Me acuso de ser demasiado sentimental (cada día, cada año un poco más: me voy licuando, como la sangre de San Pantaleón o San Genaro o una de esas; me

Lo que queda de mí Si para algo estoy hecho, será para la expresión y para la reflexión; nunca para la genuflexión. Me gustan los libros, las películ

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LA CRUZ QUE ME DA LIBERTAD
“LA CRUZ QUE ME DA LIBERTAD” Nelson Daniel Venturini ¿Por qué vivir la vida cristiana a medias, cuando tienes la posibilidad de vivirla en toda la ple

Ojalá hubieses jugado conmigo o me hubieses llevado a un partido o me hubieses dicho que me querías Yo sólo pretendía que te ocupases de mí
Prólogo Sé lo que de verdad quiero que me traigan los Reyes: quiero volver a la infancia. Nadie me va a dar eso… Sé que no tiene sentido pero de toda

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Lo que queda de mí

Si para algo estoy hecho, será para la expresión y para la reflexión; nunca para la genuflexión. Me gustan los libros, las películas, los discos, ordenar mis cosas. Soy muy ordenado – no un maniático –, una persona que quiere saber – por si lo necesita – dónde se puede encontrar un objeto. Me gusta guardar cosas, y pasados unos años, volver a echarles un vistazo. Creo que el orden ahorra tiempo. Me gustan las librerías, los departamentos de música y cine de los Grandes Almacenes, los cines. Detesto las oficinas, los ministerios, los hospitales, las casas de los demás, los sitios en los que hay que hablar bajito y llevar corbata. No me gustan las multitudes; las aglomeraciones; no me gusta vivir en ciudades grandes, porque agobian con su trajín; tampoco en pueblos pequeños, porque le vigilan a uno: sólo me gusta vivir en aquel sitio donde pueda estar tranquilo y disponga de unos servicios básicos. Detesto el ruido, la algarabía, el barullo. Me saca de mis casillas, me desquicia. Adoro el silencio, estar solo y pasar desapercibido. No me gusta el sonido del teléfono – sólo trae malas noticias, muestras fingidas de interés por tu suerte y la de los tuyos, peticiones y requerimientos y la usurpación de tu tiempo con los asuntos más banales. Como de todo, menos las choupas, que me dan arcadas. Mi ideal ha sido durante mucho tiempo cultivar gustos sencillos y una mente compleja, al contrario de tanta gente que conozco, de gustos rebuscados y mente de aterradora simpleza (amigo – enemigo, blanco – negro). Ahora quisiera lograr gustos sencillos y mente sencilla, que no simple, una mente más bien floral: como esas flores que sólo hacen una cosa evidente y simple, suntuosa y fugaz.

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Lo que queda de mí

Me acuso de ser demasiado sentimental (cada día, cada año un poco más: me voy licuando, como la sangre de San Pantaleón o San Genaro o una de esas; me derrito en nostalgias y ternuras de bobo, me fundo en tibieza de arrumacos, como un Mr. Valdemar diseñado por Walt Disney). Cada vez más me dejo mecer por las imágenes que me evocan las canciones, me someto sin oponer resistencia a que las películas me conmuevan. En cambio, no soy nada romántico: me incomodan los besuqueos, los detalles amorosos: los dos cogiditos de la mano paseando por la playa descalzos, las miradas acarameladas, los dos abrazados mirando la luna, los ramos de flores. Me gusta seguir un protocolo antes de acostarme: ando por el pasillo de mi casa, de aquí para allá, de allá para aquí, cavilando, reflexionando, hablando en voz baja (sobre cosas que he hecho, que voy a hacer, que debería hacer, justificando mis conductas – muchas veces injustificables – ). Luego me gusta ir al retrete con un libro o una revista o la radio, evacuar, quedarme a gusto. Finalmente me meto en la cama, me pongo los auriculares de la radio hasta quedarme dormido. Por favor, absténganse los psicoanalistas de darme su docta versión de esta manía porque ya la conozco y me trae al fresco. Por lo demás, disfruto mucho, porque agradezco con sorpresa todo lo bueno; lo malo, como ya me lo esperaba, me fastidia y poco más. Los cuadros de salud de algún familiar me alteran, me trastornan, pero sé encararlos con fortaleza. Tengo suerte: buena o mala, eso ya no lo sé. Suerte con mi mujer y con mis hijos, que están sanos y me quieren. Suerte con mi madre. Suerte con mi trabajo, en el que me encuentro a gusto. Suerte también con los que no me

