Story Transcript
La violación de Lucrecia
La violación de Lucrecia
william
shakespeare
(1564-1616)
“A menudo se reniega de los maestros supremos; se rebela uno contra ellos; se enumeran sus defectos; se los acusa de ser aburridos, de una obra demasiado extensa, de extravagancia, de mal gusto, al tiempo que se los saquea, engalanán dose con plumas ajenas; pero en vano nos debatimos bajo su yugo. Todo se tiñe de sus colores; por doquier encontramos sus huellas; inventan palabras y nom bres que van a enriquecer el vocabulario general de los pueblos; sus expresiones se convierten en proverbiales, sus personajes ficticios se truecan en personajes reales, que tienen herederos y linaje. Abren horizontes de donde brotan haces de luz; siembran ideas, gérmenes de otras mil; proporcionan motivos de inspi ración, temas, estilos a todas las artes: sus obras son las minas o las entrañas del espíritu humano” (François de Chateaubriand: Memorias de ultratumba, libro XII, capítulo I, 1822).
L
118
os maestros supremos son los escasos escritores –genios nutricios, dicen algunos– que satisfacen cabalmente las necesidades del pensamiento de un pueblo, aquellos que han alumbrado y amamantado a todos los que les han sucedido. Homero es uno de ellos, el genio fecundador de la Antigüedad, del cual descienden Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Horacio y Virgilio. Dante engendró la escritura de la Italia moderna, desde Petrarca hasta Tasso. Rabelais creó la dinastía gloriosa de las letras francesas, aquella de donde descienden Montaigne, La Fontaine y Molière. Las letras inglesas derivan por entero de Shakespeare, y de él bebieron Byron y Walter Scott. Y las letras castellanas siempre saben remitirse a Miguel de Cervantes. La originalidad de estos maestros supremos hace que en todos los tiempos se los reconozca como ejemplos de las bellas letras y como fuente de inspiración de cada nueva generación de escritores. Esta sección de la Revista de Santander solamente estará abierta para ellos, para permitirles que continúen inspirando la voluntad de perfeccionamiento constante de los nuevos escritores colombianos. Esta segunda entrega acoge una obra lírica dedicada por William Shakespeare a Henry Wriothesly, conde de Southampton y barón de Tichfield, escrita durante las vacaciones teatrales de 1593 e inscrita en el Stationer´s Regis ters el 9 de mayo de 1594. The Rape of Lucrece es una reflexión moral y un poema magistral. Cinco ediciones de este poema fueron hechas hasta 1616, saludado por el poeta Edmund Spenser con el calificativo de “águila” que dio a su autor. Se ha escogido la traducción castellana de Luis Astrana Marín, publicada originalmente en 1932 por la editorial Aguilar de Madrid. e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
Al muy honorable Henry Wriothesly, conde de Southampton y barón de Tichfield La afección que profeso a vuestra señoría no tiene fin; de donde este opúsculo, sin comienzo, es tan solo una porción insignificante. El convencimiento que abrigo de vuestra noble disposición, no el mérito de mis incorrectos renglones, es lo que asegura la acogida. Lo que he hecho es vuestro; lo que haga, vuestro tam bién, como parte del todo que os he consagrado. De ser mayor mi valer, mayor se mostraría mi homenaje. Entre tanto, tal como fuere, lo destino a vuestra señoría, a quien deseo larga vida colmada siempre de felicidades. De vuestra señoría con todo respeto. William Shakespeare
ARGUMENTO Lucio Tarquino, por su excesivo orgullo llamado el Soberbio, tras haber sido causa de que su propio suegro, Servio Tulio, acabara cruelmente asesinado, y de haberse él mismo apoderado del trono sin requerir ni aguardar los sufragios popu lares, procedimiento contrario a las leyes y costumbres romanas, en compañía de sus hijos y de otros nobles de Roma, marchó a poner sitio a Árdea. Una tarde, durante el asedio, reunidos los principales jefes del ejército en la tienda de Sexto Tarquino, hijo del rey, comenzaron, en sus charlas de sobremesa, a ponderar las virtudes de sus propias mujeres, circunstancia que dio lugar a que Cola tino proclamara la incomparable castidad de su esposa Lucrecia. En este alegre humor partieron todos para Roma; y deseando comprobar, por su secreta y repentina llegada, la verdad de lo que antes habían sostenido, solo Colatino encontró a su mujer –no obstante hallarse avanzada la noche– hilando con sus doncellas. Las otras damas fueron sorprendidas bailando y jaraneando, o en diferen tes diversiones, por lo cual los nobles cedieron a Colatino la victoria y a su mujer la palma. En esta ocasión quedó Sexto Tarquino prendado de la hermosura de Lucrecia; pero, refrenando por el momento sus pasiones, volvió con los demás al campo. En se guida los abandonó en secreto, y fue recibido y albergado regiamente, como convenía a su estirpe, por Lucrecia, en Colatio. La misma noche se introdujo traidoramente en su alcoba, la poseyó por la violencia, y emprendió la fuga de madrugada. Lucrecia, en este lamentable estado, despachó inmediatamente mensajeros: uno, a Roma, a casa de su padre, y el otro, al campo de Colatino. Llegaron estos, acompañado el primero por Junio Bruto y el segundo por Publio Valerio, y hallando a Lucrecia vestida de luto, le preguntaron cuál era la causa de su pesar. Ella, arrancándoles primero juramento de venganza, reveló al culpable, con todos los pormenores de su crimen, y acto seguido se dio de puñaladas. Visto lo revista de s a n t a n d e r
119
La violación de Lucrecia
cual, todos, de común acuerdo, prometieron exterminar de raíz la odiosa familia de los Tarquinos, y transportaron el cadáver a Roma. Bruto informó al pueblo de las cir cunstancias de esta vil acción y del nombre del que la había cometido, con una amarga invectiva contra la tiranía del rey. Con lo cual el pueblo se conmovió de manera que, por consentimiento unánime y aclamación general, desterró a todos los Tarquinos, y la gobernación del Estado pasó de los reyes a los cónsules.
Conducido por las pérfidas alas de un deseo infame, el impúdico Tarquino abandona el ejército romano, y a toda prisa huye de Árdea, la villa sitiada, a llevar a Colatio el fuego sin cla ridad que, oculto bajo pálidas cenizas, acecha el momento de lanzarse y rodear con su cintura de llamas el talle del dulce amor de Colatino, la casta Lucrecia. Quizá este nombre de casta fue lo que, desgraciadamente, agudizó el filo no embotado de su irresistible deseo, cuando Colatino, sin poder reprimirse, celebró con imprudencia la mezcla in comparable de rosa y blanco que resplandecía en aquel firmamento de su felicidad, donde luceros mortales, tan luminosos como las magnificencias del cielo, le reservaban a él solo, en sus puros as pectos, peculiares encantos. Porque él mismo había descubierto la noche anterior, bajo la tienda de Tarquino, el teso ro de su feliz estado; la riqueza inestimable que le habían concedido los cielos al ponerle en posesión de su bella consorte, cotizando a tan alto precio su fortuna, que podían los reyes desposarse con más glorias, pero ni rey ni par con dama tan sin par. ¡Oh dicha solo gozada de unos pocos, que, no bien poseída, se evapora y pasa con la rapidez del fundente rocío plateado de la mañana ante los dorados esplendores del sol! ¡Fecha que expira, cancelada aun antes que llegue! Quien po see el honor y la belleza, solo tiene débiles medios de defensa contra un mundo de perfidias. La hermosura resalta por sí misma a los ojos de los hombres, sin orador que la realce. ¿Qué necesidad hay, pues, de hacer la apología de lo que es tan singular? ¿O por qué Colatino ha 120
descubierto la rica joya que debió sustraer a los oídos de los raptores, como su más querido bien? Quizá el elogio de la soberana gracia de Lucrecia fue lo que sugestionó a este arrogante vástago de un rey, pues por nuestros oídos son tentados con frecuencia nuestros corazones. Quizá fue la envidia de una prenda tan valiosa, que de safiaba toda ponderación, el aguijón que picó sus altivos pensamientos y le hizo indignarse ante el hecho de que los inferiores alabaran el lote dorado de que sus superiores carecían. Mas, sea lo que fuere, algún temerario pensamiento prestó alas a su más temeraria pri sa. Olvidándolo todo, su honor, sus asuntos, sus amistades y su linaje, se aleja rápidamente con el firme propósito de extinguir el ascua que arde en su hígado. ¡Oh vivo ardor falso contenido bajo el helado arrepentimiento, tu anticipada cosecha muere en tizón y no madura jamás! Cuando este pérfido señor llegó a Co latio, fue bien acogido por la dama romana, en cuyo rostro la belleza y la virtud luchaban a quién de los dos sostendría mejor su renombre. Cuando la virtud se alababa, la belleza enrojecía de pudor; cuando la belleza se jactaba de sus rubores, la vir tud, por despecho, trataba de borrar este oro con un blanco de plata. Pero la belleza, que tiene derecho a esta blancura, pues le viene de las palomas de Venus, acepta el encantador combate; entonces la virtud reclama a la belleza el carmín de la ver güenza que prestó a las gentes de la Edad de Oro para realzar sus mejillas de plata y que a la sazón llamó su broquel, enseñándoles a servirse de él en el combate, para que, cuando la vergüenza ataca ra, el rojo defendiese al blanco.
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
Este blasón se veía en el rostro de Lu crecia, demostrado por el rojo de la belleza y el blanco de la virtud. Belleza y virtud, reinas de sus colores respectivos, podían probar sus derechos desde la infancia del mundo. Sin embargo, su ambición las impulsa todavía a combatir. Su sobe ranía recíproca es tan grande, que frecuentemente intercambian sus tronos. Los ojos traidores de Tarquino abar can en sus castas filas los lirios y las rosas de esta guerra callada que contempla sobre el campo de su bello rostro; y de miedo a morir entre ellas, el cobarde, vencido y cautivo, se rinde a los dos ejér citos, que más quisieran dejarle partir que triunfar de un enemigo tan falso. Ahora halla que la elocuencia super ficial de su esposo –este pródigo que la ensalzó con avaricia– ha inferido daño a su hermosura en su gran esfuerzo para celebrarla, pues excede en mucho a sus estériles medios. Así, Tarquino, hechi zado, suple con el pensamiento la imperfección de la apología de Colatino en el mudo asombro de sus ojos, que no cesan de contemplar.
