PALABRA Y SILENCIO. REFLEXIONES SOBRE LA VIOLENCIA Y EL LENGUAJE 1

THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 37, 2006. PALABRA Y SILENCIO. REFLEXIONES SOBRE LA VIOLENCIA Y EL LENGUAJE 1 Vicente Sanfélix Vidarte. Universid

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THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 37, 2006.

PALABRA Y SILENCIO. REFLEXIONES SOBRE LA VIOLENCIA Y EL LENGUAJE 1

Vicente Sanfélix Vidarte. Universidad de Valencia Resumen: Este trabajo ab orda algun as de las relacion es entre violencia y lenguaje. Se divide en dos partes. En la primera, y a partir de un a observación de Marx, se ana lizan las condiciones que hacen posible el uso del lenguaje como instrumento de la violencia. En la segunda se considera la relación entre el lenguaje y el yo, por una parte, y el lenguaje y la realidad, por la otra, para concluir contra toda una larga tradición q ue culmin a en el joven W ittgenstein que, a un cuando el lenguaje supone una violencia tanto a aquel como a ésta, es preferible al silencio. Abstract: This work faces some questions relatives to the relation between violence and langu age. It is divided in two parts. The first one, starting from an observation by Marx, analyzes the conditions that make possible the use of the language as an instrument of the violence. The second one considers, by one hand, the relation between language and self and , by the other hand, the relation between language and reality. Its conclusion, against a long tradition that had its summit in the thought of the young W ittgenstein, is that even if the language makes a violence both to th e self and the reality, it is best that the silence.

1. Un territorio inexplorado La cuestión de la violencia se ha ab ordado d esde la persp ectiva de la filosofía moral, política, del derecho, de la historia... pero no tanto, me parece, desde la de la filosofía del lengua je. Y no obstante, hay una larga tradición cuyas raíces quizás quepa remontar hasta Platón que ha condenado al lenguaje como sospechoso de ejercer una violencia sobre la realidad, una viole ncia m etafísica; un a tradición que pro bablem ente tuvo uno de sus puntos culm inantes en el ámbito de la cultura germ ánica en el filo entre los siglos XIX y XX y de la que el pensam iento del primer Wittgenstein bien puede co nsiderarse com o ejemp lo privilegiado . En un homenaje como éste al profesor Arregui, uno de nuestros mejores y más convencidos wittgensteinianos, quiero afrontar este proble ma, transitar este territorio (por lo que yo sé básicamente inexplorado) de cuestiones y transitarlo con un afán crítico, como a él le hubiera gustado. Pues como se verá, concluiré que aun cuando los

1 El presente trabajo se ha beneficiado de la ayuda concedida por el Ministerio de educación y ciencia para llevar adelante el proyecto de investigación: «Cultura y civilización: el conte xto intelectual de la constitución del primer Wittgenstein». HUM2005-04665

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platónicos –y el joven Wittgenstein sería uno de ellos– llevan razón en lo teórico, y el lengua je inevitab leme nte viole nta la realidad, no la llevan en lo p ráctico, y el silencio no es más recomendable que la palabra. Dada la ausencia de una cartografía del tópico que quiero abordar, o al menos mi descon ocimie nto de la misma, lo que a continuación viene es, esencialmente, mi mapa del mismo; un mapa quizás tosco, a buen seguro necesitado de compleción, pero que ofrezco, aun consciente de su provisionalidad, con la esperanza de que pueda ayudarnos para echar a andar. 2. El len gu aje de la viole nc ia Lo mejor para no perde rse será empezar por tomar un punto de referencia seguro, tan eviden te que d ifícilme nte podríam os obviarlo. Tal o bviedad es, a mi entender, que el lenguaje puede llegar a ser violento. Pero , como sue le ocurrir con las obviedades, en cuanto nos paramos a pensar un poco en ellas se nos tornan enigmáticas. ¿Cómo puede llegar a se r el lengu aje violento? Al fin y al cabo, violentar e s forzar, la violencia es una fuerza. L o deja claro la etim ología latina, que hace depender el sustantivo abstracto «violentia» del adjetivo «violens», y éste, a su vez, de «vis»: fuerza. Así, pues, ¿cómo puede, entonces, algo tan etéreo, tan espiritual, tan abstracto, como es el lenguaje, llegar a tener fuerza, y una fuerza violenta? Desde luego, apartarnos de cierta consideración del lengu aje, no incurrir en la falacia descriptivista, no caer en la tentación de los filósofos de considerar el lengua je como un instrumento aséptico, pulcro, inocuo, para transmitir información, puede ayudarnos a empezar a comp render el enigm a. El leng uaje no sólo transmite información, sirve para hacer otras muchas cosas: consolar, animar, persuadir; también intimidar, am enazar, insultar... Un mismo contenido proposicional, pongamos por ejemplo: «la puerta cerrada», puede venir inscrito en lo que Austin denominó muy d iferentes –atención– fuerzas ilocucionarias, y en consecuencia producir m uy diferentes efectos perlocucionarios. Podemos preguntar si la puerta está cerrada, y con un poco de suerte produciremos en nuestro interlocutor la conducta de suministrarnos una información; o podemos dar la orden de que se cierre la puerta , y con un poco m ás de sue rte –tenie ndo en cuenta cómo está el mundo y lo poc o que se respeta ya la jerarquía– a lo mejor alguien nos obedece y la puerta, anteriorm ente abierta, se cierra. Podríamos decir que el lenguaje es una realidad dotada de fuerza, la fuerza que inspirándonos en el filósofo oxonien se podríam os llamar ilocu cionaria y perlocucionaria, la fuerza merced a la cual con el leng uaje podemo s hacer cosas y hacer que se hagan cosas . Y algunas de esas cosas son viole ntas. Pero no sé si esto no es repetir de otra manera la evidencia de la que se partía. Realmente, después de estas consideraciones, ¿resulta más clara la respuesta a nuestra pregunta? ¿Cómo puede algo tan etéreo, tan espiritual, tan abstracto, como es el lenguaje, llegar a tener fuerza, se le ca lifique de ilocu cionaria o perlocucionaria, y en algunos casos, una fuerza violenta?

