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| LA CO L ECCIÓ N D E | FÉ LI X PA LACI OS Pasión por los maestros Hay coleccionistas que nunca han sentido atracción por el arte contemporáneo

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La violación de Lucrecia

La violación de Lucrecia

william

shakespeare

(1564-1616)

“A menudo se reniega de los maestros supremos; se rebela uno contra ellos; se enumeran sus defectos; se los acusa de ser aburridos, de una obra demasiado extensa, de extravagancia, de mal gusto, al tiempo que se los saquea, engalanán­ dose con plumas ajenas; pero en vano nos debatimos bajo su yugo. Todo se tiñe de sus colores; por doquier encontramos sus huellas; inventan palabras y nom­ bres que van a enriquecer el vocabulario general de los pueblos; sus expresiones se convierten en proverbiales, sus personajes ficticios se truecan en personajes reales, que tienen herederos y linaje. Abren horizontes de donde brotan haces de luz; siembran ideas, gérmenes de otras mil; proporcionan motivos de inspi­ ración, temas, estilos a todas las artes: sus obras son las minas o las entrañas del espíritu humano” (François de Chateaubriand: Memorias de ultratumba, libro XII, capítulo I, 1822).

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os maestros supremos son los escasos escritores –genios nutricios, dicen algunos– que satisfacen cabalmente las necesidades del pensamiento de un pueblo, aquellos que han alumbrado y amamantado a todos los que les han sucedido. Homero es uno de ellos, el genio fecundador de la Antigüedad, del cual descienden Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Horacio y Virgilio. Dante engendró la escritura de la Italia moderna, desde Petrarca hasta Tasso. Rabelais creó la dinastía gloriosa de las letras francesas, aquella de donde descienden Montaigne, La Fontaine y Molière. Las letras inglesas derivan por entero de Shakespeare, y de él bebieron Byron y Walter Scott. Y las letras castellanas siempre saben remitirse a Miguel de Cervantes. La originalidad de estos maestros supremos hace que en todos los tiempos se los reconozca como ejemplos de las bellas letras y como fuente de inspiración de cada nueva generación de escritores. Esta sección de la Revista de Santander solamente estará abierta para ellos, para permitirles que continúen inspirando la voluntad de perfeccionamiento constante de los nuevos escritores colombianos. Esta segunda entrega acoge una obra lírica dedicada por William Shakespeare a Henry Wriothesly, conde de Southampton y barón de Tichfield, escrita durante las vacaciones teatrales de 1593 e inscrita en el Stationer´s Regis­ ters el 9 de mayo de 1594. The Rape of Lucrece es una reflexión moral y un poema magistral. Cinco ediciones de este poema fueron hechas hasta 1616, saludado por el poeta Edmund Spenser con el calificativo de “águila” que dio a su autor. Se ha escogido la traducción castellana de Luis Astrana Marín, publicada originalmente en 1932 por la editorial Aguilar de Madrid. e d i c i ó n 2 ■ 2007

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Al muy honorable Henry Wriothesly, conde de Southampton y barón de Tichfield La afección que profeso a vuestra seño­ría no tiene fin; de donde este opúsculo, sin comienzo, es tan solo una porción in­significante. El convencimiento que abrigo de vuestra noble disposición, no el mérito de mis incorrectos renglones, es lo que ase­gura la acogida. Lo que he hecho es vuestro; lo que haga, vuestro tam­ bién, como parte del todo que os he consagrado. De ser mayor mi valer, mayor se mostraría mi homenaje. Entre tanto, tal como fuere, lo destino a vuestra señoría, a quien deseo larga vida colmada siempre de felicidades. De vuestra señoría con todo res­peto. William Shakespeare

ARGUMENTO Lucio Tarquino, por su excesivo orgullo llamado el Soberbio, tras haber sido causa de que su propio suegro, Servio Tulio, acabara cruelmente asesinado, y de haberse él mismo apoderado del trono sin re­querir ni aguardar los sufragios popu­ lares, procedi­miento contrario a las leyes y costumbres romanas, en compañía de sus hijos y de otros nobles de Roma, marchó a poner sitio a Árdea. Una tarde, durante el asedio, reunidos los princi­pales jefes del ejército en la tienda de Sexto Tarqui­no, hijo del rey, comenzaron, en sus charlas de sobremesa, a ponderar las virtudes de sus propias mujeres, circunstancia que dio lugar a que Cola­ tino proclamara la incomparable castidad de su esposa Lucrecia. En este alegre humor partieron todos para Roma; y deseando comprobar, por su secreta y re­pentina llegada, la verdad de lo que antes habían sostenido, solo Colatino encontró a su mujer –no obstante hallarse avanzada la noche– hilando con sus doncellas. Las otras damas fueron sorprendidas bailando y jaraneando, o en diferen­ tes diversiones, por lo cual los nobles cedieron a Colatino la victoria y a su mujer la palma. En esta ocasión quedó Sexto Tar­quino prendado de la hermosura de Lucrecia; pero, refrenando por el momento sus pasiones, volvió con los demás al campo. En se­ guida los abandonó en secreto, y fue recibido y albergado regiamente, como convenía a su estirpe, por Lucrecia, en Colatio. La misma noche se introdujo traidoramente en su alco­ba, la poseyó por la violencia, y emprendió la fuga de madrugada. Lucrecia, en este lamentable estado, despachó inmediatamente mensajeros: uno, a Roma, a casa de su padre, y el otro, al campo de Colatino. Llegaron estos, acompañado el primero por Junio Bruto y el segundo por Publio Valerio, y hallando a Lucrecia vestida de luto, le preguntaron cuál era la causa de su pesar. Ella, arrancándoles primero juramento de ven­ganza, reveló al culpable, con todos los pormenores de su crimen, y acto seguido se dio de puñaladas. Visto lo revista de s a n t a n d e r

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cual, todos, de común acuerdo, prome­tieron exterminar de raíz la odiosa familia de los Tarquinos, y transportaron el cadáver a Roma. Bruto informó al pueblo de las cir­ cunstancias de esta vil acción y del nombre del que la había co­metido, con una amarga invectiva contra la tiranía del rey. Con lo cual el pueblo se conmovió de ma­nera que, por consentimiento unánime y aclama­ción general, desterró a todos los Tarquinos, y la gobernación del Estado pasó de los reyes a los cónsules.

Conducido por las pérfidas alas de un deseo infame, el impúdico Tarquino abandona el ejército romano, y a toda prisa huye de Árdea, la villa sitiada, a llevar a Colatio el fuego sin cla­ ridad que, oculto bajo pálidas cenizas, acecha el momento de lanzarse y rodear con su cintura de llamas el talle del dulce amor de Colatino, la casta Lucrecia. Quizá este nombre de casta fue lo que, desgraciadamente, agudizó el filo no embotado de su irresistible deseo, cuando Colatino, sin poder reprimirse, celebró con imprudencia la mezcla in­ comparable de rosa y blanco que res­plandecía en aquel firmamento de su felicidad, donde luceros mortales, tan luminosos como las magnificencias del cielo, le reservaban a él solo, en sus puros as­ pectos, peculiares encantos. Porque él mismo había descubierto la noche anterior, bajo la tienda de Tar­quino, el teso­ ro de su feliz estado; la riqueza inestimable que le habían con­cedido los cielos al ponerle en posesión de su bella consorte, cotizando a tan alto precio su fortuna, que podían los reyes desposarse con más glorias, pero ni rey ni par con dama tan sin par. ¡Oh dicha solo gozada de unos pocos, que, no bien poseída, se evapora y pasa con la rapidez del fundente rocío pla­teado de la mañana ante los dorados esplendores del sol! ¡Fecha que expira, cancelada aun antes que llegue! Quien po­ see el honor y la belleza, solo tiene débiles medios de defensa contra un mundo de perfidias. La hermosura resalta por sí misma a los ojos de los hombres, sin orador que la realce. ¿Qué necesidad hay, pues, de hacer la apología de lo que es tan sin­gular? ¿O por qué Colatino ha 120

descu­bierto la rica joya que debió sustraer a los oídos de los raptores, como su más querido bien? Quizá el elogio de la soberana gracia de Lucrecia fue lo que sugestionó a este arrogante vástago de un rey, pues por nuestros oídos son tentados con fre­cuencia nuestros corazones. Quizá fue la envidia de una prenda tan valiosa, que de­ safiaba toda ponderación, el agui­jón que picó sus altivos pensamientos y le hizo indignarse ante el hecho de que los inferiores alabaran el lote dorado de que sus superiores carecían. Mas, sea lo que fuere, algún temera­rio pensamiento prestó alas a su más temeraria pri­ sa. Olvidándolo todo, su honor, sus asuntos, sus amistades y su linaje, se aleja rápidamente con el firme propósito de extinguir el ascua que arde en su hígado. ¡Oh vivo ardor falso con­tenido bajo el helado arrepentimiento, tu anticipada cosecha muere en tizón y no madura jamás! Cuando este pérfido señor llegó a Co­ latio, fue bien acogido por la dama ro­mana, en cuyo rostro la belleza y la virtud luchaban a quién de los dos sos­tendría mejor su renombre. Cuando la virtud se alababa, la belleza enrojecía de pudor; cuando la belleza se jactaba de sus rubores, la vir­ tud, por despecho, trataba de borrar este oro con un blanco de plata. Pero la belleza, que tiene derecho a esta blancura, pues le viene de las pa­lomas de Venus, acepta el encantador combate; entonces la virtud reclama a la belleza el carmín de la ver­ güenza que prestó a las gentes de la Edad de Oro para realzar sus mejillas de plata y que a la sazón llamó su broquel, enseñándo­les a servirse de él en el combate, para que, cuando la vergüenza ataca­ ra, el rojo defendiese al blanco.

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Este blasón se veía en el rostro de Lu­ crecia, demostrado por el rojo de la belleza y el blanco de la virtud. Belleza y virtud, reinas de sus colores respecti­vos, podían probar sus derechos desde la infancia del mundo. Sin embargo, su ambición las impulsa todavía a comba­tir. Su sobe­ ranía recíproca es tan gran­de, que frecuentemente intercambian sus tronos. Los ojos traidores de Tarquino abar­ can en sus castas filas los lirios y las rosas de esta guerra callada que con­templa sobre el campo de su bello ros­tro; y de miedo a morir entre ellas, el cobarde, vencido y cautivo, se rinde a los dos ejér­ citos, que más quisieran de­jarle partir que triunfar de un enemigo tan falso. Ahora halla que la elocuencia super­ ficial de su esposo –este pródigo que la ensalzó con avaricia– ha inferido daño a su hermosura en su gran esfuerzo para celebrarla, pues excede en mucho a sus estériles medios. Así, Tarquino, hechi­ zado, suple con el pensamiento la im­perfección de la apología de Colatino en el mudo asombro de sus ojos, que no cesan de contemplar.

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Esta terrestre santa, adorada por este demonio, sospecha poco de su hipócrita adorador, pues los pensamientos inma­culados sueñan raras veces en el mal. Los pájaros que no han sido nun­ ca en­viscados no se cuidan de arbustos trai­dores. Así, inocentemente y con toda confianza, hace buena recepción y res­petuoso acogimiento a su egregio hués­ped, cuya maldad interior no trans­ parenta externamente su perfidia. Porque, encubriéndose con su estirpe elevada, ocultaba su torpe propósito en los plie­ gues de la majestad, aunque nada en él denotaba extravío, a no ser, en de­terminado instante, la extraordinaria ad­miración de su mirada, que, abrazándolo todo, todo lo dejaba sin satisfacer; pues, pobre en su riqueza, carece de tantas cosas en su abundancia, que, harto de mucho, aspiraba siempre a más. Pero ella, que nunca había dado ré­ plica a los ojos de un extraño, no pudo sorprender ningún pensamiento en sus miradas expresivas, ni leer los secretos sutilmente transparentes que se hallan estampados en las márgenes de cristal

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de semejantes libros. No habiendo hecho uso de ignorados alicientes, no temía los anzuelos. Así, no podía inter­pretar sus miradas lascivas. Todo lo que veía era que sus ojos estaban abier­tos a la luz. El ensalza a sus oídos la gloria adqui­ rida por su esposo en las llanuras de la fértil Italia, y cubre de elogios el alto nombre de Colatino, ilustrado con su valerosa caballería, sus armas melladas y sus coronas de triunfo. Ella expresa su regocijo alzando las manos, y, sin decir palabra, agradece así al Cielo las glorias de su esposo. Tarquino presenta sus excusas por su llegada a Colatio, que colora con pretex­tos muy alejados de los fines que le han traído. Ningún in­ dicio nebuloso de un tiempo de violentas tempes­ tades aparece una sola vez en este bello cielo; hasta que la Noche sombría, madre de la In­quietud y del Terror, extiende sobre el mundo sus lóbregas tinieblas y en su pri­sión cavernosa encadenada al Día. Porque entonces Tarquino se hace conducir a su lecho, afectando laxitud y fatiga de ánimo, pues después de la cena ha conversado largo tiempo con la casta Lucrecia, y dejado correr la no­che. Ahora el sueño de plomo lucha con las fuerzas de la vida, y todos se entre­gan al descanso, excepto los ladrones, los cuitados y las conciencias intranqui­las, que permanecen en vela. Semejante a uno de ellos, Tarquino está acostado meditando en los diversos peligros que debe afrontar para la ob­tención de sus deseos. Pero, por más que sus esperanzas de débiles funda­ mentos le aconsejan abstenerse, su vo­luntad se resuelve siempre a realizarlo. Con frecuencia se recurre a la desespe­ración para lograr el éxito, y cuando un gran tesoro es el premio que se espera, aunque implique la muerte, en la muer­te no se repara. Los que mucho codician se muestran tan ansiosos por adquirir, que por lo que no tie­ nen disipan y pierden lo se­guro que poseen; y así, por aguardar lo más, alcanzan, al fin, lo menos. O si ganan algo, el fruto del esfuerzo es tan insigni­ ficante y tan lleno de inquietu­des, que se ven en bancarrota por la pobre riqueza de su ganancia. El afán de todos tiende a mantener la existencia con honor, bienestar y dicha, en la edad