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Lo que queda de mí aprecian – ni a mí, ni a mi familia –, porque lo que les falta en calidad lo compensan con su número. Bien está. Según Voltaire, “la mejor venganza contra los que no nos quieren es ser felices”. Y yo no puedo remediar ser bastante vengativo… Amo lo vivo y sobre todo el hecho de vivir. No especialmente los contenidos de la vida, las cosas tremendas y un tanto milagrosas que le llegan a pasar a uno por culpa del vivir, sino el vivir mismo, el pasar por aquí y echar una ojeada, un trago, unas risas, un polvo, una lágrima, una carcajada, un pedo, un discurso, un suspiro: el simple echar de menos. Soy un mirón, escruto hasta el más mínimo gesto en la gente, trato de averiguar que es lo que piensa, la analizo y la desmenuzo, observo sólo los hechos (la fuente más fiable), apenas presto atención a las palabras, suelo desenmascarar las imposturas, los señuelos y las apariencias. Me tomo tiempo. Con esto y con objetividad, trato de poner a las personas y a las cosas en su sitio. Yo, que soy un criticón empedernido, me enorgullezco sobre todo de saber elogiar y de saber que es preciso elogiar, para ser libre. La característica y también el último refugio del esclavo es la queja, pero nunca su liberación. Soy de los que se impacientan exageradamente con las pequeñas contrariedades de la vida pero luego afrontan con razonable coraje y buen humor las mayores. Uno de los dones que conservo de mi carácter infantil es el de disfrutar una y mil veces con la misma canción, el mismo relato o la misma película: los

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Lo que queda de mí niños, que aman sin desfallecimiento la vida, son espontáneamente nietzscheanos y piden que retorne sin cesar lo que les arroba. Sólo los adultos reticentes ante el placer de la existencia buscan sin cesar novedades, para aburrirse de inmediato de ellas en cuanto las conocen. En una película hermosa de John Ford, Qué verde era mi valle, el padre de familia (Donald Crisp) ha regañado en la mesa con los hijos mayores y todos se han levantado airados y se han ido; queda el menor, un niño (Roddy MacDowell), que no ha participado en la disputa. El pequeño carraspea y hace algo de ruido para atraer la atención de su padre, que le dice: “Sí, hijo, ya sé que tú sigues ahí”. Es lo que me digo a veces a mí mismo, al despertarme en la alarma o el dolor, en la cólera, en la impotencia, en el ridículo, en la vergüenza: miro hacia el rincón donde aún sigo dentro de mí, siempre niño, y digo “gracias por estar ahí”. Pese a todo y más que nunca. Entonces quizá, o en cualquier otro momento, con el pretexto más nimio o contra la evidencia más horrenda, se me vuelve a venir encima la alegría. Me encanta la soledad. No me cuesta nada – por fin lo he conseguido, decir no – rechazar una invitación a una reunión, boda, una cena con los compañeros de trabajo o una comida familiar (que me seducen tan escasamente como los encantos de la guillotina a María Antonieta). Mi sociabilidad la reservo a lo estrictamente necesario. Me dan alergia las personas que se interesan por cómo estoy, cómo nos encontramos mi familia y yo, si necesitamos algo, que contemos con él, o con ella, o con ellos, ondeando la bandera del “buen rollito” y arriando el escollo de la “mala conciencia”. Las palmadas en la espalda, las palabras de ánimo, las muestras – imposturas – de colaboración no son más que un barniz de ayuda y caridad.

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Lo que queda de mí

Me hubiera gustado ser alguna gente – Billy Wilder, Cary Grant, Jack Lemmon, Elvis, Humet, Chaplin, Cruyff, Gerald Durrell, Benedetti – en algunos momentos de mi vida. Buscar Freud, capítulo I. Pero creo que ahora ya no me cambiaría por nadie. Me ha costado tanto moldear mi carácter hasta hacerlo de hule o de goma elástica, sobre el cual todo me resbale cuando yo quiera, que no estoy dispuesto a experimentar más cambios, no vaya a ser que todo lo que he descartado me vuelva a interesar. Soy desconfiado, muy escéptico, cínico con los hipócritas. No me creo casi nada de lo que me cuentan. Estoy convencido – y muchas veces lo he comprobado – de que todos, absolutamente todos, mentimos con diferentes propósitos: causar lástima, provocar compasión, conseguir un beneficio, aparentar algo irreal, ocultar vicios, carencias e imperfecciones, caer bien o resultar agradable. Admito que durante mucho tiempo yo pecaba de esto último: Trataba de agradar, y si hacía falta decir lo que la otra persona quería oir, aún a costa de contravenir mi verdadera forma de pensar, pues para eso estábamos, que la vida es demasiado corta y no hay como perder una parte preciosa de ella fingiendo. De todas las formas de mentira, engaño o impostura que he conocido, la pose de seriedad es la que más detesto y la que hace más estragos. Soy melancólico, muy melancólico, pero es una melancolía higiénica, un área de servicio donde repostar y reemprender el camino con energía. No es una sombra que me impide gozar de la luz y del calor del sol, es algo que me enseña a arrepentirme de mis faltas y a compadecerme de las de los demás, es el modo que tengo de expresar las cosas que no pueden decirse o escribirse con palabras, es un derecho del dolor sincero – el que se masca en secreto –.

