44), sus palabras: «he aquí a la esclava del Señor»... (1,38). «Mi alma magnifica al Señor...» (1,44-47), revela por esto su actitud respecto a Dios: fe, humildad, obediencia, acción de gracias. Es necesario insistir sobre su fe, semejante a la nuestra por su condición oscura (2,50; 1,29), pero tan viva en su interioridad (2,19.51), tan pura y espontánea en su expresión (1,38; 2,47.55). Un día cuando Jesús hablaba «una mujer levantó la voz de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que mamaste. Pero Él dijo: Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (11, 27-29). Según algunos intérpretes, las palabras de Jesús contradirían las de la mujer. Habría que entender: «Bienaventurados los que tienen la fe y no la que ha engendrado». Pero no es así como ha entendido Lucas estas palabras, pues, por dos veces, atestigua que María es bienaventurada (1,45) y eternamente bienaventurada (1,48) precisamente por su fe: «Dichosa la que ha creído», dijo Isabel; y María responde: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada». Además presenta
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a María como la primera que «escuchó» la palabra de Dios (1, 29) y la guardó en su corazón (2, 19.51). La conclusión se impone. Jesús no se hace detractor de la gloria de su Madre. Lc 11,29 (como en Marcos 3, 31-35), no admite una concepción material de esta gloria a la vez que esclarece el fundamento religioso, que es la fe. Lucas nos invita a remontarnos a más altura: a Dios que ha puesto en María todas sus complacencias (1,28), y «hecho en ella maravillas» (1,49). Mucho habría que decir sobre el mensaje mariano de Lucas. Detengámonos solamente en el evangelio de la Anunciación (1,26-38). Y como la riqueza de este breve pasaje desborda cuanto pudiéramos decir nosotros, nos limitamos a exponer su sentido bíblico. Hecho sorprendente: este texto es un verdadero tejido de alusiones escriturísticas. Así, por ejemplo, las palabras del ángel concernientes a la concepción milagrosa: «Nada hay imposible para Dios» (1, 37), son una repetición literal de las palabras del ángel en Gn 18,14, a Sara refiriéndose igualmente a su concepción milagrosa. ¿Por qué esta estructura escriturística? El examen del magnificat nos da la clave para responder. Cada frase de este cántico es el eco de algún pasaje de la Biblia. Se ve en él a María tan penetrada de la palabra de Dios, que incluso la usa literalmente. Tampoco nos extrañaremos que Dios le responda del mismo modo. A la Virgen, embebida en las Escrituras, el mensajero divino le habla el lenguaje de las Escrituras. Y para quien ignore este lenguaje el mensaje permanece hermético. Tratemos de descubrir las principales claves. El evangelio de la Anunciación se compone de tres partes: en primer lugar, la irrupción de la buena nueva (1,28-29); después dos series de precisiones, una referente al origen humano del Mesías (30,33), otra, más velada, a su origen divino (34,36). La primera parte, el anuncio de la alegría mesiánica (expresada por el verbo cai`re, que se debe traducir por alégrate) proviene de las fórmulas con las que muchos profetas (Za 9,9; Jl, 2,21.27) y en especial Sofonías, 3,14.17, habían anunciado esta misma alegría y su razón profunda: Yahveh presente «en medio» de Israel o (para traducir en su sentido etimológico la palabra beqirbek aquí empleada) «en las entrañas» de Israel. Pero este anuncio que los profetas habían hecho a la «hija de Sión», personificación simbólica de Israel, lo dirige el ángel a María personalmente. En Ella, la Hija de Sión deja de ser un símbolo para convertirse en una realidad personal, y la presencia de Yahveh en el seno de Israel adquiere un sentido nuevo, el de una Maternidad divina. No olvidemos el texto de Sofonías, el cual nos da su sentido más profundo. Para facilitar la comparación se los puede presentar en forma paralela: Anuncio de Sofonías a Israel Sof 3,14-17 ¡Alégrate! (cai`re), Hija de Sión...! Elrey de Israel, Yahveh, está en medio de ti (beqirbek). No temas, Sión... Yahveh, tu Dios, está en medio de ti (literalmente), en tu seno (beqirbek) como poderoso Salvador (yoshisa)
Anuncio del ángel a María Lc 1, 28-32 ¡Alégrate! llena de gracia, El Señor es contigo... No temas, María. He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo y le darás por nombre Salvador. Él reinará...
Se comprende que María se turbe ante tal anuncio. Y su emoción no proviene de la incomprensión o del temor pusilánime a los que, a veces, se tiende a reducirla. Proviene del choque de uno de esos encuentros con Dios, de una de esas alegrías inmensas, que sacude a las más templadas naturalezas. A la luz de las Escrituras que el ángel emplea, María comprende que es Ella el nuevo Israel, donde Dios viene a residir, y entrevé el modo de la realización de esta promesa: una maternidad que, cosa inaudita, parece tener por objeto a Yahveh mismo. El ángel determina la ascendencia humana del Mesías, empleando los términos de la profecía mesiánica fundamental: el oráculo de Natán a David. 2 R 7,12.16 Anuncio de Natán a David (Modificamos el orden para comparar mejor los pensamientos paralelos.) v 12: suscitaré a tu linaje después de ti, al que saldrá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Yo le seré a él padre, y él me será hijo. v 16 b: tu trono estable por la eternidad. v. 16 a: permanente será tu casa para siempre ante mi rostro. v 13: y yo estableceré su trono por siempre.
Lc 1, 32-35 Anuncio de Gabriel a María
Será grande
y llamado Hijo del Altísimo y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre. Y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin.
La respuesta del ángel a María precisa el origen divino del Mesías, como antes había precisado su origen humano. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios.»
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El alcance de este título de Hijo de Dios resulta de la comparación con los otros pasajes, en los que le es conferido solemnemente a Jesús: las manifestaciones del Padre en el Bautismo de Jesús (Lc 3, 22) y en la Transfiguración (9, 55), la confesión de Cesarea (Mt 16, 16), y el testimonio decisivo que costará la vida a Jesús (Lc 14, 61). En cuanto a la sombra que cubre a María, evoca con mucha precisión la sombra de la nube que cubría el arca de la alianza (Ex 40, 35) y que era el signo de la presencia divina. En la Transfiguración esta nube reposará encima de Jesús para atestiguar su divinidad, mientras que la voz del Padre lo declara Hijo de Dios. Lo mismo en la Anunciación: reposa sobre María para atestiguar la divinidad de su Hijo, que el ángel ha proclamado Hijo de Dios. El fin del mensaje recobra así con nuevos términos uno de los rasgos más típicos del principio. El juego de los paralelismos en Sofonías designaba a María como la «Hija de Sión», el resumen personal de Israel, y más exactamente de Israel como lugar de la presencia divina. La evocación de la shekinah la designa ahora como la nueva arca de la alianza, en la que se realiza esta presencia. María es la Hija de Sión en el sentido de que Ella es la parte más santa de Israel, el lugar consagrado en el que Dios viene a residir. Antes de dejar el evangelio de Lucas, recojamos una última nota, la profecía de Simeón: «Una espada atravesará tu alma» (2, 35). Esta espada que es, según el contexto, la repercusión en María de las contradicciones que sufrirá su Hijo, es el anuncio velado de la compasión dolorosa. Lucas no volverá a hablar de esta compasión; ni señalará más que los otros sinópticos la presencia de María en el Calvario. No nos extrañemos. Es su costumbre agrupar en un solo pasaje lo relativo a un personaje y no mencionarlo más, aun cuando con esto se adelante a los acontecimientos. Así hace, por ejemplo, con Juan el Bautista (3,19-20). Así hace con María, y aquí la profecía de Simeón le ofrecía armoniosamente la oportunidad de sugerir por adelantado su participación en la pasión dolorosa del «Salvador». Esta asociación de María a la pasión redentora es más manifiesta en el evangelio de San Juan. El interés que éste concede a la «Madre de Jesús» es, entre otros muchos, uno de los rasgos que le aproximan al de Lucas; proximidad que parece explicarse por influencia recíproca, de Juan sobre Lucas, por tradición oral, de Lucas sobre Juan, por vía escrita. En lo tocante a la Virgen esta afinidad se revelaría desde el prólogo, si con el padre Braun, y según las afirmaciones impresionantes de muchos Padres, se adopta la siguiente lectura: «A cuantos le recibieron, Él (el Verbo) les dio poder de llegar a ser hijos de Dios; a aquellos que creen en el nombre del que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios, ha nacido. Y el Verbo se hizo carne y estableció su tabernáculo entre nosotros (ejskhvnwsen). (Jn 1,12-14; Cf. Ap 21,3). Ésta sería la generación virginal de Cristo, y las últimas palabras sobre el Verbo, que puso su tabernáculo (ejskhvnwsen), «entre nosotros» entrañarían la alusión por la que Lucas nos hace ver en María el nuevo tabernáculo en el que Dios estableció su morada. Todo esto sugiere el siguiente vínculo entre el evangelio mariano de Lucas y el de Juan. El cuarto evangelista, que ha evitado la repetición de lo ya tratado por los sinópticos y que se ha propuesto completarlos, se contenta con una simple alusión de lo que Lucas enseña sobre el papel de la Virgen en la Encarnación (algo así como se contenta con alusiones veladas a la institución de la Eucaristía hecha en la cena) para ahondar en el tema que tan brevemente había tratado Lucas: el papel de María en la Redención. Examinemos ahora los dos textos principales que indican la naturaleza de esta misión: uno nos notifica la presencia de María en las bodas de Caná (2, 1-5) y otro, su presencia en el Calvario (19, 25-27). Dos textos muy breves, pero llenos de intenciones como nos manifiestan dos hechos. En primer lugar, la íntima semejanza de estos dos textos. Ambos se refieren a la misión de María en la hora de Jesús, esa «hora» que a lo largo de todo el Evangelio designa el Sacrificio redentor. En ambos, el evangelista la llama insistentemente madre de Jesús, y Jesús la llama mujer. Tal semejanza nada tiene de trivial; porque esta denominación no es de las que se servía un Hijo, para con su madre, según el uso semítico. Esta pista que trazan también otros paralelismos por los que nos será preciso pasar, conduce a Gen 3, 15, la promesa hecha a Eva después de la caída: «Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza y tú le morderás a él el calcañal.» Por un conjunto de sugerencias convergentes, Juan nos invita a ver en María el homólogo de Eva en la nueva creación que constituye la venida del Verbo. María es la mujer por excelencia, asociada al nuevo Adán y la «Madre de los vivientes» (Gn 3,19; cf. Jn 19,27). No menos notable es el puesto que Juan da a estos dos textos marianos. Encuadran el misterio de Jesús. Uno se sitúa en el primer milagro de Jesús, el que inaugura su vida pública y robustece la fe de sus discípulos (2,11); otro en la «hora» en que «todo está consumado» (19, 28.30). Es el procedimiento semítico de la inclusión. Su empleo no deja duda sobre la importancia que Juan concede a la Madre de Jesús. Ahora nos damos cuenta de la arquitectura de estos textos: dos columnas maestras (Jn 2 y 19,26-27) que descansan sobre el mismo sustrato bíblico: Gn 3,15. ¿Cómo comprender su misterioso sentido? El episodio de Caná puede desconcertar: «Llegando a faltar el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Díjole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? No es llegada aún mi hora» (Jn 2, 1-2).
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Estas palabras de Jesús (y es una nueva analogía entre Juan y Lucas) recuerdan las que dirigió a su Madre cuando, después de una breve anticipación de su ministerio, María lo vuelve a encontrar: «¿ Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» Significan la separación del Hijo y de la Madre durante el ministerio de Jesús. Separación provisional: María, que estuvo con Jesús en los misterios de la infancia, lo estará también en el misterio del dolor, cuando haya llegado la hora. Separación provechosa: Jesús da a su Madre una garantía y anticipación de ella: porque Ella se lo ha pedido, realiza el milagro inaugural de su carrera mesiánica. Es necesario prestar atención al escenario en que se realiza esta inauguración. Juan ha visto en el festín y matrimonio de Caná, un símbolo no sólo del festín eucarístico, sino de las bodas escatológicas de Dios y la humanidad, que la Eucaristía significa y prepara. Recordemos la importancia que el cuarto evangelista ha concedido a estas bodas eternas al final del Apocalipsis (19,7-8; 21,2-9). El matrimonio terrestre de Caná en el que Jesús inaugura su ministerio se presenta allí como la figura y garantía de las bodas celestes que serán la consumación de este ministerio. La intercesión de la Madre de Jesús se realiza aquí ya eficazmente. María estará de nuevo presente en el Calvario, y Jesús, al morir, le confiará más explícitamente su misión: «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Y después dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 25-27). No restemos importancia a un texto al que Juan ha concedido tal categoría. Muchos no han visto aquí más que un acto privado. Jesús habría confiado su Madre a Juan para que la recogiese en su abandono. El texto no habla en este sentido. En primer lugar, es Juan el confiado a María, (no María a Juan), y la palabra de Cristo es tanto más extraña, cuanto que la madre de Juan está allí al pie de la cruz. En este pasaje, sobrecargado de sentido, Juan, no intenta relatarnos sus cosas de familia, sino que aquí, como en otras partes, la nota que nos refiere es una invitación a elevarnos al plano del misterio. Por este relato, cuyas notas se relacionan con una profecía, somos llevados a Gen 3, 15 y 19. María, presente al lado de Cristo que inaugura la nueva creación (es decir, el orden de la gracia), se hace, como Eva, la «Madre de todos los vivientes», de todos los discípulos del Salvador en la persona del discípulo muy amado. La enseñanza mariana del evangelio de Juan ilumina retrospectivamente el misterioso texto de Apocalipsis 12, que es como una encrucijada de todas las avenidas bíblicas que conducen a la Virgen. El padre Braun, a cuya exégesis nos remitimos, afirma que este texto se refiere primariamente a María. Sin embargo — y es una nueva relación con Lucas — nos la describe por lo esencial, bajo las figuras de Israel y de la Iglesia de las que María es personalmente tipo. He aquí el texto: 1.- Apareció en el cielo una señal grande, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas, 2.- y estando encinta, gritaba con los dolores de parto y las ansias de dar a luz. 3.- Apareció en el cielo otra señal, y vi un gran dragón de color de fuego, que tenía siete cabezas y diez cuernos... 4.- Se paró el dragón delante de la mujer que estaba a punto de parir, para tragarse a su hijo en cuanto le pariese. 5.- Parió un varón que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro (Sal 2,9), pero el Hijo fue arrebatado para Dios y su trono. 6.- La mujer huyó al desierto, en donde tenía un lugar preparado por Dios, para que allí la alimentasen durante mil doscientos sesenta días... (etc.) Al punto Miguel y sus ángeles arrojan del cielo «al gran dragón, la antigua serpiente, aquel que se llama diablo y Satán». Arrojado sobre la tierra con sus ángeles, continúa en ella su lucha: 13. Cuando el dragón se vio precipitado en la tierra, se dio a perseguir a la mujer que había parido al hijo varón. 14. Pero fueron dadas a la mujer dos alas de águila grande (Dt 32,11) para que volase al desierto, a su lugar, donde es alimentada por un tiempo y dos tiempos y medio tiempo lejos de la vista de la serpiente. 15. La serpiente arrojó de su boca, detrás de la mujer, como un río de agua, para hacer que el río la arrastrase. 16. Pero la tierra vino en ayuda de la mujer, y abrió la tierra su boca, y se tragó el río que el dragón había arrojado de su boca. 17. Se enfureció el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que guardan los preceptos de Dios y tienen testimonio de Jesús. Confesemos en primer lugar que este texto es oscuro. El género profético mezcla aquí los sucesos y las perspectivas. El orden del relato no está establecido según la cronología, sino según la tipología. Confesemos también que la interpretación mesiánica es discutida. A pesar de esto, la reciente exégesis del padre Braun nos parece convincente en sus grandes líneas. He aquí las principales conclusiones desde el punto de vista de la Mariología. Ap 12 se refiere primariamente a María, pero también se refiere a la Iglesia. Juan se ha complacido en describir a una por los caracteres que convienen a la otra. Es cosa habitual en su procedimiento y señala una correspondencia tipológica entre dos realidades. Piénsese, por ejemplo, en el discurso sobre el pan del cielo, que es a la vez el maná, la fe, y el sacramento de la Eucaristía. Juan, aquí, se relaciona una vez más con Lucas: describe a la Virgen como una realización personal de la Iglesia. El comienzo del pasaje hace eco a la gran profecía de Is 7, 14, repetida por Mi 5,12. Como la Almah de Isaías, la mujer del Apocalipsis es un signo (shmei`on). Pero la mujer aparece aquí en su triunfo, la luna bajo sus pies parece indicar que se halla por encima de los acontecimientos de la historia, y sobre este mundo sometido a cambios y corrupción, cuyo símbolo es el astro cambiante. Al igual que en el evangelio de Juan (con el que ofrece muchos contactos este texto), María
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es llamada con insistencia mujer (vv. 1, 4, 14, 13-17); aparece a la vez como la madre de Cristo y madre de los discípulos de Cristo: a éstos se les llama su descendencia (Ap 12, 17). En esto encontramos un eco de Gen 3, 14-15. En ambos textos (Ap 12, 9 y 14) la serpiente se halla en guerra contra la mujer y su descendencia: Gen 3, 14-15 Dijo Dios a la serpiente... «Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer entre tu descendencia y su descendencia».
Ap 12, 9.13.17 La antigua serpiente, llamada diablo y Satán... se dio a perseguir a la mujer. Pero fuéronle dadas a la mujer dos alas de águila grande, para que volase al desierto... lejos de la vista de la serpiente. Se enfureció el dragón contra la mujer y fuese a hacer la guerra contra el resto de su descendencia: contra los que guardan los preceptos y tienen testimonio de Jesús
A estas relaciones entre Gen 3 y Ap 12 se podría añadir otra: la de los dolores del alumbramiento (Gn 3, 16; Ap 12, 2). Esta nota constituye la objeción principal contra la interpretación mariana del pasaje: no podría convenir al parto virginal. Mas la dificultad se disipa si se la compara con otros dos textos de Juan. En Ap 6,6 Cristo aparece en el cielo bajo el aspecto de un cordero inmolado (cf. Gn 19,36). Los dolores de la mujer que aparece igualmente en el cielo en Ap 12,2 están en función de la inmolación del Cordero celestial. De este modo se nos remite, no al parto de Belén (del que Juan jamás ha hablado), sino a la palabra de Cristo en la cruz: «Hijo, he ahí a tu madre». Se trata de la Maternidad espiritual de María, y de la compasión por la que María compartirá los dolores del Cordero inmolado. Jn 19 y Ap 12 se corresponden muy estrechamente. En el texto evangélico el hecho tiene lugar en la tierra: Cristo triunfa (Jn 12,32, etc.) por su inmolación, y María por su dolor se hace Madre de los hombres. En el Apocalipsis el hecho se prolonga hasta el cielo. El Salvador conserva allí los estigmas de su Sacrificio y María los de los dolores del Calvario. Y mientras que los efectos de este Sacrificio se prolongan sobre la tierra, el doloroso parto continúa en la santa Iglesia hasta la consumación de los siglos. En medio de las riquezas de este oscuro texto se encuentra, quizás, una alusión a la Asunción, la única que nos permite entrever el sentido literal de la Escritura. Es menor el influjo que ha ejercido la huida de la mujer al desierto, «con las alas de la gran águila», en la inspiración de la iconografía de la Asunción (Ap 12,3; cf. Ex 19,4) que la mención del lugar preparado (tovpo" hJtoimasmevno") en el que está colocada la Madre del Mesías, según Ap 12,6. Para San Juan la expresión tiene una significación escatológica. «Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar (poreuvomai eJtoimavsai tovpon uJmi`n), de nuevo volveré y os tomaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros», dice Jesús a sus apóstoles. El verbo eJtoimavxw (preparar), que tiene tan frecuentemente un sentido escatológico en la Escritura es un hapax del cuarto evangelio. Si nosotros conservamos su sentido, el lugar preparado en el que la mujer de Ap 12, 6 es introducida, es el cielo. En el siglo XVI protestantes y católicos se pusieron demasiado fácilmente de acuerdo para hablar del silencio de la Escritura respecto de la Virgen. Éste fue el pretexto para unos de renunciar a toda mariología y para otros de elaborar una mariología paraescriturística. Interesa disipar este tópico tenaz y nocivo que ha perdido terreno, pues muy pronto los protestantes vuelven a encontrar a María por la Escritura, al paso que los católicos hallan a María en la Escritura. Es cierto que la Virgen ocupa en la Escritura un lugar poco destacado. Se la presenta en ella únicamente en función de Cristo y no por sí misma. Mas su importancia consiste precisamente en la intimidad de sus vínculos con Cristo, que nos manifiestan tantos rasgos convergentes. Si quisiéramos hacer el balance de los datos marianos escriturísticos, sería preciso distinguir dos zonas: algunos datos precisos, en primer lugar; y luego todo un halo de sugestiones que brillan a su alrededor. 1.- María es santa, virgen, Madre del Salvador, presente no sólo al principio de la vida de Cristo, en la Encarnación (Mateo y Lucas), sino al comienzo y a la consumación de su ministerio (Juan); está presente, en fin, en el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés (Hch 1, 14), es decir, en todos los momentos fundamentales de la historia cristiana. 2.- Esta presencia, que es fe y oración, amor del Señor y amor maternal para los hombres, adquiere todo su alcance, si se atiende no solamente a los vínculos de todos estos textos entre sí y con el Antiguo Testamento, sino a los grandes esquemas, a los grandes movimientos de la teología bíblica, en que se sitúan. María aparece, por una parte, al final de la historia del pueblo elegido, como el homólogo de Abraham. Es la cima y perfección de Israel, la realización personal de Israel, el punto supremo en que Israel toma posesión de las promesas y se convierte en la Iglesia. Por otra parte en la perspectiva cósmica, insinuada por Lucas y que domina el evangelio de Juan, perspectiva en la que Cristo inaugura una nueva creación, repetición de la primera, la Virgen aparece al lado de Cristo como la nueva Eva, asociada a lo más secreto de su obra, a los misterios ocultos de la Encarnación y de la Redención, y como la Madre de todos los vivientes. Este esbozo, rico pero indeciso, se irá precisando progresivamente.
