NATURALEZA Y PERSONA: EL SENTIDO DEL AMOR. Juan Cruz Cruz. 1. Concepción física y concepción personalista del amor

NATURALEZA Y PERSONA: EL SENTIDO DEL AMOR Juan Cruz Cruz 1. Concepción física y concepción personalista del amor Con frecuencia se lee que el Aquinat

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NATURALEZA Y PERSONA: EL SENTIDO DEL AMOR Juan Cruz Cruz

1. Concepción física y concepción personalista del amor Con frecuencia se lee que el Aquinate tenía del amor una concepción física, alejada de una visión personalista. Fue Rousselot quien puso en circulación la tesis de que en los pensadores de los siglos XII y XIII se dieron dos teorías opuestas sobre el amor: la física y la extática. Aunque ya quedan muy atrás en el tiempo los motivos de esta polémica, se mantiene todavía en pie el meollo ontológico que la animaba y que recurre continuamente en nuestros días. Por eso no es ocioso recordarla. 1. La concepción física –llamada grecotomista y representada, según Rousselot, por Hugo de San Víctor, San Bernardo y el propio Tomás de Aquino– fundaría “todos los amores reales o posibles en la necesaria inclinación que los seres naturales tienen a buscar su propio bien. Para estos autores hay entre el amor de Dios y el amor de sí una identidad profunda, aunque secreta, que hace de ellos la doble expresión de un mismo apetito, el más profundo y el más natural de todos, o por decirlo mejor, el único natural [...]. Santo Tomás, inspirándose en Aristóteles, extrae de aquí el principio fundamental, mostrando que la unidad (y no tanto la individualidad) es la razón de ser, la medida y el ideal del amor; restablece, de un solo golpe, la continuidad perfecta entre el amor de concupiscencia y el amor de amistad”1. Tampoco habría separación entre apetito y amor. El apetito natural de cada ser por su bien sería la forma fundamental y única del amor, porque es el motor exclusivo de la vida afectiva. El apetito natural del hombre coincidiría en el fondo con el amor desinteresado al bien de Dios, lo mismo que el amor desinteresado que uno profesa a otra persona, a pesar de que tuviera que sufrir sacrificios corporales, sería una forma de amor de sí. No es posible un amor que no sea egocéntrico: el amor de otro se reduce al amor de sí. La concepción física del amor acabaría, pues, en una especie de exabrupto antropológico: el amor es la búsqueda de nuestro bien, o sea, el amor es siempre amor de sí, pues tiene por objeto el bien propio del sujeto; 1

P. Rousselot, Pour l'histoire du problème de l'amour au moyen âge, 3.

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y como el bien propio del sujeto es la felicidad, fin último que especifica la tendencia de la voluntad, entonces el amor de sí es la medida de todos los otros amores y los sobrepasa en todo. Y cuando Santo Tomás “parece a veces que pone en el velle bonum la última palabra del amor, quiere afirmar la misma cosa con otros términos, pues «el bien» no puede describirse sino como el objeto de los deseos naturales: id quod omnia desiderant”2. 2. En la concepción extática, en cambio –representada por algunos místicos dialécticos cistercienses y franciscanos, inspirados en San Víctor y Abelardo–, no es ya compatible el amor desinteresado con el apetito del bien del ser amado. Se cortan todos los lazos que parecen unir el amor de otro a las inclinaciones egoístas: el amor es tanto más perfecto, cuanto más fuera de sí pone al sujeto. Habría una dualidad de amores: pero el verdadero amor no es ya el que todo ser natural refiere necesariamente a sí mismo. “El amor es a la vez extremadamente violento y extremadamente libre: libre, porque no saca su razón de ser sino de sí mismo, pues es independiente de los apetitos naturales; violento, porque va al encuentro de los apetitos, los tiraniza, y no parece descansar hasta destruir al sujeto amante, absorbiéndolo en el objeto amado. Siendo así, no tiene otro fin que él mismo, se le sacrifica todo en el hombre, hasta la felicidad y hasta la razón”3. El apetito es centrípeto; el amor, centrífugo. Quedarían, pues, separados el ámbito del apetito (por el que todo ser es conducido hacia su bien) y el ámbito del amor. Por apetito se designaría entonces el conjunto de concupiscencias que, estando inscritas en nuestra naturaleza y siendo tan necesarias como la naturaleza misma, nos llevarían hacia los bienes que nos faltan, satisfaciendo nuestras ansias de bienestar y felicidad. El amor, en cambio, no obraría empujado por una naturaleza que, como la nuestra, pretende su acabamiento: sería el sentimiento que nos invade en presencia de una persona amada y nos lanza hacia ella, ocupándose del bien del ser amado, sin ligarse a la concupiscencia de nuestra felicidad. Amaríamos por pura gratuidad, libremente, sin otra razón que nuestro mismo amor. Nuestra vida, puesta al servicio del amor, debería ser un lucha contra los apetitos y el egoísmo. Es claro así que la noción de un amor puramente “extático” o desinteresado, según lo plantea Rousselot, choca frontalmente con la supuesta concepción “física” del apetito en Santo Tomás, para quien el amor de sí sería el fondo de todas las tendencias naturales: un amor desinteresado no po2 3

P. Rousselot, 9-10. P. Rousselot, 4.

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dría ser amor. Los que mantienen la concepción extática rechazan por eso la identificación del amor y del apetito: “el amor va de una persona a una persona, pero violentando las inclinaciones innatas e ignorando las distancias naturales, como una pura tarea de libertad”4. La idea de persona domina aquí sobre la idea de naturaleza: y el amor comienza allí donde termina el apetito (la naturaleza). Rousselot interpreta que el amor desinteresado a Dios sale, según Santo Tomás, de la concupiscencia de nuestro bien, la cual, a título de apetito natural, sería nuestro primer amor, la medida de todos los otros, y del que todos los otros serían participaciones e imitaciones. Y ello en virtud de que “Santo Tomás trata de conciliar estas dos afirmaciones opuestas en apariencia: 1ª El amor desinteresado es posible e incluso profundamente natural. 2ª El amor puramente extático, el amor de pura dualidad es imposible”5. 3. Interpretaciones dicotómicas parecidas a la propuesta por Rousselot no han sido raras en el pensamiento contemporáneo. Ya Max Scheler, en su obra Vom Umsturz der Werte, indicaba que para los griegos era el e{roß como un aspirar y necesitar, un tender lo inferior a lo superior, lo imperfecto a lo perfecto; el amor es sólo un método o un momento llamado a desaparecer tan pronto como la cosa amada es poseída; de suerte que la divinidad no ama, sino que sólo mueve al mundo como primer motor y lo aspira hacia sí como el amado mueve al amante: “El amor es aquí tan sólo el principio dinámico del cosmos, que anima este vasto Agón de las cosas hacia la divinidad”6. Pero con el cristianismo se invierte la dirección, que ahora va de lo superior a lo inferior, del rico al pobre, no para recibir, sino para dar; y Dios no sólo no queda al margen del amor, sino que es definido en su esencia por el amor: “He aquí una innovación: en la concepción cristiana, el amor es un acto, no de la sensibilidad sino del espíritu (no un mero estado afectivo, como para los modernos), sin ser por eso tendencia o deseo, y todavía menos, necesidad. Pues, mientras estos actos se agotan y se consumen con la realización de su tendencia, no pasa así con el amor. El amor crece con su acción”7.

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P. Rousselot, 56. P. Rousselot, 14. Max Scheler, Vom Umsturz der Werte, 72. Max Scheler, Vom Umsturz der Werte, 73.

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Otra obra que plantea una interpretación dicotómica del amor es la ya famosa Eros und Agape8 de Anders Nygren, quien se vuelve en tono de reproche a aquel rasgo de propia realización que, según Santo Tomás, el amor implica, argumentando que el Aquinate había convertido el amor entregado (Ágape) del mensaje bíblico, en amor propio9, en Eros. Ágape es amor desinteresado y desprendido, pues actúa sin motivos ni causa, siendo así independiente; Eros es interesado y actúa por motivaciones y con causa, siendo por eso dependiente y egocéntrico. Ágape parte de una plenitud, por lo que se da y excluye todo amor propio; Eros parte de una indigencia, por lo que se impone y se mueve por exigencia de felicidad y recompensa. Ágape arriesga y entrega la vida; Eros quiere ganar la vida. Ágape es espontaneidad espiritual; Eros es conveniencia y arreglo. Ágape es creador de valores: ama y luego constata existencias; Eros presupone valores y está determinado por lo bueno y lo bello: primero localiza a los seres y después ama. El Aquinate habría introducido el Ágape en el mismo movimiento del Eros, no dejando sitio al verdadero amor. A juicio de Nygren, fue Lutero quien pulió la idea de Ágape y la puso en circulación dentro de nuestra cultura, frente a toda entronización del Eros. Llega incluso este autor a simplificar la sustancia del catolicismo y del protestantismo bajo los términos respectivos de Eros y Ágape10. Nygren se presentaba como un teólogo que se sentía incómodo con los conceptos prestados por sistemas filosóficos extraños a la Teología, y optó por una exégesis plegada a las fuentes inequívocas de la Revelación. A su juicio, no es posible integrar la idea de Ágape en una metafísica ontológica del ser, por la heterogeneidad intelectual en que ambas funciones se encuentran. No estaba solo Nygren en esta valoración negativa del Eros. Por la misma época salieron a la luz, entre otras, la obra francesa de Rougemont11 y las alemanas de Scholz12, Grünhut13 y Brunner14 que argumentaban en un tono parecido.

