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Prof. José Antonio García Fernández [email protected] DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976

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Prof. José Antonio García Fernández [email protected]

DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69

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Johann Wolfgang Goethe, La última cena de Leonardo da Vinci. Trad. Stefan Voegtlin. Madrid, Casimiro libros, 2012. Leonard da Vincis Abendmahl, La última cena de Leonardo. Es este un libro curioso: un genio hablando de otro genio. Ambos pasan por ser dos de las mentes más brillantes que ha dado la humanidad. Y leyendo este librito de Goethe, que se vende en el Museo del Prado, en Madrid, no quedará uno defraudado. Goethe era un creador, un artista, pero también un político y un erudito. Y aquí demuestra su gran conocimiento, haciendo de documentalista del arte, opinando con finura y certeza sobre los aciertos y desaciertos de los restauradores que han operado sobre el famoso cuadro de Leonardo La última cena. “El mural de la última cena es un milagro artístico que se acerca a la perfección. Es único en su género y nada puede compararse con él”, piensa Goethe (1749-1832).

Además, según leemos en Poesía y verdad, la autobiografía de Goethe, el alemán era más que un erudito de la historia del arte: también era un pintor diletante y se había aficionado gracias a las teorías fisionómicas de Lavatier, que recomendaba observar atentamente las fisionomías de las personas para deducir tendencias e inclinaciones del carácter y que pedía a sus seguidores que retrataran sin cesar a las personas que observaban. El diletantismo llevó a Goethe a un mayor aprecio, si cabe, de los verdaderos artistas, pues como él mismo afirma: “Para el diletante la proximidad del artista es imprescindible, pues ve en él el complemento de su propia existencia. Los deseos del aficionado se ven cumplidos en el artista” (Poesía y verdad, libro XIX, p. 809).

O sea, se reconoce a sí mismo como lo que es: un aficionado, más que un creador, en el campo pictórico, pero necesitado de la presencia del auténtico artista y de la obra de aquél, puesto que así se ven cumplidos en cierta forma sus sueños. Pero ¿cómo llegó el filósofo de Weimar a escribir sobre el cuadro de su admirado Da Vinci (14521519)? Corría el año de 1788 y Goethe llevaba año y medio disfrutando de su viaje a Italia, el periplo que lo cambió como artista y lo hizo evolucionar definitivamente convirtiéndolo en un clásico y abandonando el romanticismo. El alemán quiere ya volver a Weimar. Ha dejado Roma, pasa por Florencia, Módena, Parma y Milán, una ciudad la última que no le entusiasma, ni menos aún su famoso Duomo –la catedral-, que considera “una montaña de mármol levantada con enormes gastos y con las formas más lamentables, una monstruosidad”. Pero en Milán sí que hay un tesoro que lo hechiza: la pintura mural de Leonardo en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie. En la carta que le dirige a su soberano y amigo, el archiduque Carlos Augusto de Sajonia, califica La última cena como “única en su género”, incomparable, maravillosa. Goethe jamás olvidará este fresco leonardesco, realizado entre 1495 y 1498 y deteriorado gravemente por el paso del tiempo hasta convertirse en lo que él mismo llama un “cadáver”.