revista de s a n t a n d e r
Esta terrestre santa, adorada por este demonio, sospecha poco de su hipócrita adorador, pues los pensamientos inmaculados sueñan raras veces en el mal. Los pájaros que no han sido nun ca enviscados no se cuidan de arbustos traidores. Así, inocentemente y con toda confianza, hace buena recepción y respetuoso acogimiento a su egregio huésped, cuya maldad interior no trans parenta externamente su perfidia. Porque, encubriéndose con su estirpe elevada, ocultaba su torpe propósito en los plie gues de la majestad, aunque nada en él denotaba extravío, a no ser, en determinado instante, la extraordinaria admiración de su mirada, que, abrazándolo todo, todo lo dejaba sin satisfacer; pues, pobre en su riqueza, carece de tantas cosas en su abundancia, que, harto de mucho, aspiraba siempre a más. Pero ella, que nunca había dado ré plica a los ojos de un extraño, no pudo sorprender ningún pensamiento en sus miradas expresivas, ni leer los secretos sutilmente transparentes que se hallan estampados en las márgenes de cristal
121
La violación de Lucrecia
122
de semejantes libros. No habiendo hecho uso de ignorados alicientes, no temía los anzuelos. Así, no podía interpretar sus miradas lascivas. Todo lo que veía era que sus ojos estaban abiertos a la luz. El ensalza a sus oídos la gloria adqui rida por su esposo en las llanuras de la fértil Italia, y cubre de elogios el alto nombre de Colatino, ilustrado con su valerosa caballería, sus armas melladas y sus coronas de triunfo. Ella expresa su regocijo alzando las manos, y, sin decir palabra, agradece así al Cielo las glorias de su esposo. Tarquino presenta sus excusas por su llegada a Colatio, que colora con pretextos muy alejados de los fines que le han traído. Ningún in dicio nebuloso de un tiempo de violentas tempes tades aparece una sola vez en este bello cielo; hasta que la Noche sombría, madre de la Inquietud y del Terror, extiende sobre el mundo sus lóbregas tinieblas y en su prisión cavernosa encadenada al Día. Porque entonces Tarquino se hace conducir a su lecho, afectando laxitud y fatiga de ánimo, pues después de la cena ha conversado largo tiempo con la casta Lucrecia, y dejado correr la noche. Ahora el sueño de plomo lucha con las fuerzas de la vida, y todos se entregan al descanso, excepto los ladrones, los cuitados y las conciencias intranquilas, que permanecen en vela. Semejante a uno de ellos, Tarquino está acostado meditando en los diversos peligros que debe afrontar para la obtención de sus deseos. Pero, por más que sus esperanzas de débiles funda mentos le aconsejan abstenerse, su voluntad se resuelve siempre a realizarlo. Con frecuencia se recurre a la desesperación para lograr el éxito, y cuando un gran tesoro es el premio que se espera, aunque implique la muerte, en la muerte no se repara. Los que mucho codician se muestran tan ansiosos por adquirir, que por lo que no tie nen disipan y pierden lo seguro que poseen; y así, por aguardar lo más, alcanzan, al fin, lo menos. O si ganan algo, el fruto del esfuerzo es tan insigni ficante y tan lleno de inquietudes, que se ven en bancarrota por la pobre riqueza de su ganancia. El afán de todos tiende a mantener la existencia con honor, bienestar y dicha, en la edad
del descenso; y para lograr este fin es preciso una lucha tan fértil en obstáculos, que exponemos un bien por todos, o todos los bienes por uno, como, por ejemplo, la vida por el honor en la furia de las crueles batallas; la honra por la riqueza, y a menu do esta propia riqueza entraña la muerte de todo, y todo es perdido a la vez. Así, exponiéndonos a todo, abando namos las cosas que tenemos por las que espera mos, y esta odiosa fiebre que nos hace ambicionar mucho, nos atormenta con la mezquindad de lo que poseemos; de suerte que olvidamos nuestro bien personal y, por falta de razón, reducimos a nada algunas cosas por quererlas acrecentar. Un azar semejante va a correr ahora el insensato Tarquino al comprometer su honor por obtener el objeto de su lujuria; es preciso que se pierda a sí propio para que se satisfaga. ¿Dónde encontrará la verdad, si no tiene confianza en sí mismo? ¿Cómo esperará hallar un extraño justo, cuando por sí propio se destruye, entregándose a las lenguas calumniadoras y a los días odiosos y miserables? Ya se deslizan las horas en el centro de la amortecida noche, donde un sueño pesado cie rra los ojos mortales. Ninguna confortable estrella presta su luz. Ningún ruido se oye, a no ser los gritos de fúnebres presagios de búhos y lobos. He aquí el instante propicio en que pueden sorpren der a los inocentes corderos. Los pensamientos puros reposan en la soledad y en el silencio, mien tras el asesinato y la lujuria velan para mancillar y verter sangre. Y ahora el voluptuoso príncipe salta de su lecho, échase bruscamente el manto sobre el brazo y se agita febril entre el deseo y el temor. El uno le halaga dulcemente; el otro hace que le amedrente el mal; pero el honesto temor, embru jado por los encantos impuros de la lujuria, no le invita con demasiada frecuencia a que se retire, batido por la violencia del deseo insensato. Golpea quedamente con su espada un pedernal para hacer salir chispas de fuego de la piedra fría, de que logra encender sin tardanza un hachón de cera, que debe servir de estrella polar a sus ojos lascivos; y dice así deliberadamente a la llama: «Como he forzado este frío pedernal a
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
darme su fuego, así forzaré a Lucrecia a ceder a mi capricho.» Aquí pálido de temor, premedita los peligros de su horrible empresa, y discute en su fuero interno las desgracias sucesivas que pueden surgir de su acción. Después, arrojando el desdén de sus ojos, desprecia la indefensa armadura de su lujuria siempre carnicera, y censura así con justi cia a sus injustos pensamientos: «¡Refulgente antorcha, extingue tu luz y no la prestes para ennegrecer a aquella cuya luz excede a la tuya! ¡Y morid, pensamientos sacrí legos antes de manchar con vuestra impureza lo que es divino! ¡Ofreced puro incienso en tan puro santuario, y que la noble Humanidad aborrezca una acción que mancilla y empaña la modesta vestidura, blanca como la nieve, del amor! »¡Oh baldón de la caballería y de las brillantes armas! ¡Oh innoble deshonor para la tumba de mi familia! ¡Oh acto impío que encierra todos los desastres odiosos! ¡Oh guerrero, esclavo de una tierna pasión voluptuosa! El verdadero valor debiera estar siempre unido al verdadero respeto. Mi transgresión es tan vil, tan baja, que vivirá grabada en mi frente! »¡Sí, aunque muera, la ignominia ha de sobrevivirme y será lo que hiera la vista de mi cota dorada! El heraldo inventará algún estigma degradante para atestiguar el exceso de mi delirio culpable; y mis descendientes, avergonzados de esta marca, maldecirán mis huesos y no tendrán a pecado el desear que yo, su padre, no hubiera existido. »¿Qué es lo que gano, de alcanzar lo que busco? Un sueño, un soplo, la espuma de un goce furtivo. ¿Quién compara la alegría de un minuto por los lloros de una semana, o vende la eternidad para adquirir una fruslería? ¿Quién destruirá la viña por un solo dulce racimo? ¿O qué loco pordiosero, únicamente por tocar la corona, consintiera en exponerse a ser acto seguido aplas tado por el cetro? »Si Colatino ve en sueños mi inten ción, ¿no se despertará sobresaltado y en su rabia desesperada correrá aquí a toda prisa para preve nir este vil propósito, este asedio que cerca su tá lamo, este borrón para la mocedad, este percance
revista de s a n t a n d e r
para la cordura, este postrer suspiro de la virtud, esta infamia imperecedera, cuyo crimen arrastrará un oprobio sin límites? »¡Oh! ¿Qué excusa podrá hallar mi imaginación cuando me imputes un acto tan ne gro? ¿No enmudecerá mi lengua? ¿No temblarán mis frágiles articulaciones? Mis ojos ¿no olvidarán su luz? Mi pérfido corazón ¿no verterá sangre? Cuando es grande el delito, el temor que despier ta es más grande aún, y el temor extremado no puede ni combatir ni huir, sino que debe fenecer cobardemente en un estremecimiento de terror. »Si Colatino hubiera dado muerte a mi hijo o a mi padre; o hubiera dispuesto embos cadas para quitarme la vida; o si no fuera mi caro amigo, el deseo de ultrajar a su esposa podría ha llar excusa en la venganza o la represalia por tales ofensas. Pero como es mi pariente, mi íntimo, la vergüenza y la falta no tienen disculpa ni fin. »Es vergonzoso, sí, si llega a saberse, Es abominable… Pero no hay odio en el amar…; imploraré su amor; pero no, ella no se pertene ce…; lo peor en todo caso sería una negativa, re proches… ¡Mi voluntad es firme; la razón es débil para apartarla! ¡El que teme a una máxima o al refrán de un anciano se dejará intimidar por una figura de tapiz!» Así, protervamente, mantiene la dis puta entre la fría conciencia y la ardiente pasión, hasta que se despide de sus buenos pensamientos y se esfuerza en interpretar los malos en provecho
123
La violación de Lucrecia
124
propio, o que en un momento confunde y aniqui la todos los impulsos honestos y va tan adelante que lo vil aparece como una acción virtuosa. Y dice en su interior: «Me ha cogido afectuosamente por la mano, y ha mirado en mis ojos vehementes para buscar en ellos noticias, temiendo algún suceso desastroso de la banda guerrera en que milita su adorado Colatino. ¡Oh! ¡Cómo levantó en ella el miedo sus colores! Primero, el rojo, como las rosas, que arrojamos sobre el linón; en seguida, el blanco, como el linón cuando hemos quitado las rosas. »¡Y cómo su mano, en mi mano en cerrada, me obligó a que me estremeciera con un sincero temor! Este movimiento la hirió de tristeza y cerró mi mano más estrechamente, hasta que supo el buen estado de su esposo. Entonces su fisonomía resplandeció con una sonrisa tan dulce, que si Narciso la hubiera contemplado en ese ins tante, el amor de sí propio no le impulsara nunca a sumergirse en la fuente. »¿Por qué, pues, he de darme a la caza de pretextos o excusas? Todos los oradores son mudos cuando litiga la belleza. A los pobres des graciados es a quienes les remuerden sus pobres faltas. El amor no prospera en corazones que se espantan de las sombras. La pasión es mi capitán, él me conduce, y cuando está desplegado su alegre estandarte, hasta el cobarde lucha y no se deja derrotar. »¡Afuera, pues, miedo pueril! ¡Muere, vacilación! ¡Juicio y prudencia, id a dar escolta a la arrugada edad! Mi corazón no desmentirá nunca a mis ojos; la grave circunspección, las consideraciones minuciosas convienen al sabio. Yo represento el papel de la juventud, que las proscri be de su escena. ¡El deseo es mi piloto; la hermo sura, mi presa! ¿Quién, allí donde se encuentra tal tesoro, teme irse a pique?» Como el trigo candeal ahogado por el crecimiento del vallico, así la cautelosa inquietud se ve medio sofocada por la irresistible concupis cencia. El príncipe se desliza furtivamente fuera de su habitación, inquiriendo, con el oído abierto a la escucha, lleno de vergonzosa esperanza y presa de un recelo febril; la una y el otro, como servido res de la injusticia, le turban de tal modo con sus
contrarias persuasiones que ora proyecta una liga y ora una invasión. La divina imagen de ella siéntase en su pensamiento, y en el mismo trono se sienta Cola tino. Aquel de sus ojos que la mira lleva la confu sión a todo su ser; el que detiene sobre el guerrero, como más puro, no se inclina a contemplación tan pérfida y trata de llamar virtuosamente al cora zón, que, y a viciado, adopta el peor partido. Y entonces estimula en su interior a sus agentes serviles, que, lisonjeados por la jocun da apariencia de su jefe, llenan su lujuria como los minutos llenan las horas; y la audacia que les inspira su capitán crece de modo que pagan un homenaje más servil del que deben. Conducido así locamente por un deseo réprobo el príncipe romano marcha al lecho de Lucrecia. Los cerrojos que se interponen entre la alcoba y su apetito, forzados uno tras otro por él, abdican su guarda; pero, al abrirse, todos califican su fechoría con su rechinamiento, reproche que obliga al ladrón furtivo a cierta reflexión. Los um brales hacen zumbar las puertas para advertir su acercamiento; las comadrejas noctívagas chillan al verle allí y le sobresaltan; pero él, no obstante su miedo, avanza siempre. Conforme cada una de estas puertas tenaces le franquea la entrada; el viento, deslizán dose a través de las pequeñas venteaduras y de las rendijas de la residencia, lucha con su antorcha para detenerle y le sopla el humo a la cara, amor tiguando en cada caso la claridad que le guía; pero su ardiente corazón, abrasado de locos deseos, exhala un soplo contrario, que aviva la antorcha. Y, reanimada la luz, descubre un guan te de Lucrecia donde ha quedado fija su aguja. Lo recoge de la estera de juncos, donde lo ve abando nado; al cogerlo, la aguja le pincha el dedo, como para decirle: «Este guante no está habituado a juegos licenciosos; retorna a toda prisa; ya ves que los adornos de nuestra señora son castos.» Pero todos estos débiles obstáculos no logran detenerle; interpreta su repulsa en el peor sentido: las puertas, el viento, el guante que le retardan, los toma como accidentes de prueba, o como esos resortes que regulan a cada hora el cuadrante y retardan su movimiento al medir su
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
marcha, hasta que cada minuto ha pagado su dé bito a la hora. «¡Bah, bah! –dice mentalmente–, estos obstáculos se presentan en mi aventura como esas pequeñas heladas que a veces amenazan la prima vera para añadir mayor encanto a los primeros bellos días y ofrecer a los ateridos pájaros más razones para cantar. La fatiga paga el interés de toda valiosa presa. Las rocas enormes, los fuertes vendavales, los osados piratas, los escollos y ban cos de arena, constituyen los terrores del mercader antes de desembarcar en su tierra enriquecido.» Ya ha llegado a la puerta del dormi torio que le cierra el cielo de sus pensamientos. Un pestillo que con facilidad puede ceder, y nada más, es lo que le separa del objeto bendito que busca. La impiedad ha extraviado a tal punto su alma, que se pone a rogar para obtener su presa, como si los cielos pudieran proteger su crimen. Pero, en medio de su infructuosa plegaria, después de haber solicitado del poder eterno que otorgue esta bella belleza a sus impu dicias criminales, y que en tal momento le sean los hados propicios, se detiene de golpe, estreme ciéndose: «¡Fuerza será que la desflore –dice–. Los poderes que invoco detestan el hecho. ¿Cómo, pues, pueden asistirme en este acto? »Sean, entonces, mis dioses y guías el Amor y la Fortuna. Mi voluntad se apoya en la resolución. Los pensamientos no son más que sueños hasta que sus efectos se experimentan. La absolución lava el más negro pecado. El hielo del temor se disuelve ante el fuego del amor. Los ojos del cielo están cerrados y la noche tenebrosa ocul ta el oprobio que sigue a la dulce voluptuosidad.» Esto dicho, su mano culpable hace saltar el pestillo, y con su rodilla abre de par en par la puerta. La paloma de que intenta apoderar se este búho nocturno es presa del sueño. Así lleva a cabo su obra la traición antes que los traidores sean descubiertos. El que apercibe la escondida serpiente se aparta a un lado; pero Lucrecia, que está dormida profundamente y que no teme nada semejante, yace a merced de su mortal punzada. El príncipe avanza perversamente por la alcoba y contempla su lecho todavía inmacula do. Corridas las cortinas, ronda a su alrededor, y