del descenso; y para lograr este fin es preciso una lucha tan fértil en obstáculos, que exponemos un bien por todos, o todos los bienes por uno, como, por ejemplo, la vida por el honor en la furia de las crueles batallas; la honra por la riqueza, y a menu­ do esta propia riqueza entraña la muerte de to­do, y todo es perdido a la vez. Así, exponiéndonos a todo, abando­ namos las cosas que tenemos por las que espera­ mos, y esta odiosa fiebre que nos hace ambicionar mucho, nos ator­menta con la mezquindad de lo que poseemos; de suerte que olvidamos nuestro bien personal y, por falta de razón, reducimos a nada algunas cosas por quererlas acrecentar. Un azar semejante va a correr ahora el insensato Tarquino al comprometer su honor por obtener el objeto de su lujuria; es preciso que se pierda a sí propio para que se satisfaga. ¿Dónde encontrará la verdad, si no tiene con­fianza en sí mismo? ¿Cómo esperará hallar un extraño justo, cuando por sí propio se destruye, entregándose a las lenguas calumniadoras y a los días odio­sos y miserables? Ya se deslizan las horas en el centro de la amortecida noche, donde un sueño pesado cie­ rra los ojos mortales. Ningu­na confortable estrella presta su luz. Ningún ruido se oye, a no ser los gritos de fúnebres presagios de búhos y lobos. He aquí el instante propicio en que pue­den sorpren­ der a los inocentes corde­ros. Los pensamientos puros reposan en la soledad y en el silencio, mien­ tras el asesinato y la lujuria velan para man­cillar y verter sangre. Y ahora el voluptuoso príncipe salta de su lecho, échase bruscamente el manto sobre el brazo y se agita febril entre el deseo y el temor. El uno le halaga dulcemente; el otro hace que le amedrente el mal; pero el honesto te­mor, embru­ jado por los encantos impu­ros de la lujuria, no le invita con dema­siada frecuencia a que se retire, batido por la violencia del deseo insensato. Golpea quedamente con su espada un pedernal para hacer salir chispas de fuego de la piedra fría, de que logra encender sin tardanza un ha­chón de cera, que debe servir de estrella polar a sus ojos lascivos; y dice así deliberadamente a la llama: «Como he forzado este frío pedernal a

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darme su fuego, así forzaré a Lucrecia a ceder a mi capricho.» Aquí pálido de temor, premedita los peligros de su horrible empresa, y dis­cute en su fuero interno las desgracias sucesivas que pueden surgir de su ac­ción. Después, arrojando el desdén de sus ojos, desprecia la indefensa arma­dura de su lujuria siempre carnicera, y censura así con justi­ cia a sus injustos pensamientos: «¡Refulgente antorcha, extingue tu luz y no la prestes para ennegrecer a aquella cuya luz excede a la tuya! ¡Y mo­rid, pensamientos sacrí­ legos antes de manchar con vuestra impureza lo que es divino! ¡Ofreced puro incienso en tan puro santuario, y que la noble Huma­nidad aborrezca una acción que manci­lla y empaña la modesta vestidura, blan­ca como la nieve, del amor! »¡Oh baldón de la caballería y de las brillantes armas! ¡Oh innoble deshonor para la tumba de mi familia! ¡Oh acto impío que encierra todos los desastres odiosos! ¡Oh guerrero, esclavo de una tierna pasión voluptuosa! El verdadero valor debiera estar siempre unido al verdadero respeto. Mi transgresión es tan vil, tan baja, que vivirá grabada en mi frente! »¡Sí, aunque muera, la ignominia ha de sobrevivirme y será lo que hiera la vista de mi cota dorada! El heraldo in­ventará algún estigma degradante para atestiguar el exceso de mi delirio culpa­ble; y mis descendientes, avergonzados de esta marca, maldecirán mis huesos y no tendrán a pecado el desear que yo, su padre, no hubiera existido. »¿Qué es lo que gano, de alcanzar lo que busco? Un sueño, un soplo, la es­puma de un goce furtivo. ¿Quién com­para la alegría de un minuto por los lloros de una semana, o vende la eter­nidad para adquirir una fruslería? ¿Quién destruirá la viña por un solo dulce racimo? ¿O qué loco pordiosero, únicamente por tocar la corona, consin­tiera en exponerse a ser acto seguido aplas­ tado por el cetro? »Si Colatino ve en sueños mi inten­ ción, ¿no se despertará sobresaltado y en su rabia desesperada correrá aquí a toda prisa para preve­ nir este vil propó­sito, este asedio que cerca su tá­ lamo, este borrón para la mocedad, este per­cance

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para la cordura, este postrer sus­piro de la virtud, esta infamia impere­cedera, cuyo crimen arrastrará un oprobio sin límites? »¡Oh! ¿Qué excusa podrá hallar mi imaginación cuando me imputes un acto tan ne­ gro? ¿No enmudecerá mi lengua? ¿No temblarán mis frágiles articulacio­nes? Mis ojos ¿no olvidarán su luz? Mi pérfido corazón ¿no verterá sangre? Cuando es grande el delito, el temor que despier­ ta es más grande aún, y el temor extremado no puede ni combatir ni huir, sino que debe fenecer cobardemente en un estremecimiento de terror. »Si Colatino hubiera dado muerte a mi hijo o a mi padre; o hubiera dispues­to embos­ cadas para quitarme la vida; o si no fuera mi caro amigo, el deseo de ultrajar a su esposa podría ha­ llar excusa en la venganza o la represalia por tales ofensas. Pero como es mi pariente, mi íntimo, la vergüenza y la falta no tienen disculpa ni fin. »Es vergonzoso, sí, si llega a saberse, Es abominable… Pero no hay odio en el amar…; imploraré su amor; pero no, ella no se pertene­ ce…; lo peor en todo caso sería una negativa, re­ proches… ¡Mi voluntad es firme; la razón es débil para apartarla! ¡El que teme a una máxi­ma o al refrán de un anciano se de­jará intimidar por una figura de tapiz!» Así, protervamente, mantiene la dis­ puta entre la fría conciencia y la ardiente pasión, hasta que se despide de sus buenos pensamientos y se es­fuerza en interpretar los malos en pro­vecho

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propio, o que en un momento confunde y aniqui­ la todos los impulsos honestos y va tan adelante que lo vil aparece como una acción virtuosa. Y dice en su interior: «Me ha cogido afectuosamente por la mano, y ha mi­rado en mis ojos vehementes para bus­car en ellos noticias, temiendo algún suceso desastroso de la banda guerrera en que milita su adorado Colatino. ¡Oh! ¡Cómo levantó en ella el miedo sus co­lores! Primero, el rojo, como las rosas, que arrojamos sobre el linón; en segui­da, el blanco, como el linón cuando hemos quitado las rosas. »¡Y cómo su mano, en mi mano en­ cerrada, me obligó a que me estreme­ciera con un sincero temor! Este movi­miento la hirió de tristeza y cerró mi mano más estrechamente, hasta que supo el buen estado de su esposo. En­tonces su fisonomía resplandeció con una sonrisa tan dulce, que si Narciso la hubiera contemplado en ese ins­ tante, el amor de sí propio no le impulsara nunca a sumergirse en la fuente. »¿Por qué, pues, he de darme a la caza de pretextos o excusas? Todos los oradores son mudos cuando litiga la be­lleza. A los pobres des­ graciados es a quienes les remuerden sus pobres faltas. El amor no prospera en corazones que se espantan de las sombras. La pa­sión es mi capitán, él me conduce, y cuando está desplegado su alegre estan­darte, hasta el cobarde lucha y no se deja derrotar. »¡Afuera, pues, miedo pueril! ¡Mue­re, vacilación! ¡Juicio y prudencia, id a dar escolta a la arrugada edad! Mi cora­zón no desmentirá nunca a mis ojos; la grave circunspección, las consideracio­nes minuciosas convienen al sabio. Yo represento el papel de la juventud, que las proscri­ be de su escena. ¡El deseo es mi piloto; la hermo­ sura, mi presa! ¿Quién, allí donde se encuentra tal te­soro, teme irse a pique?» Como el trigo candeal ahogado por el crecimiento del vallico, así la cautelosa inquietud se ve medio sofocada por la irresistible concupis­ cencia. El príncipe se desliza furtivamente fuera de su ha­bitación, inquiriendo, con el oído abier­to a la escucha, lleno de vergonzosa es­peranza y presa de un recelo febril; la una y el otro, como servido­ res de la injusticia, le turban de tal modo con sus

contrarias persuasiones que ora proyec­ta una liga y ora una invasión. La divina imagen de ella siéntase en su pensamiento, y en el mismo trono se sienta Cola­ tino. Aquel de sus ojos que la mira lleva la confu­ sión a todo su ser; el que detiene sobre el guerrero, como más puro, no se inclina a contemplación tan pérfida y trata de llamar virtuosamente al cora­ zón, que, y a viciado, adop­ta el peor partido. Y entonces estimula en su interior a sus agentes serviles, que, lisonjeados por la jocun­ da apariencia de su jefe, llenan su lujuria como los minutos lle­nan las horas; y la audacia que les ins­pira su capitán crece de modo que pagan un homenaje más servil del que deben. Conducido así locamente por un deseo réprobo el príncipe romano marcha al lecho de Lucrecia. Los cerrojos que se interponen entre la alcoba y su apetito, forzados uno tras otro por él, abdican su guarda; pero, al abrirse, todos califican su fechoría con su rechinamiento, reproche que obliga al ladrón furtivo a cierta reflexión. Los um­ brales hacen zumbar las puertas para advertir su acercamiento; las comadre­jas noctívagas chillan al verle allí y le sobresaltan; pero él, no obstante su mie­do, avanza siempre. Conforme cada una de estas puer­tas tenaces le franquea la entrada; el viento, deslizán­ dose a través de las pequeñas venteaduras y de las rendi­jas de la residencia, lucha con su an­torcha para detenerle y le sopla el humo a la cara, amor­ tiguando en cada caso la claridad que le guía; pero su ardiente corazón, abrasado de locos deseos, exhala un soplo con­trario, que aviva la antorcha. Y, reanimada la luz, descubre un guan­ te de Lucrecia donde ha quedado fija su aguja. Lo recoge de la estera de juncos, donde lo ve abando­ nado; al co­gerlo, la aguja le pincha el dedo, como para decirle: «Este guante no está habi­tuado a juegos licenciosos; retorna a toda prisa; ya ves que los adornos de nuestra señora son castos.» Pero todos estos débiles obstáculos no logran detenerle; interpreta su repulsa en el peor sentido: las puertas, el viento, el guante que le retardan, los toma como accidentes de prueba, o como esos resor­tes que regulan a cada hora el cuadrante y retardan su movimiento al medir su

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mar­cha, hasta que cada minuto ha pagado su dé­ bito a la hora. «¡Bah, bah! –dice mentalmente–, estos obstáculos se presentan en mi aventura como esas pequeñas heladas que a veces amenazan la prima­ vera para añadir mayor encanto a los primeros bellos días y ofrecer a los ateridos pája­ros más razones para cantar. La fatiga paga el interés de toda valiosa presa. Las rocas enormes, los fuertes vendava­les, los osados piratas, los escollos y ban­ cos de arena, constituyen los terro­res del mercader antes de desembarcar en su tierra enriquecido.» Ya ha llegado a la puerta del dormi­ torio que le cierra el cielo de sus pen­samientos. Un pestillo que con facili­dad puede ceder, y nada más, es lo que le separa del objeto bendito que busca. La impiedad ha extraviado a tal punto su alma, que se pone a rogar para ob­tener su presa, como si los cielos pudie­ran proteger su crimen. Pero, en medio de su infructuosa ple­garia, después de haber solicitado del poder eterno que otorgue esta bella be­lleza a sus impu­ dicias criminales, y que en tal momento le sean los hados pro­picios, se detiene de golpe, estreme­ ciéndose: «¡Fuerza será que la desflore –dice–. Los poderes que invoco detestan el hecho. ¿Cómo, pues, pue­den asistirme en este acto? »Sean, entonces, mis dioses y guías el Amor y la Fortuna. Mi voluntad se apoya en la resolución. Los pensamien­tos no son más que sueños hasta que sus efectos se experimentan. La absolución lava el más negro pecado. El hielo del temor se disuelve ante el fuego del amor. Los ojos del cielo están cerrados y la noche tenebrosa ocul­ ta el oprobio que sigue a la dulce voluptuosidad.» Esto dicho, su mano culpable hace saltar el pestillo, y con su rodilla abre de par en par la puerta. La paloma de que intenta apoderar­ se este búho noc­turno es presa del sueño. Así lleva a cabo su obra la traición antes que los traidores sean descubiertos. El que apercibe la escondida serpiente se apar­ta a un lado; pero Lucrecia, que está dormida profundamente y que no teme nada semejante, yace a merced de su mortal punzada. El príncipe avanza perversamente por la alcoba y contempla su lecho todavía inmacula­ do. Corridas las cortinas, ron­da a su alrededor, y

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sus ojos llenos de apetito giran en sus órbitas; su corazón está alucinado por su enorme traición, que da en seguida a su mano la voz de orden para apartar la nube que envuel­ve la plateada luna. ¡Ved! Como el refulgente sol de rayos de fuego, cuando se precipita fuera de una nube deslumbra nuestra vista, así, una vez entreabiertas las cortinas, los ojos de Tarquino comienzan a parpa­dear cegados por una mayor luz. Los ofus­ que el resplandor de Lucrecia o un aparente resto de pudor, la verdad es que se nublan y permane­ cen cerrados. ¡Oh! ¡Que no quedaran muertos en su tenebrosa prisión! Habrían visto en­tonces el fin de su maldad, y Colatino hubiera podido aún repo­ sar al lado de Lucrecia en su siempre honorable tála­mo. Pero es preciso que se abran para matar esta unión bendita; y la Lucrecia de santas inten­ ciones tiene que abando­nar, a la vista de ellos, su alegría, su existencia y su satisfacción del mundo. Su mano de lirio descansa bajo su mejilla de rosa, frustrando un beso legítimo a la almohada, que, colérica, parece dividirse en dos, inflándose de enojos de ambos lados por carecer de su gloria. En medio de estas dos colinas, su cabeza reposa como en una tumba. Y así se ofrece, semejante a una sagrada efigie, a los ojos liberti­ nos y profa­nos. Su otra mano linda, fuera del lecho, posábase sobre la verde colcha; su per­fecta blan­ cura, que bañaba su sudor de perla semejante al rocío de la noche, la mostraba como una marga­ rita de abril sobre el césped. Sus ojos, igual que ca­léndulas, habían cerrado su brillante cáliz y descansaban engastados dulce­mente bajo un dosel de sombras, hasta que pudieran abrirse para ata­ viar el día. Sus cabellos, como hilos de oro, ju­ gueteaban con su hálito. ¡Oh castidad voluptuosa! ¡Voluptuosidad casta! Pa­rodiaban el triunfo de la vida en el mapa de la muerte, y el aspecto sombrío de la muerte en el eclipse de la vida. Cada una era en su sueño tan hermosa como si entre ellas no existiera ningún com­bate, sino dijérase que la vida vivía en la muerte y la muerte en la vida. Sus senos, globos de marfil circuidos de azul, pareja de mundos vírgenes to­davía sin

