Miguel Ángel SCENNA. Los que escribieron nuestra historia. Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1976, pp

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO Miguel Ángel SCENNA. Los que escribieron nuestra historia. Ediciones La Bastilla, Bueno

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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Miguel Ángel SCENNA. Los que escribieron nuestra historia. Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1976, pp. 124-142.

4. Los primeros cincuenta años de historiografía Argentina. Después de la obra precursora de Pedro de Angelis, se asiste a una permanente elaboración desde los primeros tanteos, representados por la Historia de Domínguez y el Belgrano de Mitre, hasta las obras de mucho mayor solidez aparecidas en los primeros años de esta centuria, donde se destacan los trabajos de Ernesto Quesada. La primera generación, actora en Caseros, enfoca la historia desde su propia plataforma política, puesto que no hay historia sin contenido político. Se condena sin remisión a Juan Manuel de Rosas y a todos los caudillos del Interior, se abomina del federalismo de chiripá y poncho rojo. Se exaltan los valores del liberalismo tomados en bloque de su versión inglesa para uso externo: individualismo, librecambio, libre-empresismo, donde el Estado sólo tiene un vago y limitado papel de coordinador y policía, pero inhibido de interferir en el libre juego de las fuerzas económicas, en su gran mayoría extranjeras. La Argentina es ubicada dentro de un determinado contexto internacional de división del trabajo, por lo que se vuelca de lleno hacia Europa, buscando en ella los modelos materiales y espirituales, al tiempo que trata de incorporar a Europa dentro de sí, a través de la inmigración de personas, cosas y capitales. Mientras opera en ese sentido, la Argentina se desliga de su propio contexto americano, con el que trata de mantener distancia y establecer diferencias. El pasado argentino, tal como fue visto por la primera generación historiográfica, obedecía a esas premisas, voceadas, de mucho tiempo atrás por su ideólogo

Alberdi. En la segunda generación, cuyos hombres no vivieron el proceso rosista, se opera la primera reacción contra aquella visión terminante y excluyente, que partía a la historia, excomulgando o canonizando personajes. Saldías primero, luego y muy especialmente Ernesto Quesada, revalorizaron el período de Rosas con una interpretación más cercana a la justicia y la verdad, que fue rechazada en su oportunidad, sin encontrar eco en otros autores, ni en las aulas universitarias, ni en los textos escolares. Hemos señalado que esa diferencia hermenéutica no implicaba una distancia política o ideológica. Eran todos liberales y no se concebía otra forma de pensamiento, de manera que no hubo enfrentamientos, sino discordancias. A Saldías y a Quesada se les reconoció el mérito heurístico y la calidad de sus trabajos, pero se les rechazó la hermenéutica y quedaron como simples heterodoxos sin mayor trascendencia. La masa de la segunda generación historiográfica fue aun más liberal que la primera, ya que su sustento ideológico había abandonado todo residuo de romanticismo para teñirse de positivismo. La idea de un progreso continuo y ascendente, el triunfo de la razón, la exaltación de los valores materiales y el triunfo personal medido por la riqueza monetaria, eran cosas corrientes por todos aceptadas. El mismo ambiente del gobierno de Roca, con su increíble prosperidad y su elegante mismo, les aportaba la prueba de su acierto. Dentro de ese cuadro, historiográficamente, las instituciones formales adquirieron más trascendencia y valor que el país mismo. Eran la Democracia, la Libertad, la Constitución un poco mucho en abstracto lo que importaba como fin, no como medio de una Nación, y en base a ello se repartieron condenas y absoluciones. Y también se amoldaron los personajes históricos en una re-elaboración intelectual. En esa tesitura, Moreno fue despojado de todo contenido revolucionario, convertido en un abogado de gabinete apenas evolucionista y devoto creyente de las tres entelequias citadas, saturado de Rousseau. Todo el cataclismo de Mayo se habría producido exclusivamente para mercar libremente y tener Constitución propia. A su vez, Rivadavia fue ascendido a impar estadista, frustrado por los bárbaros caudillos del Interior, y de estos caudillos sólo Güemes se salvó de la guillotina histórica por su temprana muerte a los treinta y seis años, pese a lo cual también fue depurado, desfederalizado, para acercarlos al modelo unitario rivadaviano. Por un momento el mismísimo Juan Manuel de Rosas estuvo a punto de ser reelaborado a través de la obra de Saldías, que intentaba un ensamblamiento histórico, poniendo al Restaurador de la mano de Rivadavia por un lado y de Urquiza por el otro, en una continuidad perfecta. La cerrada negativa a su tesis, encabezada por Mitre y seguida por todos, impidió que las puertas de la interpretación liberal de nuestra historia se abrieran para Rosas. Según José María Rosa, esa negativa evitó la transfiguración de don Juan Manuel en un personaje domado, quitándole el poncho federal para vestirlo de doctor con galera y bastón, precursor de la Constitución, transfiguración similar a la padecida por Gervasio de Artigas en la historia oficial de nuestros semicompatriotas uruguayos,

