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The South Carolina Modern Language Review
Volume 9, Number 1
Novela en blanco: Un estudio de los espacios poéticos de La última niebla de María Luisa Bombal By Rebbecca M. Pittenger University of Kentucky
Si bien la poesía se define, en parte, por sus instantes de silencio y los espacios vacíos que forman en la página misma, es natural presumir que también se puede observar esta misma característica a la novela poética. 1 Entonces, además de su alejamiento de los recursos literarios tradicionalmente asociados con el realismo—la progresión lineal del argumento y la representación fidedigna de la realidad, entre otros—la novela poética, según el estudio Le récit poétique (1978) de Jean-Yves Tadié, también se reconoce por lo que no dice explícitamente, o sea, sus espacios en blanco. Dichos “espacios” se manifiestan literalmente a través de la ruptura de la narración en fragmentos dispares, conectados por uno, si no varios hilos conductores. Tal característica produce un vacío tanto perceptible como intuitivo, dejando en la página misma una zona físicamente apartada del texto y aislada del flujo de narración. Dicho sea de paso, si todo texto es, de algún modo, inherentemente espacial—llenando una página en blanco de caracteres negros—un quiebre intencional establece un vacío cargado de simbología poética.2 Más metafóricamente, los espacios en blanco poéticos también se presentan como momentos de silencio—expresados por frases ambiguas, preguntas sin contestación, pensamientos que terminan en puntos suspensivos, etcétera—en los cuales lo que no se dice es tan
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El término “novela poética” se le debe a los teóricos Ralph Freedman y Jean-Yves Tadié, y sus obras respectivas The Lyrical Novel (1963) y Le récit poétique (1978). 2 En Le récit poétique, Jean-Yves Tadié toma como punto de partida del capítulo sobre el espacio los elementos espaciales más básicos de la escritura: “Qu’est-ce que l’espace littéraire? Au sens le plus concret, il n’est guère que, sur la page, l’organisation des blancs et des noirs,” (47).
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significativo como lo que se enuncia plenamente. Cualquiera sea su manifestación, la novela poética se define por sus espacios en blanco, los cuales otorgan ambigüedad a la narración, y crean vacíos narrativos y silencios que el lector se responsabiliza por descodificar e interpretar, siempre consciente de la multiplicidad de significados que se puede inferir del texto, o de su repentina ausencia. Los llamados espacios en blanco, sin embargo, incluyen más que los aspectos formales, los ya enumerados del estudio de Tadié, que contribuyen a la poetización de la novela. Al nivel de la ambientación, el entorno en sí tiene tanto que ver con el silencio paradójico de la novela poética como con la creación de una realidad imprecisa. O sea, los espacios mismos de la novela poética se vuelven vacíos, y dejan de servir como un mero telón de fondo del argumento. Espacios y argumento se fusionan en un solo fenómeno. Como resultado, se reemplaza una visión fidedigna de la realidad por una más simbólica, o en palabras de Jean Ives-Tadié, “L’inventaire du réel, les listes de détails techniques, professionnels, géographiques, sont remplacés par des défilés d’images qui se déploient dans l’imaginaire; l’effet d’irréel succède à l’effet de réel” (56). La función del espacio en la novela poética, entonces, deja de ser simplemente de reproducir una imagen real del mundo y apoyar el desarrollo del argumento; más bien, su propósito es de crear un ambiente nuevo e inverosímil que tanto influye en y es influido por el carácter poético de la novela. El caso de La última niebla (1934) de la chilena María Luisa Bombal no presenta una excepción a esta característica de la novela poética. De hecho, los elementos espaciales y cromáticos de esta novela en general algo marginada del canon mayor hispanoamericano contribuyen a la formación de sus propios espacios en blanco (en este ejemplo, irreales y altamente subjetivos), sobre los cuales se levanta la estructura poética del relato. Así, los diversos espacios y el registro cromático que les acompaña dejan de ser descripciones sin fondo simbólico: establecen dimensiones ambiguas e ilusorias dentro de la realidad proyectada por la narradora. Más específicamente, Bombal logra poetizar y poner en blanco los espacios de su cuento confundiendo el interior de la casa con su entorno exterior, relacionando estos
