Mujica Lainez: la historia literaria y la historiografía del siglo XX

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Historia del arte e historia del poder: la deconstrucción del discurso hegemónico en las novelas de Manuel Mujica Lainez y la instauración de un imaginario alternativo Diego Eduardo Niemetz1

Resumen: Nos proponemos analizar el cuestionamiento que surge desde la producción literaria del escritor argentino Manuel Mujica Lainez hacia la historia del arte (entendida como una rama subsidiaria de la historia en general) y, por lo tanto, hacia los mecanismos de poder y de consagración que se esconden tras una presunta naturalidad de la memoria. Si se considera que la historia del arte es una ciencia que se maneja con las mismas normativas que la historia de los hechos y que, por ejemplo, exige del historiador la aplicación de algunos métodos y el aporte de evidencias, resulta asimismo que sus resultados surgen de una serie de operaciones, omisiones, recortes, etc. sobre el material del que se dispone para elaborar las hipótesis pertinentes. Como una consecuencia natural, podría sostenerse que la historia del arte es el resultado de la imposición de ciertas visiones dominantes acerca de la evolución del campo cultural y que, por lo tanto, es posible reescribir también esa historia, dejando en evidencia las redes de poder que subyacen a sus mecanismos de consagración. Con ese fin nos centraremos en dos de las novelas más representativas de Mujica Lainez, Bomarzo y El laberinto, y propondremos abordarlas a partir de las relecturas y transgresiones que en ellas se hace de la historia oficial del arte pictórico consagrado. Los casos de dos pinturas muy famosas que aparecen comentadas en el desarrollo de las novelas seleccionadas serán el eje de reflexión en nuestro trabajo.

Mujica Lainez: la historia literaria y la historiografía del siglo XX El escritor argentino Manuel Mujica Lainez (1910-1984), representa un caso particular dentro del panorama de las letras argentinas a raíz de sus múltiples inserciones en el campo cultural, por un lado, y de la normatividad con la que generalmente fue recibido, por el otro. En este sentido puede señalarse que en una de las primeras revisiones de su obra, emprendida por María Emma Carzuzán en 1962, la estudiosa notaba, no sin extrañeza, una presunta doble faceta entre el crítico de arte “que suele inclinarse hacia las tendencias novísimas” 2, y el escritor “retrotraído hacia lo pretérito, hacia lo envejecido, lo decadente, lo nostálgico”, para terminar

Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza – Argentina) – CONICET – Dr. en Letras – [email protected]. El autor se desempeñó durante diez años como funcionario en el Museo Nacional de Arte decorativos y, además, fue periodista cultural y crítico de arte para el diario La Nación por más de cincuenta años. En sus reseñas, tal y como marca Carsuzán, puede apreciarse un ávido interés por promocionar a las nuevas generaciones de artistas. 1 2

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sosteniendo que no resulta “contradictorio ni paradojal reconocer que su arte excepcional y personalísimo usa el fotómetro del modernismo”3 (Carsuzán, 1962, p.17). Esa aparente contradicción entre los gustos artísticos del Mujica Lainez crítico de arte, siempre pendiente de las últimas tendencias, y la práctica literaria del Mujica escritor, fue resuelta a partir del establecimiento de una línea de estudios dominante en relación a su obra que ha buscado siempre relacionarlo con una concepción caduca, conservadora y elitista de la literatura. Sin embargo, esta opinión debería como mínimo morigerarse al revisar sus novelas históricas. En efecto, en ellas es posible apreciar que su concepción de la historia no es en absoluto conservadora sino que, por el contrario, resulta de una profunda revisión de las tradiciones ideológicas dominantes y de las convenciones estéticas canonizadas. En otras palabras lo que estamos sugiriendo es que, a contramano de la idea que circula masivamente en el campo cultural sobre el escritor, algunas de sus obras podrían ser consideradas como exponentes de la Nueva Novela Histórica tan asociada con el siglo XX y con la posmodernidad. Además, dando un paso fuera de lo estrictamente literario, podría decirse que el hecho de que la producción laineceana haya sido publicada de forma paralela a los nuevos paradigmas de la historiografía que eclosionaron durante el pasado siglo, refuerza nuestra impresión acerca de la necesidad de enfocar su narrativa en el contexto de los replanteos en torno a la fidelidad con la que fueron narrados los hechos y a los mecanismos para asegurar la memoria colectiva. En este trabajo nos proponemos analizar de qué modo el discurso contestatario que comenzó a circular a partir de la década del 50 a través de la Nueva Novela Histórica, equivalente en la literatura a las corrientes historiográficas antes aludidas, se refleja en la escritura de Mujica Lainez y permite encuadrarla en el contexto de la posmodernidad.