donde el gran líder federal se ha convertido en una mezcla de Washington y Hamilton, capaz de cruzar el Delaware y de escribir en The Federalist, pero muy lejano de aquel formidable caudillo argentino surgido de las cuchillas orientales que en verdad fue. En base a las premisas anteriores se estructuró la enseñanza de la historia. Que de entrada fue la historia del puerto y la ciudad de Buenos Aires, con eventuales referencias al resto del país, apenas un lejano telón de fondo. Esa historia escolar quedó definitivamente fijada en 1903, a través de la reforma de la enseñanza dispuesta por el tercer ministro de Instrucción Pública del general Roca, Juan N. Fernández. A partir de entonces se consagró la versión liberal de nuestro pasado: la leyenda negra de la Colonia, largo período perdido en el oscurantismo, la irrupción de un Mayo celestial inspirado en Francia, en los Estados Unidos, y para nada en lo que estaba ocurriendo aquí, cuyo norte era el librecambio y activado por representaciones de hacendados; luego una Guerra de Independencia con granaderos de oro y azul, limpios como soldaditos de plomo, sin trasfondos políticos, sociales o económicos a la vista. Sigue la irrupción de siniestros y barbudos montoneros cuyas bajas pasiones los mueven a pelear, de puro malos, contra el talentoso Rivadavia. Y por fin la roja negrura de la tiranía de Rosas, con sus tablas de sangre, cabezas de unitarios en carros de duraznos, veinte años consecutivos de espantoso terror, donde los ingleses y los franceses tuvieron razón en atacar a la Argentina, pues sólo querían nuestro bien, al punto de gastar dinero y hombres de puro preocupados que estaban por librarnos filantrópicamente del monstruoso dictador. Y el todo concluía con los destellos wagnerianos del triunfo de los buenos en Caseros, tan magnífico, que excluía la necesidad de mencionar un ejército brasileño mechado con las tropas de Urquiza. Tras una breve mención a toda velocidad de la segregación de Buenos Aires por un decenio, la cúspide se alcanzaba en Pavón. Después venía una aburrida y aséptica lista de presidentes. De la Guerra del Paraguay, poco y nada. De la Revolución del 80, nada en absoluto. El estereotipo tuvo fortuna singular, profundamente clavado por decenios enteros, sin la, menor modificación ni crítica alguna. Había dejado de ser historia para convertirse en dogma. Y en libro de texto escolar, Grosso grande y Grosso chico. Así se inició el dominio del admirable instrumento de esclerosis, como Marc Bloch ha llamado a los manuales. Naturalmente, ello fue posible por expresar una sola política, basada en un único sustento ideológico y en un país con una fuerte expansión económica. Pero ese cuadro va a sufrir las primeras modificaciones cuando el marco homogéneo de mitristas y alsinistas se fisure en lo político con la emergencia del radicalismo, que reivindicará su filiación con el viejo federalismo. Precisamente en la época de Roca nacen los miembros de la tercera generación historiográfica, algunos de ellos hijos de la inmigración que fuera llamada para europeizar el país, y su visión del pasado mostrará discordancias con los artículos de fe de los clásicos. Al mismo tiempo del Interior llegarán historiadores como soplo fresco para aventar los preconceptos porteñistas, aportando un cuadro más veraz y equilibrado del pasado.