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2. Segundo período: del evangelio de Juan al concilio de Éfeso (90-431). A la época escrituraria sigue un período complejo al que se puede asignar como término el año 431, año del Concilio de Éfeso en oriente y que sigue a la muerte de San Agustín en occidente. En este período, en el que se iluminan progresivamente el misterio de la Maternidad divina, de la virginidad integral y de la santidad de María, se pueden distinguir tres momentos: tiempo de calma y de silencio (90-190), tiempo de laboriosa vacilación (190-373), y tiempo de armoniosas soluciones (373-431).
1. Silenciosa maduración. Descubrimiento de la antítesis Eva-María. Después del período escriturario asistimos primeramente a un fenómeno regresivo. En la literatura cristiana del siglo segundo, por lo que nosotros conocemos, la Virgen ocupa un lugar ínfimo. Son pocos los textos y se limitan generalmente a pálidas repeticiones de lo que Mateo y Lucas habían dicho de manera tan sabrosa: María es Madre de Jesús; lo ha concebido virginalmente. Los datos escriturísticos están como reducidos a su mínima expresión y parte de su riqueza permanece escondida. El semblante de la Virgen se torna vaporoso, como medio borrado. Sin embargo, al final de este siglo de reserva, el desarrollo se centra sobre un punto particular. El paralelismo entre María y Eva, sugerido por San Juan se hace explícito en dos autores: San Justino, muerto en 163, que lo inaugura, e Ireneo, muerto hacia el 202. Pero este último da, repentinamente, a este tema capital tal grado de desarrollo que en algunos puntos ya no será superado. Llega hasta llamar a María (cuya obediencia ha devuelto al mundo la vida, perdida por la desobediencia de Eva), «causa de salvación para todo el género humano». Es preciso subrayar la importancia de este paralelismo, repetido por muchos autores. No será objeto de discusión (como los temas que vamos a estudiar pronto), sino de meditaciones eminentemente positivas. Será el factor de un progreso decisivo. En efecto, el pensamiento de los Padres es intuitivo más que deductivo, simbólico más que lógico. Progresan, no por silogismo, sino por confrontación de símbolos portadores de verdad. Poco a poco llegan a esta verdad por vía comparativa. Entre Eva y María aparece claro un paralelismo de situaciones y una oposición interior: paralelismo de situación, porque en ambos casos se trata de la función de una mujer virgen y destinada a una maternidad universal, por un acto en el que está en juego la salvación de toda la humanidad; oposición interior, porque Eva desconfía de Dios y desobedece, mientras que María cree y obedece. Y el resultado es, por una parte, el pecado y la muerte; y por otro, la salud y la vida para todos. Paralelamente a este contraste entre Eva y María, entre Eva, madre universal de la muerte, y María, Madre universal de la vida, se dibuja otro: el contraste entre Eva, esposa de Adán, y la Iglesia, esposa de Cristo. Este doble contraste engendra una relación totalmente armoniosa entre Eva y la Iglesia, según el esquema siguiente: Eva / \ María // Iglesia Este triángulo conceptual sugerirá un conjunto de fecundos descubrimientos. En efecto, según el simbolismo escriturístico, la feminidad es un signo y un misterio: la mujer representa a la criatura redimida frente al Dios todopoderoso. De estas tres figuras escriturísticas, femeninas, se desprende una idea general de lo que son la transfiguración de la humanidad salvada por Dios y su cooperación a su propia salvación. María aparece como la realización típica y eminente de esta cooperación y transfiguración. Sentimos aquí una línea maestra, a cuyo derredor se desarrollará una gran parte de los progresos de la doctrina mariana, un eje al que se refieren las demás cuestiones. Mas dejemos ahora estas anticipaciones y volvamos a la cronología.
2. Maternidad divina. Virginidad, santidad: tiempo de vacilaciones. Después de esta fase casi silenciosa, al final de la cual se eleva la gran voz aislada de Ireneo, se asiste a un conjunto de esfuerzos penosos y contrarios. Cuatro puntos constituyen el objeto de esta primera reflexión teológica: el título de Madre de Dios (Qeotovko"), la virginidad de María después del nacimiento y en el nacimiento mismo de Jesús (virginitas post partum et virginitas in partu), y en fin, la santidad de María. 1.- El primer hecho se desprende insensiblemente y sin dificultad. El título de Madre de Dios parece ser atestiguado desde el siglo IV en la plegaria Sub tuum praesidium. No se comenzará a discutirlo seriamente hasta el tiempo en que esté universalmente propagado. Nestorio, que lo somete a discusión, parece haberlo empleado antes en su predicación. Los otros tres hechos, por el contrario, se precisan en la controversia. 2.- La virginidad perpetua de María (virginitas post partum) fue negada por Tertuliano y, después, por algunos otros autores de los que el último conocido es Bonoso, condenado hacia 392. 3.- La tesis de la integridad virginal de María en su alumbramiento (virginitas in partu) ofreció igualmente dificultad e hizo dudar al menos a San Jerónimo, intrépido defensor, por lo demás, de la virginidad perpetua. 4.- Con más dificultad aún se descubre la santidad de María. Muchos son los que no sienten dificultad para hallar en María alguna duda u otros pecados, sobre todo entre los griegos: Orígenes, Basilio, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo (con particular insistencia) y el mismo Basilio. Son Ambrosio y Agustín los que asientan definitivamente en Occidente la creencia en estas dos últimas verdades; más despacio, y sin grandes controversias, oriente llegará pronto al mismo resultado. Después de Éfeso desaparecen rápidamente los últimos rastros de error y de indecisión.
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Tales dificultades y divergencias escandalizarán a primera vista a algunos lectores. No es conveniente ocultarlas, porque la verdad no puede alimentarse de falsas apariencias y su integridad exige la aceptación leal de todos los hechos. Queda por desentrañar su significación. ¿Por qué estos titubeos y errores? En primer lugar quiere Dios dejar a la labor de la inteligencia humana el descubrimiento de algunos aspectos de la verdad, para lo cual ha dado los suficientes principios. Tal misión tiene su grandeza; es uno de los numerosos aspectos del designio que tiene Dios de asociar activamente a la humanidad a su propia salvación. Aquí, como en otros casos, la posibilidad de fracaso es el reverso de la libertad creada. Con una comparación se podría ilustrar el proceso de estas defecciones. Cuando en un monumento antiguo se descubre un fresco oculto debajo de una capa de pintura, los primeros golpes del cincel dados sobre este revestimiento dañan a veces la imagen subyacente. Absorto el obrero en su trabajo de búsqueda no se da cuenta prontamente del desperfecto que está realizando. Algo semejante sucede en los siglos III y IV, y sucederá cada vez que se descubra un nuevo rasgo del semblante de la Virgen. Preocupados por algún otro tema, los predicadores, en busca de sorprendentes ejemplos, y los controversistas, arrastrados por el ardor de sus refutaciones, tropiezan, como al azar, con la Madre del Señor; y, sin detenerse en Ella, ávidos de otra cosa, niegan alguno de sus privilegios no declarados aún. Felizmente estos errores momentáneos, estos errores materiales son reparables (al contrario de los daños sufridos en el fresco), pues estamos en un orden de realidades vitales y espirituales: la verdad revelada lleva en sí misma un principio de regeneración. Entremos más directamente en el mecanismo de estas vacilaciones. Se explican ordinariamente por la dificultad de conciliar dos aspectos complementarios del misterio cristiano, cuya dificultad no se deja reducir a una simplificación geométrica. Al principio se tiene de la Virgen una idea vaga. Una nueva cuestión surge con motivo de una cierta afinidad conceptual, o bajo la presión continua de un gran movimiento de ideas. Con frecuencia el autor, dándose cuenta o no, estampa una fórmula prematura. Escribe en función de sus preocupaciones momentáneas y con sus ideas compromete aspectos del dogma en los cuales no había pensado. La conciencia cristiana reacciona. Se duda, se reflexiona, se excitan los ánimos. A las soluciones parciales y opuestas sucede, con más o menos rapidez, la solución total, la solución verdadera. Ella satisface las exigencias de ambas partes y se integra armónicamente en el conjunto de la doctrina cristiana. Estamos, pues, frente al desarrollo dogmático y su complejidad, y, a la vez, puestos en guardia contra algunas visiones simplistas. El examen escrupuloso de los hechos impide clasificar prematuramente en «errores» y «verdades» las opiniones emitidas antes de tener plena conciencia del problema, y más aún, dividir a sus protagonistas en «amigos» y «enemigos» de la Virgen. La verdad, a la que conduce cada fase de la evolución del dogma, no es tanto la reacción contra un error cuanto el justo medio entre dos errores o (más exactamente y para eliminar la idea de compromiso que sugiere la expresión «justo medio»), es como la cumbre en donde se juntan dos vertientes de la verdad, es decir, dos aspectos parciales y complementarios que la constituyen en su integridad. 3. Solución progresiva. Estas observaciones aclaran el sentido de los conflictos que suscitaron en la Iglesia, desde el fin del siglo III hasta el año 431, las cuatro grandes cuestiones marianas, enumeradas más arriba. Examinémoslas en particular. 1.- La virginidad perpetua de María (virginitas post partum) debía hallar su justa expresión entre dos desviaciones. Sería un grave error proponerla como un corolario de las tesis maniqueas sobre la perversidad intrínseca del matrimonio. Elvidio, adversario de los maniqueos (viendo en sus ideas una cierta reminiscencia de los promotores de ascetismo) y dejado llevar por su ardor, quiso privar a sus adversarios hasta de este pretexto. Quemándolo todo, como acaece en el ardor de la polémica, interpreta prematuramente los textos evangélicos que tratan de los hermanos del Señor (sus primos, en realidad según el lenguaje palestiniano), y propuso a María como modelo de madre de familia numerosa. ¿Quién tenía razón? Ni los maniqueos ni estos adversarios intemperantes. El hecho de la virginidad de María tenía que ser purificado de todo erróneo motivo. De ello se dio cuenta bien pronto la conciencia cristiana con San Jerónimo, San Ambrosio, y San Agustín. 2.- La cuestión de la virginidad de María en el nacimiento de Cristo (virginitas in partu) se hallaba en una situación más delicada aún. Los más inclinados a proponer esta doctrina eran los docetas, para quienes el cuerpo de Cristo no era más que una apariencia. Explicada en este sentido la tesis de la virginidad in partu, quedaba mancillada por el error. Durante un largo período debía ser objeto de desconfianza. Las dos exigencias de la fe: maternidad integral física y corporal, virginidad integral física y corporal, no eran fáciles de conciliar. Aun aquí era preciso separar el hecho de los falsos principios con los que algunos la habían comprometido. Es lo que hizo San Ambrosio del modo que después veremos. 3.- En lo referente a la santidad de María, la oposición, más compleja y menos perfilada, se resolvería sin gran controversia. Las cosas se podrían esquematizar así. Por un lado, el descubrimiento progresivo de la santidad de la Virgen (íntimamente unida al de su virginidad); por otro, la tendencia a subrayar, frente a la suficiencia farisaica de algunos ascetas, de que «sólo» Cristo es «santo» y todos los hombres pecadores. ¡Qué tentación para los predicadores encontrar en la misma Madre del Señor el ejemplo de esa fragilidad universal que querían inculcar en su auditorio! Muchos sucumbieron y, utilizando las Escrituras imprudentemente, creyeron encontrar en la Virgen vanagloria, duda o presunción. El ejemplo no sería sorprendente si no hiriese la delicadeza y la misma fe de los oyentes. La intención de estos predicadores era buena y sus principios excelentes. Aciertan en que sólo Cristo es santo por sí mismo, el único metafísicamente impecable, el único que no tenía necesidad de redención. Pero se equivocaron al confundir a María con el común de los hombres. Poco a poco la luz de la verdad disiparía estos errores. 4.- La oposición teológica más caracterizada surgió en torno al título de Madre de Dios (Qeotovko"). Después de más de un siglo de tranquila posesión se torna a reflexionar sobre esta fórmula. Era necesario hallar la interpretación
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exacta entre dos errores opuestos. Uno, el que inquietaba a Nestorio, hacía de la Virgen la Madre de Cristo según su divinidad; interpretación tanto más peligrosa, cuanto que la mitología dejaba flotar en la imaginación el recuerdo de una «madre de los dioses». Otro error, éste de Nestorio, en contra del primero, proscribía dicho título y no reconocía la verdad en él contenida: negar que la madre de Cristo es madre de Dios era negar que Cristo fuese Dios. El justo medio consistía en ver que la Virgen es Madre de Dios por haber engendrado, según la humanidad, un Hijo que es personalmente Dios. Se comprende lo espinoso de todos estos debates, cuyo complejo desarrollo simplificamos nosotros tal vez demasiado. Aparte de que una sana reacción contra los cultos paganos creaba un clima desfavorable para valorar las grandezas de María, los más dispuestos a poner de relieve alguno de estos privilegios eran los menos sensibles a su contrapartida dogmática. Los maniqueos estaban más predispuestos a defender la virginidad de María después de su alumbramiento; los docetas, a defender su virginidad in partu; los pelagianos, a resaltar su perfecta santidad; y los espíritus mal desprendidos de los cultos paganos a ponderar el título de Theotokos. No fue fácil discernir entre esas caricaturas y las primeras afirmaciones auténticas de los privilegios de María. Los que investigasen el error bajo todas sus formas se verían tentados a considerarlos en bloque, como ramas de un árbol enfermo que es preciso arrancar de cuajo. Por poco que se desempolve la atmósfera de estas controversias, hoy rebasadas, se comprende cuáles serían las preocupaciones y dudas que dificultaban la explicación de la doctrina mariana. Los verdaderos servidores de la Iglesia no fueron tanto los que atribuyeron nuevos títulos de gloria a la Virgen, y añadieron, como a veces se dice, «nuevos florones a su corona», cuanto los que la situaron en su verdadera perspectiva. No fueron éstos los espíritus mezquinos, sino los grandes ingenios que supieron echar una mirada hacia atrás, acoger todos los aspectos de la verdad y conciliar cada uno de los nuevos privilegios marianos con sus «opuestos», sin lo cual se habría llegado a una gnosis extraña dentro de la doctrina cristiana. 4. Posición del problema de la Inmaculada Concepción. Una última y sorprendente ilustración de esta afirmación la encontramos al final del período que estudiamos. Es el doble conflicto de San Agustín con los pelagianos sobre la santidad de María. La doctrina pelagiana, en reacción contra el pesimismo maniqueo, defendía un excesivo optimismo sobre la capacidad de la naturaleza humana, con detrimento de la función necesaria de la gracia. Durante la primera fase de la controversia, Pelagio opuso a San Agustín el caso de la Virgen «a quien es preciso reconocer sin pecado». Nadie había propuesto hasta aquel momento una fórmula tan decidida acerca de la santidad de María. Alguien podría, en una controversia tan apasionada, sufrir la tentación de rechazar la tesis del hereje. Pero San Agustín resuelve la dificultad de modo genial. Acepta la afirmación de su adversario, pero le da un sentido distinto: esta santidad es una excepción y tiene por principio la gracia de Dios, no sólo el libre albedrío. Julián de Eclana centró la discusión sobre un punto más delicado aún: no ya sobre la ausencia de pecados actuales, sino sobre la del pecado original. Este pelagiano fue, por este motivo, el primero en explicitar la idea de la Inmaculada Concepción de la Madre del Señor. «Por la condición original», que le atribuyes, «sometes a María personalmente al dominio del demonio», objetaba el hereje. Aquí el obispo de Hipona no tuvo la misma maestría que en el conflicto anterior. Se librará de la objeción con un texto equívoco, en el que bien puede verse después el desarrollo de las dos exigencias de la tradición, pero en el que todos los autores posteriores verán, durante siglos, la negación del privilegio de la Inmaculada Concepción. En síntesis, el aparente defensor de la Virgen (Julián) es un hereje. Propone un atributo verdadero bajo una luz falsa: la Inmaculada Concepción no es para él un privilegio único; ni siquiera un efecto particular de la divina gracia sino gage común de todos los cristianos. Agustín tiene razón en oponerle el alcance universal del pecado original y la necesidad de la gracia para vencer al pecado. Al afirmar el carácter único del privilegio mariano y su carácter de preservación por gracia, que es su esencia misma, la definición dogmática de la Inmaculada Concepción se encuentra infinitamente más cerca de Agustín que de su adversario. Sin embargo, por haber sido presentada de modo prematuro y caricaturesco por algunos herejes y haber sufrido, por ello, la oposición de San Agustín, la idea de la Concepción sin mácula de María fue, durante siglos, sospechosa en occidente. Así los latinos, hasta ahora en la vanguardia del progreso mariano, van a quedarse, durante siglos, rezagados respecto de los griegos que continuaron armónicamente su progreso hasta los siglos VIII y IX.
3. Tercer período: del concilio de Éfeso a la reforma gregoriana (431-1050). La novedad fundamental que aparece al principio de este tercer período es la floración de las fiestas marianas. Las primeras aparecen en oriente, poco antes del Concilio de Éfeso. A partir de esta fecha no cesan de crecer en número y en solemnidad. Pero no se podría exagerar la importancia de este nuevo hecho: la Virgen adquiere su dimensión litúrgica. Cada año y en cada Iglesia donde se celebra la fiesta se pronuncian homilías sobre sus misterios y se cantan himnos, cuya riqueza irá en aumento. Estas homilías y estas piezas litúrgicas constituyen la casi totalidad de los escritos marianos de esta época. El entusiasmo que embarga el alma durante estas fiestas crea el clima favorable para la extinción de los últimos vestigios del error, para el desvanecimiento de las últimas dudas y para el hallazgo de los últimos privilegios de María. En las homilías bizantinas, sobre todo en los siglos VII-VIII, vemos nacer tres puntos de importancia considerable: la santidad original de María, su Mediación y su Asunción. Entre los latinos el desarrollo de las fiestas marianas se hace más lentamente en una atmósfera menos calurosa y como a remolque de oriente. Los tres puntos que se desarrollaban en oriente, quedan en occidente como estacionados. La
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Inmaculada Concepción es entorpecida por la autoridad de San Agustín; la Asunción por la autoridad del Pseudo Jerónimo y por reacción contra los apócrifos, que proponían este misterio en forma de fábula. En cuanto a la Mediación recibe un impulso poderoso en la época carolingia con Radberto y Autperto; pero estos conatos fugitivos no llegan a cristalizar. El siglo X parece un período de estacionamiento. En oriente la homilética vira en redondo; en occidente la breve efervescencia carolingia cesa sin haber logrado sus propósitos. Todo sigue una marcha descendente. Una vez más comprobamos este ritmo alternativo de progreso y de decadencia, de fervor y de silencio, que nos ha sorprendido desde el comienzo.