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Pasan los años, Goethe prosigue su fructífera vida y llega el verano de 1817. Su soberano, el archiduque Carlos Augusto, se traslada a la Lombardía italiana en viaje de estado y aprovecha la visita para aumentar sus colecciones de arte, así que decide hacerse con obras y objetos que habían pertenecido a Giuseppe Bossi (milanés, 1777-1815), director de la Academia de Brera y fallecido poco antes. Entre los papeles de Bossi había todo un trabajo preparatorio -calcos, bocetos, explicaciones…- sobre La última cena, de Leonardo, que va a poder consultar Goethe, por gentileza de su soberano. Y es que, a su vez, Bossi había recibido, en 1807, de su señor, el virrey Eugène de Beauharnais, la orden de realizar una copia fiel de La última cena que sirviera de modelo para un mosaico inspirado en aquella obra maestra, que ya por entonces estaba muy desvanecida y se temía seriamente su total desaparición. Enseguida puso Bossi manos a la obra y ciertamente realizó una gran tarea preparatoria, estudió a fondo a Leonardo y su obra, editó en 1810 cuatro volúmenes compilatorios, Cenacolo di Leonardo da Vinci. Libri Quattro, pero no pudo finalmente realizar la copia que le reclamaba su señor, pues murió antes de acabarlo. Fue así como Goethe se encontró un gran trabajo documental que sirvió de punto de partida a su docta exposición sobre Leonardo y su obra maestra. Goethe elogia en todo momento el trabajo concienzudo de Bossi, pero critica duramente las tareas “restauradoras” anteriores, la de Bellotti (1726), “un hombre falto de talento y conocimientos pero, como suele ocurrir en estos casos, sobrado de presunciones”; la de Giorgi, “un artista discreto y de talento mediocre”; la de “un tal Mazza, que demostró ser un verdadero chapucero” (1770). También se queja de la mala ubicación de esta obra maestra, expuesta a los humos, por estar muy cerca de las cocinas. Y del trato descuidado de los monjes, que incluso abrieron una puerta debajo del fresco y se cargaron los pies de Jesús y de varios apóstoles, como puede verse en la reproducción fotográfica que va sobre estas líneas. También estudia las copias que otros artistas hicieron del cuadro de Leonardo, “pues la obra causó de inmediato tal maravilla que pronto otros conventos quisieron contar con algo similar” (p. 34). Y no solo las estudia, sino que las compara con el original, para entender mejor el modo de hacer leonardesco, su magistral estudio de las reacciones humanas, de la gestualidad expresiva del hombre. 

Así cita a Marco d’Oggiono (1470-1549), discípulo de Leonardo, “al que no le sobraba el talento”, aunque se señaló “por su maestría, no siempre constante”. Este pintor hizo una copia pequeña de La cena y otra grande para el refectorio del convento de Castellazzo, en Liguria, alrededor de 1510.



La copia sobre pared de Ponte Capriasca, cerca de Lugano, Suiza, es de 1565 y se atribuye a Pietro Lovino; tiene además la particularidad de que, junto a cada apóstol, consta su nombre, lo que ha sido muy útil a los historiadores del arte.



En 1612, el cardenal Federico Borromeo, muy aficionado al arte, al constatar el grave y progresivo deterioro del original, mandó al milanés Andrea Bianchi, apodado Il Vespino, hacer una copia a tamaño real, que hoy se encuentra en la Biblioteca Ambrosiana de Milán.

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En 1807, Bossi recibió el encargo de su señor, el príncipe Eugène de Beauharnais, virrey de Italia, de recrear la obra de Leonardo en un mosaico. Bossi estudió todas las copias existentes, hasta 27, y llegó a realizar sus cartones previos al trabajo definitivo, si bien luego no pudo concluir su tarea porque falleció. El hacer copias de cuadros famosos era, y sigue siendo, un hábito corriente en el mundo del Arte. Recientemente, se ha expuesto al público, primero en el Louvre y ahora en el Museo del Prado, una copia de la celebérrima Gioconda, de Leonardo, hecha por un discípulo. Leonardo se convirtió ya en vida en un clásico contemporáneo. Y todavía hoy es tenido por uno de los grandes genios que ha producido la humanidad.

La última cena es, para muchos estudiosos del arte, no solo para Goethe, una obra irrepetible, la mejor de Leonardo desde luego y posiblemente el cuadro más perfecto jamás realizado. Incluso obras modernas, como el célebre Código da Vinci, giran en torno al sagrado cenáculo, un fresco pintado en la pared de un comedor monacal que pronto empezó a deteriorarse. La pintura mide unos cuatro por ocho metros y está pintado sobre una gruesa capa de temple al huevo sobre yeso seco. Debajo de la capa principal de pintura subyace un esquemático bosquejo compositivo, esbozado en color rojizo. La obra fue un encargo de Ludovico Sforza, duque de Milán, en cuya corte Leonardo ganó su fama universal. El testimonio de Bandello nos demuestra que Leonardo trabajó intensamente para que su obra quedase perfecta. Y esta es la apreciación que tenía Rubens por el genio de Leonardo: “como conclusión de una profunda reflexión alcanzó tal grado de perfección que me parece imposible encontrar las palabras para evocar su pintura, y ni hablar de imitarla...”.

