Escritos, Revista del Centro de Ciencias del Lenguaje Autobiografía y polifonía Número 27, enero-junio de 2003, pp. 105-130
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Negociaciones e incorporaciones en el discurso de la diferencia: autobiografía y polifonía en Sor Juana Inés de la Cruz Bladimir Ruiz Sin duda alguna, la intelectual criolla más estudiada del Barroco de Indias, Sor Juana Inés de la Cruz, se erige como una figura letrada cuya obra representa las tensiones y distintas articulaciones que se observan en la relación del letrado criollo con la metrópolis. Me interesa estudiar cómo en algunos escritos, Sor Juana (Respuesta a Sor Filotea y los villancicos, para ser específico) inaugura lo que podríamos llamar una discursividad de la diferencia. Son textos cuya producción es el resultado de negociaciones, tensiones y enmascaramientos y, sobre todo, textos en los cuales aparece una conciencia lúcida del carácter marginal del sujeto emisor, quien desde su posición subalterna expone las fisuras del proyecto hegemónico imperial.
Without a doubt Sor Juana Inés de la Cruz, the most studied intellectual Creole in the Barroque Indies, is established as a learned figure whose work represents the tensions and different articulations that are seen in the relationship between the learned Creole and the metropolis. I am interested in studying how some of the writings of the nun (Respuesta a Sor Filotea and, to be more specific, the “villancicos”), Sor Juana inaugurates what we could call a discursivity of difference. They are texts whose production is the result of negotiations, tensions and camouflages and, above all, texts in which a lucid conscience appears from the marginal character of the sending subject who from her subordinate position exposes the fissures of the hegemonic imperial project.
Sor Juana barroca, Sor Juana génesis de una conciencia criolla, Sor Juana gongorista, Sor Juana feminista, Sor Juana lesbiana; Sor Juana y los indios, Sor Juana y los negros, Sor Juana monja, Sor Juana subalterna, Sor Juana humanista; Sor Juana y la autobiografía, Sor Juana y el saber, Sor Juana intelectual. Hay tantas posibilidades de aproximación a esta figura de las letras americanas que, pese al estudio constante, se resiste al proceso de acartonamiento que la historia literaria generalmente infringe a sus protagonistas. Más allá
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de estas consideraciones introductorias prevalece el hecho de que Sor Juana Inés de la Cruz se ha convertido en el intelectual más estudiado del Barroco de Indias, no solamente porque en su obra se dilucidan las diferentes tensiones y articulaciones que caracterizan la relación del letrado criollo con la metrópolis, sino porque también, dada su posición doblemente subalterna (mujer y monja), sus escritos muestran las negociaciones que desde el espacio fronterizo se hace con las esferas del poder. El Barroco de Indias va a constituir el marco estético-ideológico en el cual se inscribe la literatura de esta monja. Me interesa destacar la idea de un código impuesto desde los centros metropolitanos de poder y asimilado diferencialmente por la periferia colonial; asimilación ésta que consistiría en una no siempre sutil manipulación ideológica generadora de un proceso de parodización determinado por la dinámica misma del entorno socio-cultural colonial. La obra de Sor Juana, entonces, se inscribe dentro del universo muchas veces carnavalesco del Barroco, enmascarando críticas, problematizando y cuestionando espacios, discurriendo en torno a las posibilidades de inserción (y subversión) a un orden sólidamente sustentado en el ejercicio del poder imperial y en la organización patriarcal. Es dentro de este contexto que me interesa estudiar parte de la obra de Sor Juana Inés de la Cruz. Respuesta a Sor Filotea, documento autobiográfico y epistolar, y los villancicos, conjunto de poemas cantados donde prevalece la polifonía. Son textos que inauguran una discursividad de la diferencia, donde se negocian espacios y representan tensiones, donde se materializa la conciencia lúcida de un sujeto marginal y sus limitaciones, y en donde en última instancia se exponen las fisuras del proyecto imperial. 1. RESPUESTA A SOR FILOTEA: AUTOBIOGRAFÍA Y RECONCEPTUALIZACIÓN DEL ESPACIO PRIVADO
El acercamiento a este texto de Sor Juana viene acompañado de una suerte de subjetividad que impide o dificulta el trabajo crítico, académico, el cual aparentemente exige distancia ante el objeto como punto de partida del proceso analítico. En realidad, parte de
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esa dificultad se relaciona con que el objeto de estudio en cuestión es un documento personalísimo –una carta–, el cual, desde su constitución enunciativa misma, está cargado de subjetividad. De entrada, Sor Juana se presenta como un sujeto protagónico lleno de vida y transmisor de una carga existencial particular, porque ha dejado como documento guía de estas reflexiones un texto de marcado carácter autobiográfico1: Respuesta a Sor Filotea2. Unido a ello, no se puede descartar que esa fascinación por Sor Juana se debe a que este texto epistolar –como muy pocos– deja ver, a través de un juego de máscaras, vaivenes, reticencias que hablan y juegos retóricos, a un yo narrativo conflictuado que se erige –más bien debería decir se construye– como defensor de un espacio desde el cual dificulta y cuestiona un orden dogmático, visualiza las implicaciones ideológicas de ciertas prácticas –la escritura y la lectura– y discurre en torno a sus posibilidades de inserción –en relación al acceso a esas prácticas– dentro de un sistema controlador y represivo. Pero lo que más me interesa explorar es la conciencia lúcida de este sujeto marginal (que bien podría llamar subalterno) de sus limitaciones y, a la vez, de sus posibilidades de subversión y la articulación que encontramos en este texto de Sor Juana entre autobiografía y escritura de mujeres. No es posible en este ensayo indagar profundamente sobre las implicaciones teóricas conectadas directamente con el género autobiográfico. No obstante, la amplia bibliografía sobre el tema coincide en destacar que el mismo eleva una serie de interrogantes concernientes en su mayoría a las relaciones entre el yo, el ser y el otro que se establecen dentro de un texto autobiográfico. Bajo una perspectiva clásica de la autobiografía, se asume que “the self knows itself... from inside out. That being the case, the self is the best indeed, the only, source of self-knowledge” (Gunn, 1982, 6). En 1 En realidad estamos ante uno de esos textos que traspasan libre y constantemente las barreras de los géneros discursivos: carta/defensa/autobiografía/confesión. 2 Como ye se sabe, ha dejado dos: en 1980 se descubrió una nueva epístola, la hoy llamada Carta de Monterrey o Carta de Sor Juana Inés de la Cruz a su confesor o Autodefensa espiritual, que la monja le dirigió a su confesor de entonces, el jesuita Antonio Núñez de Miranda.