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Quizás en este p unto traer a colac ión un te xto de M arx perm ita ir más lejos de allí donde podría llegarse si permaneciéramos instalados en la fenom enología austiniana, que como todas las fenomenologías se mueve antes a un nivel descriptivo que etiológico, proporciona más una descripción ordenada de los fenómenos (lo que, desde luego, no es de despreciar) que una indicación acerca de sus posibles causas. E l texto al que aludo se encuentra en La ideología alemana y dice así: «Solamente ahora... caemos en la cuenta de que el h ombr e tiene tam bién «co ncienc ia». Pero tampo co esta es de antemano una conciencia «pura». El «espíritu» nace ya tarado con la maldición de estar «preñado» de m ateria, que aquí se manifie sta bajo la forma de capas de aire en movim iento, de sonid os; en una pa labra, bajo la forma de lengua je.» Marx nos recuerda algo que de tan evidente casi siempre nos pasa desa percibido, a saber: que el lenguaje es él mismo una realidad material, física; capas de aire en movimiento. Así, el lenguaje, tan espiritual él, puede llegar a ten er fuerza porqu e está hecho de la misma pasta que todas las fuerza: de masa (aunque sea de algo tan «e spiritual» como es el aire) y movimiento. Movemos el aire con el aire que expulsamos desde nuestros pulmones a través de nuestro sistema de fonación. Y a veces lo movemos con tal intensidad, con tal fuerza, con tal... ¡violencia (aquí está)!, que gritamos. Y el grito puede asustar, intimidar, paralizar. Desde luego no es ésta una posibilidad que sólo tenga la raza humana. La compartimos con otros muchos a nimales. También ellos pueden gritar para intentar defenderse de un agresor o, justamente al contrario, para intentar hacer más eficaz su plan de agresión. El grito es una expresión emotiva cuya funcionalidad adaptativa no es difícil comp render. Si la ley de Haeckel tuviera algún viso de verosimilitud –y alguno, a m i entender, tiene–, si la ontogenia reprodujera la filogenia, podríamos conclu ir que esta mos an te el fenómen o más origin al en el que se b asa la posible violencia del lenguaje: el tono con que puede modularse. Si a un bebé le gritamos, llorará; aunque lo que le gritemos sea ¡qué guapo eres! Si le hablamos dulcemente, sonreirá; aunque lo que le susurremos se a ¡qué ho rrible eres ! Estam os aquí an te una dimensión d el lenguaje, su pura dime nsión tónica, que le habilita, de una manera congénita y pre-simbólica, para ser un instrum ento al servicio de la violencia. Congénita porque, como ya hemos dicho, la reacción ante el tono de voz es algo q ue com partim os con o tros anim ales y dam os mu estras de tene r esta predisposición desde, prácticamente, el mismo momento en que nacemos. Presimbólica, porque como nuestro ejemplo viene a mostrar, la dimensión semántica de lo transmi tido es abs olutam ente irrelevante. La amenaza es función única y exclusivamente del tono empleado, no de lo que se dice. Desde un enfoque filosófico de corte naturalista, como aquel por el que yo abogaría, tenemos la obligación de no perder de vista esta base natural, este proto-fenómeno, de la violencia lingüística. La tarea es explicar cómo sobre ella puede llegar a erigirse una violencia mucho más sofisticada, ya no congénita sino convencional y eminentemente sim bólica.

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Que haremos bien en no olvidar ese sustrato natural de la violencia lingüística nos lo puede ratificar la constatación de cómo ella interfiere en el despliegue de la otra, de esa violencia sofisticada a la que acabamos de aludir. Al respecto puede ser ilustrativa la historia, que he leído en alguna parte, según la cual Platón hubo de desistir de su original vocación política, de su intención de part icipar en ese espacio consagrado al ejercicio de la violencia dialéctica que era el ágora, debido a la debilidad d e su voz. Y si queremos un recordatorio más a mano, quizás nos puede bastar la disonancia que percibimos, y que generalmente produce un efecto irrisorio, cuando una voz de mando resulta especialm ente atiplada. Y sin embargo, Platón llegó, con su discurso, a tener poder, hasta el punto de que, si hemos de creer a Po pper, inspiró varias violentas (ya estamos) intentonas de toma del poder por parte de sus partidarios. Y de la misma manera –en este país tuvimos desgra ciadam ente experiencia directa de ello– no es infrecuente que la voz del dictador, que en condiciones normales produciría risa, termine por resultar esp ecialm ente siniestra. A efectos teóricos la enseñanza es clara: aun si lo simbólico tiene una base natural, puede terminar, de hecho termina, por emanciparse de la misma. De modo que hay que explicar no sólo cómo es posible aquel basarse sino también esta emancipación. Vayamos con la primera parte de la tarea. Hemo s apuntado más arriba que la dime nsión tón ica del le nguaje quizás constituya la primera razón de su potencialidad violenta. Y hemos añadido que esta potencialidad es casi con toda seguridad cong énita y a buen seguro pre-simb ólica. Pero que no sea simbólica no quiere decir que carezca de toda dimensión significativa. Aunque ciertos sonidos pueden ser tan intensos como para causar un auténtico daño físico, el tono que no s atemo riza no su ele llega r a estos extremos. Lo más probable es qu e la naturaleza intimidatoria de cierto tono resp onda a u n proce so asociativ o natural mente seleccionado. Un tono grave pue de correlacionar a menudo con una envergadura fuerte, más fuerte que la nuestra propia. De modo que el tono, si bien por sí mismo no simboliza nada, es la señal de una mayor fortaleza física. De una potencia, de un poder, m ayor que el n uestro. De alg o o alguien q ue, por con siguiente, nos p uede. Creo que esta situación es generalizable. La auténtica dimensión violenta del lengua je siempre está condicionada a elementos pragmáticos. El lenguaje puede ser violento cuando quien lo utiliza tiene poder, algún poder, esto es un exceso de potencia, sobre aquel a quien lo dirige. En caso contrario, si estas condiciones pragmáticas se incumplen, todo puede quedarse en lo ridículo, o en lo gracioso, o en el peor de los casos, en un ejemplo de mala educación. Como cuando un niño pequeño nos amenaza con darnos una bofetada. De nada serviría aquí que nos lo dijera chillándonos. Difícilm ente conseguiría intimidarnos. Lo normal es que nos provocara risa, o conmis eración por su estado de nerviosismo, o en tod o caso irritación por la mala crianza del rap az. Pensemos en la diferencia con el caso del marido que, sin levantar la voz, dice a su mujer que va a darle una bofetada si, por ejemplo, no se calla. Aquí la amenaza no requiere la dimensión tónica. El símbo lo prevalece sobre la señal. El auto-control de

