OPTION INTERNATIONALE DU BACCALAURÉAT. JUIN 2012 ÉPREUVE ORALE. LANGUE ET LITTÉRATURE

OPTION INTERNATIONALE DU BACCALAURÉAT. JUIN 2012 ÉPREUVE ORALE. LANGUE ET LITTÉRATURE TEXTOS: 1. “BERNARDA: ¡Silencio digo!”. Federico García Lorca:
Author:  Jorge Toledo Rojo

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OPTION INTERNATIONALE DU BACCALAURÉAT. JUIN 2012 ÉPREUVE ORALE. LANGUE ET LITTÉRATURE

TEXTOS: 1. “BERNARDA: ¡Silencio digo!”. Federico García Lorca: La casa de Bernarda Alba (1936).

2. “Sale Angustias mu y compuesta de cara”. Lorca: La casa de Bernarda Alba (1936).

3. “Pura Vicario le contó…”.

Federico García

Gabriel García Márq uez: Crónica de una

muerte anunciada (1981).

4. “Después de buscarlo a gritos…”.

Gabriel García Márquez:

Crónica de una muerte anunciada (1981).

5. “No sé qué latidos amargos…”. Carmen Laforet: Nada (1944). 6. “Estuve con fiebre varios días”. Carmen Laforet: Nada (1944). 7. “Me basta así”. Ángel González: Palabra sobre palabra. (1965). 8. Poema 15.

Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada. (1924).

9. “Himno a la juventud”.

Jaime Gil de Biedma: Poemas póstumos, tomado de Las personas del verbo (1993).

10. “Poco a poco… ”. Antonio Muñoz Molina: Plenilunio (1997). 11. “Tenía la mano derecha…”.

Antonio Muñoz Molina: Plenilunio

(1997).

12. “Otro amor”. Manuel Vicent: en El País de 10 de enero de 1999.

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Bernarda: ¡Silencio digo! Yo veía la tormenta venir, pero no creía que estallara tan pronto. ¡Ay, qué pedrisco de odio habéis echado sobre mi corazón! Pero todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación. ¡Fuera de aquí! (Salen. Bernarda se sienta desolada. La Poncia está de pie arrimada a los muros. Bernarda reacciona, da un golpe en el suelo y dice): ¡Tendré que sentarles la mano! Bernarda, ¡acuérdate que ésta es tu obligación! La Poncia: ¿Puedo hablar? Bernarda: Habla. Siento que hayas oído. Nunca está bien una extraña en el centro de la familia. La Poncia: Lo visto, visto está. Bernarda: Angustias tiene que casarse en seguida. La Poncia: Hay que retirarla de aquí. Bernarda: No a ella. ¡A él! La Poncia: ¡Claro, a él hay que alejarlo de aquí! Piensas bien. Bernarda: No pienso. Hay cosas que no se pueden ni se deben pensar. Yo ordeno. La Poncia: ¿Y tú crees que él querrá marcharse? Bernarda: (Levantándose). ¿Qué imagina tu cabeza? La Poncia: Él, claro, ¡se casará con Angustias! Bernarda: Habla. Te conozco demasiado para saber que ya me tienes preparada la cuchilla. La Poncia: Nunca pensé que se llamara asesinato al aviso. Bernarda: ¿Me tienes que prevenir algo? La Poncia: Yo no acuso, Bernarda. Yo sólo te digo: abre los ojos y verás. Bernarda: ¿Y verás qué? La Poncia: Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a cien leguas. Muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero los hijos son los hijos. Ahora estás ciega. Bernarda: ¿Te refieres a Martirio? La Poncia: Bueno, a Martirio... (Con curiosidad). ¿Por qué habrá escondido el retrato? Bernarda: (Queriendo ocultar a su hija). Después de todo ella dice que ha sido una broma. ¿Qué otra cosa puede ser? La Poncia: (Con sorna). ¿Tú lo crees así? Bernarda: (Enérgica). No lo creo. ¡Es así! La Poncia: Basta. Se trata de lo tuyo. Pero si fuera la vecina de enfrente, ¿qué sería? Bernarda: Ya empiezas a sacar la punta del cuchillo. La Poncia: (Siempre con crueldad). No, Bernarda, aquí pasa una cosa muy grande. Yo no te quiero echar la culpa, pero tú no has dejado a tus hijas libres. Martirio es enamoradiza, digas lo que tú quieras. ¿Por qué no la dejaste casar con Enrique Humanes? ¿Por qué el mismo día que iba a venir a la ventana le mandaste recado que no viniera? Bernarda: (Fuerte). ¡Y lo haría mil veces! ¡Mi sangre no se junta con la de los Humanes mientras yo viva! Su padre fue gañán. La Poncia: ¡Y así te va a ti con esos humos! Bernarda: Los tengo porque puedo tenerlos. Y tú no los tienes porque sabes muy bien cuál es tu origen. La Poncia: (Con odio) ¡No me lo recuerdes! Estoy ya vieja, siempre agradecí tu protección. Federico García Lorca, La casa de Bernarda Alba, Acto II, Castalia.

