Obras póstumas escritas en vida

Robert Musil Obras póstumas escritas en vida Traducción de Claudia Cabrera México 2007 5 Título de la versión original: Nachlass zu Lebzeiten (19

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Robert Musil

Obras póstumas escritas en vida Traducción de

Claudia Cabrera

México 2007 5

Título de la versión original: Nachlass zu Lebzeiten (1936) I Bilder II Unfreundliche Betrachtungen III Geschichten, die keine sind IV Die Amsel Taken from Robert Musil GESAMMELTE WERKE, edited by Adolf Frisé Copyright © 1952, 1978 by Rowohlt Verlag GmbH, Reinbek bei Hamburg. Primera edición: 2006 Traducción: Claudia Cabrera Ilustración de Portada: Copyright © Editorial Sexto Piso S.A. de C.V. 2006 San Miguel 36 Barrio San Lucas Coyoacán, 04030 México D.F., México www.sextopiso.com ISBN 968-5679-51-7 de la obra completa ISBN 968-5679-60-6 de este volumen La presente edición fue realizada gracias al apoyo del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y la Dirección General de Publicaciones Derechos reservados conforme a la ley Impreso y hecho en México

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Nota introductoria .

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N  ¿Por qué obras póstumas? ¿Por qué escritas en vida? Existen algunos legados poéticos que constituyen grandes regalos; pero, por lo general, las obras póstumas presentan una sospechosa semejanza con las liquidaciones por cierre de librerías. La popularidad de la que, no obstante, gozan, podría provenir del hecho de que el mundo de los lectores siente una excusable debilidad ante un poeta que reclama su atención por última vez. Como quiera que sea y cualquiera que fuere la respuesta a la pregunta de cuándo una obra póstuma tiene valor y cuándo no: decidí, en todo caso, impedir la publicación de mis obras póstumas antes de que llegara el momento en que ya no lo pudiera evitar. Y la forma más confiable de hacerlo es publicarlas yo mismo estando en vida; se entienda o no. Pero ¿es que acaso se puede hablar todavía de estar en vida? ¿Acaso el poeta de la nación alemana no ha caído en desuso desde hace tiempo ya? Eso pareciera, y, bien mirado, siempre ha parecido así desde que tengo memoria y únicamente ocurre que, de un tiempo para acá, esta situación ha entrado en una fase decisiva. La época que ha producido el calzado a medida hecho de partes prefabricadas y el traje terminado en tallas individuales también parece querer producir al poeta compuesto de partes interiores y exteriores prefabricadas. El poeta ya vive casi en todas partes en un profundo aislamiento a su medida, aunque no comparte el arte de los muertos de no necesitar casa, comida o bebida. Así 11

de favorable resulta el estar en vida para las obras póstumas. No ha sido ésta una influencia desdeñable en el nombre y la creación de este librito. Tanto más cuidadoso se debería ser, naturalmente, con las últimas palabras de uno, aun cuando sólo sean fingidas. En medio de un mundo que truena y se lamenta, publicar tan sólo pequeñas historias, hablar de cosas secundarias habiendo tantas cosas principales, molestarse por cuestiones que están lejos de ser importantes: indudablemente, a algunos les parecerá una debilidad y yo mismo confieso gustoso que también a mí me ocasionó todo tipo de preocupaciones la decisión de publicarlas. Pero, en primer lugar, siempre ha existido cierta diferencia de tamaños entre el peso de las opiniones poéticas y el peso de los dos mil setecientos millones de metros cúbicos de tierra que avanzan a velocidad vertiginosa por el universo sin que esas mismas opiniones los afecten, y esto, de por sí, lo hemos tenido que aceptar, de alguna manera. En segundo lugar, quizá me pueda remitir a mis obras mayores, que no han de carecer de las fuerzas aglutinantes que aquí podríamos echar de menos, pero que requerían, para su continuación, precisamente de tal publicación intermedia. Y, por último: cuando me fue propuesto este libro y cuando tuve frente a mí las partes de que se habría de componer, creí notar que, en realidad, éstas eran más perdurables de lo que había creído. Estos pequeños textos nacieron y fueron publicados casi todos entre los años 1920 y 1929; pero una parte de ellos, contenidos en la sección de Imágenes, se refieren a anotaciones anteriores. Así, por ejemplo, «El papel matamoscas», que fue publicado en una revista en 1913 con el título de «Verano romano»; y también es de esa misma época «La isla de los monos»; menciono esto, porque quizá se podría pensar fácilmente que estas dos narraciones son paráfrasis inventadas de circunstancias posteriores. En verdad, son más bien una premonición plasmada 12

