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LA ENCANTADORA DE SERPIENTES LA AUTOPSIA REVELA RESTOS DE CIANURO POTÁSICO EN EL CUERPO DE LA JOVEN ESLAVA. LA ASISTENTA, PRINCIPAL SOSPECHOSA. —¿Es

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LA ENCANTADORA DE SERPIENTES

LA AUTOPSIA REVELA RESTOS DE CIANURO POTÁSICO EN EL CUERPO DE LA JOVEN ESLAVA. LA ASISTENTA, PRINCIPAL SOSPECHOSA.

—¿Es que no dejarán de hablar de todo este asunto de una vez? —se preguntó Amparo al ver en el periódico que seguían hablando de la muerte de su vecina de puerta, una extranjera de unos treinta años, encontrada días atrás sin vida en el suelo de su cuarto de baño. Desde aquel descubrimiento habían llamado a la puerta de Amparo un sin fin de gente (policías, periodistas, vecinos) y a todos les había dicho lo mismo: — Sí, una terrible desgracia. —Sí, algo más que de vista. —Sí, las dos la misma asistenta. —Sí, una casualidad como otra cualquiera. —No, nada más. Las frases de Amparo, siempre contestaciones, solían ser como el eco de lo último oído. Sin embargo, ahora estaba decidida a no coger más el teléfono ni a abrir la puerta a nadie, salvo, claro está, que fuera la policía; pero ya habían estado dos agentes en su casa y era poco probable que fueran a volver. Al acompañarlos a la salida y estando ya ellos en el descansillo, había oído al mayor murmurar a su ayudante, una mujer joven con aspecto de primera de la clase. —Nada, aquí no pasa nada. Aquel comentario no había gustado a Amparo, que cerró la puerta con dos vueltas de llave antes de que los agentes hubiesen entrado en el ascensor.

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—¿Qué se habrán creído?, aquí pasa lo que en todas las casas decentes ni más ni menos — dijo Amparo en voz alta, mientras volvía al salón por aquel largo pasillo en forma de L. El sonido de su voz dio, por un momento, algo de consistencia al vacío que la desagradable observación del agente había dejado.

De haber sido algo más amables, tal vez Amparo les hubiese dado algunos detalles más sobre Martina, la eslava envenenada. El primer encuentro de aquellas dos mujeres remontaba a unos meses atrás. Había sido en el ascensor. Después de haber comprobado que iban al mismo piso, la recién llegada había preguntado a Amparo si sabría de alguien de confianza, para que viniera a limpiar su piso dos veces por semana. Con la pregunta aún suspendida en el aire, al igual que el ascensor entre el segundo y tercer piso, Amparo supo que aquella mujer era una encantadora de serpientes y que ella sería su cobra; el acento eslavo y la voz cálida de la joven la habían sacado de un largo letargo. —Dos veces por semana… sí, tal vez Manuela. —¿Manuela? —Sí, Manuela, la señora que viene a mi casa —le contestó Amparo, aturdida aún por el sonido de una voz dirigiéndose directamente a ella y por la intensidad de la mirada azul buscando la suya. Luego, se ruborizó e, instintivamente, se encogió sobre sí misma antes de pegar los omóplatos contra una de las esquinas del ascensor, la más alejada de su vecina, como la cobra volviendo a la oscuridad de su cesto. —Sería estupendo si pudiera venir también a la mía —le dijo la mujer mientras empujaba la puerta; ya habían llegado al quinto. —Me llamo Martina. Si no le importa, ¿podría darle mi teléfono a Manuela para que me llame si le interesa el trabajo? Los dos pisos frente a frente, sería muy práctico para ella, ¿no cree usted? 2