4. Cuarto período: de la reforma gregoriana hasta el final del concilio de Trento (1050-1563). Desde San Ambrosio hasta fines del siglo XI los latinos habían permanecido estacionados, mientras los griegos seguían su camino de progreso. Esta situación va a invertirse ahora. Desde el punto de vista de la evolución, que es lo que aquí nos interesa, únicamente occidente aporta en adelante alguna novedad; por eso desde ahora ya no tendremos que recurrir a oriente. Mas hagamos justicia: los autores latinos del comienzo del período parecen haber hallado en los bizantinos la parte decisiva de su inspiración. Los primeros conatos de este renacimiento son un poco anteriores a la reforma gregoriana. La fiesta de la «Concepción de la Virgen» (cuyo contenido teológico permanecerá durante mucho tiempo indeterminado) aparece en Inglaterra, a partir de 1060 aproximadamente. Después de un eclipse a la llegada de Guillermo el Conquistador (1066-1087), renace hacia 1127-1128 sobre bases más teológicas; luego pasa a Normandía, después a Francia, no sin graves controversias, en las que San Bernardo desempeñó el papel de opositor. La renovación de la teología mariana, gestada durante mucho tiempo, florece poco a poco en la conjunción de los siglos XI y XII con San Anselmo (+ 1109), y adquiere de súbito considerables proporciones durante la primera mitad del siglo XII en el que florece San Bernardo (+ 1153). Por todas partes se ve difundirse el título de Mediadora, excepcional hasta entonces en occidente. La Asunción, y más tímidamente la Inmaculada Concepción siguen su propio ritmo. Un documento de gran valor teológico, cuya huella aparece al comienzo del siglo XII, el De Assumptione, del Pseudo Agustín, desempeñará un papel capital en el desarrollo de estos dos misterios. Tal documento atenúa notablemente la autoridad del Pseudo Jerónimo, opuesto a la glorificación corporal de la Madre de Dios. Más que por el detalle de las ideas nuevas que abundan entonces, esta breve exposición debe interesarse por la intuición maestra que las suscita. Lo que entonces aparece es una nueva perspectiva, prodigiosamente rica, y cuyas posibilidades no han sido agotadas por ocho siglos de reflexión. Hasta el final del siglo XI se limitaban a considerar la función de María en el comienzo de la salvación, en la Encarnación. En adelante se estudiará su papel en todo el proceso de la Redención. Era considerada como la Madre de Cristo, no como su asociada permanente (función que se reservaba para la Iglesia). Cierto que se la consideraba ya como la nueva Eva, pero sólo porque había introducido la salud, como la primera mujer había introducido el pecado. La función permanente de esposa al lado del Esposo correspondía a la Iglesia. En lo sucesivo se atribuirá a María esta función de asociada. Será, al lado de Cristo, lo que Eva era por vocación divina al lado de Adán: una ayuda semejante a Él, adiutorium simile sibi (Gn 2, I8), siguiendo una fórmula que pronto quedará consagrada. Se descubre que el dominio de María encubre el de la Iglesia; de este modo no existe entre ambas simple semejanza, sino subordinación. La Virgen no es ya solamente tipo y ejemplar de la Iglesia, sino que viene a ser la Reina, la Madre y la Mediadora: collum Ecclesiae, según la expresión que aparece con Hermann de Tournai (+ después de 1137). En una palabra, es este tiempo (fin del siglo XI-XII) en el que en el misterio objetivo de la Eucaristía pasa a primer plano la presencia personal de Cristo, bajo el misterio objetivo de la Iglesia se lleva al primer plano el misterio personal de María. Y todo esto no es más que un aspecto de una revolución intelectual que entonces comienza a operarse: se sustituye el punto de vista del objeto por el del sujeto o de la persona. Tal cambio de perspectiva implicaba numerosas exploraciones y descubrimientos y exigía también muchas revisiones. Este poner en orden los efervescentes descubrimientos del siglo XII lo realizará en muchos campos el siglo XIII, dotado del más lúcido y poderoso de los instrumentos filosóficos. El de la mariología será de los menos favorecidos. La síntesis más notable de la época, la que ejerció más influencia, es el gran Mariale super missus est, atribuida hasta ahora a San Alberto Magno. Aunque deja mucho que desear. Su principio director (la plenitud de gracia concebida como inclusión universal de todas las gracias) es insuficiente; y su aplicación es proseguida con una facilidad y un sistema desconcertante que va hasta querer encontrar en María la gracia de los siete sacramentos (incluida la penitencia) y la universalidad de los conocimientos humanos. Los méritos indiscutibles de la obra están anegados en este fárrago. Después de esta severa apreciación de una obra que muchos habían encomiado, tenemos la satisfacción de poder añadir que el Mariale no es de San Alberto Magno, como se había creído hasta ahora unánimemente. Santo Tomás de Aquino suministra mejor los elementos para una síntesis por la importancia máxima que da a la doctrina de la Maternidad divina: pero esta síntesis no la hará él. Y difícilmente podría hacerla, pues su pensamiento permanece encadenado por la herencia, que no superará, de las dificultades relativas a la Inmaculada Concepción. Duns Escoto (+ 1308), que dirigió contra estas dificultades un ataque definitivo 2, inicia una corriente que irá lejos, pero sin ofrecernos todavía una síntesis. Después de él, después de Engelberto de Admont (+ 1331), quien tendría importancia si fuese la fuente del Pseudo Alberto Magno, después del Arbor vitae crucifixae de Ubertino de Casale, escrito en 1305, todo vuelve paulatinamente a la mediocridad. Algunas ideas siguen pujantes todavía en su evolución; de modo particular la Inmaculada Concepción. Brillan esporádicamente algunos teólogos de prestigio, tales como Gersón (+ 1429); pero, en general, la labor de esta época es más de repetición que de investigación. El aparato filosófico se complica y anquilosa. Reina el nominalismo. La teología se reduce a cenizas. Huyendo de un intelectualismo árido se busca la vida en el plano de la imaginación y del sentimiento. 2
Con su famoso “Potuit, Decuit, ergo Fecit” (Pudo, convino, luego lo hizo).
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Durante esta decadencia no se debilita, sin embargo, el entusiasmo popular por la Virgen, pero cada vez más, se nutre de alimentos adulterados, milagros de pacotilla, tópicos equívocos y charlatanerías inconsistentes. La evolución artística manifiesta este deslizamiento del misterio al naturalismo, y del naturalismo al artificio. Las majestuosas vírgenes romanas, trono impasible de la Sabiduría encarnada, son sustituidas en el siglo XIII por un nuevo tipo de Vírgenes graciosas y sonrientes. Más que a su Hijo, que de su regazo pasa a estar a su lado, muestran su sonrisa. El vestido sobrio y hierático es sustituido por adornos más femeninos, y todo el atuendo se complica. Poco a poco se cae en el amaneramiento y la teatralidad. En el siglo XV la Virgen de la Presentación, de pie hasta entonces, cae de rodillas, y la Virgen del Calvario se desploma de emoción. Los sermones evocan sus lágrimas y sus gemidos, pero olvidan su fuerza y su cooperación a la obra redentora. Cuando comenzó la crisis protestante se estaba llegando al límite de la decadencia. El autor mariano de renombre entonces es Bernardino de Bustio, cuyo Mariale, editado por primera vez en 1496 logra numerosas ediciones. Se adivina la decadencia del período que ha consagrado la reputación de este autor. Su compilación compromete excelentes ideas anegándolas en un torbellino inconsistente de opiniones, frecuentemente exageradas. Se imponía la depuración. Aquí, como en otros muchos campos, hechas las indispensables eliminaciones, se desembocaba en el vacío, por haber abandonado la teología de la época sus indispensables fundamentos doctrinales. El protestantismo que había vuelto a la situación de Éfeso, al limitar la mariología a tres puntos (María santa, virgen y Madre de Dios), eliminará a veces incluso estos puntos fundamentales. Las dificultades, desde tiempo superadas, en las que habían tropezado un Tertuliano y un San Jerónimo, son traídas a primer plano por los reformadores. El Concilio de Trento terminará (en 1563) sin haber tratado la cuestión mariana, que queda en una situación particularmente deficiente. Nota.Aunque el P. Laurentin no lo cite, creo que los españoles debemos conocerlo siguiente: El 1 de noviembre de 1466 se realizó el primer voto de una Villa en defensa de la Inmaculada Concepción. Una Villa zamorana, Villalpando y su Tierra (trece pueblos con aquel a la cabeza), se adelantaron a los sabios teólogos, a las universidades y ciudades. La fe de unos pueblos de Castilla-León, movió a sus autoridades a pronunciar el voto solemne para celebrar y defender la Concepción Inmaculada de la Virgen Madre de Dios y obtener su protección. Concurrieron dos causas, una teológica y otra histórica. La primera de estas causas, se remonta al siglo XIII. Discutían los sabios si la Virgen María había sido concebida sin pecado original o no. Castilla, profundamente mariana, creía en la Inmaculada y celebraba cada año su fiesta, pero querían que se aceptara universalmente. El segundo motivo añadía un doble interés: 1º.- Verse libres de la guerra civil, por la sucesión al trono de Castilla, entre los partidarios de Enrique IV y los de su hermana Isabel, que sería la Reina Católica. 2º.- Ser liberados del azote de la peste, que causaba una espantosa muerte en la región. Se convocó a todas las autoridades civiles, como eran alcaldes, ediles y regidores, a todo el clero y una representación de hombres de bien. Se reúnen en la iglesia parroquial de San Nicolás, se postran delante de la venerada imagen de la Virgen Inmaculada, y, ante Notario, confiesan su fe y suplican así: “(…) E como los cristianos non tenemos otra medicina ni socorro (…), salvo tan solamente a la Virgen María, aquella, que sin pecado fue concebida en el vientre de Santa Ana, su madre, e limpia e virgen nasciendo (…). Nos, por nosotros e por todos los que agora viven y los que en adelante vendrán, facemos VOTO (…) que en esta su Villa e Tierra será guardada la fiesta de la su Santa Concepción de cuando (la Virgen) fue concebida en el vientre de su madre Santa Ana, que es a ocho de diciembre”... Y lo hacen “Por siempre jamás”. Con ello implican a los descendientes, que lo han asumido como un honor, expresado a través de los siglos.
5. Quinto período: desde los últimos años del s. XVI hasta el final del s. XVIII. Vuelve a renacer el entusiasmo durante los últimos años del siglo XVI. Este renacimiento mariano parte de los países no inficionados por la Reforma: Italia, y sobre todo España, todavía en el apogeo de su gloria, que da el tono en todos los terrenos, desde la mística a la teología, desde la literatura a la moda. Tiene por protagonistas a los primeros grandes teólogos de la Compañía de Jesús. En España, Salmerón (+ 1585) y Suárez, el fundador de la mariología sistemática (1590); más tarde Salazar, quien en 1618 publica la primera gran obra sobre la Inmaculada Concepción y la primera exposición ex profeso sobre la parte de María en la Redención. En la zona germana, San Pedro Canisio en 1572; y San Roberto Belarmino, en Italia. Comienza un gran período. El movimiento mariológico se extiende rápidamente, sobre todo de 1619 a 1630, y llega a su cumbre de 1630 a 1650, para desplomarse después, como agotado por su rapidísimo crecimiento. Es reemprendido a causa de algunas controversias en torno a los Avis Salutaires, de 1673 a 1678; en torno a María de Ágreda al final del siglo XVII y comienzos del XVIII; en torno al «voto de sangre» entre 1714 y 1764 e iluminado aún por algunos autores notables, como San Juan Eudes (+ 1680), San Grignion de Montfort (+ 1716), y más tarde San Alfonso María de Ligorio, que publicó en 1750 sus Glorie di Maria, para perderse finalmente en las sombras del silencio durante más de medio siglo (1780-1830). Los comienzos de este período se caracterizan por un cambio de orientación, una renovación de la inspiración y una explosión de entusiasmo. Es sorprendente el contraste entre los tres primeros cuartos del siglo XVI y los comienzos del XVII. Por una parte algunas obras, breves, sin vida, absorbidas por inquietudes polémicas con el Protestantismo; por otra, una literatura exuberante, dominada por preocupaciones constructivas hasta olvidar la existencia de los Protestantes. El siglo XVI se había limitado a la tarea negativa de conservar y defender una herencia reducida al mínimum; el XVII es guiado por el ansia de promover las nuevas glorias de María y de implantar nuevas formas de devoción. En una palabra, el
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fin del siglo XVI y el principio del XVII son, en el terreno mariano, lo que es una primavera en la naturaleza. Lo que parecía muerto recobra la vida: una vida floreciente, desbordante, cuyas innumerables manifestaciones desafían la enumeración. Si se quieren reducir estas actividades al tema teológico central, apenas hay lugar a duda: es la Inmaculada Concepción. Esta creencia, entorpecida por graves dificultades teológicas, y por la oposición de autoridades tan considerables como la de San Bernardo y Santo Tomás de Aquino, y sospechosa en los más influyentes medios romanos, absorberá lo esencial de las preocupaciones y trabajos mariológicos del siglo XVII. Por centenares se cuentan las obras de este tiempo consagradas a esta cuestión. Unos compilan catálogos de testimonios favorables a esta doctrina, otros argumentan, otros polemizan; trabajo enorme, desigual. Aunque pronto se acabará todo esto, este esfuerzo no fue vano. Al final del siglo XVII ceden las últimas resistencias importantes. En Roma cesan las sanciones que paralizaban a los «inmaculatistas». Y los tomistas, que habían hecho la guerra a la Inmaculada Concepción en nombre de Santo Tomás, consagran ahora sus esfuerzos a hallar en él la afirmación de esta doctrina. En 1854, la definición (que dos siglos antes hubiera sido una revolución) se llevará a cabo sin dificultad. Pero antes fue preciso un siglo de decadencia. Así como después de días de inútil búsqueda e inextricables reflexiones encuentra a veces en sueños el sabio la solución que se le ocultaba, así la Iglesia, al final de un período estéril, aporta definitivamente la solución que resolverá tantas divergencias y complicaciones.
6. Sexto período: siglos XIX-XX. El siglo XIX presenta, desde el punto de vista mariano, una fisonomía singular. Comienza en la más extrema miseria. Durante los 30 primeros años, la penuria y la mediocridad de la literatura mariana llegan a una esterilidad nunca alcanzada, ni siquiera en el siglo XVI. El renacimiento mariano que sobreviene entonces reviste formas sorprendentes. Comienza en 1830 con una aparición, la primera de una larga serie característica de este siglo. La Virgen confía a Catalina Labouré el proyecto de la Medalla Milagrosa que será la señal de un gran movimiento de piedad y de conversiones. La efigie parece contener todo el programa mariano del siglo: Inmaculada Concepción y Mediación. Inaugurado con una aparición, este período se continúa en 1854 con una definición. Pío IX hace de la Inmaculada Concepción un dogma de fe. Esta sentencia infalible sobreviene sin gran preparación teológica, pues los esfuerzos de los siglos XVII y los del XVIII se reducen a muy poca cosa. Pío IX ha consultado cuidadosamente el sentir de la Iglesia, la tradición viviente del episcopado; mas el trabajo teológico no ha sido excesivamente laborioso. No encontramos sino una obra teológica de conjunto que ofrece, si no un método riguroso, sí al menos una labor concienzuda. Y su autor, L. Passaglia (que inició a Scheeben en la Mariología) terminará en oposición con la Santa Sede, aunque, a decir verdad, en otro terreno muy distinto. En una palabra, en este período desconcertante el palpitar carismático precede al renacimiento teológico y literario. El principio del siglo se caracterizaba por la ausencia de obras marianas; de esto se pasa, de repente, hacia 1840, a una proliferación más fatigosa aún. Veuillot describía así esta literatura, cuya abundancia es sólo su menor pecado: En la inmensa cantidad de volúmenes que produce cada año, apenas se hallarán algunos que no dejen muchísimo que desear: declamaciones torpes y frías, textos mal reunidos, lecciones sin doctrinas, sin amor; con demasiada frecuencia hasta faltos de estilo literario. Uno se extraña de que el celo que hizo leer estas miserias inspirara tan mal a quienes las escribieron. Todo el drama religioso del siglo XIX está aquí. Es una época en la que la piedad auténtica y ardiente en sus impulsos se nutre de una literatura adulterada y de un arte deplorable. Poco a poco, sin embargo, mejora esta situación. Después de la obra de monseñor Malou sobre la Inmaculada Concepción en Bélgica (1857), Newman propone en 1866 una Mariología de cara a más fuentes y depurada de todas las escorias. En 1882 Scheeben publica un ensayo más denso, el cual, después de medio siglo de olvido, adquirirá un considerable resplandor. Lo mismo que Newman, Scheeben ha vuelto a las fuentes patrísticas, pero se dejó arrastrar más que aquél por el movimiento de la evolución dogmática. Un doble afán domina toda su obra: el de recoger los aspectos del dogma mariano según un orden y unidad, y, lo que es más nuevo, el de situar la Mariología en su lugar dentro del conjunto de la Teología, entre el tratado de Cristo y el de la Iglesia, e integrarlo aquí orgánicamente. La Mariología deja con él de ser un proyecto gratuito y recobra su auténtica significación. De la sistematización de Scheeben surge, a partir de 1925 sobre todo, el movimiento de la «Mariología científica»; a él se debe la denominación y el ejemplo. El punto privilegiado de la aplicación de esta corriente será la mediación mariana, considerada en estas dos fases: participación en la obra fundamental de la Redención y participación en la concesión de los frutos de esta misma Redención. Fue el cardenal Mercier el que inició la corriente de estudios relativos a esta cuestión. Iniciado en 1913, y reanudado al fin de la Primera Guerra mundial, este movimiento, oscuro en sus comienzos, no ha cesado de extenderse sobre todo a partir de 1926. No obstante, de 1940 a 1950, este primer centro de interés, aun sin disminuir, es eclipsado por otro: la Ascensión3. Es sorprendente la diferencia entre la cantidad y la calidad de los trabajos que prepararon respectivamente la bula de Pío IX sobre la Inmaculada Concepción en 1854 y la de Pío XII en 1950. Si se leen sucesivamente estos dos documentos se aprecia cuánto han conquistado en un siglo el rigor histórico y la precisión teológica.
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Tal vez el autor quiera decir “la Asunción”.
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¿Adónde camina ahora la teología mariana? Dentro de la floración de teólogos y tendencias que se manifiestan hoy, se podría dudar. Cabe anotar en primer lugar, que el problema de la Corredención va adquiriendo importancia a medida que la definición del dogma de la Asunción pierde actualidad. Mas algún cambio se ha operado en el planteamiento del problema. Se intenta relacionarla con algún dato más fundamental que manifieste su significación. ¿Cuál es este principio de síntesis? La Maternidad divina, dicen unos; la «Maternidad espiritual», afirman los españoles, que han estudiado originalmente esta noción; la asociación de María a Cristo, responden algunos autores belgas para quienes la misma maternidad divina no sería más que un aspecto particular de esta asociación; más bien su misión de representante de la humanidad, sostiene el grupo germano, etc. En el fondo una sola cuestión se plantea a través de todo esto: qué significa la misión de María en el plano de la salvación. Ésta es, en definitiva, la cuestión que prevalece hoy. El afán, sin embargo, por «demostrar» la mediación mariana no tiene en el siglo XX la importancia que tenía en el siglo XVII la de «demostrar» la Inmaculada Concepción. No se intenta tanto probar una tesis cuanto situar el papel de la Virgen en el conjunto del misterio cristiano; es un esfuerzo que lleva consigo la eliminación de elementos fácticos. Se comprende por esto el lugar de primer plano que adquiere una cuestión totalmente nueva: María y la Iglesia. Scheeben, el primero en plantearla con cierta amplitud, no encontró eco durante mucho tiempo. A partir de 1926, y en parte bajo su influencia, aparecen dos tendencias complementarias: el movimiento eclesiológico tiende a situar el problema mariano bajo un ángulo nuevo, y los mariólogos, a considerar a María en una perspectiva eclesiológica. El número de documentos, en ambos sentidos, no ha cesado de crecer hasta hacerse abrumador, máxime en los últimos años. No es preciso lamentarse de ello. Este esfuerzo está ligado al espíritu de la Mariología patrística, sin renunciar a las legítimas adquisiciones, de las que se sirven para descubrir su sentido pleno. Devuelve a la Mariología un factor de equilibrio que había perdido poco a poco en el transcurso de los últimos siglos. 4
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Nota del “escaneador”: Hay que tener en cuenta que esta apreciación está hecha antes del Concilio Vaticano II, que dio nuevo enfoque y vigor a la Mariología.