revista de s a n t a n d e r
sus ojos llenos de apetito giran en sus órbitas; su corazón está alucinado por su enorme traición, que da en seguida a su mano la voz de orden para apartar la nube que envuelve la plateada luna. ¡Ved! Como el refulgente sol de rayos de fuego, cuando se precipita fuera de una nube deslumbra nuestra vista, así, una vez entreabiertas las cortinas, los ojos de Tarquino comienzan a parpadear cegados por una mayor luz. Los ofus que el resplandor de Lucrecia o un aparente resto de pudor, la verdad es que se nublan y permane cen cerrados. ¡Oh! ¡Que no quedaran muertos en su tenebrosa prisión! Habrían visto entonces el fin de su maldad, y Colatino hubiera podido aún repo sar al lado de Lucrecia en su siempre honorable tálamo. Pero es preciso que se abran para matar esta unión bendita; y la Lucrecia de santas inten ciones tiene que abandonar, a la vista de ellos, su alegría, su existencia y su satisfacción del mundo. Su mano de lirio descansa bajo su mejilla de rosa, frustrando un beso legítimo a la almohada, que, colérica, parece dividirse en dos, inflándose de enojos de ambos lados por carecer de su gloria. En medio de estas dos colinas, su cabeza reposa como en una tumba. Y así se ofrece, semejante a una sagrada efigie, a los ojos liberti nos y profanos. Su otra mano linda, fuera del lecho, posábase sobre la verde colcha; su perfecta blan cura, que bañaba su sudor de perla semejante al rocío de la noche, la mostraba como una marga rita de abril sobre el césped. Sus ojos, igual que caléndulas, habían cerrado su brillante cáliz y descansaban engastados dulcemente bajo un dosel de sombras, hasta que pudieran abrirse para ata viar el día. Sus cabellos, como hilos de oro, ju gueteaban con su hálito. ¡Oh castidad voluptuosa! ¡Voluptuosidad casta! Parodiaban el triunfo de la vida en el mapa de la muerte, y el aspecto sombrío de la muerte en el eclipse de la vida. Cada una era en su sueño tan hermosa como si entre ellas no existiera ningún combate, sino dijérase que la vida vivía en la muerte y la muerte en la vida. Sus senos, globos de marfil circuidos de azul, pareja de mundos vírgenes todavía sin
125
La violación de Lucrecia
126
conquistar, no conocían otro yugo sino el que les hacía llevar su señor, y a él le estaban fieles bajo la fe del juramento. Estos mundos engendran en Tarquino una nueva ambición, y, como usurpador criminal, viene a derribar de este bello trono a su legítimo propietario. ¿Qué podía ver en que no reparara con toda la fuerza de su admiración? ¿En qué podía reparar que no codiciase con toda la fuerza de su deseo? Cuanto contempla le hace delirar en ince sante frenesí, y su mirada ansiosa se ceba en sus ansias. Con más que admiración admira las azules venas de ella, su cutis de alabastro, sus labios de coral y los hoyuelos de su mentón, blancos como la nieve. A semejanza del feroz león que juega con su presa cuando el placer de la victoria enerva un momento la aspereza de su hambre, así Tarqui no se goza ante esta alma dormida; la rabia de su deseo queda amortiguada por la contemplación, contenida, mas no domada, pues hallándose tan cerca, sus ojos, que han restringido un instante esta rebelión, excitan a sus venas con mayor al boroto. Y ellas, como esclavos vagabundos que combaten por el pillaje, vasallos endurecidos por crueles hazañas, que se gozan en el sangriento asesinato y en la violación y no respetan lágrimas de niños ni lamentos de madres, se hinchan en su orgullo, en espera del ansiado choque. Inmediata mente, su palpitante corazón da la señal de alarma para la fogosa embestida y, batiendo carga, les ordena obrar a discreción. Su corazón tamborileante infunde ardor a los encendidos ojos; sus ojos transmiten la dirección de su mano; su mano, como orgullosa de tal dignidad, humeante de soberbia, marcha a tomar puesto en el desnudo pecho de Lucrecia, centro de todo su territorio corporal. Y en el mo mento en que intenta escalarlo, las filas de venas azules del seno abandonan sus torrecillas redon das y las dejan desamparadas y pálidas. Estos centinelas azules dirígense en tropel al tranquilo gabinete en que reposa su dueña y querida soberana, le comunican que está asediada peligrosamente y la atemorizan con la confusión de sus gritos. Ella, muy sobresaltada,
abre bruscamente sus ojos cerrados, que al aso marse para apreciar el tumulto quedan deslum brados y vencidos por la humeante antorcha. Imaginaos a Lucrecia como una per sona despertada de un pesado sueño por una horrible visión en lo más profundo de la noche, que cree haber contemplado un lúgubre fantasma, cuyo aspecto disforme ha hecho temblar todos sus miembros. ¡Qué terror este! Mas ella está en peo res circunstancias, pues salida del sueño, percibe en toda su realidad la aparición que justifica su terror imaginativo. Envuelta y confundida por mil te mores, como un pájaro acabado de herir de muerte, yace temblando; no osa tender la mirada; sin embargo, al cerrar las pupilas, ve terribles es pectros que pasan rápidamente ante sus ojos; tales visiones son imposturas del cerebro debilitado, que, resentido al ver que los ojos esquivan la luz, los espanta en las tinieblas con espectáculos más terribles. La mano de él, que aún permanece sobre el seno de ella (¡brutal ariete que bate en brecha semejante muro de marfil!) puede sentir su corazón –¡pobre ciudadano!–, que, acongojado e hiriéndose de muerte, se levanta y se hunde, y golpea contra el bulto que saquea esta mano. Esto le mueve a mayor rabia, y a menor piedad, para abrir la brecha y entrar en su dulce recinto. Primero, como una trompeta, su len gua se dirige en son de parlamento a su enemiga pusilánime, que por encima de la blanca sábana asoma su mentón más blanco aún, para inquirir la razón de tan temerario asalto, que él se esfuer za en explicarle por gestos mudos; pero ella, con vehementes súplicas, insiste siempre en saber bajo qué color comete este acto. El replica así: «El color de tu cara (que hace siempre palidecer de cólera al lirio y enro jecer a la rosa purpúrea en su propia vergüenza) contestará por mí y te dirá la historia de mi amor. Este es el color del estandarte bajo el cual he veni do a escalar tu fortaleza nunca conquistada. Tuya es la culpa, pues tus ojos son los que te han entre gado a los míos. »De modo que, si vas a reconvenirme, me anticiparé para expresarte que tu belleza es
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
la que te ha tendido un lazo esta noche, donde resignadamente es preciso que cedas a mi pasión. Ella te ha elegido para mi delicia terrestre. He intentado con todas mis fuerzas domar mi deseo; pero, conforme los reproches de la conciencia y la razón los dejaban por muertos, la llamarada de tu hermosura les daba nueva vida. »Vislumbro los males que ha de aca rrear mi empresa. Sé qué espinas defienden a la rosa en su tallo. Comprendo que la miel está guar dada por un aguijón; todo esto me lo representó ya la prudencia; pero el deseo es sordo y no atien de vigilantes amigos. Solo dispone de ojos para extasiarse en la hermosura, y se apasiona de lo que contempla, contra toda ley y todo deber. »En el fondo de mi alma he debatido qué ultraje, qué ignominia, qué dolores voy a engendrar; pero nada puede reprimir el curso de mi pasión ni contener la furia ciega de su arran que. Sé que a continuación de este acto vendrán lágrimas de arrepentimiento, reproches, desdenes, enemistad mortal; y, no obstante, me empeño en abrazar mi infamia.» Dicho lo cual, blande por encima de Lucrecia su hoja romana, como un halcón cer niéndose en los aires, cuya abatida presa cubre con la sombra de sus alas y cuyo corvo pico la amenaza de muerte si se remonta. Así, bajo la insultante espada del romano, yace la inocente Lucrecia, oyendo sus palabras con tembloroso espanto, como el ave que escucha los cascabeles del halcón. «¡Lucrecia! –exclama–. Tengo que gozarte esta noche; si me rechazas, la fuerza me abrirá el camino; pues me propongo matarte en tu lecho; realizado lo cual, quitaré la vida a cualquie ra de tus míseros esclavos, para arrancarte vida y honra a un tiempo; después lo colocaré en tus inertes brazos, y juraré que le di muerte viéndote abrazarle… »Así, al sobrevivirte, tu marido vendrá a ser objeto de irrisión de todos los ojos; tus deu dos inclinarán la cabeza bajo esta deshonra; tus descendientes llevarán la mancha de una bastardía sin nombre. Y tú, autora de tu oprobio, verás tu delito pasar a las coplas y cantarse por los niños en los tiempos futuros.
revista de s a n t a n d e r
»Pero si cedes, continuaré siendo tu amigo secreto: una falta oculta es como una idea sin realizar. Sufrir un pequeño mal para conse guir un fin útil e importante pasa por acto de política legal. En ocasiones la hierba venenosa se combina en un compuesto exento de peligros; y así aplicada, su veneno se purifica por sus efectos saludables. »Así, pues, en bien de tu esposo y de tus hijos, acoge mi súplica. No les legues por dote la vergüenza que ningún mentís podrá borrar, la mancilla que jamás será olvidada y que resultaría peor que la herradura del esclavo o la señal que saca el recién nacido; pues las marcas que pre sentan los hombres al venir al mundo son faltas de la Naturaleza, no infamias que les incumben.» Tras estas razones, se yergue y hace una pausa, fijando sobre ella su mirada semejante a los ojos mortíferos del basilisco; en tanto ella, re trato de la pura piedad, parécese a una corza blan ca que, bajo las garras agudas de un grifo, implora en un desierto en que las leyes no existen, cerca de la fiera brutal, que no conoce el derecho clemente ni obedece a otra cosa que a su infame apetito. Pero cuando una nube negra amenaza el mundo, y oculta bajo su velo de sombras opacas las altaneras cumbres, de las oscuras entrañas de la tierra emerge una dulce brisa que desaloja de su residencia esos vapores tenebrosos e impide, dividiéndolos, su inminente caída. Así el apresura miento impío de Tarquino retárdase por las pala bras de Lucrecia, y el malhumorado Plutón cierra los ojos, mientras toca Orfeo. No obstante, odioso gato rondador de noche, no hace sino jugar con el débil ratón, todo jadeante bajo el estrecho lazo de su garra. La actitud desesperada de Lucrecia aguza su apetito de buitre, sima voraz que queda vacía aun en la abundancia. Sus oídos admiten las súplicas de su víctima; mas su corazón no concede acceso algu no a sus quejas. Las lágrimas endurecen la lujuria, a pesar de que la lluvia desgasta el mármol. Los ojos de Lucrecia, que imploran piedad, quedan fijos tristemente sobre los pliegues inflexibles de su rostro; su púdica elocuencia va mezclada con suspiros, que agregan un hechizo mayor a su oratoria. Frecuentemente, coloca sus
127
La violación de Lucrecia
128
períodos fuera de lugar; y mientras habla, el dolor la interrumpe de tal modo, que se ve obligada a volver a empezar lo que quiere decir. Ella le conjura por el altísimo y pre potente Júpiter, por la caballería, por el linaje, por los juramentos de una dulce amistad, por su inesperado llanto, por el amor de su esposo, por la santidad de las leyes humanas y la fe común, por el cielo y por la tierra, y por todo el poder de ambos, que se retire al lecho que le ha prestado la hospitalidad y ceda al honor y no a un apetito vergonzoso. Le dice: «No recompenses la hospi talidad con el negro pago que te has propuesto; no enturbies la fuente que te da de beber. No corrom pas la cosa que no puede repararse; renuncia a tu propósito criminal antes de lanzar tu flecha. Es un indigno cazador el que tiende su arco para herir fuera de estación a una pobre cierva. »Mi esposo es tu amigo; abstente de mí en consideración a él. ¡Tú estás muy alto; en gracia tuya, déjame en paz! Yo soy un ser débil; no me tiendas, pues, ninguna trampa; tu semblante no aparenta perfidia; no sea pérfido conmigo; mis suspiros, como torbellinos, se esfuerzan por trasladarte fuera de aquí. Si alguna vez un hombre se conmovió por los ayes de una mujer, déjate conmover por mis lágrimas, por mis suspiros, por mis sollozos. »Todos ellos, como un océano en turbulencia, baten tu corazón de roca, que te amenaza con el naufragio, para ablandarlo por su continuo movimiento, pues las piedras sueltas se convierten en agua. ¡Oh! Si no eres más duro que una piedra, fúndete en mis lágrimas y ten compa sión. La dulce piedad se introduce por una puerta de hierro. »Te hospedé en la creencia de que eras Tarquino. ¿Asumiste su forma para deshonrarle? Me quejo a toda la cohorte celestial de que ultrajas su honor; de que hieres su nombre de príncipe; no eres lo que aparentas, y si eres él mismo, no apa rentas lo que eres: un dios, un rey; que los reyes, a semejanza de los dioses, deben gobernar toda cosa. »¡ Cuánto ganará tu ignominia en la edad madura, cuando tus vicios echan así capullos
antes de tu primavera! Si osas cometer tal ultraje, no siendo todavía más que una esperanza, ¿a qué no te atreverás una vez que seas rey? ¡Oh, acuérda te! Si ninguna acción criminal cometida por vasa llos logra borrarse, la tierra de la tumba no puede ocultar las malas acciones de los reyes. »Esta acción hará que solo se te ame por temor; pero los monarcas felices son siempre temidos por amor. Tendrás que transigir con los más aborrecibles criminales cuando te muestren que eres culpable de los mismos crímenes que ellos. Renuncia a tu deseo, aunque no sea sino por esta consideración, pues los príncipes son el espejo, la escuela, el libro en que los ojos de sus súbditos miran, se instruyen, leen. »¿Y quieres ser tú la escuela en que se aleccione la lujuria? ¿Permitirás que estudie en ti textos de semejante villanía? ¿Quieres ser el espejo en que descubra la autorización del pecado, la inmunidad contra el oprobio, para privilegiar en nombre tuyo el deshonor? Prefieres el desprecio al panegírico inmortal y haces de la buena reputa ción no más que una alcahueta. »¿Tienes poder? En nombre del que te lo ha dado, manda con un corazón puro a tu voluntad rebelde. No desenvaines tu espada para proteger la iniquidad, pues te fue prestada para exterminar toda su línea. ¿Cómo habrás de llenar tus augustos deberes, si, tomando tu falta como ejemplo, el odioso crimen podrá decir que él aprendió a pecar y que tú le enseñaste el camino? »¡Medita solamente qué vil espec táculo fuera para ti contemplar en otro tu actual delito! Las faltas de los hombres se les muestran rara vez; ellos ahogan parcialmente sus propias transgresiones. Este crimen te parecería digno de muerte en tu hermano. ¡Oh! ¡Qué rodeados por la infamia se encuentran los que desvían sus ojos de sus propios delitos! »¡Hacia ti, hacia ti tiendo mis manos levantadas, no hacia la lujuria seductora, tu teme raria confidente! Imploro el llamamiento de tu majestad desterrada; déjala que retorne, y retira esos pensamientos corrompidos. Su franco honor aprisionará esos falsos deseos, y disipando la espe sa nube que cubre tus ojos extraviados, hará que aprecies tu situación y te apiades de la mía.»