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(Sale Angustias muy compuesta de cara). BERNARDA. ¡Angustias! ANGUSTIAS. Madre. BERNARDA. ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara? ¿Has tenido valor de lavarte la cara el día de la misa de tu padre? ANGUSTIAS. No era mi padre. El mío murió hace tiempo ¿Es que ya no lo recuerda usted? BERNARDA. ¡Más debes a este hombre, padre de tus hermanas, que al tuyo! Gracias a este hombre tienes colmada tu fortuna. ANGUSTIAS. ¡Eso lo teníamos que ver! BERNARDA. ¡Aunque fuera por decencia! Por respeto. ANGUSTIAS. Madre, déjeme usted salir. BERNARDA. ¿Salir? Después de que te hayas quitado esos polvos de la cara. ¡Suavona! ¡Yeyo! ¡Espejo de tus tías! (Le quita violentamente con su pañuelo los polvos). ¡Ahora vete! PONCIA. ¡Bernarda, no seas tan inquisitiva! BERNARDA. Aunque mi madre esté loca, yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago. (Entran todas). MAGDALENA. ¿Qué pasa? BERNARDA. No pasa nada. MAGDALENA (A Angustias). Si es que discutís por las particiones, tú que eres la más rica te puedes quedar con todo. ANGUSTIAS. ¡Guárdate la lengua en la madriguera! BERNARDA. (Golpeando con el bastón en el suelo). ¡No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo! Hasta que salga de esta casa con los pies adelante andaré en lo mío y en lo vuestro! (Se oyen unas voces y entra en escena María Josefa, la madre de Bernarda, viejísima, ataviada con flores en la cabeza y en el pecho). MARÍA JOSEFA. Bernarda ¿Dónde está mi mantilla? Nada de lo que tengo quiero que sea para vosotras. Ni mis anillos ni mi traje negro de moaré. Porque ninguna de vosotras se va a casar. ¡Ninguna! Bernarda, dame mi gargantilla de perlas.

Federico García Lorca (1936), La Casa de Bernarda Alba, Madrid, Castalia didáctica, 1984, pp.70-72.

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Pura Vicario le contó a mi madre que se había acostado a las once de la noche después de que las hijas mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los estragos de la boda. Como a las diez, cuando todavía quedaban algunos borrachos cantando en el patio, Ángela Vicario había mandado a pedir una maletita de cosas personales que estaba en el ropero de su dormitorio, y ella quiso mandarle también una maleta con ropa de diario, pero el recadero estaba de prisa. Se había dormido a fondo cuando tocaron a la puerta. “Fueron tres toques muy despacio –le contó a mi madre–, pero tenían esa cosa rara de las malas noticias”. Le contó que había abierto la puerta sin encender la luz para no despertar a nadie, y vio a Bayardo San Román en el resplandor del farol público, con la camisa de seda sin abotonar y los pantalones de fantasía sostenidos con tirantes elásticos. “Tenía ese color verde de los sueños”, le dijo Pura Vicario a mi madre. Ángela Vicario estaba en la sombra, de modo que sólo la vio cuando Bayardo San Román la agarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje de raso en piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la cintura. Pura Vicario creyó que se habían desbarrancado con el automóvil y estaban muertos en el fondo del precipicio. –Ave María Purísima –dijo aterrada–. Contesten si todavía son de este mundo. Bayardo San Román no entró, sino que empujó con suavidad a su esposa hacia el interior de la casa, sin decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la mejilla y le habló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura. –Gracias por todo, madre –le dijo–. Usted es una santa.