La Nueva Novela Histórica y la concepción de los documentos en la posmodernidad literaria Según Fernando Aínsa, la llamada Nueva Novela Histórica representa una corriente que: al propiciar un acercamiento al pasado en actitud niveladora y dialogante, elimina la “distancia épica” de la novela histórica tradicional y propicia una revisión crítica de los mitos constitutivos de la nacionalidad (Aínsa, 2003, p.28).

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En estos juicios, sin lugar a dudas, tiene un rol fundamental la figura real del escritor, su procedencia social y sus opiniones políticas, que han sido trasvasadas automáticamente a las valoraciones sobre la obra.

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Esta característica mencionada por el crítico será clave para comprender la actividad revisionista de Manuel Mujica Lainez, quien en muchas ocasiones se pronunció explícitamente sobre el asunto. Por ejemplo, al asegurar que: Quienes pretenden que los seres que poblaron nuestro territorio desde la fundación de las ciudades (...) no fueron hombres y mujeres de carne y hueso, se equivocan. De carne y hueso fueron y como tales actuaron, con flaquezas, con miserias, con vanidades. Se equivocan los que aspiran a que nuestros antepasados, por el hecho de serlo, se presenten a nuestra memoria rígidos, inmóviles, deshumanizados (Discurso de Mujica Lainez reproducido en La Nación [Buenos Aires], 5 jul. 1949, cit. por: Cruz, 1996, p.127).

Ahora bien, esta mirada revisionista se puede precisar en una larga lista de aspectos, entre los cuales el más inmediato, difundido y explotado por la nueva novela histórica es el de la posibilidad de re-contar el pasado e iluminar perspectivas alternativas. Uno de los objetivos perseguidos con tales métodos es el de darle una voz a quienes no la tuvieron en las versiones oficiales y consagradas, redundando tal actitud en una “desacralización de la historia monumental en la que se empeña buena parte de la narrativa latinoamericana contemporánea” (Aínsa, 2003, p.61). Sin embargo, un número importante de los resultados de esta cruzada revisionista están asentados en otra de las características aludidas en el excelente estudio del crítico uruguayo: nos referimos concretamente a la ampliación del concepto de documento y la conciencia acerca de la intencionalidad con la que el mismo es interpretado. En este sentido, Fernando Aínsa señala que: Despojado de su narratividad histórica al ser incorporado a la ficción, la naturaleza del documento pasa a ser otra, aunque se trate del mismo texto. La lectura del documento se inserta en otro ritmo, su propia retórica se trasciende en la de una sintaxis narrativa cuyas pautas no se fundan tanto en la veracidad como en su significado, tanto contextual, como estético (Aínsa, 2003, p.66).

Por cuestiones de tiempo y de interés, ya que se trata de un tema que ha sido poco abordado desde esta perspectiva4, nos centraremos particularmente en el cuestionamiento que surge desde la producción literaria del escritor hacia la historia del arte y, por lo tanto, hacia los mecanismos de poder y de consagración que se esconden tras una presunta naturalidad de la memoria. Para expresarlo de otro modo, si consideramos que la historia del arte es una ciencia que se maneja con las mismas normativas que la historia de los hechos y que, por ejemplo, 4

Existen muchos trabajos que abordan la dimensión artística en la literatura de Mujica Lainez, pero muy pocos en los que se estudie las tergiversaciones a las que el autor somete a ese material estético. Entre ellos podemos resaltar un artículo de Alma Novella Mariani y el excelente volumen de María Caballero incluidos en la bibliografía.