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conexión con esto, ese conocimiento que el “uno” tiene de sí mismo parte de la idea que ese “uno” no solamente es una entidad privada y oculta, sino que además está divorciada del tiempo y es incambiable. Así, la autobiografía ha sido vista como una suerte de “voyeurismo trascendental”, en el cual el “uno” se observa y se escucha insistentemente en un intento por descubrirse, por conocerse3. Silvia Molloy, en relación a estos planteamientos, señala que este tipo de discursos persigue, desde el comienzo, un objetivo imposible: “to narrate the ‘story’ of a person that only exists in the present of its enunciation” (Molloy, 1991, I). Otro de los problemas teóricos relacionados con el género tiene que ver con la dificultad de establecer las fronteras que lo separan de la ficción. Y en parte, esto obedece al hecho simple (y paradójicamente complejo) de que el sujeto enunciativo en un texto autobiográfico, el autor y el protagonista son una misma entidad. El yo autobiográfico, pues, es uno que habla desde distintas posiciones –de allí la importancia de dilucidar para quién el yo habla como yo, y desde dónde se ubica– y en él existe una innata vacilación entre el ser privado y el ser público, entre honor y vanidad, entre evocación lírica y anotación objetiva, entre deseo y deber. Todas estas consideraciones generales nos permiten situar las bases para una discusión en torno al yo narrativo de Respuesta a Sor Filotea. Obviamente, como todo texto epistolar, la carta en cuestión tiene sus antecedentes. El más lejano de ellos lo constituye la Carta atenagórica, la cual es una crítica escrita por Sor Juana –al parecer bajo petición del obispo de Puebla– a un sermón de un padre jesuita portugués, Antonio Vieyra, en torno a cuál ha3 Janet Gunn apunta que “at the center of its assumptions about autobiography is the hidden or gostly self which is absolute, innefable, and timeless... this self cannot be said to have a past at all: it never was, it simply is” (1982, 8). De igual manera, Robert McDonald sostiene que “criticism repeats the autobiographical operation by seeking to locate the self that is ontologically prior and trascendental to writing” (1993, 298). En relación a este punto, Aída Beaupied comenta en el comienzo mismo de su artículo que “la crítica no sólo ha puesto en tela de juicio la infalibilidad referencial del discurso autobiográfico, sino también la del parasitario discurso crítico que, de tanto nutrirse de la autobiografía, no ha podido evitar contaminarse de sus mismas dolencias” (1993, 117).
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bía sido la mayor fineza –prueba de amor– de Cristo. El más inmediato de estos antecedentes, dado el carácter de contestación de Respuesta, es otra carta, la Carta de Sor Filotea de la Cruz, en la cual la monja recibe una reprimenda por dedicarse insistentemente al estudio de los temas seculares y no a las santas escrituras4. Respuesta a Sor Filotea es, pues, como su mismo título indica, una epístola que responde a otra. Respondiéndole al obispo, Sor Juana responde a la vez a sus muchos detractores y, muy especialmente, se responde a sí misma. En efecto, el sujeto que se construye en el texto es el resultado de un proceso de autoinvención, uno que desde muchas aristas puede verse como personaje de su propia historia. Y en esa dramatización autobiográfica se patentiza un juego de máscaras –que develan y ocultan el rostro– que ponen 4 Hoy en día parece estar claro, y en su tiempo, según Octavio Paz también lo fue, que la autodenominada Sor Filotea de la Cruz no era sino el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz. Al explicarnos el origen del pseudónimo, Paz apunta que el gusto por éstos y las alusiones escondidas son “rasgos inherentes a todas las burocracias identificadas con una ortodoxia” (536). Asimismo, destaca que Fernández de Santa Cruz tomó el apelativo de Sor Filotea de una publicación de nombre Peregrinación de Sor Filotea al Santo templo y monte de la Cruz, el cual, al parecer, era una imitación deliberada de la “Filotea francesa”, de San Francisco de Sales) y cuyo autor era su predecesor en el cargo de obispo, Juan de Palafox y Mendoza. Igualmente, el escritor mexicano sostiene que es Fernández de Santa Cruz quien autoriza y costea la publicación de la Carta atenagórica, y que su interés en la circulación pública de semejante crítica obedeció a razones de índole personal: una rivalidad con el Arzobispo de México, Francisco Aguiar y Seijas, quien se encontraba entre los amigos y admiradores de Vieyra. Es decir, no era este último el que habría de molestarse por la crítica al sermón, sino el propio Arzobispo de México, quien, habría que agregar, según sus biográfos, sufría de violentos ataques de misoginia. Así, la crítica al sermón de Vieyra, indirectamente crítica en contra de él, por venir de una mujer, debía ser evaluada como una doble humillación. De esta manera, la imprudencia de Sor Juana, aceptando que cometió una, vendría a ser el haber participado en esa pugna entre dos figuras poderosas de la Iglesia en el Nuevo Mundo. En otra dirección, no deja de ser contradictorio el hecho de que la crítica del obispo haya aparecido acompañando la publicación de la Carta atenagórica. Es decir, no parecería tener mucho sentido amonestar a la monja sobre su indiferencia ante el estudio de las santas escrituras justo en el mismo momento en que ésta ha escrito un tratado teológico. Pero es precisamente este último hecho el más conflictivo y sobre el que se ahondará en el cuerpo de este escrito.