Capitulo VII LA TERCERA GENERACIÓN 1. El tiempo y los hombres. En las postrimerías del siglo anterior y comienzos del presente, la intelectualidad argentina estuvo marcadamente adscripta al positivismo. Este movimiento, que reconoce su padrinazgo en Auguste Comte, es definido de la siguiente manera por Giulio Preti: “En sentido muy lato puede decirse que es la revalorización del espíritu naturalista y científico contra las tendencias declarada y abiertamente metafísicas y religiosas del Romanticismo... A las nebulosidades y arbitrios de un saber fundado en la fe, en el corazón o en la intuición genial, contrapone el método objetivo, experimental, positivo de la ciencia natural”. Coincidió tal auge intelectual con el roquismo, que fue la expresión política del positivismo entre nosotros, con su pesado acento materialista, no desprovisto de cinismo y fuertemente teñido de un alegre escepticismo, desdeñoso de los valores espirituales y admirador del triunfo económico, el goce de la vida a través del lujo, el refinamiento y el disfrute de una soberbia haraganería disfrazada de cultura. La explosión de prosperidad que acompañó al roquismo sirvió pana convencer a muchos de la superioridad del positivismo, dando origen, entre otras cosas, a la vistosa y difusa generación del Ochenta y al desenfadado rastacuerismo del establishment que haría famoso el nombre argentino en Europa. En pocos años nuestro país se convirtió en el primer portador mundial de carnes, cereales y perdularios con fiero. Los que en vez de tirar manteca al techo preferían pensar, trataban de encasillar todo lo humano y extrahumano dentro de leyes positivas, buscando convertir a la filosofía o a la historia en ciencias como la física o la química, sujetas a inconmovibles postulados dentro de fórmulas de matemática precisión. Si tal cosa había ocurrido, era porque antes aconteciera tal otra, y así como A + B = C, toda vez que se diera la circunstancia cual sucedería inexorablemente el hecho tal. Lo impredecible debía desaparecer, y toda especulación abstracta carecía de sentido o de validez. La historia se convertía así en una rama de las Ciencias Naturales, como la botánica o la zoología. Y aunque parezca mentira, el asunto corrió bastante y se lo tomó muy en serio. Al respecto dicen Jorge Luis Cassani y A. J. Pérez Amuchástegui: “La influencia del positivismo fue poderosa en todas las ciencias, y la historia no quedó, por cierto, excluida. Una ciencia histórica sólo podría darse cuando se descubrieran las leyes rectoras del devenir histórico. Pero, sea por incomprensión de los principios de Comte o por desviación de ellos, es imposible señalar una estricta ortodoxia en la historiografía positivista. En general, hasta se desvirtuó el principio metodológico sustentado por Comte (ir del conjunto a los detalles); el conjunto pasó a convertirse en una concepción a priori del historiador, que antes