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exige del historiador la aplicación de algunos métodos y el aporte de evidencias, resulta asimismo que sus resultados surgen de una serie de operaciones, omisiones, recortes, etc. sobre el material del que se dispone para elaborar las hipótesis pertinentes. Como una consecuencia natural, podría sostenerse que la historia del arte es el resultado de la imposición de ciertas visiones dominantes acerca de la evolución del campo cultural y que, por lo tanto, es posible reescribir también esa historia, dejando en evidencia las redes de poder que subyacen a sus mecanismos de consagración. Con ese fin nos centraremos en dos de las novelas más representativas de Mujica Lainez, Bomarzo y El laberinto, y propondremos abordarlas a partir de las relecturas y transgresiones que en ellas se hace de la historia oficial del arte pictórico consagrado. Los casos de dos pinturas muy famosas que aparecen comentadas en el desarrollo de las novelas seleccionadas serán el eje de reflexión en nuestro trabajo. En este sentido podemos adelantar que Bomarzo (1962), además de ser considerada la obra cumbre del escritor, quizás sea también la novela de Mujica Lainez en la que se haga más evidente el intento por cuestionar los procedimientos de los historiadores y de la historia. En efecto, esa acción no solamente es llevada adelante proveyendo al lector de una versión “alternativa” del relato histórico sino que, en un desafío que va un paso más adelante, se discuten desde la superficie textual las concepciones historiográficas que se desea cuestionar, llegando en ocasiones a proponerse la necesidad de fundar una nueva forma de hacer historia. Este mecanismo se sustenta en una característica muy particular y compleja del narrador creado por Mujica Lainez: por una parte, su condición de inmortal y, por otra, su clara identificación autoficcional con el escritor real de la novela. En nuestra opinión, dentro de ese universo renacentista evocado por Mujica, uno de los registros en que se manifiesta con más fuerza el cuestionamiento sobre la práctica de la historia se puede verificar en el discurso específico de la Historia del Arte que, como adelantábamos, debe entenderse en tanto que rama subsidiaria de la primera. En esta novela el arte está por todas partes: en sentido literal, y estrictamente en el nivel narrativo, hay que recordar que los grandes pintores, escultores, escritores que han trascendido como muestras acabadas del desarrollo del Renacimiento italiano se dan cita en sus páginas a través de la ficcionalización de sus figuras, de menciones, evocaciones, citas, etc. Paralelamente, y en una dimensión menos evidente, no hay que olvidar que toda la narración surge de un intento de Mujica Lainez por explicar el origen del “Sacro Bosque de los Monstruos” ubicado en los jardines del castillo de Bomarzo, que lo había fascinado durante una visita que tuvo lugar en 1958.

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Por su parte El laberinto (1973) es una novela histórica que apunta a recuperar en la actualidad un género surgido y explotado por los escritores del Siglo de Oro español: nos referimos, concretamente, a la picaresca. La fisonomía de esa modalidad narrativa, tan asociada con la decadencia imperial y con el desarrollo de la Conquista sobre el territorio Americano, brindaron a Mujica Lainez la ocasión para aportar una mirada sobre el pasado que resulta desmitificadora, humorística y melancólica a la vez, alejándose de manera notable de las versiones estándar. A diferencia de Bomarzo, el narrador de esta no es ni inmortal ni, tampoco, un personaje histórico real, aunque esté inspirado como veremos en una figura que aparece en una célebre pintura de El Greco.

Bomarzo En esta novela, uno de los ejercicios más interesantes en relación a la reescritura de la historia del arte, se registra en torno a una pintura de Lorenzo Lotto conocida como “Retrato del Gentilhombre en el estudio”. En el desarrollo de la trama y en diferentes ocasiones Pier Francesco Orsini, el narrador, reclama haber sido el modelo real del retrato. Esta identificación constituye, de por sí, una atribución falsa en términos estrictamente historiográficos, ya que no hay manera de comprobar que el Duque de Bomarzo fuera el modelo utilizado por Lotto en la ejecución de la obra, sino que, por el contrario, todas las evidencias apuntan en dirección contraria. Casi desde la primera página de la novela, el cuadro adquiere una preponderancia notable que se irá acentuando en la medida en que el narrador vaya aportando una serie de detalles sobre la forma en la que posó para Lotto y en la medida en que devele algunos secretos relacionados con el simbolismo de la obra a los cuales, según la lógica establecida, solamente él puede darles el sentido que realmente tienen porque estuvo allí en el momento en que se realizó el retrato. Pero descontando la importancia de estudiar la falsa identificación del Duque con el modelo y las subjetivas interpretaciones que realiza el narrador, sería importante también analizar de qué modo el “Retrato del Gentilhombre en el estudio” se relaciona, desde la novela, con la historia del arte y con el campo cultural y, finalmente, qué consecuencias se desprenden de ello. El asunto puede abordarse desde varios niveles diferentes5. El más obvio y abundante