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Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. “Lo único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con una mano y me golpeaba con la otra con tanta rabia que pensé que me iba a matar”, me contó Ángela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su marido y sus hijas mayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer cuando ya estaba consumado el desastre.

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Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia por su madre. Encontraron a Ángela Vicario tumbada bocabajo en un sofá del comedor y con la cara macerada a golpes, pero había terminado de llorar. “Ya no estaba asustada”, me dijo. “Al contrario: sentía como si por fin me hubiera quitado de encima la conduerma de la muerte, y lo único que quería era que todo terminara rápido para tirarme a dormir”. Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la levantó en vilo por la cintura y la sentó en la mesa del comedor.

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–Anda, niña –le dijo temblando de rabia–: dinos quién fue.

Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Barcelona, ed. Bruguera, 1981 pp. 75-78.

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Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritos que no eran los suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado de alucinación, sosteniendo con las manos las vísceras colgantes. Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era el trayecto más largo, sino que entró por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo que acababa de ocurrir a veinte pasos de su puerta. «Oímos la gritería—me dijo la esposa—, pero pensamos que era la fiesta del obispo.» Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre llevando en las manos el racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude olvidar fue el terrible olor a mierda.» Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados del susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo de su casa. —¡Santiago, hijo —le gritó—, qué te pasa! Santiago Nasar la reconoció. —Que me mataron, niña Wene— dijo. Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene. Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina.

Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada (1981), Barcelona, Mondadori, 1993, pp.135-137.

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No sé qué latidos amargos tenían las cosas aquella noche, como signos de mal agüero. No me podía dormir; como me sucedía con frecuencia en aquella época en que el cansancio me atormentaba. Antes de decidirme a cerrar los ojos tanteé con torpeza sobre el mármol de la mesilla de noche y encontré un trozo de pan del día anterior. Lo comí ansiosamente. La pobre abuela se olvidaba pocas veces de sus regalitos. Al fin, cuando el sueño logró apoderarse de mí, fue como un estado de coma, casi como una antesala de la muerte última. Mi agotamiento era espantoso. Creo que llevaba alguien mucho rato gritando cuando aquellos gritos terribles pudieron traspasar mis oídos. Quizá fue sólo cuestión de instantes. Recuerdo, sin embargo, que habían entrado a formar parte de mis sueños, antes de hacerme volver a la realidad. Jamás había oído gritar de aquella manera en la casa de la calle de Aribau. Era un chillido lúgubre, de animal enloquecido, el que me hizo sentarme en la cama y luego saltar de ella temblando. Encontré a la criada, Antonia, tirada en el suelo del recibidor, con las piernas abiertas en una pataleta trágica, enseñando sus negruras interiores, y con las manos engarabitadas sobre los ladrillos. La puerta de la calle estaba abierta de par en par y empezaban a asomarse algunas caras curiosas de los vecinos. Al pronto tuve sólo una visión cómica de la escena, tan aturdida estaba. Juan, que había acudido medio desnudo, dio una patada a la puerta de la calle para cerrarla en las narices de aquellas personas. Luego empezó a dar bofetones en la cara contraída de la mujer, y pidió a Gloria un jarro de agua fría para echárselo por encima. Al fin, la criada empezó a jadear y a hipar más desahogadamente, como un animal rendido. Pero en seguida, como si esto hubiera sido sólo una tregua, volvió a sus gritos espantosos. -¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto! Y señalaba arriba. Vi la cara de Juan volverse gris. -¿Quién? ¿Quién está muerto, estúpida?... Luego, sin esperar a que ella le contestara, echó a correr hacia la puerta, subiendo, enloquecido, las escaleras. -Se degolló con la navaja de afeitar - concluyó Antonia.

Carmen Laforet, Nada, Madrid, Austral, 2006, pp. 255-256.