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
«¡Basta! –responde él–; la marea irre sistible de mi deseo no desanda lo andado, sino que sube más arriba por esta barrera. Las luces débiles se apagan pronto; las enormes hogueras persisten, y el viento no hace sino acrecentar su furia. Los pequeños riachuelos, que pagan su deuda diaria a su soberano, el salado mar, añaden caudal a sus ondas con el tributo de sus aguas dulces, pero no alteran su sabor.» «Tú eres –responde ella– un mar, un rey soberano, y, ¡mira!, dentro de tus ondas sin límites se descargan la negra lujuria, el deshonor, la infamia, el desarreglo, que tienden a manchar el océano de tu sangre. Si todos estos abominables vicios cambian tu virtud, tu mar va a enterrarse
revista de s a n t a n d e r
en una concavidad de fango, y no se verá el fango disipado en tu mar. »Así, tus esclavos serán reyes, y tú su esclavo. Tu nobleza se envilecerá, su vileza será ennoblecida. Serás su vida brillante, y ellos tu más afrentosa tumba; serás execrable por su vergüen za, y ellos por tu orgullo. Las cosas menudas no debieran ocultar a las más grandes. El cedro no se comba al pie del vil arbusto, sino que los humildes arbustos se secan junto a las raíces del cedro. »Así, haz de tus pensamientos vasallos sumisos de tu poder…» «¡No más! –exclama él–. ¡Por el cielo, no quiero oírte! Cede a mi amor o, si no, el odio brutal, sustituyendo al recatado con tacto de la pasión, te desgarrará cruelmente. He
129
La violación de Lucrecia
130
cho esto, te llevaré maliciosamente al lecho vil de algún miserable lacayo para hacerlo tu asociado en esta vergonzosa perdición.» Dicho esto, pone su pie sobre la antorcha, pues la luz y la lujuria son enemigos mortales. El crimen, envuelto en la ciega noche, que todo oculta, es tanto más tiránico cuanto más invisible. El lobo ha cogido su presa; la pobre cordera chilla hasta que su voz, dominada con su propio blanco vellón, se ve obligada a sepultar sus clamores en el dulce pliegue de sus labios. Porque, con la ropa blanca de noche que la cubre, procura hacer refluir dentro de su boca sus piadosos lamentos, refrescando su ardiente rostro en las más castas lágrimas que fueron vertidas de púdicos ojos bajo el imperio del dolor. ¡Oh! ¡Que la lujuria apostada deshonre un lecho tan puro! Si el llanto pudiera purificar la mancilla, Lucrecia dejaría eternamente correr sus lágrimas. Pero ella ha perdido una cosa más cara que la vida, y él ha ganado lo que quisiera perder ahora. ¡Esta forzada alianza fuerza a una nueva lucha! Esta momentánea alegría engendra meses de dolor; este ardiente deseo se convierte en frío desdén. La pura castidad ha sido despojada de su tesoro, y la lujuria, que lo ha robado, queda más pobre que antes. ¡Ved! Como el galgo harto de alimen to, o el halcón ahíto, incapaces ya de la finura del olfato o la rapidez del vuelo, persiguen lentamente o dejan escapar por completo la presa que de natural ansían, así es en esta noche la actitud de Tarquino saciado. Su manjar delicioso, agriándose por la digestión, devora su deseo, que hacía vivir una torpe voracidad. ¡Oh crimen profundo, que no puede concebirte el pensamiento que se sumerge en la mar apacible del ensueño! Fuerza es que el Deseo, borracho, vomite lo que ha ingerido, antes de con siderar su propia abominación. En tanto impera la insolencia de la lujuria, ningún freno puede dominar su ardor ni reprimir su deseo temerario, hasta que la propia obstinación se fatigue y caiga como un rocín. Y entonces, con las mejillas flacas, lacias y descoloridas, con los ojos apesarados,
arrugado el entrecejo y el paso vacilante, el débil Deseo, todo apocado, pobre y humilde, seme jante a un insolvente mendigo, se lamenta de su situación. Mientras la carne se siente lasciva, el Deseo lucha con la Virtud, pues entonces se halla embriagado; pero cuando la excitación sensual de la primera cae, el rebelde culpable suplica para obtener perdón. He aquí lo que sucede a este facineroso noble romano, que tan ardorosamente perseguía la ejecución de su deseo. Porque ahora pronun cia contra sí mismo esta sentencia: que se halla por siempre envilecido; que, además, el soberbio templo de su alma está profanado, y que sobre sus tristes ruinas se congregan legiones de inquietudes para preguntar a esta princesa mancillada en qué estado se encuentra. Ella responde que sus súbditos, por una odiosa insurrección, han derribado sus sacro santas murallas, y, por su crimen mortal, reducido a servidumbre su inmortalidad, haciéndola escla va de una muerte viviente y de una pena eterna. Que, gracias a su presciencia, les había resistido siempre; pero su previsión no pudo prevenir su voluntad. Presa de estos pensamientos, se desliza a través de la noche tenebrosa, cautivo vencedor que ha perdido en la ganancia, llevando la herida que nada curará, la cicatriz que remedio alguno hará desaparecer, y dejando a su víctima entrega da a los dolores más grandes. Ella soporta el peso de la lujuria que él ha dejado tras sí, y él la carga de un alma culpable. Semejante a un perro ladrón, se es quiva tristemente de la estancia. Ella, como una oveja fatigada, queda allí palpitante. El se enfada consigo mismo y se aborrece por su atentado; ella, desesperada, se desgarra la carne con sus uñas; él huye despavorido, transpirando el miedo de su crimen; ella permanece maldiciendo esta noche horrorosa; él se aleja y se reprocha su execrado placer fugaz. El se retira de allí, penitente, anonada do. Ella queda náufraga, sin consuelo. El anhela en su prisa la luz de la mañana. Ella implora no ver jamás el día. «Porque el día –dice– descubre las faltas de la noche, y mis ojos sinceros no han
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
aprendido nunca a ocultar las afrentas bajo el disimulo de una mirada. »Creen que los demás ojos no podrán ver sino la misma desgracia que ellos contemplan, y por eso querrían permanecer siempre en las sombras, a fin de guardar en secreto su secreta infamia. Porque con sus lloros revelarán su ultraje, y como el agua corroe el acero, grabarán sobre mis mejillas la desesperada vergüenza que siento.» He aquí a ella clamar contra el reposo y el sueño, y condenar sus ojos a una eterna ce guera. Golpeándose el pecho, despierta su corazón y le manda salir fuera y buscar algún seno más puro, que sea digno de encerrar un alma tan pura. Frenética de dolor, exhala así su odio contra la discreción silenciosa de la noche: «¡Oh Noche, asesina de la felicidad, imagen del infierno! ¡Sombrío protocolo y es cribano de la vergüenza! ¡Siniestra escena de tragedias y de horrendos asesinatos! ¡Vasto caos, encubridor de crímenes! ¡Nodriza de oprobios, ciega y velada celestina, albergue tenebroso de la infamia, horrible antro de la muerte, conspiradora cuchicheante con la traición de lengua muda y con el raptor! »¡Oh Noche odiosa, de vapores y bru mas! Pues eres culpable de mi crimen sin remedio, ¡reúne tus tinieblas para salir al encuentro de la luz del Oriente y hacer guerra contra el curso ordenado del tiempo! Y si quieres permitir al sol que trepe hasta su altura acostumbrada, circunda al menos su cabeza de oro, antes de ponerse, de nubes ponzoñosas. »Corrompe el aura matinal con una humedad fétida; que sus exhalaciones pútridas hagan enfermar a esta pureza viviente, el supre mo Febo, antes que arribe a su penosa cúspide meridiana, y puedan sus tensas brumas marchar en batallones tan espesos, que su luz, ahogada en sus filas humosas, se ponga a mediodía y ocasione una noche perpetua. »Si Tarquino fuese la Noche, en vez de ser únicamente hijo de la Noche, mancharía a la reina de resplandores plateados, y las estrellas, sus doncellas de confianza, violadas también por él, no osarían mostrarse sobre el seno tenebroso de la noche. Así, mi pena hallaría copartícipes;
revista de s a n t a n d e r
que el dolor repartido se hace menos sensible, como las pláticas de los palmeros abrevian su pe regrinación. »Mientras que ahora no tengo a nadie que se sonroje conmigo, que cruce los brazos; que, imitándome, incline al suelo la frente, se encubra la cara y oculte su vergüenza, sino que yo sola he de gemir sola en mi abandono, sazonando la tierra con lluvias de llanto salino de plata, mezclando lá grimas a mis palabras, sollozos a mi dolor, pobres sepulcros deshechos de una lamentación eterna. »¡Oh Noche, horno de odiosos y es pesos vapores! ¡No permitas que el día celoso contemple esta cara que, bajo tu negro manto que todo lo cubre, oculta los estigmas con que la ha desfigurado el impudor! Guarda siempre la po sesión de tu poder tenebroso, para que todas las faltas cometidas en tu reinado queden igualmente sepultadas en sus sombras. »¡No me hagas objeto de las revela ciones del Día! Su luz mostrará impresa en mi frente la historia de la ruina de una inefable casti dad, la ruptura impía de los juramentos sagrados del matrimonio. Sí; el iletrado que no sepa cómo descifrar lo que está escrito en los libros doctos, desentrañará en mis miradas mi asquerosa viola ción. »La nodriza, para acallar a su peque ñuelo, le contará mi historia y amedrentará a su lloroso nene con el nombre de Tarquino. El ora dor, para adornar su elocuencia, asociará mi opro
131
La violación de Lucrecia
132
bio a la infamia de Tarquino. En las fiestas, los ministriles, cantando mi infortunio, cautivarán la atención del auditorio, al relatar línea por línea cómo me ultrajó Tarquino y yo a Colatino. »¡Que mi buen nombre, esta repu tación inaprehendible, quede sin mancha por amor de mi amado Colatino! Si mi honor se convierte en tema de disputa, la podredumbre alcanzará las ramas de otro tronco y un reproche inmerecido le será asignado al que es tan inocente de mi culpa como pura era yo antes de ahora para Colatino. »¡Oh oculta vergüenza! ¡Desgracia in visible! ¡Oh llaga que no se siente! ¡Herida intima, ultraje del crestón de la celada! La vergüenza que da inscrita en la frente de Colatino, y los ojos de Tarquino podrán leer de lejos la inscripción que cuente cómo fue herido en la paz y no en la gue rra. ¡Ay! ¡Cuántos existen que llevan sin advertirlo estos golpes afrentosos, que únicamente conocen los que los han dado! »Si es verdad, Colatino, que tu honor radica en mi, sabe que este me ha sido arrebatado por el asalto de la violencia. Mi miel está perdida, y yo, abeja semejante a un zángano, nada conservo de mi panal de estío, saqueado y sustraído por injuriante hurto. En tu frágil colmena se ha intro ducido una avispa vagabunda y libado la miel que tu casta abeja depositaba. »No obstante, soy culpable del nau fragio de tu honor. Y, sin embargo, en honor tuyo recibí a Tarquino; viniendo de tu parte, no podía despedirle, pues hubiera sido un deshonor tratarle con desdén. Además, quejábase de cansancio y ha blaba de virtud. ¡Oh! ¡Maldad imprevista, cuando la virtud es profanada por un demonio semejante! »¿Por qué el gusano se introduce en el capullo virginal, o los odiosos cuclillos incuban en los nidos de los gorriones, o los sapos infectan con fango venenoso los manantiales puros, o la demencia tiránica se desliza en las almas nobles, o por qué violan los reyes sus propios decretos? Pero no hay perfección en si tan absoluta que no la manche alguna impureza. »El anciano que embaúla su oro se ve aquejado por calambres, gota y crueles dolores, y apenas tiene ojos para contemplar su tesoro, pues,
semejante a Tántalo, siempre desfallecido, entroja inútilmente la cosecha de su industria, sin alcan zar otro goce de su ganancia que el tormento de pensar que esto no puede curar sus males. »Así, pues, posee las riquezas, cuando de nada le sirven, y las transmite en propiedad a sus hijos, que, rebosando orgullo, abusan de ellas inmediatamente. El padre era demasiado débil y ellos son demasiado fuertes para conservar largo tiempo su maldita y a la vez dichosa fortuna. Las dulzuras que hemos anhelado se cambian en de testables acideces desde el momento en que pode mos llamarlas nuestras. »Ráfagas de viento impetuosas acom pañan a la tierna primavera; plantas nocivas mezclan sus raíces con las flores más lozanas; la serpiente silba donde cantan los melodiosos pájaros; lo que engendra la virtud lo devora la iniquidad. No hay bienes que podamos llamar nuestros, pues la aciaga oportunidad destruye su vida o altera sus cualidades. »¡Oportunidad! ¡Oh! ¡Grande es tu culpa! Tú eres la que pone por obra la traición del traidor; la que guía al lobo al sitio en que puede esperar al cordero. Tú muestras la hora propicia al que trama el atentado. Tú eres la que vejas al derecho, a la ley, a la razón; y en tu caverna som bría, donde nadie puede descubrirlo, se embosca el Pecado para apoderarse de las almas que se le aproximan. »Tú obligas a la vestal a que viole su juramento; atizas la llama que funde el hielo de la moderación. ¡Ahogas la honradez, asesinas la verdad! ¡Indigna provocadora, conocida alcahue ta! ¡Siembras el escándalo y extirpas la alabanza! ¡Corruptora, traidora, ladrona, desleal, tu miel se cambia en hiel, tu alegría en dolor! »Tus goces secretos truécanse en ver güenza declarada, tus festines privados en ayuno público, tus lisonjeros títulos en un despreciable nombre; tu elocuencia azucarada tiene el amar go sabor del ajenjo, tus vanidades violentas no pueden nunca subsistir. ¿Cómo, pues, vil Opor tunidad, siendo tan detestable, te buscan tantas gentes? »¿Cuándo consentirás en ser la amiga del humilde suplicante y en conducirle allí donde