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conquistar, no conocían otro yugo sino el que les hacía llevar su señor, y a él le estaban fieles bajo la fe del jura­mento. Estos mundos engendran en Tarquino una nueva ambición, y, como usurpador criminal, viene a derribar de este bello trono a su legítimo propietario. ¿Qué podía ver en que no reparara con toda la fuerza de su admiración? ¿En qué podía reparar que no codiciase con toda la fuerza de su deseo? Cuanto contempla le hace delirar en ince­ sante frenesí, y su mirada ansiosa se ceba en sus ansias. Con más que admiración admira las azules venas de ella, su cutis de alabastro, sus labios de coral y los hoyuelos de su mentón, blancos como la nieve. A semejanza del feroz león que juega con su presa cuando el placer de la vic­toria enerva un momento la aspereza de su hambre, así Tarqui­ no se goza ante esta alma dormida; la rabia de su deseo queda amortiguada por la contempla­ción, contenida, mas no domada, pues hallándose tan cerca, sus ojos, que han restringido un instante esta rebelión, excitan a sus venas con mayor al­ boroto. Y ellas, como esclavos vagabundos que combaten por el pillaje, vasallos endurecidos por crueles hazañas, que se gozan en el sangriento asesinato y en la violación y no respetan lágrimas de niños ni lamentos de madres, se hin­chan en su orgullo, en espera del ansia­do choque. Inmediata­ mente, su palpi­tante corazón da la señal de alarma para la fogosa embestida y, batiendo carga, les ordena obrar a discreción. Su corazón tamborileante infunde ardor a los encendidos ojos; sus ojos transmiten la dirección de su mano; su mano, como orgullosa de tal dig­nidad, humeante de soberbia, marcha a tomar puesto en el desnudo pecho de Lucrecia, centro de todo su terri­torio corporal. Y en el mo­ mento en que intenta escalarlo, las filas de venas azules del seno abandonan sus torrecillas redon­ das y las dejan desam­paradas y pálidas. Estos centinelas azules dirígense en tropel al tranquilo gabinete en que re­posa su dueña y querida soberana, le comunican que está asediada peligrosa­mente y la atemorizan con la confusión de sus gritos. Ella, muy sobresaltada,

abre bruscamente sus ojos cerrados, que al aso­ marse para apreciar el tumulto quedan deslum­ brados y vencidos por la humeante antorcha. Imaginaos a Lucrecia como una per­ sona despertada de un pesado sueño por una horrible visión en lo más pro­fundo de la noche, que cree haber con­templado un lúgubre fantasma, cuyo aspecto disforme ha hecho temblar todos sus miembros. ¡Qué terror este! Mas ella está en peo­ res circunstancias, pues salida del sueño, percibe en toda su realidad la aparición que justifica su terror imaginativo. Envuelta y confundida por mil te­ mores, como un pájaro acabado de herir de muerte, yace temblando; no osa tender la mirada; sin embargo, al cerrar las pupilas, ve terribles es­ pectros que pasan rápidamente ante sus ojos; tales visiones son impostu­ras del cerebro debilitado, que, re­sentido al ver que los ojos esquivan la luz, los espanta en las tinieblas con espectáculos más terribles. La mano de él, que aún permanece sobre el seno de ella (¡brutal ariete que bate en brecha semejante muro de mar­fil!) puede sentir su corazón –¡pobre ciudadano!–, que, acongojado e hirién­dose de muerte, se levanta y se hunde, y golpea contra el bulto que saquea esta mano. Esto le mueve a mayor rabia, y a menor piedad, para abrir la brecha y entrar en su dulce recinto. Primero, como una trompeta, su len­ gua se dirige en son de parlamento a su enemiga pusilánime, que por encima de la blanca sábana asoma su mentón más blanco aún, para inquirir la razón de tan temerario asalto, que él se esfuer­ za en explicarle por gestos mudos; pero ella, con vehementes súplicas, insiste siempre en saber bajo qué color comete este acto. El replica así: «El color de tu cara (que hace siempre palidecer de cólera al lirio y enro­ jecer a la rosa purpúrea en su propia vergüenza) contestará por mí y te dirá la historia de mi amor. Este es el color del estandarte bajo el cual he veni­ do a escalar tu fortaleza nunca con­quistada. Tuya es la culpa, pues tus ojos son los que te han entre­ gado a los míos. »De modo que, si vas a reconvenir­me, me anticiparé para expresarte que tu belleza es

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la que te ha tendido un lazo esta noche, donde resignadamente es preciso que cedas a mi pasión. Ella te ha elegido para mi delicia terrestre. He intentado con todas mis fuerzas domar mi deseo; pero, conforme los re­proches de la conciencia y la razón los dejaban por muertos, la llamarada de tu hermosura les daba nueva vida. »Vislumbro los males que ha de aca­ rrear mi empresa. Sé qué espinas de­fienden a la rosa en su tallo. Com­prendo que la miel está guar­ dada por un aguijón; todo esto me lo representó ya la prudencia; pero el deseo es sordo y no atien­ de vigilantes amigos. Solo dispone de ojos para extasiarse en la hermosura, y se apasiona de lo que con­templa, contra toda ley y todo deber. »En el fondo de mi alma he debatido qué ultraje, qué ignominia, qué dolores voy a engendrar; pero nada puede re­primir el curso de mi pasión ni contener la furia ciega de su arran­ que. Sé que a continuación de este acto vendrán lágri­mas de arrepentimiento, reproches, des­denes, enemistad mortal; y, no obstan­te, me empeño en abrazar mi infamia.» Dicho lo cual, blande por encima de Lucrecia su hoja romana, como un halcón cer­ niéndose en los aires, cuya abatida presa cubre con la som­bra de sus alas y cuyo corvo pico la amenaza de muerte si se remonta. Así, bajo la insultante espada del romano, yace la inocente Lucrecia, oyendo sus palabras con tembloroso espanto, como el ave que escucha los cascabeles del halcón. «¡Lucrecia! –exclama–. Tengo que gozarte esta noche; si me rechazas, la fuerza me abrirá el camino; pues me propongo matarte en tu lecho; realizado lo cual, quitaré la vida a cualquie­ ra de tus míseros esclavos, para arrancarte vida y honra a un tiempo; después lo colocaré en tus inertes brazos, y juraré que le di muerte viéndote abrazarle… »Así, al sobrevivirte, tu marido ven­drá a ser objeto de irrisión de todos los ojos; tus deu­ dos inclinarán la cabeza bajo esta deshonra; tus descendientes llevarán la mancha de una bastardía sin nombre. Y tú, autora de tu oprobio, verás tu delito pasar a las coplas y can­tarse por los niños en los tiempos futu­ros.

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»Pero si cedes, continuaré siendo tu amigo secreto: una falta oculta es como una idea sin realizar. Sufrir un pequeño mal para conse­ guir un fin útil e impor­tante pasa por acto de política legal. En ocasiones la hierba venenosa se combi­na en un compuesto exento de peligros; y así aplicada, su veneno se purifica por sus efectos saludables. »Así, pues, en bien de tu esposo y de tus hijos, acoge mi súplica. No les legues por dote la vergüenza que ningún mentís podrá borrar, la mancilla que jamás será olvidada y que resultaría peor que la he­rradura del esclavo o la señal que saca el recién nacido; pues las marcas que pre­ sentan los hombres al venir al mundo son faltas de la Naturaleza, no infamias que les incumben.» Tras estas razones, se yergue y hace una pausa, fijando sobre ella su mirada semejante a los ojos mortíferos del ba­silisco; en tanto ella, re­ trato de la pura piedad, parécese a una corza blan­ ca que, bajo las garras agudas de un grifo, im­plora en un desierto en que las leyes no existen, cerca de la fiera brutal, que no conoce el derecho clemente ni obedece a otra cosa que a su infame apetito. Pero cuando una nube negra amena­za el mundo, y oculta bajo su velo de sombras opacas las altaneras cumbres, de las oscuras entrañas de la tierra emer­ge una dulce brisa que desaloja de su residencia esos vapores tenebrosos e impide, dividiéndolos, su inminente caí­da. Así el apresura­ miento impío de Tarquino retárdase por las pala­ bras de Lu­crecia, y el malhumorado Plutón cierra los ojos, mientras toca Orfeo. No obstante, odioso gato rondador de noche, no hace sino jugar con el débil ratón, todo jadeante bajo el estrecho lazo de su garra. La actitud desesperada de Lucrecia aguza su apetito de buitre, sima voraz que queda vacía aun en la abundancia. Sus oídos admiten las sú­plicas de su víctima; mas su corazón no concede acceso algu­ no a sus quejas. Las lágrimas endurecen la lujuria, a pesar de que la lluvia desgasta el mármol. Los ojos de Lucrecia, que imploran piedad, quedan fijos tristemente sobre los pliegues inflexibles de su rostro; su púdica elocuencia va mezclada con sus­piros, que agregan un hechizo mayor a su oratoria. Frecuentemente, coloca sus

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períodos fuera de lugar; y mientras ha­bla, el dolor la interrumpe de tal modo, que se ve obligada a volver a empezar lo que quiere decir. Ella le conjura por el altísimo y pre­ potente Júpiter, por la caballería, por el linaje, por los juramentos de una dulce amistad, por su inesperado llanto, por el amor de su esposo, por la santidad de las leyes humanas y la fe común, por el cielo y por la tierra, y por todo el poder de ambos, que se retire al lecho que le ha prestado la hospitalidad y ceda al honor y no a un apetito vergonzoso. Le dice: «No recompenses la hospi­ talidad con el negro pago que te has propuesto; no enturbies la fuente que te da de beber. No corrom­ pas la cosa que no puede repararse; renuncia a tu propósito criminal antes de lanzar tu flecha. Es un indigno cazador el que tiende su arco para herir fuera de esta­ción a una pobre cierva. »Mi esposo es tu amigo; abstente de mí en consideración a él. ¡Tú estás muy alto; en gracia tuya, déjame en paz! Yo soy un ser débil; no me tiendas, pues, ninguna trampa; tu semblante no aparenta perfidia; no sea pérfido con­migo; mis suspiros, como torbellinos, se esfuerzan por trasladarte fuera de aquí. Si alguna vez un hombre se conmovió por los ayes de una mujer, déjate con­mover por mis lágrimas, por mis suspi­ros, por mis sollozos. »Todos ellos, como un océano en turbulencia, baten tu corazón de roca, que te amenaza con el naufragio, para ablandarlo por su continuo movimien­to, pues las piedras sueltas se convierten en agua. ¡Oh! Si no eres más duro que una piedra, fúndete en mis lágri­mas y ten compa­ sión. La dulce piedad se introduce por una puerta de hierro. »Te hospedé en la creencia de que eras Tarquino. ¿Asumiste su forma para deshonrarle? Me quejo a toda la cohorte celestial de que ultrajas su honor; de que hieres su nombre de príncipe; no eres lo que aparentas, y si eres él mis­mo, no apa­ rentas lo que eres: un dios, un rey; que los reyes, a semejanza de los dioses, deben gobernar toda cosa. »¡ Cuánto ganará tu ignominia en la edad madura, cuando tus vicios echan así capullos

antes de tu primavera! Si osas cometer tal ultraje, no siendo to­davía más que una esperanza, ¿a qué no te atreverás una vez que seas rey? ¡Oh, acuérda­ te! Si ninguna acción criminal cometida por vasa­ llos logra borrarse, la tierra de la tumba no puede ocultar las malas acciones de los reyes. »Esta acción hará que solo se te ame por temor; pero los monarcas felices son siempre temidos por amor. Ten­drás que transigir con los más aborre­cibles criminales cuando te muestren que eres culpable de los mismos críme­nes que ellos. Renuncia a tu deseo, aun­que no sea sino por esta consideración, pues los príncipes son el espejo, la es­cuela, el libro en que los ojos de sus súbditos miran, se instruyen, leen. »¿Y quieres ser tú la escuela en que se aleccione la lujuria? ¿Permitirás que estudie en ti textos de semejante villa­nía? ¿Quieres ser el espejo en que des­cubra la autorización del pecado, la in­munidad contra el oprobio, para privi­legiar en nombre tuyo el deshonor? Prefieres el desprecio al panegírico in­mortal y haces de la buena reputa­ ción no más que una alcahueta. »¿Tienes poder? En nombre del que te lo ha dado, manda con un corazón puro a tu voluntad rebelde. No desen­vaines tu espada para proteger la ini­quidad, pues te fue prestada para exter­minar toda su línea. ¿Cómo habrás de llenar tus augustos deberes, si, tomando tu falta como ejemplo, el odioso crimen podrá decir que él aprendió a pecar y que tú le enseñaste el camino? »¡Medita solamente qué vil espec­ táculo fuera para ti contemplar en otro tu actual delito! Las faltas de los hom­bres se les muestran rara vez; ellos aho­gan parcialmente sus propias transgre­siones. Este crimen te parecería digno de muerte en tu hermano. ¡Oh! ¡Qué rodeados por la infamia se encuentran los que desvían sus ojos de sus pro­pios delitos! »¡Hacia ti, hacia ti tiendo mis manos levantadas, no hacia la lujuria seducto­ra, tu teme­ raria confidente! Imploro el llamamiento de tu majestad desterrada; déjala que retorne, y retira esos pensa­mientos corrompidos. Su franco honor aprisionará esos falsos deseos, y disi­pando la espe­ sa nube que cubre tus ojos extraviados, hará que aprecies tu situa­ción y te apiades de la mía.»