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Estuve con fiebre varios días. Una vez recuerdo que vino a verme Antonia, con su peculiar olor a ropa negra y su cara se mezcló a mis sueños afilando un largo cuchillo. Veía también a la abuelita, joven y vestida de azul, una tarde de agosto junto al mar. Pero sobre todo a Gloria, llorando contra el hombro de Juan; y las grandes manos de él acariciando sus cabellos. Y los ojos de Juan, que yo conocía extraviados e inquietos, enternecidos por una luz desconocida. La última tarde de mi enfermedad vino Román a verme. Trajo el loro en el hombro y el perro entró también de una manera impetuosa, dispuesto a lamerme la cara. —¿Por qué no tocas el piano un rato para mí? Me han dicho que tocas el piano muy bien… —Sí, sólo de afición. —¿Y no has compuesto algo para piano, nunca? —Sí, algunas veces, ¿por qué me lo preguntas? —Yo creo que deberías haberte dedicado a la música exclusivamente, Román. Tócame eso que compusiste para el piano. —Cuando estás enferma hablas como si dijeras las cosas con doble intención, no sé por qué. Tecleó in poco y luego dijo: —Esto está muy desafinado, pero te voy a tocar la canción de Xochipilli…¿No te acuerdas del idolillo de barro que tengo arriba?... No vayas a creer que es auténtico. Lo fabriqué yo mismo. Pero representa a Xochipilli, el dios de los juegos y de las flores de los aztecas. En sus buenos tiempos, este dios recibía ofrendas de corazones humanos... Yo, muchos siglos más tarde, en un rapto de entusiasmo por él compuse un poco de música. El pobre Xochipilli está en decadencia, como verás… Se sentó al piano y tocó algo alegre, contra su costumbre. Tocó algo parecido al resurgir de la vida en primavera, con notas roncas y agudas como un aroma que se extiende y embriaga. —Tú eres un gran músico, Román —le dije y así lo creía de veras. —No. Tú no tienes ni pizca de cultura musical por eso me juzgas así. Pero me halaga. —¡Ah! —dijo cuando estaba ya en la puerta—; puedes creer que he hecho un pequeño sacrificio en tu honor al tocar eso. Xochipilli me trae siempre mala suerte. Aquella noche tuve un sueño clarísimo en que se repetía una vieja y obsesionante imagen: Gloria, apoyada en el hombro de Juan; lloraba... Poco a poco, Juan sufrió curiosas transformaciones. Le vi enorme y oscuro con la fisonomía enigmática del dios Xochipilli. La cara pálida de Gloria empezó a animarse y revivir; Xochipilli sonreía también. Bruscamente su sonrisa me fue conocida: era la blanca y un poco salvaje sonrisa de Román. Era Román el que abrazaba a Gloria y los dos reían. No estaban en la clínica, sino en el campo. En un campo de lirios morados y Gloria estaba despeinada por el viento. Me desperté sin fiebre y confusa, como si realmente hubiera descubierto algún oscuro secreto.

Carmen Laforet, Nada (1944), Madrid, El País, 2004, pp.62-64

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-7– Me basta así

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Si yo fuese Dios y tuviese el secreto, haría un ser exacto a ti; lo probaría (a la manera de los panaderos cuando prueban el pan, es decir: con la boca), y si ese sabor fuese igual al tuyo, o sea tu mismo olor, y tu manera de sonreír, y de guardar silencio, y de estrechar mi mano estrictamente, y de besarnos sin hacernos daño —de esto sí estoy seguro: pongo tanta atención cuando te beso—; entonces, si yo fuese Dios, podría repetirte y repetirte, siempre la misma y siempre diferente, sin cansarme jamás del juego idéntico, sin desdeñar tampoco la que fuiste por la que ibas a ser dentro de nada; ya no sé si me explico, pero quiero aclarar que si yo fuese Dios, haría lo posible por ser Ángel González para quererte tal como te quiero, para aguardar con calma a que te crees tú misma cada día, a que sorprendas todas las mañanas la luz recién nacida con tu propia luz, y corras la cortina impalpable que separa el sueño de la vida, resucitándome con tu palabra,

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Lázaro alegre, yo, mojado todavía de sombras y pereza, sorprendido y absorto en la contemplación de todo aquello que, en unión de mí mismo, recuperas y salvas, mueves, dejas abandonado cuando —luego— callas... (Escucho tu silencio. Oigo constelaciones: existes. Creo en ti. Eres. Me basta.)

