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otroLunes REVISTA HISPANOAMERICANA DE CULTURA No. 43. Septiembre 2016 – Año 10 EL GOZO DE TU SALVACIÓN Alberto Garrido Ensayo cristiano INÉDITO III.

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otroLunes REVISTA HISPANOAMERICANA DE CULTURA No. 43. Septiembre 2016 – Año 10

EL GOZO DE TU SALVACIÓN Alberto Garrido Ensayo cristiano INÉDITO

III. EL GOZO EN EL MINISTERIO TERRENAL DE JESÚS

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cerquémonos a los evangelios y veamos arder estas poderosas llamas de regocijo celestial. Gozo en su nacimiento El tiempo de su nacimiento está rodeado de un júbilo incomparable en las Escrituras. Veamos sólo cuatro ejemplos. El cántico de María: “Engrandece mi alma al Señor. Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc. 1.45-46). Así comienza este himno, conocido como el Magnificat. ¿Cuál es el contexto que anima este pasaje? María ha ido a visitar a Elisabet, y al saludarla, Juan el Bautista salta de alegría desde el vientre de su madre. Al conocer esto, María levanta una alabanza a Dios, un cántico de acción de gracias. María se regocijó por lo que haría Dios en beneficio de todo el mundo. Se declaró humildemente sierva y reconoció que Dios era su Salvador. Este pasaje es un poderoso testimonio que destruye cualquier intento de idolatrarla. Pero más asombroso aún es

saber que ¡aún estando en el vientre de María, Jesús comenzó a producir gozo en los que le rodeaban! El ángel y Zacarías: “Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento; porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre” (Lc. 1.14-15). La declaración del ángel es un entusiasta profecía sobre la grandeza del ministerio de un hombre que vendría a preparar el camino del Señor, y que desde el mismo vientre de su madre sería lleno del Espíritu Santo. Si lo comparamos con el ejemplo anterior, donde conocimos que el pequeño Juan saltó de alegría, podemos inferir que el gozo en la vida del creyente es uno de los más rotundos testimonios de la llenura con el Espíritu Santo. La base de este gozo está en nuestra comunión, nuestra rendición a la voluntad de Dios, la transformación que experimentamos y el glorioso servicio que prestamos en Su reino. ¿Eres de los llamados por Dios a servirle en la iglesia o en el campo misionero? ¿Produce en ti gozo el reconocer que has sido escogido desde el vientre de tu madre para un ministerio sobrenatural? Los pastores y los ángeles: “Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lc. 2.10-11). ¡Cuántas preciosas revelaciones se derraman sobre los que disponen su corazón para guardar las vigilias de la noche! El ángel le mostró a los pastores dos cosas trascendentales: 1) Que el evangelio es el más gozoso de todos los mensajes. Por tanto, ¡predica con alegría! 2) Que este río de gozo fluye de la persona de Jesús, de la unción de su presencia, y de su obra salvadora en la cruz. Podemos cantar: ¡Grande gozo hay en mi alma hoy, porque Cristo me salvó! Los magos y la estrella: “Y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo” (Mt. 2.10). Desde su mismo comienzo, el primero de los libros del Nuevo Testamento nos advierte del alcance universal del evangelio de la salvación. Estos “magos”, eran en realidad sabios orientales,

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astrólogos de Babilonia, Arabia o Persia. El pasaje demuestra la superioridad de Cristo, quien es sabiduría de Dios, sobre toda la sabiduría de este mundo. La estrella de Jesús es superior a todas las constelaciones cósmicas. Los horóscopos, con sus fatuas adivinaciones, se rinden ante Jesús, la estrella de la mañana. El brillo de la verdad de Jesús engendra un gozo y una libertad que no podrá producir jamás ningún sistema astrológico. Los magos adoraron a Jesús y regresaron por otro camino. Cuando conocemos a Cristo, queda atrás nuestro antiguo camino de perversidad, y comenzamos a andar en la senda de la salvación. Al comentar estos versículos Warren Wiersbe en su libro Bosquejos expositivos de la Biblia, suscribe cómo la experiencia de estos gentiles nos da una lección para hallar la voluntad de Dios: (1) Ellos siguieron la luz que Dios les dio; (2) Confirmaron sus pasos por medio de su Palabra; y (3) Lo obedecieron sin cuestionamiento, y Él los guió en cada paso en el camino. En nosotros ha resplandecido el evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios. ¡Sigamos con gozo la luz de su estrella! Gozo en su bautismo Ahora acerquémonos a las aguas del río Jordán. Una multitud arrepentida rodea a Juan el Bautista. De pronto, aparece el Hijo del Hombre. En Él no hay pecado, pero ha venido como siervo a cumplir la voluntad de su Padre. Le ordena a Juan que lo bautice. Inmediatamente, el Espíritu Santo desciende sobre él en forma de paloma y se escucha la voz de Dios, diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3.17). Tres veces se oye al Padre hablando con su unigénito Hijo en los evangelios: esta es la primera. La Biblia en lenguaje sencillo lo traduce así: Este es mi Hijo. “Yo lo amo mucho y estoy muy contento con él”. Con estas palabras el Padre confirmaba el cumplimiento profético del Salmo 2 (que declara al Hijo de Dios como Rey) y de Isaías 42 (que presenta al Mesías como Siervo Sufriente). Con esto, Dios daba públicamente su aprobación a Cristo para el comienzo de su ministerio. Fueron las mismas palabras que dijo Dios en el momento de la transfiguración de Jesús, indicando la superioridad de su Hijo sobre los profetas (Elías) y la Ley (Moisés) (lea Mt. 17.5). ¡El Padre sentía un gozo inefable por el ministerio terrenal de Jesús!