de iniciar su investigación pretendía saber adónde debía llegar. Y a partir de este apriorismo, se buscaron hechos para investigar sus causas; pero como había que llegar adonde el historiador quería, fue interesada la selección de hechos y forzada la recurrencia a las causas... Por ello cabe aplicarles, como a muchos otros autores liberales y positivistas, el severo juicio de Altamira, en cuanto representan una corriente en la cual «la verdadera ciencia está subordinada a la poesía., al color local y de la época», a las grandes síntesis apriorísticas, al interés de una idea política, nacional, etcétera. Lo importante es la composición de los materiales y la demostración de una tesis”. En ese ambiente navegó la segunda generación historiográfica argentina y se desarrolló la tercera, en la cual, junto a los mejores modelos del positivismo, se asistirá a la primera y vigorosa reacción contra los estrechos marcos materialista de ese movimiento. Y en buena parte esa acción y reacción se explica por la vivencia histórica de la tercera generación. Sus hombres nacieron entre 1875 y 1890, vale decir en pleno essor del roquismo; pero asistieron de muy jóvenes al nacimiento y desarrollo del radicalismo, a la avalancha inmigratoria, a los festejos del Centenario que marcaron la cúspide de la Argentina liberal, á la expansión del anarquismo, el surgimiento del socialismo, el ascenso de las clases medias, la irrupción de los sindicatos obreros y el posterior triunfo electoral de la Unión Cívica Radical, que significó la primera quiebra importante del antiguo régimen. Las dos primeras generaciones fueron liberales, del mismo tono, con eventuales variantes formales. El mitrismo y el autonomismo, que fueron sus vertientes políticas, diferían más por los hombres que por la doctrina en la que eran coincidentes, y hacia el final del período ya resultaban indiscernibles. El radicalismo, ubicado dentro del liberalismo, al que no enjuiciaba y del que no renegaba, aportó empero una serie de novedosos elementos que lo distinguieron de sus predecesores inmediatos. El substrato humano estaba formado esencialmente por los hijos de la inmigración, argentinos de primera generación en Buenos Aires y el Litoral, y por familias de vieja cepa tradicional y raigambre federal en el resto del país. Los primeros carecían de antecedentes de sangre o de terruño, pero exigían participación en el juego político, del que estaban marginados por los viejos partidos; los segundos, por su tara federal, llevaban medio siglo de ostracismo ideológico, sin medios propios de expresión. Ambas corrientes convergieron en la Unión Cívica Radical, que emergió como primer gran partido nacional de nuestra historia. Pese a su doctrina difusa y a veces incoherente, a pesar de las contradicciones de forma y de fondo, las tendencias de el amatorias que con el tiempo se tornarían calamitosas, el radicalismo abrigaba un nacionalismo esencial y robusto, hondamente popular, que se alzó contra el cosmopolitismo del roquismo. Habría, pues, una interpretación radical de la historia argentina. El esquema liberal había respondido a la secuencia: Colonia = Leyenda Negra. Mayo = Triunfo del Liberalismo a la anglofrancesa. Unitarios = Civilización. Federales = Barbarie. Luego la sangrienta Leyenda Roja con Rosas como

demiurgo, rodeado de una corte de caudillos y montoneros salvajes. Caseros = Triunfo de la Libertad y la Democracia. Finalmente, con Roca la historia alcanzaba su consumación. Podo estaba hecho. No va más. Lo que restaba era seguir por el mismo camino para siempre jamás, sujeto a los principios económicos, sociales y políticos de 1880. El radicalismo no ofreció variantes en la concepción sobre la Colonia y Mayo. Aceptó el esquema tradicional de los tres siglos de oscurantismo y la repentina eclosión maya sugerida 5 provocada por la Revolución Francesa, con total prescindencia de factores internos o peninsulares. Tampoco modificó sensiblemente la actitud de simpatía hacia el unitarismo; pero comenzó a separarse de la versión clásica liberal, al considerar el gobierno de Rosas y los caudillos. No asumió una posición reivindicatoria, pero sí mucho más comprensiva y objetiva. Se formuló un intento d e justificación histórica, tratando de deslindar los aspectos duros del gobierno del dictador. Finalmente, comenzó a enjuiciar lo acontecido tras Caseros, muy especialmente el ciclo del roquismo y sus secuelas, que fueron englobados bajo el nombre de Régimen y anatematizados por sus permanentes violaciones a la voluntad popular. Otra significativa característica de la tercera generación historiográfica fue el aporte del pensamiento provinciano, a través de los miembros provenientes del Interior, los que dieron una visión histórica opuesta a la del porteñismo d e las primeras generaciones. En suma, consideramos representantes de este grupo a José Ingenieros y Carlos Ibarguren, nacidos en 1877; Juan Álvarez, de 1878; Ricardo Rojas, Manuel Gálvez y Enrique Ruiz Guiñazú, de 1882; Rómulo D. Carbia y Ricardo Levene, de 1885; Emilio Ravignani y Roberto Levillier, de 1886; Dardo Corvalán Mendilaharzu, de 1888, y finalmente Diego Luis Molinari, el padre Guillermo Furlong y Miguel Ángel Cárcano, los tres de 1889. Destaquemos que, si bien Manuel Gálvez pertenece cronológicamente a esta generación, su producción historiográfica coincidirá con la de la generación revisionista siguiente, vale decir que será posterior a 1930 y a la gran crisis historiográfica que sufrirá nuestra cultura, por lo cual lo consideraremos con el revisionismo, al que intelectualmente pertenece. 2. Ricardo Rojas. A fines del siglo pasado llegó a Buenos Aires, procedente del Interior, un muchacho nacido en Tucumán y educado en Santiago del Estero, llamado Ricardo Rojas. Contaba dieciocho años de edad, y llegaba a la Capital para cursar derecho. Retoño de viejas familias que procedían del tiempo de los conquistadores, descendiente de guerreros de la Independencia, había crecido en un medio fuertemente aferrado a las viejas pautas de raigambre hispana y provincial, de allí que el impacto que le produjo la portentosa ciudad del Plata repercutiera en cada una de las fibras de su personalidad. El choque no fue ameno ni amable. Le disgustó profundamente el materialismo y el utilitarismo reinantes, que convertían la acumulación monetaria en el único norte apetecible de la vida. Lo repelió con fuerza el cosmopolitismo ambiente, que hacía de