Ángel González, Palabra sobre palabra (1965)

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-8– Poema 15

Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca. 5 

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Como todas las cosas están llenas de mi alma emerges de las cosas, llena del alma mía. Mariposa de sueño, te pareces a mi alma, y te pareces a la palabra melancolía. Me gustas cuando callas y estás como distante. Y estás como quejándote, mariposa en arrullo. Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza: déjame que me calle con el silencio tuyo. Déjame que te hable también con tu silencio claro como una lámpara, simple como un anillo. Eres como la noche, callada y constelada. Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo. Me gustas cuando callas porque estás como ausente. Distante y dolorosa como si hubieras muerto. Una palabra entonces, una sonrisa bastan. Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Pablo Neruda (1923-24) Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en Obras Completas, Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999.  

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-9Himno a la juventud Heu quantum per se candida forma valet! Propercio, II, xxix, 30

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A qué vienes ahora, juventud, encanto descarado de la vida? Qué te trae a la playa? Estábamos tranquilos los mayores y tú vienes a herirnos, reviviendo los más temibles sueños imposibles, tú vienes para hurgarnos las imaginaciones. De las ondas surgida, toda brillos, fulgor, sensación pura y ondulaciones de animal latente, hacia la orilla avanzas con sonrosados pechos diminutos, con nalgas maliciosas lo mismo que sonrisas, oh diosa esbelta de tobillos gruesos, y con la insinuación (tan propiamente tuya) del vientre dando paso al nacimiento de los muslos: belleza delicada, precisa e indecisa, donde posar la frente derramando lágrimas. Y te vemos llegar —figuración de un fabuloso espacio ribereño con toros, caracolas y delfines, sobre la arena blanda, entre la mar y el cielo, aún trémula de gotas, deslumbrada de sol y sonriendo. Nos anuncias el reino de la vida, el sueño de otra vida, más intensa y más libre, sin deseo enconado como un remordimiento —sin deseo de ti, sofisticada bestezuela infantil, en quien coinciden la directa belleza de la starlet y la graciosa timidez del príncipe.

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Aunque de pronto frunzas la frente que atormenta un pensamiento conmovedor y obtuso, y volviendo hacia el mar tu rostro donde brilla entre mojadas mechas rubias la expresión melancólica de Antínoos, oh bella indiferente, por la playa camines como si no supieses que te siguen los hombres y los perros, los dioses y los ángeles y los arcángeles, los tronos, las abominaciones…

Jaime Gil de Biedma (1968), Poemas póstumos, tomado de Las personas del verbo, Barcelona, Seix Barral, 1993, pp. 170-171.

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Poco a poco, con una lentitud que ya no exasperaba al inspector, porque ahora sabía que contaba con la ventaja del secreto, se iba formando ante él una cara, una figura entera, la iba construyendo la niña como si pusiera en su sitio cada uno de los trozos de un rompecabezas, como esos escultores que según había visto el inspector en un documental van añadiendo pequeños pedazos de arcilla fresca o de cera para modelar una estatua. Cuando se quedaba solo, al salir de casa de Paula, o cuando a media noche no podía dormir y repasaba las notas de su cuaderno y escuchaba de nuevo la voz de la niña en el radiocasette, iba repasando una por una todas las cosas que ya sabía, todos los fragmentos y pormenores mínimos que se agregaban a aquella rudimentaria figura de barro que estaba construyendo. El reloj digital barato, las uñas negras, la esclava de oro falso, la cara redonda. Se lo contaba a Susana Grey, le dejaba escuchar las palabras de la niña, le enumeraba excitadamente todo lo que sabía de aquel hombre con el que ya lo vinculaba una familiaridad infectada de repugnancia. Estaba cerca y sin embargo seguía siendo un desconocido absoluto, conocían su estatura y la forma de su cara y el color de su pelo y el aspecto de sus uñas y la marca de cigarrillos que fumaba y no obstante el inspector podía chocarse con él y no reconocerlo. Había pasado con la niña casi junto a la puerta de la comisaría sin que nadie se fijara en él, se había cruzado con un coche patrulla clavándole los dedos en la nuca y apretando en un bolsillo una navaja automática, pero nada de eso lo había vuelto más visible. Qué aspecto tiene, le preguntaba muchas veces a Paula, queriendo que ella recordara o descubriera un solo rasgo indudable, un defecto físico, una singularidad cualquiera, pero la niña siempre respondía lo mismo, claudicaba, encogiéndose de hombros, en el sofá, al lado de su padre, delante del desorden de las fichas policiales y de las láminas con dibujos de caras: –Tiene un aspecto normal. Iban en coche, algunas tardes, el padre conduciendo, el inspector y Paula en los asientos de atrás, repetían el itinerario de aquella tarde, y el inspector le pedía que se fijara en todos los hombres jóvenes a los que viera, que le avisara si encontraba algún parecido, el que fuera, en la ropa o en la cara, en la manera de andar. Iban despacio, junto a las aceras, y Paula miraba hacia la calle sin parpadear; seria y atenta, de perfil contra el cristal, casi adulta, levantaba una mano, adelantando el dedo índice, la dejaba caer, se mordía los labios: creía haber visto su cazadora, o sus mocasines negros, incluso creía durante un segundo de pánico y alucinación que lo había visto a él, sobre todo cuando ya había caído la noche y las calles se parecían tanto a las que había cruzado con un automatismo de hipnotizada y muerta en vida. Casi cualquiera podía ser, cualquiera con un aspecto normal, entre los hombres jóvenes y comunes que iban por la calle al atardecer, con pantalones vaqueros, con caras llenas y pelo negro, con cazadoras de abrigo para las noches húmedas de invierno. Cada tarde, en cuanto empezaba a oscurecer, le volvía el miedo, aunque se encontraba protegida en el interior del coche, y entonces le ponía la mano en el hombro a su padre y le pedía por favor que la llevara a casa. Miraba las luces de los escaparates, la gente con paraguas y abrigos por las aceras, sentada junto al inspector, sin atreverse a acercar mucho la cara al cristal, por miedo a que la