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«¡Basta! –responde él–; la marea irre­ sistible de mi deseo no desanda lo andado, sino que sube más arriba por esta barrera. Las luces débiles se apagan pronto; las enormes hogueras persisten, y el viento no hace sino acre­centar su furia. Los pequeños riachue­los, que pagan su deuda diaria a su so­berano, el salado mar, añaden caudal a sus ondas con el tributo de sus aguas dulces, pero no alteran su sabor.» «Tú eres –responde ella– un mar, un rey soberano, y, ¡mira!, dentro de tus ondas sin límites se descargan la negra lujuria, el deshonor, la infamia, el desarreglo, que tienden a manchar el océano de tu sangre. Si todos estos abo­minables vicios cambian tu virtud, tu mar va a enterrarse

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en una concavidad de fango, y no se verá el fango disipado en tu mar. »Así, tus esclavos serán reyes, y tú su esclavo. Tu nobleza se envilecerá, su vileza será ennoblecida. Serás su vida brillante, y ellos tu más afren­tosa tumba; serás execrable por su vergüen­ za, y ellos por tu orgullo. Las cosas menudas no debieran ocultar a las más grandes. El cedro no se comba al pie del vil arbusto, sino que los humildes arbustos se secan junto a las raíces del cedro. »Así, haz de tus pensamientos va­sallos sumisos de tu poder…» «¡No más! –exclama él–. ¡Por el cielo, no quiero oírte! Cede a mi amor o, si no, el odio brutal, sustituyendo al recatado con­ tacto de la pasión, te desgarrará cruelmente. He­

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cho esto, te llevaré ma­liciosamente al lecho vil de algún mise­rable lacayo para hacerlo tu asociado en esta vergonzosa perdición.» Dicho esto, pone su pie sobre la an­torcha, pues la luz y la lujuria son ene­migos mortales. El crimen, envuelto en la ciega noche, que todo oculta, es tanto más tiránico cuanto más invisible. El lobo ha cogido su presa; la pobre cor­dera chilla hasta que su voz, dominada con su propio blanco vellón, se ve obli­gada a sepultar sus clamores en el dulce pliegue de sus labios. Porque, con la ropa blanca de noche que la cubre, procura hacer refluir den­tro de su boca sus piadosos lamentos, refrescando su ardiente rostro en las más castas lágrimas que fueron vertidas de púdicos ojos bajo el imperio del dolor. ¡Oh! ¡Que la lujuria apostada deshonre un lecho tan puro! Si el llanto pudiera purificar la mancilla, Lucrecia dejaría eternamente correr sus lágri­mas. Pero ella ha perdido una cosa más cara que la vida, y él ha ganado lo que quisiera perder ahora. ¡Esta forzada alianza fuerza a una nueva lucha! Esta momentánea alegría engendra meses de dolor; este ardiente deseo se convierte en frío desdén. La pura castidad ha sido despojada de su tesoro, y la lujuria, que lo ha robado, queda más pobre que an­tes. ¡Ved! Como el galgo harto de alimen­ to, o el halcón ahíto, incapaces ya de la finura del olfato o la rapidez del vuelo, persiguen lentamente o dejan escapar por completo la presa que de natural ansían, así es en esta noche la actitud de Tarquino saciado. Su manjar deli­cioso, agriándose por la digestión, de­vora su deseo, que hacía vivir una torpe voracidad. ¡Oh crimen profundo, que no puede concebirte el pensamiento que se su­merge en la mar apacible del ensueño! Fuerza es que el Deseo, borracho, vo­mite lo que ha ingerido, antes de con­ siderar su propia abominación. En tanto impera la insolencia de la lujuria, nin­gún freno puede dominar su ardor ni reprimir su deseo temerario, hasta que la propia obstinación se fatigue y caiga como un rocín. Y entonces, con las mejillas flacas, lacias y descoloridas, con los ojos ape­sarados,

arrugado el entrecejo y el paso vacilante, el débil Deseo, todo apocado, pobre y humilde, seme­ jante a un insol­vente mendigo, se lamenta de su situa­ción. Mientras la carne se siente lasci­va, el Deseo lucha con la Virtud, pues entonces se halla embriagado; pero cuando la excitación sensual de la pri­mera cae, el rebelde culpable suplica para obtener perdón. He aquí lo que sucede a este facine­roso noble romano, que tan ardorosa­mente perseguía la ejecución de su de­seo. Porque ahora pronun­ cia contra sí mismo esta sentencia: que se halla por siempre envilecido; que, además, el so­berbio templo de su alma está profana­do, y que sobre sus tristes ruinas se congregan legiones de inquietudes para preguntar a esta princesa mancillada en qué estado se encuentra. Ella responde que sus súbditos, por una odiosa insurrección, han derribado sus sacro­ santas murallas, y, por su cri­men mortal, reducido a servidumbre su inmortalidad, haciéndola escla­ va de una muerte viviente y de una pena eterna. Que, gracias a su presciencia, les había resistido siempre; pero su previsión no pudo prevenir su voluntad. Presa de estos pensamientos, se des­liza a través de la noche tenebrosa, cau­tivo vencedor que ha perdido en la ga­nancia, llevando la herida que nada curará, la cicatriz que remedio alguno hará desaparecer, y dejando a su vícti­ma entrega­ da a los dolores más grandes. Ella soporta el peso de la lujuria que él ha dejado tras sí, y él la carga de un alma culpable. Semejante a un perro ladrón, se es­ quiva tristemente de la estancia. Ella, como una oveja fatigada, queda allí pal­pitante. El se enfada consigo mismo y se aborrece por su atentado; ella, deses­perada, se desgarra la carne con sus uñas; él huye despavorido, transpiran­do el miedo de su crimen; ella perma­nece maldiciendo esta noche horrorosa; él se aleja y se reprocha su execrado placer fugaz. El se retira de allí, penitente, anonada­ do. Ella queda náufraga, sin consuelo. El anhela en su prisa la luz de la mañana. Ella implora no ver jamás el día. «Porque el día –dice– descubre las faltas de la noche, y mis ojos sinceros no han

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apren­dido nunca a ocultar las afrentas bajo el disimulo de una mirada. »Creen que los demás ojos no po­drán ver sino la misma desgracia que ellos contemplan, y por eso querrían permanecer siempre en las sombras, a fin de guardar en secreto su secreta infamia. Porque con sus lloros reve­larán su ultraje, y como el agua co­rroe el acero, grabarán sobre mis me­jillas la desesperada vergüenza que siento.» He aquí a ella clamar contra el reposo y el sueño, y condenar sus ojos a una eterna ce­ guera. Golpeándose el pecho, despierta su corazón y le manda salir fuera y buscar algún seno más puro, que sea digno de encerrar un alma tan pura. Frenética de dolor, exhala así su odio contra la discreción silenciosa de la noche: «¡Oh Noche, asesina de la felicidad, imagen del infierno! ¡Sombrío proto­colo y es­ cribano de la vergüenza! ¡Si­niestra escena de tragedias y de ho­rrendos asesinatos! ¡Vasto caos, encu­bridor de crímenes! ¡Nodriza de opro­bios, ciega y velada celestina, albergue tenebroso de la infamia, horrible antro de la muerte, conspiradora cuchichean­te con la traición de lengua muda y con el raptor! »¡Oh Noche odiosa, de vapores y bru­ mas! Pues eres culpable de mi cri­men sin remedio, ¡reúne tus tinieblas para salir al encuentro de la luz del Oriente y hacer guerra contra el curso ordenado del tiempo! Y si quieres per­mitir al sol que trepe hasta su altura acostumbrada, circunda al menos su ca­beza de oro, antes de ponerse, de nubes ponzoñosas. »Corrompe el aura matinal con una humedad fétida; que sus exhalaciones pútridas hagan enfermar a esta pureza viviente, el supre­ mo Febo, antes que arribe a su penosa cúspide meridiana, y puedan sus tensas brumas marchar en batallones tan espesos, que su luz, aho­gada en sus filas humosas, se ponga a mediodía y ocasione una noche perpe­tua. »Si Tarquino fuese la Noche, en vez de ser únicamente hijo de la Noche, mancharía a la reina de resplandores plateados, y las estrellas, sus doncellas de confianza, violadas también por él, no osarían mostrarse sobre el seno te­nebroso de la noche. Así, mi pena ha­llaría copartícipes;

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que el dolor reparti­do se hace menos sensible, como las pláticas de los palmeros abrevian su pe­ regrinación. »Mientras que ahora no tengo a na­die que se sonroje conmigo, que cruce los brazos; que, imitándome, incline al suelo la frente, se encubra la cara y oculte su vergüenza, sino que yo sola he de gemir sola en mi abandono, sazonan­do la tierra con lluvias de llanto salino de plata, mezclando lá­ grimas a mis pa­labras, sollozos a mi dolor, pobres sepulcros deshechos de una lamentación eterna. »¡Oh Noche, horno de odiosos y es­ pesos vapores! ¡No permitas que el día celoso contemple esta cara que, bajo tu negro manto que todo lo cubre, ocul­ta los estigmas con que la ha desfigura­do el impudor! Guarda siempre la po­ sesión de tu poder tenebroso, para que todas las faltas cometidas en tu rei­nado queden igualmente sepultadas en sus sombras. »¡No me hagas objeto de las revela­ ciones del Día! Su luz mostrará impresa en mi frente la historia de la ruina de una inefable casti­ dad, la ruptura impía de los juramentos sagrados del matri­monio. Sí; el iletrado que no sepa cómo descifrar lo que está escrito en los libros doctos, desentrañará en mis miradas mi asquerosa viola­ ción. »La nodriza, para acallar a su peque­ ñuelo, le contará mi historia y ame­drentará a su lloroso nene con el nom­bre de Tarquino. El ora­ dor, para adornar su elocuencia, asociará mi opro­

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bio a la infamia de Tarquino. En las fiestas, los ministriles, cantando mi infortunio, cautivarán la atención del au­ditorio, al relatar línea por línea cómo me ultrajó Tarquino y yo a Colatino. »¡Que mi buen nombre, esta repu­ tación inaprehendible, quede sin man­cha por amor de mi amado Colatino! Si mi honor se convierte en tema de dispu­ta, la podredumbre alcanzará las ramas de otro tronco y un reproche inmereci­do le será asignado al que es tan ino­cente de mi culpa como pura era yo antes de ahora para Colatino. »¡Oh oculta vergüenza! ¡Desgracia in­ visible! ¡Oh llaga que no se siente! ¡Herida intima, ultraje del crestón de la celada! La vergüenza que­ da inscrita en la frente de Colatino, y los ojos de Tar­quino podrán leer de lejos la inscripción que cuente cómo fue herido en la paz y no en la gue­ rra. ¡Ay! ¡Cuántos existen que llevan sin advertirlo estos golpes afrentosos, que únicamente conocen los que los han dado! »Si es verdad, Colatino, que tu honor radica en mi, sabe que este me ha sido arrebatado por el asalto de la violencia. Mi miel está perdida, y yo, abeja seme­jante a un zángano, nada conservo de mi panal de estío, saqueado y sustraído por injuriante hurto. En tu frágil col­mena se ha intro­ ducido una avispa va­gabunda y libado la miel que tu casta abeja depositaba. »No obstante, soy culpable del nau­ fragio de tu honor. Y, sin embargo, en honor tuyo recibí a Tarquino; viniendo de tu parte, no podía despedirle, pues hubiera sido un deshonor tratarle con desdén. Además, quejábase de cansan­cio y ha­ blaba de virtud. ¡Oh! ¡Maldad imprevista, cuando la virtud es profa­nada por un demonio semejante! »¿Por qué el gusano se introduce en el capullo virginal, o los odiosos cucli­llos incuban en los nidos de los gorrio­nes, o los sapos infectan con fango ve­nenoso los manantiales puros, o la demencia tiránica se desliza en las almas nobles, o por qué violan los reyes sus propios decretos? Pero no hay perfec­ción en si tan absoluta que no la man­che alguna impureza. »El anciano que embaúla su oro se ve aquejado por calambres, gota y crue­les dolores, y apenas tiene ojos para contemplar su tesoro, pues,

semejante a Tántalo, siempre desfallecido, entroja inútilmente la cosecha de su industria, sin alcan­ zar otro goce de su ganancia que el tormento de pensar que esto no puede curar sus males. »Así, pues, posee las riquezas, cuan­do de nada le sirven, y las transmite en propiedad a sus hijos, que, rebosando orgullo, abusan de ellas inmediatamen­te. El padre era demasiado débil y ellos son demasiado fuertes para conservar largo tiempo su maldita y a la vez di­chosa fortuna. Las dulzuras que hemos anhelado se cambian en de­ testables aci­deces desde el momento en que pode­ mos llamarlas nuestras. »Ráfagas de viento impetuosas acom­ pañan a la tierna primavera; plan­tas nocivas mezclan sus raíces con las flores más lozanas; la serpiente silba donde cantan los melodiosos pájaros; lo que engendra la virtud lo devora la ini­quidad. No hay bienes que podamos llamar nuestros, pues la aciaga oportu­nidad destruye su vida o altera sus cua­lidades. »¡Oportunidad! ¡Oh! ¡Grande es tu culpa! Tú eres la que pone por obra la traición del traidor; la que guía al lobo al sitio en que puede esperar al cordero. Tú muestras la hora propicia al que trama el atentado. Tú eres la que vejas al derecho, a la ley, a la razón; y en tu caverna som­ bría, donde nadie puede descubrirlo, se embosca el Pecado para apoderarse de las almas que se le aproximan. »Tú obligas a la vestal a que viole su juramento; atizas la llama que funde el hielo de la moderación. ¡Ahogas la hon­radez, asesinas la verdad! ¡Indigna pro­vocadora, conocida alcahue­ ta! ¡Siem­bras el escándalo y extirpas la alabanza! ¡Corruptora, traidora, ladrona, desleal, tu miel se cambia en hiel, tu alegría en dolor! »Tus goces secretos truécanse en ver­ güenza declarada, tus festines priva­dos en ayuno público, tus lisonjeros tí­tulos en un despreciable nombre; tu elocuencia azucarada tiene el amar­ go sabor del ajenjo, tus vanidades violentas no pueden nunca subsistir. ¿Cómo, pues, vil Opor­ tunidad, siendo tan de­testable, te buscan tantas gentes? »¿Cuándo consentirás en ser la amiga del humilde suplicante y en conducirle allí donde