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la expresividad, de las emociones, no vuelve menos poderosa la amenaza. Quizás, al revés. La torna más siniestra, más seria. Probablemente, no por casualidad. Volveremos sobre este rasgo del len guaje. Por otra parte, esta dependencia pragmática, contextual, de la violencia que el lengua je puede vehicular, quizás nos obligue a concluir que no hay tanto un leng uaje violento cuanto un uso violento del lenguaje. Es por ello que una misma expresión tanto puede funcionar como un insulto cuanto como una admiración. ¡Qué cabrón! Pero dejemos e stas consideraciones y retomem os el hilo principal de nuestra argumentación. ¿Cómo puede llegar a ocurrir que, como el ejemplo recién apuntado pone una vez más de manifi esto, el símbolo llegue a prevalecer sobre la señal, la convención sobre lo natural? Bien, en un principio no parece que lo que subyace a un caso y otro sea muy diferente. Si la naturaleza nos ha enseñado que cuando alguien nos chilla –aunque sea en un idioma que no entendemos– ello puede ser la antesala de una agresión; el aprend izaje cultural nos ha enseñado a asociar ciertas expresiones con ciertos referentes. Dar (o recibir) una bofetada, por ejemplo, con cierta acción (o pasión). Cuando estas expresiones las utiliza en determinado contexto alguien que tiene más poder que nosotros, sus palabras adquieren una potencialidad intimidatoria porque se convierten en el anuncio de una agresión . Sin em bargo, la conven ción no se limita a superponerse a la naturaleza. Quizás podamos verlo bien en este caso. La amenaz a tónica venía ligad a a la superiorida d física de quie n la emit ía. La amenaza simbólica se ha liberado de este yugo. El marido que amenaza con dar una bofetada a su mujer no n ecesita ser físicame nte más fuerte q ue ésta, de m anera parecida a como tampoco necesita serlo el juez que condena a muerte al reo. La convención lingüística exige la socied ad, y ésta, a su vez, la d ivisión del trabajo, es d ecir un reparto desigual de roles y, ligado a e llos, de status. La condición que antes pusim os, creo, sigue vigente. El lenguaje, para ser violento, exige una asimetría en el poder de agresor y agredido. Pero ahora, merced a la convención, vemos qu e el poder h a cobrado él m ismo una profunda dimensión simbólica. El reo sabe que el juez tiene mucho más poder que el que podría tener un león. Contra éste todavía tendría alguna posibilidad de luchar y vencer. Pero aunque saltara del banquillo de los acusados y con siguiera asesinar al juez, de poco le serviría. La sentencia de éste seguiría pesando sobre él porque al juez le respalda todo el sistema pun itivo del estado: sus p olicías, sus cárceles, sus v erdugos... Del mismo modo , la mujer que calla ante la amenaza de su marido no lo hace porque no pudiera, en todos los casos, devolverle la bofetada, pero tendría entonces que afrontar, si no la pena física socialmente impuesta, sí el repudio, la exclusión, el estigma de una socieda d patriarcal. Empezamos a entender que la simbolización que el lenguaje convencional introduce, al venir coimplicado con la complejidad d e la organización social, no sólo cambia la naturaleza del poder en virtud del cu al se puede ejercer la violencia sino también la del daño que esta puede infligir. Al carácter más abstracto que aquel poder puede adquirir le corresponde un carácter igualmente más abstracto del daño que