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descubrieran aquellos ojos de los que no había sospechado nada la primera vez que los vio en el ascensor. Se acordaba de casi todo menos de eso, de los ojos, los veía en sus pesadillas y se había olvidado de ellos en cuanto despertaba. No recordaba el color ni la forma, no podía decir si eran grandes o pequeños, saltones o hundidos, no veía en las fichas de los detenidos ni en los dibujos que el inspector desplegaba ante ella ningunos ojos que le hicieran encontrar un parecido con aquellos. Se acordaba solo de unas cejas grandes y oscuras. El retrato robot que el inspector miraba a solas en su despacho, a la luz de una lámpara baja, mientras no se decidía a marcar el teléfono del sanatorio adonde había dejado de llamar todas las tardes, era una cara simple y redonda, con cejas grandes y arqueadas, con la boca pequeña y la barbilla breve, con una mancha en blanco como un antifaz en el lugar donde no estaban los ojos. Antonio Muñoz Molina, Plenilunio (1997); Punto de lectura, 2011, pp. 386-387.

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Tenía la mano derecha apoyada en la mesa, los dedos tamborileando ligeramente mientras hablaba, en un gesto reflejo de nerviosismo que ella había observado otras veces. Tranquilamente, con decisión y sigilo, Susana puso su mano sobre la del inspector, la presionó con suavidad hasta que el movimiento se detuvo. —Cometer un crimen y quedar impune es relativamente fácil —dijo el inspector, la mano ahora inmóvil debajo de la de Susana, la mirada huidiza, por pudor, sobre todo—. Más todavía si no existe un móvil claro y además quien lo comete no pertenece al mundo de la delincuencia. Los policías y los delincuentes habituales nos conocemos todos, igual que os conocéis los maestros, supongo. Olvídate de todos esos adelantos científicos que le gustan a Ferreras. Nuestra forma habitual de resolver un crimen es gracias al procedimiento más primitivo de todos, el chivatazo. Pero si el criminal actúa solo, si no hay testigos y no está fichado, hay muchas posibilidades de que quede impune. —Yo me imagino siempre a esos asesinos que lo calculan todo y que sin embargo han cometido un solo error... —Películas —el inspector sonrió—. Las películas han destrozado el cerebro a la gente. Matar a una persona es bastante fácil en realidad, no tiene ningún mérito y ningún atractivo, ni siquiera morboso. Lo que me da asco del cine es el modo en que hace que el crimen parezca llamativo, cuando en realidad no es más que crueldad y chapuza, como cuando en una corrida el toro no acaba de morirse y lo siguen apuñalando de cualquier manera, porque tienen prisa para llegara a su casa o porque está oscureciendo. Salvo los terroristas o los sicarios de los narcotraficantes nadie planea nada. Y muchas veces ni siquiera importa que haya testigos, porque los testigos no hablan. La gente normal tiene miedo, es muy fácil de asustar. Con una pistola o una navaja cualquiera es omnipotente, no tiene ningún mérito aterrorizar o matar. Ni siquiera hace falta navaja: un grito, un gesto, y la víctima está rendida. La fuerza de las manos. Tú no viste las señales de los dedos en la nuca de Fátima. —Puede que no estés buscando como deberías —dijo Susana, un poco irreflexivamente, y enseguida se arrepintió de su afirmación: qué sabía ella para juzgar el trabajo del otro. Pero en la mirada del inspector había una invitación a que continuara. —Quizás no te fijas lo suficiente en las cosas —dijo—. Quizás crees que miras, pero en realidad no estás mirando, te encierras tanto en tu obsesión y en tu búsqueda que acabas por no ver nada de lo que hay a tu alrededor. Me contaste que ese individuo cruzó la calle sujetando a Fátima y chupándose la sangre de la mano, pero sólo lo vio aquella mujer, nadie más entre tanta gente. Las personas no se fijan mucho en lo que hacen o dicen los otros. —“Tienen ojos y no ven” —el inspector se acordó del padre Orduña—. “Oídos y no oyen.” —Los hombres sobre todo. Los hombres se fijan en las cosas menos todavía que las mujeres. —Yo me he fijado en ti. — ¿De veras? —Susana sonrió, halagada, incrédula—. No lo creo. Miras muy atento pero parece que siempre estás viendo o recordando otras cosas.