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II. EL DESENVOLVIMIENTO DEL DESTINO DE MARÍA Después de haber recorrido las etapas por las que la Iglesia ha adquirido conciencia del misterio de María podría parecer que sólo es preciso dar preferencia al orden lógico sobre el cronológico para presentar, racionalmente trabados, los privilegios de María. Se partiría del privilegio central que define a María y de él se deducirían los demás como de un primer principio. En una palabra, se abandonaría el orden del tiempo para elevarse al orden eterno de la predestinación. Nos instalaríamos en el pensamiento divino para ver cómo el misterio de María se resuelve allí en un pensamiento simple. Tal método, por seductor que aparezca, ofrece desgraciadamente muchos inconvenientes. En primer lugar es demasiado ambicioso. Parte del plan divino. Pero ¿estamos nosotros suficientemente capacitados para definir este plan con bastante seguridad en el estado actual, inacabado, del desarrollo doctrinal? ¿Cuál es la intención fundamental de Dios respecto de María: elegirse una Madre y sublimarla, asociar una criatura a toda su obra salvífica, dar a la Iglesia, como otra nueva Eva, un modelo acabado? Éstas son cuestiones sobre las que se discute. El pensamiento divino, al refractarse en nuestros ojos humanos, adquiere formas diversas. No nos desinteresemos, pues, del pensamiento de Dios, ya que Él ordena efectivamente todas las cosas, pero considerémoslo como un punto de llegada y no como un punto de partida. Vayamos de los datos complejos de la revelación a la intención divina que ellos manifiestan, y no de esta intención, que nos desborda, a los datos conocidos. Además, la lógica del plan divino sobrepasa la nuestra. En ciertos campos esta lógica puede manifestarse con tanto rigor que permita aplicar en ellos nuestros métodos deductivos. Pero el caso de María es más delicado y más complejo. A su misterio se llega por la conjunción de varias perspectivas y no por un razonamiento lineal. Aún más: una síntesis demasiado lógica de la doctrina mariana correría el riesgo de perjudicar de dos modos la exactitud de la verdad. Borraría la gratuidad del plan divino, soberanamente libre no sólo en su conjunto sino de alguna manera en los detalles. Ocultaría también la función de la libertad de María, el papel de su extraordinaria correspondencia a los designios de Dios en cada instante de su vida. En una palabra, destruiría la perspectiva personalista, tan importante, cuando se trata de María. Disolvería su persona en una personificación abstracta: la maternidad en sí, el «Consortium Christi Redemptoris», «la esencia del misterio de la Iglesia» (das Wesengeheimnis der Kirche), la feminidad trascendente, el «eterno femenino» en el sentido más noble de la palabra. Reduciría a la deducción lógica de una esencia el palpitar más concreto de las existencias. Pero no dejaremos de resaltar las admirables concatenaciones de este plan cuyo centro es la Maternidad divina: punto de llegada de todo lo que precede a partir de la Inmaculada Concepción y punto de partida de todo lo que sigue hasta la Asunción y hasta el ejercicio celeste de su Maternidad espiritual. Mas si todo se puede unir en este privilegio central, casi nada se puede deducir de él. Dios ha otorgado a María todo lo que convenía a la Madre del Verbo encarnado. Escrutaremos, pues, estas conveniencias, pero evitando el presentarlas como verdaderas necesidades. Si existe algo que da la impresión de necesidad en la ordenación de la vida y las grandezas de María, no se trata de una necesidad lógica, sino de ese género de necesidades que se perciben en el orden del arte o del amor. En una obra maestra, en el encuentro profundo de dos destinos, todo parece necesario, y, sin embargo, todo es soberanamente libre y gratuito; las necesidades que esta obra maestra, que este amor imponen, no se dejan reducir a una sistematización lógica. Así es el destino de María. Después de haber señalado negativamente el peligro de un plan deductivo, importa poner de relieve cómo el tiempo, que aquí tomamos como principio ordenador del presente estudio, es esencial al destino de María. Esta importancia brotará de una doble comparación: con el destino de Cristo y con el de los santos. 1.- San Lucas decía de Jesús niño que «crecía en edad y en gracia» (2, 52). Hubo, pues, en Cristo un crecimiento no sólo físico, sino también espiritual. Pero tal crecimiento es totalmente accidental. Por su esencia, Cristo es Dios desde el primer instante, y, en este orden, no ha habido posible crecimiento, contrariamente a lo que han imaginado algunos herejes de tipo adopcionista. Aparte de esta posesión sustancial de Dios por la unión hipostática, Cristo tiene desde el primer instante otra posesión de Dios por la inteligencia: posee la plenitud de su destino personal. En este sentido no es viator, sino comprehensor, dicen los teólogos. Ha entrado en el tiempo, pero su personalidad y su conocimiento trascienden el orden del tiempo. No le queda posibilidad de crecer más que en la superficie; según los aspectos secundarios y accidentales de su vida. María, por el contrario, ha vivido la condición viadora, que es la de los demás hombres. La ley de crecimiento es esencial a su ser y a su conocimiento: ha llegado a ser Madre de Dios; ha vivido en la fe antes de alcanzar la visión beatífica al término de su destino terreno. La vida humana de Cristo era descendimiento de una persona eterna en el tiempo; la de María es como la nuestra, ascensión progresiva desde el tiempo a la eternidad: va del don gratuito a los méritos y de los méritos a nuevos dones. 2. Esto nos lleva a nuestra segunda comparación: el tiempo tiene más importancia en el destino de María que en el de los demás santos. En primer lugar, María ha sabido «aprovechar el tiempo» (como dice San Pablo: Ef 5,16; Co 4,5) mejor que los demás santos. No sólo lo ha aprovechado mejor subjetivamente, sino que, objetivamente, era capaz de mayores progresos. Santo Tomás observa que el crecimiento en la gracia sigue una ley de aceleración, que recuerda, en el orden espiritual, la de la caída de los cuerpos en el vacío: cuanto más se acerca un alma a Dios, tanto más rápida es su ascensión. Por eso el crecimiento de María, partiendo de una santidad que rebasa desde su origen la de todos los santos, ha de ser el más vertiginoso que jamás ha existido. María no ha conocido los progresos negativos que son eliminación del pecado (progresos en desacuerdo completo con el tiempo, por implicar avances y retrocesos) sino el progreso por excelencia que es el acercamiento a Dios y el de la profundidad o penetración del amor. En fin, mientras que el destino de cada hombre oscila entre la nostalgia del pasado y la impaciencia del porvenir, María ha sabido incrustarse en el tiempo, «fundirse» en la duración, enrolar todo el pasado en una esperanza sin desfallecimiento.
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Además María tiene el privilegio de pertenecer a todas las fases del tiempo de la gracia, que son numéricamente tres: antes de Cristo, durante la vida de Cristo sobre la tierra, y después de Cristo. Nace y crece en el Antiguo Testamento; después su vida tiene toda la duración de la de Cristo; y se prolonga durante los comienzos de la Iglesia. No sólo participa de estas tres fases, sino que parece haber recibido la misión de ser la transición de la una a la otra (lo cual se armoniza con la misma esencia del tiempo). Por Ella engendra Israel a Cristo el día de la Encarnación; igual papel de enlace le veremos desempeñar entre la muerte de Cristo y el nacimiento de la Iglesia. Por su Asunción, en fin, anticipa la Parusía: es el vínculo entre la condición actual terrestre de la Iglesia y su condición futura, celeste y resucitada, en que ella vive. Recorramos este desenvolvimiento del destino de María, este desarrollo en el transcurso del cual su vida, su misión, su ser, adquieren bajo la moción de la gracia sus dimensiones definitivas. En este desarrollo se pueden distinguir, según lo que venimos diciendo, las siguientes fases: 1.- Antes de la Anunciación: María, perfección y cumbre de Israel. 2.- María al principio de la vida de Cristo: su cooperación a la Encarnación. 3.- María al término de la vida de Cristo: su cooperación a la Redención. 4.- Desde la muerte de Cristo a la dormición: María, lazo de unión entre el tiempo de Cristo y el tiempo de la Iglesia. 5.- Asunción: María, «imagen escatológica de la Iglesia».
1. Antes de la Anunciación: María, perfección de Israel. Importa situar primeramente el puesto de María en la historia de la salvación. La historia anterior a Cristo es un campo cerrado entre dos movimientos opuestos: por una parte la humanidad se halla encadenada por la dialéctica del pecado; por otra, intervenciones gratuitas de Dios la conducen a la victoria que será la venida de Cristo. La degradación se prolonga hasta Abraham; después las intervenciones de Dios se hacen cada vez más eficaces, pero sobre una estirpe cada vez más reducida, y en un orden también más espiritual. Dios elige la familia de Abraham, más tarde a Jacob con preferencia a Esaú, y luego, cuando los sueños de grandeza política y de prosperidad de Israel fracasan, la gracia se concentra progresivamente sobre una minoría selecta, oscura según la carne: «los pobres», «los humildes», que son el «resto» espiritual del pueblo escogido; y, finalmente, sobre la flor de Israel, la Virgen María. Reparación, preparación: así podrían resumirse los dos aspectos de esta ascensión de la humanidad hacia su Salvador; dos aspectos íntimamente unidos, uno negativo y otro positivo. Dios purifica lentamente una raza elegida a fin de que en ella nazca Cristo sin mancha; suscita en ella una fe cada vez más perfecta, cada vez más explícita, a fin de que su venida divina sea la respuesta a un deseo, a una ilusión, a una esperanza del hombre; para que no sea una especie de intromisión, por sorpresa o violencia, sino una obra de libertad y de amor. Así, pues, desde Abraham a María, se realiza un doble progreso: en el orden de la pureza moral y en el orden de la fe. 1) Desde el primer punto de vista es grande la distancia entre Abraham y María. La conducta del Padre de los creyentes es ruda y a veces desconcertante. En la Virgen todo comienza en la pureza más perfecta. Con Abraham, a quien la Escritura compara con una «roca» en la que Dios ha «tallado» la imagen de su pueblo (Is 51, 1-2), comienza en algún sentido la edad de piedra de la salvación. Todo es en él vigor y dureza. Con María se llega a una edad de oro en la que toda perfección es colmada. 2) Desde el segundo punto de vista existe una profunda semejanza, aunque todavía es posible apreciar contrastes: todo comienza por la fe y todo acaba en la fe. Al principio la fe incondicionada del pueblo elegido en la promesa; al final, la fe incondicionada de la Madre de Dios en la realización de la promesa. Y, sin embargo, aun en esto es considerable la evolución. Al principio, una fe íntegra pero vaga y bastante material todavía en su objeto. Al final, una fe espiritualizada y enriquecida por el gran desarrollo de la Revelación, que culmina en el mensaje de la Anunciación. Profundicemos en este doble misterio: el de la Inmaculada Concepción, punto culminante de la larga reparación moral operada por Dios en Israel, y el de la fe de María, cima de la larga preparación para la venida del Mesías. El destino de María comienza por una acción de Dios totalmente gratuita, por una acción singular que, sin ningún mérito por su parte, la aparta de todo pecado y de todo rastro, por leve que sea, de pecado. En el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, la Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original (Bula Ineffabilis, de 8 de diciembre de 1854, Dz 1641). La gratuidad de la intervención divina no debe hacernos ignorar el nexo de este misterio con toda la preparación anterior. En primer lugar Dios se abstiene de alterar en este caso la continuidad biológica esencial en la unidad de la raza humana e incluso el proceso ordinario de la generación humana. A esta continuidad perfecta en el orden de la carne, corresponde una unidad imperfecta en el orden de la gracia. La Iglesia, al dedicar a los padres de la Virgen —los únicos entre los personajes del Antiguo Testamento— dos fiestas litúrgicas, solemnes y universales, quiere significar que la prolongada purificación moral del Antiguo Testamento había alcanzado en ellos su cenit, al que no faltaba ya nada más que la liberación del vínculo del pecado original. Esta última etapa la realizó Dios en María. Bajo la aridez de la definición dogmática, cuyas palabras están todas pensadas, para cortar el paso a interpretaciones inadmisibles, importa, sobre todo, alcanzar el corazón del misterio. Es un misterio de amor. Dios, enamorado de la salvación de los hombres; Dios, que compara a su pueblo elegido con una esposa muy amada (Cf. Os 2; Jr 31, 17-22 ; Is 54,4-8 ; 61,10-11; Cant), da en ella libre curso a su amor. En María el pueblo adúltero llega a ser, según la profecía de Oseas, esposa sin tacha (2, 21; cf. Cant 3, 8-12; Is 61,10), libre no sólo de toda mancha y de todo vestigio de pecado, sino
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colmada de la plenitud de gracia. El amor divino, que a diferencia del nuestro, no depende de su objeto sino que lo crea, se despliega en Ella sin trabas de ningún género. Hace de María el objeto más amable, la persona más atrayente que existe entre todas las simples criaturas; aquella en quien Dios, sin limitaciones por parte del pecado, podrá establecer su morada. La inclinación de la gracia que no halla en Ella reticencia interior alguna, arrastra a María hacia Dios con la fuerza de todo su ser, con la fuerza de la fe y del amor. Y según la ley por la cual las criaturas más favorecidas por Dios son las más sedientas de Él, la ardiente abertura de María, su violento deseo frente al Altísimo, sobrepasa toda otra abertura, todo otro deseo que haya existido jamás o que puede existir. Esta fe ardiente, alimentada en la Escritura, es la culminación suma de la fe de Israel y de su deseo del Mesías. En María tendrá la respuesta este deseo. Pero antes de considerar esta respuesta importa subrayar otro aspecto del misterio de la Inmaculada. Hasta aquí lo hemos considerado en relación a Dios. Importa ahora señalar el puesto que da a María dentro de la humanidad. Por su santidad integral que reanuda la altísima santidad de nuestros primeros padres, María se encumbra por encima de todos los hombres; la única perfectamente agradable a Dios en todo su ser y en todos sus actos, es no sólo la primera de las criaturas y la reina de la creación sino también la representante y abogada de la humanidad. Ella, en un primer sentido, se constituirá (subordinada a la mediación trascendente del Hombre-Dios y por participación de esta misma mediación) en Mediadora del género humano. La mediación que Israel había ejercido desde Abraham en favor del mundo pecador (Gn 18,17-33) alcanza en María su mayor eficacia. Por este amor que la lleva a dirigirse a Dios en favor de todos los hombres, María es ya confusamente y en espíritu, Madre universal: una Maternidad cuyo contenido está abocado a enriquecerse prodigiosamente. La Iglesia se ha complacido en señalar diversos momentos de la vida de la Virgen antes de la Anunciación: la Natividad, primera aparición visible de aquella por la que la salud nos será dada; y la Presentación de María, primera expresión visible de su impulso hacia Dios. Pero todos estos momentos no son más que manifestaciones de un único misterio en el que se pueden distinguir tres aspectos: el don divino, la respuesta de María a Dios y su intercesión por el mundo. Este misterio hace de Ella en cierto sentido la cabeza de la humanidad. Esta expresión sintética exige, sin embargo, dos restricciones importantes. En primer lugar, María no es más que la cabeza provisional de la humanidad. La verdadera Cabeza y el único Jefe es Cristo; Ella ha sido destinada a recibirle. En consecuencia, si María es la cabeza de Israel, lo es solamente en el orden espiritual e interior. No tiene lugar alguno en la jerarquía sacerdotal, en la enseñanza y culto públicos, funciones reservadas a los hombres. No será Ella, sino Juan el Bautista quien preparará oficialmente la venida del Mesías. Su misión, conforme a su condición de mujer, es totalmente silenciosa, de riquísima interioridad, de acogimiento, fructificación y expansión de la gracia divina en sí misma.