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puede provocar. Es muy p robable que según estos parám etros pudié ramos incluso aventurar un proceso evolutivo, al consuno, de la sociedad y del lenguaje; un p roceso que se caracterizaría por la paulatina pérdida de importancia del poder físico (y del uso del leng uaje como instrum ento de esta vio lencia) y el corresp ondien te increm ento del poder simbó lico (y del uso del lenguaje para provo car este tipo de daño). Sea lo que fuere d e esta hipotética p auta evolutiva, de biéramos esforzarnos por intentar entender cómo es posible esta abstracción del daño y de la violencia; para ello quizás convinie ra volver a Marx y continu ar la cita de l texto que anteriorm ente adujimo s. Dice así: «El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también p ara mí m ismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios del intercambio con los demás h ombres... La conciencia, por tanto, es ya de antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras existan seres humanos. La conciencia es, ante todo, naturalmente, conciencia del mundo inmediato y sensible que nos rodea y conciencia de los nexos limitados con otras personas y cosas, fuera del individuo consciente de sí mismo .» Para comprender todo el alcance revolucionario de este breve texto en el que Marx da prioridad al lenguaje sobre el pensamiento, a la conciencia sobre la autoconciencia, a lo público, en suma, sobre lo privado, basta con situarlo contra el trasfondo de la práctica totalidad de la filosofía moderna que le precede, pues en esta las cosas son justame nte al revés: es lo privado lo que tiene prioridad sobre lo p úblico, y esto tanto en el orden epistemológico cuanto en el ontológico, en el ético, en el político y hasta en el semántico. En efecto, como es bien sabido Descartes encontró en la existenci a del yo pensan te la primera proposición que resiste la duda hiperbólica con lo que la verdad de la autoconcien cia se convirtió en el criterio de toda verd ad; pero el yo no sólo gan ó esta prioridad epistemológica, igualm ente se convirtió en el ejemplo paradigm ático de lo real por antonomasia, de la sustancia, iniciándose así un deslizamiento por la pendiente de lo que Heidegger denominó la metafísica de la subjetividad que culmina cuando Leibniz comprende todo ente como mónada por analogía con el yo. Y a este prevalecer ontológico y epistémico del yo corresponde, en el terreno de la filosofía política y moral, una concepción de la sociedad que la ve como el resultado de un pacto entre individuos que le preexisten y qu e sólo se asocian para la satisfacción de sus intereses particulares, no teniendo por princip io de su actuación moral otro juez qu e el de la propia conciencia. ¿Y el lenguaje? Pues el lenguaje se concibe como la manifestación externa de los contenidos de conciencia, de las ideas, entidades privadas, inaccesibles a cualqu ier otra m ente que no sea la mía, que constituyen el referente primario de las palabras.

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Pues bien, es co n todas e stas cosas co n las que Marx v iene a term inar, en e l texto que acabamos de citar, como de un plumazo. Y con razón. Porque consideremos por ejemplo lo que ocurre con el significado. Supongamos, y este sería el caso aparentemente más favorable al teórico moderno, que queremos expresar las características de una sensación. Diremos, por ejemplo, que sentimos un pinchazo en el costado. O que vemos una mancha roja que va cambiando de color cuando ce rramos los ojo s. O... da igual el ejemplo que pongamos. Para describir nuestra experiencia interior no podemos sino servirnos del vocabulario de adjetivos que califican los objetos o los acontecimientos externos, públicos, intersubjetivos. Nuestra descripción de la experiencia en realidad quería decir que sentíamos lo que se siente cuando se pincha el cuerpo con una aguja, o que veíamos una mancha del mismo color que los tom ates madu ros, o... La autoconciencia, la descripción del conten ido de nuestra propia experiencia privada, y esto es lo que nos interesa, es pues parasitaria de nuestra conciencia del mundo externo. El filósofo bohem io Fritz M authne r llegó a e scribir con acento nietzscheano que es porque podem os decir «yo» que creem os en nosotros mismo s. Y es verdad, porque sin ese instrumento increíblemente útil que es el lenguaje se ría prácticame nte impo sible que tuviéramos esa memoria de nuestro pasado y ese cuidado del futuro que caracterizan a esa extraña entidad que llamamos el yo. Pero esta verdad es sólo med ia verdad porque, lo que ahora podríamos añadir nosotros con acento marxista, es que si podem os decir «yo» es porque o tros, antes, nos nom braron «tú». Lo que ello quiere decir es que las h erramientas con que construimos n uestra propia identidad com o personas son prestadas, sociales, lingüísticas. Pero el lengua je no es aséptico. Los calificativos no sólo tienen valor descriptivo. Incorporan valoraciones que reflejan el reparto asimétrico del status que, como vimos, la división del trabajo incorpora. Pues bien, cuando empezamos a formar nuestro yo ideal, aquel conjun to de expectativas que vamos a procurar satisfacer, las mismas pueden estar constreñidas, de hecho lo estarán, por los horizontes sociales asumidos por quienes nos rodean. No son las mism as las exp ectativas qu e razon ablem ente pueden forma rse una mujer y un hombre en el contexto de una sociedad patriarcal. Ni las de un bárbaro y un ciudadano de la metrópoli, en una sociedad civilizada. Ni las de un habitante del primer mundo y uno del tercero, en un mundo económicamente tan poco igualitario como e s el nuestro. El uso del discurso, del lenguaje, para intentar mantener y justificar esta situación de desequilibrio es otra forma de uso violento del mismo. Incluso aunque a veces revista la forma aparentemente pacífica del proteccionismo (patriarcal, etnocéntrico, etc.). La casa de muñecas de Ibsen puede ilustrar perfectamente este punto. Tras el lenguaje, superficialmente dulce, del marido de Nora no se esconde sino la intención de mantenerla sumisa, tutelada, en la minoría de edad que, va de suyo, se supone corresponde a la mujer que ha de jugar el papel de esposa/amante/madre perfectamente burguesa. El lenguaje, aquí, no es violento en tanto que anuncio de un daño físico. Su blanco no es el cuerpo sino el espíritu. Se trata de cercenar posibles desarrollos del yo