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sobre el tapete la carnavalización característica de muchos de los textos escritos dentro del Barroco hispanoamericano. Así, por ejemplo, estamos ante una monja que responde a otra (que en realidad no lo es) sabiendo a su vez que en realidad se dirige a un superior –hombre– que se hace pasar por monja. Ese juego de disfraces posibilita en Sor Juana la constitución de un discurso que unas veces se “acerca” al otro en una relación, si se quiere, horizontal, y otras se distancia y reconoce las jerarquías propias de un orden que, como el eclesiástico, exige reverencia y reconocimiento de las relaciones de poder. Y este vaivén argumentativo, este constante cambio de fórmulas a la hora de dirigirse al destinatario de la carta (Sor Juana se dirige a Sor Filotea como “Muy ilustre Señora”, “señora”, “venerable señora”, “señora mía”, “vos”, “Su Majestad”, “vuestra venerable persona”) revela la necesidad de la monja de negociar constantemente con la autoridad. Los ejemplos en este sentido se multiplicarían. No obstante, se destaca la conciencia del sujeto enunciativo de este juego textual, su conocimiento del uso deliberado de ciertas fórmulas de respeto. Más aún, hacia el final de la carta, Sor Juana vuelve su mirada ya no al contenido de sus argumentos, sino a la estructura misma del discurso, con particular énfasis en la selección del registro informal que ha escogido para muchos de los casos: Si el estilo, venerable señora mía, de esta carta no hubiere sido como a vos es debido, os pido perdón de la casera familiaridad o menos autoridad de que tratándoos como a una religiosa de velo, hermana mía, se me ha olvidado la distancia de vuestra ilustrísima persona, que a veros yo sin velo, no sucedería así; pero vos, con vuestra cordura y benignidad, supliréis o enmendaréis los términos, y si os pareciere incongruo el Vos de que yo he usado por parecerme que para la reverencia que os debo es muy poca reverencia la Reverencia, mudadlo en el que os pareciere decente a lo que vos merecéis, que yo no me he atrevido a exceder los límites de vuestro estilo ni a romper el margen de vuestra modestia (Cruz, 1994, 102).
En la revisión que me interesa hacer de este texto, llama la atención el hecho de que presenciamos un sujeto –un yo– que habla siempre desde la posición subalterna a otro de mayor jerarquía y, en consecuencia, de mayor o verdadero acceso a los centros de
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poder y a las decisiones relacionadas con tal posición. Sor Juana nunca pierde de vista su condición de monja y, sobre todo, el hecho de que en realidad se está dirigiendo al obispo y no a otra monja como ella. Así, en primera instancia, el yo se dirige a Sor Filotea, y ante ella se confiesa: ...digo que recibo en mi alma vuestra santísima amonestación de aplicar el estudio a los Libros Sagrados que, aunque viene en traje de comsejo, tendrá para mí sustancia de precepto, con no pequeño consuelo de que aun antes parece que prevenía mi obediencia vuestra pastoral insinuación, como a vuestra dirección, inferido del asunto y pruebas de la misma carta (Cruz, 1994, 42-44).
Unos párrafos más adelante mencionará el ataque del que ha sido objeto y de los que más le han dolido no han sido aquéllos provenientes de personas envidiosas y lejanas a ella, sino de “los que amándome y deseando mi bien (y por ventura mereciendo mucho con Dios por la buena intención) me han mortificado y atormentado más que los otros” (Cruz, 1994, 62). De esta manera, presenciamos cómo la monja, en la soledad de su celda y con sus libros como únicos acompañantes, escribe un texto en el cual el yo “conflictuado” se va quitando los velos, se va desenmascarando, se autoexamina, y al hacerlo deja descansar momentáneamente la carga que han constituido tantos años de represión, miedo y frustración5. La Respuesta se erige como un espacio textual “en el cual el yo se presenta y se representa ante una autoridad religiosa” (MartínezSan Miguel, 1994, 263). Y en términos pragmáticos, como epístola que responde, tiene también una finalidad: por un lado, Sor Juana quiere defenderse del ataque del que es objeto tanto por parte del 5 Mabel Moraña plantea, en relación a la Carta de Monterrey (mas su argumento vale igualmente para la Respuesta) que “la práctica escritural se define en fin, desde la perspectiva enunciativa asumida por Sor Juana como emisora del texto epistolar, como un instrumento de afirmación y cuestionamiento social. La carta se presenta así, a partir de su innegable circunstancialidad, como una forma vicaria de representación del Yo en sus formas incipientes de conciencia social” (Moraña, 1994, 210). Sor Juana, entonces, elabora un discurso en el cual se autoconstruye como un sujeto que se reconoce diferente y perseguido por esa diferencia y, más aún, uno que en su constante acto enunciativo intenta autorizarse para así permitir su entrada a un tipo de discurso reconocido y aceptado como exclusivamente masculino.
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obispo como del resto de sus detractores; por el otro, intenta, a través de un proceso de negociaciones con el poder de su espacio personal, defender y legitimar su autoridad y el derecho que cree tener al saber. Desde la introducción misma la negociación se inicia. El sujeto enunciativo adopta un tono humilde y de franca insubordinación al referirse a su destinatario con los siguientes calificativos: “doctísima”, “discretísima”, “santísima” y “amorosísima” (doblemente curioso resulta el hecho de que estos superlativos formen una cadena enumerativa). Pensar en la ironía se presenta casi como un proceso inevitable6. No obstante, sin descartar la carga irónica que pueda existir en esta parte de la carta, hay que tomar en consideración que la misma se inscribe perfectamente dentro de las fórmulas retóricas que caracterizan a los escritos de la época. Sobre este particular, Rosa Perelmuter ha señalado que el elemento retórico jugó un papel muy importante en la elaboración de la carta, y que una lectura atenta y erudita de la misma descubrirá que el discurso “encuadra perfectamente en la línea de la oratoria forense” (148)7. Más adelante, volviendo a la carta, la monja dice que “por ventura no soy más que una pobre monja, la más mínima criatura del mundo y la más indigna de ocupar vuestra atención” (Cruz, 1994, 40). Esta “fórmula de empequeñecimiento” se ve contrastada –el discurso barroco, con sus claroscuros y con su inscripción en el juego de las apariencias, se patentiza aquí con fuerza– en párrafos posteriores con aseveraciones que postulan exactamente 6 Al respecto, Amy Oliver afirma que la ironía es el “elemento omnipresente” en Respuesta a Sor Filotea; ironía usada en distintos niveles con la finalidad de defenderse dentro de un contexto donde está proscrito expresarse en forma directa (dada su condición de monja subordinada a la autoridad del obispo). 7 Apunta Perelmuter que en su conjunto la carta contiene las secciones tradicionales del discurso retórico forense: exordio, narración, prueba y peroración. El exordio, espacio en el cual la introducción señalada se incluiría, tiene por función la de obtener la benevolencia y docilidad del oyente. De allí la importancia de presentarse de una forma humilde y respetuosa, bien sea enalteciendo al destinatario, bien sea empequeñeciéndose el remitente. En apoyo a estas consideraciones, Stepanie Merrim apunta que la monja mexicana hace uso consciente de la “voz institucionalizada” de la mujer del siglo XVII (todavía más si estamos hablando de una religiosa); es decir, emplea la retórica de la humildad, la sumisión y la subordinación. Todavía más: “the woman writer’s adherence to a rhetorical code can involve an awareness of its relation to an ideological system” (Merrim, 1991, 28).