Buenos Aires una olla podrida de tendencias, gustos y pensamientos de cualquier lugar de Europa, indiscriminadamente mezclados y prevalecientes al punto de haber barrido todo signo de personalidad nacional propia. Lo asustó la avalancha inmigratoria con su abigarrado conjunto de usos, trajes y lenguas exóticas, tan visibles y presentes que, al caminar por ciertas calles, daba la sensación de hallarse en una ciudad extranjera. Su alma tradicional y provinciana se rebeló contra el aberrante espectáculo; pero donde su indignación halló blanco y nieta fue en la educación popular. El espíritu cosmopolita y desarraigado de la enseñanza, carente de sentido nacional o americano; el empleo reiterado de manuales y textos europeos, lo llevaron a denunciar tan peligroso sistema para un país de aluvión como el nuestro. A su entender, la única manera de integrar las corrientes inmigratorias sin tradición común, consistía en establecer una adecuada enseñanza de la historia argentina y americana para, a su través, crear una conciencia nacional. A principios de este siglo, y siendo Ricardo Rojas funcionario del ministerio de Instrucción Pública, sugirió a las autoridades la posibilidad de aprovechar un viaje que proyectaba a Europa para estudiar los sistemas de enseñanza en el Viejo Mundo. Se le aceptó la propuesta y se le acordó licencia, pero sin goce de sueldo. Al regresar presentó un informe, el cual, según sus propias palabras, “no fue leído por nadie epa la Casa de Gobierno; el ministro de entonces lo guardó en un cajón de su escritorio y acaso allá hubiera quedado, a no ser mi súplica de que me la devolviera...”. De ese modo, en 1909, a los veintisiete arios de edad, lo dio a publicidad con el nombre de La restauración nacionalista. Rojas ha explicado las razones del título: “...mi propósito inmediata era despertar a la sociedad argentina de su inconsciencia, turbar la fiesta de su mercantilismo cosmopolita, obligar a las gentes a que revisaran el ideario ya envejecido de Sarmiento y de Alberdi; y a fuer de avisado publicista, sabía que nadie habría de prestarme atención si no empezaba por lanzar en plena plaza de Mayo un grito de escándalo”. Y por supuesto, ocurrió lo que tenía que ocurrir con tan revolucionario procedimiento: “Un largo silencio sucedió a su aparición de un extremo a otro del país. Los principales diarios de Buenos Aires ni siquiera publicaron el habitual acuse de recibo. Las más altas personalidades de la política y las letras guardaron también un prudente mutismo”. ¿Qué es lo que propiciaba este hereje? ¿Qué es lo qué decía este tirabombas intelectual? Enormidades como la siguiente, qué herían en lo hondo al ya cristalizado sarmientismo magisterio de nuestra educación: “Con solo fundar escuelas tras escuelas escuelas, salimos sin duda de la barbarie, pero no entrábamos por eso en la civilización. Necesitábamos más educar que instruir, y educar para la vida argentina. Al olvidar esos dos objetos, fuimos a dar al enciclopedismo, que, al realizarse, comportó para estudiantes y maestros fatiga prematura, desarraigo cosmopolita, pedantería vanidosa y falta de sinceridad...