El motivo del cuadro es el momento en que Jesús acaba de anunciar que uno de sus discípulos lo traicionará y el estudio minucioso de las reacciones que este anuncio produce en los apóstoles. Es así un magnífico estudio de las poses y las expresiones fisiognómicas de los seres humanos. Las expresiones van desde las más contenidas hasta las más arrebatadas. El trabajo La última cena, de Marco d’Oggiono de observación de Leonardo fue inmenso y se dice que dedicó más de dieciséis años a la maduración de esta obra en toda su complejidad, su detallismo y su elaborada, aunque armoniosa, composición. Por otro lado, ni el rostro de Jesús ni el del traidor Judas tienen una expresividad especial. ¿No halló Leonardo la gestualidad individualizada que necesitaban o quiso voluntariamente que ninguno de los dos sobresaliera sobre el resto? Parece ser que Leonardo se inspiró en la expresividad de muchos de sus contemporáneos en su cuadro, lo que ha motivado infinidad de debates sobre las identidades ocultas en las que se inspira cada apóstol. También se discute la identidad de los apóstoles mismos, aunque según las inscripciones de la copia del cuadro que se conserva en Lugano, Suiza, son de izquierda a derecha: Bartolomé, Santiago el

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Menor, Andrés, Judas, Pedro, Juan, Tomás, Santiago el Mayor, Felipe, Mateo, Judas Tadeo y Simón el Cananeo.

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Transcribimos aquí un fragmento del libro de Goethe: “El medio de agitación con el que estremece el artista la tranquilidad de esta Santa Cena son las palabras del Maestro: Uno de vosotros me va a traicionar. Dicho esto, toda la reunión se pone en agitación, pero Él inclina su cabeza, la mirada baja; toda la postura, el movimiento de los brazos, de las manos, todo repite con celestial entrega las tristes palabras confirmadas con el silencio mismo: ¡Sí, así es, uno de vosotros me va a traicionar! Antes de seguir adelante tenemos que desarrollar el gran medio con el que Leonardo ha animado principalmente este gran cuadro: me refiero al movimiento de las manos, algo que solamente podía encontrar un italiano. En ese país todo el cuerpo es ingenioso, todos los miembros toman parte en cada expresión del sentimiento, de la pasión, sí, del pensamiento. Con distintas posiciones y movimientos de las manos se expresa: ¡Qué me importa! - Ven aquí!... En esta peculiaridad nacional se debió fijar la mirada investigadora de Leonardo, tan atenta para todo lo que era altamente característico, y en este sentido el cuadro es único y no se puede uno cansar de contemplarlo. La armonía entre la expresión de la cara y cada movimiento, así como la combinación y contraposición de todos los miembros están perfectamente conseguidas. Las figuras, a ambos lados del Señor se dejan contemplar juntas de tres en tres, pensadas como unidad, pero guardando, sin embargo, relación con sus vecinos. En primer lugar, al lado derecho de Cristo, Juan, Judas y Pedro. Pedro, el más alejado, se lanza, por su fuerte carácter, cuando ha percibido la palabra del Señor, deprisa por detrás de Judas, quien mirando asustado hacia arriba, se inclina hacia adelante sobre la mesa con la mano derecha fuertemente cerrada sujetando la bolsa, pero haciendo instintivamente con la izquierda un movimiento convulsivo como si quisiera decir: ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué va a pasar? Entretanto, Pedro ha cogido con su mano izquierda el hombro de Juan, que está inclinado contra é, y señala hacia Cristo a la vez que anima al discípulo amado a que pregunte quién es el traidor. Puñal en la diestra, se lo pone a Judas instintiva y casualmente en las costillas, razón que explica su asustado movimiento hacia adelante, en el que incluso derriba un salero. Este grupo, quizá el más completo, fue pensado el primero. Del lado izquierdo del Señor, crece un vivaz horror y aborrecimiento por la traición. Santiago se doblega de susto hacia atrás, despliega los brazos y mira fijamente, la cabeza inclinada ante sí como aquel que percibe por el oído lo monstruoso y cree estar confirmándolo con la vista. Tomás aparece detrás de su hombro y, acercándose a Cristo, levanta el dedo índice de la mano derecha hacia la frente. Felipe, el tercero de los pertenecientes a este grupo, lo redondea deliciosamente: se ha levantado, se inclina hacia el Maestro y pone las manos en el pecho pronunciando con la más alta claridad: ¡Señor, yo no soy! ¡Tú lo sabes! Tú conoces mi corazón limpio. ¡Yo no soy! Los tres últimos compañeros de este lado nos dan nuevo tema de reflexión. Conversan entre ellos sobre la terrible revelación que han escuchado. Mateo vuelve con gesto anhelante la cara a la izquierda, hacia sus dos compañeros, mientras que, por el contrario, extiende las manos con rapidez hacia el Maestro, sirviendo así de admirable unión entre un grupo y otro. Tadeo muestra una fuerte sorpresa, dudas y recelo: ha puesto la mano izquierda abierta sobre la mesa y la derecha la tiene elevada como si estuviera con la idea de darle con la misma un apretón en la izquierda -un movimiento que, posiblemente, se puede ver todavía en hombres normales que, ante un inesperado acontecimiento, quiere expresar: ¿No lo he dicho?, ¿No lo había sospechado siempre? Simón está sentado muy dignamente al final de la mesa. Él, el más viejo de todas, está vestido con riqueza de pliegues, y cara y movimiento muestran que está atónito y pensativo, no impresionado, apenas emocionado. Ahora volvemos los ojos al lado opuesto de la mesa. Vemos a Bartolomé erguido sobre el pie derecho, con el izquierdo cruzado y con las dos manos tranquilamente apoyadas en la mesa sustentando su cuerpo doblado. Probablemente escucha para percibir lo que Juan va a preguntar al Señor porque, en general, la iniciativa de toda esta parte parece salir del discípulo amado. Jacobo, el más joven, al lado y detrás de Bartolomé, pone la mano izquierda en el hombro de Pedro -como éste en el de Juan- pero haciéndolo de forma suave, solamente pidiendo explicación donde Pedro ya amenaza venganza. Y así, en fin, como Pedro aparece por detrás de Juan, Santiago lo hace por detrás de Andrés, quien, como una de las figuras más significativas, con los brazos levantados a medias, muestra las manos abiertas hacia adelante como categórica expresión de horror que, en este cuadro, solamente aparece una vez a