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lo contrario. En efecto, en más de una ocasión Sor Juana se dibuja a sí misma ya no como la “más mínima” de las criaturas, sino como un ser “señalado”, singular (aun y cuando está muy consciente que singularizarse y autocondenarse son dos caras de una misma moneda): Pues por la –en mí dos veces infeliz– habilidad de hacer versos, aunque fuesen sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado o cuáles no me han dejado de dar? Cierto, Señora mía, que algunas veces me pongo a considerar que el que se señala –o lo señala Dios, que es quien sólo lo puede hacer– es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen o que hace estanque de las admiraciones a que aspiraban, y así le persiguen (Cruz, 1994, 62).
Por lo menos la monja parece tener la sensatez de hablar en tercera persona y no colocarse directamente como protagonista de sus ejemplos argumentativos. No obstante, la religiosa ahonda aún más en este punto, y en su afán persuasivo se compara a sí misma con Cristo y con figuras como Santo Tomás, la madre María, Saúl y un sinfín de personajes tanto bíblicos como seculares, todos de reconocida jerarquía: Y si no ¿cuál fue la causa de aquel rabioso odio de los fariseos contra Cristo, habiendo tantas razones para lo contrario?... Y ya que como toscos y viles no tuvieron conocimiento, ni estimación de sus perfecciones, siquiera como interesables ¿no les movería sus propias conveniencias y utilidades tantos beneficios como les hacía, sanado los enfermos, resucitando muertos, curando los endemoniados? Pues ¿cómo no le amaban? ¡Ay Dios, que por eso mismo no le amaban, por eso mismo le aborrecían! Así lo testificaron ellos mismos (Cruz, 1994, 62).
Confesión y justificación, dos actos ilocutivos que parecen confundirse en el universo textual de la carta le permiten a la monja discernir en torno a su vocación para el estudio: “Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar, que fuera en mí desmedida soberbia sino sólo por si con estudiar ignoro menos” (Cruz, 1994, 46). Aquí Sor Juana introduce el punto que más me interesa desarrollar. La monja destaca que su interés por el estudio no desea traspasar
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las fronteras de su privacidad. No olvidemos que en la época de Sor Juana había un control estricto e institucional de la mujer y, particularmente, se vigilaba con celo su acceso a la vida pública (publicación de textos, pronunciación de sermones en la iglesia, participación en debates) (Martínez-San Miguel, 1994, 263). Es decir, la mujer no podía convertirse en agente de su propia experiencia. De hacerlo se iniciaría un proceso en el cual las instituciones –en el caso de Sor Juana, y en realidad en la mayoría, la Iglesia– intervendrían para reintegrarlas a la red de poder. Solamente a través de un mediador autorizado y poderoso –y al final de la cadena, o al principio, necesariamente estaba un hombre– el acceso a la esfera pública podría ser posible. De allí que Fernández de Santa Cruz juegue este doble papel dentro del texto que nos ocupa. Por un lado, porque autoriza la publicación de la Carta atenagórica (incluso sin permiso de su autora), posibilitando su acceso al medio público; por el otro, amonestando severamente a la monja, y exigiendo su sometimiento a la autoridad eclesiástica y patriarcal. Mas Sor Juana, pese a reconocer su posición subalterna en relación a las autoridades eclesiásticas masculinas, no deja de elaborar una posición de resistencia frente a las amonestacciones que constantemente recibe de ese sector. Y la prueba material de esa resistencia la constituyen sin duda las dos cartas mencionadas. Así, volviendo a la Respuesta, para validar su vocación por las letras, la monja sostiene que fue precisamente esa inclinación hacia el saber que la llevó a elegir su vida de monja. Eso, y su proclamada negación al matrimonio8. Más adelante apuntará que ni siquiera puede considerarse culpable por esa vocación –ya no sólo por estudiar– hacia la escritura, puesto que (y aquí el pensamiento racional de la monja da un giro hacia la mistificación y el misterio) para ella el escribir es casi un acto involuntario, un rapto, una suerte de impulso trascendental fuera de su control y que –aquí aparece lo más im8 En la minuciosa reconstrucción histórica que Octavio Paz hace, sostiene que durante ese periodo los conventos cumplían una función triple: religiosa, como es de esperarse; mundana, mediante la cual proveían de ocupación a miles de hombres y mujeres; y social, dentro de la que destacaban la caridad y la enseñanza. Es gracias a esta última que Sor Juana decide ingresar al Convento de San Gerónimo.
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portante de su argumentación– es Dios quien lo ha puesto en ella. Esto implicaría una validación automática del impulso y de la posibilidad de que el mismo sea dañino: El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena, que les pudiera decir con verdad: Vos me cogisteis. Lo que sí es verdad que no negaré... que desde que cayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras que ni ajenas reprensiones –que he tenido muchas– ni propias reflexas –que he hecho no pocas– han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: su Majestad sabe por qué y para qué... (Cruz, 1994, 46, subrayado final mío).