2. María en la Encarnación: La Maternidad divina. El momento crucial del destino de María, aquel en que todo lo que precede termina y sobre el que todo lo demás se funda, es el momento de la Anunciación: la Virgen adquiere entonces la grandeza de un nuevo orden. Se hace Madre de Dios. Este misterio desborda toda explicación lineal. Su riqueza no se deja encerrar en una visión simplista. Su lógica es la de una obra maestra y no la de una deducción. Para exponerlo sería preciso recurrir a nuevas perspectivas, cuyos planos dejarían entrever, por encima de lo que nosotros podemos concebir, esta lógica y esta riqueza. Estudiaremos, pues, sucesivamente la razón fundamental de este privilegio, la santidad de que Dios lo rodea, su esencia y sus armónicos principales. La Maternidad divina, medio de la Encarnación. Para comprender el significado de la Maternidad divina, sería preciso elevarse por encima de la persona de María. Efectivamente, si Dios se encarna no es, ante todo, para saturar de su gracia la más amada de sus criaturas; es propter nos homines et propter nostram salutem. La Maternidad divina es primeramente el medio por el que se realiza el misterio de la salvación. ¿Por qué ha querido Dios tal medio? ¿Por qué no ha elegido el Verbo descender del cielo con un cuerpo formado directamente por la mano de Dios como el del primer Adán (Gen 2,7), sino que ha querido nacer en la tierra con un cuerpo «nacido de mujer» (Ga 4, 4)? Es que quería pertenecer a la raza que iba a salvar y salvarla desde dentro. Salvarla, no como por una limosna arrojada desde el cielo, sino por una salvación que saliese de ella misma; no como un ser extraño sino como un hermano, tan perfectamente hombre y de la raza de los hombres que iba a rescatar, como perfectamente Dios, de la estirpe del Dios ofendido; en una palabra, quería ser un Mediador perfecto, uniendo en Sí las dos partes que habían de ser reconciliadas. La misión de María es, pues, esencialmente la de injertar al Salvador dentro de la especie humana. Tal consideración descarta algunas fantasías, a las que tan inclinados se sienten a veces los mariólogos, y que desfiguran el plan salvífico. María es menos fin que medio de la Encarnación. Aquel que no ha «venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mc 3, 17) y que abandona las ovejas fieles para buscar la oveja perdida (Mt 18, 12), no ha venido como primera intención para consuelo y gozo de la Inmaculada, sino para la salvación del mundo. ¿Quiere esto decir que María sea un medio sin importancia, un puro instrumento, como el pan empleado en la Misa para ser transmutado en el Cuerpo de Cristo? Así pensaron muchos protestantes e incluso algunos teólogos católicos sostienen que Dios habría podido realizar las cosas de ese modo. Notemos en primer lugar, que esta hipótesis tiene el inconveniente de considerar el Poder divino prescindiendo de su Sabiduría y de su Amor. Parece muy atrevido imaginarse que el Dios que tanto respeta la libertad humana hubiese podido
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encarnarse por sorpresa; que este Dios que se inclina con tanto amor sobre las personas humanas hubiera podido servirse de la más próxima a Él como de un simple instrumento. Que este Dios, cuya sola presencia es transformante, hubiera podido vivir en lo íntimo de su Madre sin transformarla. En fin, que Aquel que ha formulado el precepto «honrarás a tu padre y a tu madre» no hubiera honrado a la que lo engendró. La hipótesis en la que la Madre del Hombre-Dios fuera extraña a la obra de la gracia, parece responder, más que a un plan simplemente posible, a la idea de un Dios distinto del que nosotros conocemos. Maternidad santa. Sea lo que fuere de esta hipótesis, basta considerar los hechos para ver que la Maternidad de María ha sido penetrada por la gracia de un modo totalmente singular. Es bienaventurada no sólo porque Dios ha hecho en Ella cosas grandes (Lc 1,49), sino «porque ha creído» (Lc 1,44). Tanto por parte de Dios, que propone e interviene milagrosamente, como por parte de la Virgen, que se abre a su mensaje y a su acción, el hecho es íntegramente puro, íntegramente religioso. Examinemos estas dos caras, humana y divina, ascendente y descendente, de la santidad de la Anunciación. 1. Aquella a quien Dios dirige su mensaje es santa. Es la Kecaritwmevnh (Lc 1,28), objeto de las complacencias divinas. Nosotros sabemos que Dios ha llevado esta complacencia hasta preservarla del pecado original y conferirle la plenitud de gracia. Su estado es santo: es virgen (Mt 1,18.23; Lc 1,27). Y la virginidad voluntaria y consagrada (Lc 1,37) realiza perfectísimamente el concepto de santidad, puesto que ésta es separación de las criaturas con miras a la total pertenencia, en cuerpo y alma a Dios. El acto, en fin, por el que María se abre a la acción divina es santo. Es un acto de fe, de obediencia y de humildad (Lc 1, 38; cf. 1,45). Al considerar el acontecimiento de la Anunciación bajo este ángulo visual, uno se vería tentado a ver en la Maternidad divina el fruto normal de su santidad perfecta. Se nota entre la santidad de María antes de este día y la que adquiere en él una especie de continuidad que los Padres se han complacido en expresar con fórmulas tan desconcertantes como éstas: «María ha concebido en su espíritu antes que en su cuerpo»; o también, «ha concebido la carne de Cristo por la fe». ¿Qué quieren decir? En primer lugar que la Maternidad divina ha sido preparada por la fe de María, que se realizó en virtud de un consentimiento que es un acto de fe. Luego este acto de fe perfecta, perfeccionada por la caridad, es meritorio. María merece su Maternidad, no ciertamente por mérito de justicia (de condigno), fundado en la igualdad entre la obra realizada y la recompensa, sino por un mérito de conveniencia (de congruo), fundado en la delicadeza y la amistad. Se ve aquí el plan de Dios que se complace en hacer que los hombres no sólo deseen, sino que merezcan los más gratuitos de sus dones. Aún más: la Maternidad de María no es solamente una consecuencia y como una recompensa a su fe, sino que parece ser su reflejo y su fruto. Efectivamente, entre el acto espiritual por el que María acepta la Encarnación y el acto físico por el que concibe al Salvador, existen semejanzas íntimas e íntimas correlaciones. Uno y otro tienen un mismo objeto: el Verbo encarnado. Uno y otro merecen el nombre de «concepción», ya que el vocablo «concebir» designa tanto el acto de la inteligencia como el acto de la generación. Existe en esto algo más que un juego de palabras; algo que pertenece a la naturaleza de la fe. Al igual que la concepción de un hijo, la fe es receptividad activa y fecunda de un germen de vida. Al recibir la Palabra, afirman los Padres, todo cristiano «concibe a Dios en su corazón». En esta perspectiva la fe implica una especie de divina maternidad espiritual, y la Maternidad divina física de María aparece como la realización suprema de este don y como la Encarnación de la esencia misma de la fe. Pero cuidémonos de no dejarnos absorber por esta perspectiva. Nos conduciría al error inverso de aquel que poco ha hemos rechazado. De la falsa idea de una Encarnación realizada por sorpresa, sin cooperación de la libertad humana transformada por la gracia, iríamos a otro error: concederíamos a María una santidad tal que su Maternidad le sería debida en justicia. ¿Existe continuidad o discontinuidad entre su santidad y su Maternidad? Aquí, lo mismo que en la física moderna, no se podrá resolver la alternativa eliminando uno de los dos extremos. Son correlativos. Las fórmulas de los Padres dejan entrever una continuidad relativa entre la fe de María en la Encarnación y la realización en Ella de este misterio; pero, bajo otro aspecto existe discontinuidad. Lo que sucede en la Anunciación ha sido armoniosamente preparado por todo el Antiguo Testamento, por la Concepción Inmaculada y por el progreso espiritual que les ha seguido. Mas todo es gratuito y doblemente gratuito: la proposición por Dios y la acción que Él ejerce, rebasan todo lo que el conocimiento de la perfección de María pueda dejar entrever al más inteligente de los ángeles. 2. Examinemos la cara divina y trascendente de la Anunciación. No solamente es Dios quien ha dirigido esta larga preparación de la gracia que culminará en la Encarnación, sino que lo que entonces propone rebasa todas las esperanzas que Él mismo haya podido hacer brotar en el corazón del hombre. De repente irrumpe desde el cielo, interviene de un modo inaudito y manifiesta así la santidad sin par que ha querido conferir al acontecimiento religioso que en aquel momento tiene lugar. El Espíritu Santo interviene (Lc 1,35; Mt 1,20). Y nosotros conocemos por la Biblia que la intervención del Espíritu tiene por objeto la santificación. Aquí la intervención es singular, milagrosa. El Espíritu suple de manera trascendente la actividad biológica que compete al hombre, según el orden de la naturaleza. Este milagro da cumplimiento a la santidad integral, cuyo símbolo era el tabernáculo mosaico: el lugar santo por excelencia. Por su acción sobrenatural el Altísimo realiza simultáneamente los dos deseos más profundos del corazón de María: su deseo como mujer, aspiración a la maternidad; y su deseo como santa, anhelo de ser toda de Dios. Pero Dios los realiza de un modo muy superior a todo lo que ella pudiera concebir. Maternidad divina. Esta última consideración nos lanza a una nueva etapa. Hemos examinado primeramente la Maternidad divina como medio de la Encarnación; acabamos de ver cómo era santa, tanto del lado de María como del lado de Dios. Ahora
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descubriremos que es divina; y esta dimensión fundamental es lo que nos es preciso examinar. Maternidad divina: este epíteto puede entenderse en tres sentidos: según la causalidad ejemplar, eficiente y final. Esta Maternidad tiene a Dios por modelo, por principio y por fin. Examinemos sucesivamente estos tres puntos. 1.- La maternidad de María podría llamarse divina en primer lugar por haber sido conformada al modelo de la divina Paternidad. Dios ha hecho de la filiación humana del Verbo una imagen de su Filiación divina, y esto explica, en último análisis, los singulares privilegios que penetran esta Maternidad. Ha dado a María una santidad perfecta para que fuera una semejanza del Padre. Ha querido que la generación humana del Verbo fuera virginal a semejanza de la generación eterna. Recordemos aquí lo que nos dicen los Padres del papel de la fe de María en la Encarnación: su Maternidad se asemeja a la Paternidad celeste en lo que tiene de fruto de la fe, es decir, de fruto de un acto espiritual, de un acto santo. Esta armonía va mucho más lejos. Nosotros llegamos a la primera procesión trinitaria bajo dos conceptos: concepción de un Verbo (por analogía con el acto de la inteligencia humana), y generación de un hijo. Del mismo modo, la acción de María en la Encarnación es concepción espiritual por la fe antes de ser generación física mediante el cuerpo. Pero cuidémonos de forzar este símil hasta la confusión. No existe aquí más que una analogía limitada: mientras que la dualidad conceptual (acto intelectual y acto generador) es totalmente relativa a nuestro modo de entender cuando se trata de la Trinidad, es real cuando se trata de María. El Padre emite un solo acto que nosotros alcanzamos bajo dos modalidades complementarias, y María pone dos actos distintos, aunque profundamente ligados el uno al otro: uno en su espíritu y otro en su carne. En fin —y ésta es la analogía más profunda— la generación eterna y la temporal tienen un mismo fin. El Hijo del Padre y el Hijo de María no son dos hijos, sino un solo y único Hijo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Ésta es la semejanza fundamental que postula todas las otras: introduce la Maternidad divina en la órbita de la divina Paternidad como un misterioso satélite. 2.- Divina por su semejanza con el arquetipo trinitario, la Maternidad de María es divina también por su causa: María concibe del Espíritu Santo. En la Virgen que había renunciado a «conocer varón» (Lc 1,34) suple Dios de modo espiritual y trascendente, la función que compete al hombre en las demás generaciones humanas. Éste es el carácter espiritual y trascendente que pone de relieve la fórmula, inmensamente rica, de los Padres: María ha concebido al Verbo por la fe. Como el bautizado renace, no de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de la fe y del Espíritu Santo, así Cristo, ejemplar de nuestra adopción, nace de María. 3. Divina en su principio, la Maternidad de María es también divina en su fin. María no es solamente Madre por Dios, sino que es además Madre de Dios. Ésta es la razón fundamental por la que se habla de Maternidad divina. Todas las demás se ordenan a ésta. Dios interviene, Dios conforma a María al modelo de la divina Paternidad a fin de hacerla digna de su Hijo y apta para su misión. Ésta era la conexión advertida en un sentido muy profundo por los Padres, cuando afirmaban con diversas fórmulas que una generación virginal, una generación que tiene por principio la intervención del mismo Dios, no podía tener por objeto sino a Dios y que la Maternidad divina no podía ser sino virginal. Aun en esto se echa de ver una de esas profundas conveniencias, cuya necesidad merece en el mismo grado, el nombre de gratitud, en el sentido que hemos explicado antes. María es, por consiguiente, Madre de Dios en el sentido captado por San Cirilo: no es Madre de la divinidad, sino que es Madre verdaderamente, por generación humana, de un Hijo que es Dios. No es Madre de un hombre que se unirá a Dios, sino Madre de un hombre que, desde el instante de su concepción, es personalmente Dios. El que María no dé a su Hijo su naturaleza y su personalidad divinas en nada disminuye la autenticidad de su título. Tampoco las demás madres dan a sus hijos, en mayor grado, el alma y la personalidad; y, sin embargo, son verdaderas madres. Madres no sólo de la carne que ellas forman, sino auténticas madres de la persona humana creada por Dios, que subsiste en esa carne. Del mismo modo, María no es sólo Madre de la carne de Jesús; es Madre de la Persona que subsiste en esa carne; no sólo Madre del cuerpo de Jesús, sino Madre de Jesús, que es Dios. Relación única. Esta relación a Dios es la esencial de la divina Maternidad y la que coloca a María por encima de todas las simples criaturas. Es, desde muchos puntos de vista, la más profunda de las que pueden existir entre una persona humana y Dios. Cierto que queda infinitamente lejos de las relaciones trinitarias, que son sustancialmente divinas; cierto que es menos profunda que la de la humanidad con el Verbo que la asume, o, en algunos aspectos, que la de las especies eucarísticas con el Cuerpo de Cristo: éstas son relaciones que suponen la exclusión de toda otra persona, de todo soporte creado; pero cierto también que es la relación más digna de las compatibles con una personalidad creada; la más íntima que liga una Persona divina con una persona humana; y es la que hace de María la más digna y encumbrada de las simples criaturas. Para poner de relieve diversos aspectos de esta superioridad, comparemos la divina Maternidad —don fundamental otorgado a María— con el carácter bautismal, don fundamental concedido al cristiano. Los dos términos de la comparación tienen entrañables analogías: al igual que la Maternidad divina, el carácter es un don indeleble, nos incorpora a Cristo, nos coloca en una relación de familia con Dios y nos granjea su benevolencia y su gracia, si nosotros no ponemos obstáculos. Pero aquí terminan las analogías y comienzan las diferencias, que son todas en favor de María: a) Estas dos relaciones tienen un sentido diferente. Una imita la del Padre al Hijo —porque María es constituida Madre— y la otra la del Hijo al Padre —el bautizado es constituido hijo de Dios—. Cierto que en el orden de la divinidad la Paternidad no es superior a la Filiación, pero en el orden creado no sucede lo mismo. En este orden los padres son superiores a los hijos, y Jesús ha rendido tributo a esta ley de un modo desconcertante con su sumisión durante su infancia (Lc 2, 52) e incluso en la misma madurez de su vida, cuando declaró a este respecto: «Mi padre es mayor que yo» (Jn 14, 28). No concluyamos de esto que la Segunda Persona de la Trinidad sea inferior a la Primera, ni tampoco que existe alguna
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superioridad real de la Virgen sobre su Hijo. Pero afirmemos con certeza que es más digno para María el ser Madre de Dios, que para los cristianos el ser hijos de Dios. Esta superioridad es tanto más evidente cuanto que la relación maternal contraída por María se añade a la relación filial que le fue concedida desde el principio de su existencia. Antes de ser Madre del Verbo encarnado, era Hija de Dios, ya que la Concepción Inmaculada implica respecto de Dios una relación análoga y superior en sus efectos a la que confiere el bautismo.
b) La Maternidad divina está fundada sobre una generación propiamente dicha (aunque temporal y relativa a la carne) y el carácter bautismal sobre una adopción: por una parte una generación en el orden de la sustancia, y por otra, una generación pura y simplemente accidental. c) En esta perspectiva aparece clara una importante diferencia entre la maternidad y el carácter (diferencia que nos llevará a matizar la afirmación un tanto general del primer punto). Mientras que el acto de generación por el que María concibe un ser humano cuya Personalidad es divina será suficiente para conferirle el título de Madre de Dios —abstracción hecha de la efusión de gracia cuyo término ha sido personalmente Ella por razón de este misterio—, la infusión del carácter no basta, independientemente de la gracia que normalmente le sigue para constituirnos en hijos de Dios, participantes de la naturaleza divina (2 P 1,4). Implica una configuración con Cristo, Hijo de Dios; pero es una configuración radical, de tendencia, incoativa y del orden del signo (res et sacramentum). El carácter es un título para la filiación divina, un medio para realizarla, pero formalmente no se realiza más que por la gracia (res). En una palabra, mientras que nosotros no somos verdaderamente y propiamente hijos de Dios únicamente por el hecho de poseer el carácter de Cristo, María es verdaderamente y propiamente Madre de Dios por el solo hecho de haber engendrado a Cristo. En resumen, al igual que la consagración del carácter orienta y especifica nuestra vocación y nuestra gracia como vocación y gracia de hijos de Dios, la generación del Hombre-Dios orienta y especifica la vocación y gracia de María como una vocación de Madre de Dios. d) Los bautizados se hacen hijos de Dios en dependencia del misterio de la Encarnación. La Maternidad divina es una cooperación al cumplimiento mismo de este misterio. Dicho de otro modo: los bautizados son conformados al Hijo de Dios hecho hombre, pero es María la que ha conformado a Cristo con nuestra humanidad. e) Finalmente la Maternidad divina postula el favor divino lo mismo que el carácter, pero en una forma incomparablemente superior: la primera atrae la gracia en su plenitud, por anticipación y de manera moralmente infalible, como más tarde veremos. Pero todo análisis, toda comparación para penetrar el corazón de este misterio es insuficiente: no nos da la esencia de la divina Maternidad. Aquí, más que en otros campos, el teólogo puede preparar la contemplación del lector, pero no suplirla. Se trata de penetrar en este misterio de vértigo, por el que para siempre, el Dios todopoderoso y eterno puede decir con toda verdad a una simple mujer: «¡ Madre mía !» y ésta responder a su Creador : « ¡ Hijo mío !». Relación transformante. Guardémonos de exagerar estas consideraciones en detrimento de la trascendencia divina. No nos vayamos a imaginar que la Maternidad divina introduce alguna revolución o complemento intrínseco en la Trinidad. La metafísica nos enseña que Dios es Inmutable. Toda relación nueva en este orden es nueva por parte de la criatura, no por parte de Dios. Así, incluso la relación tan real de la naturaleza humana con el Verbo que la asume, tiene su fundamento real en la humanidad, y no en la misma Persona del Verbo. Esta consideración nos lleva a la cuestión siguiente: puesto que toda relación real de Dios con la criatura implica un fundamento real en ésta y solamente en ésta, ¿qué modificación óntica se produce en María cuando el día de la Anunciación contrae esta relación real de Madre de Dios? Puesto que a todo plan de Dios sobre un ser corresponde en éste una impronta ¿cuál es la que corresponde a la Maternidad divina? La cuestión es de las más difíciles, pues nos arroja a lo más profundo del misterio, a la más íntima de las relaciones entre Dios y el hombre. Pero no debemos eludir la respuesta. En primer lugar (y esto confirmaría la legitimidad de la cuestión planteada) el misterio de la Anunciación entraña en María no sólo una nueva relación con Dios (aquella por la cual de Kecaritwmevnh viene a ser Qeotovko", sino una nueva gracia creada. Es lo que sugieren las palabras del ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). Ateniéndose a las palabras, la acción de la virtud del Espíritu Santo, que es el Principio de la santificación, tiene por objeto a María en sí misma. Parece que al darle con ella el poder de engendrar, el Espíritu le confiere esta impronta creada que es como el envés de su nueva relación a lo increado. Mas ¿en qué consiste este don que le confiere? Se comprenderá por analogía a lo que acontece en el bautismo. Este sacramento hace del hombre un hijo de Dios y el reverso creado de esta relación a lo increado entraña dos planos: 1) El bautizado recibe el carácter bautismal que le configura con el Hijo. 2) Esta configuración radical que confiere una connaturalidad fundamental con Dios se expansiona normalmente en un organismo que vive por principios sobrenaturales, gracias a los cuales el bautizado puede conocer y amar a Dios como Padre. Todo esto María lo ha recibido equivalentemente y de modo eminente en su Concepción Inmaculada. Lo que recibe de nuevo, tenemos que conocerlo por analogía: como el bautismo hace del hombre un hijo de Dios, la gracia de la Anunciación hace de María la Madre de Dios, y el reverso creado de esta relación a lo increado, entraña paralelamente dos planos: María recibe en primer lugar una impronta que la configura con el Padre y que la capacita para llamar en adelante Hijo suyo a aquel que hasta entonces era Hijo sólo del Padre. Hemos visto ya transparentarse algunos efectos de esta configuración en algún sentido en el modo espiritual y milagroso de la generación virginal. De esto se puede inferir que la impronta divina que así llega a la actividad de María en la Anunciación, alcanza más secretamente a su persona. Esta configuración radical se manifiesta en el organismo vivo y espiritual de María. No le confiere las virtudes sobrenaturales que ya poseía, sino que da a estas virtudes un nuevo alcance.