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podría acogerse su petición? ¿Cuándo fijarás la hora favorable para terminar grandes querellas o para libe­rar el alma que la miseria ha agarrota­ do? ¿Cuándo darás medicina al enfermo y alivio al postrado? El pobre, el impe­dido, el ciego, se tambalean, se arras­tran, te invocan; pero ¡nunca se encuen­tran con la Oportunidad! »El paciente muere mientras el físi­co reposa, el huérfano desfallece en tanto el opresor se harta, el juez festeja mientras llora la viuda; la consulta se divierte mientras el contagio se propa­ ga. ¡No concedes un instante a los actos caritati­ vos! ¡La cólera, la envidia, la traición, el rapto, el furor asesino, es­coltan siempre como pajes suyos tus horas odiosas! »Cuando la Verdad y la Virtud ne­ cesitan de ti, mil obstáculos les separan de tu apoyo. Compran tu ayuda, pero el Pecado no da jamás un óbolo; llega gratis y tú te muestras tan complaciente en oírle como en concederle lo que so­licita. Mi Colatino hubiera podido venir aquí al mismo tiempo que Tarquino, mas tú le retuviste. »Eres reo de asesinato y robo; reo de soborno y perjurio; reo de traición, fal­sedad e im­ postura; reo de esa abomina­ción llamada incesto. Y cómplice, por inclinación natural, de todos los críme­nes pasados y de todos los venideros, desde la Creación hasta el Juicio final. »¡Tiempo deforme, compinche de la odiosa Noche, ágil y sutil correo, men­sajero del terrible cuidado, devorador de la juventud, falso esclavo del falso placer, vil guardián de los dolores, ca­ballo de carga del crimen, trampa de la virtud, que alimentas lo que es y matas lo que existe! ¡Oh! Escúchame, pues, Tiempo injurioso y desleal; sé culpable de mi muerte, ya que lo eres de mi des­ honra. »¿Por qué tu sierva, la Oportunidad, ha traicionado las horas que me otor­gaste para el descanso, roto mi fortuna y encadenado mi vida a la data eterna de un dolor inacabable? El oficio del Tiempo es poner fin al odio de los ene­migos, destruir los errores engendrados por la opinión y no malgastar las arras de un lecho legítimo. »Gloria del Tiempo es dirimir las con­ tiendas entre los príncipes; desen­mascarar la false­ dad y hacer que la ver­dad resplandezca; imprimir

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el sello de los siglos en las cosas pasadas; velar durante el día y servir de centinela en la noche; perseguir al injusto hasta que vuelva al derecho; aniquilar bajo el peso de tus horas los edificios magnificentes y ensuciar de polvo sus centellean­ tes torres doradas. »Carcomer por todas partes los sun­ tuosos monumentos; alimentar el olvi­do con la decadencia de las cosas; bo­rrar los antiguos códices y alterar su contenido; arrancar plumas a las alas de los viejos cuervos; secar la savia de las seculares encinas y nutrir sus brotes; deteriorar las antigüedades de acero for­jado, y dar vueltas a la caprichosa rueda veloz de la Fortuna. »Presentar a la abuela las hijas de su hija; hacer del niño un hombre y del hombre un niño; matar el tigre que vive del asesinato; domar al unicornio y al salvaje león; burlarse del astuto con­virtiéndolo en engañado; esperanzar al labra­ dor con una cosecha abundante, y destruir enor­ mes piedras en menudas gotas de agua. »¿Por qué cometes el mal en tu pe­ regrinación, si no puedes volver sobre tus pasos para repararlo? Un simple minuto de vuelta atrás te crearía en un siglo entero un millón de amigos, pues otorgaría sensatez a los que prestan a malos deudores. ¡Oh! ¡Si quisieras re­trogradar en una hora esta terrible no­che, yo podría precaver esta tormenta y eludir tu naufragio! »¡Tú, lacayo inmortal de la Eterni­dad, detén en su fuga a Tarquino con cualquier per­ cance; inventa por encima de lo posible cuanto pueda concebirse de extraordinario para hacerle maldecir esta noche maldita y criminal! ¡Que es­pectros terribles espanten sus ojos im­púdicos, y que el cruel pensamiento de su perversa acción transforme cada zarza en un diablo horriblemente de­forme! »Turba sus horas de descanso con inquietantes angustias, aflígele en su lecho con postrados sollozos; abrú­male con accidentes lamentables que le hagan gemir, mas que sus gemidos no hallen piedad; lapídalo mediante cora­ zones empedernidos más duros que las piedras, y que las dulces mujeres, olvi­dando sus dulzuras, sean con él más sel­váticas que los tigres en su sel­ vatiquez.

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»Dale tiempo para que se arranque su cabellera rizada; dale tiempo para que delire de furor contra sí mismo, dale tiempo para que des­ espere del au­xilio del Tiempo; dale tiempo para que viva la vida de un aborrecido esclavo; dale tiempo para que implore las sobras de un mendi­ go, y tiempo para que vea a un hombre que vive de limosna ne­garle con desdén los mendrugos que desdeña. »Dale tiempo para que vea a sus ami­ gos cambiarse en enemigos, y a los alegres locos burlarse de él a su paso; dale tiempo para que note con qué len­titud se desliza el Tiempo en los tiem­ pos de aflicción, y cuan vivos y rápidos fueron sus tiempos de demencia y sus tiempos de placer. ¡Y que perpetua­mente su irremisible crimen tenga tiem­po de gemir por el abuso que ha hecho de su tiempo! »¡Oh Tiempo, tú que eres igualmen­te el tutor de los buenos y de los malos, enséñame a maldecir al que enseñaste este crimen! ¡Que el ladrón se vuelva loco ante su misma sombra y busque a cada instante el suicidio! ¡Manos tan miserables debieran verter solas sangre tan mise­ rable! Porque ¿quién es tan vil que desee el oficio de abyecto verdugo de tan vil esclavo? »Descendiendo de un rey, nadie tan bajo como él, pues destruye sus espe­ranzas con actos degenerados. Cuanto más poderoso es el hombre, mayor poder alcanza lo que conquista su ve­neración o engendra su odio; pues la infamia es tanto más alta según la acom­pañe el más alto esta­ do. Cuando una nube cubre la luna, en seguida se nota la ausencia del astro, pero las pequeñas estre­ llas pueden ocultarse cuando les parece. »E1 cuervo puede bañar en el lodo sus alas negras como el carbón y emprender su vuelo sin que en ellas se aperciba el fango; pero si el cisne de blancura de nieve desea hacer lo propio, la mancha quedará sobre su plumón de plata. Los pobres criados son parecidos a la noche ciega; los reyes, al día espléndido. Los mosquitos, por don­ dequiera que vuelen, no son advertidos; empero todos los ojos siguen el vuelo de las águilas. »¡Fuera palabras estériles, servido­ras de los tontos de cerebro vacío! ¡Atrás, sones inúti­ les, débiles árbitros, id a bus­car vuestro empleo

en las escuelas donde se entabla un asalto de disputas; tened vuestros debates donde estúpidos argu­mentistas tienen tiempo de divertirse; servid de abogados a clientes llenos de temor! En cuanto a mí, no me cuido del razonamiento más que de una paja, pues mi caso está fuera del apoyo de la ley. »En vano insulto a la Oportunidad, al Tiempo, a Tarquino, a la lúgubre Noche; en vano armo pleitos con mi infamia; en vano rechazo mi desgracia, demasiado cierta. Este inútil humo de palabras no me hace ninguna repara­ción. El solo remedio que puede curar­me es obligar a que salga de mis venas mi sangre odiosamente mancillada. »Pobre mano, ¿por qué te estreme­ ces ante este decreto? Hónrate en li­brarme de la presente ignominia; pues si muero, mi honor vivirá en ti; pero si vivo, vivirás en mi deshonor. Puesto que no pudiste defender a tu leal seño­ra, y te causó miedo desgarrar la cara de su criminal enemigo, ¡mátate y má­tala por haber cedido de este modo!» Esto dicho, salta del lecho en que está tendida, para buscar cualquier desespe­rado ins­ trumento de muerte; pero su casa, que no es un albergue criminal, no le brinda herramienta algu­ na capaz de abrir más largo paso a su respira­ción, que, esfumándose por sus labios, se desvanece como el humo del Etna, que se consume en el aire, o como el que se escapa de un cañón descargado. «En vano –exclama– vivo y en vano busco un medio feliz de terminar una vida des­ graciada. Sentí miedo de que me asesinase la falce de Tarquino, y, sin embargo, busco un puñal que me haga oficio semejante; pero cuando tenía mie­ do era una esposa fiel; lo soy aún... ¡Oh! ¡No, no lo soy! ¡Tarquino me ha despojado de este noble carácter! »¡Oh! ¡He perdido lo que me hacía desear la vida; ya no debo, por tanto, temer la muerte! Borrando con ella esta mancha, doy al menos a mi librea de oprobio un galón de honor, una vida muriente a una viviente infamia. ¡Triste remedio irremediable, quemar, después de robado el tesoro, la inocente alcancía que lo encerraba! »Bien, bien, amado Colatino; no co­ nocerás el gusto corrompido del jura­mento vio­

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lado. No ultrajaré tu sincero afecto hasta el punto de mecerte en el error de que mi lazo conyugal perma­nece inmaculado. Este injerto bastardo no alcanzará nunca desarrollo. El que manchó tu raíz no dirá, alabándose, que eres el tierno padre de su propio fruto. »No sonreirá de ti en sus secretos pensamientos; no se reirá de tu infortu­nio con sus camaradas. Porque sabrás que tu bien no fue vilmente vendido por oro, sino arrancado por la violencia fuera de tus propias puertas. En cuanto a mí, soy la dueña de mi injuria hasta que la vida haya pagado a la muerte el precio de mi ofensa forzada. »No te envenenaré con mi mancilla; no cubriré mi falta con excusas diestra­mente for­ jadas; no colorearé mi negro pecado para disimu­ lar la realidad de los ultrajes de esta pérfida noche. Mi boca lo confesará todo; mis ojos, semejantes a esclusas, parecidos a las fuentes que bajan de la montaña a vivificar el valle, dejarán correr puras corrientes, que la­varán mi impuro relato.» En tanto que así hablaba, Filomela había terminado el armonioso gorjeo de su dolor nocturno, y la noche solemne descendía con paso lento y triste hacia el tenebroso averno. Cuando, ¡ved! Ya la sonrosada aurora envía su luz a todos los bellos ojos que han de tomarla a préstamo; pero la sombría Lucrecia siente vergüenza de mi­ rarse a sí misma y querría poder encerrarse aún en la noche. El día revelador espía a través de toda hendidura, y parece señalarla en el sitio en que está sentada llorando. «¡Oh ojo de los ojos! –dice en medio de suspiros–. ¿Por qué atisbas por en­ tre mi ventana? Cesa tu espionaje; ve a acariciar reidoramente los ojos dormidos con el cosquilleo de tus ra­yos; no estigmatices mi frente con tu ho­ radante claridad, pues nada tiene que hacer el día con lo que se hace en la noche.» Así, disputa con todo lo que ve. El verdadero dolor es antojadizo y quime­rista, como un niño que, una vez enca­prichado, con nada se acomoda su ge­nio. Los viejos dolores, no los recientes, son los que saben sufrir con dulzura. El transcurso del tiempo mitiga los prime­ros; los segundos, impetuosos y seme­jantes al nadador

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novicio que se zam­bulle siempre, se ahogan por exceso de esfuerzos, faltos de habilidad. De igual modo, Lucrecia, sumergida profundamente en un mar de cuidados, emprende una disputa con cuanto se le ofrece a la vista, y asimila a sí propia todo dolor; no hay objeto que no renue­ve la fuerza de su pesar; cuando uno des­ aparece, otro llega. Tan pronto su desesperación es muda y carece de pa­labras, como aparece frenética y sobre­puja en discursos. Las avecillas que entonan su alegría matinal exasperan sus lamentos con sus dulces melodías, pues el regocijo hiere a fondo un alma torturada, y los cora­zones tristes son apuñala­ dos por la com­pañía jovial. A la pena no le place ver­daderamente sino la compañía de la pena. El sincero pesar halla alimento que le agrada cuando encuentra la sim­patía de otro idéntico pesar. Es una doble muerte ahogarse a la vista de la playa. Diez veces ayuna el que ayuna con el alimento bajo los ojos. Ver el bálsamo acre­ cienta el dolor de la herida. Una gran pena aflígese conside­rablemente en presencia de lo que podía aliviarla. Los profundos dolores imitan en su cur­ so a un río apacible, que, si encuentra obstáculos, rebasa sus ribe­ras. Las desgracias en exacerbación no reconocen límites ni ley. «Avecillas burlonas –exclama–, ce­rrad vuestros trinos en la gruta palpi­tante de vuestras gargantas empluma­das, y permaneced sordas y mudas para mis oídos; mi angustia sin tregua odia pausas e intervalos; un huésped en lá­grimas no

