MUERTE EN LIMA. Tercio de varas

William Munny MUERTE EN LIMA Tercio de varas Se despertó aterido de frío. La habitación, cuyas paredes solo lucían desconchones como adornos, era l

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3: Un tercio
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BAMBUTERAPIA O MASAJE CON VARAS DE BAMBU
MASAJE BAMBU BAMBUTERAPIA O MASAJE CON VARAS DE BAMBU  EL BAMU ES CONOCIDO COMO UN AFRODIASIACO  RICO EN HIERRO, CALCIO, SILICIO TIENE PROPIEDADES

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William Munny

MUERTE EN LIMA

Tercio de varas

Se despertó aterido de frío. La habitación, cuyas paredes solo lucían desconchones como adornos, era lo más parecido a una cámara frigorífica. Hundido en un catre de metal viejo y oxidado, el torero había pasado la noche encogido, plegado como un capote, tratando de impedir que el calor le huyera del cuerpo. Todo ello a pesar de la manta confeccionada con piel de llama que le servía de cobertor, el único objeto de cierto valor de toda la estancia, donde se hospedaba junto a su eventual mozo de espadas. Mirando a través de un pequeño ventanuco, se fue colocando capas de ropa encima para recuperar el temple. Al otro lado, el día escalaba por la silueta montañosa de la altiplanicie. Al llevarse la cremallera de la cazadora hasta el mentón, altivo el gesto para no pellizcarse, escuchó la voz amortiguada de su mozo de espadas. ―Don Francisco, ¿qué hace levantado?―preguntó Eurípides desde la profundidad de su catre―. Vuelva a la cama, poco hay que hacer a estas horas. El matador, sin girarse siquiera, aún con la vista fija en aquellas tierras desoladas,

dijo: ―Tengo que echarme algo caliente al estómago. Un café o un mate de esos que bebéis vosotros. ―Si no le importa, Don Francisco, yo me quedaré aquí un rato más, que luego se me hace muy largo el día. Las calles, sin más asfalto que la tierra y el polvo propio del paisaje, apenas registraban movimiento tan temprano. Las bajas temperaturas y la falta de ocupación eran responsables a partes iguales de su imagen apocalíptica. En aquel pueblo andino, donde todo quedaba lejos y sobraba el tiempo, sus habitantes solían tomarse las cosas con cierta calma. Embozado a causa de aquel viento helador, anduvo sin brújula hasta dar con una puerta, sobre cuyo dintel, alguien había pintado a mano la palabra “café” con pulso dubitativo. ―Perdóneme si me equivoco, ¿no es usted es Francisco Mejías, el torero? ―preguntó la camarera, depositando sobre el mostrador una taza humeante de café. El espada asintió con discreción y acercó las manos a la taza a modo de paréntesis. No le apetecía hablar, por lo menos hasta que no se hubiera calentado manos y garganta. La muchacha, corta de talle y de marcados rasgos indígenas, lo miraba maravillada, no atreviéndose a cruzar la puerta que separa la curiosidad de la impertinencia. En aquellas remotas latitudes, áridas de novedades, la llegada de los toreros que iban a lidiar la corrida en honor a su Patrón, el Señor de Ánimas, era todo un acontecimiento. Si además uno de ellos era español, a los que por tradición se les presuponía más escuela y empaque, la emoción se redoblaba. Por eso la joven no pudo reprimirse. ―¡Qué bueno!―exclamó, añadiendo con coquetería―: No quiero molestarle, pero créame si le digo que estoy muy emocionada. ―¿Te gustan los toros?―preguntó el matador. El halago había saltado el burladero que le servía de refugio, quedando al descubierto su lado más afable. ―No los entiendo mucho ―contestó la camarera―. ¡Pero son tan bonitos esos trajes que llevan! ¡Y les quedan tan bien a ustedes, los toreros! Aquello solo le sucedía en Perú, admirado y aplaudido en sus herrumbrosas plazas portátiles. Todo lo contrario que en España, donde nadie le ofrecía un contrato y era un