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Hasta entonces su gracia, al igual que la de los bautizados, tenía por efecto hacerle exclamar desde lo más profundo del alma, Abba, Pater (Rm 8,16; Ga 4,7), es decir: «Mi Dios es mi Padre». Ahora una nueva gracia le hace decir ante Aquel que lleva en sí, que alumbra, que alimenta: «Mi Dios es mi Hijo». En otros términos, la gracia que recibe la pone al nivel de su estado de Madre de Dios. Sin una gracia de este género su Maternidad sería algo desproporcionado, si no monstruoso. Lo mismo que una madre de la tierra, desprovista de sentimientos humanos hacia su hijo, sería una torturante anomalía; una Madre de Dios, privada de sentimientos divinos, sería en ciertos aspectos el paralelo de una madre desnaturalizada. He aquí por qué recibe en su persona y en su organismo sobrenatural una connaturalidad nueva con Dios, en virtud de la cual su Hijo no es para Ella un extraño, sino su Hijo. Su adoración de criatura y su amor de Madre se funden por esta gracia en un único movimiento del alma. En su ternura como en su veneración, en su autoridad como en su subordinación, María tiene para el Dios que es su Hijo, sentimientos maternales. Respecto a su gracia anterior, esta nueva gracia que recibe, se manifiesta como un mayor enraizamiento y una transfiguración. No se trata sólo de una nueva orientación de su plenitud de gracia (que viniera a ser plenitud maternal y no ya sólo filial) sino de una nueva dilatación de esta plenitud, en la medida de su grandeza. Uno se sentiría tentado a hablar de una especie de re-creación del ser de María, en el sentido en que la Escritura habla del bautismo como de una nueva creación (Ga 6,15; Cf. 2 Co 5,17). Esto no significa que el bautismo destruya nuestra naturaleza ni que le quite algo positivo, sino que la regenera desde lo más íntimo confiriéndole una actuación y finalidad más profundas. Así la recreación de la que se beneficia María no altera ni su naturaleza ni su gracia anterior, sino que responde al nuevo plan de Dios sobre Ella y a la nueva finalidad para la que ha sido destinada como Madre de Dios. Sin pretender agotar el misterio, ni siquiera lo que humanamente pudiera decirse de él, conviene añadir a este esbozo, tres rasgos particularmente importantes: la Maternidad divina es integralmente virginal, tiene un alcance social e implica un destino soteriológico. Maternidad virginal. Importa esclarecer primeramente un punto que ha debido inquietar ya a más de un lector. Al leer la parte histórica de este trabajo, algunos se habrán preguntado por qué se habló tantas veces no sólo de la concepción virginal (virginitas ante partum), no sólo de que María permaneciera virgen después del nacimiento de Jesús (virginitas post partum), sino de la virginidad en el mismo alumbramiento de Jesús (in partu). Y, sin embargo, no se trata de uno de esos piadosos excesos, tan comunes entre los mariólogos. Es un dato que no se discute desde hace quince siglos, y está atestiguado por documentos que exigen absolutamente nuestra fe 5. De todos los puntos de la doctrina mariana es el más desconocido. El autor de la presente síntesis conoce por experiencia la dificultad que puede existir para asimilarlo, pero conoce también las luces que aporta este descubrimiento. ¿Por qué esta dificultad? Y ¿cuál es el sentido de esta verdad? No se pueden eludir ambas cuestiones por delicada que sea la materia. Un primer obstáculo proviene de nuestra cultura, más o menos influida por Platón o Descartes. A causa de esta influencia idealista nos sometemos de mala gana a la creencia en concreto de la resurrección de los cuerpos y somos poco sensibles a la moral, aunque nos seduce la mística. La raíz de estas deficiencias es el desconocimiento más o menos profundo de la unidad sustancial del alma y del cuerpo. Siguiendo algunas representaciones demasiado corrientes, que han hallado acogida incluso en algunos catecismos, el alma es presentada como un doble y un más allá del cuerpo, cuando en realidad no es sino su forma sustancial. Se concibe al cuerpo como un vestido o incluso como un «guiñapo» o una prisión del alma, cuando en verdad es su órgano viviente y manifestativo. ¿Qué extraño es que aparezca en este caso, desprovisto de significación religiosa y que se tropiece en algunos misterios como el de la transfiguración de Cristo o el de la virginidad integral de María, que implican un resplandor corporal de realidades espirituales? Un segundo obstáculo contra el que se estrella no ya nuestra inteligencia, sino nuestra sensibilidad religiosa, es la extrema pesadez, la falta misma de delicadeza con la que muchos manuales de teología tratan esta cuestión. Herederos de las invenciones ginecológicas de los apócrifos que trataron de aplicar a la virginidad de María una minuciosidad de partera, cayeron en precisiones tan odiosas como estériles. La virginidad corporal, como la Asunción corporal de la Virgen, no son acontecimientos históricos cuya relación nos haya sido transmitida por la Escritura o por la Tradición oral; son dos misterios cuya implicación en el seno de la Revelación es descubierta por la intuición de la fe. Como se nos oculta el modo como se efectuó la Asunción, así también nos es desconocido el modo del parto virginal. Se comete un error de método al salir de la esencia del misterio revelado para meterse en precisiones descriptivas que Dios no ha querido manifestarnos. ¿Qué se puede decir de este misterio? Nada más que lo que se ha dicho anteriormente: el parto de María no afecta a la integridad de su virginidad corporal, lo cual supone tanto en el nacimiento del Salvador, como en su concepción una intervención milagrosa.
5
Tomo de San León a Flaviano, 4, Dz 144. Concilio de Letrán de 649, can 3 (incorruptibiliter genuisse) Dz 256. XI Concilio de Toledo. Symbolum, Dz 282; Cf. 314 a, nota 3; 782; 993 . No han existido voces discordantes en la tradición, después de San Ambrosio. Véase, aparte del art. cit. de Jouassard, en «Maria» I, por ejemplo J. B. Terrien, La Mére de Dieu, t. II. pág. 174, n.° 2; G. Roschini, Mariologia, 1947, t. III. 255-259; D. Bertetto, Maria nel dogma, Turín 1949. Y numerosos testimonios en la liturgia: Tu quae genuisti, natura mirante (antigua Alma Redemptoris); Communicantes et diem sacratissimum caelebrantes quo beatae Virginis intemerata virginitas huic mundo edidit Salvatorem (Communicantes de Navidad). Peperit sine dolore (Responsorio de la 8.° lección en la fiesta de la Circuncisión, según el Breviario Romano); Paries Filium et virginitatis non patieris detrimentum; efficieris gravida et eris mater semper intacta (Responsorio de la 2ª lección en la fiesta de la Anunciación).
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Queda por precisar la significación religiosa de este enunciado. Adquiere su primera significación en relación a la generación eterna del Verbo, con la que, como hemos dicho, ha sido conformada la generación temporal. Recibe la segunda por relación a Cristo, que ha valorado singularmente la virginidad y no ha querido destruir nada de este misterio en su Madre. La tercera la recibe en relación a María: su Concepción Inmaculada la preserva no solamente del pecado, sino de sus consecuencias personales en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo; la Virgen no ha sentido los dolores del alumbramiento y la corrupción del sepulcro, los dos castigos enunciados en Génesis (3,16.19). El misterio de la virginidad integral de María, como el de la Asunción –misterio de integridad corporal, o, como decían los antiguos, de «incorruptibilidad»— nos recuerda la unión del alma y del cuerpo, que es esencial al misterio cristiano. Maternidad social. Después de estas consideraciones de tipo personal, pasemos al aspecto social de la Maternidad divina. Se resume a veces en la inspirada fórmula de San Agustín: «María, Madre de la Cabeza del Cuerpo místico, es también Madre de los miembros». Esta fórmula, en el instante de la Anunciación, no posee aún todo su sentido. Cierto que, en cuanto HombreDios, Jesús es ya, de derecho, y en potencia, Cabeza de los hombres; pero no será plenamente su Cabeza, más que mereciéndoles la salvación por la pasión; y la incorporación de los hombres no se realizará sino en Pentecostés con el bautismo de los tres mil primeros cristianos, primicias de tantos otros. Del mismo modo, María se hará progresivamente Madre de los hombres por los dolores y méritos de la compasión; más tarde ejerciendo efectivamente su función maternal en el Cuerpo místico; pero ya en la Encarnación posee el título fundamental que la define en su vocación de Madre de los hombres. Su Maternidad es ya la primera y secreta realización de la Iglesia. María y Jesús no forman solamente la sociedad de un hijo y una madre, sino de Dios y del hombre, del Salvador y de la primera de los redimidos. Todos los hombres están llamados a incorporárseles. Maternidad soteriológica. Esta sociedad que María forma con su Hijo es una sociedad de salvación. María entra a formar parte de ella con conocimiento de causa. Consiente en hacerse Madre del Mesías destinado a «salvar a su pueblo del pecado», como lo significa el nombre de Jesús, declarado por el ángel (Lc 1,31; cf. Mt 1,21). El consentimiento total e incondicionado de la «esclava del Señor» (Lc 1, 38) recae virtualmente sobre toda la obra de la Redención, cuyo preludio es la Anunciación. Desde este momento María ha podido pensar en la profecía en que Isaías (Is 53) anuncia tan claramente el doloroso «sacrificio» del Mesías (33, 1-5.7.10) y su alcance redentor (53,5.6.10.12). Simeón le precisa las contradicciones que su Hijo sufrirá «para resurrección de un gran número» (Lc 2, 34) y su participación en los sufrimientos de su Hijo, la «espada» que le «traspasará el alma». De este modo se prepara la etapa siguiente.
3. María en el Sacrificio redentor. Entre la Anunciación y la Muerte de Jesús transcurren dos períodos de contrastes bien marcados: el de la vida oculta y el de la vida pública. En el primero María vive en la intimidad de su Hijo. En el segundo, María tiene que separarse de Él. Las palabras de Jesús dejan entrever que esta separación es intencionada: cuando se trata de su ministerio, Jesús se separa de su Madre. Lo hace por primera vez a los doce años —la edad que viene a ser la cumbre de la infancia, su punto de equilibrio y prefiguración de la edad adulta—, cuando preludia el ejercicio de su magisterio (Lc 2, 49). Por segunda vez, en Caná, al comienzo de su vida pública (Jn 2,4; cf. 7,3-10), volviendo sobre la misma idea en el curso de su predicación (Mc 3, 31-35; Lc 11, 27-29): cuando se habla de su Madre y hermanos, Jesús dirige su mirada hacia los discípulos (Mc 3, 34) y los designa como la nueva familia que ha adoptado. Jesús vive cada fase de su vida con aquellos que llama a participar en ella. A su misión silenciosa y oculta, de oración y santidad, asocia a una mujer, su Madre, María. A su misión oficial asocia a sus apóstoles, y entonces se separa de María. Mas esta separación no es definitiva. En el día del Sacrificio, del Sacrificio misterioso, cuyo alcance litúrgico se halla velado bajo las apariencias de una condena y cuya voluntariedad esencial se oculta bajo las formas de una muerte forzada, las cosas cambian. Los discípulos huyen. Y María, después de haber aceptado el sacrificio de la separación, encuentra de nuevo a Jesús para participar en el Sacrificio de la pasión. María desempeña, al pie de la cruz, una función análoga a la que había desempeñado en el misterio oculto de la Encarnación. Conviene, sin embargo, precisar cuán diferente es su participación en el misterio de la Redención. En uno y otro misterio su actividad es un consentimiento que incluye su fe y su caridad: consentimiento a la vida y consentimiento en la muerte de su Hijo; dos consentimientos que no son dos, sino uno solo, ya que el primero, incondicionado e irrevocable, recaía virtualmente sobre toda la obra de la Redención. Pero si la actividad de María permanece la misma, su situación y el alcance de sus actos han variado. Antes de la Encarnación María era la cabeza provisional de la humanidad y en nombre de la humanidad, explica Santo Tomás, Ella ha dado al Verbo su consentimiento y su carne. Desde este momento, su Hijo, perfecto Hombre a la vez que perfecto Dios, representa perfectamente a la humanidad. La función de representante que María gozaba en la Anunciación está rebasada. Sin embargo, esta misión, aunque completamente dependiente, conserva algún sentido. El plan divino era salvar al hombre por el hombre lo más integralmente posible: esta integridad en la que la delicadeza de Dios se complace, se cumple en María. En el Calvario representa con perfecta subordinación los aspectos accidentales de la humanidad que su Hijo no ha asumido: la condición de persona creada y redimida, viviendo en la fe (aspecto que resume simbólicamente todos los demás), y la feminidad. Por todos estos títulos su oblación se integra en el Sacrificio de la cruz, como la oblación de los fieles se integra en el Sacrificio de la Misa. Como el consentimiento y la carne de la Inmaculada habían sido incorporados al misterio de la Encarnación, su
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consentimiento y su sufrimiento son incorporados al misterio de la Redención. Aparte de la perfección de estos actos, los únicos susceptibles de tal integración porque son los únicos perfectamente puros, aparte de lo que le queda de su función de representante de los hombres en unión con el Salvador, María tenía un tercer título para participar en la obra de la Redención: su divina Maternidad. Su Hijo le pertenece no por un derecho estricto (ius utendi et abutendi) sino por los vínculos del amor y de comunión, por comunidad de bienes que continúa entre Madre e Hijo la comunidad esencial de la carne y la sangre. Al hacer estar presente a María en el Calvario, Cristo ensancha esta comunidad a los sufrimientos y a los méritos de la Redención. En una palabra, en la cruz, María conserva el poder de decir lo que toda madre puede decir de su hijo: «ésta es mi carne y mi sangre», y como toda madre unida a su hijo, puede añadir: «lo que es tuyo, es también mío, y lo mío, tuyo». Esta afirmación adquiere su alcance supremo por gracia del mismo Dios: «Tus sufrimientos son mis sufrimientos, tu obra es mi obra; este tesoro de santificación que tu mereces has querido comunicarlo conmigo». Aquí se halla la cumbre de la obra de Cristo y la de la asociación de María a su Hijo. Cooperando con Él a la salvación del mundo adquiere un nuevo título para ser Madre de los hombres. Al paso que Cristo se hace efectivamente su Cabeza mereciéndoles la gracia de la Redención, María se hace efectivamente su Madre participando en este mérito universal. Es también la hora en que Jesús proclama su maternidad: «Madre, he ahí a tu hijo».
4. De la muerte de Cristo a la Dormición. En una exposición tan breve no hay lugar para detenerse en el período siguiente, bastante complejo por cierto. Por la Escritura sabemos únicamente que María está ahí: presente en el Calvario, se halla presente también en Pentecostés (Hch 1,14). Todo lo que precede nos permite adivinar el alcance de esta presencia cuya significación toma diversos matices según los momentos: durante el triduum mortis, de la Resurrección a la Ascensión, de la Ascensión a Pentecostés, y en fin, durante los comienzos de la Iglesia. Como en la Anunciación había sido el lazo de unión entre Israel y Cristo, María es ahora, aunque en un sentido menos intenso, vínculo entre Cristo y la Iglesia. Este período comienza por un momento trágico: Cristo está muerto durante tres días; su oración no pertenece ya a este mundo. Es la hora en que la humanidad ha puesto el non plus ultra a su pecado con el más horrendo de los crímenes; en la hora en que los mejores han zozobrado por cobardía, cuando el sol se oscurece, la tierra tiembla y los muertos que resucitan son como un espantoso anuncio del Juicio, en esta hora en la que el alma de Cristo ha abandonado este mundo, sólo María puede complacer a Dios en este mundo miserable; sólo María continúa en él la intercesión de Cristo y la oblación viviente del Sacrificio redentor. Como antes de la Anunciación había sido la aurora, ahora será el crepúsculo. Cuando Cristo —Sol viviente de Justicia sin ocaso ya para siempre— haya resucitado, la misión de María tomará un sentido nuevo: ya no será continuar a Cristo, sino preparar y acompañar maternalmente los primeros días de la Iglesia. Aún más: Ella es de manera oculta, pero perfectamente, esta Iglesia, en cuanto que la Iglesia se define por la comunión con Cristo y la santidad. En Pentecostés se desarrolla una acción muy semejante a la de la Anunciación: el Espíritu que se había manifestado secretamente para formar el Cuerpo físico de Cristo, se manifiesta ahora esplendorosamente para formar su Cuerpo místico. Y María está ahí, Ella que antes que nadie había sido un miembro vivo del Salvador. No participa en la nueva dimensión jerárquica y visible que la Iglesia adquiere entonces, pero su oración, que ha preparado el nacimiento de la Iglesia, sigue siendo la cumbre de la oración eclesiástica. Esta oración y su mérito parecen haber tenido influencia en la maravillosa eficacia de las primeras evangelizaciones.
5. Asunción de María. La Virgen, «imagen escatológica de la Iglesia». No nos detendremos sobre la «muerte» de María, muerte tan singular que parece igualmente verdadero decir con un primer grupo de autores, que «María ha muerto», o con otro mucho menos numeroso afirmar que «María no ha muerto». Su fin está lleno de misterio, como ya observaba el viejo Epifanio. Los griegos encontraron, para expresar este misterio, una fórmula muy apropiada: denominarán «Dormición» a este estado por el cual la Madre de Dios pasó de su vida terrena a su vida celeste. Porque en la medida en que la muerte es consecuencia del pecado original y corrupción, no podía afectar de hecho a la Virgen Inmaculada, cuya «incorruptibilidad» es tan firmemente atestiguada por los griegos. No obstante, la tradición parece inclinarse por una separación del alma y del cuerpo de María al final de su destino terrestre. Para conciliarlo todo sería preciso hablar de una breve separación del alma y del cuerpo, pero sin corrupción. En el lenguaje filosófico, tal conmixtura de conceptos apenas resulta inteligible. Pero... ¿será preciso situar ahí el misterio de la Dormición? Sea lo que fuere, la Asunción señala en el destino de la Virgen un último paso cuyo alcance aún no hemos examinado. Es necesario, en primer lugar, notar un rasgo negativo, aparentemente al menos. Al abandonar su condición terrestre y de viadora, María deja de merecer. Sus méritos están plenamente colmados y ya no adquiere otros nuevos. Todo lo demás es ya positivo. En primer lugar vuelve a encontrar a su Hijo después de una doble separación: la de la vida pública y la que siguió al tiempo de su muerte en la cruz. En lo sucesivo su unión no tendrá fin. En adelante ya no habrá sombras. Ya no le conocerá por la fe, a través de signos terrenos, oscuros y limitados, sino cara a cara en la divinidad. En esta visión bienaventurada su Maternidad espiritual recibe su última plenitud. Desde antes de la Anunciación, la Virgen tenía un alma maternal respecto de los hombres. Su gracia maternal adquiere su cimentación en la Encarnación y en el Calvario, paralelamente a la gracia capital de Cristo. Al mismo tiempo que Cristo, al encarnarse, se constituye
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radicalmente en Cabeza de los hombres, María se hace radicalmente Madre de los mismos. Cuando Cristo se hace formalmente Cabeza de los hombres al merecerles la Redención, María se constituye formalmente en Madre mereciendo con Él: ahí está la razón de por qué Cristo proclama entonces su misión maternal. Esta Maternidad se hace efectiva en Pentecostés; en el cielo la misma Maternidad se torna consciente. Antes María, sumida como nosotros en la oscuridad de la fe, desconocía el poder y los efectos de su intercesión. No conocía, como Cristo (Jn, 10,14), a cada una de las ovejas del rebaño. Ahora conoce a cada uno de sus hijos. Los había amado en su Hijo con un amor universal, pero indistinto. En la visión beatífica los conoce individual y personalmente, con un conocimiento amoroso y concreto, con un conocimiento maternal más íntimo que el de los otros bienaventurados. Un último rasgo da plenitud al celo e intimidad de este conocimiento: por su cuerpo, resucitado como el de Cristo, María conserva esta connaturalidad física y capacidad afectiva particular de la que aún están privados los demás santos. La Maternidad celeste de María entraña, pues, un conocimiento perfectísimo de sus hijos; perfecto en su principio, puesto que procede de la visión divina; perfecto en su integridad, porque la armonía sensible de todo humano conocimiento encuentra allí su plena resonancia. Pero el ser Madre no implica sólo el conocer, sino también el obrar. ¿En qué consiste la acción de María respecto de sus hijos? Es ésta una cuestión difícil y discutida. Una cosa es cierta: que ejerce una intercesión universal, una intercesión viva que dimana de su amor. Una madre no conoce a sus hijos del mismo modo que un sabio cuando anota fríamente los fenómenos: su conocimiento está lleno de intenciones, de deseos como el del artista para sus obras, con la diferencia de que aquí las obras son personas. Estos deseos de María, respecto de sus hijos, son los mismos deseos de Dios. Sería un antropomorfismo ridículo oponer la Justicia de Dios a la misericordia maternal de María. La súplica misericordiosa de la Virgen es eficaz, porque es la expresión misma del Amor del Dios de la misericordia. Extrañará quizás que no se haya hablado hasta el presente de la «Mediación» mariana. De hecho no sería necesario hablar explícitamente de ella si esta cuestión no hubiera alcanzado tanta importancia. Efectivamente encubre con frecuencia de modo equívoco, varios aspectos de la misión de María, de los cuales ya hemos hablado en otros términos. Su mediación fue, antes de la Anunciación, simplemente la intercesión de su plegaria; intercesión ya maternal, ya que María, mejor que Débora, merecía ser llamada «Madre de Israel» (Jdt 5,7). Fue éste el papel que ejerció en la Encarnación: su santidad fue un puente entre el Dios santo y la humanidad pecadora; por Ella, el Verbo pudo entrar sin mancha en la raza manchada. Desde este momento María es Mediadora en el sentido más significativo del vocablo; Mediadora entre los hombres pecadores y el Dios tres veces santo. Mas desde este momento, al encarnarse el Verbo, es Él el que se constituye en el «único Mediador» (I Tim 2,5), adquiriendo la «Mediación» de María un sentido muy diferente. Tal Mediación no se añade a la del unus Mediator, sino que participa de ella. Aun en esos momentos en que parece tener un valor propio, como cuando desempeña la función de vínculo entre Cristo y la Iglesia, o bien, entre la Iglesia terrestre y la celeste, permanece plenamente subordinada. Nuestra Señora no es tanto Mediadora cerca de nuestro Señor, cuanto en Él y por Él. Su Mediación, en definitiva, no es más que un nombre distinto de su Maternidad. Al decir que es Madre universal, se expresa, del modo más pleno y preciso, lo que hay de positivo en su misión, lo que la distingue de la de Cristo y lo que la coloca sobre la de los demás santos. Diciendo que es Mediadora universal se significa solamente un aspecto de esta Maternidad: su participación subordinada a la de su Hijo. Es preciso tener cuidado de unir al título de Mediadora universal las distinciones y reservas, que no expresa por sí mismo. En una palabra, la actividad de María es específicamente maternal. Como Cristo, su Hijo, es Cabeza universal, así ella, en Él y por Él, es Madre universal. Por encima de esta acción universal y maternal que María ejerce diariamente en la Iglesia es preciso señalar un último aspecto de su misión totalmente relativo al futuro, el cual se arraiga en su mismo ser: una función del orden de la causalidad ejemplar y final que ejerce respecto de la Iglesia tomada en su conjunto. En la Virgen, resucitada con Cristo, la Iglesia, caminando a la Parusía, realiza ya la plenitud de su misterio. En este primer miembro que la ha precedido, la Iglesia alcanza su término, su reposo y su plenitud, su presencia corporal, sin velos y sin fin, cerca de Cristo resucitado. Pío XII, al definir el dogma de la Asunción, quiso proponer a la Iglesia, sacudida por la adversidad y amenazada por la tempestad, una prenda de esperanza.