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dos lugares físicos con el mundo subjetivo de la narradora, y en tercer lugar, utilizando un registro cromático borroso. Cada una de estas técnicas proyecta una realidad incierta y a veces dudosa, construida de lugares oníricos y fantasmagóricos, que hacen no sólo que este relato corto se caracterice como una novela poética sino que el ambiente en sí se convierta en la encrucijada de varios espacios poéticos en blanco. Análoga a la niebla que envuelve a los personajes y a su entorno en esta novela psicológica, la ambigüedad es uno de los temas predominantes de La última niebla. La novela cuenta en primera persona la historia de una mujer cuyo nombre nunca se conoce, en un lugar lluvioso, igualmente desconocido (aunque algunos indicios señalan a Chile, el país natal de Bombal). Dadas estas características—sobre todo la identidad enigmática de la narradora—la tradicional división entre autora y narradora se vuelve casi imperceptible. El desarrollo del argumento gira en torno a la vida sin pasión a la que se ha sometido esta última, casada por conveniencia con un amigo de su niñez. Todos los días de su vida son iguales a los anteriores, y sólo su mundo interior parece brindarle un refugio momentáneo contra esta monotonía. Ella también se libera temporalmente de esta vida sin amor cuando se encuentra una noche entre los brazos de un desconocido. El subsiguiente desenlace de la novela se concentra en su memoria casi obsesiva de aquella noche y, por fin, en una búsqueda tanto frenética como fracasada del amante, que a pesar de ser la única fuente de amor y felicidad en su vida, es más ilusorio que real. Como es de esperar, la novela termina de manera misteriosa, dando fin, si no necesariamente a la narradora misma, por lo menos al mundo subjetivo que había creado. Tal ambigüedad poética se materializa ante todo a través de la superposición entre espacios exteriores e interiores. Por ejemplo, al principio de la novela, cuando la narradora llega por primera vez a la casa de su marido, observa hasta qué punto el mundo exterior influye en el interior: “El vendaval de la noche anterior había removido las tejas de la vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los cuartos” (9). Una primera lectura de esta descripción produce una imagen realista, basada
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en una relación de causa a efecto: la tormenta quitó las tejas de la casa y, por ende, la lluvia penetra en su interior. Una segunda lectura, sin embargo, sugiere más sutil y poéticamente que la frontera (tanto imaginaria como tangible) que separa la casa del mundo exterior se ha vuelto incierta. Lo que antes simbolizaba un refugio ahora ha sido debilitado, y todo lo que antes se protegía del exterior ahora se queda parcialmente expuesto. La casa, descrita de manera realista, se presta a una interpretación poética en cuanto produce una imagen ambigua (abierta a varias interpretaciones) y una confluencia de espacios tradicionalmente separados. Además de poner en duda la división lógica y conocida entre los espacios, esta primera descripción les infunde con un valor simbólico: la casa deja de ser un refugio, y se torna más bien un espacio en blanco poético, o sea, una extensión del tenebroso e impreciso mundo exterior. Simultáneamente, hay indicios a lo largo de la narración que señalan que, a diferencia de este primer ejemplo, los espacios exteriores adoptan de manera poética las características predominantes de los interiores. Por ejemplo, a la mitad de la novela, cuando la narradora se encuentra en la ciudad con su marido, la división realista entre exterior e interior se pone aún más en duda, volviéndose casi imperceptible: “Salto del lecho, abro la ventana. Me inclino hacia fuera y es como si no cambiara de atmósfera” (17). De hecho, la ciudad parece ser una mera extensión del cuarto cerrado, lo cual produce una imagen imprevista de ella, dadas las diferencias radicales entre estos dos espacios. Aunque no se describan en términos concretos ni tampoco se distingan plenamente, la afirmación de la narradora, “es como si no cambiara de atmósfera,” implica sutilmente que existe un paralelo entre la habitación y la ciudad, pero que, al final, son espacios distintos. La confusión yace en no saber con claridad cómo ni hasta qué punto se distinguen. Más allá de confirmar la vaguedad de la frontera entre lo exterior y lo interior, esta descripción también vuelve los dos espacios irreales. Además de diferenciarse sólo tenuemente del cuarto, la ciudad queda casi completamente borrada por la niebla. La narradora observa sin maravilla que la niebla borra