—Muy práctico, sí —contestó Amparo a la vez que cogía una tarjeta de visita que Martina acababa de sacar de su bolso. —Te lo agradezco —dijo la eslava pasando a tutear a Amparo, quien quiso ver en ello una muestra de simpatía, más que una manera de simplificar la conjugación de los verbos. Los gestos de Martina eran decididos y precisos, y antes de que su vecina hubiera encontrado las llaves para poder entrar, ella ya se había despedido con una gran sonrisa, había abierto, luego cerrado su puerta y tirado sus zapatos de tacón altísimos en medio del recibidor; dos golpes secos después del estrépito de la puerta. —Después se quejará la del cuarto de que tiene grietas —pensó Amparo que seguía de pie en medio del “Bienvenido” del felpudo de su piso, hurgando en su bolso gris; al comprar este, ya le había parecido excesivamente grande, sobre todo teniendo en cuenta esa forma peculiar suya de llevar los bolsos, con el brazo ligeramente separado del resto del cuerpo y sujetándolo como quien lleva de paseo a alguien de la mano. Cuando por fin pudo entrar, se fue de puntillas hasta su dormitorio y volvió a colocar en el armario cada prenda de su atuendo dominical antes de ponerse el de estar en casa: unas zapatillas de felpa azul de tira ancha (que le obligaban a llevar los dedos de los pies tensos y desplegados en forma de abanico para no perderlas) y una batita sin mangas de flores malva. Era la hora de su serie favorita. Encendió el televisor y se sentó en la butaca que había sido de su madre hasta hacía poco; la de su padre llevaba más años vacía y solo se acercaba a ella para cambiar, de manera rutinaria, los tres tapetes de ganchillo que protegían la tapicería de terciopelo beis a la altura de la nuca y de los antebrazos. Era una de las tareas que no entraba en el cometido de Manuela y cuando Amparo lo hacía, se quedaba a una distancia superior a la que suele representar el largo de un bastón, por temor a sentir, otra vez, el de su padre contra su pierna. Así le había pedido él durante muchos años, un vaso de agua, la medicina o lo que se le antojaba: un

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golpecito con el taco de goma pegajosa de su bastón, pegajosa como su mirada sobre la piel tan blanca de su hija. Al día siguiente del encuentro en el ascensor era lunes y esperó ansiosa la llegada de Manuela quien aceptó, encantada, aquella oferta de trabajo por parte de Martina. —Un verdadero chollo —dijo Manuela que no tendría ni que quitarse el delantal para pasar de un piso a otro. Amparo se alegró de que así fuera. Con las idas y venidas de su asistenta, iba dibujando meridianos, pasadizos, atajos entre aquellos dos mundos: el suyo y el de Martina. Esa sensación fue en aumento a medida que Manuela, muy ingenuamente, le fue revelando detalles de la vida de su joven vecina. Indiscreciones involuntarias que, sumadas a muchos momentos de guardia detrás de la mirilla, habían permitido a Amparo obtener un mapa detallado de la vida de su vecina a la que se sentía cada vez más unida. Las dos mujeres se encontraban rara vez cara a cara pero, cuando ocurría, Martina nunca dejaba de mostrarse amable con esta vecina que le había permitido hacer tan buen fichaje (Manuela era una perla); entonces, cualquier cosa que la joven le pudiera decir —¡me alegro de verte tan bien!, ¡abrígate, hace frío!— era interpretada por Amparo, como muestra inequívoca de la gran amistad que existía entre la joven extranjera y ella. Ya nada era igual. Vivía al ritmo de las idas y venidas de Manuela de un piso a otro, y de las de Martina, cuyos taconeos y portazos habían sustituido al tictac del reloj de pared del salón. Entonces, sin apenas darse cuenta, Amparo fue reduciendo aquella distancia prudencial que había sabido mantener entre ella y el mundo, entre ella y la butaca de su padre mientras cambiaba los tapetes. Fue su primer error. Luego, llegó aquel lunes. Madrid había amanecido bajo una densa capa de nieve y Manuela avisó a Amparo que llegaría algo más tarde; con la nieve la ciudad se había convertido en un

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auténtico caos. Nada más colgar, Amparo sintió unas verdaderas ganas de salir a la calle a pisar nieve como cuando era pequeña. —¿Pero qué me pasa?, esto es una idea descabellada —murmuró entre dientes—, solo faltaría ahora que resbalase y me rompiera una pierna. Apartó con cuidado una de las cortinas de la ventana, la más próxima a la butaca paterna; era la única cuyas persianas se mantenían abiertas de par en par, la ventana desde la que durante más de veinte largos años su padre había querido que ella, de pie y a una distancia menor que la de su bastón, estuviera montando guardia para contarle la vida de allí afuera. Desde la muerte de su padre no se había vuelto a acercar a la ventana y mucho menos a mirar por ella, pero aquel día quiso volver a hacerlo. Fue su segundo error. En la calle unos niños jugaban a tirarse bolas de nieve pero apenas se fijó en ellos. —Con Martina tan cerca, podría romperme una pierna, incluso las dos, seguro que podría contar con ella —dijo convencida. El sonido de su propia voz hizo que se sobresaltara y que se reavivaran unos recuerdos que creía casi olvidados. Su padre, de nuevo detrás de ella en la butaca. —¿Y ahora qué? —le decía mientras el taco de goma pegajosa de su bastón se posaba a unos centímetros por encima del borde de su falda. —Unos chicos de reparto que traen una caja para el bar de al lado —contestaba dócilmente Amparo atrapada en el triángulo formado por el bastón, la ventana y la mirada de su padre. —Borrachos, no hay más que borrachos —gruñía él—. No sé si te conté aquella vez que nos trajeron a comisaría unos sinvergüenzas que… Sí, claro que conocía la historia, esa y todas las demás ya que, cualquier cosa que pudiera ver Amparo desde la ventana era, para su padre, una prueba más de la maldad del ser humano y un