en un papel matamoscas y en la convivencia de los monos. Pero cualquiera podría hacer tales vaticinios si se dedicara a observar los pequeños rasgos de la vida humana que se nos ofrecen de manera inadvertida, y si se entregara a los sentimientos «en espera» que aparentemente no tienen «nada que decir» hasta que llega la hora en que se les alborota y entonces se expresan, ingenuos, en aquello que hacemos y de lo que nos rodeamos. Algo similar, aunque con una aplicación predominantemente opuesta, se puede aducir quizá en favor de Observaciones desagradables y de Historias que no son tales. En ellas se nota de manera evidente el tiempo en que fueron escritas y lo que en ellas hay de discurso satírico se refiere en parte a circunstancias ya pasadas. También en la forma muestran su origen, pues fueron escritas para ser publicadas en periódicos, con su difuso y amplio círculo de lectores distraídos, desiguales; y sin duda habrían resultado diferentes si las hubiera escrito, como mis libros, tan sólo para mí y para mis amigos. Precisamente aquí debí plantearme la pregunta de si era válido repetir una publicación. Cualquier cambio hubiera hecho necesario realizar un proyecto absolutamente nuevo, y tuve que abstenerme de ello, a excepción de alguna pequeña modificación que sirviera para mejorar el sentido original de lo escrito, dadas las circunstancias de su nacimiento. Así pues, a veces parecería que se está hablando de sombras, de una vida que ya no existe, y esto, además, con un enojo tan tibio que ya no pretende una totalidad final. Por último, el valor que de todas maneras le doy a la perdurabilidad de estas pequeñas sátiras lo he tomado de una frase de Goethe que modifiqué con este fin respetando su sentido original y sin que pierda por ello veracidad; la frase dice: «Una sola cosa mal hecha es una alegoría de todo lo mal hecho». Esta frase alberga la esperanza de que la crítica a los pequeños errores no pierda su valor incluso en épocas en las que se cometen ya errores mucho mayores. 13

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E   El papel matamoscasTanglefoot mide aproximadamente treinta y seis centímetros de largo y veintiuno de ancho; está cubierto con un adhesivo amarillo y envenenado y viene de Canadá. Cuando una mosca se posa sobre él —no por una avidez particular, sino más bien por convención, porque ya hay tantas otras allí—, primero se pega sólo con las articulaciones exteriores, dobladas, de todas sus patitas. Es una sensación muy suave, extraña, como si nosotros camináramos descalzos en la oscuridad y pisáramos algo que todavía no es nada más que una resistencia blanda, tibia, imposible de pasar por alto, pero también ya algo en lo que penetra paulatinamente lo humanamente cruel, y en lo que reconocemos una mano que se encuentra ahí y que nos detiene con cinco dedos cada vez más evidentes. Entonces ahí están, forzadamente erguidas, como alguien aquejado de una atrofia progresiva que no quiere dejárselo notar, o como achacosos militares viejos (y con las piernas un poco en O, como cuando se está parado en un escarpado peñasco). Se ponen en posición de firmes y juntan fuerzas y reflexionan. Después de pocos segundos están decididas y comienzan a zumbar y a tratar de elevarse. Persisten en este furioso empeño hasta que el agotamiento las obliga a detenerse. Le sigue a esto un receso para respirar y un nuevo intento. Pero los intervalos son cada vez más largos. Están ahí paradas y puedo sentir su 17