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ajeno, de mantenerlo de ntro de los límites socialmente prescritos, aceptados, norm ales. El daño es simbólico, pero no por ello menos real. Estriba en la representación de sí mismo que se intenta imponer sobre el otro o, en muchos casos, sobre la otra. Mientras el orden se mantenga, el lenguaje puede revestir incluso formas meyorativas («eres una santa»); cuando peligre, rápidam ente puede deslizarse po r la forma d el insulto («eres una puta»). Resumam os. Hemos constatado que el lenguaje puede ser vehículo de la violencia. Ello es así, en su dimensión más básica, por mor de su naturaleza física, de sus características tónicas. El tono con el que el más fuerte físicamente que nosotros nos interpela puede convertirse en un signo de una posible agresión que nos amedrenta. La simbolización que el lenguaje introduce permite, no obstante, que la violencia que el mismo vehicu la adquiera formas más sutiles. Cierto que seguirá apoyándose en una asimetría en el poder de los interlocutores, pero ese exceso d e pode r ya no ne cesita ser directamente físico, puede ser un poder simbólico, socialmente respaldado en el recono cimien to del status, y otro tanto cabe decir del daño que puede provocar, un daño más que corporal, psíquico, de cerce namie nto del y o, que e l lengu aje está ya en disposición de provocar directamente, en virtud de su eficacia simbólica sobre las representacio nes que de nosotros mism os asumim os. Antes de dejar este apartado una advertencia. El lenguaje, evidente mente, y justame nte por estar dotado de fuerza, tambié n pued e ser utiliza do com o instrum ento para defendern os de la agresió n. El grito, para e mpez ar, puede se rvir como solicitud de auxilio y puede ayudar a paralizar al agreso r. Y podemos dar y darnos razones que desenmascaren las afirmaciones de quien quiere ejercer una violencia psíquica o ideológica sobre nosotros. Podríamos en este punto, rememorando a Hölderlin , decir que justo allí donde crece el peligro crece también lo qu e nos salva. Pero contra lo que muchos (y muchas) han hecho no quisiera yo incurrir en el pecado del idealismo. No basta con la «resignificación» o con la lucha por la corrección política del lenguaje. El lengua je no es sino el vehículo (a veces indirecto, a veces directo) de la violencia. La base de esta está, si lo que hemos dicho previam ente es acertado, en otra parte: en la diferencia de poder y de status. Y sin despreciar la lucha en el terreno de las ideas, en última instancia no debemos perder de vista que es esta realidad social la que hay que combatir. 3. La violencia del lenguaje Hasta aquí hemos estando reflexionando sobre las condiciones que hacen posible que el lenguaje, o mejor ciertos usos del mismo, veh iculen la violencia. H emos transitado territorios limítrofes entre la filosofía del lengua je, la antropolog ía y la sociología. La pregunta que ahora queremos plantearnos es más general, más metafísica, si así se prefiere. Lo que q ueremo s plantearnos e s si el lenguaje, en general, y no ya sólo en ciertos usos del m ismo, no p resupone la violencia. Para empezar a respon derla quizás fuera menester e mpezar p or plantear otra: ¿violencia sobre qué o so bre quién? L a violencia lingüística que hasta aquí hemos

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estado considerand o se ejercía entre interlocutores (o entre un locutor y un escu chante silencioso). Era una violencia que presuponía ya el estar instalados, por así decirlo, dentro del lenguaje. Pero ahora queremos situarnos como fuera de él, en la medida en que esto sea posible. Imaginarlo como un todo y preguntarnos si el mismo, así considerado, no instaura una relación de violencia… ¿con qué? Evidentemente, con lo que no es él pero a lo que él se refiere, con la realidad. Y también, con esa parte de la realidad qu e es el sujeto que aprende a u tilizarlo. Apuntábamos casi al principio de nuestra disertación que la violencia tiene que ver con la fuerza, que lo violento es lo forzado. Y lo forzado es lo antinatural. De modo que nuestra cuestión adquiere ahora una nueva concreción. ¿Hace el lenguaje violencia a la naturaleza? Para empezar, ¿hace violencia a la naturaleza de quien lo habla, a la naturaleza humana? Esta última pregunta es difícil de respond er porque no es fácil saber qué es el hombre natural. G eneralm ente esta c ategoría ha sido implem entada más por la imaginación de los moralistas que por la información proporcionada por antropólogos o etólogos. Y es que el hombre se hizo hombre en sociedad, y en sociedad sigue naciendo. Pero no hay sociedad, claro está, sin lenguaje. De modo que desde el principio de nuestras vid as estamos en el medio lingüístico. En cierto sentido, bien podríam os decir que él constituye nu estra naturaleza. No obstante, algún caso hay de seres hu mano s más o m enos pr ivados d e este entorno. Uno de los más fascinantes –y conmovedores– que yo conozco es el de Víctor del Aveyron, el famoso niño salvaje capturado en la Francia revolucionaria de 1799 y sobre cuyos «progresos» Jean Itard elaboró una memoria y un informe que han llegado hasta nosotros. Entiéndaseme bien, no quiero elevar a condición de ley un caso particular. Mucho menos cuando la historia, en este como en otros casos parecidos, presenta tantos puntos oscuros. Pero creo que puede ser ilustrativa y, por otra parte, me parece que las conclusiones que nos va a permitir sacar pueden fácilmente confirmarse con un poco de reflexión y la consideración de casos m enos anómalos. Vayamos pues a la descripción de Víctor, nuestro hombre, o mejor niño, «natural». Así la recoge Itard: «Comenzando su descripción por el aspecto que ofrecían las funciones sensoriales de nuestro pequeño hombre bravío, el ciudadano Pinel nos informó haber encontrado sus sentidos en un estado tal de inhibición, que el infeliz se hallaba, según él, a este respecto, bastante por debajo de algunas de nuestras especies zoológicas domésticas: los ojos, sin fijeza ni expresión, sin cesar divagan de un objeto a otro, sin detenerse jamás en uno de ellos, hallándose tan poco ejercitados, tan poco coordinados con el tacto, que en modo alguno sabían di stinguir e ntre un o bjeto de bulto o una simple pintura; el oído tan insensible a los ruidos más fuertes como a la más emoti va de las melodías; el órgano de la voz, en el estado de mudez más absoluto, no emitía sino un sonido un iforme y gutural; el del olfato parecía igualmente indiferente a la exhalación de los perfumes como al hedor de las basuras de