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soporta convidados alegres. Regalad con vuestras notas ágiles los oídos que las gusten; la aflicción prefie­re los cánticos que forman acorde con las lágrimas. »Ven, Filomela, tú, cuyas canciones hablan de violación, teje tu triste bosquecillo con mi cabellera desgreñada. Igual que la húmeda tierra llora en tu abatimiento, así verteré una lá­ grima por cada uno de tus acordes melancólicos y sostendré el diapasón con mis profun­dos suspiros. A guisa de acompaña­miento, murmuraré sin cesar el nombre de Tarquino, mientras tú, con todo tu talento musical, repentizarás sobre el recuerdo de Tereo. »Y mientras ejecutas tu parte posada en un espino para mantener vivos tus agudos tormentos, yo, desventurada, a fin de imitarte bien, fijaré contra mi corazón un agudo puñal que espante mis ojos; si pestañean, el corazón se rom­ perá con esto y sucumbirá. Estos medios, como trastes de un instrumen­to, nos servirán para afi­ nar las cuerdas de nuestros corazones y ponerlas al tono del verdadero dolor. »Y, pobre pájaro, ya que no trinas du­ rante el día, como si temieras que te contemplaran otros ojos, hallaremos algún desierto tenebroso y profundo, apartado de toda ruta, donde no pene­ tren el ardiente calor ni el frío glacial, y allí canta­ remos endechas dolientes a las bestias feroces para que cambien su naturaleza. Ya que los hombres se vuelven fieras, sea dado a las fieras tomar almas nobles.» Como la pobre corza que, espantada, se detiene buscando reconocer su ruta e inqui­ riendo desatinada el sendero que ha de seguir, o como el que, desorien­tado en una espesura llena de revueltas, no logra hallar su camino directa­ mente, así Lucrecia queda indecisa en su inte­rior, preguntándose qué vale más, si vivir o morir, cuando la vida es deshon­rosa y la muerte no pue­ de escapar al oprobio. «¿Suicidarme? –dice–. ¡Ay! ¿Qué sería esto sino hacer partícipe a mi pobre alma de la mancilla de mi cuerpo? Los que pierden la mitad de sus bienes so­portan esta catástrofe con más paciencia que los que lo pierden todo. La madre que, teniendo dos hermosos pequeñuelos, cuando

la muerte le arrebata a uno quiere matar al otro, obra con inhuma­no proceder y no es nodriza de nin­guno. »¿Cuál me era más caro, mi cuerpo o mi alma, cuando el uno era puro y la otra de esencia divina? ¿A cual daba preferencia cuando guardaba a ambos para el cielo y Colatino? ¡Ay de mí! Arrancad la corteza al levantado pino, y sus hojas se secarán y se extinguirá su savia. ¡Así hará mi alma, despojada ya de su corteza! Su refugio ha sido saqueado, su re­ poso interrumpido, su mansión batida en brecha por el enemigo; su templo sagra­do, mancillado, escarnecido, profanado, obscenamente invadido por la atrevida infamia. ¡Que no se diga, pues, que co­meto un acto impío si en esta fortaleza deshon­ rada abro algún agujero para ofrecer libre escape a mi alma en tur­bación! »Sin embargo, no quiero morir sin que mi Colatino se haya informado de la causa de mi muerte imprevista, para que en esta triste última hora de mi vida pueda jurar que tomará venganza del que me obligó a extinguir mi aliento. Yo legaré mi sangre impura a Tarqui­no; infamada por él, será vertida por él, e inscribiré la manda en mi testamento como perteneciéndole. »Legaré mi honor al cuchillo que hiera mi cuerpo deshonrado. Es acto de honor poner fin a una vida deshonrada, pues cuando la vida concluya subsistirá la honra. Así saldrá mi fama de las ce­nizas de mi vergüenza. Porque con mi muerte mataré el menosprecio de la ver­güenza, y muerta así mi vergüenza, re­nacerá mi honra. »Caro señor, de la joya preciada que he perdido ¿qué porción te legaré? Mi resolución, amor mío, será tu tema de orgullo y el ejemplo que te enseñe qué venganza debes tomar. Aprende en mí cómo tiene que obrarse con Tarquino. Yo, tu amiga, voy a matarme a mí mis­ma, tu contra­ ria. En consideración a mí, trata de igual modo al desleal Tarquino. »He aquí el breve resumen que hago de mi última voluntad: lego mi alma y mi cuerpo a los cielos y a la tierra. En cuanto a mi resolución, tómala por tu parte, esposo mío. Lego mi honor al cuchillo que abra mi herida, mi ver­güenza al que encenagó mi fama, y todo lo que viva de mi gloria

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quede repartido entre aquellos que vivan y no piensen mal de mí. »Tú, Colatino, procurarás que se cum­ pla este testamento, para que pue­das ver cómo fui embrujada por sorpre­sa. Mi sangre lavará el escándalo de mi desdicha; y el noble desenlace de mi vida eximirá el acto impuro de mi exis­tencia. Débil corazón, no desfallezcas; sino di resuelta­ mente: «Llévese a térmi­no.» Cede a mi mano; mi mano te ven­cerá; muerto tú, ambos moriréis y ambos quedaréis vencedores.» Cuando hubo decidido tristemente este proyecto mortal y enjugado las per­las salobres de sus ojos brillantes, con voz temblorosa por la emoción llama sordamente a su doncella, que con pron­ta obediencia acude al lado de su seño­ra, pues el deber dotado de alas lige­ras se remonta con la rapidez del pensamiento. Las mejillas de la pobre Lucrecia aparecen a su criada semejantes a prados de invierno, cuando el sol funde sus nieves. Su sierva le da un sobrio buenos días, con voz dulcemente lenta, verdadero indicio de recato, e infunde a su sem­blante una expresión de tristeza en con­sonancia con el dolor de su señora, cuyo rostro viste la librea del pesar; pero ella no se atreve a preguntarle irrespetuosa­mente por qué sus dos soles se han eclipsado bajo tales nubes, ni por qué sus hermosas mejillas llevan la traza de los estragos del dolor. Mas así como la tierra llora cuando se ha puesto el sol, y cada flor tórnase húmeda como los ojos enternecidos, así la sirviente comienza a mojar de gruesas lágrimas sus ojos enrojecidos, llevados de la simpatía de los dos bellos soles puestos en el cielo de su ama. Estos soles han ahogado su luz en un océa­no de ondas saladas; de modo que la sirviente llora como una noche de abun­dante rocío. Un breve instante, estas lindas cria­ turas permanecen llorando como dos acueductos de marfil que llenaran cis­ternas de coral. La una llora justamen­te; la otra no tiene otro motivo de lágri­mas sino el de asociarse al dolor que ve. El dulce sexo a que pertenecen inclína­se con frecuen­ cia a llorar; las mujeres se afligen adivinando las angustias de otros, y entonces sus ojos se anegan o se rompe su corazón.

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Porque los hombres tienen corazones de mármol, y las mujeres, de cera, que se amoldan por esto a la forma que quie­re el mármol. Débiles, oprimidas, reci­ben por la fuerza, el engaño o la astucia, la impresión de naturalezas extrañas. No las llamemos, pues, autoras de sus vicios, como no debe llamarse mala a la cera porque llevase estam­ pada la ima­gen de un diablo. Su lisura, como una espléndida cam­ piña, es accesible al menor gusano que se arrastre. En los hombres, semejantes a una espesura densa y selvática, se aga­zapan vicios que duermen os­ curamente como los dragones de las cavernas. El más pequeño átomo aparece a través de los muros de cristal; y si los hombres pueden disimular sus crímenes bajo mi­radas audazmente severas, los rostros de las pobres mujeres son los registros de sus propias faltas. Nadie vitupere a la flor marchita, sino culpe al rudo invierno que ha ma­tado la flor; lo que devora, no lo devo­rado, es lo que merece cen­ sura. ¡Oh! No tengáis a falta en las pobres mujeres el que sean tan mancilladas por los abusos de los hombres; esos orgullosos señores son los culpa­ bles, que imponen a las mujeres, débiles por natu­ raleza, el va­sallaje de su ignominia. Un precedente os brinda Lucrecia, asaltada de noche por las violentas ame­nazas de una inmediata muerte y del baldón que acarreará esta muerte en daño de su esposo. Semejantes peligros podía crearlos su resistencia; de donde un

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terror mortal se esparció por todo su cuerpo. ¿Y quién no puede abusar de un cuerpo difunto? Sin embargo, la dulce paciencia invi­ta a la hermosa Lucrecia a hablar así a la humilde imitadora de su dolor. «Hija mía –le dice–, ¿qué motivo te impulsa a verter esas lágrimas, que caen en llu­via sobre tus mejillas? Si lloras por los males que me incumben, sabe, encan­tadora muchacha, que ello beneficiará poco mi descontento, pues si las lágrimas pudieran darme alivio, las mías me lo hubieran proporcionado ya. »Pero dime, joven: ¿cuándo partió –y deteniéndose aquí, lanzó un pro­fundo suspi­ ro–, cuándo partió Tarquino?» «Señora, antes de levantarme –repuso la criada–; mi perezosa ne­ gligencia es por demás reprensible, y, no obstante, puedo excusar suficientemente mi falta diciendo que me levanté antes de apuntar el día, y que an­ tes que me levantara, Tarquino había mar­chado. »Pero, señora, si se lo permitís a vues­ tra criada, os preguntaría la causa de vuestra pena.» «¡Oh! ¡Silencio! –excla­ma Lucrecia–. Si lo revelara, la reve­lación no la disminuiría, pues ex­ cede a cuanto mis palabras pueden manifes­tar; y esta profunda tortura puede lla­marse un infierno cuando se siente más vivamente de lo que cabe traducir. »Ve y tráeme acá papel, tinta y plu­ma; pero no, ahórrate este trabajo, pues tengo aquí de todo. ¿Qué quería de­cir?… Ve a ordenar aprisa que uno de los siervos de mi esposo se disponga inmediatamente a llevar una carta a mi señor, a mi amor, a mi bien; adviértele que se prepare a llevarla con prontitud; la causa requiere premura, y el pliego estará escrito sin dilación.» Su criada ha partido, y, paseando en principio su pluma por encima del pa­pel, se apresta a escribir. Su pensamien­to y su dolor riñen un ardiente comba­te; lo que traza la inteligencia, lo borra acto seguido la reflexión: esto es dema­ siado primoroso; esto otro, harto crudo y brutal. Como un tropel de gente ante una puerta de salida, sus pensamientos se aglomeran para saber quién pasará primero. Por fin, comienza de este modo: «Dig­ no señor de la indigna esposa que te envía este saludo: ¡que la salud sea con­tigo! Concédeme el

honor, amor mío, si quieres ver aún a tu Lucrecia, de po­nerte inmediatamente en camino para venir a visitarme. A tu amparo, pues, me confío desde nuestra mansión en duelo; mis angustias son in­ mensas, aunque breves mis palabras.» Hecho esto, pliega el contenido de su desesperación, incierta expresión de su cierto pe­ sar. Gracias a este corto billete, Colatino conocerá su desgracia, aunque no la verdadera índole de ella. Lucrecia no ha osado hacer revelaciones so­ bre el asunto, de miedo a que él no se persua­da de que la responsabilidad de esta falta le incumbe, y antes de haber man­chado ella con sangre la excusa de su mancha. De otro lado, reserva la vida y la ener­ gía de su desesperación para verterlas cuando Colatino esté a su lado y la oiga; cuando los suspi­ ros, los sollozos y las lágrimas puedan agraciar la figura de su desgracia y absolverla así mejor de las sospechas que el mundo concibiese. Para evitar su borrón, no ha querido borronear más la carta. Presenciar tristes espectáculos con­ mueve más que oír su narración, por­que entonces los ojos interpretan a los oídos la dolorosa repre­ sentación que están contemplando. Cuando cada uno de los sentidos percibe aisladamente una parte de la catástrofe, solo es una parte de dolor la que comprendemos. Las aguas profundas hacen menos rui­do que las vadeables, y el dolor refluye cuando es impulsado por el viento de las palabras. Ya está cerrada la carta, y en la di­ rección escribe: «Para mi marido, con la mayor urgencia. Árdea.» Preséntase el correo, y ella le entrega la misiva, orde­nando al taciturno mozo que vuele con la ligereza de las aves tardías ante las tempestades del Norte. Una rapidez más que ex­ cesiva no le parece sino lenta y rezagada; las situa­ ciones extremas producen siempre tales extremos. El rústico esclavo se inclina ante ella reverentemente, y, ruborizándose, reci­be con ojos fijos el papel, sin articular ni un sí ni un no, y se aleja a toda prisa con la timidez de la inocencia. Pero aquellos cuyo pecho encierra una falta se imaginan que todos los ojos advier­ten su culpa, y Lucrecia cree que el esclavo ha enrojecido viendo su des­honor. Cuando, ¡pobre siervo!, Dios lo sabe,

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se turbaba por falta de ánimo, entereza y audacia temeraria. Tales seres honra­dos tienen un verda­ dero respeto que habla por sus actos, mientras otros pro­meten, insolentemente, mayor rapidez y cumplen a su antojo. Tipo caracterís­tico del buen tiempo viejo, este criado se contrataba por sus miradas; pero no daba en prenda palabra alguna. El celo inflamado del sirviente infla­ma la desconfianza, lo que hace que dos fuegos rojos iluminen los semblantes de ambos; ella creyó que él se ruborizaba porque conocía la lujuria de Tarquino, enrojeciendo con él, y ella le dirigió una mirada penetradora, y sus ojos hora­dantes le hundieron más aún en su confusión. Cuanto más veía afluir la sangre a sus mejillas, tanto más sos­ pechaba que advertía en ella alguna mancha. Largo tiempo queda Lucrecia espe­ rando su retorno, y, sin embargo, el leal servidor apenas acaba de alejarse. La matrona romana no sabe cómo pasar el tiempo de fatigosa lentitud, pues ya ha agotado sus lágrimas, sollozos y suspi­ ros. El dolor ha consumido al dolor; los gemidos,

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cansado a los gemidos. Así, detiene un instante sus querellas y busca un medio de desolarse bajo una nueva forma. Al fin, recuerda cierto aposento donde está colgado un cuadro de hábil pincel representando la Troya de Príamo. Frente a ella, el ejército griego, venido a destruir la ciudad en castigo del rapto de Elena, amenaza con sus golpes a Ilion, cuya cima se pierde en las nubes. Porque el diestro pintor había representado tan alta la ciudadela, que el cielo parecía in­clinarse para besar sus torres. El arte, a despecho de la Naturaleza, había sabido infundir una ilusión de vida a mil objetos dolientes. Más de una mancha seca se­ mejaba una lágrima ver­tida por la esposa sobre su marido ase­sinado. La sangre de púrpura, que pa­recía humear, mostraba el esfuerzo del artista, y de los ojos de los moribundos escapábanse rayos cenicientos, como las claridades murientes de carbones que se consumen en las largas veladas. Hubierais visto allí al zapador en su