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Anders Nygren, Eros und Agape. Gestaltwandlugen der christlichen Liebe, 2 vols. Anders Nygren, II, 465. 10 Entre las principales réplicas documentadas a la obra de Nygren deben ser citados los siguientes libros: J. Burnaby, Amor Dei; M. C. D’Arcy, The Mind and Heart of Love: A Study in Eros und Agape; V. Warnach, Agape. Die Liebe als Grundmotiv der neutestamentlichen Theologie. 11 Denis de Rougemont, L’Amour et l’Occident. 12 Heinrich Scholz, Eros und Caritas. Die platonische Liebe und die Liebe im Sinne des Christentums. 13 L. Grünhut, Eros und Agape. Eine metaphysisch-religionsphilosophische Untersuchung, 14 Emil Brunner, Eros und Liebe. 9

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2. Vertebración psicológica de las tendencias naturales a) Inclinación, apetito y voluntad 1. ¿Concuerda con la doctrina del Aquinate la interpretación que Rousselot hace de la concepción física del amor, aun suponiendo que ésta sea coherente? ¿No queda en pie, dentro del planteamiento histórico, una cuestión ontológica, la que concierne a la idea de apetito, tomada por Rousselot como una noción unívoca y cerrada? Este autor deja de lado las distinciones hechas por Santo Tomás entre las diferentes formas de apetito (natural, sensible y espiritual) y entre los tipos de relación que unen el apetito a su objeto, que es el bien, tratando como equivalentes las nociones de apetito, amor y felicidad15. Ni las tendencias ni los correspondientes afectos son enfocados por Santo Tomás desde una óptica que hoy llamaríamos psicológica –convertible con el tema de la aparición fenoménica de los instintos, de las emociones, de los sentimientos o de las pasiones, así como de sus correspondientes intensidades16–; su interés por esos hechos es, en primer lugar, ontológico: pregunta por su esencia o naturaleza, por sus causas y efectos y por sus divisiones categoriales17. Traza, pues, una ontología regional de la tendencia humana y sus afectos, como investigación que debe servir necesariamente de soporte a la psicología y a la ética. ¿Qué tipo de enfoque ontológico es éste? Para Tomás de Aquino el hombre es un ser en búsqueda permanente: aspira, pretende, se mueve a la consecución de algo. De cada una de las capas de su ser brota una correspondiente tendencia. Esta emite una respuesta, que ha de llamarse afectiva, ocasionada por la repercusión en ella de un agente, bueno o malo, externo al sujeto: el afecto es un acto o movimiento de la tendencia. Las respuestas afec-

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Louis-B. Geiger, Le problème de l'amour chez Saint Thomas d'Aquin, 28. Peter Lauster, Die Liebe. Psychologie eines Phänomen; Niklas Luhmann, Liebe als Passion. Zur Codierung von Intimität. 17 Para una historia filosófica del concepto de amor, puede verse: Michael Theunissen, Der Andere. Studien zur Sozialontologie der Gegenwart; Bernhard Welte, Dialektik der Liebe; Helmut Kuhn, «Liebe». Geschichte eines Begriffs; Georg Gebhardt/Philipp Seif (ed.), Was heißt Liebe? Deben ser tenidos en cuenta también algunos estudios que, con interés teológico, enfocan históricamente el problema terminológico del amor en los textos de la Sagrada Escritura, como el de M. Paeslack, “Zur Bedeutungsgeschichte der Wörter Philein, Lieben, Philía, Liebe, Freundschaft, Philo, Freund in der Septuaginta und im Neuen Testament unter Berücksichtigung ihrer Beziehungen zu Agapan, Agape, Agapetos”, Theologia Viatorum, V, 1954, 51-142. 16

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tivas fueron llamadas en general passiones por los medievales18. La primera y más básica respuesta afectiva es el amor como orientación afirmativa del sujeto hacia el objeto. En verdad, las efectivas tendencias del hombre hacia la realidad que le circunda son llamadas por Santo Tomás, de una manera genérica, «apetitos». En el uso lingüístico del Aquinate, el término «apetito» es tomado de tres maneras. En sentido general se llama «apetito natural» cuando expresa la relación de complementariedad ontológica que todo ser busca en su orden entitativo. En sentido particular, se llama «apetito sensible» cuando expresa en el orden operativo una tendencia guiada por el conocimiento sensible; o «apetito intelectual» cuando expresa, también en el orden operativo, la tendencia motivada por un conocimiento intelectual19. En lo sucesivo, usaré preferentemente el término «inclinación» para indicar el apetito natural, llamando escuetamente «apetito» al apetito sensible, y «voluntad» al apetito intelectual. A su vez, el amor sigue, en Santo Tomás, el mismo destino lingüístico que el apetito del que es respuesta afectiva: habría, en sentido metafórico e impropio, un amor natural; en sentido propio y unívoco, un amor sensible; y en sentido propio y análogo, un amor espiritual. 2. ¿Cómo se articula el amor en las tendencias humanas, siendo el objeto que las motiva o excita el bien (o el mal), en todo lo que ellas poseen de movimiento y tensión? En una tendencia cualquiera pueden discernirse tres elementos: el sujeto de la tendencia, el término como bien o fin, y la tendencia misma que une dinámicamente el sujeto y su bien. La existencia de la tendencia manifiesta una relación de complementariedad entre el sujeto y su fin o bien, relación fundada en el ser de ambos: uno es bien del otro porque le asegura su perfección. ¿Qué motiva a una tendencia?20 a) Hay una tendencia que no está motivada por el conocimiento del sujeto: es espontánea e inconsciente, implícita en el dinamismo de éste, tendencia que se llama natural; pues las cosas naturales tienden a lo que les conviene según su natu18

En el pensamiento moderno la «pasión» viene a ser un exceso emocional que absorbe en su manifestación casi todas las fuerzas psíquicas, perturbando incluso el recorrido normal del pensamiento. En cambio, para un medieval el nombre de «passio» viene del normal hecho de que el hombre (o el animal), cuando apetece una cosa, se siente atraído hacia ella, padece un influjo del objeto: nam pati dicitur ex eo quod aliquid trahitur ad agentem (S Th, I-II, 22, 1). Se trata de una respuesta psíquica a la presencia del objeto. En el caso de que la respuesta sea sensible se acompaña también de una especial modificación orgánica (respiración, movimiento del corazón, presión arterial, etc.), cosa que no ocurre necesariamente en las respuestas afectivas espirituales. 19 S Th, I, 80-81. 20 S Th, I-II, 26, 1.

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raleza. Dicha tendencia natural es una inclinación, y tiene, en buena medida, carácter centrípeto e impersonal, por su índole física o natural. Es impropio y metafórico el uso que aquí puede hacerse del término apetito, porque en los seres privados de conocimiento tal apetito o tendencia se identifica con la naturaleza misma del ser, con el orden natural a su perfección. Cada ser requiere y busca su complementariedad ontológica, su fin, su bien, su perfección, expresable ontológicamente en las relaciones reales de la potencia al acto, de lo perfectible a la perfección. El sentido del acto y de la perfección de cada ser, además, no se agota en el punto de su individualidad, porque con su acción concurre a la armonía del universo. Por eso dice el Aquinate que en la inclinación natural hay un aspecto centrípeto y otro centrífugo, dimensiones ontológicas que no deben ser confundidas con las direcciones morales del egoísmo y del altruismo: “La inclinación de una cosa natural se dirige a dos términos: a moverse y a obrar (moveri et agere). La inclinación natural orientada a moverse es en sí misma centrípeta (in se ipsa recurva est), como el fuego se mueve hacia arriba para conservarse. Pero la inclinación natural orientada a obrar no es centrípeta en sí misma (non est recurva in se ipsa), pues el fuego no obra para engendrar fuego para sí mismo, sino para el bien de lo engendrado, que es su forma, y luego para el bien común que es la conservación de la especie. No es verdad universalmente que todo amor natural sea en sí mismo centrípeto”21. Los actos que brotan de la inclinación, del llamado “apetito natural”, son en parte centrífugos, cuando su objeto es el bien de la especie; y en parte centrípetos, ordenados al bien de la cosa individual misma. b) Hay otra tendencia que, motivada por el conocimiento del sujeto, se despliega con necesidad y no con libre juicio; y tal es la tendencia sensitiva en los animales, la cual, sin embargo, participa algo en los hombres de la libertad, pues no está cerrada sobre sí misma y puede obedecer a la razón. Esa tendencia motivada por el conocimiento sensible es un apetito en sentido propio y unívoco: constituye un dimensión ontológica no entitativa, sino operativa, distinta de la naturaleza o de la esencia. También en este caso, los actos que brotan del apetito son parcialmente centrípetos –por ordenarse al bien del individuo– y parcialmente centrífugos, pues tienen por objeto el bien de la especie. c) Por último, hay una tercera forma de tendencia, motivada por el conocimiento del sujeto que tiende según su libre juicio. Esa tendencia –perteneciente también al orden operativo y no al entitativo– motivada racionalmente se llama voluntad, o apetito en sentido propio y análogo. Si el apetito sensible se orienta directamente a las cosas buenas, como tales cosas, el apetito intelectual está sometido a una mediación: pasa por la razón, por la ratio boni o “índole general de bien” para llegar a las cosas buenas como portadoras de una significación general 21

Quodl. 1, a. 8, ad 3.