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
podría acogerse su petición? ¿Cuándo fijarás la hora favorable para terminar grandes querellas o para liberar el alma que la miseria ha agarrota do? ¿Cuándo darás medicina al enfermo y alivio al postrado? El pobre, el impedido, el ciego, se tambalean, se arrastran, te invocan; pero ¡nunca se encuentran con la Oportunidad! »El paciente muere mientras el físico reposa, el huérfano desfallece en tanto el opresor se harta, el juez festeja mientras llora la viuda; la consulta se divierte mientras el contagio se propa ga. ¡No concedes un instante a los actos caritati vos! ¡La cólera, la envidia, la traición, el rapto, el furor asesino, escoltan siempre como pajes suyos tus horas odiosas! »Cuando la Verdad y la Virtud ne cesitan de ti, mil obstáculos les separan de tu apoyo. Compran tu ayuda, pero el Pecado no da jamás un óbolo; llega gratis y tú te muestras tan complaciente en oírle como en concederle lo que solicita. Mi Colatino hubiera podido venir aquí al mismo tiempo que Tarquino, mas tú le retuviste. »Eres reo de asesinato y robo; reo de soborno y perjurio; reo de traición, falsedad e im postura; reo de esa abominación llamada incesto. Y cómplice, por inclinación natural, de todos los crímenes pasados y de todos los venideros, desde la Creación hasta el Juicio final. »¡Tiempo deforme, compinche de la odiosa Noche, ágil y sutil correo, mensajero del terrible cuidado, devorador de la juventud, falso esclavo del falso placer, vil guardián de los dolores, caballo de carga del crimen, trampa de la virtud, que alimentas lo que es y matas lo que existe! ¡Oh! Escúchame, pues, Tiempo injurioso y desleal; sé culpable de mi muerte, ya que lo eres de mi des honra. »¿Por qué tu sierva, la Oportunidad, ha traicionado las horas que me otorgaste para el descanso, roto mi fortuna y encadenado mi vida a la data eterna de un dolor inacabable? El oficio del Tiempo es poner fin al odio de los enemigos, destruir los errores engendrados por la opinión y no malgastar las arras de un lecho legítimo. »Gloria del Tiempo es dirimir las con tiendas entre los príncipes; desenmascarar la false dad y hacer que la verdad resplandezca; imprimir
revista de s a n t a n d e r
el sello de los siglos en las cosas pasadas; velar durante el día y servir de centinela en la noche; perseguir al injusto hasta que vuelva al derecho; aniquilar bajo el peso de tus horas los edificios magnificentes y ensuciar de polvo sus centellean tes torres doradas. »Carcomer por todas partes los sun tuosos monumentos; alimentar el olvido con la decadencia de las cosas; borrar los antiguos códices y alterar su contenido; arrancar plumas a las alas de los viejos cuervos; secar la savia de las seculares encinas y nutrir sus brotes; deteriorar las antigüedades de acero forjado, y dar vueltas a la caprichosa rueda veloz de la Fortuna. »Presentar a la abuela las hijas de su hija; hacer del niño un hombre y del hombre un niño; matar el tigre que vive del asesinato; domar al unicornio y al salvaje león; burlarse del astuto convirtiéndolo en engañado; esperanzar al labra dor con una cosecha abundante, y destruir enor mes piedras en menudas gotas de agua. »¿Por qué cometes el mal en tu pe regrinación, si no puedes volver sobre tus pasos para repararlo? Un simple minuto de vuelta atrás te crearía en un siglo entero un millón de amigos, pues otorgaría sensatez a los que prestan a malos deudores. ¡Oh! ¡Si quisieras retrogradar en una hora esta terrible noche, yo podría precaver esta tormenta y eludir tu naufragio! »¡Tú, lacayo inmortal de la Eternidad, detén en su fuga a Tarquino con cualquier per cance; inventa por encima de lo posible cuanto pueda concebirse de extraordinario para hacerle maldecir esta noche maldita y criminal! ¡Que espectros terribles espanten sus ojos impúdicos, y que el cruel pensamiento de su perversa acción transforme cada zarza en un diablo horriblemente deforme! »Turba sus horas de descanso con inquietantes angustias, aflígele en su lecho con postrados sollozos; abrúmale con accidentes lamentables que le hagan gemir, mas que sus gemidos no hallen piedad; lapídalo mediante cora zones empedernidos más duros que las piedras, y que las dulces mujeres, olvidando sus dulzuras, sean con él más selváticas que los tigres en su sel vatiquez.
133
La violación de Lucrecia
134
»Dale tiempo para que se arranque su cabellera rizada; dale tiempo para que delire de furor contra sí mismo, dale tiempo para que des espere del auxilio del Tiempo; dale tiempo para que viva la vida de un aborrecido esclavo; dale tiempo para que implore las sobras de un mendi go, y tiempo para que vea a un hombre que vive de limosna negarle con desdén los mendrugos que desdeña. »Dale tiempo para que vea a sus ami gos cambiarse en enemigos, y a los alegres locos burlarse de él a su paso; dale tiempo para que note con qué lentitud se desliza el Tiempo en los tiem pos de aflicción, y cuan vivos y rápidos fueron sus tiempos de demencia y sus tiempos de placer. ¡Y que perpetuamente su irremisible crimen tenga tiempo de gemir por el abuso que ha hecho de su tiempo! »¡Oh Tiempo, tú que eres igualmente el tutor de los buenos y de los malos, enséñame a maldecir al que enseñaste este crimen! ¡Que el ladrón se vuelva loco ante su misma sombra y busque a cada instante el suicidio! ¡Manos tan miserables debieran verter solas sangre tan mise rable! Porque ¿quién es tan vil que desee el oficio de abyecto verdugo de tan vil esclavo? »Descendiendo de un rey, nadie tan bajo como él, pues destruye sus esperanzas con actos degenerados. Cuanto más poderoso es el hombre, mayor poder alcanza lo que conquista su veneración o engendra su odio; pues la infamia es tanto más alta según la acompañe el más alto esta do. Cuando una nube cubre la luna, en seguida se nota la ausencia del astro, pero las pequeñas estre llas pueden ocultarse cuando les parece. »E1 cuervo puede bañar en el lodo sus alas negras como el carbón y emprender su vuelo sin que en ellas se aperciba el fango; pero si el cisne de blancura de nieve desea hacer lo propio, la mancha quedará sobre su plumón de plata. Los pobres criados son parecidos a la noche ciega; los reyes, al día espléndido. Los mosquitos, por don dequiera que vuelen, no son advertidos; empero todos los ojos siguen el vuelo de las águilas. »¡Fuera palabras estériles, servidoras de los tontos de cerebro vacío! ¡Atrás, sones inúti les, débiles árbitros, id a buscar vuestro empleo
en las escuelas donde se entabla un asalto de disputas; tened vuestros debates donde estúpidos argumentistas tienen tiempo de divertirse; servid de abogados a clientes llenos de temor! En cuanto a mí, no me cuido del razonamiento más que de una paja, pues mi caso está fuera del apoyo de la ley. »En vano insulto a la Oportunidad, al Tiempo, a Tarquino, a la lúgubre Noche; en vano armo pleitos con mi infamia; en vano rechazo mi desgracia, demasiado cierta. Este inútil humo de palabras no me hace ninguna reparación. El solo remedio que puede curarme es obligar a que salga de mis venas mi sangre odiosamente mancillada. »Pobre mano, ¿por qué te estreme ces ante este decreto? Hónrate en librarme de la presente ignominia; pues si muero, mi honor vivirá en ti; pero si vivo, vivirás en mi deshonor. Puesto que no pudiste defender a tu leal señora, y te causó miedo desgarrar la cara de su criminal enemigo, ¡mátate y mátala por haber cedido de este modo!» Esto dicho, salta del lecho en que está tendida, para buscar cualquier desesperado ins trumento de muerte; pero su casa, que no es un albergue criminal, no le brinda herramienta algu na capaz de abrir más largo paso a su respiración, que, esfumándose por sus labios, se desvanece como el humo del Etna, que se consume en el aire, o como el que se escapa de un cañón descargado. «En vano –exclama– vivo y en vano busco un medio feliz de terminar una vida des graciada. Sentí miedo de que me asesinase la falce de Tarquino, y, sin embargo, busco un puñal que me haga oficio semejante; pero cuando tenía mie do era una esposa fiel; lo soy aún... ¡Oh! ¡No, no lo soy! ¡Tarquino me ha despojado de este noble carácter! »¡Oh! ¡He perdido lo que me hacía desear la vida; ya no debo, por tanto, temer la muerte! Borrando con ella esta mancha, doy al menos a mi librea de oprobio un galón de honor, una vida muriente a una viviente infamia. ¡Triste remedio irremediable, quemar, después de robado el tesoro, la inocente alcancía que lo encerraba! »Bien, bien, amado Colatino; no co nocerás el gusto corrompido del juramento vio
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
lado. No ultrajaré tu sincero afecto hasta el punto de mecerte en el error de que mi lazo conyugal permanece inmaculado. Este injerto bastardo no alcanzará nunca desarrollo. El que manchó tu raíz no dirá, alabándose, que eres el tierno padre de su propio fruto. »No sonreirá de ti en sus secretos pensamientos; no se reirá de tu infortunio con sus camaradas. Porque sabrás que tu bien no fue vilmente vendido por oro, sino arrancado por la violencia fuera de tus propias puertas. En cuanto a mí, soy la dueña de mi injuria hasta que la vida haya pagado a la muerte el precio de mi ofensa forzada. »No te envenenaré con mi mancilla; no cubriré mi falta con excusas diestramente for jadas; no colorearé mi negro pecado para disimu lar la realidad de los ultrajes de esta pérfida noche. Mi boca lo confesará todo; mis ojos, semejantes a esclusas, parecidos a las fuentes que bajan de la montaña a vivificar el valle, dejarán correr puras corrientes, que lavarán mi impuro relato.» En tanto que así hablaba, Filomela había terminado el armonioso gorjeo de su dolor nocturno, y la noche solemne descendía con paso lento y triste hacia el tenebroso averno. Cuando, ¡ved! Ya la sonrosada aurora envía su luz a todos los bellos ojos que han de tomarla a préstamo; pero la sombría Lucrecia siente vergüenza de mi rarse a sí misma y querría poder encerrarse aún en la noche. El día revelador espía a través de toda hendidura, y parece señalarla en el sitio en que está sentada llorando. «¡Oh ojo de los ojos! –dice en medio de suspiros–. ¿Por qué atisbas por en tre mi ventana? Cesa tu espionaje; ve a acariciar reidoramente los ojos dormidos con el cosquilleo de tus rayos; no estigmatices mi frente con tu ho radante claridad, pues nada tiene que hacer el día con lo que se hace en la noche.» Así, disputa con todo lo que ve. El verdadero dolor es antojadizo y quimerista, como un niño que, una vez encaprichado, con nada se acomoda su genio. Los viejos dolores, no los recientes, son los que saben sufrir con dulzura. El transcurso del tiempo mitiga los primeros; los segundos, impetuosos y semejantes al nadador
revista de s a n t a n d e r
novicio que se zambulle siempre, se ahogan por exceso de esfuerzos, faltos de habilidad. De igual modo, Lucrecia, sumergida profundamente en un mar de cuidados, emprende una disputa con cuanto se le ofrece a la vista, y asimila a sí propia todo dolor; no hay objeto que no renueve la fuerza de su pesar; cuando uno des aparece, otro llega. Tan pronto su desesperación es muda y carece de palabras, como aparece frenética y sobrepuja en discursos. Las avecillas que entonan su alegría matinal exasperan sus lamentos con sus dulces melodías, pues el regocijo hiere a fondo un alma torturada, y los corazones tristes son apuñala dos por la compañía jovial. A la pena no le place verdaderamente sino la compañía de la pena. El sincero pesar halla alimento que le agrada cuando encuentra la simpatía de otro idéntico pesar. Es una doble muerte ahogarse a la vista de la playa. Diez veces ayuna el que ayuna con el alimento bajo los ojos. Ver el bálsamo acre cienta el dolor de la herida. Una gran pena aflígese considerablemente en presencia de lo que podía aliviarla. Los profundos dolores imitan en su cur so a un río apacible, que, si encuentra obstáculos, rebasa sus riberas. Las desgracias en exacerbación no reconocen límites ni ley. «Avecillas burlonas –exclama–, cerrad vuestros trinos en la gruta palpitante de vuestras gargantas emplumadas, y permaneced sordas y mudas para mis oídos; mi angustia sin tregua odia pausas e intervalos; un huésped en lágrimas no
135
La violación de Lucrecia
136