perfecto desconocido para los carteles. Como otros marchaban a Francia a vendimiar, él cruzaba el océano para ganarse un nombre en América y satisfacer un sueño. Lejos de ser figura, Francisco Mejías no era más que un emigrante ocasional, un temporero de la tauromaquia. Adulado por aquella muchacha de tez tostada, se dejó querer pidiendo otro café. A mediodía, el torero y su mozo de espadas se reunieron con el alcalde y los demás miembros de la comisión organizadora del festejo. El pago se había acordado por adelantado, contaba el mozo de espadas el dinero cuando les dieron la noticia. ―No habrá picadores ―dijo el alcalde―. Nos han llamado diciendo que se averió el camión que traía los caballos. Al escuchar aquello, Francisco saltó como un resorte poniéndose en pie. ―¡Ni enfermería ni ambulancia y, además, los toros sin picar!―gritó airado, a lo que añadió con gesto acusador―: ¡Ya sé lo que pretenden, celebrar un entierro en lugar de una corrida! Eurípides lo cogió del brazo y tiró de él para que volviera a su silla. ―Siéntese nomás, Don Francisco ―dijo―. Déjeme hablar a mí. Aquel hombre de ánimo pausado no era un mozo de espadas sin más. Recaudador y tesorero, pagaba a todo el personal que de una manera u otra participaba en las corridas contratadas por Don Carlos Quispe, su jefe y empresario taurino. Si las condiciones variaban, como solía suceder para mal, un poder notarial lo autorizaba a quitar, añadir o modificar clausulas. La falta de picadores, por imprevista, era una de esas situaciones que requería de su habilidad negociadora, aparte de una buena dosis de mano izquierda. ―El Maestro, aquí presente, tiene razón ―dijo con tono conciliador pero firme, dirigiéndose de esta forma a los miembros de la comisión como si de un tribunal se tratara―. Si no se le quita fuerza al astado, sino se evita que el toro levante el morrillo cuando embista, la lidia puede resultar tan peligrosa para el torero como deslucida para el público. Ténganlo muy presente, todos perdemos. Durante unos segundos, los miembros de la comisión agruparon sus posiciones para debatir. Al cabo, dijo el alcalde: ―No es lo más procedente, pero podemos picarlo en el mismo camión desde el que se desencajona al toro en la plaza.

Eurípides miró a Francisco en busca de su conformidad. Hizo como que volvía a contar el dinero, por si servía de empujón. ―De acuerdo ―dijo el diestro―, pero tampoco me lo vayan a desangrar y doble las manos nada más pisar el ruedo.

Tercio de banderillas

Recorrieron buena parte del trayecto dentro del maletero del autobús que cubría la línea Arequipa-Lima. Después de haber esperado al borde de la carretera Panamericana durante más de dos horas, a merced del gélido viento y ocultos a la vista de los grupos de bandidos que patrullaban aquella región inhóspita, aceptaron aquel refugio de chapa con alivio. Allí los había dejado una furgoneta destartalada, tras kilómetros y kilómetros de sinuosas pistas de tierra desconocidas para el transporte público. Apenas llevaban equipaje, una pequeña mochila con varias mudas y alguna prenda de abrigo. Los trastos de torear siempre eran prestados, nada de capotes con nombres bordados ni aceros de empuñadura conocida. Lo único propio con lo que se presentaba Francisco Mejías en cada plaza era su traje de luces. Lo acarreaba aparte, dentro de una funda con percha, procurando que no se arrugase ni estropease en aquellos viajes eternos y accidentados. Los dos hombres sintieron al autobús pararse. Tras unos segundos, una de las puertas del maletero se abrió. ―Ya pueden ustedes subir ―dijo el chófer, barriendo el interior con el haz de luz que proyectaba una pequeña linterna―. Acaban de bajarse varias personas. El torero y su mozo de espadas ocuparon dos de los asientos liberados. Casi sin tiempo para acomodar sus fatigados cuerpos, sucumbieron a un sueño profundo que no se vio alterado hasta que llegaron a la capital peruana. Un pequeño hostal cumplía la función de residencia durante los dos meses de