En la parte final de este párrafo, la religiosa menciona la posición de la mujer frente al acceso al conocimiento: “...ya sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aun hay quien diga que daña” (Cruz, 1994, 46, subrayado mío). En esta breve referencia aparece bosquejada lo que para muchos fue la tragedia de Sor Juana Inés de la Cruz, y que Margarita Peña resume de la siguiente manera: Ser mujer y pretender cosas que sólo conciernen a los hombres. He aquí la ambivalencia, el dualismo, la síntesis de las antítesis, la conjunción de polaridades que sobrellevará durante más de cuarenta años. Ambivalencia que se hace explícita en un último esfuerzo por ser comprendida por los hombres de su época, por sus superiores, mañosamente disfrazados de mujeres (Peña, 1983, 17-18).
Sor Juana está plenamente consciente de que la atacan por ser mujer, por saber demasiado siendo mujer, de allí que sea precisamente en este punto donde recurra a la autoridad de los textos bíblicos –precisamente lo que le está exigiendo el obispo, personificación inmediata de la autoridad eclesiástica masculina– para hacer valer su derecho al conocimiento, para autorizar un espacio (aunque sea privado) en el cual ella como mujer y como monja tenga acceso al saber sin represión9. Sin embargo, antes de recu9 Otro tema que conjuntamente al planteado trabajó Sor Juana en Respuesta, es su justificación ante su descuido en el estudio de las Santas Escrituras. Su
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rrir a las escrituras sagradas, la monja postula lo que Jean Franco enuncia como una nueva propuesta epistemológica: la posibilidad de acercarse al conocimiento sin necesidad de libros, donde la experiencia tradicionalmente evaluada como femenina posibilite un engrandecimiento del campo del saber, de que la experiencia práctica se incorpore al reino del conocimiento. Sor Juana incorpora el pensamiento racional, evaluado como esencialmente masculino, al terreno de la experiencia privada de la cocina, circunscrita culturalmente al reino de lo femenino, cuando dice: Pues ¿qué os pudiera contar, señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Veo un huevo que se une y se fríe en la manteca o aceite, y por el contrario, se despedazaba en el almíbar, ver que para que el azúcar se conserve fluída basta echarle una mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria (Cruz, 1994, 74).
Y más adelante agrega: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito (Cruz, 1994, 74).
La parte final del texto se la dedica a la reinterpretación de la orden de San Pablo (“Mulieres in Ecclesiis taceant”) y a la caracterización de su quehacer literario como una actividad resultado de “rueestrategia argumentativa puede resumirse de la siguiente manera: primero, establece que se considera indigna para tan alta labor; segundo, que tiene miedo del Santo Oficio, pues un error en la interpretación de los textos bíblicos puede ser considerado una herejía; tercero, porque no escribe por dictamen propio, sino como un gesto de obediencia ante pedido de sus superiores; y, finalmente, porque para acceder al misterio y a la complejidad de los textos sagrados –de la Teología– necesita conocer las otras ciencias, menores en comparación a aquélla, pero necesarias para alcanzar los niveles de entendimiento que requeriría. Es decir, Sor Juana plantea que no ha querido hablar sobre esos temas porque su silencio, su deseo de callar, su “no saber”, en palabras de Josefina Ludmer, obedece a razones de mucha importancia. Al respecto, Ludmer apunta: “el silencio constituye su espacio de resistencia ante el poder de los otros” (50). Asimismo, concluye que cuando Sor Juana decide no decir, o decir que no sabe y sabe, o decir lo contrario de lo que sabe, elabora lo que ella llama “la treta del débil”, la cual separa “el campo del decir (la ley del otro) del campo del saber (mi ley) [y] combina, como todas las tácticas de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro, con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración” (Ludmer, 1985, 51-52).
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gos y preceptos ajenos” (excepto el Primero sueño). A través de su lectura del imperativo del apóstol, la monja exige un espacio reivindicativo para la mujer, y postula que la inferioridad intelectual no es exclusiva de su sexo (en franca oposición al pensamiento hegemónico de la época). Reclama, entonces, la democratización sexual de la sabiduría y, de forma implícita, de la estupidez. Igualmente, sostiene que la emisión del enunciado de San Pablo debe verse dentro del contexto histórico en el cual se produce: “y es que en la Iglesia primitiva se ponían las mujeres a enseñar las doctrinas unas a otras en los templos; y este rumor confundía cuando predicaban los apóstoles y por esto se les mandó callar” (Cruz, 1994, 86). Recurriendo a las observaciones del doctor Arce (teólogo mexicano) y a su agudeza mental, Sor Juana elabora una red de argumentos mediante los cuales intenta rescatar el derecho de la mujer a estudiar en privado y de erigirse en maestra al llegar a la senilidad: Siendo este lugar más en favor que en contra de las mujeres, pues manda que aprendan; y mientras aprenden claro está que es necesario que callen... Si lo entienden de lo primero, que es en mi sentir, su verdadero sentido, pues vemos que con efecto no se permite en la iglesia que las mujeres lean públicamente, ni que prediquen, ¿por qué reprenden a las que privadamente estudian? Y si lo entienden lo segundo y quieren que la prohibición del Apóstol sea trascendentalmente que ni en lo secreto se permita escribir... ¿cómo vemos que la Iglesia ha permitido que escriba una Gertrudis, una Teresa, la monja de Agreda y muchas otras? (Cruz, 1994, 88-89).