soporta convidados alegres. Regalad con vuestras notas ágiles los oídos que las gusten; la aflicción prefiere los cánticos que forman acorde con las lágrimas. »Ven, Filomela, tú, cuyas canciones hablan de violación, teje tu triste bosquecillo con mi cabellera desgreñada. Igual que la húmeda tierra llora en tu abatimiento, así verteré una lá grima por cada uno de tus acordes melancólicos y sostendré el diapasón con mis profundos suspiros. A guisa de acompañamiento, murmuraré sin cesar el nombre de Tarquino, mientras tú, con todo tu talento musical, repentizarás sobre el recuerdo de Tereo. »Y mientras ejecutas tu parte posada en un espino para mantener vivos tus agudos tormentos, yo, desventurada, a fin de imitarte bien, fijaré contra mi corazón un agudo puñal que espante mis ojos; si pestañean, el corazón se rom perá con esto y sucumbirá. Estos medios, como trastes de un instrumento, nos servirán para afi nar las cuerdas de nuestros corazones y ponerlas al tono del verdadero dolor. »Y, pobre pájaro, ya que no trinas du rante el día, como si temieras que te contemplaran otros ojos, hallaremos algún desierto tenebroso y profundo, apartado de toda ruta, donde no pene tren el ardiente calor ni el frío glacial, y allí canta remos endechas dolientes a las bestias feroces para que cambien su naturaleza. Ya que los hombres se vuelven fieras, sea dado a las fieras tomar almas nobles.» Como la pobre corza que, espantada, se detiene buscando reconocer su ruta e inqui riendo desatinada el sendero que ha de seguir, o como el que, desorientado en una espesura llena de revueltas, no logra hallar su camino directa mente, así Lucrecia queda indecisa en su interior, preguntándose qué vale más, si vivir o morir, cuando la vida es deshonrosa y la muerte no pue de escapar al oprobio. «¿Suicidarme? –dice–. ¡Ay! ¿Qué sería esto sino hacer partícipe a mi pobre alma de la mancilla de mi cuerpo? Los que pierden la mitad de sus bienes soportan esta catástrofe con más paciencia que los que lo pierden todo. La madre que, teniendo dos hermosos pequeñuelos, cuando
la muerte le arrebata a uno quiere matar al otro, obra con inhumano proceder y no es nodriza de ninguno. »¿Cuál me era más caro, mi cuerpo o mi alma, cuando el uno era puro y la otra de esencia divina? ¿A cual daba preferencia cuando guardaba a ambos para el cielo y Colatino? ¡Ay de mí! Arrancad la corteza al levantado pino, y sus hojas se secarán y se extinguirá su savia. ¡Así hará mi alma, despojada ya de su corteza! Su refugio ha sido saqueado, su re poso interrumpido, su mansión batida en brecha por el enemigo; su templo sagrado, mancillado, escarnecido, profanado, obscenamente invadido por la atrevida infamia. ¡Que no se diga, pues, que cometo un acto impío si en esta fortaleza deshon rada abro algún agujero para ofrecer libre escape a mi alma en turbación! »Sin embargo, no quiero morir sin que mi Colatino se haya informado de la causa de mi muerte imprevista, para que en esta triste última hora de mi vida pueda jurar que tomará venganza del que me obligó a extinguir mi aliento. Yo legaré mi sangre impura a Tarquino; infamada por él, será vertida por él, e inscribiré la manda en mi testamento como perteneciéndole. »Legaré mi honor al cuchillo que hiera mi cuerpo deshonrado. Es acto de honor poner fin a una vida deshonrada, pues cuando la vida concluya subsistirá la honra. Así saldrá mi fama de las cenizas de mi vergüenza. Porque con mi muerte mataré el menosprecio de la vergüenza, y muerta así mi vergüenza, renacerá mi honra. »Caro señor, de la joya preciada que he perdido ¿qué porción te legaré? Mi resolución, amor mío, será tu tema de orgullo y el ejemplo que te enseñe qué venganza debes tomar. Aprende en mí cómo tiene que obrarse con Tarquino. Yo, tu amiga, voy a matarme a mí misma, tu contra ria. En consideración a mí, trata de igual modo al desleal Tarquino. »He aquí el breve resumen que hago de mi última voluntad: lego mi alma y mi cuerpo a los cielos y a la tierra. En cuanto a mi resolución, tómala por tu parte, esposo mío. Lego mi honor al cuchillo que abra mi herida, mi vergüenza al que encenagó mi fama, y todo lo que viva de mi gloria
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
quede repartido entre aquellos que vivan y no piensen mal de mí. »Tú, Colatino, procurarás que se cum pla este testamento, para que puedas ver cómo fui embrujada por sorpresa. Mi sangre lavará el escándalo de mi desdicha; y el noble desenlace de mi vida eximirá el acto impuro de mi existencia. Débil corazón, no desfallezcas; sino di resuelta mente: «Llévese a término.» Cede a mi mano; mi mano te vencerá; muerto tú, ambos moriréis y ambos quedaréis vencedores.» Cuando hubo decidido tristemente este proyecto mortal y enjugado las perlas salobres de sus ojos brillantes, con voz temblorosa por la emoción llama sordamente a su doncella, que con pronta obediencia acude al lado de su señora, pues el deber dotado de alas ligeras se remonta con la rapidez del pensamiento. Las mejillas de la pobre Lucrecia aparecen a su criada semejantes a prados de invierno, cuando el sol funde sus nieves. Su sierva le da un sobrio buenos días, con voz dulcemente lenta, verdadero indicio de recato, e infunde a su semblante una expresión de tristeza en consonancia con el dolor de su señora, cuyo rostro viste la librea del pesar; pero ella no se atreve a preguntarle irrespetuosamente por qué sus dos soles se han eclipsado bajo tales nubes, ni por qué sus hermosas mejillas llevan la traza de los estragos del dolor. Mas así como la tierra llora cuando se ha puesto el sol, y cada flor tórnase húmeda como los ojos enternecidos, así la sirviente comienza a mojar de gruesas lágrimas sus ojos enrojecidos, llevados de la simpatía de los dos bellos soles puestos en el cielo de su ama. Estos soles han ahogado su luz en un océano de ondas saladas; de modo que la sirviente llora como una noche de abundante rocío. Un breve instante, estas lindas cria turas permanecen llorando como dos acueductos de marfil que llenaran cisternas de coral. La una llora justamente; la otra no tiene otro motivo de lágrimas sino el de asociarse al dolor que ve. El dulce sexo a que pertenecen inclínase con frecuen cia a llorar; las mujeres se afligen adivinando las angustias de otros, y entonces sus ojos se anegan o se rompe su corazón.
revista de s a n t a n d e r
Porque los hombres tienen corazones de mármol, y las mujeres, de cera, que se amoldan por esto a la forma que quiere el mármol. Débiles, oprimidas, reciben por la fuerza, el engaño o la astucia, la impresión de naturalezas extrañas. No las llamemos, pues, autoras de sus vicios, como no debe llamarse mala a la cera porque llevase estam pada la imagen de un diablo. Su lisura, como una espléndida cam piña, es accesible al menor gusano que se arrastre. En los hombres, semejantes a una espesura densa y selvática, se agazapan vicios que duermen os curamente como los dragones de las cavernas. El más pequeño átomo aparece a través de los muros de cristal; y si los hombres pueden disimular sus crímenes bajo miradas audazmente severas, los rostros de las pobres mujeres son los registros de sus propias faltas. Nadie vitupere a la flor marchita, sino culpe al rudo invierno que ha matado la flor; lo que devora, no lo devorado, es lo que merece cen sura. ¡Oh! No tengáis a falta en las pobres mujeres el que sean tan mancilladas por los abusos de los hombres; esos orgullosos señores son los culpa bles, que imponen a las mujeres, débiles por natu raleza, el vasallaje de su ignominia. Un precedente os brinda Lucrecia, asaltada de noche por las violentas amenazas de una inmediata muerte y del baldón que acarreará esta muerte en daño de su esposo. Semejantes peligros podía crearlos su resistencia; de donde un
137
La violación de Lucrecia
138
terror mortal se esparció por todo su cuerpo. ¿Y quién no puede abusar de un cuerpo difunto? Sin embargo, la dulce paciencia invita a la hermosa Lucrecia a hablar así a la humilde imitadora de su dolor. «Hija mía –le dice–, ¿qué motivo te impulsa a verter esas lágrimas, que caen en lluvia sobre tus mejillas? Si lloras por los males que me incumben, sabe, encantadora muchacha, que ello beneficiará poco mi descontento, pues si las lágrimas pudieran darme alivio, las mías me lo hubieran proporcionado ya. »Pero dime, joven: ¿cuándo partió –y deteniéndose aquí, lanzó un profundo suspi ro–, cuándo partió Tarquino?» «Señora, antes de levantarme –repuso la criada–; mi perezosa ne gligencia es por demás reprensible, y, no obstante, puedo excusar suficientemente mi falta diciendo que me levanté antes de apuntar el día, y que an tes que me levantara, Tarquino había marchado. »Pero, señora, si se lo permitís a vues tra criada, os preguntaría la causa de vuestra pena.» «¡Oh! ¡Silencio! –exclama Lucrecia–. Si lo revelara, la revelación no la disminuiría, pues ex cede a cuanto mis palabras pueden manifestar; y esta profunda tortura puede llamarse un infierno cuando se siente más vivamente de lo que cabe traducir. »Ve y tráeme acá papel, tinta y pluma; pero no, ahórrate este trabajo, pues tengo aquí de todo. ¿Qué quería decir?… Ve a ordenar aprisa que uno de los siervos de mi esposo se disponga inmediatamente a llevar una carta a mi señor, a mi amor, a mi bien; adviértele que se prepare a llevarla con prontitud; la causa requiere premura, y el pliego estará escrito sin dilación.» Su criada ha partido, y, paseando en principio su pluma por encima del papel, se apresta a escribir. Su pensamiento y su dolor riñen un ardiente combate; lo que traza la inteligencia, lo borra acto seguido la reflexión: esto es dema siado primoroso; esto otro, harto crudo y brutal. Como un tropel de gente ante una puerta de salida, sus pensamientos se aglomeran para saber quién pasará primero. Por fin, comienza de este modo: «Dig no señor de la indigna esposa que te envía este saludo: ¡que la salud sea contigo! Concédeme el
honor, amor mío, si quieres ver aún a tu Lucrecia, de ponerte inmediatamente en camino para venir a visitarme. A tu amparo, pues, me confío desde nuestra mansión en duelo; mis angustias son in mensas, aunque breves mis palabras.» Hecho esto, pliega el contenido de su desesperación, incierta expresión de su cierto pe sar. Gracias a este corto billete, Colatino conocerá su desgracia, aunque no la verdadera índole de ella. Lucrecia no ha osado hacer revelaciones so bre el asunto, de miedo a que él no se persuada de que la responsabilidad de esta falta le incumbe, y antes de haber manchado ella con sangre la excusa de su mancha. De otro lado, reserva la vida y la ener gía de su desesperación para verterlas cuando Colatino esté a su lado y la oiga; cuando los suspi ros, los sollozos y las lágrimas puedan agraciar la figura de su desgracia y absolverla así mejor de las sospechas que el mundo concibiese. Para evitar su borrón, no ha querido borronear más la carta. Presenciar tristes espectáculos con mueve más que oír su narración, porque entonces los ojos interpretan a los oídos la dolorosa repre sentación que están contemplando. Cuando cada uno de los sentidos percibe aisladamente una parte de la catástrofe, solo es una parte de dolor la que comprendemos. Las aguas profundas hacen menos ruido que las vadeables, y el dolor refluye cuando es impulsado por el viento de las palabras. Ya está cerrada la carta, y en la di rección escribe: «Para mi marido, con la mayor urgencia. Árdea.» Preséntase el correo, y ella le entrega la misiva, ordenando al taciturno mozo que vuele con la ligereza de las aves tardías ante las tempestades del Norte. Una rapidez más que ex cesiva no le parece sino lenta y rezagada; las situa ciones extremas producen siempre tales extremos. El rústico esclavo se inclina ante ella reverentemente, y, ruborizándose, recibe con ojos fijos el papel, sin articular ni un sí ni un no, y se aleja a toda prisa con la timidez de la inocencia. Pero aquellos cuyo pecho encierra una falta se imaginan que todos los ojos advierten su culpa, y Lucrecia cree que el esclavo ha enrojecido viendo su deshonor. Cuando, ¡pobre siervo!, Dios lo sabe,
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
se turbaba por falta de ánimo, entereza y audacia temeraria. Tales seres honrados tienen un verda dero respeto que habla por sus actos, mientras otros prometen, insolentemente, mayor rapidez y cumplen a su antojo. Tipo característico del buen tiempo viejo, este criado se contrataba por sus miradas; pero no daba en prenda palabra alguna. El celo inflamado del sirviente inflama la desconfianza, lo que hace que dos fuegos rojos iluminen los semblantes de ambos; ella creyó que él se ruborizaba porque conocía la lujuria de Tarquino, enrojeciendo con él, y ella le dirigió una mirada penetradora, y sus ojos horadantes le hundieron más aún en su confusión. Cuanto más veía afluir la sangre a sus mejillas, tanto más sos pechaba que advertía en ella alguna mancha. Largo tiempo queda Lucrecia espe rando su retorno, y, sin embargo, el leal servidor apenas acaba de alejarse. La matrona romana no sabe cómo pasar el tiempo de fatigosa lentitud, pues ya ha agotado sus lágrimas, sollozos y suspi ros. El dolor ha consumido al dolor; los gemidos,
revista de s a n t a n d e r
cansado a los gemidos. Así, detiene un instante sus querellas y busca un medio de desolarse bajo una nueva forma. Al fin, recuerda cierto aposento donde está colgado un cuadro de hábil pincel representando la Troya de Príamo. Frente a ella, el ejército griego, venido a destruir la ciudad en castigo del rapto de Elena, amenaza con sus golpes a Ilion, cuya cima se pierde en las nubes. Porque el diestro pintor había representado tan alta la ciudadela, que el cielo parecía inclinarse para besar sus torres. El arte, a despecho de la Naturaleza, había sabido infundir una ilusión de vida a mil objetos dolientes. Más de una mancha seca se mejaba una lágrima vertida por la esposa sobre su marido asesinado. La sangre de púrpura, que parecía humear, mostraba el esfuerzo del artista, y de los ojos de los moribundos escapábanse rayos cenicientos, como las claridades murientes de carbones que se consumen en las largas veladas. Hubierais visto allí al zapador en su
