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Índice 9 Presentación 17 La bandera 25 El avión 35 Don Saturnino 43 Días de matanza 51 Ad maiorem Dei gloriam 61 El carnicero del violín 71 Escapada

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Índice

9 Presentación 17 La bandera 25 El avión 35 Don Saturnino 43 Días de matanza 51 Ad maiorem Dei gloriam 61 El carnicero del violín 71 Escapada a Tánger 87 Todo por la Patria 99 Diplomático por el mundo 113 Lucha y paz

A mis padres

Ribavieja anida en la ladera de una montaña altiva y orgullosa que surge del fondo de un valle frondoso y se eleva majestuosa hasta confundirse con el firmamento gris en los días otoñales. Los habitantes de este pueblo de la meseta tienen la historia grabada en su piel. Pocos como Nazario y Cesáreo han sufrido tan intensamente los avatares que la vida tenía reservados para las gentes de esta España indomable y guerrera. Los dos amigos pasean mañanas y tardes enteras recordando. Es Nazario el que dirige su caminar, con Cesáreo siguiéndole a duras penas. El aroma del tomillo inunda el paisaje; el sol abrasa las pieles curtidas de los amigos, en su edad tardía. A Nazario siempre le apetece un trayecto más largo para aprovechar los rayos solares. Cesáreo, exhausto, le suplica un descanso. Sentados en las piedras que les sirven de mirador privilegiado del valle, los amigos se sumen en un acostumbrado silencio, con las mentes llenas de recuerdos. Es el escenario en el que Cesáreo ha desarrollado toda su vida, sus labores de campesino, sus recorridos de pastoreo. Para Nazario, acostumbrado al ajetreo de las misiones diplomáticas que como funcionario le tocó vivir, las montañas que le rodean, los verdes sembrados del fondo del valle, el río que transcurre por su mitad, suponen un remanso de paz, después de toda una vida dedicada a viajar por tantas ciudades de tantos países diferentes. Las siluetas del campesino y el diplomático forman parte del paisaje, al igual que las

de los chopos de la orilla del río. Su amistad siempre ha sido desinteresada, tolerante, comprensiva; les permite intercambiar ideas y relatos con una sinceridad inmensa. Después de viajar durante infinidad de siglos, Nazario concibió el deseo de volver a sus raíces, de pasar sus últimos días entre los amigos de la niñez. Cesáreo era el mejor de todos. Su padre, su abuelo y algunos tíos llegaron a la vejez con una pérdida de memoria considerable. Sabía que él estaba predestinado al océano del olvido. Nazario era arrogante, siempre lo había sido. Nunca había aceptado consejos de ninguno. Al fin y al cabo había alcanzado los objetivos que se había propuesto sin la ayuda de nadie, excepto de sus padres y hermanos. Era un solitario empedernido, pero estaba orgulloso de ello. Reducía todo lo sucedido en su larga existencia como los cuatro escalones. El primero era su infancia difícil; el segundo, sus años locos universitarios; el tercero, el trabajo para un gobierno del que siempre había renegado; el cuarto, el estado de aletargamiento en sus últimos años en Ribavieja. Cesáreo había pasado sus días entregado a las labores del campo, había perdido el gran amor de su vida, había entrado en declive, como Nazario, pero aún no había llegado hasta el fondo. Todavía era capaz de caminar con paso enérgico, saludar a todos sus paisanos o emocionarse con las visitas de sus nietos. Sin embargo, tenía la sensación de que toda su vida había sido una monotonía, rota por pequeñas sensaciones, que son las que recordaba con mayor intensidad, como el nacimiento de sus hijos.

Cada vez que se sentaban, cerraban los ojos y dejaban que sus pensamientos vagaran en la dirección que les apeteciera. Así lograron desenterrar toda una serie de historias, que de otra forma se habrían perdido para siempre. Indagaron en las profundidades de su pasado, mientras sus mentes pudieron soportar las olas del olvido. Lo hicieron con calma, con el sosiego de los paseos, que les permitió adentrarse en la infinitud de sus vidas, sabiendo que su vejez no tenía retorno, que su memoria tenía tantas lagunas que podría convertirse en un océano olvidadizo. Anhelaron su infancia, su mocedad y su madurez. Habían coincidido en la escuela del pueblo, recién construida, ejemplo del esfuerzo del nuevo gobierno. Desde entonces, a pesar de la lejanía de sus destinos, de sus trabajos y de sus familias, mantuvieron la sintonía que desafiaba a los acontecimientos y al tiempo e incluso a su diferencia de clase social. Sus vidas evolucionaron de manera diversa, pero aquel paisaje, aquel entorno de sus primeras vivencias permanecieron siempre en su interior, somnolientos, decrépitos. Las familias de los niños y niñas de Ribavieja, el pueblo silencioso, detenido en el medievo, atrasado, con sus tareas agrícolas que les ayudaban a sobrevivir, tenían descuidada la escuela y la educación. La gran mayoría de adultos eran analfabetos, sus hijos y nietos leían a duras penas. La construcción de una nueva escuela trazó una línea con el pasado. El Gobierno de la joven República creía que la educación era la base de una sociedad justa, el objetivo principal de todas las reformas que había emprendido. Una ilusión contagiosa penetró en los habitantes de Ribavieja. Querían dejar de ser analfabetos. Hasta que la construcción de la nueva escuela llegó a su