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de bien. En verdad, el conocimiento sensible no capta la esencia de una realidad: sólo por el conocimiento intelectual, de un lado, conocemos lo que es el bien o el orden de los bienes objetivos y, de otro lado, tomamos conciencia de nosotros mismos y de nuestros estados psicológicos. “Privados de este conocimiento intelectual, estaríamos totalmente prisioneros de nuestra subjetividad, incapaces de darnos cuenta de nuestra situación, conducidos por un sentimiento confuso de placer hacia los objetos que necesitamos. O sea, estaríamos encerrados en un doble recinto de subjetividad: primero, en el plano psicológico, por el placer; segundo, en el plano objetivo, porque el único bien que podríamos lograr en la realidad sería el bien que ésta tiene para nosotros, la utilidad relativa de seres referidos a nuestro ser o a nuestro bienestar, sin llegar a su bien propio”22. La distinción de las dos últimas formas de apetito está directa y esencialmente vinculada a los dos tipos de conocimiento, sensible e intelectual. “El conocimiento no se encarga simplemente de ofrecer un objeto de cualidad diferente, sensible o espiritual, a una afectividad que fundamentalmente permanece la misma, por estar orientada siempre formalmente al bien: la modifica intrínsecamente, de tal suerte que nos encontramos en presencia de dos afectividades formalmente distintas en el plano del amor mismo”23. Así pues, cada potencia o facultad del sujeto tiende a su propio bien con inclinación natural, la cual no se sigue de un conocimiento, sensible o intelectual, de la cosa. Pero tender al bien con propensión despertada por el conocimiento sensible, pertenece solamente al apetito; y suscitada por el conocimiento intelectual, a la voluntad. La inclinación o tendencia natural se deriva, pues, de una incitación espontánea; el apetito o tendencia sensitiva presupone un conocimiento sensible, una motivación despertada en la conciencia sensible; y la voluntad, un conocimiento oriundo de la conciencia intelectual. En esta articulación de tendencias no cabe el monismo o la absolutización del apetito natural, de la inclinación. La tendencia que los seres de la naturaleza tienen a buscar su propio bien no es la misma en cada uno de ellos.

b) Amor y perfección propia Tampoco indica Rousselot claramente que, para Santo Tomás, el llamado amor de concupiscencia es imperfecto, mientras que el de amistad es un amor perfecto, el cual puede estar referido tanto a uno mismo como a otra persona; y el caso es 22 23

Louis-B. Geiger, 50. Louis-B. Geiger, 46.

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que la medida exacta del amor perfecto se hace con el amor de amistad hacia uno mismo, no con el de concupiscencia, que es imperfecto24. Por otro lado, y en lo que concierne a la teoría “personal”, es preciso preguntar si es posible un amor extático sin lazo alguno con una tendencia natural hacia la perfección o felicidad. ¿Bajo qué condiciones podría darse semejante amor extático? Primero, bajo la condición de que el amor fuera un puro capricho, una invención gratuita de nuestro espíritu o de nuestra imaginación, sin lazo alguno con el ser que somos, y, segundo, bajo la condición de tener nosotros el poder de hacer brotar los bienes como por arte de magia. Sólo bajo estas condiciones –ficcionismo y creacionismo– sería el amor extático incluso el negador de nuestra tendencia natural a la perfección o felicidad. Ocurre que en Santo Tomás el amor ni es una ficción, ni es puramente creador. Y ello por dos razones: primera, porque el amor es siempre una respuesta a un bien real, sea dada ya de forma natural, ya de forma sensible o espiritual; segunda, porque el bien no es nada más que la atracción que emana de ese ser en tanto que es perfectivo o perfecto. Por tanto, el amor no podría consistir sino en la respuesta de un ser al ser o al bien idéntico al ser. “Todo movimiento hacia el bien –dice Geiger interpretando al Aquinate– es un movimiento hacia el ser, sea para adquirirlo, sea para conservarlo o desarrollarlo, sea para amarlo por sí mismo en razón de su perfección manifestada por el conocimiento intelectual, que capta el ser y su bondad. Es, pues, imposible imaginar que nuestra voluntad pueda amar, incluso con el amor más puro, sin realizar a la vez su propia perfección, o sea, sin obtener por el ejercicio del amor del bien, bajo su razón formal de bien último, el acabamiento para el que ella está formalmente hecha y para el cual no puede no ser hecha”25.

c) La afectividad y el amor espiritual 1. El amor es, pues, como respuesta afectiva; y puede ser tanto sensible como espiritual. Pues no han faltado voces indicando el desconocimiento que la filosofía clásica tenía de la afectividad y del amor espirituales26. La voluntad de medios y la 24

R. Garrigou-Lagrange, “Le problème de l’amour pur et la solution de S. Thomas”, Angelicum, 9, 1929, 83-124. 25 Louis-B. Geiger, 111-112. 26 “En la filosofía tradicional fue colocado el amor entre las actitudes volitivas e incluso designado como un acto de la voluntad [...]. En la filosofía tradicional no se hace claramente la delimitación entre una actitud volitiva y una actitud afectiva que responde al valor”. D. v. Hildebrand, La esencia del amor, 75.

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inteligencia constructiva se habrían repartido el dominio espiritual, anulando en él la inmediatez de los sentimientos. El «dualismo» medieval tendría que ser sustituido por un trialismo facultativo: voluntad, inteligencia y sentimiento. Se ha dicho que aquella filosofía convirtió la afectividad en asunto de apetitos inferiores, de concupiscencia, de suerte que sólo desde la edad contemporánea –con autores como Scheler, Haecker, Hildebrand y otros– se ha visto realzada la afectividad con el análisis de sentimientos superiores, espirituales o personales. Sin embargo, lo cierto es que la filosofía clásica no sostuvo propiamente una dualidad de facultades «reducidas», sino –más allá del trialismo moderno– un «cuarteto» funcional: el de razón e intelecto en la esfera de la inteligencia; y el de voluntad de medios y voluntad de fines en la esfera de la voluntad. Mediación y mediatez se reparten las funciones en ambos casos. El intelecto es inmediato, como función no discursiva de principios; la razón es mediata, dianoética, como hubiera dicho Platón. Pero también la voluntad tiene una función de inmediatez –la de fines o telética– y una función de mediación –la de medios o bulética–. “En la operación del intelecto (intellectus) se cierra un círculo y lo mismo ocurre en la operación del afecto (affectus). Pues el intelecto parte de la certeza de los principios, a los que afirma quietamente, y procede con el movimiento del raciocinio hacia las conclusiones, en las cuales se detiene cuando logra un conocimiento cierto, resolviéndolas en los primeros principios que están virtualmente en ellas; de igual manera, el afecto parte del amor del fin, que es el principio, y procede con movimiento desiderativo hacia las cosas que se ordenan al fin, las cuales contienen en sí mismas ese fin y, por ende, reposa o se aquieta en ellas por el amor. Y así el deseo sigue al amor del fin, el cual precede al amor de las cosas que se ordenan al fin”27. La modernidad ha definido la voluntad preponderantemente como función de medios, por lo que ha debido recabar para el sentimiento los dos modos de inmediatez que señalaba la filosofía clásica: la inmediatez de fines propia de la voluntad y la inmediatez cognoscitiva del intelecto. Ahora bien, aunque la filosofía clásica conocía perfectamente la afectividad espiritual, insertada en la actividad inmediata de la voluntad de fines, jamás consideró la inmediatez cognoscitiva como un sentimiento28.

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In III. Sent., dist. 27, q. 1, art. 3 ad 1. Juan Cruz Cruz, Intelecto y razón, cap. II, “Intelecto y sentimiento”.