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que estaba impregnado su cubil; el tacto se limitaba a la función, mecánica y no perceptiva, de la pu ra prens ión de lo s objetos. P asando , pues, d e las funciones sensoriales a las intelectuales, el autor del inform e nos m ostró a su p aciente incapaz de atenció n, salvo en lo que atañía a los objetos de sus necesidad es, y sustraído por lo tanto a las operaciones del espíritu que reclaman el concurso de aquella facultad; privado de discernimiento, negado a la memoria, desprovisto de toda aptitud imit ativa y hasta tal punto obstruido a los recursos de la mente, incluso relativos a sus propios intereses, que aún no había aprendido siquiera a abrir las puertas ni acertaba a valerse de una silla para atrapar algún manjar que se hurtase a sus alcances. Se hallaba, finalmente, desprovisto de todo recurso comunicativo y en ning ún ademán o movimien to de su cuerpo pod ría adivinarse modo alguno de intencionalidad ni de expresión; sin apariencia de motivo alguno, pasaba de repente de la más m elancólica ap atía a una risa explosiva y desbordante. Insensible su alma a cualquier clase de afección moral, toda su inclinación y su placer quedaban circunscritos al agrado del órgano del gusto, todo su discernimiento a las operaciones de la gula, toda su inteligencia a la capacidad para unas cuantas ocurrencias aisladas y siempre relativas a la satisfacción de sus necesidades; en una palabra, su existencia toda quedaba reducida a una vida puram ente animal.» A la vista de todo esto, Pinel concluyó que Víctor estaba aquejado de imbecilidad; diagnóstico que Itard no comp artió. Quizás se trate de un dato crucial, pero independientem ente de quién llevara razón, si Pinel o Itard, lo que llama la atención sobremanera en toda esta descripción es, mucho más que la mengua de facultades intelectivas, la falta de coherencia, de orden, vam os a decirlo así, en la expresividad facial y corporal del niño. La mirada inexpresiva y sin fijeza, la voz desarticulada, los movimientos de su cuerpo, en fin, carentes de intencionalidad –como dice Pinel –, gratuitos, lo mismo que sus explosiones afectivas y emocion ales. Sobre lo que quiero llamar la atención es sobre el grado en que nuestra mímica, ese recurso aparentemente natural de comunicación del que creemos disponer, está en realidad condicionada por la interacción social, por una interacción que es desde el principio ya lingüística, pues nada más «natural» que quienes rodean al recién nacido se dirijan a él hablán dole. El caso extraordinario de Vícto r del Aveyron nos lo indica, pero los casos mucho más frecuentes de la ceguera o de la sordera congénita creo que lo confirman. Es imposible encontrar en los ojos del ciego y, en gene ral, en su rostro, la expresividad del vidente, del mismo modo en que es imposible encontrar en la voz del sordo la exp resividad del hablante, aunque en este caso, cuand o el sordo habla su lenguaje de sign os, hace gala de una expresividad que medida por los parámetros del oyente puede resultar exagerada, probablemente porque con la intensidad de la misma consigue lo que los habla ntes con el tono . Sea como fuere, la conclusión, creo no demasiado arriesgada, es que el aprend izaje del lenguaje no sólo supone el disciplinamiento de nuestros órganos de fonación y

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audición para ponerlos en disposición de emitir y discriminar los fonemas necesarios sino que con diciona, m ás generalm ente, la expresivid ad corporal e n su conjun to. El lenguaje, por consiguiente, regimienta el cuerpo, lo disciplina, lo fuerza, lo violenta. Y no sólo el cuerpo. Ya hemos apuntado como, al ser transmisor explícito o solapado de valoraciones, condiciona el conjunto de expectativas, el yo ideal, que cada cual se forma. Y es que el ser humano sólo pued e devenir persona en un determinado escenario social de cuyo armazón forma parte esencial el lenguaje. El yo no es un da to sino un resultado. Una construcción que si bien tiene en su fundamento condicionantes genéticos no puede siquiera erigirse sin la interacc ión sim bólica, lin güísticam ente mediada, con los otros. En sus bosques, el pequeño Víctor no era persona sino un animal sorprendentemente resistente. ¿Hace, pues, el lenguaje violencia a nuestra naturaleza? A pesar de lo dicho me resisto a responde r afirmativame nte a esta pregu nta. Mis reparos tienen que ver con lo que ya apun té al plan tearla. En cierto modo, el lenguaje es nuestra naturaleza. Ya nacemos en un entorno lingüístico. Si tomam os lo natural como sinónimo de lo usual –y es una de sus acepciones– no somos nosotros sino el pobre Víctor quien es un ser human o anti-natural. Pero las consideraciones que acabamos de realizar sí permiten afirmar algo que me parece oportuno tener presen te. Nuestra naturaleza social, lingüístic a, es prod ucto del esfuerzo y del refuerzo. Hija, pues, de la fuerza. Si se quiere, de la violencia. Pero a diferencia de la violencia de la que anteriorme nte tratamos, es esta una violencia inevitable, a lo mejor incluso deseable. Pues, siendo ahora nosotros los que parafraseamos a Nietzsche, bien podríamos decir que sin ella el hom bre no sería un animal tan interesante. Quizás fuera posible a partir de aquí esbozar una especie de principio normativo. El ideal al que debiéramos tender es a que la fuerza que esculpe nuestro yo fuera teniendo una proporción cada vez mayor de radicación en nosotros mismos. Es el ideal de la autonom ía moral, de la mayoría de edad, q ue rinde p leitesía a aquel prin cipio socrático según el cual una vida no examinada no merece la pena (o no siendo tan radicales, merece m enos la pena). A pesar de m i conciencia de su carácter esquemático, me conformaré con estas consideraciones por lo que respecta a la cuestión de la relación entre lenguaje y naturaleza humana. Mi obje tivo ahora es reflexio nar –brevem ente, pues el e spacio también corre– sobre la relación del lenguaje con la naturaleza en general, o mejor con la realidad. ¿Le hace el lenguaje necesariamente violencia, la fuerza? Creo que fue Borges quien afirmó que a los hombres no nos queda más opción que la de ser platónicos o aristotélicos. Sobre esta cuestión el dile ma tiene la ap ariencia de ser exhaustivo. Pues mientras el discípulo, Aristó teles, con sideró q ue el len guaje podía ser el lugar de la «apópha nsis», el lugar en el que puede mostrarse y hacerse ver la verdad , el mae stro, Platón , siemp re se mo stró desco nfiado respecto al lenguaje. Al fin y al cabo, un simulacro, una imagen de la realidad pero no la realidad misma. Quizás un instrumento del que inevitablemente debiéram os servirnos para llegar a alcanzar la sabiduría, pero un instrumento qu e debíamos dejar atrás, algo así como la