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Aunque con propósitos algo disímiles, Sandro Abate ha realizado una observación que corrobora esta opinión (ver Abate, 2004, p.18-19).

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es el nivel que podríamos llamar “técnico” que se refleja, por ejemplo, en los elogiosos comentarios del narrador sobre la destreza del pintor para esconder su deformidad física: Y no ha quedado ni un solo rastro, para el futuro, de tan palmarias y patéticas irregularidades; ni siquiera en mi maravilloso retrato por Lorenzo Loto, el de la Academia de Venecia, una de las efigies más extraordinarias que se conocen, en la cual no figuran para nada ni mi espalda ni mis piernas, y en la que los pinceles de Magister Laurentius, cuando yo contaba veinte años, prestaron relieve a lo mejor que he tenido (Mujica Lainez, 2007, p.23).

Pero también podría pasarse a otro nivel más profundo: nos referimos al hecho de que en la novela se establece un contrapunto dialógico con algunos textos de la historia del arte, como ser catálogos de museos y estudios específicos sobre el período en general o sobre Lorenzo Lotto en particular. Así, por ejemplo, el investigador Sandro Abate recoge un comentario del crítico Gino Fogolari acerca de esa pintura, que es de gran importancia para comprender nuestro punto de vista. El comentario en cuestión dice: Es inútil fantasear en torno al personaje y al tiempo en que vivió; mejor sentir la obra sólo como pintura. Ese ropaje negro, esa camisa blanca, esa cara pálida, descarnada, surcada de sombra y de dolor, y esas manos hacen de este desesperado de Amor, uno de los retratos más espirituales de Lotto (Cit. por Abate, 2004, p.46).

La importancia inmediata del fragmento radica en el hecho, puesto en evidencia por Abate, de que al describir al protagonista en algunos pasajes de su novela, Mujica Lainez se apegó a esta caracterización llegando incluso a aludir explícitamente al texto del crítico. Así, al comienzo de la novela, después de dar cuenta de su malformación física, se propone mencionar también los aspectos positivos de su exterioridad y lo hace en los siguientes términos: mi cara pálida y fina, de agudo modelado en las aristas; de los pómulos, mis grandes ojos oscuros y su expresión melancólica, mis delgadas, trémulas, sensibles manos de admirable dibujo, todo lo que hace que un crítico (que no imagina que ese personaje es el duque de Bomarzo, como no lo sospecha nadie y yo publico por primera vez) se refiera a mí sagazmente, adivinándome con una penetración psicológica asombrosa, y designándome Desesperado del Amor (Mujica Lainez, 2007, p.23).

Como se ve, Mujica Lainez no solamente recurre a la designación de Fogolari con la cual se cierra la cita, sino que la descripción en general del retrato (y por extensión de la personalidad del narrador) coincide con la que propone el afamado crítico de arte en el fragmento transcripto más arriba. Pero la operación sobre la historia del cuadro y sus significados no se detiene allí, sino que se dirige a una interacción explícita con los críticos y los historiadores de arte. Bajo el amparo de lo que Schanzer denomina la técnica del “I was

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there” (The persistence of human passions 26 y 81), es decir, a partir de la ilusión creada mediante la supuesta inmortalidad de Pier Francesco, la voz narrativa cuestiona algunas hipótesis propuestas desde los textos consagratorios de la historia del arte. Esto sucede, por ejemplo, cuando el narrador manifiesta sentirse herido en su amor propio porque el modelo del retrato ha sido identificado, por un crítico de arte, con Ludovico de Avolante: Por ello me duele que no se sepa que ese personaje (...) es Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, y que algún comentarista proponga para modelo del mismo a un señor Ludovico Avolante (Mujica Lainez, 2007, p.369).