fin, el viejo edificio destartalado del Ayuntamiento sirvió de cobijo a los estudiantes. Las primitivas escuelas, una para niños y otra para niñas, fueron demolidas, y en su solar se levantó un único edificio que albergaría una escuela mixta, repleta de una cuarentena de infantes de ambos sexos. Esta idea no gustó ni una pizca al cura párroco, tampoco a los que se llamaban monárquicos. Nazario y Cesáreo participaron durante tres años de los nuevos vientos educativos. Las lecciones que recibían dejaron de ser memorísticas; las tablas de la multiplicación y división las aprendieron sin tener que recitar en voz alta y a coro “una por una es una, una por dos es dos,...”. Salían al campo para estudiar la Naturaleza. Planteaban sus dudas en el aula y los niños y niñas estaban aprendiendo a convivir en igualdad. La ayuda gubernamental alcanzó también a la alimentación. Al pueblo llegaron leche en polvo y galletas, fruta en almíbar y conservas de pescado. Eran tantas las carencias que fue un alivio para las familias. Ya no necesitarían que sus hijos más pequeños se ganaran su propio pan trabajando en el campo. Los niños volvieron a la escuela. Combatir la ignorancia y el hambre fue el objetivo del Consistorio de aquellos años. El cura ya poco tenía que decidir en cuestiones relacionadas con la escuela. Los del bando contrario, con Blas a la cabeza, se oponían a suprimir la enseñanza religiosa moral. Antonio, el de Remedios, opinaba que la religión sobraba en un estado laico. Blas era el último alcalde del antiguo régimen y Antonio era el nuevo alcalde.

Nazario y Cesáreo pasaban horas y horas en la biblioteca de la escuela. Unos señores que decían pertenecer al gobierno habían dejado dos centenares de libros, lecturas para niños y también adultos, que podían leerlos fuera del horario escolar. La nueva escuela era el signo evidente del cambio que se vivía. Muchas familias, incluida la de Nazario, sacaban libros de la escuela y los leían a la luz del candil que colgaba en el centro de la cocina de sus casas, recinto que servía de comedor, de fogón y de centro de reunión familiar. Tal era su ceguera por la lectura, por encontrar novedades en los libros, por aprender, que sacaron tiempo de donde era imposible, a pesar de que sus labores agrícolas les mantenían trabajando de sol a sol. Nazario se decantaba por libros de aventuras y de historia, al contrario que Cesáreo, que prefería la adaptación infantil de clásicos como La Ilíada. El maestro don Cipriano llevaba el catálogo de los libros, el registro de los préstamos y hacía las peticiones de nuevos libros, solicitados por los ávidos lectores. Nazario se aficionó a la lectura, tanto que para él era un placer, y devoraba libros y más libros. Esta práctica le ayudaría en años posteriores. Su agobiado padre, Jesús Márquez, le insistía en que se aplicara en los estudios pues no tenía nada que dejarle. Jesús y su mujer Ramona mantenían una prole de siete hijos, con las pocas hectáreas de cereal que cultivaban, con la vaca, la pareja de cerdos para la matanza anual, doce o trece gallinas, y sus trabajos y desvelos desde el amanecer hasta la oscuridad nocturna. Y Nazario debió hacer caso del consejo de su padre porque llegó a ser el primer universitario nacido en Ribavieja. Antes sucedieron años de penalidades y disciplina férrea detrás de las paredes del colegio de curas de la capital.