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los ángulos tradicionales de la ciudad—sus casas y sus calles—y silencia los ruidos: “La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los ruidos…” (17). Como en este momento la ciudad carece de las dimensiones físicas y simbólicas de un lugar realista, adopta las características tradicionalmente asociadas con un cuarto (y no con una urbe): la intimidad, el silencio y la tibieza. La neblina, sigue ella, “ha comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto cerrado” (17). Por lo tanto, en este caso, los espacios de la novela siguen estando invertidos, sólo que en este caso el interior de la casa se impone en el mundo de afuera. Los rasgos del cuarto que se imponen sobre la ciudad son abstractos e imprecisos, y tampoco indican con precisión cómo es el cuarto en realidad, con qué esta amueblado, etcétera. Así, esta descripción pone los dos espacios en blanco, en la medida en que proyecta una imagen borrosa de cómo es la casa por dentro y la ciudad por fuera, y hasta qué punto la una se impone en la otra. Por otra parte, la división casi inexistente entre el exterior y el interior se extiende a la separación porosa entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el mundo interior de la narradora y el mundo material que la rodea. En otras palabras, la separación difusa que se percibe entre la casa y el mundo exterior también se ve reflejada en la relación entre la narradora y su ambiente. A lo largo de la novela, se confunde la realidad con el inconsciente del personaje, creando no sólo ambigüedad narrativa, sino espacios imaginarios. En un momento dado, el espacio interior de la casa y el mundo interior de la narradora se interprenetran: A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos alrededor de mi lecho provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo inútilmente, ayudando en pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones y busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me despierta, por fin (15). En este contexto, el significado de la palabra sueño se vuelve impreciso, designando tanto lo físico como lo onírico. Por esta razón, el lector no se entera hasta la última frase si los espacios que se describen existen en un sueño o si forman verdaderamente parte de la realidad. Su entorno—el piso bajo, el
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espacio inferido que rodea su lecho e inclusive los cajones que abre—y los espacios visualizados en el sueño se confunden. La descripción de la casa no existe como una realidad apartada del inconsciente de la narradora, y así se crea otro espacio en blanco. Por ende, como el mundo exterior influye en el espacio del hogar (y viceversa), ambos, a su vez, se vinculan con su mundo interior de la narradora. El resultado no sólo produce un mundo poético en el que las distinciones intuitivas entre los espacios desaparecen, sino que crea espacios altamente subjetivos. El entorno físico sólo parece imprimirse en el inconsciente de la narradora (confundiendo los espacios concretos con los de su sueño), cuando en realidad, ninguno de estos espacios nunca se libera completamente de su perspectiva. Como afirma Tadié, esta característica poética convierte la mirada de la narradora en la única visión del espacio: “L’alternance de la description et de la narration, suivant l’ordre réaliste classique, est rompue, puisque l’espace intervient dans la narration… dans certains récits ou les personages eux-mêmes sont porteurs d’espace” (77). Así, cuando la narradora observa, en camino al encuentro con su amante, que “Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bosques, empiezan a girar vertiginosamente adentro de mi cerebro y ante mis ojos,” afirma que el mundo que describe es el producto directo de lo que percibe. O sea que el espacio supuestamente exterior no lo es tanto para ella, sino que