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d) Lo físico en lo personal 1. En tanto que el amor no es una ficción artificiosa ni un fenómeno adquirido por la repetición de actos, parece acertado llamar “física” a la teoría tomista del amor, pues inscribe este afecto en la misma naturaleza (physis) de los seres, la cual es su principio. Un apetito no fingido ni adquirido por repetición de actos es natural. Desde este punto de vista, el amor es un dato natural y no una fantasía sin relación con el fin natural de los seres; y la voluntad misma es también un apetito natural, pues se dirige naturalmente hacia su objeto natural. Y es que el término «natural» puede tener dos sentidos: “En un primer sentido se opone a todo lo que es adquirido. En un segundo sentido designa, en el interior de los apetitos dados con la naturaleza de un ser, este apetito particular que, de una parte, es idéntico a la naturaleza misma, y que, de otra parte, no exige la intervención del conocimiento para pasar al acto. Un apetito natural en este segundo sentido es justamente un apetito que no es ni sensible ni intelectual, al menos en cuanto a su funcionamiento”29. Se trata, pues, de una noción no unívoca, aplicable a todo impulso hacia el bien, “siempre que se le añadan inmediatamente las diferencias ontológicas que, sostenidas por los distintos grados de conocimiento, afectan a su estructura”30. Como Rousselot no hace esta distinción elemental, aplica al apetito del ser dotado de conocimiento sensible y a la voluntad de los seres espirituales lo que solamente vale para la inclinación, carente de conocimiento. “El apetito y el amor se encuentran entonces determinados como un puro dinamismo por el que un ser tiende hacia su pleno desarrollo y capta todo lo que puede favorecerle”31. Si la voluntad es un apetito natural del hombre, no porque se identifique con los hechos del mundo inanimado, sino porque se opone, como hecho de naturaleza, a todo lo que en nosotros es efecto del hábito adquirido, ¿a dónde tiende ella de modo natural, no fingida ni artificiosamente? Tiende hacia la objetividad real de las cosas, porque es un apetito intelectual. Sólo en esa dirección consigue su felicidad. Además, no puede tomar una dirección contraria: no puede elegir no ser feliz. “Por su propia naturaleza exige la naturaleza espiritual ser feliz, y no puede querer el no serlo”32. Eso significa también que el orden natural de la voluntad a su objeto, al bien, pasa por el conocimiento intelectual de este objeto, y ello de una manera tan necesaria como que la voluntad es voluntad. Pero la voluntad no es el único apetito natural (en el sentido de no artificioso) que hay en el hombre. Aunque “es el único apetito natural propiamente humano. El hombre lo posee en la medida 29 30 31 32

Louis-B. Geiger, 94. Louis-B. Geiger, 93. Louis-B. Geiger, 94-95. C. G., 4, 92.

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en que forma parte del mundo de los seres espirituales”33. También el apetito sensible es natural, en el sentido de no adquirido, dado con la naturaleza. Esa índole natural la tienen no sólo las tendencias operativas llamadas apetito sensible y voluntad, sino también las tendencias entitativas llamadas “inclinaciones”, tendencias de cada una de nuestras facultades referidas a su propio bien, potencias de la vida vegetativa y facultades cognoscitivas. Este apetito natural es “un puro orden ontológico referido al objeto de cada facultad, idéntico a esa facultad, no un amor que fuera distinto de esa facultad y que tuviere una realidad psicológica autónoma”34. En resumen, nuestra voluntad es entitativamente una potencia y tiene, como tal, un orden natural a su acto. Desde este punto de vista entitativo es un apetito natural. “No solamente en los apetitos de los instintos sensitivos, sino también en los actos espirituales del hombre y, por tanto, también en los de su voluntad, siempre hay un componente que está presente por fuerza natural, algo que se nos impone y se independiza contraviniendo nuestra libertad de decisión y que antes de cualquier acto consciente selectivo nos ha ganado por la mano, porque está escrito, decidido y puesto como hecho consumado. Nos resultará difícil comprenderlo porque estamos acostumbrados a imaginarnos lo «natural» y lo «espiritual» como dos conceptos que entre sí se excluyen”35. Pues bien, el querer es un acto espiritual y, como tal, no está sujeto a necesidad natural; pero también es un fenómeno no fingido de nuestra propia naturaleza. Un acto personal acaecido en el espíritu es también un acto de la naturaleza. Pero, en el orden operativo, el acto de esta facultad, que es el amor espiritual, sólo nos une a nuestro bien de una cierta manera, a saber, conforme a la objetividad que un ser racional puede lograr36. 2. Por último, en los mencionados escritos de Nygren, Rougemont, Schoz, Grünhut y Brunner hay una evidente exageración en el modo de comprender el ser del hombre, como si éste no tuviera límites y hubiera de actualizarse en puro Ágape, como si su apetito estuviera ya pleno de antemano y no tuviera que desplegarse en actos, justo para realizarse. El ser humano es indigente, sediento de realidades. Por eso, en su primer acto de amor busca para sí la perfección que él mismo no tiene todavía. La movilización que nuestro ser hace para lograr su plenitud es ya una afirmación de ese mismo ser: porque apruebo o amo mi ser, me muevo a colmar lo que le falta. El hombre “tiende por naturaleza a su propio bien y propia perfección, lo cual quiere decir amarse a sí mismo” 37. “El hombre quiere la 33 34 35 36 37

Louis-B. Geiger, 95. Louis-B. Geiger, 96. J. Pieper, 144-145. Louis-B. Geiger, 99. S Th, I, 60, 3.

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felicidad por naturaleza y necesariamente”38. “El querer ser feliz no es objeto de libre decisión”39. Ese apetito natural, ínsito en todas las facultades, puede llamarse Eros, o amor propio, que busca su satisfacción natural y, al hacerlo, enriquece la existencia. “Y esta es exactamente la forma en que se presenta el Eros, siempre, claro está, que por Eros se entienda la exigencia de vida total, de consecución de plenitud existencial, de felicidad y bienaventuranza. Una exigencia que no puede quitarse de la circulación ni suspenderse en sus efectos, y que domina y penetra toda tendencia natural y cualquier decisión consciente, y más que nada nuestra inclinación amorosa hacia el mundo o hacia una persona”40. Entendido el Eros como amor natural, no hay más remedio que considerarlo como algo en sí mismo bueno. Si no lo fuera, “tampoco podría la «caritas» y por tanto el «Ágape», perfeccionarlo; el Ágape tendría en ese caso que suprimir el Eros y excluirlo por sí mismo, que es lo que de hecho afirma Nygren”41. De ahí que, aun cuando Nygren lleve razón al afirmar que el amor de Ágape es lo que hay de original en el Cristianismo, bajo ningún concepto cabe desconectarlo del Eros, del amor natural. Todas nuestras facultades están impulsadas por un “apetito natural” que exige satisfacerse en el objeto amado. Pero el hombre no es creador de valores ni hace amable al otro: el valor y el bien están fundados en el ser y en la verdad del otro. Y, al caso, eso es lo fundamental que el Aquinate subraya en su teoría del amor. El amor que me realiza y perfecciona como hombre no es inmotivado, tiene causa: el bien objetivo y real de la persona amada.

3. Sentido primario del amor: la persona Cuando el Aquinate utiliza la palabra “amor” para designar un acontecimiento existencial –porque amar es complacerse en el bien que existe en el otro– abarca con un sólo término dos aspectos reales. En primer lugar el ser mismo de la persona con la individualidad que la caracteriza en el orden entitativo: su ser y su modo de ser. Quiero primariamente que el otro exista, aunque no sea gracioso ni atractivo; quiero también que exista como gracioso y atractivo, porque es así y mientras es así. En segundo lugar, el amor puede penetrar además en los adentros operativos de esa individualidad personal, afirmando y aprobando su intimidad, interioridad relacionada.

38 39 40 41

S Th, I, 94, 1. S Th, I, 19, 10. J. Pieper, El amor, 146. J. Pieper, 185.

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Por lo que al primer aspecto se refiere, Santo Tomás indica que en el amor está en juego el sentido del ser personal. Y su lenguaje, cuando habla de este asunto, es personalista: “Dado que el amante toma al amado como idéntico a sí mismo, el amante ha de comportarse como si él mismo fuera la persona amada (oportet ut quasi personam amati amans gerat) en todas aquellas cosas que miran al amado, de suerte que en cierto modo el amante promueve al amado en cuanto se regula por los mismos términos del amado”42. Mas, ¿qué es propiamente la persona y qué relación tiene con la intimidad? Es imprescindible, para responder a este pregunta, repasar brevemente la polémica suscitada en el pensamiento contemporáneo acerca de la posible distancia que la persona establece con respecto a la naturaleza.

a) Persona y naturaleza En la actualidad, el concepto de naturaleza humana está cargado de graves interrogantes, derivados de la revisión que de él han hecho diferentes corrientes de pensamiento. Podríamos aludir especialmente al naturalismo y al culturalismo. De una parte, el naturalismo concibe la naturaleza humana como el conjunto de tendencias físicas y biológicas que existen en el hombre, con la particularidad de que reduce el hombre mismo a ese conjunto de tendencias; es, por tanto, una posición afín al materialismo. De otra parte, la posición culturalista –influida por el existencialismo– admite la definición de naturaleza que ofrece el naturalismo, y añade que el hombre es más, a saber, lo que culturalmente hace, con lo que no sólo no se reduce a la naturaleza sino que más bien se opone a ella. A su vez, el moderno personalismo advierte que en el anterior debate entre naturalistas y culturalistas se utiliza un concepto de naturaleza que no coincide con el de la metafísica medieval, la cual incluye en la naturaleza todas las tendencias del hombre, las físico-biológicas y las espirituales. Pero también indica que si bien el concepto metafísico de naturaleza es, en teoría, lo suficientemente abierto para escapar a las críticas del culturalismo, fácticamente no ha funcionado como tal, sino que ha proporcionado una imagen del hombre excesivamente rígida y pasiva, en la que lo dado, la naturaleza, ha prevalecido sobre la libertad, el yo, la cultura, la historia. Para centrar el sentido del hombre, este personalismo propone pasar de la teleología de cuño aristotélico a la autoteleología de sesgo personalista, entendida ésta en el sentido de que el hombre “es fin para sí mismo”; y por tanto, pasa del concepto de “naturaleza” al de “persona”.