Frente a la especulación del crítico, el narrador se siente impulsado a corregir las hipótesis que considera inadecuadas, ya que el fue “testigo” y “protagonista” de esos sucesos: lo que sí sé y proclamo y mantendría ante el sabio Berenson si se levantara de la tumba, es que yo serví de pauta en el palacio Emo de Venecia, el año 1532, para que Magister Laurentius pintara el discutido retrato del gentilhombre6 (Mujica Lainez, 2007, p.369).

No es casual que Mujica elija al famoso crítico de arte Bernhard Berenson7 quien, además de revalorizar en el albor del siglo XX al pintor renacentista que había caído en el olvido, introdujo un método más cientificista en los tratados de arte. A través de su persona, entonces, se cuestiona en general toda una forma de encarar los estudios históricos y de concebir las ciencias. Tal y como sucede en relación a otros testimonios históricos mencionados a lo largo de la novela, lo que el narrador impugna en el pasaje que hemos traído a colación es un tipo de discurso que se pretende sólidamente fundamentado aunque, en definitiva, está desarrollado a partir de una serie de documentos dispersos sobre los cuales se monta un desarrollo teórico que puede llegar a parecer sólido, pero que no es necesariamente único ni correcto. Desde el punto de vista planteado en estas páginas y a partir de fragmentos de la novela como los anteriormente considerados, es posible insistir en la idea que Mujica Lainez ha seguido un camino que apunta a poner de manifiesto las contradicciones y zonas inseguras inherentes al planteo historiográfico. En un nivel inmediato, la consecuencia que se deriva de este enfoque es que investigaciones como la de Berenson, por más que permitan avanzar en el 6

Cabe señalar que el año probable de composición del retrato sea 1527 y no 1532 como asegura el narrador. Este crítico fue una auténtica eminencia sobre el Renacimiento y, particularmente, sobre Lorenzo Lotto, acerca del cual publicó un famoso y pionero estudio en 1894. En efecto, hay que recordar que el pintor veneciano era poco conocido por esa época y que adquirió relevancia gracias a Lorenzo Lotto: an essay in constructive art criticism, el libro de Berenson. Para mayores detalles sobre la vida y la obra del crítico, puede consultarse la entrada dedicada en la página web del Dictionary of art historians: http://www.dictionaryofarthistorians.org/berensonb.htm. 7

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conocimiento de una obra, corregir alguna atribución confusa, mejorar la interpretación de sus significaciones simbólicas, etc. están siempre limitadas por la obvia lejanía temporal, espacial y hasta espiritual con el artista que plasmó las obras y, por lo tanto, se ven obligados a un acceso mediado por los documentos que resulta irremediablemente incompleto. Esto no quita que se valore el hecho de que Berenson se aplicara a desentrañar los misterios que la figura de Lorenzo Lotto planteaba, ni tampoco se niega que sus aportes hayan contribuido al mejor conocimiento del artista, pero sí se tiende a poner en discusión sus consecuencias en un camino que, una vez emprendido, no tiene retorno.

El laberinto Nuestro segundo ejemplo acerca de cómo se encara la deconstrucción de la historia del arte en la escritura laineceana, lo constituye El laberinto. En este caso la revisión de la imagen artística no se centra en obras que todavía hoy contienen elementos misteriosos o lagunas acerca de su pasado como el “Sacro Bosque de los Monstruos” o del retrato de Lotto del cual ya nos ocupamos, sino que el punto de partida es una obra central de la pintura española y universal, acerca de la cual hay mucha documentación y certezas. Más concretamente, El laberinto pretende ser la autobiografía del niño que aparece en el famoso cuadro “El entierro del Conde de Orgaz” (1586-1588) de El Greco, que funcionó originalmente como hipotexto de la novela. El chico aparece ubicado en la esquina inferior izquierda de la pintura, sosteniendo con una de sus manos un hachón mientras que con la otra señala la figura central de la composición: Yo soy ese niño que a la izquierda del cuadro, en la parte más próxima al suelo, sostiene con la diestra un encendido hachón y con la siniestra indica la fúnebre y extraordinaria ceremonia, junto al mancebo San Esteban. Pero yo tenía entonces catorce años, y el infante representado cuenta asaz menos. Me dijo el Greco que había decidido rejuvenecerme así, porque convenía al espíritu de la obra la presencia de un parvulillo, de un ser virginal, dando testimonio del milagro (57).