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Lo que queda de mí Es lo que desarrolla las fuerzas de mi ánimo, es lo que me reconcilia con mis pérdidas y mis errores. Me encanta estar en casa. No sé quién decía que para conocer a la gente hay que ir a su casa. Cuánta razón. No estoy hablando de un espacio donde disfrutar de todo tipo de lujos o comodidades. Me refiero a aquellas adquisiciones que se logran sin dinero: un lugar de reflexión, de paz, un paraguas contra los contratiempos, un abrigo contra los golpes gélidos con los que a veces te zarandea la vida (un enfermo terminal siempre desea morir en casa), un oasis de pequeños placeres y aficiones – que al final son los que menos te cansan –, un lugar donde recargar y recargarse, la primera y mejor escuela. Soy muy ordenado, pero no un neurótico. Mi mujer dice que soy un repugnante. A veces me paso, lo admito, pero necesito para funcionar que todo esté en su sitio. Sé – por experiencia – que nada funciona si no lleva consigo una armonía interior, un equilibrio; Nadie consigue metas u objetivos si no toma como base la organización o la disciplina. No toda luz que se enciende y se apaga es un faro. Precisa el ritmo. Marca de la casa: la Lentitud. Mi mujer dice que en el Lejano Oeste sería el primero que caería. Fijo. Es aconsejable la tranquilidad para afrontar determinados trances de la vida, pero tal como están hoy los tiempos y con el avance vertiginoso de las nuevas tecnologías, una persona lenta es una excentricidad inadmisible. Desearía ser más ágil, pero lamento decir que no doy para más. Debo darle vueltas a todo para encontrar la mejor solución, soy un burócrata mental, un lilas, pero eso sí, lo que hago con lentitud, me sale bien. Mi inteligencia (emocional, afectiva, social, laboral) sólo funciona con la segunda o tercera marcha.

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Lo que queda de mí

Cuando alguien me pregunta si me gusta viajar, contesto casi sin pensarlo pero convencido: no. El interlocutor se asombra (“Pero si es una forma de cultura”, “Qué raro eres”), incluso se rebela un tanto (“¿Cómo puedes no haber ido a Nueva York?” “¿Puedes vivir así, sin salir de tu tierra, sin ver las maravillas del mundo?”. Pues bien, a pesar de los intentos decididos y desesperados de evidenciar mi oscurantismo cosmopolita, la respuesta sigue siendo: no. Por encima de lo demás, lo que me gusta de veras es quedarme en casa. Me gusta tanto que a veces merece la pena alejarme de ella a un mundo de distancia para verla remota, deseable, minúscula en lontananza y emprender contra viento y marea la aventura del regreso. ¿Adónde voy cuando me marcho? A cualquier parte, a lo indeterminado, a la vasta tierra que se llama “lejos de casa”. Pero cuando vuelvo sí que tengo una meta precisa y clara, nítida como la diana que se alza al fondo del campo de tiro, inconfundible: ¡a casa, a casa! A fin de cuentas, eso debe significar que nunca consigo alejarme del todo, por lejos que vaya. Se viaja hacia lo que sea, al capricho, a lo superfluo, a la tan mencionada “desconexión”: se vuelve a lo imprescindible. Por lo común, todo viaje es de ida y vuelta, pero al auténtico viajero lo que debe gustarle es la ida, aunque luego haya que volver; en cambio a mí lo que me gusta es el regreso, aunque para disfrutarlo haya que partir antes. ¿Viajero, yo? No, sólo regresador. ¡Qué fastidio, el viaje! Paul Morand decía que emprender un viaje es ganar un pleito contra la rutina: pero en mi caso no hay litigio alguno con la rutina, siempre tan grata y tan amenazada. Sólo me oiréis hablar en su defensa. Me paso la vida reivindicando mis rutinas rodeadas de asechanzas turbadoras (folletos turísticos), maquinaciones de los conspiradores (gente que ha frecuentado esos lugares) y, sobre todo, los pelmazos y los cretinos empeñados en liberarte de tu ignorancia mundana. Si fuera cierto que el viajar