duración del contrato. Allí coincidían varios toreros como Francisco durante sus idas y venidas a las distintas ferias y festejos del país, la mayor parte de tercera categoría donde lo importante era la celebración y no el éxito del matador de turno, en ocasiones más espectador él de lo que sucedía en los tendidos que su público de la lidia. Las grandes plazas estaban destinadas a matadores de relumbrón, placeados y con peso en los carteles, pero no para aquellos proletarios de la muleta, que movidos por un amor desmedido a la profesión sufrían la desgracia de no ver reconocido nunca su empeño. Eurípides se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes enrollados con una goma. Tras desplegarlos y hacer un doblez por su eje longitudinal con el propósito de que quedaran bien estirados, separó unos pocos y con ellos le pagó a Francisco por adelantado. ―Tome, su dinero por los toros que tienes que matar mañana. Guárdelo bien. El torero extendió los billetes en abanico por si así engañaba a la vista y le parecía mayor la cantidad. Muy al contrario, los huecos entre el papel les dieron un aire de orfandad que invitaba al llanto. ―Al cambio, esto no llega ni a trescientos euros. ―No se queje ―dijo el mozo de espadas―, que con los soles que a mí me corresponden no llego ni a cien de esos euros suyos. ¡Lo mío sí que es una ruina calamitosa! ―¡No me jodas, Eurípides! ¡Tú no te juegas el pellejo delante de un toro, vas a comparar! El mozo lo miró con recelo, pero no tenía tiempo ni ganas de iniciar discusión alguna. Antes de volver a hablar, vio como el torero se desabotonaba la camisa y metía el dinero en una bolsa que llevaba pegada al pecho con cinta adhesiva. ―Tengo que salir ―dijo al fin―, me ha llamado el Sr. Quispe hace un momento para que me reúna con él en su oficina. Supongo que querrá ajustar algún tema de la corrida Una vez solo en la habitación del hostal, Francisco se tendió en la cama con el ánimo revuelto. En aquel submundo taurino del que formaba parte, invisible para la prensa y la mayor parte de los aficionados, donde los contratos se hacían volubles según las circunstancias y el dinero llenaba los bolsillos de empresarios desaprensivos, él era solo un títere más del guiñol, que daba su consentimiento para que le tiraran de los hilos por ese

romántico anhelo de triunfo que anida en el alma de cada maletilla, de cada novillero, de cada matador, todo con el fin último y supremo de abrir una puerta grande. Y eran esa ilusión, esa esperanza y ese orgullo, los que alimentaban la fortuna del empresario Carlos Quispe. Si no era Francisco, sería otro. Había que tragarse la hiel o regresar a casa, porque si algo sobraba en aquel espectáculo eran aspirantes. Al otro lado de la puerta, en el pasillo, se escucharon voces y golpes. Francisco creyó reconocer en los recién llegados a los banderilleros que dormían en la habitación de al lado. Para el espada la frustración era cíclica, siempre asomaba su lacerante espíritu en los periodos de espera, entre corrida y corrida. Sin las preocupaciones y avatares de estos momentos, la mente de Francisco cedía terreno a sus hijos y a su mujer, que reconquistaban la plaza arrebatada adelantando su línea del frente. Era entonces cuando los dedos se le iban a la cartera y sacaba un retrato de familia que se apretaba contra el pecho, como si así pudiera adelgazar el océano hasta convertirlo en el fino hilo de agua que le brotaba de los ojos. Una conversación entrecortada y dispersa atravesó la pared, poco más que un lienzo. El torero supuso que los banderilleros se habrían emborrachado con el último dinero pagado por el empresario. Aunque en su pueblo todos lo entendían, ninguno lo avalaba. Ya había probado fortuna y aún no se había labrado un nombre. Pero él insistía, y ya era el cuarto año, en hacer el petate y buscar un dorado que no acababa de encontrar, un dorado que apenas le daba para cubrir en casa los meses de ausencia. Si al menos hubiera contado con la comprensión de su esposa… Pero ella era la más afectada y, con toda la razón, la más crítica con la decisión egoísta de un marido que anteponía su afán a todo lo demás, incluyendo a los hijos que compartían. Por todo aquello el desconsuelo y los remordimientos hacían que la sensación de pérdida fuese mayor, que el viaje se hiciera más penoso y polvoriento, que los trofeos, cuando se conseguían, estuvieran revestidos del sinsentido de una dedicatoria que nunca iba a ser escuchada. Después de algún tropezón y su consiguiente quejido, los ruidos y voces de la habitación contigua se apagaron. Envuelto de nuevo en el silencio, tirado en la cama de aquel hostal hediondo,