Sor Juana Inés de la Cruz intenta rescatar aunque sea la esfera privada como espacio para el estudio y la escritura. Al hacerlo, está constituyendo un espacio en donde la práctica discursiva posibilite la emergencia de una voz que desde la periferia invada la homogénea centralidad del discurso patriarcal. De igual manera, postula la posibilidad de un conocimiento racional, objetivo, a través de la experiencia subjetiva y privada. Así, el espacio personal, privado, al traspasar las fronteras de su encierro y al entablar un contacto eventual con la esfera pública, a través del elemento textual, deviene en espacio político, cuestionador de un sistema que dentro
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de sus múltiples contradicciones y paradojas parece propiciar (y neutralizar) ese efecto polemizador. Si Respuesta a Sor Filotea fue un examen de conciencia, obviamente como resultado no prevalece el arrepentimiento. Al contrario, experiencia catártica y liberadora, la escritura de la carta desplaza así su intención comunicativa y se constituye en un instrumento de conocimiento personal, creador de un espacio en el cual emergen y son revisados antiguos temores, obsesiones recurrentes, frustraciones que no envejecen, fantasías nunca materializadas, deseos reprimidos, autoflagelaciones, reflexiones que enmascaran intenciones, dudas que sólo sirven para reafirmar certezas. Respuesta a Sor Filotea se convierte entonces en un documento de carácter multiforme. Filosófico y espiritual, respuesta y cuestionamiento, colectivo y personalísimo. Mas, sobre todo, texto autobiográfico que devela, a través de un juego de autoinvención y de enmascaramientos, las complicadas redes que constituyen y sujetan las posibilidades de la mujer, dentro del universo del Barroco de Indias, de erigirse ya no como reproductoras, sino como productoras de cultura. LOS VILLANCICOS DE SOR JUANA: EL CONTRADISCURSO COMO PARTE DE LA HEGEMONÍA
Los villancicos ocupan dentro de la producción literaria de Sor Juana un lugar, si se quiere, singular. De gran relevancia numérica (constituyen una cuarta parte de sus escritos), estos textos poéticos no parecen haber sido lo suficientemente valorados por la monja de la misma manera que el resto de su obra (a juzgar por el descuido con que fueron incluidos en la edición de sus obras, por la existencia de villancicos nunca contenidos en la misma, y por la supresión de muchas dedicatorias), ni tampoco por la crítica literaria sobre la obra de la monja, la cual, de una prolijidad asombrosa, acusa una excepción igualmente sorprendente: los trabajos críticos sobre estos textos lírico-dramáticos son realmente escasos. La aparente escasa consideración de Sor Juana, en palabras de Darío Puccini (1965, 233), “no se apartaba de la preceptiva y de la praxis literaria de su tiempo”, que valoraba particularmente toda
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producción poética ajustada a los cánones de la poesía culterana, a despecho de otras, de mayor libertad formal, destinadas a un público mucho más numeroso y “mixto”10. El criterio de valoración actual es diferente (en los pocos textos críticos que hay sobre este tema): la importancia de los villancicos radica en que a través de ellos se puede observar la otra cara del Barroco de Indias con mayor claridad: la de la fiesta y la carnavalización, la de la parodia y la transgresión, la de la recuperación de elementos populares, la del elemento multicultural y, en definitiva, la del mestizaje cultural. Los villancicos, como ya se apuntó brevemente, tenían como receptores a una comunidad heterogénea: dentro del marco de la celebración religiosa se cantaban –muchos de ellos incluían representaciones y baile– en las iglesias bajo la mirada de eclesiásticos, blancos peninsulares, criollos, negros e indios (distribuidos espacialmente, como es de esperarse, de acuerdo a su rango social). La buena fortuna del género en el ámbito de la Nueva España tiene que ver con “la función de nexo que el villancico desarrolló entre las varias razas y clases sociales, y a las originales características ambientales de las que se nutrió, en un momento determinado de la historia colonial” (Puccini, 1965, 235). Es por eso que estas composiciones deben verse en su particular carga ideológica: en ellas queda representada la gradual crisis que enfrentaba la dominación española en sus colonias americanas, que guarda una estrecha relación con el advenimiento de un grupo criollo cada vez más consciente de su identidad y de la visibilidad de una inmensa mayoría híbrida que manifiesta notoriamente la presencia de una realidad “otra”. En los villancicos de Sor Juana11, sus protagonistas dialogan, cantan, juegan, bailan, parodian y alaban a los santos y, especial10 Se acota que la palabra villancico es un diminutivo de villano. En su origen, pues, consistieron en cantos populares, muchos de tipo pastoril, posteriormente fueron integrados a celebraciones de tipo religioso. Para mayor información sobre los orígenes y evolución del villancico, remitirse al prólogo de Méndez Plancarte en el tomo II de las obras completas de Sor Juana. 11 Entre 1676 y 1691, Sor Juana compuso, de acuerdo a Méndez Plancarte (prologuista de la edición de las obras completas de Sor Juana citada en este escrito), doce juegos completos de villancicos para las iglesias de México, Puebla
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mente, a la Virgen. Así, dentro del marco festivo y solemne a la vez de la celebración religiosa, estos textos poéticos servían como vehículo de adoctrinamiento y también como recurso ideológico crítico de la realidad virreinal. El mundo profundamente heterogéneo expresado por el universo textual de los villancicos es un reflejo simbólico de un contexto colonial virreinal compuesto por diferentes castas, grupos étnicos, lenguas, costumbres, vestimentas, creencias populares, etc. De allí que en estos poemas los protagonistas sean precisamente el negro, el indio, el mestizo, el criollo y el resto de los componentes de la complicada estructura social de la colonia española, quienes dialogan entre sí, constituyendo muchas veces lo que Sabat-Rivers llama “composiciones en clave”, dado que cada uno de ellos se expresa “en su propia lengua”. El villancico sorjuaniano, entonces, puede verse como un elemento que “servía de nexo o punto de confluencia entre las varias razas o clases sociales, de ahí la mezcla de motivos populares y cultos que los caracteriza” (Valdés-Cruz, 1978, 208). La polifonía, entonces, es una marca distintiva en los villancicos de Sor Juana. A través de ella la monja le da voz a los marginados (el negro, el indio, el mestizo) y al hacerlo les abre un espacio de representación que la sociedad colonial constantemente les niega. A nivel ideológico, como instrumento de adoctrinamiento religioso, posibilita eficientemente la supuesta visión del mundo del Otro con la configuración ideológica del catolicismo occidental. En terrenos pragmáticos, crea ciertos niveles de complicidad entre el letrado criollo y las clases marginadas (complicidad basada en la marginación, en distintos niveles, claro está)12. Igualmente, el uso y manipulación de diferentes códigos lingüísticos por parte de Sor y Oaxaca: los dedicados a la Asunción (1676, 1685, 1690), a la Concepción (1676, 1689), a San Pedro Nolasco (1677), a San Pedro Apóstol (1677, 1683), a la Natividad (1689), a San José (1690) y a Santa Catarina (1691). 12 La pregunta que sugiere esta polifonía es la siguiente: ¿qué tienen en común las voces poéticas presentes y su emisor directo? Su posición de subalternos frente al poder metropolitano establecido (en el caso de Sor Juana estamos frente a un triple nivel de marginación: como monja, ante el poder eclesiástico; como mujer, ante el poder del patriarcado; y como intelectual criollo, ante el poder de los centros metropolitanos y de las instituciones coloniales que lo representan).