42

In III Sent., dist. 27, q. I, art. 1.

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El problema entonces reside en entender, a su vez, correctamente el significado de persona. La primera dificultad que salta a la vista es si las doctrinas mencionadas han explicado cabalmente lo que la filosofía clásica entendía por naturaleza y por persona. La segunda dificultad está en saber en qué sentido es el hombre un fin en sí mismo. b) Los elementos esenciales de la persona En este asedio de teorías, es reconfortante volver a leer lo que los medievales entendían realmente por persona humana y por naturaleza humana. Por ejemplo, Santo Tomás ofrece una explicación muy atinada sobre el concepto de “persona”43, según la definición dada por Boecio: “Persona es una sustancia individual de naturaleza racional” (naturae rationalis individua substantia). La persona, en su sentido más propio y formal, significa el individuo de naturaleza racional. Se apuntan ahí cuatro elementos esenciales: 1º la sustancia; 2º el individuo; 3º la naturaleza. 4º la razón. 1º Sustancia.– En la definición de persona, sustancia equivale a sustancia primera [hipóstasis]. Sería suficiente entonces decir que persona es sustancia primera44. De la sustancia primera queda excluida, de un lado, la índole de lo universal (y así, la sustancia individual no es el hombre); y de otro lado, queda excluida también la índole de parte: la sustancia primera no es la mano (parte del hombre), pero tampoco el alma (parte de la especie humana). 2º Individual.– En lo que respecta al “individuo”, el Aquinate contrapone lo universal y lo individual, indicando tres puntos: Primero, que lo universal y lo particular se encuentran en todos los géneros, pero el individuo se encuentra de modo especial en el género de la sustancia. Pues la sustancia se individualiza por sí misma, pero los accidentes se individualizan por el sujeto, que es la sustancia; ejemplo: esta blancura es tal blancura en cuanto que está en este sujeto. Por eso también las sustancias individuales tienen un nombre especial que no tienen otras: sustancias primeras. Segundo, que a su vez, el particular y el individuo se encuentran de un modo mucho más específico y perfecto en las sustancias 43

III Sent d5 q2 a1; STh, I q29 a1, q3 a4; q 30 a4; De pot. q9 a2-a6. En el contexto de esa definición, sustancia se divide en primera y segunda; la persona es equivalente a sustancia primera. La naturaleza que aquí se nombra es la sustancia segunda, el universal como unidad capaz de extenderse a una pluralidad. El universal, ontológicamente considerado, es mentado por la predicación objetiva y constituye la esencia de un ser, abstraída de las diferencias individuales; este universal es la naturaleza. Se le llama sustancia por ser un principio explicativo del cambio de las cosas. Pero no es sustancia primera, ya que ésta es individual y, por tanto, impenetrable por el entendimiento. Lo universal (sustancia segunda) sólo es real en lo individual (sustancia primera) que, a su vez, es tal porque realiza lo universal. La sustancia segunda es, en el intelecto, lo universal y, en el singular, la misma naturaleza concretada de la cosa. La naturaleza es, como sustancia primera, principio real que emite (quod) una operación física; y, como sustancia segunda, es principio por el que (quo) la operación intelectual aprehende lo inteligible de las cosas. 44

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racionales, las que dominan sus actos, pues no sólo son movidas, como las demás, sino que también obran libremente por sí mismas. Tercera, que las acciones están en los singulares, y por eso de entre todas las sustancias, los singulares de naturaleza racional tienen un nombre especial: este nombre es persona. Por lo que el nombre de individuo entra en la definición de persona para indicar el modo de subsistir propio de las sustancias particulares. Así, un alma humana separada conservaría la capacidad de unión con el cuerpo, pero no podría ser llamada sustancia individual, que es la sustancia primera, como tampoco le correspondería la definición ni el nombre de persona: podría llamarse sustancia de naturaleza racional, pero como es parte de la especie humana, sólo retiene la capacidad de unión, y no puede llamarse sustancia individual, que es sustancia primera. Así se justifica que en la definición de persona que ofrece Boecio esté la sustancia individual, precisamente para significar lo singular en el género de la sustancia: la “sustancia individual” significa aquí la sustancia primera subsistente, lo concreto45. 3º Naturaleza.– En la definición de persona, a lo singular en el género de sustancia se le añade “naturaleza racional” para significar lo singular en las sustancias racionales. ¿Qué matices encierra aquí la palabra naturaleza? Ya Aristóteles había dicho que el nombre de naturaleza es aplicado para indicar, sobre todo, la generación de los vivientes llamada nacimiento. Y porque esta generación brota de un principio intrínseco, se aplica también “naturaleza” para indicar el mismo principio intrínseco de cualquier movimiento. Ahora bien, este principio es tanto la forma como la materia, y por eso la materia y la forma son llamadas naturaleza. A su vez, la forma culmina o completa la esencia de una cosa; y por eso también, la esencia de algo, indicada en su definición, es llamada naturaleza46. Frente a las críticas del personalismo actual, se debe indicar que la “naturaleza” que se pone en la definición de persona no significa la “generación del viviente”, que ciertamente puede llamarse naturaleza; ni tampoco significa el principio intrínseco del movimiento o del reposo, que también puede llamarse naturaleza; significa tan solo la esencia completa, que es significada por la definición de la cosa47. En tal sentido naturaleza es la diferencia específica que informa cada cosa. Pues la función de la forma es otorgar la diferencia específica –la racionalidad– que completa la definición. Sólo en este último sentido la definición de persona, que es 45

Lo individual, que se opone a lo universal –porque no es multiplicable, como éste, en varios sujetos–, significa, en el caso del hombre, que además la persona no es parte de un todo, sino un todo ella misma –un todo absolutamente separado de cualquier otro y cuyo ser no es compartido por otro–, por lo que, en su desarrollo, puede mantener no sólo independencia respecto del medio, sino control específico sobre él. 46 La naturaleza es la esencia configurada por la forma. El término de la generación natural es la esencia de la especie que luego se expresa en la definición. La esencia es la que confiere a las cosas su propia naturaleza, haciéndolas también sujetos activos de movimiento. Cuando la esencia se expresa en la definición, entonces se dice que la naturaleza es la diferencia específica en la escala de los seres: el concepto expresado en la definición. 47 El sujeto concreto o individual es principio constituido (quod); la naturaleza es principio constituyente (quo). Las acciones no son de la naturaleza (como universal), sino del sujeto individual, que, si es de naturaleza inteligente, se llama persona.

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lo singular del género determinado de sustancia, acoge formalmente el nombre de naturaleza48. En cierto sentido, naturaleza y racionalidad coinciden en la definición de persona. Pero, ¿qué es, en este contexto, la racionalidad? 4º Racional.– Ciertamente lo “racional” que se pone en la definición de persona no es la “diferencia” llamada “razón discursiva” –un frecuente error de la apreciación personalista–; sino la propiedad que brota de la naturaleza intelectual. La racionalidad no equivale ahí solamente a la índole de un «proceso discursivo» o dianoético, sino a la misma facultad intelectiva humana, de cuya constitución espiritual puede derivarse tanto la acción discursiva propia del raciocinio (la ratio estricta), como los actos intuitivos inmediatos de afirmación existencial o esencial (el intellectus) de principios y valores, y asimismo los sentimientos espirituales de amor, gozo, alegría, esperanza y confianza. Aunque racional en tal sentido, la persona no se define entonces como «conciencia actual de sí»: porque si así fuera, ni los durmientes, ni los ebrios, ni los recién nacidos serían personas. La racionalidad no es aquí una actualidad de conciencia, sino una capacidad de tenerla y ejercerla. Por medio de esta capacidad o «facultad racional» la persona puede volverse completamente hacia sí misma (redditionem completam)49, o sea, es capaz de autoconciencia, por cuya virtud puede, a diferencia del animal, llamarse «yo». Esta vuelta hacia sí comparece también en la voluntad o en la libre disposición que la persona ejerce sobre sí misma. Pero lo primario, en la definición de persona, es la racionalidad así descrita –o sea, espiritualidad intelectiva, volitiva y sentimental– , de modo que el ser humano se conoce como sujeto y se tiene a sí mismo como fin interno de sus propias acciones: sólo por eso tiene cualidad de persona, por lo que no debe servir como mero medio a otros seres. Sin despachar la naturaleza, la persona es, en tal sentido, autoteleológica.

c) Sustantividad y subsistencia de la persona Al terminar este análisis puede decir Santo Tomás que “persona significat illud quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura”50: la persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, a saber, lo subsistente en una naturaleza racional. El término “subsistens” de esta frase merece un pequeño comentario. A la altura de nuestra explicación, es claro que al llamar sustancia primera a la persona, el uso del término sustancia no implica una «cosificación» de la persona, como piensan algunos personalistas modernos. Cierto es que filósofos tales como 48

La naturaleza es la estructura racional de la realidad, el núcleo inteligible y objetivo de las cosas. Está en las cosas y se adecua a la mente humana. Figura como la línea de intersección entre las cosas y el pensamiento: es la inteligibilidad que el entendimiento tiene que extraer de las cosas para comprenderlas. Las cosas son cognoscibles, poseen una cierta naturaleza inteligible que permite la adecuación objetiva que exige el conocimiento real. 49 De Ver q. 1 , a. 9. 50 STh I q29 a3.