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buen motivo para recordar cada uno de los episodios que habían marcado su vida profesional de supuesto guardián de los valores. —Aunque sepas la historia, te la volveré a contar —insistía el ex comisario, mientras Amparo intentaba apartar la punta del bastón de su muslo, sin atreverse nunca a hacer frente a su progenitor. Recordaba ahora su cara contra el cristal, el frío tacto del cristal contra sus mejillas encendidas. —Sí, te la volveré a contar ya que no eres más que una ingenua. Si no fuera por mí, ¿a dónde habrías ido a parar con aquel atolondrado pretendiente tuyo de tres al cuarto? —terminaba preguntándole a cada momento. —Deja a la niña en paz con el bastón y con tus historias —se atrevía a suplicar a veces Aurora, la madre de Amparo. Pero lo iba diciendo cada vez más bajo, hasta que un día calló. Sin embargo, en aquella mañana soleada y fría de diciembre, Amparo no quería que nada fuera a perturbar aquella especie de paz interior. Respiró hondo y sonrió al reparar entonces en aquellos chavales de la calle con las caras coloradas por el frío y la emoción. Luego, la luz cegadora del sol invernal sobre la nieve obligó a Amparo a entrecerrar los ojos por unos segundos y, como si el aire gélido de la mañana hubiese entrado de golpe en el salón, su cuerpo se tensó antes de caer para atrás, encogido en el sillón de su padre. Jadeante, Amparo se llevó las manos a los ojos, sus manos como dos apósitos de calor sobre un extraño mal enquistado. Intentó ponerse de pie otra vez pero no pudo. Como a cámara lenta, volvía a ver, una y otra vez, a Martina y a Manuela saliendo juntas del portal, hablando, riendo… hablando, riendo… Pero, ¿de qué hablaban?, ¿por qué salían juntas del edificio si Manuela acababa de avisarla de que llegaría más tarde? A medida que aquellas preguntas le envenenaban el alma, Amparo se fue haciendo más y más pequeña en el fondo de la butaca, como la cobra en su cesto.

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Las cobras no matan por matar, lo hacen para alimentarse. Amparo tenía que alimentar aquel rencor, única herencia paterna. Recordó entonces aquel pretendiente quien, según su padre, solo buscaba algo de diversión a costa de ella. —Te lo dije, no te encariñes, que a la primera de cambio te dejará; pero siempre me tendrás a mí —le aseguró su padre cuando, efectivamente, el chico dejó de llamarla. Y ahora era Martina la que le había hecho creer otra vez en algo hermoso, pero comprobaba una vez más que su padre tenía razón, que siempre la había tenido: el mundo era una verdadera cloaca y solo aquí, en esta casa con él, estaba a salvo. Amparo fue al armario de la habitación de sus padres donde todo se encontraba aún, tal y como era antes de su muerte. Cogió el bastón de su padre y, sentada en la cama, empezó a acariciarse suavemente la pantorrilla con la punta de goma pegajosa. Cuando Manuela llegó, encontró a su “señorita” de pie en medio del pasillo. Inmóvil, apoyada en el bastón de su padre, Amparo la miró fríamente y cuando la asistenta le preguntó si pasaba algo, ella contestó sin repetir, por primera vez en muchos años, lo último dicho por su interlocutor. —¿Qué va a pasar?, ¿tendría que pasar algo? Su voz sonaba extrañamente grave, segura, firme. Manuela se ruborizó como sintiéndose culpable de no saber qué falta y, sin mediar palabra, empezó con su labor.