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Juana refleja la posición privilegiada del letrado, que se erige como mediador e intérprete entre el poder y las clases dominadas. Esto nos devuelve nuevamente a la necesidad de alianzas provisionales dentro del seno de la sociedad virreinal –entre los letrados y los “otros”– que culminan con la solidificación de la posición de privilegio de los letrados criollos dentro del mundo colonial. A partir de las consideraciones anteriores se puede ver cómo el negro es representado en ciertos villancicos (los afromexicanos –como serían llamados contemporáneamente– aparecen en seis de los doce juegos de villancicos de la monja) reviviendo con sus cantos episodios religiosos como la leyenda de la navidad, el aspecto mítico de la pureza de la Virgen, los santos y sus vidas ejemplares, etc.13. En los villancicos donde aparece la figura del negro se persiguen fundamentalmente dos objetivos: por un lado, la fusión de la imagen del negro con la imaginería cristiana, identificación de funcionalidad claramente incorporante y, por otro, reivindicar un espacio en el cual el negro aparezca con una identidad que se respeta, en el cual pueda acusar cierto rechazo a la condición de explotación poco humanitaria de la que es objeto. En este sentido, los villancicos a San Pedro Nolasco constituyen un ejemplo paradigmático de lo hasta aquí señalado. En el estribillo de esta composición podemos leer: ¡Tumba, la-lá-la; tumba, le-lé-le; que donde ya Pilico, escrava no quede! ¡Tumba, tumba, la-lé-le; tumba, la-lá-la, que donde ya Pilico, no quede escrava! (Cruz, 1951, 39).
Más adelante prosigue: Sola saca la Pañola; ¡pues, Dioso, mila la trampa, 13 El tema de los negros en los villancicos no era en la época que nos ocupa. Aparece en los villancicos de Lope de Vega –articulados a lo exótico–, en Góngora y muchos otros escritores peninsulares, para quienes el negro, además de exótico, se inscribe en la simbología de lo malo, lo feo, y se presenta como “nostálgico de la blancura” (Bennassy, 1983, 288). En Sor Juana, no obstante, hay una valoración y defensa de este grupo social (lo mismo aplica para el indio).
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Lo primero que destaca de la primera estrofa es el uso de ciertas figuras retóricas (la onomatopeya, la aliteración y la repetición) que sugieren el carácter bailable de estas composiciones poéticas (igualmente refieren estereotípicamente a la asociación negritud/danza alegre). Esta referencia al ritmo y a la musicalidad africana dentro del campo ritual de la iglesia barroca colonial no deja de representar un cuestionamiento implícito al proyecto hegemónico por cuanto hay una recuperación de algunos aspectos de una tradición y una cultura negadas por la ideología homogeneizadora dominante. Por otro lado, este rescate de aspectos de la cultura del ese Otro africano demuestra la lucidez de Sor Juana en cuanto a la importancia del mestizaje en terrenos de la cultura del siglo XVII. El segundo texto reseñado (el contexto que le antecede presenta al negro cuestionando que los padres de la Merced sólo rescaten a los esclavos de piel clara) destaca la afirmación de lo humano en un grupo étnico vituperado con sustantivos como caballo, perro o bozal. Al respecto, Benassy apunta que este aspecto crítico es casi trivial si lo comparamos con la reflexión “falsamente asombrada sobre la segregación en la caridad que es, de hecho, la condena del sistema entero de una esclavitud a partir del criterio de procedencia” (1983, 294). Y como bien concluye esta crítico, al condenar la segregación en la caridad, la monja, lateral, pero contundentemente, estaba condenando la segregación en sí misma. Así, en villancicos como los de la Asunción, vemos afirmaciones –ruegos, más bien– como las que siguen: —¡Rorro, rorro, ro! —Mas ya que te va, ruégale a mi Dios que nos saque lible de aquesta plisión —¡Rorro, rorro, ro! (Cruz, 1951, 97).
El baile y el canto sugeridos en estas composiciones dejan de ser instrumentos de reafirmación cultural y devienen en cuestionamientos transgresores de una sociedad basada sobre principios escla-
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vistas o, por lo menos, de la manera en la cual ésta se había materializado en las tierras de la Nueva España. Pero no es sólo la voz del negro la que aparece en los villancicos de la monja mexicana, con una carga si se quiere subversiva. Algo análogo podemos observar de las estrofas –la mayoría de las veces todas estas voces aparecen en un mismo villancico, de allí que hablemos de polifonía– en las que aparece la figura del indígena14. Se destaca, en relación a éstas, que muchas de ellas fueron escritas, total o parcialmente en lengua náhuatl. Al hacerlo, se dirigió, con un guiño de complicidad, a sólo una parte del auditorio (los mismos indios o los pocos criollos que, como ella, comprendieran su lengua) con una doble intención: primero, como ya hemos mencionado, el uso de la lengua del otro tenía una intención catequizadora, evangelizante. A través de ella el proceso de incorporación de las masas indígenas a la religión del imperio se aceleraba (como intuyeron tempranamente los jesuitas). Pero a la vez, al constituirse en composiciones en clave “se establece un diálogo transgresor entre la cultura del poderoso y la del sometido que lo relaciona con la parodia” (Sabat de Rivers, 1992, 195). En el tocotín del villancico a San Pedro Nolasco, 1677, vemos: Los padres del bendito tiene on Redentor; amo nic neltoca quimati no Dios. Sólo Dios Piltzintli del cielo bajó, y nuestro tlatlácol nos lo perdono. [...] Yo al santo lo tengo mucha devoción y de Sempual Xúchil un Xúchil le doy (Cruz, 1951, 41-42). 14 La figura del indio aparece en cuatro de las doce series de villancicos de Sor Juana (en los de la Asunción 1676, San Pedro Nolasco 1677, nuevamente Asunción 1681 y San José 1690).