Nazario brillaba en la escuela. Sus ojos negros brillaban tanto como sus originales preguntas al maestro. Tenía los brazos y las piernas largos, algo que predecía que llegaría a ser muy alto, como su abuelo Jorge, al que llamaban El Junco. Había en su redonda cara morena una expresión de serenidad e inteligencia. Su capacidad de liderazgo, característica de todos los Márquez, le hacía punto de referencia en la cuadrilla de amigos. Este aspecto no le abandonó en toda su existencia vital y le fue muy útil en la laboral. Durante generaciones hubo un Nazario en la familia. Era una herencia inmaterial pero significativa. En casa, le llamaban Nazarín o Zarín, que les resultaba más cariñoso. Los niños se dirigían a él con un simple Naza. Cesáreo era menos constante en sus estudios. No por eso era menos admirado que Naza entre sus colegas. Su apariencia bonachona, su cuerpo regordete, sus ojos color de miel, pequeños y vivos como los de una perdiz, le daban un aspecto entrañable y simpático. Su sencillez le hacía ser muy querido por todos los del pueblo, incluido el maestro, del que decían los demás niños que era su favorito. El magnetismo de Cesarín, nombrado así por todos, hasta por el cura don Saturnino que aborrecía los diminutivos, era irresistible. De su padre, Ángel, había heredado la seducción para atraer a todos, el don de la palabra para embelesarlos. La redondez de su figura era un legado materno. Su madre, Antonia, le regaló también la viveza de su mirada. Otras novedades fueron apareciendo por el pueblo, que, aunque tenían en la escuela su centro de gravedad, interesaron por igual a los niños y sus mayores. Los dos amigos disfrutaron de lo que hasta aquellos días les parecía inimaginable. A la escuela llegó el

gramófono, aparato mágico del que salía música celestial. Los niños se quedaban extasiados oyendo a Bach y a Mozart. Los adultos, que acudían por las noches y los días festivos, se maravillaban con la zarzuela. Otro elemento mágico, más si cabe que el mismo gramófono, fue el cine. Todos sentían profundas emociones al ver las imágenes proyectadas en la blanca pared de la escuela. El maestro disponía también de un proyector de diapositivas. Las proyecciones era cuadros de Velázquez, de Rubens, de Goya...y de paisajes, que dejaban alucinados a los espectadores. Junto al cine y la música, las representaciones teatrales calaron entre los activos estudiantes. En la primavera de 1935 llegó a Ribavieja una compañía de teatro ambulante, que representó al aire libre, en el rincón que forman la fachada principal de la Iglesia y el vetusto edificio consistorial, El Duendecillo de Calderón de la Barca. Tanto impresionó a los niños, que don Cipriano les propuso preparar unos pasos de Lope de Rueda para las fiestas patronales de principios de Agosto. En sus largos paseos Nazario y Cesáreo, Naza y Cesarín, recordarán con nostalgia aquella época enérgica, innovadora que se truncó meses después de ser los protagonistas de Las aceitunas y recibir el aplauso sincero de sus paisanos, allí sobre un escenario magnífico, bajos las campanas que hoy todavía resuenan por los montes y los valles de Ribavieja. Las sombras de los dos amigos, proyectadas en la senda habitual, más alargada la de Nazario, más redondeada la de Cesáreo, nos llevan a la realidad de dos cuerpos destrozados por el tiempo, que

hacen grandes esfuerzos para moverse. Los ojos de Cesáreo han perdido la viveza de su infancia y necesita gafas, que le dan un porte de intelectual tardío. Sus delgadas cejas, que apenas se distinguen detrás de la montura de las lentes, aumentan esta impresión. Nazario conserva por el momento una vista envidiable, aunque, a veces, sus ojos se muestran inexpresivos, tristes, pero negrísimos como cuando era un crío. Desde la lejanía de su recorrido diario se puede observar el núcleo del pueblo, recogido como en un nido, con las casas apiñadas en torno a la torre de la Iglesia y vigilado por los restos de un castillo que dicen se construyó en la época de dominación árabe. Es una visión apacible, luminosa, suave, pero no podría decirse que es irreal, o sublime, o incluso incomparable, como sí lo son los colores cambiantes del firmamento, de los campos y de las aves que acompañan a Ribavieja estación tras estación. Los calores de Mayo habían llegado a su máximo furor, cuando Nazario tuvo la idea y fue anotando en una libreta de tapas duras rojizas las historias que se relataron. Así quedaría la huella de lo que habían vivido. Los datos, las fechas, los nombres, las situaciones pueden estar desfiguradas por la memoria perdida. Su pueblo, asentado en la ladera de la montaña, con sus casas labriegas de ventanas angostas, y su fuente de caños cantores, fue testigo de lo que se contaron día tras día, paseo tras paseo. La senda, que partiendo de la pequeña aldea penetraba en el monte repleto de pinos, fue testigo de sus palabras. Nazario y Cesáreo quisieron ver, imaginar toda su vida, repasarla en fotografías imaginarias. Y lo hicieron con la certeza de que su memoria habría de abandonarles sin tardar.

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