Todo eso podía haberles contado Amparo a aquellos policías pero no lo hizo. Tampoco quiso Manuela contarle a Amparo el motivo de aquella salida secreta con Martina: iba a ser el cumpleaños de Amparo, querían comprarle algo juntas. De habérselo dicho, aquella misma noche de la nevada, Martina no hubiera bebido aquel caldito bien caliente —para entonar el cuerpo — y la joven eslava no hubiese muerto. ¡Cuántas palabras calladas que pesaron mil veces más que palabras dichas! Con la muerte de Martina, Amparo nunca recibiría el regalo y, cuando dos meses más tarde volvió aquella oficial de policía, con aspecto de primera de la clase, a llamar a su puerta, 7

a penas si ésta la reconoció. Su memoria para las caras era legendaria entre todos sus compañeros y su desconcierto fue grande al no conseguir adivinar lo que hacía que aquella mujer, que tenía ante ella, era y a la vez no era, la persona a la que quería interrogar. Ni un cambio de peinado ni unos kilos de más o de menos ni unas cuantas operaciones de cirugía estética hubieran bastado para despistarla de aquella manera. —¿Amparo López Fuertes? —preguntó la oficial cautelosa. —Sí —se limitó a contestar Amparo quien no tenía ninguna duda sobre la identidad de aquella joven. —Oficial Fernández —dijo a la vez que le enseñaba su placa de identificación. —Ya. ¿Qué quiere? —inquirió Amparo manteniendo la puerta entreabierta. —Como ya le dije por teléfono, quería hablar con usted de otra muerte por envenenamiento ocurrida hace años; la víctima se llamaba Armando Suárez Gil y creo que... —¡Sígame! —la interrumpió Amparo abriendo ya la puerta de par en par. Su voz sonó fuerte, como si en vez de salir de su boca lo hubiera hecho desde una cueva. La agente se sorprendió. Tampoco reconocía aquella voz y la invadió cierta sensación de inquietud. Antes de obedecer a lo que le había parecido más una orden que una invitación, se aseguró, por segunda vez desde que la mujer le había abierto la puerta, de que tanto su revólver como su teléfono se encontraban en sus sitios respectivos. En silencio, detrás de Amparo dejó que el oscuro pasillo la engullera. Varias puertas se encontraban a lo largo de aquella especie de columna vertebral quebrada, pero todas cerradas; eso aumentó la sensación de la joven policía de haber sido tragada por una enorme criatura hambrienta que, con suerte, la escupiría allí al fondo donde se vislumbraba algo de luz. Al llegar al salón sintió verdadero alivio al ver el sol. Se fijó entonces en que la voz de Amparo, así como su aspecto general y su mirada, habían vuelto a ser lo que ella recordaba de la primera entrevista. Pero eso no bastó para tranquilizarla. Sentándose en la silla que le había

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señalado, recordó también la reacción algo exagerada de la mujer cuando, en su primer encuentro, el comisario había hecho ademán de acomodarse en una de las butacas. —No, en esta butaca no —le había dicho visiblemente contrariada y asustada—, era de mi padre y nunca nadie la utiliza, siéntese mejor en esta otra. Sin embargo, en esa segunda visita, la oficial Fernández pudo comprobar de inmediato que Amparo les había mentido; en el cojín del asiento se podía observar claramente el hueco dejado por el peso de un cuerpo. —Espero no haber interrumpido nada, ¿tal vez tenía usted visita? —añadió la investigadora señalando ahora un bastón apoyado en uno de los brazos de la butaca paterna. —¿Se refiere a este bastón? —contestó Amparo algo sorprendida, como si ella también lo acabara de descubrir— la verdad es que no sé qué hace aquí —y, sonriendo añadió: —Como podrá ver no lo necesito aún, pero déjeme tocar madera —y, con una risa nerviosa de niña atreviéndose a decir una palabrota, se dio dos golpecitos en la cabeza con los nudillos. —Sí, bueno, a lo que venía… —dijo la agente después de un ligero carraspeo, me gustaría que me hablara de aquel joven. —Por cierto —interrumpió Amparo o quien quiera que fuese la mujer que otra vez parecía haberse deslizado bajo su piel —íbamos a tomar café… ¿si quiere acompañarnos? —¿Íbamos? ¿A quién más se refiere? ¿Espera usted a alguien? —preguntó Fernández echando una mirada suspicaz a su alrededor. —No, por supuesto que no, ¿qué le hace pensar esto? —contestó Amparo con muestras de sincera sorpresa y de repentina suavidad. La detective se disculpó. — Creía haberla oído hablar en primera persona del plural, perdóneme, estoy algo cansada y creo que un café me vendrá muy bien. Luego, si no le importa, hablaremos del joven cuya muerte por envenenamiento, muy similar a la de su vecina, nunca fue esclarecida —dijo algo 9

