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Ni santas ni perfectas: la madre en la literatura Por José Miguel López-Astilleros El primer domingo de mayo se celebra en nuestro paÃ−s el dÃ−a de la madre. Lejos de fastos comerciales y de gazmoñerÃ−as trasnochadas, en Culturamas lo celebramos pasando revista a la figura materna en la literatura. En este artÃ−culo, encontramos un buen catálogo de madres, y no precisamente adorables. Si frente a un auditorio lleno de público alguien pronuncia la palabra “madre”, precedida y seguida de silencio, todos los asistentes pensarán inmediatamente en la suya, nunca en la de los demás. El posesivo “mi” desencadena entonces una reacción que nos hace sumergirnos en una espiral de afectos y vivencias únicas. Su presencia rige nuestras vidas por razones obvias, incluso cuando su ausencia. AsÃ− es que no es de extrañar que desde el origen de los tiempos haya merecido la atención de todas las artes y algunas ciencias como la psicologÃ−a o la psiquiatrÃ−a.  En la literatura universal aparecen madres no siempre con un perfil magnánimo y benefactor. Ejemplo de ello es la cruel e irracional Medea, la tragedia de EurÃ−pides en la que una mujer ultrajada por el hombre a quien ama, Jasón, es capaz de asesinar a sus propios hijos como venganza. En Ana Karenina Tolstoi nos presenta a una madre que sacrifica los frutos de su maternidad por un amor obsesivo y fatal, que conculca los principios de la naturaleza, aunque esta vez sea ella quien pague el precio definitivo, a diferencia de la anterior. Y qué decir de la madre que nos muestra GarcÃ−a Lorca en La casa de Bernarda Alba, para quien una rigurosa y cruel interpretación de las convenciones sociales desencadenan la tiranÃ−a y la tragedia. O la de Bertold Brecht en Madre coraje, en quien la guerra termina por subvertir los valores, hasta el punto de primar el negocio sobre la supervivencia de su progenie. En el lado opuesto tenemos La madre, del ruso Máximo Gorki, abnegada y reivindicativa que lucha junto a su hijo por los derechos de los trabajadores. Y tantas. Si hay algo común a todas ellas, es que fueron concebidas como personajes, por mucho que tuvieran o no relación con modelos observados y extraÃ−dos de la realidad, procedimiento habitual en la creación literaria. En cambio, lo que ya no es tan usual, es que alguien, como escritor y como hijo, dedique un libro entero a su propia madre, la real, la de su memoria vivida. Nos encontramos de esta guisa con tres libros de escritores muy diferentes entre sÃ−, de tres diferentes nacionalidades de origen, marroquÃ−, francés y norteamericano, pertenecientes cada uno a una cultura diferente, musulmana, judÃ−a y cristiana, aunque ellos mismos se declaren no muy devotos de las creencias de sus respectivas progenitoras. En Mi madre (El Aleph Editores, 2009), el escritor marroquÃ− Tahar Ben Jelloun, afincado en ParÃ−s y no en su paÃ−s natal porque no soporta “la falta de seriedad y la corrupción”, presta su voz de escritor a una madre analfabeta, que no inculta, como especifica con delicadeza. Retrata a su madre aquejada de Alzheimer, cuya generosa entrega a su familia y a sus hijos ha sido el propósito esencial de su vida. De su actitud aprende la valiosa perspectiva ética con la que se enfrenta a la realidad cotidiana, que no es otra que su tolerancia y bondad. Y como nos sucede a la mayorÃ−a de nosotros, dice de la suya «Mi madre me ha devuelto a la infancia. Para ella, no he crecido. Sigo siendo el niño flacucho que ella mimaba en Fez cuando caÃ−a enfermo.» Se trata, en definitiva, del homenaje emocionado que un hijo rinde al recuerdo de su madre, asÃ− lo declara en las páginas finales «Quiero a mi madre por lo que es, por lo que me ha dado y porque ese amor es casi religioso.» Albert Cohen en El libro de mi madre (Anagrama, 2007) parte de un sentimiento de culpabilidad por no haberle prestado suficiente atención a su madre mientras vivÃ−a, máxime porque era hijo único, de hecho se siente apesadumbrado porque murió sola en la Francia ocupada por los nazis, mientras él estaba en 1
Londres. Toda la obra es una evocación lÃ−rica exacerbada por la ausencia y el recuerdo de la madre muerta. Tal era la rendición incondicional a su hijo, que este llega a decir de ella «Todas las demás mujeres tienen su pequeño yo autónomo, su vida, su sed de felicidad personal, su sueño que protegen […]. Mi madre no tenÃ−a yo, sino un hijo.» Pero aún más que todo esto, este librito es un llanto por una madre vieja y desamparada, como expresa en el capÃ−tulo V «Llorar a la madre es llorar la infancia. El hombre quiere su infancia, quiere recobrarla, y si ama más a su madre conforme avanza en edad es porque su madre es su infancia.» Y más adelante «Tu muerte me arroja de repente de la infancia a la vejez.» Hacia el comienzo del tercer párrafo de Mi madre (Anagrama, 2010), Richard Ford, también hijo único, como el anterior, declara el propósito de la obra «El acto y el ejercicio de abordar la vida de mi madre es, por supuesto, un acto de amor.» El sentimiento de felicidad de ella no sobrevivió a la muerte de su esposo, su padre, desde entonces madre e hijo serÃ−an cómplices mientras vivieron juntos. Posteriormente sus constantes separaciones y reencuentros constituirán la tónica dominante entre ellos. Sin el menor atisbo poético como en Tahar Ben Jelloum o lÃ−rico en Cohen, Ford con su sobriedad expresiva se enfrenta al vacÃ−o que dejó en su vida la muerte de su madre. Estos tres testimonios demuestran que la figura de la madre trasciende culturas y fronteras, porque su naturaleza se impone a cualquier otra consideración. Madres santificadas, idolatradas, madres reverenciadas, cuyo amor por sus hijos escritores les ha sido devuelto por ellos de la mejor manera que supieron, trasmutándolas en palabras y emociones, para preservarlas asÃ− de los volubles avatares de la temporalidad, convertidas en madres del lector en virtud del nexo común compartido que es el del amor y la gratitud hacia las propias, las nuestras, anónimas y silentes, pero vivas siempre en estas otras. Pero escuchemos la advertencia final de Cohen, para que estas palabras maternales no sean viajeros sin retorno: «Hijos de madres aún vivas, no olvidéis que vuestras madres son mortales. No habré escrito en vano si uno de vosotros, tras leer mi canto de muerte, se muestra más dulce con su madre una noche, acordándose de mÃ− y de la mÃ−a. Sed dulces cada dÃ−a con vuestra madre. Amadla mejor de lo que yo supe amar a la mÃ−a.» Amén. Â
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