Lo que nos faltó siempre fue el pensar por cuenta propia, elaborando en sustancia Argentina”. Jamás se había empleado lenguaje semejante, ni se había atacado un sistema con tanta franqueza y profundidad. Y los golpes del joven escritor seguían implacables: “Y siendo la emoción del propio territorio, la tradición de la propia raza, la persistencia del idioma propio y las normas civiles del propio ambiente, elementos vitales de nacionalidad, abandonarnos esas cuatro disciplinas a la bandería del manual extranjero y la ciencia de la lección rutinaria... Nuestro sistema falló también, según lo he demostrado, a causa del vacío enciclopedismo y la simiesca manía de imitación, que nos llevara a estériles estudios universales, en detrimento de una fecunda educación nacional. Así se explica que estén saliendo de nuestras escuelas argentinas sin conciencia de su territorio, sin ideales de solidaridad histórica, sin devoción por los intereses colectivos, sin interés por la obra de sus escritores. Ante semejante desastre, y en presencia de la escuela nacional de otros países..., he comprendido hasta qué peligrosos extremos falta a nuestra enseñanza el verdadero sentido de la educación nacional. Si naciones fundadas en pueblos homogéneos y tradición de siglos, lejos de abandonarla, tienden a fortificar la escuela propia..., esta es tanto más necesario en naciones jóvenes y pueblos de inmigrantes”. Parece mentira que esto fuera escrito en 1909 y que la mayor parte de la exposición conserve aún una lacerante actualidad. No sólo no le llevaron el apunte a Rojas en aquel momento lo que en cierta forma podría tener una justificación, sino que en ningún momento se intentó poner en práctica sus postulados nacionales, sus proyectos de enseñanza de la historia, su metodología emergente de lo argentino. Lejos de eso. Todavía seguimos sometidos a los aprendices de brujos que lucubran reformas y planificaciones sin haber pisado jamás un aula y a simple mérito de estar de moda tal o cual concepto en Europa o los Estados Unidos. Aprendices de hechiceros que legislan para un país extragaláctico que nada tiene que ver con la Argentina. Allá por 1909, Ricardo Rojas preconizaba como un deber: “La escuela nacional tendrá que ir, como las fortificaciones y el ejército, a las fronteras ahora abandonadas”. Todavía estamos en eso, pese a que el mismo autor señalaba la chilenización de la Patagonia, puesto que “en Chile hay un espíritu nacional vigoroso, y los que de allende la frontera emigran por razones económicas, traen. a nuestro país su conciencia cívica”. Y también indicaba la frontera nordeste, donde al problema inmigratorio se agregaba una tradición y una lengua distintas, provocando la aberración de que en regiones misioneras se hablara con más soltura el portugués, en detrimento del castellano. Respecto de la enseñanza de la historia, reclamaba mayor atención para el estudio de los siglos previos a la Independencia: “Comenzar nuestra historia en 1810 es sin duda de una gran belleza dramática, pero se está mejor en la verdad y en las ventajas que trae a una nación el formar conciencia de tradición más antigua, el comenzarlo desde el territorio y su primitivo habitante”.