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tarea, inundado de sudor y tiznado de polvo. En lo alto de las torres de Troya se percibían ya clara­ mente, a través de las troneras, los rostros de los sitiados mirando a los griegos con poca confian­za; pues era tal la hábil exactitud de esta obra, que podía distinguirse, a pesar de la distancia, que estas miradas hallá­banse marcadas de tristeza. En el rostro de los grandes caudi­llos podía contemplarse el triunfo de la arrogancia y de la majestad; en el de los jóvenes resplandecía el ágil portante y la destreza. Aquí y allá, el pintor había colocado lívidos co­bardes, que marchaban con paso tem­bloroso, tan exactamente parecidos a aldeanos sobrecogidos de miedo, que se habría jurado verlos temblar y re­chinar los dientes. En Ayax y en Ulises, ¡oh, qué arte de expresión cabía admirar! Los rostros de ambos explicaban sus corazones y revelaban con la más extremada preci­sión sus caracteres. En los ojos de Ayax rodaban la rabia brutal y la du­reza; pero la apacible mirada del astuto Ulises denunciaba la observación pro­funda y el tranquilo dominio de sí. Con ánimo de arengar, como incitan­ do a los griegos al combate, hubierais podido ver al grave Néstor: el ademán de su mano era tan sobrio, que cautiva­ba la atención y seducía la mirada. Mientras hablaba, su barba, tan abso­ lutamente blanca como la plata, parecía agitarse, y de sus labios se escapaba como un tenue aliento ondulante que subía en espiral hasta el cielo. En torno de él apiñábase una masa de rostros con la boca abierta, que parecía engullir sus sólidos consejos. La actitud de todos juntos era la de la atención; pero con una expresión par­ ticular en cada uno; escuchaban como si alguna sirena encantase sus oídos. Unos eran altos; otros, bajos; el pintor había sabi­do agruparlos tan dies­ tramente, que distinguíanse por detrás las cabezas de personajes casi enteramente ocultos que pare­ cían hacer esfuerzos por empinar­se; con tal ver­ dad, que se quedaba asom­brado el espectador. Aquí, la mano de un guerrero se posa sobre la cabeza de otro, y su nariz está sombreada por la oreja de su vecino; más allá, un personaje empujado por la masa, recula, todo abotagado y rojo; otro, casi sin respiración, parece vomi­tar injurias y jurar, y todos muestran tales signos de

cólera en su cólera, que dijérase que se hallan dispuestos a ser­virse de espadas enfurecidas, a no ser por el temor de perder las áureas pala­bras de Néstor. Porque el artista había llamado a la imaginación del espectador para que trabajase con él en su obra, mostrando a la vez tanto arte, naturalidad e inge­nio, que le era suficiente una lanza asida por una mano armada para hacer pare­ cer al personaje de Aquiles, relegado a último pla­ no e invisible, salvo para los ojos del espíritu. Una mano, un pie, un rostro, una pierna, una cabeza, eran lo bastante. El cuidado de completar el resto de la figura se encomendaba a la imaginación. Sobre los muros de la bien asediada Troya, en el momento en que el bravo Héctor, su heroica esperanza, marcha al combate, las madres troyanas estallan de alegría al ver a sus jóvenes hijos blan­dir las relucientes armas; y su gesticu­ lación ofrece algo tan singular, que una especie de temor sombrío, semejante a una mancha sobre un objeto luminoso, parece mezclarse a su radiante alegría. Y desde la costa de Dardania, sitio de la lucha, hasta los carrizosos bordes del Simois, corría la sangre bermeja, cuyas olas, como para imitar la batalla, lucha­ban con las altas riberas; sus ondas rom­píanse contra la costa corroída por el agua salada, y refluían acto seguido, para agregar­ se a nuevas olas, engrosar­las y lanzar su espuma sobre las riberas del Simois. Ante esta obra maestra de la pintura se dirige Lucrecia para dar con un ros­tro en que se hallasen impresos todos los dolores; pero, aun­ que ve muchos que llevan grabada la imagen de algu­nas penas particulares, ninguno con­templa donde moren el colmo de la an­gustia y del sufri­ miento, hasta que al fin halla a Hécuba, presa de la desespera­ción, cuyos viejos ojos no se apartan de las heridas de Príamo, que yace ensan­grentado a los pies del orgulloso Pirro. El pintor había anatomizado en Hé­ cuba las ruinas del tiempo, el naufragio de la belleza, el reino de la sombría zozobra. Sus meji­ llas aparecían desfi­guradas con arrugas y grietas; nada que­daba de lo que había sido; y en sus venas la sangre azul, privada del fresco manantial que

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había alimentado sus re­secos canales, se había trocado en negro licor, y presentaba la imagen de la vida aprisionada en un cuerpo muerto. Lucrecia concentra sus ojos en esta triste sombra, ajustando sus dolores a los de la anciana reina, a quien nada falta para contestarle sino gritos y amar­gas palabras de maldición con­ tra sus crueles adversarios. El artista, no sien­do un dios, no había podido dotarla de acentos, y Lu­ crecia, que lo comprende, jura que ha obrado mal el pintor dando a aquella un dolor tan grande sin con­cederle una lengua. «Pobre instrumento mudo –excla­ma–, yo entonaré tus desgracias en mi voz plañidera y verteré dulce bálsamo en la herida pintada de Príamo; lanzaré invectivas contra Pirro, que ha causado este mal; extinguiré con mis lágrimas el prolongado incendio de Troya, y arran­caré con mi puñal los ojos feroces de todos los griegos que son tus adver­sarios. »Muéstrame la prostituta que ha da­do origen a esta guerra, para que des­garre con mis uñas su belleza. La fogo­sidad de tu lujuria, in­ sensato Paris, es la que atrajo sobre la incendiada Troya el peso de este furor; tus ojos han pren­dido el incendio que arde aquí, y aquí, en Troya, por el crimen de tus ojos, perecen a la vez el padre, el hijo, la madre y la doncella. »¿Por qué el goce particular de uno solo se torna para tan gran número en calamidad pública? ¡Que el pecado co­metido por uno solo caiga solamente sobre la cabeza del transgresor! ¡Que las almas inocentes se libren del dolor me­ recido por el culpable! ¿Por qué han de perecer tantos seres por la ofensa de uno solo? ¿Por qué un pecado indivi­dual ha de acarrear una maldi­ ción ge­neral? »¡Ved! Aquí llora Hécuba; aquí, Pría­ mo expira; aquí, el esforzado Héctor sucumbe; allá, Troilo se desvanece; más lejos, el amigo yace junto a su ami­go, en el mismo charco de sangre, y el compañero hiere al compañero sin co­nocerle. ¡Y solo la lujuria de un hombre destruye tantas existencias! Si el dema­siado tierno Príamo hubiese refrenado la pasión de su hijo, Troya brillaría de gloria y no con las llamas del incendio.» Aquí llora con emoción sobre las pin­

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tadas desdichas de Troya, pues el dolor, semejante a una pesada campana ya puesta en vaivén, se balancea por su propio peso, y es preciso enton­ ces una fuerza insignificante para hacer resonar su fúnebre tañido. Así Lucrecia, en la fiebre de su agitación, conversa con estas melancolías diseña­ das y estos pe­sares en color; ella les presta palabras y recibe de ellos su fuerza expresiva. Lucrecia recorre con los ojos todo el lienzo y se lamenta ante cada figura que ve des­ amparada. Por último, distingue la imagen de un infeliz encadenado que lanza miradas de compa­ sión sobre unos pastores frigios. Su rostro, aunque lleno de inquietudes, expresa, no obstante, satis­ facción. Marcha hacia Troya, con­ducido por los rústicos pastores, tan resignado, que su paciencia parece des­preciar su desgracia. Para ocultar la disimulación y darle un aspecto inofensivo, el pintor le había in-fundido hábilmente un continente hu­milde, miradas tran­ quilas, ojos humede­cidos por las lágrimas, una frente serena, que parecía desear la bienvenida a la con­trariedad; mejillas ni pálidas ni rojas, sino de un color tan bien mezclado, que el encarnado, enrojeciendo, no apuntaba el menor indicio de culpabilidad, ni la palidez nada de este temor que se apode­ra de los corazones pérfidos. Por el contrario, como un constante y consumado demonio presentaba (1) una apa­ riencia tan honesta y escondía tan bien bajo esta máscara sus malos y secretos designios, que la sospecha misma no hubiera podido adivinar que la perfidia deslealmente sutil y el per­jurio fuesen capaces de encubrir tem­pestades tan tenebrosas bajo un día tan resplandeciente, o de manchar con pe­cados del infierno formas tan parecidas a las de los santos. El muy concienzudo artista había crea­ do esta dulce figura para represen­tar al perjuro Si­ nón, cuyo seductor re­lato debía perder al crédulo anciano Príamo, y cuyas palabras, como un fuego devorador, incendiarían la gloria brillante de la rica y suntuosa Ilion; catástrofe de que los cielos quedaron tan afligidos, que las pequeñas estrellas lanzáronse fuera de sus esferas fijas cuando fue roto el espejo en que gusta­ban contemplarse. Ella examina atentamente esta pintu­ra

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y reprende al pintor por su asombro­so talento, diciendo que algo ha sido falseado en la imagen de Sinón; que una forma tan bella no puede alojar un alma tan infame. Y vuelve a mirarla, y a me­dida que la contempla, nota en su noble semblante tales signos de franqueza, que termina por decir que esta figura ha sido calumniada. «No es posible –dice– que tanta do­ blez…» –iba a añadir: «se oculte detrás de tal mirada»; pero en el mismo ins­tante la imagen de Tarquino se ofrece a su memoria, y su lengua, reemplazan­do el «no es posible» por el «es», for­ mula así su pensamiento–: «es posible, segu­ra estoy de ello, que tal semblante en­cubra un alma criminal. »Porque igual a como aquí se mues­tra el artero Sinón, con ese aire de tan grave tristeza, tan abrumado, tan fati­gado como si estuviera consumido por el trabajo o el pesar, llegó arma­ do hasta mí Tarquino, con su aspecto exterior de honradez, pero gangrenado por el vicio interior­ mente. Yo acogí a Tarquino como Príamo a Sinón, y así ha perecido mi Troya. »¡Mirad, mirad cómo los ojos del atento Príamo enjugan sus lágrimas ante el fingi­ do llanto que vierte Sinón! Príamo, ¿por qué eres anciano, y, no obs­tante, careces de cordura? Por cada una de las lágrimas que deja caer va a su­ cumbir un troyano; no es agua lo que destilan sus ojos, sino fuego. Esas re­dondas perlas diáfanas que excitan tu piedad son globos de fuego inextingui­ ble que van a incendiar tu Ilión. »Tales diablos van a buscar sus sor­ tilegios en el infierno tenebroso, pues Sinón tiembla de frío en medio de su fuego, y un fuego ardiente reside, sin embargo, en el seno de este hielo. Estos adversarios no se funden en una uni­ dad sino para seducir a los simples y darles auda­ cia. Así, la buena fe de Príamo acoge las mentidas lágrimas de Sinón, que con el agua encuentra medio de incendiar a su Troya.» Al llegar aquí, toda exasperada, la posee tal ímpetu, que la paciencia se escapa de su seno y desgarra con las uñas la inanimada figura de Sinón, com­parándola al malvado huésped cuyo cri­men la ha obligado a detestarse a sí propia. Por fin, abandona sonriendo esta venganza imagina­

ria, y dice: «¡Qué loca, qué loca soy! ¡Estas heridas no le causarán daño!» Así fluye y refluye el oleaje de su pesar, mientras emplea el tiempo en fatigar al Tiempo con sus quejas. Desea la noche, luego suspira por la aurora, y halla que una y otra son demasiado len­tas en partir; el tiempo, tan breve, parece largo cuando tiene que sostener el peso abrumador del pesar. Aunque el dolor sea agobiante, rara vez ha­ lla des­canso, y los que padecen de insomnio saben con cuánta lentitud marcha el tiempo. Todo este tiempo invertido por Lu­ crecia en contemplar las pintadas imá­genes la ha hecho al menos escapar a su pensamiento. Ausen­ te al sentimiento de su propio pesar por la honda medi­tación de las desgracias ajenas, ha olvi­dado sus dolores ante estos simulacros de dolor. Hay quien se consuela, aun­que esto no haya curado a nadie, pen­sando que otros han sufrido sus tor­ mentos. Pero he aquí ya de retorno al diligen­ te mensajero, conduciendo a su esposo y a otras personas con él. Colatino halla a su Lucrecia vestida de negro luto; alrededor de sus ojos, mar­ chitos por las lágrimas, se dibujan dos círculos azules, como arco iris en el firmamento; estos secundarios arcos iris, en la atmós­fera sombría de su rostro, predicen que nuevas tempestades van a añadirse a las ya pasadas. Su esposo, al verla en este desolado aspecto, se fija con asombro en el sem­blante triste de Lucrecia, cuyos ojos, aunque escaldados por las lágrimas, aparecían rojos y fríos, y cuyos vivos colores habían sido borrados por mor­tales angus­ tias. No tiene fuerza para preguntarle cómo está; ambos quedan frente a frente como antiguos co­ nocidos que, encontrándose lejos de sus hoga­res, quedan confundidos de sorpresa ante el azar que los reúne. Por fin, toma su mano, de la que ha desertado la sangre, y comienza así: «¿Qué extraño accidente has sufrido para que tiembles de esa manera? ¿Qué pesar ha empalidecido tus bellos colo­res, dulce amada? ¿Por qué estás vestida de luto? Querido amor, revélanos la causa de esa tristeza sombría y cuénta­nos tus pesares, para que podamos re­mediarlos.»