139
La violación de Lucrecia
140
tarea, inundado de sudor y tiznado de polvo. En lo alto de las torres de Troya se percibían ya clara mente, a través de las troneras, los rostros de los sitiados mirando a los griegos con poca confianza; pues era tal la hábil exactitud de esta obra, que podía distinguirse, a pesar de la distancia, que estas miradas hallábanse marcadas de tristeza. En el rostro de los grandes caudillos podía contemplarse el triunfo de la arrogancia y de la majestad; en el de los jóvenes resplandecía el ágil portante y la destreza. Aquí y allá, el pintor había colocado lívidos cobardes, que marchaban con paso tembloroso, tan exactamente parecidos a aldeanos sobrecogidos de miedo, que se habría jurado verlos temblar y rechinar los dientes. En Ayax y en Ulises, ¡oh, qué arte de expresión cabía admirar! Los rostros de ambos explicaban sus corazones y revelaban con la más extremada precisión sus caracteres. En los ojos de Ayax rodaban la rabia brutal y la dureza; pero la apacible mirada del astuto Ulises denunciaba la observación profunda y el tranquilo dominio de sí. Con ánimo de arengar, como incitan do a los griegos al combate, hubierais podido ver al grave Néstor: el ademán de su mano era tan sobrio, que cautivaba la atención y seducía la mirada. Mientras hablaba, su barba, tan abso lutamente blanca como la plata, parecía agitarse, y de sus labios se escapaba como un tenue aliento ondulante que subía en espiral hasta el cielo. En torno de él apiñábase una masa de rostros con la boca abierta, que parecía engullir sus sólidos consejos. La actitud de todos juntos era la de la atención; pero con una expresión par ticular en cada uno; escuchaban como si alguna sirena encantase sus oídos. Unos eran altos; otros, bajos; el pintor había sabido agruparlos tan dies tramente, que distinguíanse por detrás las cabezas de personajes casi enteramente ocultos que pare cían hacer esfuerzos por empinarse; con tal ver dad, que se quedaba asombrado el espectador. Aquí, la mano de un guerrero se posa sobre la cabeza de otro, y su nariz está sombreada por la oreja de su vecino; más allá, un personaje empujado por la masa, recula, todo abotagado y rojo; otro, casi sin respiración, parece vomitar injurias y jurar, y todos muestran tales signos de
cólera en su cólera, que dijérase que se hallan dispuestos a servirse de espadas enfurecidas, a no ser por el temor de perder las áureas palabras de Néstor. Porque el artista había llamado a la imaginación del espectador para que trabajase con él en su obra, mostrando a la vez tanto arte, naturalidad e ingenio, que le era suficiente una lanza asida por una mano armada para hacer pare cer al personaje de Aquiles, relegado a último pla no e invisible, salvo para los ojos del espíritu. Una mano, un pie, un rostro, una pierna, una cabeza, eran lo bastante. El cuidado de completar el resto de la figura se encomendaba a la imaginación. Sobre los muros de la bien asediada Troya, en el momento en que el bravo Héctor, su heroica esperanza, marcha al combate, las madres troyanas estallan de alegría al ver a sus jóvenes hijos blandir las relucientes armas; y su gesticu lación ofrece algo tan singular, que una especie de temor sombrío, semejante a una mancha sobre un objeto luminoso, parece mezclarse a su radiante alegría. Y desde la costa de Dardania, sitio de la lucha, hasta los carrizosos bordes del Simois, corría la sangre bermeja, cuyas olas, como para imitar la batalla, luchaban con las altas riberas; sus ondas rompíanse contra la costa corroída por el agua salada, y refluían acto seguido, para agregar se a nuevas olas, engrosarlas y lanzar su espuma sobre las riberas del Simois. Ante esta obra maestra de la pintura se dirige Lucrecia para dar con un rostro en que se hallasen impresos todos los dolores; pero, aun que ve muchos que llevan grabada la imagen de algunas penas particulares, ninguno contempla donde moren el colmo de la angustia y del sufri miento, hasta que al fin halla a Hécuba, presa de la desesperación, cuyos viejos ojos no se apartan de las heridas de Príamo, que yace ensangrentado a los pies del orgulloso Pirro. El pintor había anatomizado en Hé cuba las ruinas del tiempo, el naufragio de la belleza, el reino de la sombría zozobra. Sus meji llas aparecían desfiguradas con arrugas y grietas; nada quedaba de lo que había sido; y en sus venas la sangre azul, privada del fresco manantial que
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
había alimentado sus resecos canales, se había trocado en negro licor, y presentaba la imagen de la vida aprisionada en un cuerpo muerto. Lucrecia concentra sus ojos en esta triste sombra, ajustando sus dolores a los de la anciana reina, a quien nada falta para contestarle sino gritos y amargas palabras de maldición con tra sus crueles adversarios. El artista, no siendo un dios, no había podido dotarla de acentos, y Lu crecia, que lo comprende, jura que ha obrado mal el pintor dando a aquella un dolor tan grande sin concederle una lengua. «Pobre instrumento mudo –exclama–, yo entonaré tus desgracias en mi voz plañidera y verteré dulce bálsamo en la herida pintada de Príamo; lanzaré invectivas contra Pirro, que ha causado este mal; extinguiré con mis lágrimas el prolongado incendio de Troya, y arrancaré con mi puñal los ojos feroces de todos los griegos que son tus adversarios. »Muéstrame la prostituta que ha dado origen a esta guerra, para que desgarre con mis uñas su belleza. La fogosidad de tu lujuria, in sensato Paris, es la que atrajo sobre la incendiada Troya el peso de este furor; tus ojos han prendido el incendio que arde aquí, y aquí, en Troya, por el crimen de tus ojos, perecen a la vez el padre, el hijo, la madre y la doncella. »¿Por qué el goce particular de uno solo se torna para tan gran número en calamidad pública? ¡Que el pecado cometido por uno solo caiga solamente sobre la cabeza del transgresor! ¡Que las almas inocentes se libren del dolor me recido por el culpable! ¿Por qué han de perecer tantos seres por la ofensa de uno solo? ¿Por qué un pecado individual ha de acarrear una maldi ción general? »¡Ved! Aquí llora Hécuba; aquí, Pría mo expira; aquí, el esforzado Héctor sucumbe; allá, Troilo se desvanece; más lejos, el amigo yace junto a su amigo, en el mismo charco de sangre, y el compañero hiere al compañero sin conocerle. ¡Y solo la lujuria de un hombre destruye tantas existencias! Si el demasiado tierno Príamo hubiese refrenado la pasión de su hijo, Troya brillaría de gloria y no con las llamas del incendio.» Aquí llora con emoción sobre las pin
revista de s a n t a n d e r
tadas desdichas de Troya, pues el dolor, semejante a una pesada campana ya puesta en vaivén, se balancea por su propio peso, y es preciso enton ces una fuerza insignificante para hacer resonar su fúnebre tañido. Así Lucrecia, en la fiebre de su agitación, conversa con estas melancolías diseña das y estos pesares en color; ella les presta palabras y recibe de ellos su fuerza expresiva. Lucrecia recorre con los ojos todo el lienzo y se lamenta ante cada figura que ve des amparada. Por último, distingue la imagen de un infeliz encadenado que lanza miradas de compa sión sobre unos pastores frigios. Su rostro, aunque lleno de inquietudes, expresa, no obstante, satis facción. Marcha hacia Troya, conducido por los rústicos pastores, tan resignado, que su paciencia parece despreciar su desgracia. Para ocultar la disimulación y darle un aspecto inofensivo, el pintor le había in-fundido hábilmente un continente humilde, miradas tran quilas, ojos humedecidos por las lágrimas, una frente serena, que parecía desear la bienvenida a la contrariedad; mejillas ni pálidas ni rojas, sino de un color tan bien mezclado, que el encarnado, enrojeciendo, no apuntaba el menor indicio de culpabilidad, ni la palidez nada de este temor que se apodera de los corazones pérfidos. Por el contrario, como un constante y consumado demonio presentaba (1) una apa riencia tan honesta y escondía tan bien bajo esta máscara sus malos y secretos designios, que la sospecha misma no hubiera podido adivinar que la perfidia deslealmente sutil y el perjurio fuesen capaces de encubrir tempestades tan tenebrosas bajo un día tan resplandeciente, o de manchar con pecados del infierno formas tan parecidas a las de los santos. El muy concienzudo artista había crea do esta dulce figura para representar al perjuro Si nón, cuyo seductor relato debía perder al crédulo anciano Príamo, y cuyas palabras, como un fuego devorador, incendiarían la gloria brillante de la rica y suntuosa Ilion; catástrofe de que los cielos quedaron tan afligidos, que las pequeñas estrellas lanzáronse fuera de sus esferas fijas cuando fue roto el espejo en que gustaban contemplarse. Ella examina atentamente esta pintura
141
La violación de Lucrecia
142
y reprende al pintor por su asombroso talento, diciendo que algo ha sido falseado en la imagen de Sinón; que una forma tan bella no puede alojar un alma tan infame. Y vuelve a mirarla, y a medida que la contempla, nota en su noble semblante tales signos de franqueza, que termina por decir que esta figura ha sido calumniada. «No es posible –dice– que tanta do blez…» –iba a añadir: «se oculte detrás de tal mirada»; pero en el mismo instante la imagen de Tarquino se ofrece a su memoria, y su lengua, reemplazando el «no es posible» por el «es», for mula así su pensamiento–: «es posible, segura estoy de ello, que tal semblante encubra un alma criminal. »Porque igual a como aquí se muestra el artero Sinón, con ese aire de tan grave tristeza, tan abrumado, tan fatigado como si estuviera consumido por el trabajo o el pesar, llegó arma do hasta mí Tarquino, con su aspecto exterior de honradez, pero gangrenado por el vicio interior mente. Yo acogí a Tarquino como Príamo a Sinón, y así ha perecido mi Troya. »¡Mirad, mirad cómo los ojos del atento Príamo enjugan sus lágrimas ante el fingi do llanto que vierte Sinón! Príamo, ¿por qué eres anciano, y, no obstante, careces de cordura? Por cada una de las lágrimas que deja caer va a su cumbir un troyano; no es agua lo que destilan sus ojos, sino fuego. Esas redondas perlas diáfanas que excitan tu piedad son globos de fuego inextingui ble que van a incendiar tu Ilión. »Tales diablos van a buscar sus sor tilegios en el infierno tenebroso, pues Sinón tiembla de frío en medio de su fuego, y un fuego ardiente reside, sin embargo, en el seno de este hielo. Estos adversarios no se funden en una uni dad sino para seducir a los simples y darles auda cia. Así, la buena fe de Príamo acoge las mentidas lágrimas de Sinón, que con el agua encuentra medio de incendiar a su Troya.» Al llegar aquí, toda exasperada, la posee tal ímpetu, que la paciencia se escapa de su seno y desgarra con las uñas la inanimada figura de Sinón, comparándola al malvado huésped cuyo crimen la ha obligado a detestarse a sí propia. Por fin, abandona sonriendo esta venganza imagina
ria, y dice: «¡Qué loca, qué loca soy! ¡Estas heridas no le causarán daño!» Así fluye y refluye el oleaje de su pesar, mientras emplea el tiempo en fatigar al Tiempo con sus quejas. Desea la noche, luego suspira por la aurora, y halla que una y otra son demasiado lentas en partir; el tiempo, tan breve, parece largo cuando tiene que sostener el peso abrumador del pesar. Aunque el dolor sea agobiante, rara vez ha lla descanso, y los que padecen de insomnio saben con cuánta lentitud marcha el tiempo. Todo este tiempo invertido por Lu crecia en contemplar las pintadas imágenes la ha hecho al menos escapar a su pensamiento. Ausen te al sentimiento de su propio pesar por la honda meditación de las desgracias ajenas, ha olvidado sus dolores ante estos simulacros de dolor. Hay quien se consuela, aunque esto no haya curado a nadie, pensando que otros han sufrido sus tor mentos. Pero he aquí ya de retorno al diligen te mensajero, conduciendo a su esposo y a otras personas con él. Colatino halla a su Lucrecia vestida de negro luto; alrededor de sus ojos, mar chitos por las lágrimas, se dibujan dos círculos azules, como arco iris en el firmamento; estos secundarios arcos iris, en la atmósfera sombría de su rostro, predicen que nuevas tempestades van a añadirse a las ya pasadas. Su esposo, al verla en este desolado aspecto, se fija con asombro en el semblante triste de Lucrecia, cuyos ojos, aunque escaldados por las lágrimas, aparecían rojos y fríos, y cuyos vivos colores habían sido borrados por mortales angus tias. No tiene fuerza para preguntarle cómo está; ambos quedan frente a frente como antiguos co nocidos que, encontrándose lejos de sus hogares, quedan confundidos de sorpresa ante el azar que los reúne. Por fin, toma su mano, de la que ha desertado la sangre, y comienza así: «¿Qué extraño accidente has sufrido para que tiembles de esa manera? ¿Qué pesar ha empalidecido tus bellos colores, dulce amada? ¿Por qué estás vestida de luto? Querido amor, revélanos la causa de esa tristeza sombría y cuéntanos tus pesares, para que podamos remediarlos.»