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escalerilla que nos permite acceder a la nave del conocimiento pero que luego debemos arrojar si es que queremos ponernos a navegar por los bellos mares del ser. Si Platón lleva razón, inevitablemente el lenguaje fuerza la realidad, la violenta. Si es Aristóteles quien la lleva, la naturaleza puede comparecer libremente a través del lenguaje. Pues bien, yo creo que es Platón quien básicamente está en lo correcto... aunque me parece que es Aristóteles quien finalmente ha de ser vindicado, de modo que quizás, después de todo, lo exhaustivo del dilema no pase de ser mera apariencia. La mane ra más d irecta de establecer el carácter violento del leng uaje con respecto a la realidad bien pudiera ser la de reparar en la diferencia ontológica que m edia entre uno y otra. El primero tiene su naturaleza m ás propia en la universalidad; así lo exige su estatuto de instrum ento com unicativo. Pensemos en un lenguaje que intentara describir lo particular, lo idiosincrásico, lo irrepetible de manera igualm ente particular, idiosincrásica, irrepetible. Para conseguirlo tendría que disponer de una nueva expresión para cada ocasión nueva. Hab ría tantas palabras, tantos términos primitivos, como ocasiones. Ahora bien, como todo mom ento es de suyo irrepetible, cada palabra no habría de utilizarse sino una sola vez. Evidentem ente, esto no sería u n lenguaje. Los heraclíteos lo comprendieron bien. Si la realid ad fluye , y fluye in evitablem ente desde el momento en que está hecha de tiempo, como nuestra experiencia de ella, como nuestra conciencia, ajustarse a su fluidez quizás nos condene a no poder hacer otra cosa que a m over un de do, com o se cuenta qu e terminó h aciendo C ratilo, el heraclíteo que fue maestro de Platón en su juventud. No, el lenguaje exige la recursividad. S ólo gracias a ella, sólo gracias a que podemos utilizar y reutilizar los mismos términos en diferentes ocasiones, el lenguaje se torna en un instrumento tan extraordinariam ente útil. Hoy diremos, «la rosa es roja», y lo diremos m añana... y el año próximo , cuando co n la primav era nuestro jardín vuelva a florecer, au nque ya sean otras las rosas y seam os otros nosotros. Sólo gracias a esta recursividad el lenguaje tiene una potencialidad infinita, ilimitada. Con los confinados recursos de un vocabulario finito –no hay ningún diccionario, por exhaustivo que sea, que no teng a un número d efinido de entradas– nos permite decir infinitas cosas, incluso cosas nuevas que, no obstante no haberlas escuchad o antes, com prendem os. Pero seamos conscientes del precio que por ello se paga. La particularidad sólo se puede alcanzar en nuestro discurso merced a la intersección de diferentes universales, como el intersticio de lo general. El lenguaje, inevitablemente, categoriza la realidad; la tipifica, la conceptualiza. Hablar, incluso cuando no pretendemos sino mantenernos en la más pura asepsia descriptiva, significa acusar a la realidad de ser esto o aquello. Algo que debiera aceptar incluso el más recalcitrante aristotélico, aquel que confiara en que la verdad puede m ostrarse en el leng uaje. Pues fin y al cabo, fue de l lengu aje judicial que Aristóteles extrajo la palabra «categoría» para darle relevancia filosófica. Cuando decimos de algo que es una rosa en realidad la estamos acusando de ser como las demás cosas a las que llamamos igual que a ella, como el resto de rosas. Aunque