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Tres veces da Lucrecia con sus sus­piros a su dolor la señal de estallar, antes de que pueda hacer retener nin­guna detonación de pena; al fin, se pre­para a responder al deseo de su esposo, y se dispone tímidamente a manifestar­le cómo su honor ha sido hecho prisio­nero por el enemigo, mientras Colatino y los señores que le acompañan ansían oír sus palabras con grave atención. Entonces, este pálido cisne, en su nido de lágrimas, comienza el triste canto fúnebre de su cercana muerte: «Pocas palabras –dice– serán mejor que largos discursos para la desgracia que ninguna excusa puede reparar. Mi alma posee ahora más dolores que pa­labras, y fuera demasia­ do extenso na­rrar todos mis temas de queja con una sola pobre voz agotada. »Que se reduzca, pues, toda su tarea a estas breves expresiones: Amado es­poso, un ex­ traño se ha introducido en el dominio de tu lecho y ha descansado sobre la almohada en que tenías

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por costumbre reclinar tu fatigada cabeza; y tu Lucrecia, ¡ay!, no ha sido exenta del ultraje cuya culpable violencia puedes imaginar. »Porque, en el silencio solemne de la tenebrosa medianoche, un hombre se deslizó en mi habitación, con una espa­da reluciente en una mano y una antor­cha encendida en la otra, que me dijo quedamente: “Despierta, matrona ro­ mana, y acoge mi amor; pero si rehúsas acceder a mis apetitos amorosos, esta noche os infligiré a ti y a los tuyos una mancha eterna. »Pues si no prestas tu consentimien­to a mi voluntad –dijo–, asesinaré in­mediatamente a cualquier deforme sier­vo tuyo, y luego te mataré a ti para jurar después que os sorprendí cometiendo el feo acto de la lujuria, y que maté así en el seno de su crimen a los fornicadores. Esta acción cons­ tituirá mi gloria y tu perenne infamia.» »A esto me estremecí y comencé a gritar; pero él, entonces, apoyó su acero contra mi

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corazón, jurando que, si no soportaba todo con paciencia, no viviría para pronunciar otra palabra; de suerte que mi oprobio permanecería eterno, y no se olvidaría jamás en la potente Roma el fin adúltero de Lucrecia y de su es­clavo. »Mi enemigo era fuerte; mi pobre per­ sona débil, y tanto más débil cuanto más fuerte mi terror. Mi sanguinario juez defendía mi boca contra la palabra, y no era posible hacer un llama­ miento legítimo a la justicia. Su lujuria, en tra­je de escarlata, venía a jurar que mi po­bre belleza había robado sus ojos; aho­ra, cuando el juez es robado, el preso muere. »¡Oh! Enseñadme cómo fabricar mi propia excusa, o, al menos, que quede a mi alma este refugio de decirse que está libre de toda man­ cha e impureza, aunque su sangre material haya sido envilecida por este abuso; que no ha sido vio­ lada; que nunca se inclinó a pu­nibles condescen­ dencias, sino que se mantiene siempre inmaculada en su in­fecta prisión.» ¡Ved! He aquí el poseedor desespera­do de este navío deshecho, con la cabeza inclinada, la voz ahogada por los sollozos, los ojos tristemente inmóviles, los brazos dolorosamente cruzados, que lucha por arrojar de sus labios, vueltos páli­ dos recientemente, la angustia que retarda su res­ puesta; pero, por su desgracia, todo es en vano; las palabras que pretende exhalar vuelve a aspirarlas su aliento. Igual que bajo el arco de un puente una corriente de violencia mugidora es­capa con su rapidez a los ojos que si­guen su curso, y, sin embargo, saltando en su orgullo, refluye hacia el pasaje que la ha obligado a este curso rápido, y, tras partir furiosa, vuelve furiosa al punto desde donde se precipitó, así los suspiros y sollozos de Colatino se es­fuerzan por dar paso a su dolor y reflu­yen contra él. Ella advierte la desesperación muda de su desgraciado marido y despierta así su frenesí intempestivamente: «Caro esposo, tu tormento presta nuevo im­pulso a mi tormento; jamás un oleaje fue detenido por la lluvia. Tu desespe­ración hace más penoso aún mi sufri­miento, por demás sensible; que basten, pues, dos ojos arrasados de lágrimas para ahogar una sola pena.

»Por el amor que me consagrabas cuando podía encantarte, en gracia de lo que fue tu Lucrecia, escúchame ahora: ¡Véngate sin di­ lación de mi enemigo, del tuyo, del mío, del suyo propio; supón que me defiendes del hecho rea­ lizado; el auxilio que puedes prestarme es tardío por demás; sin embargo, que muera el traidor, pues una justicia cle­mente nutre la iniquidad! »Pero antes de revelar su nombre, se­ ñores –dice, dirigiéndose a los que habían venido con Colatino–, dadme vuestra palabra de honor de que perse­guiréis con la mayor premura la ven­ ganza de mi ultraje, pues constituye una acción digna y meritoria el perse­guir la injusticia con brazo vengador. Los caballeros, por sus juramen­ tos, deben reparar las ofensas hechas a las pobres damas.» A esta solicitación, todos los señores presentes se apresuran con noble gene­rosidad a ofrecer el apoyo que les im­ponen las leyes de la caballería y arden ansiosos de oír revelar el odioso enemi­go. Pero ella, que no ha terminado aún su triste confesión, interrumpe sus pro­testas: «¡Oh! decidme –exclama–: ¿có­mo puede borrarse esta mancilla im­puesta por la violencia? »¿Cuál es la calidad de mi falta? Co­ metida bajo la impresión de circunstan­cias tan terribles, mi alma pura ¿no puede absolverse de este odioso acto? ¿No hay condiciones para re­ parar este trance y rehabilitar mi honor abatido? La fuente emponzoñada se purifica por sí propia. ¿Por qué no podría yo puri­ficarme de esta manci­ lla impuesta?» A estas palabras, todos, por voz uná­ nime, reconocen que la pureza de su alma lava la impureza de su cuerpo; pero ella, con una sonrisa triste, vuelve su rostro, esfera en que el llanto ha gra­bado la profunda impresión de la dura desgra­ cia. «No, no –dice–; ninguna dama estará autori­ zada en lo futuro a presentar mis excusas como excusa de su proceder.» Entonces, con un suspiro, como si su corazón fuera a romperse, profiere el nombre de Tarquino: «¡El, él!», dice; pero su pobre lengua no puede pronun­ciar más que «él», hasta que, tras mil dilaciones, interrumpidos acentos, síla­bas entrecortadas, cortos y dolorosos esfuerzos, agre­

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ga: «El, él es, nobles se­ñores, el que impulsa a mi mano a cau­sarme esta herida.» Al decir esto, da por vaina su seno ino­ cente a un culpable cuchillo, que arrebata su alma a la vaina de su cuer­po, golpe que libra al espíritu de la pro­funda angustia de la prisión impura en que respiraba. Sus fervientes suspiros empujan a las nubes su alado espíritu, y por sus heridas se escapa el último minuto de su vida, fecha eterna de su destino truncado. Colatino y todo el acompañamiento de señores quedaron petrificados ante esta acción terrible, hasta que el padre de Lucrecia, que con­ templaba a su hija sangrante, se precipitó sobre su cuerpo, horadado por su propia mano, y Bruto retira el puñal asesino de esta fuente de púrpura. En el instante de desprender­lo, la sangre de Lucre­ cia, como persi­guiendo una venganza impotente, corre tras el puñal. Y saliendo a borbotones de su pecho se divide en dos corrientes de curso lento que rodean de un círculo carmesí su cuerpo, seme­ jando en el seno de océano espantoso una isla recién sa­queada, desnuda y desierta. Una por­ción de su sangre permanece aún pura y roja; otra se convierte en negra, que es la parte que mancilló el desleal Tarquino. En la superficie horrenda y congelada de esta sangre ennegrecida flota un halo acuo­ so, que parece llorar sobre este sitio manchado; y siempre, siempre, desde entonces, como si se apiadara de las des­dichas de Lucrecia, toda sangre corrom­pida muestra algunas partes acuosas; la sangre preservada de mancha, al contra­rio, con­ serva su rojo, como si enrojeciera de la que así está putrefacta. «Hija, querida hija! –grita el anciano Lucrecio–. ¡Mía era esa existencia que acabas de quitarte! Si la imagen del padre vive en el hijo, ¿dónde viviré ahora que Lucrecia está muerta? Yo no te di el ser para este fin. Si los hijos preceden a los padres en la tumba, nos­otros somos sus reto­ ños, y no ellos los nuestros. »Pobre espejo quebrado, yo contem­plé con frecuencia en tu dulce luna mi vejez rejuvene­ cida; pero ahora este es­pejo, antes vivo y brillante, oscurecido y arruinado, me muestra un esqueleto

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de muerte consumido por la edad. ¡Oh! ¡Tú has arrancado mi imagen de tus mejillas y hecho tri­ zas de tal modo la hermosura de mi espejo, que ya no puedo ver lo que antes fui! »¡Oh Tiempo! Detén tu curso y no du­ res más, si los que debían sobrevivir cesan de ser. ¿Debe la muerte pútrida hacer presa en los fuertes y dejar vivir a las almas débiles y vacilantes? Las viejas abejas mueren y las jóvenes here­dan sus col­ menas. ¡Así, pues, vive, mi dulce Lucrecia; vive de nuevo, y ve morir a tu padre, y no tu padre a ti!» En este instante, Colatino se despierta como de un sueño e invita a Lucrecio a que le ceda el sitio en su dolor; se preci­pita entonces en el manantial –frío de muerte– de la sangre de Lucrecia y tiñe con sus colores el pálido terror de su cara, de modo que parece un momento morir con ella; hasta que una vergüenza varonil le man­ da rehacerse y vivir para vengar la muerte de su esposa. La angustia honda de su alma ha pues­ to como un sello de mutismo sobre su lengua, que, furiosa de que el pesar le im­ponga aquel fre­ no y le impida dar vuelo a las frases que descargan el corazón, co­mienza a querer hablar; pero los acentos que afluyen a sus labios en desahogo de su oprimido pecho se presentan en tan gran número y son tan débiles, que nadie podría distinguir lo que dice. Solo «Tarquino» se oía a veces con claridad, pero entre dientes, como si tri­turara semejante nombre. Esta tem­pestad ventosa, hasta el momento en que se resolvió en lluvia, retardó el diluvio de su dolor; pero fue para hacerlo más fuerte aún; llora, al fin, y los vientos furiosos se aplacan; entonces el padre y el hijo, como en riva­ lidad de dolor, lu­chan a quién llorará más, el uno por su hija, el otro por su esposa. El uno la llama suya y el otro tam­bién; pero ninguno de ambos puede po­seer ya el bien que reclama. «Es mía», dice el padre. «Es mía –re­ plica el espo­so–; no me arrebatéis la propiedad de mi dolor; que nadie diga que llora por ella, pues no era sino mía y no debe ser llorada más que por Colatino.» «¡Oh! –prorrumpe Lucrecio–, a mí es a quien debía la vida que ha troncha­do demasiado

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pronto y demasiado tar­de!» «¡Dolor, dolor! –res­ ponde Colati­no–. Era mi esposa, yo la poseía y es mi bien el que ha destruido.» «¡Mi hija!» y «¡Mi esposa!» llenaban con clamores el ambiente, que, reteniendo el alma de Lucrecia, respondía a sus ecos «¡Mi hi­ja!» y «¡Mi esposa!». Bruto, que había extraído el puñal del costado de Lucrecia, viendo esta rivalidad de do­ lores, comienza a reves­tir su inteligencia de dig­ nidad y orgullo, y sepulta su locura aparente en la herida de Lucrecia. Porque Bruto era conside­rado entre los romanos como los ale­gres bufones en la corte de los reyes, por sus divertidas palabras y sus dichos extravagantes. Pero ahora se despoja de la máscara superficial bajo la cual había disfrazado su pro­ funda política y hace uso de las armas de su sabi­ duría, largo tiempo oculta, para atajar el llanto en los ojos de Colatino: «Tú, ultrajado magnate de Roma –le dice–, álzate, deja a un hom­bre mucho tiempo ignorado y tenido por loco que dé hoy una lección a tu larga experiencia. »¡Cómo! ¡Colatino! ¿El dolor cura acaso el dolor? ¿Las heridas dan alivio a las heri­ das? ¿Repara el pesar los males del pesar? ¿Es to­ mar venganza el dirigir tus golpes contra ti propio después del acto infame por el cual sangra tu bella esposa? Ese acceso de furor infantil no cuadra sino a los espíritus débiles; tu desgraciada mujer equi­ vocó así el asun­to matándose, en vez de matar a su ad­versario.

Intrépido romano, no humedezcas más tu corazón con ese enervante rocío de lágri­ mas, sino arrodíllate conmigo y ayúdame con tus súplicas a despertar a nuestros dioses romanos. ¡Plegué a ellos que tales abominaciones, que des­ honran a Roma, sean lanzadas de sus hermosas calles por nuestros brazos robustos! »¡Ahora, por el Capitolio, que adora­ mos; por esta casta sangre tan injusta­mente mancillada; por ese resplande­ciente sol del cielo que nutre los productos de la tierra fecunda; por todos los derechos de nuestro país, manteni­dos en Roma; por el alma de la casta Lucrecia, que no hace un momento nos revelaba sus desdichas en medio de sus quejas, y por este sangriento puñal, ju­remos vengar la muerte de esta esposa modelo!» Esto dicho, da un golpe con su mano sobre el corazón y besa el fatal puñal para confir­ mar su juramento; después invita a que se unan a su protesta los demás señores, que, movidos de admi­ración por su conducta, aprueban sus pala­ bras. Entonces, todos juntos, se arrodillan; Bruto repite el voto solemne que acaba de proferir, y juran todos cumplirlo. Cuando se hubieron juramentado para esta sentencia deliberada, tomaron la resolución de sacar de allí a la difunta Lucrecia, mostrar en Roma su cuerpo ensangrentado y hacer público así el infame atentado de Tarquino. Todo lo cual realizóse con diligencia rápida, y los romanos dieron con aclamación su consentimiento a la expatriación perpe­tua de los Tarquinos.

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