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
Tres veces da Lucrecia con sus suspiros a su dolor la señal de estallar, antes de que pueda hacer retener ninguna detonación de pena; al fin, se prepara a responder al deseo de su esposo, y se dispone tímidamente a manifestarle cómo su honor ha sido hecho prisionero por el enemigo, mientras Colatino y los señores que le acompañan ansían oír sus palabras con grave atención. Entonces, este pálido cisne, en su nido de lágrimas, comienza el triste canto fúnebre de su cercana muerte: «Pocas palabras –dice– serán mejor que largos discursos para la desgracia que ninguna excusa puede reparar. Mi alma posee ahora más dolores que palabras, y fuera demasia do extenso narrar todos mis temas de queja con una sola pobre voz agotada. »Que se reduzca, pues, toda su tarea a estas breves expresiones: Amado esposo, un ex traño se ha introducido en el dominio de tu lecho y ha descansado sobre la almohada en que tenías
revista de s a n t a n d e r
por costumbre reclinar tu fatigada cabeza; y tu Lucrecia, ¡ay!, no ha sido exenta del ultraje cuya culpable violencia puedes imaginar. »Porque, en el silencio solemne de la tenebrosa medianoche, un hombre se deslizó en mi habitación, con una espada reluciente en una mano y una antorcha encendida en la otra, que me dijo quedamente: “Despierta, matrona ro mana, y acoge mi amor; pero si rehúsas acceder a mis apetitos amorosos, esta noche os infligiré a ti y a los tuyos una mancha eterna. »Pues si no prestas tu consentimiento a mi voluntad –dijo–, asesinaré inmediatamente a cualquier deforme siervo tuyo, y luego te mataré a ti para jurar después que os sorprendí cometiendo el feo acto de la lujuria, y que maté así en el seno de su crimen a los fornicadores. Esta acción cons tituirá mi gloria y tu perenne infamia.» »A esto me estremecí y comencé a gritar; pero él, entonces, apoyó su acero contra mi
143
La violación de Lucrecia
144
corazón, jurando que, si no soportaba todo con paciencia, no viviría para pronunciar otra palabra; de suerte que mi oprobio permanecería eterno, y no se olvidaría jamás en la potente Roma el fin adúltero de Lucrecia y de su esclavo. »Mi enemigo era fuerte; mi pobre per sona débil, y tanto más débil cuanto más fuerte mi terror. Mi sanguinario juez defendía mi boca contra la palabra, y no era posible hacer un llama miento legítimo a la justicia. Su lujuria, en traje de escarlata, venía a jurar que mi pobre belleza había robado sus ojos; ahora, cuando el juez es robado, el preso muere. »¡Oh! Enseñadme cómo fabricar mi propia excusa, o, al menos, que quede a mi alma este refugio de decirse que está libre de toda man cha e impureza, aunque su sangre material haya sido envilecida por este abuso; que no ha sido vio lada; que nunca se inclinó a punibles condescen dencias, sino que se mantiene siempre inmaculada en su infecta prisión.» ¡Ved! He aquí el poseedor desesperado de este navío deshecho, con la cabeza inclinada, la voz ahogada por los sollozos, los ojos tristemente inmóviles, los brazos dolorosamente cruzados, que lucha por arrojar de sus labios, vueltos páli dos recientemente, la angustia que retarda su res puesta; pero, por su desgracia, todo es en vano; las palabras que pretende exhalar vuelve a aspirarlas su aliento. Igual que bajo el arco de un puente una corriente de violencia mugidora escapa con su rapidez a los ojos que siguen su curso, y, sin embargo, saltando en su orgullo, refluye hacia el pasaje que la ha obligado a este curso rápido, y, tras partir furiosa, vuelve furiosa al punto desde donde se precipitó, así los suspiros y sollozos de Colatino se esfuerzan por dar paso a su dolor y refluyen contra él. Ella advierte la desesperación muda de su desgraciado marido y despierta así su frenesí intempestivamente: «Caro esposo, tu tormento presta nuevo impulso a mi tormento; jamás un oleaje fue detenido por la lluvia. Tu desesperación hace más penoso aún mi sufrimiento, por demás sensible; que basten, pues, dos ojos arrasados de lágrimas para ahogar una sola pena.
»Por el amor que me consagrabas cuando podía encantarte, en gracia de lo que fue tu Lucrecia, escúchame ahora: ¡Véngate sin di lación de mi enemigo, del tuyo, del mío, del suyo propio; supón que me defiendes del hecho rea lizado; el auxilio que puedes prestarme es tardío por demás; sin embargo, que muera el traidor, pues una justicia clemente nutre la iniquidad! »Pero antes de revelar su nombre, se ñores –dice, dirigiéndose a los que habían venido con Colatino–, dadme vuestra palabra de honor de que perseguiréis con la mayor premura la ven ganza de mi ultraje, pues constituye una acción digna y meritoria el perseguir la injusticia con brazo vengador. Los caballeros, por sus juramen tos, deben reparar las ofensas hechas a las pobres damas.» A esta solicitación, todos los señores presentes se apresuran con noble generosidad a ofrecer el apoyo que les imponen las leyes de la caballería y arden ansiosos de oír revelar el odioso enemigo. Pero ella, que no ha terminado aún su triste confesión, interrumpe sus protestas: «¡Oh! decidme –exclama–: ¿cómo puede borrarse esta mancilla impuesta por la violencia? »¿Cuál es la calidad de mi falta? Co metida bajo la impresión de circunstancias tan terribles, mi alma pura ¿no puede absolverse de este odioso acto? ¿No hay condiciones para re parar este trance y rehabilitar mi honor abatido? La fuente emponzoñada se purifica por sí propia. ¿Por qué no podría yo purificarme de esta manci lla impuesta?» A estas palabras, todos, por voz uná nime, reconocen que la pureza de su alma lava la impureza de su cuerpo; pero ella, con una sonrisa triste, vuelve su rostro, esfera en que el llanto ha grabado la profunda impresión de la dura desgra cia. «No, no –dice–; ninguna dama estará autori zada en lo futuro a presentar mis excusas como excusa de su proceder.» Entonces, con un suspiro, como si su corazón fuera a romperse, profiere el nombre de Tarquino: «¡El, él!», dice; pero su pobre lengua no puede pronunciar más que «él», hasta que, tras mil dilaciones, interrumpidos acentos, sílabas entrecortadas, cortos y dolorosos esfuerzos, agre
e d i c i ó n 2 ■ 2007
maestros supremos
ga: «El, él es, nobles señores, el que impulsa a mi mano a causarme esta herida.» Al decir esto, da por vaina su seno ino cente a un culpable cuchillo, que arrebata su alma a la vaina de su cuerpo, golpe que libra al espíritu de la profunda angustia de la prisión impura en que respiraba. Sus fervientes suspiros empujan a las nubes su alado espíritu, y por sus heridas se escapa el último minuto de su vida, fecha eterna de su destino truncado. Colatino y todo el acompañamiento de señores quedaron petrificados ante esta acción terrible, hasta que el padre de Lucrecia, que con templaba a su hija sangrante, se precipitó sobre su cuerpo, horadado por su propia mano, y Bruto retira el puñal asesino de esta fuente de púrpura. En el instante de desprenderlo, la sangre de Lucre cia, como persiguiendo una venganza impotente, corre tras el puñal. Y saliendo a borbotones de su pecho se divide en dos corrientes de curso lento que rodean de un círculo carmesí su cuerpo, seme jando en el seno de océano espantoso una isla recién saqueada, desnuda y desierta. Una porción de su sangre permanece aún pura y roja; otra se convierte en negra, que es la parte que mancilló el desleal Tarquino. En la superficie horrenda y congelada de esta sangre ennegrecida flota un halo acuo so, que parece llorar sobre este sitio manchado; y siempre, siempre, desde entonces, como si se apiadara de las desdichas de Lucrecia, toda sangre corrompida muestra algunas partes acuosas; la sangre preservada de mancha, al contrario, con serva su rojo, como si enrojeciera de la que así está putrefacta. «Hija, querida hija! –grita el anciano Lucrecio–. ¡Mía era esa existencia que acabas de quitarte! Si la imagen del padre vive en el hijo, ¿dónde viviré ahora que Lucrecia está muerta? Yo no te di el ser para este fin. Si los hijos preceden a los padres en la tumba, nosotros somos sus reto ños, y no ellos los nuestros. »Pobre espejo quebrado, yo contemplé con frecuencia en tu dulce luna mi vejez rejuvene cida; pero ahora este espejo, antes vivo y brillante, oscurecido y arruinado, me muestra un esqueleto
revista de s a n t a n d e r
de muerte consumido por la edad. ¡Oh! ¡Tú has arrancado mi imagen de tus mejillas y hecho tri zas de tal modo la hermosura de mi espejo, que ya no puedo ver lo que antes fui! »¡Oh Tiempo! Detén tu curso y no du res más, si los que debían sobrevivir cesan de ser. ¿Debe la muerte pútrida hacer presa en los fuertes y dejar vivir a las almas débiles y vacilantes? Las viejas abejas mueren y las jóvenes heredan sus col menas. ¡Así, pues, vive, mi dulce Lucrecia; vive de nuevo, y ve morir a tu padre, y no tu padre a ti!» En este instante, Colatino se despierta como de un sueño e invita a Lucrecio a que le ceda el sitio en su dolor; se precipita entonces en el manantial –frío de muerte– de la sangre de Lucrecia y tiñe con sus colores el pálido terror de su cara, de modo que parece un momento morir con ella; hasta que una vergüenza varonil le man da rehacerse y vivir para vengar la muerte de su esposa. La angustia honda de su alma ha pues to como un sello de mutismo sobre su lengua, que, furiosa de que el pesar le imponga aquel fre no y le impida dar vuelo a las frases que descargan el corazón, comienza a querer hablar; pero los acentos que afluyen a sus labios en desahogo de su oprimido pecho se presentan en tan gran número y son tan débiles, que nadie podría distinguir lo que dice. Solo «Tarquino» se oía a veces con claridad, pero entre dientes, como si triturara semejante nombre. Esta tempestad ventosa, hasta el momento en que se resolvió en lluvia, retardó el diluvio de su dolor; pero fue para hacerlo más fuerte aún; llora, al fin, y los vientos furiosos se aplacan; entonces el padre y el hijo, como en riva lidad de dolor, luchan a quién llorará más, el uno por su hija, el otro por su esposa. El uno la llama suya y el otro también; pero ninguno de ambos puede poseer ya el bien que reclama. «Es mía», dice el padre. «Es mía –re plica el esposo–; no me arrebatéis la propiedad de mi dolor; que nadie diga que llora por ella, pues no era sino mía y no debe ser llorada más que por Colatino.» «¡Oh! –prorrumpe Lucrecio–, a mí es a quien debía la vida que ha tronchado demasiado
145
La violación de Lucrecia
pronto y demasiado tarde!» «¡Dolor, dolor! –res ponde Colatino–. Era mi esposa, yo la poseía y es mi bien el que ha destruido.» «¡Mi hija!» y «¡Mi esposa!» llenaban con clamores el ambiente, que, reteniendo el alma de Lucrecia, respondía a sus ecos «¡Mi hija!» y «¡Mi esposa!». Bruto, que había extraído el puñal del costado de Lucrecia, viendo esta rivalidad de do lores, comienza a revestir su inteligencia de dig nidad y orgullo, y sepulta su locura aparente en la herida de Lucrecia. Porque Bruto era considerado entre los romanos como los alegres bufones en la corte de los reyes, por sus divertidas palabras y sus dichos extravagantes. Pero ahora se despoja de la máscara superficial bajo la cual había disfrazado su pro funda política y hace uso de las armas de su sabi duría, largo tiempo oculta, para atajar el llanto en los ojos de Colatino: «Tú, ultrajado magnate de Roma –le dice–, álzate, deja a un hombre mucho tiempo ignorado y tenido por loco que dé hoy una lección a tu larga experiencia. »¡Cómo! ¡Colatino! ¿El dolor cura acaso el dolor? ¿Las heridas dan alivio a las heri das? ¿Repara el pesar los males del pesar? ¿Es to mar venganza el dirigir tus golpes contra ti propio después del acto infame por el cual sangra tu bella esposa? Ese acceso de furor infantil no cuadra sino a los espíritus débiles; tu desgraciada mujer equi vocó así el asunto matándose, en vez de matar a su adversario.
Intrépido romano, no humedezcas más tu corazón con ese enervante rocío de lágri mas, sino arrodíllate conmigo y ayúdame con tus súplicas a despertar a nuestros dioses romanos. ¡Plegué a ellos que tales abominaciones, que des honran a Roma, sean lanzadas de sus hermosas calles por nuestros brazos robustos! »¡Ahora, por el Capitolio, que adora mos; por esta casta sangre tan injustamente mancillada; por ese resplandeciente sol del cielo que nutre los productos de la tierra fecunda; por todos los derechos de nuestro país, mantenidos en Roma; por el alma de la casta Lucrecia, que no hace un momento nos revelaba sus desdichas en medio de sus quejas, y por este sangriento puñal, juremos vengar la muerte de esta esposa modelo!» Esto dicho, da un golpe con su mano sobre el corazón y besa el fatal puñal para confir mar su juramento; después invita a que se unan a su protesta los demás señores, que, movidos de admiración por su conducta, aprueban sus pala bras. Entonces, todos juntos, se arrodillan; Bruto repite el voto solemne que acaba de proferir, y juran todos cumplirlo. Cuando se hubieron juramentado para esta sentencia deliberada, tomaron la resolución de sacar de allí a la difunta Lucrecia, mostrar en Roma su cuerpo ensangrentado y hacer público así el infame atentado de Tarquino. Todo lo cual realizóse con diligencia rápida, y los romanos dieron con aclamación su consentimiento a la expatriación perpetua de los Tarquinos.
146
e d i c i ó n 2 ■ 2007