Antonio Muñoz Molina (1997), Plenilunio, Alfaguara, 9ª edición, Madrid, 1998, pp. 297-299.

OPTION INTERNATIONAL DU BACCALAUREAT

JUIN 2012

SECTION ESPAGNOLE EPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE DURÉE : 30 minutes. SUJET : LENGUA Y LITERATURA

- 12 Otro amor



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En la vida ordinaria, las parejas se enamoran de fuera hacia adentro. Primero se interpone el cuerpo y después, con un poco de suerte, llega el alma. Al cruzarse en cualquier parte esos dos seres que luego serán amantes se encuentran con un rostro, unas manos, unas piernas, unos ojos, con la superficie humana que está expuesta a la intemperie. A partir de esta atracción física, la pareja se acerca, traba un conocimiento, expresa unos sentimientos, desvela su pasado, proyecta una felicidad común, se va introduciendo en el alma del otro y llega un momento, en que se produce esa conexión deslumbrada de ambos espíritus que se llama amor. Pero cada día son más las parejas que se relacionan por primera vez por medio de Internet. En este caso, al contrario que en la vida ordinaria, el amor se desarrolla de dentro hacia fuera. Alguien lanza un mensaje anónimo a la red, con un nombre supuesto. A este reclamo acude desde el otro lado del planeta una internauta y en la pantalla del ordenador se produce un primer contacto entre dos almas desconocidas que empiezan a ofrecerse datos de su espíritu: deseos, fantasías, falsos sueños, promesas imaginarias, aspiraciones de belleza, todos esos materiales con que se fabrica una gran pasión. El cuerpo no ha intervenido todavía. Una vez enamorados de su alma los internautas comienzan a mandarse fotografías, la de la primera comunión, aquélla tan bonita del parque, una de muy joven en que salió guapísimo. Estas imágenes son tan irreales como los sentimientos que previamente estos amantes se habían ofrecido, pero el engaño ya no tiene importancia. Así le sucedió a un gordo y seboso señor de Hamburgo que conectó con una gorda y decrépita señora de Toronto. Se encontraron en un punto virtual de la red. Comenzaron a intercambiarse sentimientos delicados, deseos puros o tal vez inconfesables; abrieron sus respectivas almas en el espacio inmaterial y desde esa intimidad, seducidas a causa de tanta perfección, fueron concretando sus figuras y primero se mandaron mutuos retratos donde aparecían jóvenes y radiantes. Finalmente se dieron una cita en el Plaza de Nueva York y allí se descubrieron gordos, viejos e incluso repulsivos, pero ya se habían enamorado ciegamente por dentro. La sorpresa que se llevaron fue la contraria que se produce cuando alguien, fuera de Internet, se enamora de un cuerpo espléndido y se encuentra con un alma idiota.

Manuel Vicent, en El País de 10 de enero de 1999.

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