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Lo que queda de mí enseña, los revisores de billetes y las azafatas serían las personas más sabias del mundo. Cualquier desplazamiento de más de media hora es una fractura, un secuestro. Mientras viajo, voy y vengo pero no estoy. Un consejo: la imaginación sirve para viajar y cuesta menos. Lo único innegable es la hermosura de ciertos lugares en determinados momentos. Y haber estado allí. Tengo un alto sentido de la responsabilidad. Soy tremendamente autoexigente y perfeccionista. Me gusta hacer las cosas bien, bien concebidas, bien desarrolladas, bien terminadas. Disfruto cuando veo el resultado, y sufro cuando nadie lo aprecia. No soporto las cosas mal hechas producto de la negligencia, de la falta de cuidado, de la vagancia. Considero a estas personas nocivas para una elemental convivencia. Por supuesto que tiene que haber un límite: La transigencia con el que lo intenta y yerra, la flexibilidad con el que admite con honestidad su incapacidad y busca orientación y ayuda. Lo que es evidente es que si funcionan las cosas en cualquier ámbito de la vida (social, familiar, laboral) es porque hay un puñado de pringados que le hacen la vida más fácil a la mayor parte de negligentes, vagos, gorrones, indolentes y carotas. Gracias a estas personas, las cosas funcionan – mejor o peor – y se hace más tolerable la convivencia. Me cuesta pedir perdón. Antes de llegar a esa fase, trato de justificar – con todo tipo de pretextos y subterfugios – mi conducta o mis decisiones. Pero a veces son tan frágiles esas excusas como un castillo de naipes. Suelo perder la calma muy pocas veces, y cuando esto ocurre, no atino a enlazar un discurso mínimamente coherente. No sé enfadarme. Hasta hace muy poco, era una persona que no sabía hacerse valer: insegura, indecisa, con un extraño e injustificado complejo de inferioridad. Actuaba en casi todos los ámbitos de mi vida como si tuviese que agradar a

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Lo que queda de mí todo el mundo. Tenía un deseo de servicio a la comunidad algo enfermizo. Y eso lo hacía, o intentaba hacerlo desde una actitud humilde. Un billete para el frenopático, por favor. Siempre estaba dejando cosas: libros, discos, películas; tratando de animar a los demás con bromas, proyectos, propuestas; mostrándome servicial, disponible, solícito: hacía dibujos (sin coste alguno), escribía historias, pintaba. Todo a cambio de casi nada. Ni recompensa económica, ni gratitud explícita, ni reconocimiento implícito. Aún encima, para cerrar este círculo esquizofrénico, soy un fanfarrón inverso – según mi hermano –: Presumo de lo negativo: Presumo de no enterarme de nada, de no ligar, de no tener ni idea, cuando lo lógico es ocultar – o tratar de corregir – tus deficiencias y potenciar – haciéndolas resaltar y vendiendo bien el producto – tus habilidades. Agotador, asfixiante, ¿verdad? Estoy casi curado. Creo que he sido y soy una persona generosa, sobre todo, con mi tiempo: Tiempo con mis amigos, tiempo con mi familia, tiempo con mi trabajo (Tiempo no remunerado). Casi este talante altruista se ha convertido para mí en un deber. Craso error. Aún tengo tarea por delante: debo ganar ese tiempo para mí. Detesto las muestras efusivas y mojigatas de cariño: besuqueos, achuchones, arrechuchos, manoseos y cualquier surtido de sobeteos azucarados. Reconozco que sí hay personas que lo necesitan. La verdad: Yo No. Soy cálido con las palabras, tierno con los gestos, afectuoso con mis acciones. Soy un saco de rarezas y manías: me gusta que las cosas guarden un armonioso orden: libros, discos y vídeos bien alineados, documentos en su sitio, que no me toquen mis cosas. Disfruto asistiendo al envejecimiento y desgaste de mis prendas de vestir (no es tacañería, es apego textil). Tengo