Ricardo Rojas no era un improvisado ni un advenedizo. Fuera de su larga tradición familiar, poseía una cultura excepcional asentada en una brillante inteligencia; “se le veía el talento a flor de piel”, ha dicho Manuel Gálvez. Tenía un dominio de lenguas extranjeras poco frecuente en su tiempo y dominaba las literaturas europeas a la par de la española, lo que no le impidió manejar una prosa impecable, muy suya maestro del idioma, lo llamó Menéndez Pidal, y mantenerse inmune a toda imitación a título de un universalismo que siempre rechazó. Quiso entender las cosas desde América y la Argentina, y a pesar de los fallos que puedan señalársele, es obligación moral reconocerle la profunda honestidad de acción y pensamiento, que mantuvo a lo largo de su vida. Lamentablemente, Rojas no insistió en la temática de La restauración nacionalista. Tal vez las paredes de silencio que se alzaron en su torno lo disuadieran de correr la suerte de Quesada y de David Peña. Lo cierto es que el estupendo alegato quedó solo, como un episodio de juventud sin secuencia. En cambio, el gran escritor realizó algunos importantes aportes al estudio de la historia nacional. Revolviendo archivos jujeños, a los que encontró en el acostumbrado desorden entonces de rigor en los repositorios, halló las pruebas documentales de que la campaña sanmartiniana del Pacífico debió complementarse con una ofensiva desde suelo argentino sobre el Alto Perú, en un gigantesco movimiento de pinzas, frustrado por la guerra civil desatada en las Provincias Unidas. Erróneamente atribuyó el fracaso a los caudillos y no al verdadero responsable, Bernardino Rivadavia, que fue quien negó auxilio a San Martín, contra el parecer y el deseo de los caudillos, en primer término Bustos; pero de todas maneras quedaba en pie el hallazgo de que el plan del Libertador no había sido una operación aislada, desprendida del contexto argentino, sino un operativo de gran envergadura que, de triunfar, hubiera evitado la secesión del Alto Perú. Otra consecuencia que extrajo de su hallazgo fue que el fracaso de dicho plan determinó que San Martín se viera obligado a llamar a Bolívar, en busca de un auxilio que no podía esperar ni de Buenos Aires ni de Chile, y que posteriormente abdicara el mando tras Guayaquil, para dejar a su colega, venezolano en libertad para concluir la guerra de independencia. Estas importantes investigaciones darían lugar a doy trabajos: La Patria en Jujuy, de 1912, y años después La entrevista de Guayaquil. En 1917, Ricardo Rojas comenzó la publicación de su obra cumbre, Historia de la literatura argentina, primer esfuerzo de importancia en el tema y por muchos años único destinado a presentar un panorama global de las letras argentinas. Pese al enorme trabajo que representaba y a los indudables méritos de su concepción, los densos volúmenes de esta Historia recibieron una lluvia de críticas adversas. El que rezongó más acremente fue el bilioso Paul Groussac, que refunfuñó contra Rojas por hacer la historia de algo inexistente. Claro que Groussac sentía especial desagrado por Rojas, sentimiento ampliamente correspondido, ya que resultaban inconciliables el positivismo duro y arraigado del francés, con el modernismo literario del argentino. Y el modernismo literario,

como hijo lejano del romanticismo, no podía hacer buenas migas con las concepciones positivistas. Sea como ello fuere y a pesar de la excomunión de Groussac, la Historia de la literatura argentina es hoy un clásico de nuestras letras. Ricardo Rojas comenzó poco afecto al radicalismo en política. Luego fue simpatizando con el movimiento dirigido por Hipólito Yrigoyen. Cuando se produjo la revolución del 6 de setiembre, uno de sus primeros cuidados fue afiliarse al partido derrocado del poder, y en los años siguientes llegó a ser destacado dirigente de la UCR. Empero, no se lo puede considerar un historiador radical. Sus mejores trabajos históricos pertenecen a las primeras etapas de su carrera. Luego se dedicó a la docencia, la poesía, el ensayo y la crítica literaria, dejando de lado la investigación. Sin embargo, sus obras más leídas son de corte histórico: El Santo de la Espada, el más famoso de sus libros, y El profeta de la Pampa. El primero, biografía de San Martín en tono de divulgación, es uno de sus trabajos menos representativos, pese a la consagración del éxito. El segundo, dedicado a la vida de Sarmiento, sólo es redimido por la belleza literaria. Ricardo Rojas fue incorporado en 1916, a los treinta y cuatro años de edad, a la Junta de Historia y Numismática Americana.

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