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La traducción de las palabras en náhuatl hecha por Sabat de Rivers (1992, 195-196) sirven para observar cómo el indio hace uso de su lengua para establecer una relación con el Dios de los católicos, y no con la del conquistador. De igual manera, en la misma parte del villancico el indio describe –en esta suerte de lingua franca en la cual aparecen enunciados de ambas lenguas de una forma intercalada– cómo logró evadir el mandato de un gobernador: También un Topil del Gobernador caipampa tributo prenderme mandó. Mas yo con un cuáhuilt un palo lo dió ipam i sonteco: no sé si morió (Cruz, 1951, 42).
En esta parte de la exposición es conveniente hacer la siguiente aclaración: no se piense que cuando hablamos de carga subversiva en estos textos, estamos proclamando a una Sor Juana enfrentada a las instancias del poder de una manera rebelde y, si se quiere, suicida. Nada más lejano a la situación de la monja, quien sí fue objeto de ataques y amonestaciones, pero también vivió y se aprovechó del favoritismo de la corte virreinal. De allí que sea tan importante contextualizar la producción y representación de los villancicos de Sor Juana. Y dentro de este ejercicio contextualizador hay que destacar el elemento paródico como rector de esta experiencia, que bien puede caracterizarse como catárquica. Estamos, como puede verse, bajo la aureola carnavalizadora del Barroco de Indias. El mensaje del indio, subversivo a nivel de contenido, es neutralizado dentro del marco de la parodia en la cual es emitido. La risa del auditorio –o de la parte del auditorio que comprende la parodia– es la constatación del guiño cómplice entre el letrado criollo y el grupo hoy evaluado y caracterizado como subalterno (el villancico, igualmente, puede verse como “válvula de escape” de tensiones que son liberadas en la parodia polifónica). Y esta carnavalización del discurso, esta diversificación paródica de las
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voces logra, y con ello hemos regresado a nuestro problema central, un mensaje de lo mestizo. Los villancicos de Sor Juana Inés de la Cruz proponen un diálogo, dentro del ámbito místico de la iglesia, que elabora indirectamente el tema de la “raza”. En este diálogo, el letrado colonial se ve a sí mismo como “a caballo” entre dos mundos. Uno integrado orgánicamente al orden colonial; otro, identificado momentáneamente con la “otredad”, se erige como emisor de contradiscursos. Y en ese diálogo del que hablamos, el tema de la lengua se constituye en un elemento simbólico y cargado ideológicamente. Es una marca de diferencia cultural con respecto a la España imperial, una marca de mestizaje (hablamos distinto). El trabajo del lenguaje, tal y como lo estamos presentando, se articula en los villancicos como metáfora de un conflicto que remite a un espacio definido por la diferencia y controlado por instituciones virreinales coloniales instrumentadas sobre las bases de un proyecto que pretende borrar precisamente esa diferencia. El recurso de la polifonía, en este contexto crítico, resultado de la presencia dentro del campo de la representación simbólica de voces que en la realidad son silenciadas por el sistema represor colonial, se constituye en un recurso transgresor y cuestionador del proyecto homogeneizador del imperio español en las Indias. De alguna manera esto se conecta con la doble idea del hermetismo del lenguaje barroco y la del letrado como mediador y descifrador de discursos. De allí la funcionalidad autoritaria de este último, autoridad que se materializa, en los villancicos, en la apropiación de formas “menores” (la voz del subalterno) para elevarlas a categorías aceptables y “escuchables” dentro del mundo contradictorio y diverso de la sociedad colonial virreinal. El letrado le otorga voz al Otro, que no tiene acceso alguno a los discursos de poder. Como mediador confirma los niveles de jerarquía propios del sistema colonial; pero también, al erigirse en principio de autoridad discursiva, ratifica la imposibilidad del Otro de construirse y explicarse a sí mismo ante la autoridad, condenándolo a la representación mediatizada, a la ficción. Los villancicos de Sor Juana, inofensivos dada su elaboración aparentemente superficial, pueden leerse como el inicio de un proyec-
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to de incorporación e integración de los sectores populares marcadamente híbridos –y es ésta su articulación a la ideología del mestizaje– al proyecto hegemónico. Sor Juana, entonces, se constituye en una suerte de visionaria que percibe la necesidad de articular al proyecto dominante elementos sociales en conflicto dada su creciente visibilidad. Bajo esta línea de razonamiento, los villancicos evidencian la existencia de un proyecto protonacional. Sor Juana, como productora de cultura dentro de la Colonia –aceptando que produce y no que reproduce; o que reproduce diferencialmente, para recordar el viejo debate– encuentra dentro del discurso hegemónico y homogeneizante del Barroco los elementos y categorías que posibilitan la configuración de una identidad diferencial. En efecto, la incorporación de voces “otras” propicia en los textos estudiados de Sor Juana la elaboración de un contradiscurso –el discurso de la diferencia– heterogéneo y dialógico que marca sutil pero indudablemente el nacimiento de una conciencia criolla en Hispanoamérica. Finalmente, hay que prestar atención a un hecho tan significativo como la producción de discursos contrahegemónicos dentro de una sociedad tan controlada ideológicamente. Si el Barroco, como ideología hegemónica, debe verse como creador de procesos incorporantes, entonces estos contradiscursos –tanto la carta como los villancicos– forman parte de un macroproceso neutralizador que posibilita la máscara, la alianza de formas híbridas, el carnaval y la crítica desde posiciones centrales. BIBLIOGRAFÍA
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