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Kant, Scheler, Hartmann, Zubiri y Ortega han insistido en que la sustancia equivale a realidad estática, inerte, una especie de sustrato, ante cuya inmovilidad transcurren las peripecias del sujeto; por eso, algunos han visto la categoría de «cosa» inequívocamente determinada por ese sustrato inerte. Decir que la persona es sustancia equivaldría a definirla como cosa inerte (Ding). Estos autores han resaltado sólo un aspecto de la sustancia primera –tal como el Aquinate la define– a saber, que es sujeto –o sustrato– de los accidentes unidos a ella: está por debajo (sub-stat) de ellos. Pero, aunque exacto, este aspecto –que la sustancia es el sujeto último del ser, sujeto al que se unen internamente todas las determinaciones que pertenecen a un ser, sin unirse él mismo a ningún otro– es secundario respecto de la más principal determinación de la sustancia humana, el tener en propio (per se) el ser, a diferencia del accidente, cuyo ser es prestado (in alio). Para esos dos aspectos de la sustancia los clásicos tenían dos términos parecidos, pero con carga ontológica distinta: substare y subsistere. El segundo indica que la sustancia primera no necesita, ni para existir ni para operar, de ningún otro ser, ni tampoco puede convertirse en naturaleza de otro ser51. De la misma manera que lucir (lucere), tener la luz en propio, no es iluminar (illuminare), así también existir en sí sin necesidad de sustentación es una consideración primaria y distinta de sustentar a otro y darle el ser. Sólo en orden a la cosa misma y a su propio ser hablamos de subsistere; mientras que en orden a las demás determinaciones que ella sustenta hablamos de substare. En la noción de persona humana se subraya aquel aspecto primario, y por eso aparece ontológicamente como sustancia incomunicable a otro –incomunicabilidad de subsistencia–, aunque social y psicológicamente tenga por necesidad que relacionarse con los demás. La categoría de «relación» no define el ser de la persona humana, a pesar de que algunos de los llamados «personalistas» actuales la definan con esa categoría. Sólo en Dios, dice Tomás, son subsistentes las relaciones; pero en el hombre no. En resumen. Cuando para definir la persona Santo Tomás utiliza el término sustancia es para referirse a un ente que es en sí mismo (per se), sin tener un ser ajeno (in alio): la actualidad radical de la sustancia es original, independiente de otro ser en el que se insertara para existir. La persona expresa el modo de ser perfecto de la sustancia completa en sí misma, individual y racional, siendo independiente e incomunicable (aspectos todos que convergen en la expresión latina gratia sui, “en razón de sí mismo”). Decir «persona» es indicar la totalidad, la plenitud, la 51

“Una cosa subsiste cuando tiene en sí misma su existencia, con entera independencia de otro sujeto y con absoluta incomunicabilidad”. De pot., q. 9, a. 2 ad 6. Aunque la sustancia fuese definida por su oposición al modo de existir en otro, al accidente, no es esa determinación la que mejor y más profundamente la significa. La propiedad de existir en sí misma era entendida por los clásicos en la consideración absoluta de la cosa y sólo en orden a esta misma: entonces aparece la sustancia como lo subsistente, como lo que no tiene necesidad de sustentarse en otra cosa, sino que está en sí misma, tiene el ser en propio, es per se. Sólo cuando el existir en sí se entiende de modo relativo, por referencia a otra cosa, decían que sustenta en el ser, es in se: no sólo es subsistente (subsistens), sino sustentadora (substans). De suerte que, a propósito de la sustancia, el existir per se ha de ser tomado primaria y positivamente como la perfección entitativa que excluye dependencia de otra cosa; aunque secundaria y negativamente se tome por la misma negación de dependencia y de comunicación con otro. La sustancia se define mejor en el orden absoluto de existir per se (subsistere) que en el orden relativo de existir sustentando (substare).

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independencia y la incomunicabilidad en el existir. La expresión gratia sui es muy significativa, y marca el sentido que han de tener los actos dirigidos propiamente a la persona: la persona ha de ser tratada según el sentido de su propia independencia y plenitud de existir: por ejemplo, “lo propio de la amistad es que el amigo sea amado en razón de sí mismo”52.

d) Persona, personalidad, intimidad 1. En consonancia con la doctrina del Aquinate sobre la persona como sustancia, cabe concluir que, en el caso del hombre, la sustancia es un centro dinámico genuino, del que brotan las actividades y al que éstas refluyen una vez producidas, justo por cumplir el destino de la naturaleza humana, a la vez animal y racional: el fin ontológico de su actividad (o de sus accidentes) es la misma sustancia. Dicho de otro modo: en la medida en que las actividades brotan de mi ser personal como de una sustancia, puedo decir «yo soy yo»; y en la medida en que, una vez producidas, tales acciones refluyen en la sustancia (haciéndome bueno o malo), puedo decir «yo soy mío». Esta consideración fenomenológica responde a dos niveles de apropiación personal que serían ontológicamente imposibles sin la determinación sustancial. Al decir «yo soy yo» afirmo mi identidad ontológica en la dimensión operativa de mi originalidad53. Y cuando digo «yo soy mío» afirmo mi identidad ontológica en la dimensión operativa de mi mismidad. En el caso del hombre, no equivale originalidad a mismidad, aunque ambas dimensiones se deban a la realidad sustancial e idéntica de la persona: la primera obedece al carácter fontal u originante de la sustancia; la segunda, a la índole incluyente y receptora o final de la misma sustancia respecto de sus propias actividades. En su identidad sustancial como principio idéntico en el tiempo, pero nunca estático, adquiere sentido la originalidad y la mismidad de la persona. Mas la originalidad y la mismidad, que son concomitantes, no se forjan al azar: son las inflexiones primarias de la persona en su manifestación libre: y en cuanto primarias modulan toda la actividad personal, o sea, troquelan la personalidad. La originalidad tiene dos momentos estructurales: primero, es una eclosión de la persona; segundo, infunde carácter y perfil a todas las maneras de la personalidad. También la mismidad tiene dos momentos constitutivos: primero, es un retorno de la actividad libre a la propia sustancia personal; segundo, comparece en la persona como una aglutinación creciente de hábitos. De nuevo conviene hacer una observación que nos permita distinguir la persona, la personalidad, el yo y la intimidad. Aunque la persona está integrada por 52

“De ratione amicitiae est quod amicus sui gratia diligatur”. In III Sent., dist. 29, q. 1, art. 4. A la calidad de «original» en las acciones puntuales o en las actitudes duraderas llamamos originalidad. Implica lo «original» la novedad, el fruto de la acción espontánea, oponiéndose no sólo a lo que es copia o imitación de otra cosa –subrayando así la idea de radicalidad y de nacimiento–, sino a lo común y general –por lo que destaca la idea de singularidad–. 53