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CONCLUSIÓN Cristo, María y la Iglesia. Hemos visto cómo la ley del tiempo y del progreso afectan al conocimiento que la Iglesia tiene de María y de su mismo destino. Nos queda por tratar el vínculo de estos dos movimientos. Por el uno María se adelanta a la Iglesia, y por el otro la Iglesia aprende a distinguirse de María. Precisemos estos dos puntos. A lo largo de su destino, la Virgen realiza de antemano todo lo que la Iglesia realizará más tarde. Antes de que la Iglesia apareciese, María es santa e inmaculada. Antes que la Iglesia, María se une a Cristo, forma con Él un solo cuerpo, una sola vida, un solo amor. Antes que la Iglesia, María se une a sus sufrimientos y coopera a su Redención. Antes que la Iglesia, finalmente, María resucita con Él. Y, sin embargo, todas estas anticipaciones no son extrañas a la vida de la Iglesia, pues en María es la Iglesia quien inicia su vida oculta. En María la Iglesia comienza a ser santa e inmaculada, a incorporarse a Cristo, a participar de sus misterios y a resucitar con Él. María se manifiesta como el primer miembro de la Iglesia, aquel en el que la Iglesia cumple de la manera más perfecta y por adelantado su esencia más profunda, la más inalienable, que es la comunión con Cristo. Confundida de este modo con María desde el principio, la Iglesia deberá aprender a distinguirse poco a poco de María, como una niña aprende a diferenciar su cuerpo del cuerpo de su madre y su sonreír del sonreír de la misma. Hasta el siglo XII la figura de María y la de la Iglesia, permanecen indiferenciadas. Bien sea ante los textos o bien ante las representaciones, sería difícil precisar si se trata de una o de la otra. Lentamente la Iglesia se va conociendo con más claridad a sí misma y a María. Entonces María aparece como la cima en la que la Iglesia cumple su perfección suprema, como su edad de oro, inicial y final: la edad de oro inicial es aquella en que María constituye por sí sola la Iglesia para acoger a Cristo sobre la tierra, por la fe, y vivir con Él en caridad. La edad de oro final es la resurrección, la consumación hacia la cual tiende la Iglesia militante y que la Virgen ha alcanzado ya personalmente. Cuanto más se aleja la Iglesia de su edad de oro inicial, tanto más se acerca a su edad de oro final, que será la Parusía, y tanto más descubre en su origen esta perfección de santidad y esa perfección de gloria que es el misterio de María. Cuanto más clara visión tiene de sus límites e imperfecciones y cuanto más ve en María su ideal y su modelo, tanto más la ensalza como imagen y programa de su perfección y, en fin, tanto mejor descubre el valor de su asistencia cotidiana. Esto nos lleva a precisar el nexo del tratado de la Virgen con el de Cristo, que le precede, y con el de la Iglesia, que le sigue. El nexo con el precedente puede resumirse en esta palabra que es la esencia de la teología mariana, en esta palabra cuyas riquezas inmensas hemos intentado aprehender: Theotokos, Madre de Dios. Este título funda al mismo tiempo todos los aspectos por los que María aventaja a la Iglesia y el privilegio por el que la sobrepasa: María, el único ser que ha engendrado, según la carne, al Verbo. Ella ha sido asociada más íntimamente que ningún otro a su vida y a su acción. El nexo con el tratado siguiente podría resumirse igualmente en dos palabras: María = Iglesia. Dos palabras, cuya identificación misteriosa encubre una paradoja y postula alguna explicación. El problema se plantea en esta alternativa: ¿María en la Iglesia o la Iglesia en María? ¿María más grande que la Iglesia o la Iglesia más grande que María? De ahí la consecuencia metodológica: ¿Debe considerarse el tratado de María como una parte del tratado de Ecclesia o, por el contrario, es el tratado de la Iglesia el que debe ser comprendido en el precedente? En realidad no es necesario resolver la alternativa, sino instalarse en ella. Entre la Virgo Maria y la Virgo Ecclesia existe una inclusión recíproca y una interpenetración en las que Scheeben se complacía en ver una imagen de la circumincesión trinitaria. En la Anunciación, en el Calvario, la Iglesia está como delineada y oculta en María; a partir de Pentecostés, María se pierde en la Iglesia y se somete humildemente a la autoridad de los apóstoles. Existe, por un lado, inclusión de perfección y por otro de estructura: inclusión de perfección, porque la fe de María y su unión con Cristo contienen ya toda la perfección que se desarrollará en la Iglesia. Inclusión de estructura, porque la Virgen forma parte de la Iglesia visible, donde nada existe que la distinga externamente de los demás miembros. María no es la cabeza que representa a la Iglesia: es Pedro quien habla el día de Pentecostés y son los apóstoles quienes bautizan. Perdida entre la muchedumbre, María ora en silencio. Si el tratado de la Iglesia fuese solamente un tratado de la vida de la fe y la caridad, de la regeneración espiritual de la humanidad por la gracia, de la interiorización y de la irradiación de los dones del Espíritu Santo; si considerase a la Iglesia en su comunión mística con Cristo, es decir, en tanto en cuanto se distingue de Él, recibiéndolo todo de Él y viviendo en Él esta vida que no pasará, podría integrarse entonces en la Mariología. Pero si se considera a la Iglesia según su misión oficial de distribuir la gracia: de transmitir con autoridad las palabras y órdenes de Cristo, de administrar los sacramentos, de representar visiblemente a Cristo oculto hasta el día de la Parusía, la Virgen no tiene en esto una función especial. El tratado de la Iglesia se construye al margen de la Mariología. En una palabra, la Iglesia que es esencialmente Jesucristo difundido y comunicado, implica un doble modo de participación de Jesucristo. Por un lado la Iglesia distribuye los dones divinos del Padre, y por otro lado recibe los de la tierra: exterioriza la acción de Dios por los sacramentos y los interioriza por la fe. Administra los medios de la gracia y los hace fructificar. El primer aspecto es representación oficial de Cristo; se resume en Pedro y en sus sucesores. El segundo es la comunión con Cristo; se resume en María. Si se lee en función del tratado de la Virgen el tratado de la Iglesia que le sigue, se ha de tener en cuenta lo siguiente: en la medida en que la Iglesia es sociedad, externa, terrestre, jerárquica, que tiene por oficio ocupar visiblemente el lugar de Jesucristo, su noción se desarrolla al margen de la Mariología; en la medida en que la Iglesia es una sociedad interior, celeste, espiritual, que tiene por objeto comunicar invisiblemente con Cristo, se ha de reconocer en ella a la Virgen María.
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REFLEXIONES Y PERSPECTIVAS Madre de Dios. La teología de la Santísima Virgen que se acaba de leer ha sido escrita siguiendo la trama de su vida desde la Anunciación hasta la Asunción. La ventaja de tal método consiste en seguir de muy cerca el dato evangélico que se intenta comentar teológicamente a medida que se avanza en su lectura. Pero existe otro método más audaz y arriesgado, pero más explicativo si se prosigue con acierto. El teólogo, ansioso siempre de una comprensión más profunda, busca, por medio de todos los elementos que le suministra «el dato», un principio último de explicación que pueda dar razón de todo. En lugar de estudiar sucesivamente las diferentes etapas históricas de la vida de María considera sus diferentes títulos —Madre de Dios, Virgen Madre, Esposa de Dios, Reina de los ángeles y de los hombres, Inmaculada Concepción, etc. — sopesándolos unos por relación a los otros, a fin de descubrir cuál es el más explicativo del misterio de María y puede a su vez dar razón de los demás. Algunos teólogos creen descubrir el principio explicativo del misterio de María en la Maternidad de gracia, o bien en la Inmaculada Concepción, o bien en las bodas espirituales de María con Cristo o con el Espíritu Santo. La mayor parte de los teólogos, sin embargo —y nosotros pensamos lo mismo que ellos – colocan en primer lugar el título de Madre de Dios. Porque María es la Madre de Dios es por lo que todos sus privilegios le fueron concedidos. No desarrollaremos en el cuadro de esta iniciación teológica la teología mariana que puede estudiarse a partir de este principio explicativo de todas las afirmaciones escriturísticas. Además ya ha sido hecho 6. Sugeriremos simplemente las grandes líneas de una posible teología. Cuando se habla del «principio explicativo» del misterio, no se trata de una explicación racional del misterio. Buscamos únicamente un principio de organización de todas las aportaciones de la fe relativas a este misterio, de tal modo que poseamos, no ya una serie de datos yuxtapuestos sin relación entre sí, sino un solo misterio, «el» misterio mariano. Sostenemos que el principio explicativo del misterio mariano es el de la Maternidad divina. Lo mismo que el principio que explica teológicamente el misterio de Cristo es el de la unión hipostática, es decir, la unión en una sola Persona divina de dos naturalezas. Consideremos qué es lo que significa la Maternidad divina. Exceptuada la unión hipostática, no puede haber proximidad más grande entre la criatura y Dios que la que proporciona la Maternidad divina. A menudo nos vemos tentados de considerar la unión hipostática como el misterio de un niño que se hace Dios. Esto es herético. Y lo mismo la Maternidad divina: como el alumbramiento de un hombre que se hiciera Dios. Pero también esto es herético. No existe en Cristo más que una sola Persona. El Yo de Cristo, incluso en su naturaleza humana, es un Yo divino. La relación de maternidad que se termina en la persona, se termina para María en la Persona divina del Verbo. María no es madre de la divinidad; es Madre del Verbo, Madre de Dios. Así como no se ha de pensar que la humanidad llega a unirse a Dios por una elevación intrínseca, sino que más bien es el Verbo el que asume la naturaleza humana y se la apropia en su unidad de Ser y de Persona, así también se ha de descartar el pensamiento de que María dé por sí misma la vida a un hombre que va a encumbrarse hasta hacerse Dios, sino que más bien es el Verbo el que tiene la iniciativa y toma por Sí mismo carne en el seno de María. El Hijo de María existe antes que María, y comienza a tener con Ella unas relaciones que son más de prometido a prometida que de hijo a madre. Es Él quien la elige entre todas las mujeres; quien escoge el lugar y el tiempo; le pide su consentimiento y María responde con su Fiat. Existe una correspondencia perfecta en la unión de María con el Hijo de Dios, entre su espíritu y quien va a nacer en su carne. Aun cuando el Hijo de Dios tiene toda la iniciativa respecto de su concepción humana, María no es un «objeto» del cual se sirve Él, un simple instrumento de su nacimiento; María no es extraña en su espíritu a lo que tiene lugar en su carne. María está asociada personalmente a la unión que el Verbo realiza en su cuerpo; quiere enteramente lo que quiere el Hijo de Dios. Se convierte en Madre no sólo corporalmente, sino también espiritualmente, totalmente. Corporalmente, María no es aquí nada; espiritualmente lo es todo, bien que lo sea por la gracia. No es a una pecadora a quien Dios ha pedido sea su Madre. Él la prepara para una misión total, espiritual y corporal, plenamente humana; éste es el misterio que tiene lugar en el momento de la Encarnación. La proximidad de Dios, que otorga a María la Maternidad divina, contiene eminentemente y rebasa toda otra alianza esponsalicia con Dios. Se puede decir que la humanidad de Jesús sentía en sí una especie de éxtasis de su Personalidad, porque la humanidad de Cristo no tiene otra personalidad que la del Verbo. Del mismo modo la Maternidad divina hace exaltar hasta el absoluto divino el concepto de Maternidad porque si María no es divina como mujer, lo es como Madre. El Verbo de Dios ha tomado carne de su propia carne, y es a Dios a quien alumbra. La relación de maternidad, que es relación de persona a persona, es relación de la persona de María a la Persona divina del Verbo hecho carne. Esta especie de éxtasis de la maternidad no suprime la Maternidad humana de María — pues también es un Hombre lo que Ella engendra—, sino que da a esta Maternidad su ser, así como el Verbo da a la humanidad de Cristo su ser personal. Tal es el «principio» de la Maternidad divina. Hemos visto que contenía eminentemente el principio de la alianza esponsalicia de María con el Verbo. Tiene por lo demás, la ventaja de dar razón de todos los «datos» escriturísticos sin dar la sensación de que su elección es caprichosa, artificial; antes, al contrario, nada hay más central en el Evangelio en lo que concierne a María. Se impone por eso mismo, en cierto sentido, como el primer principio que se ha de tomar para «organizar» todo el tratado de la Mariología. Dejamos al lector el trabajo de realizar tal organización.
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Cf. M. M. Philippon, Maternité spirituelle de Marie et de l'Église, en «Bulletin de la Soc. Fr. d'études mariales», Lethielleux, París 1952, págs. 63-83
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Las relaciones de María con las tres divinas Personas. Hemos hablado de la alianza nupcial de María con el Verbo de Dios, y hemos dicho en qué sentido era preciso entender esta alianza incluida en la relación de Maternidad divina que une a María con el Hijo de Dios. Pero, ¿no tiene María también relaciones muy particulares con el Padre y el Espíritu Santo? ¿No puede decirse igualmente que es la Esposa del Padre, siendo la Madre de su Hijo? ¿No puede afirmarse que es la Esposa del Espíritu Santo la que ha concebido del Espíritu Santo? Así pensaron algunos teólogos que hicieron de María la Esposa, por diversos títulos, de la Sma. Trinidad. Así Adán de San Víctor, en el siglo XII, teólogo, y sobre todo poeta, en esta famosa estrofa: Salve, mater pietatis Et totius Trinitatis Nobile triclinium; Verbi tamen incarnati Speciale Maiestati Praeparans hospitium. Es preciso, sin embargo, tener en cuenta que María es salvada, como toda criatura espiritual, por Cristo, y como todo miembro de Cristo, Hija del Padre. Por otra parte tampoco puede decirse que el Espíritu Santo sea «padre de Jesús» o que «Jesús sea hijo del Espíritu Santo»; sería una herejía. No se puede afirmar cualquier cosa a propósito de las relaciones que unen a María con las tres Personas. Existe una norma que hay que seguir; y nos la señala únicamente la Revelación. No diremos que «María es Esposa del Padre» aunque exista entre María y el Padre una proximidad e intimidad cuyo privilegio no ha sido concedido a ninguna otra criatura. No obstante no llamaremos a esta relación, relación de «esposa a esposo», pues la Revelación, tal como nos ha sido transmitida, no dice nunca de una criatura que haya sido constituida «esposa» del Padre, y tampoco lo dice de María. María es Hija del Padre de quien procede toda gracia. Si se quiere manifestar el amor especial y único del Padre para María será preciso buscar otro término. A no ser que se hable expresamente como poeta, en cuyo caso se podrá tener alguna licencia, no sin peligro, para utilizar términos que excedan el modo común de hablar. Por la misma razón no diremos tampoco que María es Esposa del Espíritu Santo. La Escritura no lo dice de ninguna criatura espiritual. El Espíritu Santo no es Esposo sino vínculo de la alianza nupcial, Aquel que inspira el amor de cada uno de los esposos. Entendiéndolo tal como nosotros lo hemos explicado podemos afirmar únicamente que María es Esposa del Verbo. Lo es del mismo modo que lo es la Iglesia — María es la imagen y modelo de la Iglesia — y como toda criatura lo es en la Iglesia y por la Iglesia. Las nupcias de Cristo con la Iglesia están claramente afirmadas y expuestas en la Escritura, y no existe razón alguna para no atribuir a María lo que se atribuye a toda alma unida a Cristo por el bautismo, cuando, de hecho, su Maternidad divina la une de modo eminente y particularmente único al Hijo de Dios. La vida de María. Aun cuando son numerosos los escritos sobre la Santísima Virgen, los pocos textos que poseemos a este respecto dejan todavía una posibilidad indefinida a la investigación y al estudio, teniendo en cuenta que la norma es, por una parte, la conformidad con el dato revelado, y, por otra, la mayor aproximación posible a los conocimientos históricos de la vida de las jóvenes y piadosas israelitas en tiempos de Herodes el Grande. Podemos presentar algunas orientaciones de trabajo, particularmente importantes, con las que se podrá completar la hermosa síntesis de este capítulo. El nacimiento de María; la vida de Ana y de Joaquín; la vida de infancia de María. Psicología de una joven israelita en la época de los tiempos mesiánicos; psicología de una niña que no ha cometido ningún pecado, que ha sido preservada de toda falta, que nunca ha sentido en sí el fomes peccati, ese fuego interior de orgullo y concupiscencia que es una gran tentación para todo hombre. ¿Se puede concebir qué pudo significar todo esto en Ella y para Ella? La Presentación en el Templo. Estúdiese el origen de esta fiesta. Función de los apócrifos en la determinación de esta fiesta y, de modo general, en algunas descripciones de la vida de María. La Virginidad de María. ¿Cómo surgió en Ella el propósito de permanecer virgen? ¿Qué significa esto en la tradición israelita y en la conciencia de María? El matrimonio de María. ¿Fue un verdadero matrimonio? ¿Se pueden describir sus sentimientos de Esposa de José, su purísimo afecto para su esposo, y el amor de José a María? ¿Puede elaborarse una teología mariana a partir de este hecho? 7 La Anunciación. ¿Cómo se puede imaginar la escena? ¿Cómo se puede imaginar al ángel? ¿Tomó una especie de cuerpo prestado, visible y sensible, o sólo fue una visión subjetiva de la que Dios era su autor inmediato? ¿Valor y significado de la duda o vacilación de María? ¿Puede afirmarse que el consentimiento de María a la Encarnación ha precedido al de Cristo?8 ¿En qué sentido puede decirse que la generación de Cristo es natural o sobrenatural? Los demás hechos de la vida de María han sido suficientemente expuestos como para darse cuenta de sus posibles desarrollos. Nos proponemos indicar únicamente, a propósito de la Asunción, cómo también en este caso la Maternidad divina puede ser un principio de explicación suficientemente esclarecedor.
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Cf. a este respecto el capítulo sobre el matrimonio y las Reflexiones Léase sobre esto a H. Barré C. S. Sp. Le consentement á l'Incarnation rédemptrice, la Vierge seule ou le Christ d'abord? en «Marianum» 1952, p. 233-266.