Francisco odió al empresario Carlos Quispe por prometerle vítores y aplausos en la plaza limeña de Acho, la más grande e importante de todo el Perú, donde lo coronarían como el nuevo virrey del toreo a pie; odió a sus iguales españoles, de la misma o peor calaña, por no darle la alternativa de exhibir todo el arte que era capaz de instrumentar con un capote y una muleta en su tierra, donde estaban sus familia y sus raíces, confinándole a aquel exilio taurino que le tenía rotas las entrañas como si le hubiera alcanzado la peor de las cornadas; odió al propio Eurípides por mostrarse dócil con su labor y complaciente con su amo, moviendo el rabo a la primera orden como un buen perro amaestrado; y ya inmerso en aquella vorágine de odio, odió a su propia mujer por no meterle en la maleta más que incomprensión. Abrió la ducha y dejó correr el agua. Los banderilleros no habían vuelto a dar señales de actividad en su habitación, a buen seguro dormían hartos de pisco. Cuando encontró la temperatura, el torero se metió dentro del cubículo sucio de rabia, deseando que el agua la arrastrara por el sumidero. Por un instante, fue consciente de que el destinatario de todo el odio que emanaba era otro, él mismo.

Tercio de muerte

Después de levantar a Francisco para calzarle la taleguilla, Eurípides le ayudó con el fajín. Remataba de vestirse el torero cuando el sonido de una bocina subió de la calle. ―Bajen los seguros ―les pidió el chófer de la furgoneta―. Y estén alertas en los semáforos y cruces, es donde aprovechan los ladrones para asaltar carros. Frente a Francisco y su mozo de espadas se habían sentado los dos banderilleros. Tenían los rostros abotagados y el habla espesa, consecuencia de la jarana y el pisco trasegado la víspera. El último tramo lo hicieron con las ventanillas bajadas, estrechando la mano de la gente que se acercaba a la furgoneta para saludar a los toreros. Después de un rodar

salpicado de frenazos, consiguieron alcanzar su destino, una plaza portátil levantada en uno de los barrios más alejados y populosos de Lima. ―No me gusta nada ese cabeceo ―dijo Francisco del segundo toro de su lote. ―Ya se ve que el animal mansea, maestro ―añadió Eurípides, que lo acompañaba tras la barrera―. Pero si quiere salir a hombros, va a tener que esforzarse más de lo que lo hizo con el primero. El mozo de espadas estaba en lo cierto, la faena había resultado muy deslucida. No logró transmitir nada a los tendidos, y eso que el público se adivinaba de los de fácil entrega. Tras matar al morlaco con una estocada tendida, apenas pudo arrancarles unos tibios aplausos, amén de alguna que otra crítica disonante. Dispuesto a cambiar el rumbo de la tarde, se plantó en el centro del ruedo y citó con el capote al toro que cerraba plaza. Unos lances de verónica devolvieron el interés al respetable, y con una tanda de chicuelinas aseadas dejó al toro preparado ante el picador, quien ya lo esperaba con la vara en ristre. Dada la categoría de la plaza y la fuerza del animal, bastó un puyazo como castigo. Luego el presidente sacó el pañuelo blanco y cambió el tercio. Salieron entonces los banderilleros contratados para la ocasión. Incapaces de colocar un palo, ejecutaron tres pares a cual más vergonzoso. Entre carreras y risas de los tendidos, solo prendieron en el animal las banderillas arrojadas como lanzas. ―¿De dónde has sacado a esos desgraciados?―preguntó Francisco a Eurípides, estupefacto por lo que acababa de presenciar. ―Esto es cosa del Sr. Quispe. Se lo prometo, maestro ―mintió el mozo. ―Creía que era cosa tuya lo de las cuadrillas. ―En esta ocasión, no ―volvió a mentir. Toreó de muleta como mejor sabía hacerlo, arrimándose. Él era un matador serio, nada que ver con aquellos subalternos farsantes, eso debía saberlo el público y así se lo demostró cuajando varias series de naturales que hizo que los aplausos atronaran con fuerza en los tendidos. La música lo estuvo acompañando hasta el momento de la suerte suprema, que ejecutó con maestría hundiendo todo el estoque en el hoyo de agujas. Varios hombres pugnaban por cargar a hombros al torero, que se vio zarandeado hasta que los puños decidieron. Con la cabeza entre las piernas del ganador, cruzó el ruedo y salió a la calle, donde lo esperaban cientos de aficionados para vitorearle. Minutos