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diferencia de otras obras menos ingeniosas y meditadas, en las que se repite por desgracia demasiadas veces.” (pp. 15-20)

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Y ahora otro, donde habla de la cabeza de Cristo y del estudio preparatorio realizado por Leonardo antes de ejecutarla. “Por suerte aún podemos saber algo más: en la Biblioteca Ambrosiana se conserva, en efecto, un dibujo, obra indiscutible de Leonardo, en tiza blanca de color sobre papel azul, y del que el Sr. Bossi ha hecho un facsímil muy exacto, que tenemos ante nosotros. Se trata de un dibujo al natural del rostro de un joven, que remite de manera evidente al Cristo de La última cena. Rasgos puros, regulares, pelo liso, la cabeza inclinada hacia la izquierda, la mirada baja, los labios separados y toda la figura puesta en exquisita armonía con un suave aire de tristeza. Es la imagen de un ser humano que no esconde su pena, pero ¿cómo, sin borrar ese dolor, representar la majestuosidad, el poder, la fuerza, la soberanía del Hijo de Dios? Quizás ni el talento del mayor de los genios pueda resolver la ecuación. En ese rostro juvenil, a medio camino entre Cristo y Juan, vemos el intento más audaz de atenerse a la naturaleza para expresar, precisamente, lo sobrenatural” (pp. 55-57)

En definitiva, un genio hablando de otro genio. El viaje a Italia cambió a Goethe definitivamente como artista, lo hizo abandonar el romanticismo y volverse de nuevo hacia el clasicismo. Es seguro que el cuadro de Leonardo da Vinci y el estudio detallado a que sometió el cuadro de aquel, La última cena, es a la vez causa y consecuencia de aquella metamorfosis.

Leonardo da Vinci

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Johann Wolfgang Goethe

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