atropelladamente por miedo a que la mujer la interrumpiera otra vez—; dos cosas llamaron mi atención: primero, creo que fue su padre, comisario jefe de la época quien, con cierta prisa, dio por cerrado el caso relegándolo al archivo de asuntos no resueltos y, segundo, tengo entendido también que aquel muchacho era novio suyo desde hacía unos meses, lo que me hace más difícil entender aún, el poco interés que su padre pareció haber mostrado. Esta vez Amparo no la interrumpió, no le hizo falta. Su mirada se había tornado tan fría, tan despiadada a medida que la inspectora iba hablando, que esta última había bajado de tono de voz hasta llegar al susurro. Amparo se dirigió entonces hacia la butaca de su padre y cogiendo el bastón se apoyó en él para encaminarse hacia la puerta. Cuando desapareció por el pasillo su aspecto era el de un ser muy mayor y su respiración entrecortada venía a morir a los pies del policía. —No tardaré, bien caliente para entonar el cuerpo… ¿lo quiere con leche y azúcar o solo? Su voz firme y grave retumbó por todo el pasillo. —Solo —respondió la joven alzando la voz y poniéndose de pie ahora que Amparo se afanaba en la cocina al otro extremo del piso. —Mejor me vendría una cerveza bien fría que un café para entonar el cuerpo —murmuró la agente Fernández pasándose la mano por la frente. Entonar el cuerpo. Repitió mentalmente y varias veces, la expresión que le recordaba a su abuela; cada vez que iba a verla, esta le proponía algo calentito para entonar el cuerpo fuera la estación que fuera. Recordó también que esa misma frase había empleado Amparo en su primer interrogatorio, cuando supo que Martina había sido envenenada al ingerir una bebida a última hora de la tarde. Los dos policías habían pensado de inmediato en el cianuro potásico mezclado en un Martini u otra bebida alcohólica, pero la que había dado en el clavo era Amparo (los análisis posteriores le darían la razón). 10

—Seguro que se lo echaron en un caldito —había sentenciado la mujer inusualmente charlatana —con el frío que hacía, lo más probable es que quisiera entonar el cuerpo y, ya ve… no somos nadie. Y por esa insignificante frase, la oficial Fernández se encontraba de nuevo en la casa donde según su jefe no pasaba nada. Desde un primer momento, la joven agente había intuido que algo se les había escapado y, al repasar por su cuenta casos de envenenamiento, había dado con una carpeta, como poco, muy interesante. Una frase, una intuición y un caso sin esclarecer firmado por el padre de Amparo, componían las tres únicas piezas de un rompecabezas seguramente más complicado de lo que podría haberse pensado en un principio. Sin darse cuenta, se había acercado a una repisa cubre-radiador que se encontraba algo escondida detrás de la puerta. Encima de ella y junto a un jarrón con unas cuantas flores de plástico se encontraba una foto en su marco de plata ennegrecida; con cuidado la cogió y, al ser miope, levantó ligeramente sus gafas para poder mirarla mejor. Ahí estaba el padre de Amparo sentado en su butaca, ese ex comisario del que había oído hablar y que por primera vez veía en foto. Sin embargo, esa mirada le resultaba muy familiar y dos segundos le bastaron para dar con el parecido: era la mirada de aquella Amparo esquiva, distante, dura, era la mirada de la que le había abierto la puerta y que, en este preciso momento, le estaba preparando un café. También reconoció el bastón. —Si esto fuera ficción ya estaría resuelto el caso —pensó con cierta ironía. Pero esto era real y lo de los muertos reencarnados muy de películas americanas con finales abiertos, como se decía ahora. Los casos en los que había participado hasta el momento eran, en su mayoría, historias donde los celos mezclados con alcohol u otras sustancias similares, servían de “detonante” de gran parte de las conductas homicidas. Además, era muy poco probable que a sus jefes les fuera a gustar un final abierto, querían a alguien entre rejas y punto.