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Lo que queda de mí ropa-fetiche, auténticos amuletos de buena suerte. Me recreo mirando y remirando un DVD, un CD o un libro, lo huelo, lo abro, lo cierro – a veces, lo leo (es broma) –. Paseo antes de acostarme, hablo en voz baja. Incluso establezco diálogos y coloquios entre dos o más personas imaginarias conmigo: Pongo en boca de otras personas palabras, frases, preguntas dirigidas a mí, me hago entrevistas haciendo de entrevistador y entrevistado, me hago preguntas a mí mismo (a veces doy con la respuesta, otras no). No suelo dejar – sin aclararlo – ningún tema pendiente para el día siguiente. Asimismo, en este intervalo psicótico, suelo encontrar un hueco para efectuar mis necesidades fisiológicas, tras las cuales, regreso al mundo real y me meto en la cama. Me considero una persona entusiasta, positiva, que busca con perseverancia el más mínimo resquicio por donde huir de los momentos amargos o decepcionantes. Estoy convencido de que casi todo tiene solución, si uno es paciente, constante y reflexivo. Soy de buen conformar, austero, procuro no dejarme llevar por la euforia de los momentos dulces ni sucumbir a las contrariedades de la vida. Que la vida es una de cal y otra de arena es una de las lecciones más importantes que es necesario asimilar cuanto antes. Creo que tengo muy claras mis preferencias, mis gustos y mis querencias. Sé lo que me gusta y lo que no. Tengo un criterio muy claro de lo que para mí es la calidad en el arte, la excelencia en la actividad profesional y el valor de la ética en las relaciones humanas. Procuro no perder el tiempo – ni experimentar- con las vanguardias, modernidades( se les llama así porque no se les puede aplicar otro calificativo), con los irresponsables, con los escaqueadores laborales, con los que creen saberlo todo porque tienen más edad y con los que no tienen mis referencias afectivas y culturales.

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Lo que queda de mí Le doy excesivas vueltas a las cosas. Asuntos que para una persona normal no requerirían ni dos minutos de cavilación, polarizan durante horas e incluso días toda mi atención. No sé hacer una cosa – por insignificante que resulte – para salir del paso. Tengo que hacerla bien. ¿Por qué me detengo en cosas que dije o me dijeron, que hice, no hice, o me hicieron, en tonos al decir esas cosas, en valorar las interpretaciones a mis palabras? Esto sólo se puede entender desde un carácter perfeccionista, obsesivo, exigente e inestable. He llegado tarde a todo. Nunca he compartido casi ninguna seña de identidad con los de mi generación: He tardado en sacarme el carné de conducir, detesto el sabor del alcohol, nunca quise parecer más interesante con un pitillo en la mano, he apreciado las cosas buenas de la vida sin la intercesión de las drogas, nunca me han seducido las nuevas tecnologías, no me gustan las fotos y menos enseñarlas para aparentar lo bien que lo he pasado. La noche me ha aburrido soberanamente, el fútbol no ha marcado mis tardes de domingo ni las reuniones cerveceras con los amigos. Los coches y las motos me han traído al fresco, me gustaban los pubs donde podías hablar, aborrezco las discotecas, y en cuanto al sexo, nunca he dado buenas noticias: alto entusiasmo y bajo rendimiento. En definitiva, una persona que intenta mejorar día a día, puliendo sus deficiencias y fortaleciendo sus valores; alguien que aspira a decir no con más firmeza a las voces de aquellas personas que te aprecian si las consideras no como realmente son, sino como desean que se les tome; alguien que se conforma sencillamente con su manera de ser y se lanza a la vida, armado con un precioso salvoconducto en el que se leen las palabras: “Yo soy así y no voy a cambiar para agradar a los demás”; Una persona que no quiere encender una vela a Dios y otra al diablo, que tiene claro lo que quiere hacer, con quien quiere estar y hasta donde emplear su tiempo y energías; Alguien que quiere

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Lo que queda de mí cada vez más reirse de sí mismo, que está plenamente convencido de que el buen humor es el mejor traje que puede lucirse en sociedad y el mejor chaleco salvavidas para mantenerse a flote en la mayoría de las marejadas que nos envía la vida; Alguien que intenta ser coherente con lo que cree o lo que piensa; alguien que no quiere que su voluntad y personalidad se vean alteradas por los matices, modas y relativismos de las cosas que le rodean; una persona que quiere disfrutar de lo que cree que se merece, que trabaja y lucha para conseguir cierto bienestar económico, físico y afectivo; alguien que considera que la salud de uno mismo y de sus allegados es lo más y único importante; una persona que está convencida de que su religión, su verdadera religión, es llevar a cabo buenas acciones y que al único juez que debe temer y respetar es a su propia conciencia. Más vale que esta persona mantenga firmemente y con claridad todos estos propósitos porque con ella voy a pasar el resto de mi vida.

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