desconcierto. Desde abajo ascienden vapores desconcertantes. Como un pequeño martillo, su lengua prueba el territorio. Su cabeza es café y peluda, como hecha de cáscara de coco; como los ídolos de los negros, parecidos a los humanos. Se encogen y se estiran sobre sus patitas atrapadas, doblan las rodillas y hacen fuerza para elevarse, como las personas que tratan de mover, por todos los medios, una carga demasiado pesada; más trágicamente que como lo hacen los obreros; de manera más auténtica, en cuanto a la expresión deportiva del máximo esfuerzo, que Laocoonte. Y después llega el instante siempre igual de extraño, en que la necesidad de un segundo en el presente vence a los más poderosos sentimientos de perdurabilidad de la existencia. Es el momento en que un alpinista, movido por el dolor, abre voluntariamente los dedos de la mano con que se sostiene, en que una persona extraviada se recuesta en la nieve como un niño, en que un perseguido se detiene con los flancos ardiéndole por el esfuerzo de respirar. Las moscas ya no se sostienen con todas sus fuerzas para no pegarse abajo, se hunden un poco y son, por ese instante, absolutamente humanas. Enseguida quedan adheridas en otra parte de su cuerpo, en la parte superior de la pata o en la parte trasera del vientre o en el extremo de un ala. Una vez que han superado el agotamiento anímico y cuando después de un breve momento retoman el combate por su vida, ya han quedado atrapadas en una situación desfavorable, y sus movimientos se tornan antinaturales. Entonces se apoyan, con las patas traseras estiradas, sobre los codos y tratan de elevarse. O se sientan en la tierra, empinadas, con los brazos estirados, como mujeres que trataran infructuosamente de zafar sus manos de los puños de un hombre. O yacen sobre el vientre, con la cabeza y los brazos hacia delante, como si se hubieran caído a media carrera y sostuvieran sólo la cara en alto. Pero el enemigo siempre se queda pasivo y gana únicamente a conse18

cuencia de esos instantes confusos y desesperados. Una nada, un algo tira de ellas hacia adentro, tan lentamente que casi resulta imperceptible, y casi siempre con una repentina aceleración al final, cuando sobreviene el último colapso interno. Entonces se dejan caer súbitamente, de frente sobre la cara, por encima de las patas; o de costado, con todas las patas estiradas frente a ella; o de un lado, con las patas remando hacia atrás. Así yacen. Como aeroplanos derribados con un ala sobresaliendo en el aire. O como caballos reventados. O con infinitos gestos de desesperación. O como durmientes. Al día siguiente a veces despierta alguna, prueba durante un rato con una de las patas o zumba con un ala. A veces uno de estos movimientos recorre todo el campo, de modo que todas se hunden un poco más profundamente en su muerte. Y sólo a un costado del cuerpo, por donde está el nacimiento de las patas, tienen algún pequeño órgano palpitante que todavía vive largo tiempo. Se abre y se cierra, no podría nombrarse sin tener una lupa de aumento, pareciera un diminuto ojo humano que se abre y se cierra de manera incesante.

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L     En la Villa Borghese, en Roma, se alza un árbol alto sin ramas ni corteza. Está desnudo como un cráneo que el sol y el agua hubieran pelado hasta dejarlo reluciente, y amarillo como un esqueleto. Se yergue sin raíces y está muerto, plantado como un mástil en el cemento de una isla oval tan grande como un pequeño barco de vapor, y separado del Reino de Italia por un foso liso de hormigón. Este foso es tan ancho y tan profundo en su pared exterior que un mono no puede ni treparlo ni saltarlo. Entrar sería posible; pero salir, no. El tronco en el centro ofrece muy buenos asideros, y es posible, como dicen los turistas sobre algo así, treparlo de manera relajada y gustosa, por puro placer. Pero arriba largas y fuertes ramas verticales salen del tronco y, si uno se quitara los zapatos y las medias y amoldara las plantas de los pies, con los talones vueltos hacia dentro, a las redondeces de la rama y se asiera fuertemente con las manos por delante, entonces debería ser posible llegar al extremo de una de estas largas ramas calentadas por el sol, que se extienden por encima de las verdes plumas de avestruz que son las copas de los pinos. Esa isla prodigiosa está habitada por tres familias constituidas por un distinto número de miembros. El árbol está habitado aproximadamente por quince chicos y chicas, móviles y nervudos, que tienen la talla aproximada de un niño de cuatro años; pero al pie del árbol vive, en un palacio de la 21