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determinaciones ontológicas radicales –como son la sustancialidad, la individualidad, la racionalidad– solamente se constituye en “yo” cuando –desde un momento impreciso de su primera edad– actúa desplegando sus potencialidades: éstas se realizan desde un foco de emisión radiante y de apropiación creciente: lo hecho y lo por hacer convergen en un punto atemáticamente consciente, el “yo”, que gobierna la riqueza conquistada de la personalidad. El núcleo más primario y profundo de esa riqueza es justo la intimidad. Esta crece con la progresión de la personalidad; y merma con la mengua de la personalidad; no así la persona, cuyo estatuto ontológico no depende del tiempo. 2. La naturaleza humana es indeterminada, en el sentido de que es abierta: no “fija” las actividades concretas de la sustancia primera a un solo objeto. La persona ha de fijarlas o determinarlas. Un estado fijo, una disposición estable de nuestra actividad en un objeto es sólo posible por una determinación sobreañadida, porque al tender esencialmente a la acción la naturaleza exige una determinación. En virtud de que la persona es de “naturaleza racional”, la tendencia a la acción que ella posee, desde el momento en que es consciente de sí misma, debe llevar marcados los fines concretos y dirigirse a ellos, pero marcados por elección, no por unívoca determinación, como le ocurre a los animales. Si la naturaleza no está en posesión de un fin concreto, determinado por necesidad vital y moral, entonces la persona es la que debe darlo, porque precisamente de la persona se originan los actos. En consecuencia, el estado de habitud estable y fijeza en que se pueda encontrar la naturaleza es un estado personal, variable en cada individuo según la elección libre de cada persona. Para tener un estado de naturaleza, una habitud, una dirección concreta, es necesaria una determinación sobreañadida por la persona misma54. Al conjunto de habitudes estables o disposiciones fijas insertadas en la sustancia humana se le puede llamar “personalidad”. 3. Estamos constituidos como “espíritus dotados de las fuerzas y de la forma de un cuerpo”; la persona individual, que es cada uno de nosotros, tiene una naturaleza determinada, una esencia, que participa de la existencia. En cuanto totalidad, la persona dice más que naturaleza, porque incluye la naturaleza y le añade algo; por tanto, se opone a ella como el todo a la parte. Si es eso lo que quieren decir los personalistas, ya estaba dicho –y mejor– en el siglo XIII. Pero la naturaleza es lo que especifica a este concreto y singular subsistente que es la persona, con todas las particularidades propias de los individuos. En cualquier 54

Incluso en sentido teológico Santo Tomás explicaba que la gracia es un don personal; porque la naturaleza “caída” como tal no es reparada, puesto que se propaga todavía con el pecado original, y consiguientemente solamente las personas son restablecidas en la amistad de Dios; después, por mediación de la persona, participa en ello la naturaleza del individuo. Es fácil entender que la persona no tiene poder sobre la naturaleza como tal, pero puede indisponerla respecto a la determinación sobrenatural que viene de Dios: la persona, dotada de la libertad de elección, pudo volcar su voluntad hacia las criaturas, en lugar de mantenerla hacia el creador; y por esta indisposición, pudo privar a la naturaleza del don divino y situarla en un estado nuevo, opuesto al antiguo, que es precisamente el estado de la naturaleza caída.

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caso, el ser y el obrar de la persona están especificados por su naturaleza: la persona humana no actúa con la naturaleza de un caballo o de un gato; la naturaleza humana es para el individuo un principio de unidad que lo unifica interiormente y también lo unifica externamente con todos sus semejantes. Puesto que la naturaleza determina el ser y el obrar de la persona, ella es el marco desde el cual se regula y dirige su conducta, porque es la ley de la persona, su ley natural. En la persona humana comparece el riesgo terrible de sustraerse por su libertad a la naturaleza que marca sus fines propios, y por tanto sustraerse a esa conciencia de las exigencias de la naturaleza racional que se llama la obligación moral. Mantener el conflicto y la división de naturaleza y libertad es una de las más arriesgadas aventuras que se han presentado en el mundo moderno, incluso en algunos “personalistas” actuales. 4. Pero originalidad y mismidad, que son impregnaciones ontológicas de la persona en el orden operativo, expresan modulaciones de las operaciones que surgen de la persona. Ambas modulaciones cualifican, en el caso del ser personal – inteligente y volente– la intimidad, la cual es una categoría de orden ontológicooperativo, concretamente de la personalidad. La intimidad es la modulación habitual primaria que conlleva la persona humana –naturaleza racional– en su brote operativo. Cabría figurar lo dicho ontológicamente bosquejando una imagen con dos niveles: la primera representaría el orden entitativo; la segunda, el orden operativo de la persona. O, si queremos reservar el término persona para el orden entitativo y personalidad55 para el orden operativo –porque se nace persona, pero desde ella uno se forja una personalidad–, es claro que la intimidad es una cualidad habitual del centro de la personalidad, en cuanto la mismidad y la originalidad brotan de la identidad de la persona. La categoría de personalidad es de orden psicológico y puede definirse como aquella modulación de la persona que consolida en el tiempo y en la sociedad el propio orden operativo de la persona en forma de hábitos, costumbres y tradiciones, en la medida en que tiene conciencia del propio yo y libre disposición de sí: estamos ante un sujeto consciente de sí, estructurado en hábitos operativos (buenos o malos). Pero antes de ser consciente de sí el sujeto tiene que estar ontológicamente constituido: la persona es personalidad en potencia, la cual ha de ser actualizada con actos personales; y la personalidad es la persona en acto, un sujeto desplegado en actos personales56. Sólo en un ser infinito, cuya operación se iden55

Empleado por los modernos, el término «personalidad» es ya una categoría imprescindible en el acervo antropológico y merece ser situada en su justo sitio ontológico. Pero niego que la personalidad haya de ser tomada necesariamente como una “máscara”, como un fantasma de nosotros mismos. Es una realidad psicológica en la que pueden encontrarse tanto evidentes enmascaramientos y ocultaciones inconscientes como sinceras y lúcidas desvelaciones. 56 Aunque parezca ocioso recordarlo, aquí sólo se habla de la «persona física», no de la «persona moral». Esta última es en verdad impropiamente «persona», pues consiste en la unión intelectual y volitiva de las personas: así, la sociedad es una persona moral que, sólo por analogía con la persona física, puede llamarse sujeto de derechos.

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tificaría con su propio ser, coincidirían también identidad e intimidad. En el ser humano, la intimidad está configurada por los modos de originalidad y mismidad, que –como he dicho– son impregnaciones ontológicas que la persona hace en el orden operativo. Para salvar la índole necesaria, abisal y señalada de la intimidad no es preciso identificarla con la persona misma. Basta admitir que no hay persona «realizada» sin intimidad: o que la intimidad fluye fontalmente de la persona. Convertir en relación pura la esencia del ser personal finito, hacer que la relación sea un constitutivo necesario de la esencia personal humana, equivale a vaciar el sujeto de todo su peso sustancial: el sujeto sería lo que es el objeto; y el yo sería lo que es el no-yo. Si la dialéctica diera en este punto la primacía a la negación sobre la positividad, cada sujeto sería primitivamente el “no” de sí mismo. Por lo demás, es sorprendente la escasa o nula atención que los manuales al uso de Psicología prestan a la noción de intimidad. 5. Otro escollo que se debe evitar es el de confundir «intimidad» con «vida privada». El ámbito de la vida privada está determinado en muy alta medida por la costumbre y los usos: la vida sexual, el credo político o el religioso, los ritmos biológicos, el estado de la propia economía doméstica, etc., pueden ser para unas personas secretos de la vida privada, mientras que para otras pueden ser materia de autoexposición normal ante la prensa. Lo íntimo no es forzosamente lo que tenemos por guardado o secreto. “Si el uso puede decidir de la vida privada, solamente la espiritualidad del individuo decide de lo que será vida íntima. Se puede suprimir una vida privada, impedirla... haciéndola simplemente «pública». Pero no se puede romper el curso de una vida íntima. Porque si la una pertenece al «reino del César», la otra pertenece al «reino del espíritu», radicalmente indiferente tanto a las intrusiones como a la publicidad”57. 6. Para indicar, en fin, el emplazamiento ontológico de la intimidad es conveniente referirse al alcance de ese efecto del amor que es el éxtasis. La salida que de sí hace el sujeto en el amor es, en primer lugar, una cierta división en el sujeto mismo. Ha de darse esta división, si el amor tiende por naturaleza a la unión del amante con el amado. De un lado, el amor busca la unión transformante de amante y amado mediante la penetración mutua e íntima58. De otro lado, esta unión mutua e íntima sólo se puede realizar si el amante se separa o divide de sí mismo, 57

Charles Le Chevalier, La confidence et la personne humaine, 152. “Amor transformat amantem in amatum, facit amantem intrare ad interiora amati, et e contra, ut nihil amati amanti remaneat non unitum.., et ideo amans quodammodo penetrat in amatum..., et similiter amatum penetrar amantem, ad interiora eius perveniens”. III Sent., d. 27, q. 1, a. 1 ad 4. 58

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distanciándose de su propia forma59. El amante realiza un éxodo, una salida, una separación de sí mismo tendiendo hacia el amado, y por eso el amor produce éxtasis (amans a seipso separatur, in amatum tendens, et secundum hoc dicitur amor ecstasim facere). Pero este éxtasis sólo puede ser el de la afectividad en su modo más elevado, el de la intimidad. Como la forma de la que el amante ha de separarse no puede ser de orden entitativo –porque entonces dejaría de ser– es claro que el amor busca la trans-formación en el orden operativo del afecto, que es el hontanar inmediato del orden entitativo, en la intimidad, interioridad relacionada primordialmente a través de los hábitos operativos profundos y tensados por la libertad.