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En fin, aunque no forman parte, propiamente hablando de su vida terrena, las apariciones de María han sido lo suficientemente numerosas e importantes en la vida de la Iglesia como para ser objeto de estudio por parte del teólogo. Determínense en esto los datos de fe, la significación de las apariciones, de todas en general y de cada una en particular. Dígase también cuál debe ser la actitud del creyente frente a la Revelación, por una parte, y por otra frente a las revelaciones privadas9. Sentido y valor especial de las peregrinaciones a los santuarios marianos. La liturgia marimba. La liturgia de las fiestas de María, tanto en occidente como en oriente, utiliza toda clase de textos de la Escritura. Unos se refieren, en sentido literal, al pueblo de Israel, Sión, Jerusalén; otros a la Sabiduría divina, etc. Utiliza también poemas de autores cristianos, como el famoso introito, Salve Sancta Parens, del poeta Sedulius. Coméntense teológicamente todos estos textos e indíquense las razones que existen para asimilar la Santísima Virgen con Sión, con Israel, con la Sabiduría, con la esposa de los Cantares, con la paloma, etcétera. Los poemas de la liturgia evocan todo el problema del arte mariano: la iconografía y la escultura. La historia de las representaciones de la Virgen —desde la Theotokos regia y soberana de los bizantinos hasta las Vírgenes dolorosas de españoles y flamencos— es instructiva para el teólogo; su estudio dará valor a la serie de los grandes temas que la Iglesia reconoce en el misterio de la Virgen. Servirá además para juzgar las «modernas» representaciones. María y la Iglesia. No faltan analogías entre María y la Iglesia. Raras son las cualidades de una que no puedan ser atribuidas a la otra. Las letanías de la Santísima Virgen contienen muchas invocaciones que fueron atribuidas a la Iglesia antes que a María: Arca de la alianza, Torre de David, Puerta del cielo, Refugio de los pecadores, etc. Pero también convienen perfectamente a María. Y al contrario, las imágenes de la Esposa, del Tabernáculo de Dios, etc., utilizadas en la liturgia de la dedicación, convienen, lo mismo, si no mejor, a María. Toda una liturgia de relaciones entre la Iglesia y María, sugerida, únicamente, en este capítulo, está aún sin hacer. 10 Se ha de comenzar por determinar desde qué punto de vista debe considerarse a María, cuando así es comparada, o, en cierto sentido, asimilada a la Iglesia. Después se estudiarán los textos principales de la Escritura que dan pie a estas relaciones 11; las grandes figuras de María y la Iglesia en el Antiguo Testamento: Eva, Sara, Rut, etc., las respectivas funciones de María y de la Iglesia en la Redención (o la Corredención), en la Mediación de las gracias, el modo respectivo en que una y otra deben llamarse Madre, Esposa, Virgen; finalmente, el sentido en que nuestra oración y nuestra unión a una deben incluir a la vez nuestra unión a la otra. 12 María y la mujer. María es el modelo perfecto de la mujer tal como Dios la concibió en su plan creador y salvador. Se puede elaborar toda una teología de la mujer a partir de este modelo. María Virgen, Esposa y Madre, es el modelo de las vírgenes consagradas a Dios, el de las mujeres casadas, el de las madres, el de toda mujer cristiana que, espiritualmente, es siempre virgen, esposa y madre. La contemplación de María debe ayudar también a descubrir el profundo sentido de la perennidad en la Iglesia y la misión propia, irreemplazable, de la mujer. 13
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Cf. J. H. Nicolas, La foi et les signes, en Suppl. de la «Vie Spirituelle» mayo [1953] 121-164 Nota del “escaneador”: Repito que esto está escrito antes del Concilio Vaticano II. Este punto ha sido muy estudiado después. 11 léase a este propósito el tan sugestivo artículo de A. G. Hebert, La Vierge Marie, filie de Sion, «La Vie Spirituelle», agosto-septiembre [1951] 127-139, que indica el número de textos paleotestamentarios empleados por San Lucas que se refieren directamente a Jerusalén o a Israel; léase también el estudio del padre Braun, La Mere des fidéles. Essai de Théologie johattnique, Casterman, Tournai 1952 12 Léanse, sobre el particular, las informaciones de la Sociedad francesa de estudios marianos, publicados en el «Bulletin de la Soc. Fr. d'études mariales», Lethielleux, París 1951, 1952 y 1953 13 Léase sobre este tema A.- M. Henry, Le mystere de l'homme et de la femme, «La Vie Spirituelle», julio de 1949; Le mystére de la virginité, en Chasteté, Col. «La religieuse d'aujourd'hui», Ed. du Cerf, 1953, y Virginité de l'Église, virginité de Marie, en el «Bulletin de la Soc. Fr. d'études mariales», 1954. 10
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BIBLIOGRAFÍA Una bibliografía mariana completa comprendería alrededor de 100.000 títulos. Se impone, por consiguiente, el trabajo de una rigurosa selección. Basaremos tal selección en los cuatro criterios siguientes: calidad, valor documental, facilidad de adquisición y preferentemente de lengua francesa y española. 14
Colecciones bibliográficas. G. Besutti, Note di Bibliografia mariana, «Marianum», 9 (1947) 115-137 (ofrece las fuentes y el método en la bibliografía mariana). Id. Bibliografía mariana, «Marianum», Roma 1950. 982 obras y artículos publicados entre 1948 y 1950, agrupados según un orden sistemático prudente. Un índice sistemático-onomástico permite hallar todo lo referente a cada cuestión o autor. Bibliografía mariano, II, ib. 1952, reúne las obras del año 1951. Gracias a estos fundamentales instrumentos de trabajo se pueden completar las sumarias indicaciones que damos a continuación.
Obras generales. 1.- Manuales. Son numerosos. El más documentado es el de G. Roschini, Mariologia, Belardetti, Roma, 1947, 4 vols. Esta documentación irreemplazable, pero frecuentemente de segunda mano, abre grandes horizontes, pero exige siempre control. Señalemos también a B. Merkelbach, O. P., Mariologia, Desclée de Brouwer y Cía., Bilbao 1954 (traducción española del padre Pedro Arenillas, O. P.). J. Keuppens, Mariologiae compendium. Lovaina 1947, de dimensiones muy manejables (p. 224), y provisto de una excelente colección de textos mariológicos (p. 158-222). G. Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, BAC, Madrid 1952. J. Aldama, S. J., Mariologia, en STHS, vol. III, p. 331-478, BAC, Madrid 1952. 2.- Estudios de conjunto. J. B. Terrien, La madre de Dios, 4 vol. Madrid 1942. Estudios claros, sólidos y reeditados muchas veces. E. Dublanchy, artículo Marie, en DTC 9, 2339-2474. R. Bernard, Le mystere de Marie, Desclée de Brouwer, París 1933. J. Guitton, La Virgen María, Col. Patmos, trad. de Alberto Pérez, Madrid 1952. J. Nicolas, Synthése mariale, en H. Du Manoir, Maria, Beauchesne, I, París 1949, p. 707-744. 3.- Enciclopedias. H. Du ManorR, Maria, Beauchesne, I, París 1949; II, 1952. Los demás tomos no han sido publicados todavía. (Es una mina de documentación). P. Stráter, Katholische Marienkunde, Shdningh, 3 vol. Paderborn, 1947-1951 (I, revelación; II, teología; III, culto). 4.- Periódicos. Boletines de las sociedades nacionales de estudios marianos: Mariale Dagen, Tungerloo, aparecidos 14 vols. desde 1931. Bulletins de la société francaise d'études mariales, aparecidos 10 vols. desde 1935. Estudios Marianos. España. Aparecidos 14 vols. desde 1942. Estados marianos. Portugal. Se publicó I vol. en 1944. Marian studies (U.S.A.). Aparecidos 4 vols. desde 1950. Journées sacerdotales mariales. Aparecidos 2 vols. en 1952-1953. 5.- Revistas. Dos revistas mariológicas, «Marianum», 6 Via XXX Aprile, Roma, fundada en 1938. Y «Ephemerides mariologicae», Buen Suceso 22, Madrid, fundada en 1951. Una revista de divulgación, Marie, Nicolet, Quebec, fundada en 1947. 6.- Diccionario. Lexikon der Marienkunde, Pustet, Ratisbona 1958. (En curso de publicación.)
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Nota: Vuelvo a recordar que este libro que he escaneado está publicado en 1961. Posteriormente ha habido abundantes y muy buenas publicaciones. Con todo, es de admirar el estupendo método de selección bibliográfica que aquí presenta el P. Laurentin.
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Historia de la mariología. 1.- Obras generales. En espera de la Historia General de la mariología que escribe G. Söll, y la que preparan en colaboración monseñor Jouassard, el padre H. Barré y R. Laurentin, se puede formar una idea de esta historia leyendo a R. Laurentin, Marie, l'Église et le Sacerdote, Nouvelles éditions latines, París 1953, que proporciona una idea de conjunto de la evolución de la mariología a través de los siglos. 2.- Escritura. A. Robert, La Sainte Vierge Marie dans l'Ancien Testantent, «Maria» 1, p. 21-39. J. Weber, La Vierge Marie dans le nouveau Testament. Sobre San Mateo y San Lucas léanse los comentarios clásicos: International critical commentary, Clark, Edimburgo. «Études Bibliques», Gabaldá, París, Strack y Billerbeck, Beck, Munich. Sobre San Lucas: S. Lyonnet, cai`re, kecaritwmevnh en «Bíblica», 20 (1939), 131-141. A. G. Hébert, La Vierge Marie, Pille de Sion, «La Vie Spirituelle», 85 (1951) 127-140. Féret, O. P., Messianisme de l'Annonciation, «Prétre et Apótre», 29 (1947) 37-38; 55-56; 71-73; 85-89, etc. T. Gallys, De sensu verbornm Lc 2, 35, «Biblica» 29 (1948) 220-239. Sobre San Juan, F. M. Braun, O. P., La Mére des fidéles. Essai de théologie johannique, Casterman, París-Tournai 1953. Señalemos que el protestante F. Quiévreux, La Maternité spirituelle de la Mére de Jesus dans l'Évangile de saint Jean, en Supplément de la «Vie Spirituelle» 5 (1952) nº 20, 101-134, encuentra por diferentes vías (y muy originales: el simbolismo de los números) las principales conclusiones del padre Braun. 3.- Patrística. G. Joussard, Marie á travers la patristique: Maternité divine, Virginité, Sainteté, «Maria» I, 69-157 (La bibliografía, p. 15-157). Trabajo sólido y documentado, completado para el tema Eva-María-Iglesia por A. Müller, Ecclesia-Maria, Paulus Verlag, Friburgo (Suiza) 1951. Véanse los artículos del mismo autor, en francés, y de H. Holstein, «Bulletin de la Soc. Fr. d'Études mariales», 9 (1951) 27-38. 4.- Edad Media. El estudio de H. Barré, Marie et l’Église du vénérable Béde á saint Albert, «Bulletin de la Soc. Fr. d'Études mariales» 8 (1951) 59-143, ofrece una excelente síntesis sobre este período. No existe trabajo alguno sobre los siglos siguientes (1270-1600). Una serie de monografías que se extienden desde el monaquismo benedictino hasta San Francisco de Sales se encuentra en «Maria», II (1951), 540-1007. 5.- Siglos XVII-XVIII. C. Flachaire, La Dévotion á la Vierge dans la Littérature catholique au commencement du XVII siécle, Leroux, París 1916. P. Hoffer, La dévotion mariale au déclin du XVII siécle. Autour... des Avis salutaires», Cerf, París 1938. Y sobre el siglo XVIII, C. Dillenschneider, Mariologie de saint Alphonse dé Liguori, Friburgo (Suiza) 1931. El tomo I sitúa amplísimamente a San Alfonso en su época. Señalemos finalmente las numerosas monografías, agrupadas por orden cronológico en «Maria» II y III. Siglos XIX-XX. La obra citada de R. Laurentin, Marie, p. 346-628 y 649-670, describe las grandezas y miserias de este período. 6.- María en el protestantismo. C. Crivelli, Marie et les protéstants, «Maria» I, p. 675-695. J. Hamer, Les protestante devant la mariologie, «Journées mariales sacerdotales», I (1951) 125-149. R. Schimmelpfennig, Die Geschischte der Marienverehrung deutschen Protestantismus, Schóningh, Paderborn, 1952. Complétese la bibliografía de estos autores con la de G. Roschini, Mariologia, 1947, t. 1, p. 306-316, y G. Besutti, Bibliografia, 1951, nº 921-926, y 1952, nº 1417-454.
Teología. 1.- Inmaculada concepción. Véase en particular el artículo del DTC, 7, 848-1218 (Por M. Jugie y X. Le Bachelet). M. Jugie, L'Immaculée Conception dans l'Écriture et dans la tradition orientale, Academia Mariana, Roma 1952. Véanse además los restantes volúmenes de la Bibliotheca Immaculaae Conceptionis dirigida, en Roma, por el padre Balić (Antonianum. Via Merulana). C. Sericoli, O. F. M., Immaculata B. M. Virginis conceptio iuxta Xysti IV constitutiones, Roma 1945, fasc. 5, de la Biblioteca Mariana de la Edad Media, de la Academia Mariana. E. Sauras, O. P., Contenido doctrinal del misterio de la Inmaculada, «Ciencia tomista», 81 (1954) 363-419. M. Cuervo, O. P., ¿Por qué Santo Tomás no afirmó la Inmaculada?, «Salmanticensis» 1 (1954) 622-674. Id., El Dogma de la Inmaculada y la muerte de María, «Ciencia tomista» 77, (1950) 176-206.
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2.- Maternidad divina. Los dos estudios fundamentales son: J. Nicolas, Le comcept intégral de maternité divine, Saint Maximin, «Rev. Thom.» 1937, 8º de 80 pp. y H. M. ManteauBonamy, Maternité divine et Incarnation, Vrin, París 1949, 8° de 253 p. Sobre la diferencia entre estos dos autores, consúltese «Rev. Thom.» 51 (1951) 214-222. Señalemos además los estudios (desiguales) del t. VIII (1949) de «Estudios Marianos». M. Llamera, O. P. La Maternidad y la Asunción, «Ciencia tomista», 77, (1950) 105-144. 3.- Maternidad espiritual. J. B. Terrien, La Mére des hommes, t. I, Lethielleux, París 1955 (1902). «Estudios Marianos», t. VII (1948). A. Baumann, Maria mater nostra spiritualis, Weger, Bressanone 1948 (testimonios de los papas, del Concilio de Trento hasta 1948). T. Koehler, La Maternité spirituelle de Marie, «Maria» I (949) p. 573-601. L. Marvulli, Maria, madre del Cristo místico. La. Maternita di Maria nel suo concetto intégrale, Pontificia Facoltá teologica, Roma 1948. H. Barré, Marie et l'Église, «Bulletin de la Soc. Fr. d'études mariales» 9 (1951) 77-81 (Documentación y bibliografía sobre el aspecto histórico de la cuestión). «Marian studies» 3 (1952) 8º de 276 pp. T. M. Bartolomei, O. S. M., La maternitá spirituale di Maria, en «Divus Thomas» 55 (1952) 289-357. 4.- Corredención. C. Dillenschneider, Marie au service de la Rédemption, Bureaux du Perpétuel Secours, Hagenan 1947. Id. Pour une corédemption mariale bien comprise, «Marianum», Roma 1949. Id., Le mystére de la corédemption mariale, Vrin, París 1951. La investigación más amplia es la J. B. Carol, De corredemptione. «Vaticana», Roma 1950. R. Laurentin, Le titre de corédemptrice, Lethielleux, París 1951. L. Cuervo, O. P., Sobre el mérito corredentivo de María, «Estudios Marianos» I (1942) 225-352. Id., La Virgen María, mediadora de gracia, CT 77 (1950) 457-477. Id., L.a gracia y el mérito de María en su cooperación a la obra de nuestra salud, «Ciencia tomista» 57 (1938) 87-104; 204-223; 507-543. Id., Cuestiones particulares sobre el mérito de María, «Ciencia tomista» 58 (1938) 305-337. Id., Inmaculada y Corredentora, «Ciencia tomista» 81 (1954) 421-440. Id., La cooperación de María en el misterio de nuestra salud debe ser concebida analógicamente a la acción de Jesucristo, «Estudios Marianos» 2 (1943) 111-151. A. Fernández, O.P., De mediatione B. Virginis secundum doctrinam Sancti Thomae, «Ciencia tomista» 38 (1928) 145170. M. Llamera, O. P., El mérito natural corredentivo de María, «Estudios Marianos» II (1951) 81-140. 5.- Asunción. M. Jugie, La Mort a l'Assomption, «Vaticana», Roma 1944. C. Balić, Testimonia de Assumptione, Academia Mariana, 2 vols. Roma 1948 y 1950. Cf. los 3 vols. de los «Bulletins de la Soc Fr. d'études mariales» 6-8, 1948-1950. B. Nieto, La Asunción de la Virgen en el Arte, Aguado, Madrid 1949 (269 ilustraciones). J. M. Bover, S. 1., La Asunción de María, BAC, Madrid 1951. E. Sauras, O. P., La Asunción de la Santísima Virgen, Valencia 1950. Id., Definibilidad de la Asunción de la Santísima Virgen, «Estudios marianos» 6 (1947) 23-50. M. Cuervo, O. P., Reflexiones, «Ciencia tomista» 78 (1951) 20-43. 6.- Mediación actual de María. J. Bittremieux, De mediatione universali, Beyaert, Brujas 1926. W. Sebastián, O. F. M., De beata Virgine Maria Mediatrice. Doctrina Franciscanorum ab anno 1600 ad 1730, Academia Mariana, Roma 1952. Iconografía sobre el tema, P. Berdrizet, La Vierge de miséricorde, Fontemoing, París 1908. M. Vloberg, La Vierge, notre médiatrice, Arthaud, Grenoble 1938. 7. María y la Iglesia. «Bulletins de la Soc. Fr. d'études mariales» 9 (1951), 10 (1952), II (1953). Una Bibliographié critique escrita por R. Laurentin.
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Culto, devoción, espiritualidad. 1.- Culto y liturgia «Maria» 1, 215-416. 2.- Vidas de María: F. NEUBERT, Vie de Marie, Salvator, Mulhouse 1936. F. M. WILLAM, Vida de María. Versión española del padre Marcelino Zalba, S. J., Herder, Barcelona 1956. G. Roschini, Vita di Maria, Belardetti, Roma 1945. M. Vloberg, Vie de Marie (ilustrada), Bloud, París 1945. 3.- Devoción. Citemos únicamente la obra clásica siempre reeditada de San Luis Mª Griñón de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, (muchas ediciones) (L. Inf.), y en tiempos recientes M. V. Bernadot, Notre-Dame dans ma vie, Éd. di Cerf (numerosas ediciones), París. 4.- La cuestión de la «presencia de María»: E. Neubert, L'union Mystique á la sainte Vierge, «La Vie Spirituelle» 50 (1937) 15-29. (Este autor prepara una obra de conjunto sobre esta cuestión). Gregorio de Jesús Crucificado, La acción de María en las almas, «Estudios marianos», II (1951) 255-278. 5.- Colección de textos. P. Regamey, Les plus beaux textes sur la Vierge Marie, La Colombe, París 1941. La colección «Les Cahiers de la Vierge», Éd. du Cerf, París, agotada casi totalmente hoy, recogió, antes de la última guerra, hermosos textos antiguos y modernos (colección ilustrada).
Apariciones. Los teólogos tienden con frecuencia a menospreciarlas por dos razones: 1ª.- Saben que la revelación ha terminado, y que no pueden fundar sus trabajos sobre estas manifestaciones del cielo, sino sobre la Escritura, la Tradición y las directrices del magisterio. 2ª.- Se hallan exasperados por la mediocridad y la excitación, casi delirante a veces, de algunas publicaciones sobre estas materias. No se debe, sin embargo, desconocer el interés de estas llamadas, de las que, las dos principales, Lourdes y Fátima, han recibido las más entusiastas aprobaciones de la Iglesia. Si no existe, pues, la estricta obligación de creer en las apariciones, se correrá, sin embargo, el riesgo de tener en poco el sentido de Dios y de la Iglesia, si se rechaza en teoría o incluso en la práctica todo lo que a este campo se refiere. Hechas estas observaciones, limitémonos a indicar una obra reciente y objetiva, mediante la cual se podrá conocer lo esencial de lo que se precisa saber acerca de las principales apariciones: J. Goubert y L. Cristiani, Les Apparitions de la sainte Vierge, La Colombe, París 1952.
Pedagogía y cuestiones prácticas. La doctrine mariale dans l'exposé de la foi, nº especial de «Évangéliser» 7 (1953), nº 40, 315-317. La Vierge Marie et la formation religieuse, nº especial de «Lumen vitae», 8 (1953), nº 2, 169-312.