forma y el tamaño de una caseta para perro, única edificación de la isla, un matrimonio de monos mucho más poderosos, con su pequeño hijo. Se trata de la pareja real de la isla y del príncipe heredero. Nunca ocurre que los mayores se alejen mucho de él en la planicie; inmóviles como vigías están sentados a su derecha e izquierda y miran de frente hacia lo lejos, por encima de sus hocicos. Sólo una vez cada hora se levanta el rey y trepa por el árbol para hacer una ronda de inspección. Lentamente recorre entonces las ramas y no parece querer notar con cuánta reverencia y desconfianza retroceden todos ante él y —para ocultar la prisa y el escándalo— se van empujando hacia los lados, hasta que el extremo de la rama no permite más escapatoria que un peligroso salto hacia el duro cemento. Así el rey recorre las ramas, una tras otra, y ni la atención más aguda podría distinguir si su cara muestra el cumplimiento del deber de un soberano o el cumplimento de una curación al aire libre, hasta que todas las ramas quedan vacías y él regresa a su lugar. Entretanto, sobre el techo de la casa el príncipe heredero está sentado solo, pues también la madre se ausenta extrañamente siempre al mismo tiempo, y a través de sus delgadas orejas paradas brilla el sol tan rojo como el coral. Rara vez puede uno ver algo tan tonto y lastimero y, no obstante, rodeado por tan grande e invisible dignidad, como este joven mono. Uno tras otro, los monos que tuvieron que abandonar las ramas del árbol pasan frente a él y podrían torcerle el delgado cuello, malhumorados como están, pero le esquivan y le muestran todo el respeto y el temor que le deben a su familia. Se tarda un rato en notar que la isla no sólo alberga a estos seres que llevan una vida ordenada, sino también a otros. Expulsado de la superficie y del aire, habita en el foso un numeroso pueblo de monos más pequeños. Basta con que se muestre uno de ellos arriba, en la isla, para que los monos del árbol lo 22

ahuyenten y lo obliguen a volver al foso con dolorosos castigos. Cuando les sirven la comida deben esperar temerosamente sentados a un lado, y sólo cuando todos están satisfechos y la mayoría descansa ya en las ramas les está permitido tomar las sobras. No pueden tocar ni siquiera aquello que les lanzan. Pues sucede con frecuencia que algún malintencionado chico o alguna chica bromista, aunque finjan, parpadeando, tener malestar estomacal, sólo esperan que esto suceda y en cuanto notan que los pequeños monos lo están pasando impertinentemente bien, bajan cuidadosamente de su rama. Y ya, a toda carrera, regresan gritando al foso los pocos que se habían atrevido a subir a la isla y se mezclan con los otros; y los lamentos suben de tono: y ahora se oprimen todos unos contra otros, de modo que una superficie de pelo y carne y confundidos ojos oscuros se eleva contra la distante pared como agua en una cubeta inclinada. Pero el perseguidor sólo recorre la orilla y empuja lejos de sí la ola de espanto. Entonces las pequeñas caras negras se elevan y alzan las palmas de las manos, defendiéndose de la terrible mirada ajena que los observa desde arriba. Y poco a poco esa mirada se fija en uno solo; éste retrocede, y con él otros cinco, que todavía no logran distinguir cuál de ellos es el objetivo de esa larga mirada; pero la blanda multitud, paralizada por el miedo, no les permite moverse. Entonces, la larga e indiferente mirada se clava de manera aleatoria en uno de ellos; y entonces resulta totalmente imposible dominarse de modo que no se muestre ni demasiado miedo ni demasiado poco: y momento a momento crece el pecado, mientras un alma se taladra silenciosamente en otra, hasta que llega el odio y el salto puede dispararse y una criatura gime sin vergüenza por el castigo que recibe. Con un grito de liberación, los otros se alejan aprisa, dispersándose por todo el foso; llamean sin luz, entreverados como las almas posesas en el purgatorio, y se reúnen parloteando alegremente en el lugar más alejado. 23

Una vez que todo ha pasado, el perseguidor trepa con elásticos movimientos hasta llegar a la rama más alta, avanza hasta su extremo, se acomoda tranquilamente y permanece serio, erguido, eternamente sin moverse. El rayo de su mirada descansa sobre la cumbre del Pincio y de la Villa Borghese, y más allá; y donde abandona el jardín, se encuentra debajo de ella la gran ciudad amarilla, sobre la que él flota indiferente en el aire, todavía cubierto por la verde y refulgente nube de las copas de los árboles.

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