es el producto subjetivo de su mirada. El acto de ver al cual se refiere la narradora pierde su dimensión realista, en cuanto ella proyecta una visión exclusivamente poética sobre su entorno. Por esta razón, no sólo se le establece a la narradora como esa portadora de espacio a la que se refiere Tadié, sino que su perspectiva se vincula inseparablemente con los rasgos poéticos del espacio. Cuando afirma, por ejemplo, después de haber estado con su amante, que “Mi amor estaba allí, agazapado detrás de las cosas; todo a mi alrededor estaba saturada de mi sentimiento, todo me hacía tropezar contra un recuerdo,” el espacio de la casa se vincula metafóricamente con sus recuerdos (34). La casa física que forma parte de la ambientación de la novela se sintetiza inseparablemente con su anhelo. Una vez más, lo que la rodea se vuelve un espacio en blanco poético, que sólo existe en cuanto
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se vincula metafóricamente con su memoria, y deja de funcionar como un lugar real. De este modo, casi todos los espacios de la novela se manifiestan como la extensión poética y subjetiva de la narradora. Es la presencia de la niebla, símbolo por excelencia de la ambigüedad a lo largo de la novela, la que reúne los distintos espacios de la obra—el exterior, el interior de la casa y el interior de la protagonista—mostrando hasta qué punto se sitúan en una solo continuum espacial. Conjurando uno de sus varios sueños interdependientes, la narradora recuerda: “Anoche soñé que, por entre las rendijas de las puertas y ventanas, se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de las paredes… y deshacía todo, todo” (16). En este caso, pero no en todos, la narradora establece una clara separación entre el sueño y la vigilia. Sin embargo, las escasas y breves descripciones del espacio nunca se desprenden por completo del flujo del argumento, y siempre están vinculadas a la visión poética de la narradora. Por ende, la casa sigue siendo un espacio ambiguamente separado del exterior. A pesar de estar cerradas, las puertas y ventanas (que fácilmente se podrían abrir y permitir que los dos espacios se influyeran recíprocamente) no resisten la influencia absorbente de la niebla. Esta es otra muestra de la permeabilidad de la casa, metafóricamente enlazada al interior vulnerable de la narradora. La niebla, capaz de borrar las dimensiones inteligibles del entorno material, y cualquier referencia realista, deja al cuarto como un verdadero espacio en blanco, cuyos rasgos han sido velados hasta el punto de dejar de existir como un lugar con dimensiones concretas. El registro cromático utilizado a lo largo de la novela también contribuye a la poetización de los espacios. Tanto los exteriores como los interiores se caracterizan por tonos borrosos e imprecisos— matices más que colores vibrantes y definidos—, que producen una realidad más asociada con una acuarela impresionista que con un bodegón realista. Los rojos dejan de ser rojos, y se convierten en matices “rojizos” y “rosados,” dejando los espacios de la novela aún más pálidos que antes. El espectro cromático de la novela funda un entorno en blanco a través de la metáfora, que produce un ambiente altamente poético. En cierto momento, se describe el interior de una alcoba de la casa como, según la
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narradora, “sumida en un crepúsculo azulado en donde los espejos, brillando como aguas apretadas, hacían pensar en un reguero de claras charcas” (30). Llamativo de la ya característica ambigüedad de la novela, el adjetivo “azulado” produce una imagen imprecisa del crepúsculo. La habitación en sí adopta, hasta cierto punto, esta misma imprecisión en cuanto queda matizada por la luz descendiente. Es el vínculo metafórico entre el azul de la tarde y el cuarto, sin embargo, lo que produce una verdadera imagen poética. Más que sólo reflejar la luz del crepúsculo, la alcoba se queda bañada en ella—sumergida, como en el agua. La luz de la tarde, reflejada en el brillo de los espejos, vincula simbólicamente el cuarto con la imagen del agua, lo cual transforma las dimensiones cuadriculadas del cuarto en las aguas diáfanas de una alcoba acuática. Así, otro cuarto interior de la novela se exterioriza, esta vez gracias a la referencia metafórica a sus atributos cromáticos y la creación de un paralelo en el