después, la marea lo dejó en un local próximo habilitado como cantina. ―¡Maestro, maestro!―gritaba Eurípides, que se acercaba a trompicones entre el gentío. Al llegar a su altura, exclamó―: ¡Venga un abrazo! Las botellas de licor circularon de mano en mano volcándose en tragos generosos. Todo era algarabía y desorden. No solo lo celebraba la cuadrilla del diestro triunfante, allí también tenían cabida el resto de la terna con sus respectivos subalternos. Organizadores, monosabios y demás personal de intendencia completaban el aforo. Alentado por el éxito y las felicitaciones, el torero invitó a varias rondas de pisco ante los ojos vidriosos de sus banderilleros. ―Don Francisco, no tire más dinero ―dijo su mozo de espadas tomándolo del brazo―. Mejor será que nos marchemos ya, que el día ha sido muy largo para todos. Minutos después, la misma furgoneta que los había llevado hasta allí dejaba atrás el bullicio y se sumía en la penumbra de las mal iluminadas calles limeñas. Dentro, amortiguados los ecos del triunfo, el cansancio se hizo patente. Aturdido por los efectos del alcohol, Francisco comenzaba a adormilarse cuando la voz pastosa de uno de los banderilleros se hizo oír. ―Maestro ―dijo―. Podría prestarnos unos soles a este y a mí ―golpeó con el codo a su compañero― para seguir la juerga, aún no tenemos ganas de acostarnos. ―Para eso ya tenéis vuestra paga ―le espetó el torero. ―No sea tacaño y denos algo, con una botella de pisco nos conformamos ―insistió el subalterno. ―Después de vuestra actuación, ¿todavía tenéis la cara de pedirme dinero? Antes de que pudiera terminar el reproche, el otro banderillero se le había echado encima esgrimiendo una navaja. Alumbrado por el brillo del filo, dijo: ―¿No lo ha oído? ¡Venga, el dinero! ―Lo lleva en una bolsa atada al pecho ―apuntó el otro―. Le he visto sacarlo de ahí. ―¡Eurípides, quiénes son estos hijos de puta!―gritó el torero revolviéndose contra el de la navaja. El chófer dio un volantazo y todos se corrieron en sus asientos como la carga de un barco. Un instante después, de regreso a su posición original, Francisco sintió un punzante

ardor en el costado. Al llevarse la mano bajó la axila, notó brotarle la sangre a borbotones. Buscó el origen del daño en el banderillero de la navaja, que la contemplaba a su vez sorprendido de lo limpia que estaba. Envuelto en la confusión, no vio llegar la segunda puñalada, la que le reventó las tripas. ―Esto no tenía que haber salido así ―dijo entonces Eurípides, acercando su boca al oído del torero―, íbamos a quitarle el dinero y repartírnoslo mientras durmiera la borrachera. Tenía usted razón, Don Francisco, estos dos no son más que unos desgraciados.

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