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sepamos, con Leibniz, que no hay ni puede haber dos rosas iguales en el mundo. Rememorando de nuevo a Nietzsche podríamos sentencias que el lenguaje, como el concepto que a través de él se expresa, inevitablem ente iguala lo desigual. El lenguaje, en consecuen cia, dado su in evitable carácter general, identificador, fuerza, violenta la particularidad, la diferencia de cada realidad, incluso la de nuestra propia exp eriencia, la de n uestra propia co nciencia. Es quizás por lo que, sabedores de ello, muchos filósofos que, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, se han movido en la esfera de influencia del platonismo, han terminado recomendado el silencio como una actitud más pura, más respetuosa para con la realidad. Es el caso de schopenh auerianos com o Mauth ner, a quien antes alu díamos, o el más con ocido de W ittgenstein. Para estos autores la realidad que decimos con ocer, la que pensamos y de la que hablamos, no es sino la realidad que nosotros mismos, mediante nuestro lenguaje, creamos para satisfacer nuestras necesidades; lo que constituye justamente la utilidad del lenguaje. Pero, por ello mismo, si q ueremos obtener un a comprensión d e la realidad que no sea d ominio de la misma, la comprensión propia de lo que Schopenhauer denominaba el «puro sujeto del conocimiento», habremos de aprender a callar, aprender a prescindir del lenguaje y a abrazar el silencio; a situarnos desinteresadamente frente a la naturaleza y a resignarnos ante su muda necesidad. Por lo menos este silencio se corresponderá mejor que el lenguaje con una realidad que, en sí misma, es silente. Así, pues, frente a la palabra que acusa y sentencia, que fiscaliza y domina, el respeto del silencio. Frente a la intencionalidad sojuzgadora que se condensa de manera ejemplar en esos sistemas lógicos que son las teorías científicas que, so pretexto de querer conocer la realidad, la predicen y controlan, la someten al potro de tortura que es la experimentación para arrancarle sus secretos, la actitud estética, y ética, que simplemen te la deja ser. Si yo fuera un partidario de esta secta de logófobos, de estos apologetas del silencio, el anterior punto y aparte debiera haber sido el punto final de este escrito. Que siga escribiendo ya muestra mi disconformidad con este platonismo que, como todo platonismo, bajo la apariencia de la modestia esconde en realidad la más tremenda de las soberbias. Consideremos, para empezar, el papel del silencio cuando la realidad que se nos enfrenta es otro yo. En principio el guardar silencio puede parecer una muestra de respeto. Pero para que el silencio sea respetuoso deben cumplirse toda una serie de condiciones que es conveniente tener en cuenta. Para empezar, nuestro silencio ha de ser voluntario, no impuesto. En caso contrario, no sería expresión de respeto sino de sumisión. Callaríamos porque el otro nos quita la palabra. No será preciso recordar aquí como en las éticas clásicas, que tanto impregnan el así llamado sentido com ún, el silencio era una de las pocas excelencias que se reconocía a la mujer, en tanto que su supuestamente cong énita tendencia a la locuacidad era contemplada como un vicio.

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Para continuar, nuestro silencio no ha de hacerse en aras del silencio absoluto, sino para poder escuchar lo que el otro nos dice. Y no sólo esto. La escucha resp etuosa del otro –y no el mero oírlo– ha de dejar abierta siempre para nosotros la posibilidad de responderle. En otro caso, y estamos en la situación justamente contraria a la anterior, somos nosotros los que le negamos la palabra y nuestro silencio se torna entonces en una expresión de desprecio, quizás el peor, el más duro para con el otro, su reducció n a una nad a simbólica. De modo que el silencio puede ser expresión de respeto para con el otro, sí, pero sólo en el contexto del diálogo, no como anulación absoluta del discurso, sea propio o ajeno. Vayamos ahora al caso de l silencio frente a la realidad, frente a la naturaleza. He acusado a los platónicos de soberbios tras su aparente humildad. Para empezar quieren hacernos creer que ellos tienen una clave de correspondencia, de autenticidad, en su relación con la realidad de la que carecería quien habla. Aceptar esto es aceptar un dogma de fe. Es posible, para mí seguro, que el lenguaje, las teorías que con él componemos, no se corresponden con la realidad sino, en todo caso, con la realidad tal y como nosotros nos la representamos. Pero al menos el lenguaje nos da la posibilidad del acuerdo intersubjetivo y nos obliga a plegarnos a una norma que, aunque sea sólo parcialmente, nos trasciende. De acuerdo, que el metro tenga la longitud que tiene es produ cto de una convención. Pero lo que ya no es convencional, una vez ace ptado su uso como patrón de medida, es que algo mida o no un determinado número de metros. Esta corte de apelación, de control de nuestra honestidad para con la realidad lingüístic amen te mediada que compartimos con los otros, vamos a decirlo así, es lo que no está presente en el silencio. Quien recomienda el silencio –por cierto, hablándonos; ¿cómo si no?– nos asegura –hablando, de n uevo– que así se logra una corresponden cia más pura c on la realidad , pero ¿ por qué hem os de presuponer qu e su silencio y el nuestro nos sitúa igualmente ante la realidad, o incluso ante una realidad igual? Por otra parte, hay todavía otra soberbia muy aristocrática, muy típica de lo que aquí vengo llamando platonismo, en la recomendación del silencio. Podemos aceptar que al hablar violentamos la realidad, pero como el mismo platónico reconoce, no hablamos por hablar (aunque a veces sí, lo cual debiera darnos una visión m ás optimista del lenguaje) sino movidos por la necesidad (aunque, insisto, no siempre, pues el lenguaje también es territorio de creatividad, juego y libertad). Esta violencia, como la anterior que nos convertía en sujetos, no es opcional sino inevitable. Lo que está en juego en ella es nuestra supervivencia. Como Popper apuntó, creamos teorías para que mueran por nosotros. O al menos, para perm itirnos, gracias a ellas, diferir nuestra futura muerte. Entiéndaseme bien. No es que esté contra el silencio. Son muchas las ocasiones en que es ya no sólo recomendable sino, al m enos para mí, él mism o una necesidad (lo cual, por cierto, debiera darnos una imagen más pesimista del mismo). Lo que digo es que para los seres humanos, para ese animal indigente que somos, el silencio no puede

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ser sino parasitario del lenguaje. Y no goza de ninguna prioridad metafísica, epistemológica o axiológica con respecto a aquél. Concluyo advirtiendo que no he exp lorado todo el territorio que el tema de la relación entre violencia y lenguaje abarca. Me dejo en el tintero la necesaria violen cia que el lenguaje nos hace y la no menos perentoria necesidad que nosotros tenemos de hacer violencia al lenguaje. Pero como ya advertí, el espacio también corre y se agota. *** Vicente Sanfélix Vidarte Universidad de Valenc ia Facultad de Filosofía y CC.EE. Avda. Blasco Ibáñez 30- 5. Valencia 46010 [email protected]

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