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Si en los ejemplos anteriores la causa del regocijo era la salvación, en este caso lo que motiva el júbilo del Padre es la obediencia de Cristo. El gozo en su muerte sacrificial Sabemos que Jesús vino a morir. Así dice Isaías 53. Sufrió la muerte más humillante de todas las épocas. Su decisión estaba inspirada en tres sentimientos: el primero era complacer al Padre en todo; el segundo, el amor por toda la humanidad pecadora, de ahí que el título Hijo del Hombre fuera el que más se oyó de sus propios labios. El segundo sentimiento era de gozo, un inefable regocijo por el surgimiento de una nueva raza de hijos de Dios, nacidos del Espíritu: la iglesia comprada a precio de sangre. Hay dos poderosos versículos que apoyan esta tesis. Isaías 53.10 suscribe que después de su muerte vicaria, Jesús vería linaje, esto es, descendencia (En 1 Pedro 2.9-10 vemos el cumplimiento de esta profecía, cuando dice: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”); el segundo versículo se encuentra en Hebreos 12.2, que nos anima a correr la carrera “puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz”. Lo que fortaleció a Jesús cuando fue vendido, abandonado, ultrajado y crucificado fue el gozo que vendría después de su muerte. Esto debería animarnos en los momentos en que los obstáculos que rodean nuestra carrera parecen insalvables. Debemos, por encima de las circunstancias, mirar a Jesús. Aún sobre la cruz, sangrante y sediento, el gozo de su resurrección, de sentarse en el trono junto a Dios, le infundía ánimos. Pero estoy seguro que lo animaba también el gozo de nuestra resurrección, de nuestra morada celestial junto a Él. Este es el gozo del que habla la epístola de Judas, cuando dice: “Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén” (Jud. 1:24).

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Por consiguiente, el gozo puesto delante de Jesús era (y es) el gozo de presentar a su iglesia delante del Padre un día en los cielos. El gozo en su resurrección La hora oscura de la crucifixión de Jesús nubló el corazón de todos sus discípulos. A pesar de que Jesús les había advertido que el Hijo del Hombre iba a ser entregado a la muerte, ninguno pudo imaginar que el Cristo sería declarado maldito, colgando de un madero, después de haber sido azotado, escupido y sometido a la befa de los impíos. Horas después de estos sucesos, nos encontramos a algunos discípulos de regreso a las viejas labores de pesca, a otros camino de Emaús, todos desanimados, sin esperanzas, dubitativos, conscientes de haber abandonado a su Señor en el momento más difícil. Las agónicas palabras de Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, resonarían en sus oídos y se les clavarían en el corazón. Jesucristo había visto a las multitudes como ovejas sin pastor y se había compadecido, pero, ¿quién podría compadecerse de ellos ahora que habían perdido al Maestro? ¿A quién podrían ir ahora, si sólo Jesús tenía palabras de vida eterna, y el que ellos habían creído el Hijo del Dios viviente estaba muerto? Si la noticia de las mujeres que volvían del sepulcro vacío les devolvía bruscamente las esperanzas, el momento en que Jesús atravesó las paredes y les dijo: “Paz a vosotros”, no tiene palabras humanas para ser descrito. El Maestro volvía a ellos como las primicias de la resurrección, como el inefable Cristo de la gloria. ¿Y qué hicieron los discípulos? Lucas 24.41 suscribe que ellos, “de gozo, no lo creían, y estaban maravillados”. Jesús tuvo que comer de un pez asado y un panal de miel para que se dieran cuenta de que no veían visiones, y así calmar su temor y darles entendimiento de lo que decían las Escrituras sobre Sus padecimientos, Su muerte y Su resurrección. Juan 20.20, describiendo esta misma escena, dice que “los discípulos se regocijaron viendo al Señor”. Tomás, el incrédulo, al verlo resucitado, se postró ante Él y le adoró, diciéndole: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Jn. 20:28). “Kurios ( ριος)” y “Dseós ( ος)” son las palabras griegas aquí usadas. “Kurios” (Señor) es el término que traduce en la Septuaginta nada menos que al tetragrámaton de Yahvé (YHWH). Decirle “Kurios” a Cristo era decirle Jehová o Adonai, que era la

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palabra usada por los judíos de Jerusalén para no mencionar el nombre sagrado. Tomás le estaba diciendo: “Jesús, Tú eres el Señor de quien hablan las Escrituras y el Amo de mi vida. ¡Mi Señor y mi Dios!”. Esto no puede ser llamado de otra manera que adoración. El salmo 16.11 dice: “En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre”. A partir de este momento, la historia de los discípulos es bien diferente. Su fe en el Maestro que caminó con ellos, que hizo milagros y maravillas, fue transformada en la fe en el Dios hecho hombre, en el Vencedor de la muerte, en el Cordero capaz de abrir los libros sellados, en el León de la tribu de Judá, en el Rey de reyes y Señor de señores, el Verbo de Dios, el Verdadero, la Resurrección y la Vida. Por eso, “volvieron a Jerusalén con gran gozo” (Lc. 24.52). ¡No había nada qué temer! ¿Tribulación, hambre, espada, desnudez, lo presente, lo porvenir? Nada de esto podría separarlos del amor de Dios, por lo cual eran más que vencedores. Ellos se entregaron a los más grandes peligros y a la muerte con la plena certidumbre de fe en la resurrección de Cristo. Sin duda alguna, el gozo de Jesús en su ministerio terrenal nos da la brújula de cómo debe ser nuestra vida desde que nacemos hasta el día en que nuestro tabernáculo terrenal sea revestido con la misma gloria del Cristo resucitado. Ese día, tal vez veamos a Dios danzar de alegría.

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