e) El amor como unión afectiva Lo propio y más formal del amor –como se dijo en el capítulo anterior– no es la participación del amado en el amante (esta sería la causa del amor), ni la efectiva y real conjunción del amante con el amado (esta sería el efecto del amor), sino la unión afectiva del amante con el amado. En el amor hay que distinguir, pues, la unión entitativa o aptitudinal que es antecedente y causa del amor; y dos tipos de unión dinámica u operativa, efectos del amor: una afectiva y otra efectiva. Y es que la unión del amante y del amado puede entenderse de tres maneras. Pues Hay tres clases de unión con respecto al amor. “Primera, la que es causa de él, y es una unión sustancial (unio substantialis), en cuanto al amor con el que uno se ama a sí mismo; pero en cuanto al amor con el que uno ama las otras cosas, es unión de semejanza (unio similitudinis). La segunda es esencialmente el amor mismo (ipse amor), y es unión por coadaptación en el afecto (secundum coaptationem affectus), asemejándose a la unión sustancial en cuanto que el amante, en el amor de amistad, se ordena al amado como a sí mismo (ad seipsum), y en el amor de concupiscencia, como a algo propio (ad aliquid sui). Hay otra tercera unión, que es efecto del amor: unión real (unio realis) que el amante busca con la cosa amada según la conveniencia del amor; porque, como refiere Aristóteles, dijo Aristófanes que los amantes desearían hacerse de los dos uno solo; pero como en este caso o los dos o uno se aniquilarían, aspiran a una unión conveniente y decorosa, es decir, tal que ellos vivan juntos y se hablen y estén unidos en otras cosas similares”60.

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“Quia nihil potest in alterum transformari, nisi secundum quod a sua forma quodammodo recedit”. III Sent., d. 27, q. 1, a. 1 ad 4. 60 S Th, I-II, 28, 1, ad 2. Lo expresado en este texto puede traducirse en un diagrama:

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1. Un estática o entitativa y aptitudinal, que es antecedente, por cuanto el amante y el amado tienen aptitud para amarse: se trata de la conveniencia de ambos o bien en la misma forma sustancial (identidad del sujeto consigo mismo) o bien en la forma accidental (semejanza de un sujeto con otro); y esta unión o conveniencia (coaptación, proporción, unibilidad) es causa formal, no eficiente, del amor: es una unión causal o causativa: si entre el amante y el amado no hubiese cierta proporción, conveniencia o coaptación, nunca se seguiría el amor real. La unión entitativa del amante con el amado se da, pues, en acto primero o aptitudinal, y puede a su vez revestir tres modalidades: las dos primeras son la unión sustancial y la unión de semejanza perfecta, las cuales figuran como causa formal del amor perfecto; y la tercera es la unión de semejanza imperfecta, la cual figura como causa formal del amor imperfecto. En resumen: la unión que es causa del amor, unión antecedente, que es entitativa o en acto primero, puede ser doble: a) una, perfecta, que existe o bien por identidad real sustancial –como cada uno se relaciona consigo mismo– o por semejanza perfecta del amante con el amado; y esta unión es causa del amor perfecto, que es el íntimo, tanto amistoso como esponsalicio; b) la otra es imperfecta, unión por semejanza imperfecta entre el amante y el amado, por cuanto el amante no posee en acto la forma y perfección del amado; y esta unión es causa del amor imperfecto, que fue llamado de concupiscencia. 2. Otra unión es dinámica, operativa, actual, por cuanto el amante expresamente y con cierto conocimiento se orienta hacia el amado; y esta unión puede ser, en primer lugar, concomitante. Tal es la unión propiamente afectiva, por cuanto la unidad entitativa real o ideal, o sea, la misma unión aptitudinal, entre el amante y el amado, conocida y presentada a las tendencias del amante, las excita, disponiéndolas afectivamente hacia el amado (intención unitiva). Esta unión,

Naturaleza y persona: el sentido del amor

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coaptación o consonancia del afecto del amante con el amado, como con algo bueno y conveniente para sí, es formalmente el mismo amor. La unión afectiva es una conveniencia del afecto, por la que el amante se convierte afectivamente en el mismo objeto o en la persona amada. Esta unión es efecto formal primario del amor y, por eso, es esencialmente el mismo amor; dicho de otro modo, el mismo amor es tal unión o nexo. En resumen: la unión que es esencialmente el mismo amor se da por adaptación y conveniencia del afecto, asemejándose a la unión sustancial, pues el amante, en el amor perfecto, se ordena al amado como a sí mismo, y en el amor imperfecto, como a algo propio. Esta unión pertenece al amor en cuanto, por la complacencia del apetito, el que ama se refiere al objeto amado como a sí mismo o como a algo propio (sicut ad seipsum vel ad aliquid sui)61. Tal unión concomitante, que es ya dinámica y constitutiva del amor, que es la misma unión afectiva del amante con el amado –esencialmente el mismo amor–, se comporta, pues, de diverso modo, bien como amor perfecto, bien como amor imperfecto. Pues como amor perfecto, el amante se hace afectivamente –en el corazón, en la intimidad– el mismo amado de modo completo, según todo su ser, porque se refiere al amado como ad seipsum totum, a la totalidad de sí mismo –es un éxtasis de la intimidad–, y por eso corresponde y se asemeja a la unión perfecta sustancial –unión por identidad– que uno tiene consigo mismo. Eso explica que el que es amado con amor perfecto se llame “otro yo” (alter ipse, alter ego): pues el alma del amante se encuentra más en donde ama que en donde anima, consiguiendo una unión permanente, habitual, profunda, persistente e íntima. Pero como amor imperfecto, el amante se hace afectivamente el amado de modo incompleto – no se opera en él un éxtasis puro de la intimidad–, por cuanto se relaciona con el amado como con algo de sí mismo y no como con un todo íntegro, y por esta razón corresponde a la unión de semejanza imperfecta, que es su causa: sólo consigue una unión transitoria, frágil, temporal, superficial. Pero en cada categoría de amor perfecto (como veremos: benevolente o íntimo, amistoso o esponsalicio, paternal o filial) se encuentra la intención unitiva de una forma determinada. 3. La última unión, también dinámica y actual, es consiguiente: unión efectiva o real y exterior, por cuanto el amante se dirige al amado con movimiento real para 61

“La unión afectiva, por la que el amante es informado por el amado y se transforma afectivamente en él, y hasta se hace afectivamente una misma cosa con él, es efecto formal del amor, que es esencialmente el nexo mismo, el aglutinante, el lazo afectivo de ambos, y, por tanto, tal unión no difiere realmente del mismo amor; hay sólo distinción de razón. En este sentido se asemeja a la unión sustancial del amante consigo mismo amado, en cuanto que el amante toma al amado como otro yo o como algo suyo, que pertenece a su bienestar, y así se da al amado como a sí mismo o como a algo suyo”. Santiago Ramírez, La esencia de la caridad, 360.

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unirse a él de manera existencial y efectiva, poseyéndolo realmente, conviviendo con él, haciendo una comunidad activa de vida con él; y esta unión es efecto del amor. Se trata del efecto propiamente dicho de una causa eficiente, unión real, la cual se da con la presencia de la persona amada, y tal unión pertenece formalmente al gozo. Esa unión real y exterior del amante con el amado es efecto del amor propiamente dicho, en el género de causa eficiente62. Porque el amor no sólo posee una intención unitiva, sino que en él se realiza la unión al menos del lado del amante63. La unión afectiva, propiamente el amor, es la mejor atalaya para divisar la constitución y el despliegue de la intimidad personal, como se irá viendo.

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“De ahí que esta unión real y física del amante y del amado sea, respecto de la unión afectiva, como el fin en la ejecución respecto del fin en la intención. Pues el fin en la intención, que es la misma causalidad de la causa final, mueve al agente a obtener y conseguir en la realidad el bien mismo o la perfección que, en cuanto estaba en la intención, lo movía a obrar y a moverse a obtenerlo en la realidad: y así el fin en la realidad o consecución real del fin es lo último en el género de la causa eficiente, por ser efecto del mismo agente. Y de modo parecido la unión real y física del amante y del amado, por la presencia real y posesión del mismo, es como la unión real o en la ejecución y es, por tanto, efecto del amor, o del amante mediante el amor, en el género de la causa eficiente. El amante se refiere al amado como el sujeto al objeto y como el agente al fin. Es claro que la unión efectiva y real está respecto de la unión meramente afectiva y cordial en la relación de lo perfecto y consumado a lo imperfecto e incoado”. Santiago Ramírez, La esencia de la caridad, 360-361. 63 “La unión real sólo acontece cuando el amor es correspondido y el amado se apresura igualmente hacia mí como yo hacia él. Pero en cualquier caso es ya mi amor un factor esencial en la constitución de la unidad. El amor no sólo tiene una intención unitiva, sino que es también una virtus unitiva. Aspira a la unión que solamente nos puede ser dada por la correspondencia al amor, pero en la medida en que está en su poder, el amor constituye ya algo de esa unión. Este doble aspecto del amor es de gran importancia” (D. von Hildebrand, La esencia del amor, 86).

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