Es sabido que el modelo real de esa figura fue Jorge Manuel, hijo del pintor. Sin embargo, frente a la versión “oficial” Mujica Lainez otorga una identidad diferente al niño y lo convierte en el protagonista de su novela. A pesar de las libertades que asume, el escritor es consciente de que existe un número considerable de objeciones que podrían poner en riesgo el pacto ficcional y el principio de verosimilitud, por lo que el conflicto entre su versión y la oficial es previsto metaficcionalmente desde la novela. Eso se manifiesta, por ejemplo, en las muchas ocasiones en que el narrador se siente en la obligación de resignificar algunos detalles de la pintura que han sido tenidos en cuenta por los críticos de arte, como ser la fecha que figura en

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el pañuelo blanco que asoma entre las ropas del niño retratado. Ese dato generalmente se relaciona con el día del nacimiento de Jorge Manuel, pero el narrador asegura que en realidad se “corresponde a mi visita inicial” al taller del artista, ocurrida varios años antes de la ejecución de la obra y, si bien no menciona las hipótesis que ese detalle habrá de generar, sí predice “que, sin duda, con el correr del tiempo, [ese detalle] intrigará a los minuciosos observadores” (57). Fuera de este asunto de la identidad del joven, es evidente también que, en términos generales, las circunstancias de la creación de la pintura son similares a las registradas por los historiadores del arte, lo mismo que la identidad de muchos de los personajes en ella retratados y que aparecen fidedignamente mencionados en la novela (el caso paradigmático es el de Covarrubias, el gran amigo del pintor). Por lo tanto, puede concluirse que el escritor busca instalar en ese discurso “oficial” otro artefacto narrativo que se nutre de sus certezas mientras siembra la duda y la inestabilidad en su seno. Al igual que en Bomarzo, puede decirse que el narrador pretende corregir un “error”, manifiesto por ejemplo en una atribución de identidad falsa, que el mismo interesado/retratado procura enmendar hablando de su experiencia en primera persona y esgrimiendo la consecuente autoridad de su testimonio directo. La utilización de este personaje que participa de los grandes acontecimientos artísticos y políticos de su tiempo, permite a Mujica Lainez revisar otras visiones sobre la España del siglo de Oro, materializando, entre otros aspectos, el estado de decadencia en que se encontraba Toledo después de que la Corte se trasladara. La narración de Ginés es, por un lado, una novela picaresca sobre las aventuras del joven, de las cuales un gran número remiten a sus experiencias sexuales y, por el otro, un relato histórico que, aunque en ocasiones parezca ser fiel a las fuentes, resulta ser profundamente crítico con las mismas. Este particular aspecto de El laberinto se verifica en la recurrente insinuación de que algunos detalles de la historia, tanto de la española como de la americana que son los espacios por donde se mueve el protagonista, o no han sido recordados por la historiografía o no han sido contados como en verdad ocurrieron. Así, sumados al caso de la identidad del niño-modelo del cuadro de El Greco, por ejemplo, vemos aparecer a un San Martín de Porres muy joven que realiza milagros extraños con los animales pero a quien se hostiga por su origen mestizo o a un Lope de Vega enamoradizo, aunque no exactamente como suele ser evocado por los manuales de literatura.