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Pero un estruendo viniendo de la cocina la interrumpió en sus divagaciones e hizo que soltara de golpe el marco que aún sostenía entre sus dedos. El cristal del portarretratos se rompió en varios trozos pero, desde el suelo y fragmentada, la mirada del padre de Amparo seguía retándola. Corriendo, se dirigió entonces hacía la cocina desde donde le llegaban ahora jirones de una conversación. Ya no le quedaba ninguna duda, había otra persona con Amparo en el piso; en este mismo momento estaba hablando con ella y no era precisamente una voz amistosa. La escena que entonces presenció de pie en el umbral de la puerta de la cocina y cuya intensidad nunca conseguiría plasmar en los muchos informes posteriores que intentaría redactar, iba a durar dos o tres minutos pero, para ella, sería como si el tiempo se hubiera detenido. De rodillas en el suelo y en medio de trozos de porcelana rota, Amparo lloriqueaba. Con desesperación parecía querer recuperar, en un frasco que sujetaba en su mano derecha, unas gotitas de un líquido que, por su densidad y su color, formaba como una islita en medio de un charco de café. La joven agente se quedó inmóvil sin atreverse siquiera a respirar. Amparo estaba sola, sin embargo, ella tenía la certeza de que aquel hombre o quien quiera que fuese, seguía aquí en la cocina. Amparo se levantó, pero lo hizo muy despacio como desenroscándose y, agitando el frasco vacío, se dirigió a un interlocutor invisible con la misma voz grave y firme que se acababa de oír desde el salón hacía apenas unos segundos. —Si es que vas a volver a hacerlo ¡hazlo bien!, eres una niña estúpida y testaruda, siempre metiéndote en problemas y yo detrás de ti, teniendo que arreglarlo todo. Si no haces callar a esa metomentodo todo se sabrá: lo de Armando, lo de Martina y ya nadie te podrá salvar. Luego se calló, se acercó al bastón, lo cogió del suelo y empezó a golpear suavemente, después con más fuerza sus propias piernas a la altura de las rodillas; gemía a cada golpe que se daba hasta que, poco a poco, se fue tranquilizando.

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Fernández sabía que no podía intervenir y tuvo que reprimirse para no gritar “¡basta!” y arrancarle el bastón de las manos. Pero Amparo ya lo estaba dejando en el suelo así como el frasco vacío encima de la mesa de la cocina para, a continuación, sentarse muy erguida en una de las sillas que se encontraba justo frente a la puerta, desde donde la oficial observaba la escena. La mujer siguió sin prestarle la menor atención; su mirada pasaba sobre ella como si se hubiese transformado en un ser invisible y la joven detective se sintió como una intrusa, como un error en aquella cocina. Incómoda, Fernández miró hacia la ventana de la cocina, una ventana rectangular de una sola hoja. Sus visillos de manzanas y peras, bordadas tal vez por Amparo, disimulaban un patio de luces interior con sus tendederos de cuerdas y poleas de ventana a ventana, como arterias de un complejo sistema circulatorio. Balanceándose sobre la primera cuerda pudo distinguir también siete pares de medias cortas de nailon, de esas que ahogan las rodillas y embuten las pantorrillas. Era lunes, dedujo entonces que sería la muda de la semana pasada, catorce medias todas cogidas desde su puntera y separadas las unas de las otras por diez centímetros medidos con regla. No eran más que nuevas divagaciones de detective que no la llevaban a nada, pero le permitían mantener contacto con el mundo real o, por lo menos, con el mundo en el que ella estaba acostumbrada a moverse; un mundo donde las semanas tienen siete días y los visillos de cocina adornos de manzanas y peras. Fernández volvió la mirada en dirección a Amparo quien, a contraluz, no era más que una silueta, una sombra sobre fondo luminoso que, poco a poco, inició un extraño balanceo similar al movimiento de las medias en la cuerda. De repente, la joven detective intuyó que en la cocina acababa de aparecer una tercera persona. Deslizándose bajo la piel de Amparo, aquella nueva presencia empezó a hablar con un tono de voz donde, como en un perfume, las notas de cabeza, primera impresión que se evapora al poco, eran la resignación y el cansancio, y las notas de corazón, el verdadero perfume, el que perdura, el cariño y la sabiduría. 13

—¡Deja a la niña en paz!, nosotros la metimos en problemas. Tú le diste las ideas, yo el veneno, ella no hizo nada. Y, girando la cabeza en otra dirección añadió: —Hija, no te preocupes, no hiciste nada malo, yo te conseguiré más veneno para los Armandos, las Martinas y para todos los que pretenden destrozar las vidas de las niñas buenas con falsas promesas. Ven aquí, que cure las heridas de tus pobres piernas. Entonces Amparo se acurrucó bajo la mesa de la cocina, su espalda pegada contra la pared como la cobra metiéndose otra vez en su cesto. En aquel momento, sí pareció descubrir la presencia de la joven policía, pero sus ojos estaban inexpresivos. Para ella empezaba un largo letargo. En el suelo, yacía el bastón, como un resto de piel de cobra tras la muda. Dominique Vernay Juillet

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