mundo natural. Aunque no se ve enteramente privada de sus propiedades como lugar interior, la habitación se convierte momentáneamente en un espacio en blanco en la medida en la que adopta metafórica y momentáneamente las cualidades amorfas del agua. Si bien los demás espacios se destacan por su borrosidad cromática, dándole toques de irrealidad, la casa del amante representa un lugar plenamente irreal, e inclusive fantasmagórico, debido a su absoluta carencia de color. Un juego entre luz y sombra define este espacio, comenzando con las andanzas de la narradora por la ciudad: “Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza” (18). Más que un espacio verdadero, ella se encuentra entre la densidad de la noche y la luz deslumbrante que refleja la niebla. La palidez e incertidumbre de los espacios cotidianos han cedido paso a la penumbra. Las plazas y calles por las que pasa en su camino a la casa del amante no pertenecen a ningún espectro cromático. En cambio, este escenario en blanco se ha reducido a sus componentes más básicos: luz y sombra, pura sensación y la mera apariencia de espacio físico. Dentro de una casa oscura, el cuarto del amante sólo toma forma en cuanto se le ilumina con la luz de una lámpara: “Quedo parada en el umbral de una pieza que, de pronto, se ilumina” (19). Por
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ende, así como el texto escrito representa la definición más básica del espacio por su capacidad de “organizar los blancos y los negros,” la casa del amante representa la mayor expresión de un espacio en blanco a lo largo de la novela. Existe como espacio virtual, cuyas dimensiones sólo se perciben gracias a un encuentro simbólico (e ilusorio) entre la luz cegadora y la oscuridad total. Si es verdad que la casa del amante—entre los demás lugares imprecisos y subjetivos de la novela—se destaca como un espacio en blanco durante el encuentro amoroso, la misma señala la conclusión de la fantasía de la narradora (y también de la novela), en cuanto representa el único espacio plenamente realista. El ambiente se pone en blanco y se poetiza debido a la interpenetración de los espacios, a su vínculo con la subjetividad de la narradora y, sobre todo, a su resultante borrosidad cromática. La repentina descripción realista de la casa del amante al final de la obra, entonces, sirve como una ruptura, que da paso a un espacio concreto. Ella, lúcida esta vez, por fin vuelve a la casa del amante tras años de espera, deseo y desilusión, y ofrece una visión fidedigna y apartada de su mundo interior: Me encuentro en un hall donde una inmensa galería de cristales abre sobre un patio florido… hay muebles de mal gusto, telas chillonas, y en un rincón cuelga, de una percha, una jaula con dos canarios. En las paredes, retratos de gente convencional. Ni un solo retrato en cuya imagen pueda identificar a mi desconocido (40). La ambigüedad espacial, que tanto define las características poéticas de esta obra, cede al pleno realismo. En el proceso, esta breve pero radical transición entre la irrealidad y la realidad ilumina lo que se ha conjeturado a lo largo de la narración: la casa que habitó con su amante durante aquella noche nunca existió como un lugar real, sino como el producto de un mundo construido a base de otros espacios ilusorios: los del sueño y del reino de la ambigüedad. Así, la ambientación se confirma como uno de los ejes principales en torno al que gira la poeticidad de La última niebla. El espacio altamente realista al que llega al final de la obra no sólo señala
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la conclusión de la fantasía de la protagonista, sino que sirve como un contraste necesario—uno que permite ver con mayor claridad los espacios en blanco poéticos que se fundaron anteriormente. La ambigüedad poética de la novela, sus lugares en blanco y la imaginación de la narradora (de la cual dependen estos dos primeros atributos) llegan a su conclusión lógica cuando los espacios poéticos finalmente adoptan las dimensiones realistas y concretas que previamente quedaban veladas, irremediablemente en blanco.
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Obras citadas Bombal, María Luisa. La ultima niebla. Santiago: Editorial Andres Bello, 2000. Tadie, Jean-Yves. Le recit poetique. Paris: Gallimard, 1994.
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