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Algunas conclusiones Como hemos propuesto al comenzar, nos interesa observar de qué manera este proyecto desarticulador, que se enmarca en la acción de la nueva novela histórica, se manifiesta en la obra de un autor argentino contemporáneo cuya praxis literaria es paralela a ciertos desarrollos teóricos, como los de Hayden White, producidos en el campo de la historiografía durante el siglo XX. Llevar estos reparos a un nivel más amplio supone, claramente, el cuestionamiento a la seguridad que en ciertas ocasiones pretende derivarse de los discursos sobre el pasado, desde una escritura en la cual la certeza de las hipótesis se vuelve siempre materia de sospecha y de reescritura de ese pasado. Ese contraste, entre lo real y lo testimoniado, es explicitado por el narrador de Bomarzo cuando, en ocasión de asistir a la coronación de Carlos V, observa: las telas en las cuales habían sido pintados los trofeos que decoraban las calles me parecieron míseras, el alto pasadizo y los doseles, unos tinglados de feria; los soldados esparcidos en las plazas, unas tropas ocupantes, que estaban ahí para acallar las protestas del pueblo: en general, esos personajes y esos actos impresionan mucho más a través de las descripciones fervorosas de los cronistas, encargados de dorar telones, que vistos como los vi yo (Mujica Lainez, 2007, p.246).

La morfología del discurso histórico en Bomarzo explicita la existencia de una manipulación, consciente y sistemática, del mismo. Lo que en nuestra opinión, y a partir de la evidencia acumulada a lo largo de estas páginas, habilita a suponer que la narración de Pier Francesco trasciende la esfera de la novela histórica tradicional con la voluntad de exhibir esa manipulación. En otras palabras, lo que podría marcar la filiación de Bomarzo con la nueva novela histórica es que desde sus páginas se pone de manifiesto la falibilidad de un método que esconde sus vacilaciones subjetivas detrás de la presunta solidez del discurso anclado en el documento. En el caso de El laberinto las reflexiones teóricas acerca de la historia son menos frecuentes, aunque también en ella se pone en práctica una visión absolutamente desprejuiciada sobre el pasado español y americano que la vinculan con las tendencias literarias posmodernas. En este sentido, no parece interesar demasiado si, para lograr el socavamiento señalado, el autor se vale de la historia en general o de la historia del arte en particular, ya que ambas disciplinas se nutren de los mismos fundamentos y ambas están orientadas por la misma ilusión de objetividad y cientificismo que se busca desautorizar creando un imaginario alternativo y verosímil. La instalación del nuevo discurso se verifica no solamente como estrategia de ventas, cuando El laberinto es promocionado como “la singular autobiografía de Ginés de Silva, el niño pintado por El Greco en El entierro del Conde de Orgaz”, sino también en el hecho

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(recordado con deleite por el propio Mujica Lainez) de que los guías turísticos del castillo de Bomarzo prefirieran su versión de un Duque físicamente deforme, inmoral y atormentado por sobre la más correcta, históricamente hablando, de un refinado y tranquilo duque prototípico del Renacimiento. En uno y otro caso, como hemos señalado, las imágenes pictóricas se erigen en documentos cuestionables, pasibles de ser reinterpretados y de ser invocados como pruebas que contribuyen a socavar el relato histórico hegemónico.

Referencias bibliográficas ABATE, Sandro. El tríptico esquivo. Manuel Mujica Lainez en su laberinto. Bahía Blanca: Universidad Nacional del Sur, 2004. AÍNSA, Fernando. Reescribir el pasado. Mérida-Venezuela: CELARG, 2003. BOURDIEU, Pierre. Razones prácticas: sobre la teoría de la acción. Barcelona: Anagrama, 1997. CABALLERO, María. Novela histórica y posmodernidad en Manuel Mujica Lainez. Sevilla: Secretariado de publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2000. CARSUZÁN, María Emma. Manuel Mujica Lainez. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1962. CRUZ, Jorge. Genio y figura de Manuel Mujica Lainez. Segunda edición. Buenos Aires: EUDEBA, 1996. LUKÁCS, Georg. La novela histórica. México: Era, 1966. MENTON, Seymour. La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992. México: FCE, 1993. MUJICA LAINEZ, Manuel. Bomarzo. 9º ed. Buenos Aires: Debolsillo, 2007. MUJICA LAINEZ, Manuel. El laberinto. Buenos Aires: Sudamericana, 1989. Cuarta edición. NOVELLA MARANI, Alma. “El Renacimiento en Manuel Mujica Lainez”. En: Sur. Buenos Aires. Número 358-359, Enero-Diciembre 1986. WHITE, Hayden. El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Barcelona: Ediciones Paidós, 1992.

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